CAPÍTULO 42
Vinieron los recuerdos
y lo saquearon todo:
se llevaron el olvido,
me dejaron el amor.
(Anna Bahena)
Kamelia corrió hasta la casa sin perder tiempo. Sabía que Liam estaba allí, así que era el mejor momento para contarle lo que acababa de ver. Con un poco de suerte y si ella lo animaba, se acercaría a la cabaña y pillaría a Kristen en faena.
Mientras atravesaba el bosque a zancadas, caviló la forma en qué debía decírselo.
«No puedo quedar como una chivata, —pensó para sus adentros—. Liam no lo vería bien, aunque esté descubriendo a su mujer».
Cuando Kamelia entró por la puerta de servicio, ya tenía la manera de decirle a Liam todo sin quedar como una alcahueta. Fue a la cocina, se aseguró de que su madre no pululaba por ahí como siempre hacía y subió directamente al despacho de Liam, donde presumió que se encontraría trabajando.
—Adelante —dijo él al escuchar que tocaban a la puerta.
—Buenos días, señor —saludó Kamelia con voz servicial.
Liam levantó los ojos y dejó de atender los documentos en los que estaba enfrascado en esos momentos. Su figura regia se recortaba contra la luz del sol que entraba por la ventana.
—Buenos días —respondió.
—Señor, estos días no lo he visto —comenzó a decir Kamelia, bajando la cabeza y fingiendo arrepentimiento—, y quisiera pedirle disculpas de nuevo por lo que sucedió la otra noche.
Liam dejó sobre el escritorio los papeles que tenía en la mano.
—Está bien, Kamelia —dijo en tono condescendiente.
—No sé lo qué me pasó… Lo vi triste —exageró teatralmente—, y… bueno, me dejé llevar…
—No te preocupes. Todo está bien —repitió Liam, restándole importancia al asunto.
Kamelia respiró hondo, como si tuviera que calmar los nervios por algo que le reconcomiera por dentro.
—Quería también… pedirle un favor… —comentó, dejando la frase suspendida en el aire.
—Dime.
—No se lo diga a mi madre, por favor, señor Lagerfeld —suplicó la criada, aunque estaba muy lejos de sentir algo de lo que estaba diciendo—. Se llevaría un disgusto. Ya sabe las tradiciones tan rígidas con que lleva su vida, y yo no quiero darle un disgusto. — De repente tenía los ojos bañados en lágrimas—. Ella ha tenido una existencia dura. Usted también sabe eso.
—Puedes estar tranquila, Kamelia —se adelantó a decir Liam, indulgente—. No le he dicho, ni tengo intención de decirle nada a Silvana.
—Muchas gracias, señor —le agradeció Kamelia, inclinando ligeramente la cabeza—. ¿Si se le ofrece algo? —preguntó, después de unos segundos.
—No, Kamelia. Puedes retirarte.
Kamelia giró sobre sus talones y emprendió el camino hacia la puerta. Antes de abrirla, se dio la vuelta por última vez.
—Por cierto, señor —se arrancó a decir con las palabras llenas de malicia—, me alegra mucho que finalmente haya permitido que la señora Kristen de clase a los hijos de los criados. No deja de ser algo benef…
—¿De qué estás hablando? —interrumpió Liam hoscamente. Su rostro demudó en una expresión severa.
—Acabo de ver a la señora Kristen en un cobertizo que hay…
Liam se levantó de golpe de la silla.
—¿Que la has visto dónde? —dijo.
Kamelia no deseó por nada del mundo estar en esos momentos en el pellejo de Kristen. Desde luego que no. Los ojos de Liam destellaban furia y algo más que no supo interpretar, pero que no era nada bueno.
—En el cobertizo que hay más allá del… del claro de la cascada… casi al límite del término de la hacienda… Estaba… estaba… —tartamudeaba a propósito.
—¡Habla! —exclamó Liam, dando en la mesa un fuerte golpe con la mano abierta.
—Me pareció que estaba dando clase a los hijos de los…
Liam sorteó el escritorio con una agilidad pasmosa y atravesó el despacho a grandes zancadas. Pasó rozando a Kamelia como una exhalación y sin mediar palabra, y salió de la estancia con una expresión de cólera en el rostro. Kamelia se llevó la mano a la boca, disimulando a duras penas la perversa sonrisa que esbozaban sus labios, mientras la figura de Liam se alejaba por el pasillo con pasos largos y rotundos. Había resultado más sencillo de lo que pensaba. Mucho más sencillo.
—Señorita Kristen, ¿está bien escrito mi nombre? —le preguntó un niño pelirrojo con el rostro salpicado de una constelación de pecas.
