CAPÍTULO 73

 

 

Cupido en la calle estaba tarde en la noche.

Mojadas sus alas al extenderse bajo la lluvia.

(Robert Greene)

 

 

 

 

 

 

 

Antes de que Kristen se diera cuenta, le inmovilizó las manos, se las ató y la colgó de una de las viejas vigas de madera que cruzaban el techo del establo.

—No... —masculló Kristen con un sollozo, adivinando lo que se le venía encima.

—Seguro que unos cuantos latigazos te bajan los humos —afirmó Scott.

Dio un fuerte tirón y le bajó el vestido hasta la cintura, dejando al descubierto su espalda. 

—No, por favor… —repitió Kristen.

Scott cogió uno de los látigos que tenía Ludwig para arrear a los caballos, lo desenrolló y se acercó a Kristen observando su inmaculada piel.

—Scott, por favor —rogó. Pero todo era inútil.

El primer latigazo cruzó su espalda de lado a lado sin previo aviso. Kristen apretó los dientes. El segundo rasgó el aire. El golpe fue rápido y seco. Kristen se aferró con fuerza a las cuerdas y contuvo la respiración en los pulmones, al tiempo que un agudo dolor le recorría el cuerpo.

Mientras los latigazos se sucedían uno tras otro. Se prometió no llorar; no iba a darle ese gusto a su padrastro. Aunque tenía los ojos anegados de lágrimas, respiró hondo y se dominó. La garganta le ardía.

 

 

 

Tommy cruzó el jardín con un saco de alfalfa echado al hombro.

¿De quién sería el elegante carruaje negro que había a la puerta de la mansión?, se preguntó en silencio cuando pasó delante de él.

Miró al cochero. Su cara no le sonaba de nada. Sería alguna visita del señor Russell, se dijo. Últimamente no dejaba de recibir gente en la casa. Apartó los ojos del hombre y siguió con su tarea, ajeno a lo que estaba sucediendo en el establo. Si no se daba prisa, no llegaría a tiempo al mercado, pensó. Bajó la cabeza y aceleró el paso.

 

 

 

Kristen sintió que la cabeza le daba vueltas. Un zumbido se había instalado en sus oídos y amenazaba con volverla loca. Cuando Scott decidió que ya era suficiente y la soltó. Kristen se dejó caer tremendamente dolorida sobre el montón de paja que había en el rincón. Fue entonces, lejos de los ojos adustos y burlones de su padrastro, cuando rompió a llorar.

Un largo rato después se colocó el vestido sobre los hombros y se levantó, tambaleante por el intenso dolor que surcaba su espalda y que se extendía como finos tentáculos por todo el cuerpo.

Nadie podía ayudarla. Bertha y Ludwig no estaban y seguro que Tommy se había ido al mercado. ¿Qué podía hacer? Si se quedaba en la casa Scott podría volver a arremeter contra ella con la misma sangre fría con la que lo había hecho. Su padrastro parecía haber perdido el juicio. ¿Qué pensaría su madre si hubiera visto lo que acababa de hacerle? ¿Y su padre?

Sacudió la cabeza. No era capaz de pensar con claridad. Se sentía confusa y aturdida y la realidad había cobrado de pronto una dimensión que la asustaba.

—Tengo que irme de aquí —masculló.

Salió del establo y se dirigió hacia el cochero de Liam, que se encontraba apoyado en la berlina. Le temblaban las rodillas y la cabeza le daba vueltas.

—¿Está bien, señorita? —preguntó con alarma en la voz, cuando vio que se tambaleaba y que la piel de su rostro estaba blanca como una sábana.

—Sí —mintió Kristen, tratando de poner buena cara—. Por favor, lléveme a… a…

El hombre la sujetó del brazo y la ayudó a subir al carruaje. Durante unos instantes Kristen fue consciente de que estaba perdiendo el sentido.

 

 

 

—Señorita…, señorita… —Kristen abrió los ojos lentamente a la voz suave que la llamaba y balbuceó algo ininteligible—. ¿Está bien? —le preguntaron. El contorno del rostro del cochero tomó forma delante de ella.

—¿Qué…? —alcanzó únicamente a decir.

—Ya está en casa —dijo el hombre.

Kristen frunció el ceño mientras se incorporaba sobre el asiento de cuero del carruaje. La espalda le ardía como si le recorrieran miles de llamas de un extremo a otro.

—¿En casa? —Estaba desorientada.

—Sí, en casa.

Kristen giró ligeramente la cabeza y vio la fachada de la hacienda al otro lado de la ventanilla de la berlina. Suspiró desconsolada. Se había desvanecido antes de que pudiera decirle al cochero que la llevara a la mansión de Anabella y él la había llevado de regreso a casa, a la que creía que era su casa, cuando en realidad era su particular infierno.

—¿Necesita que la ayude a bajar?

—Sí, por favor —le pidió.

El hombre le ofreció cortésmente la mano. Kristen la tomó y descendió del carruaje. Estaba aturdida y cansada, terriblemente cansada. El cochero la ayudó a subir la escalinata del porche y la dejó en la puerta.

—Gracias —dijo Kristen, haciendo un esfuerzo.

En la casa reinaba un silencio sepulcral. Era mejor así; prefería no encontrarse con nadie. Ni con Silvana, ni con Kamelia, ni mucho menos con Liam.

Cuando llegó a la habitación estaba más cansada si cabía y la turbación había ido a más. La cabeza no había dejado de darle vueltas ni un solo segundo.

En esos momentos la puerta se abrió y entró Liam. Kristen se dio la vuelta y se agarró a uno de los postes de la cama. Tenía la sensación de que en cualquier instante se caería al suelo.

—¿Dónde has estado? —preguntó, alterado.

—Yo… —Kristen casi no podía articular palabra.

—¿Y qué haces con esa ropa puesta?

Kristen apenas le escuchaba. Estaba mareada. Notaba como si miles de alfileres le punzaran la espalda. El dolor se había vuelto insoportable. En ese momento Liam miró el reflejo de su imagen en el espejo de enfrente. Algunos latigazos habían rasgado la piel y la sangre había traspasado la tela del vestido.

—Liam, yo…

De repente, la mirada se la eclipsó y todo se llenó de oscuridad. Liam se lanzó hacia ella con rapidez y la sujetó en brazos antes de que cayera al suelo.

—Kristen —dijo, con una mueca de horror en el rostro.

Cuando se miró la mano con la que sujetaba su espalda vio estaba manchada de sangre.

—¿Qué diablos…? —masculló, dejando escapar una maldición.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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