Kristen se acercó hasta él y echó un vistazo a la pizarra.
—Está perfecto, Max —dijo, revolviéndole cariñosamente el pelo con la mano.
En ese momento Kristen notó que tiraban por detrás de su vestido. Se giró.
—Harper. —Sonrió.
—¿Y el mío? —dijo el pequeñín—. ¿Está bien escrito así?
—A ver… —Kristen cogió la pizarra—. Te falta la “h” —le dijo con voz dulce—. Tu nombre empieza por “h”.
—¿La letra que no suena?
—Exacto. La letra que no suena. La letra sorda. Muy bien —lo alentó.
Kristen le tendió la pizarra y Harper, animado, añadió la “h” al principio de su nombre. De pronto la puerta se abrió y un estallido de luz dorada inundó el cobertizo. Kristen se dio la vuelta. Se quedó petrificada como una estatua de sal cuando vio a Liam en el umbral del cobertizo, con aire lúgubre y los ojos verdes clavados en ella como si fueran cuchillos. La sonrisa se le esfumó de los labios.
—Liam… —dijo con voz apagada.
—Buenos días, señor Lagerfeld —saludaron los niños casi al unísono.
—Buenos días —respondió Liam en tono cariñoso—. ¿Podéis salir un ratito fuera a jugar? —les preguntó mientras se adentraba unos metros en el interior del cobertizo—. Tengo que hablar con vuestra maestra.
Kristen intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca como el suelo del desierto. Harper se levantó el primero del banco, correteó hasta Liam y le mostró la pizarra con el rostro radiante de ilusión.
—Mire, señor Lagerfeld —dijo—. Ya sé escribir mi nombre.
Liam cogió la pizarra. Se puso de cuclillas para estar a la altura de Harper y dijo:
—Muy bien, campeón.
—También sé escribir el nombre de mi madre y el de mi padre —continuó el niño, ajeno a la incipiente tensión que se respiraba en el aire—. Me ha enseñado la señorita Kristen. —Liam miró de reojo a Kristen, que permanecía en su sitio como una figura de cera. Cuando advirtió que la mirada de Liam se había posado en ella carraspeó nerviosa—. Pronto voy a poder leer todos los cuentos de dragones y héroes que hay en el mundo.
—¿Todos los cuentos de dragones y héroes que hay en el mundo? ¿Todos, todos? —repitió Liam, a quien el entusiasmo de Harper parecía habérsele contagiado.
—Sí —asintió el pequeño, enfatizando la afirmación con un movimiento de cabeza—. Todos, todos.
—¡Harper, vamos! —gritó una niña de trenzas doradas y ojos azules que lo esperaba en la puerta.
—Ya voy.
Harper dejó la pizarra sobre la mesa y echó a correr hacia la niña. Liam se incorporó lentamente mientras movía la cabeza en señal de reproche.
—¿Creo que te había dejado claro que no quería que dieras clases a los hijos de los criados? —dijo en su habitual tono profundo y sonoro. La expresión del rostro era acerada, tanto que Kristen se estremeció.
—Sí, lo dejaste claro —apuntó ella únicamente.
—¡¿Entonces por qué diablos me has desobedecido?! —estalló Liam, furioso.
Kristen creyó que el corazón iba a salírsele por la boca. Liam tenía la cara desencajada. Sin embargo, se armó de valor para defender lo que creía correcto.
—Porque tu negativa fue absurda —refutó.
—¿Absurda? —repitió Liam.
—Sí, absurda —reafirmó Kristen, retándole con la mirada—. No tenía ni pies ni cabeza. Te limitaste a decirme que no sin darme ningún argumento, simplemente porque era yo quien te lo había pedido.
—¿Y no es suficiente razón? —espetó Liam. La expresión de su rostro era hostil cuando miró a Kristen directamente a los ojos—. ¡Maldita sea! ¿No es suficiente razón?
Dio un paso hacia adelante. Kristen retrocedió.
—No, si por encima está la ilusión de esos niños por aprender a leer y a escribir —arguyó Kristen con el corazón palpitándole como un tambor contra las costillas—. ¿Los has visto? ¿Has visto a Harper? ¿Has visto cómo…?
—¿Quieres que aprendan a leer y a escribir? —la interrumpió Liam—. Perfecto. Mañana mismo contrataré a una maestra; a cien, si es necesario, para que les enseñe.
Kristen frunció el ceño, perpleja.
—¡Yo soy maestra! —inquirió.
—Pero yo no quiero que tú les des clase. ¿Es que no te ha quedado claro?
—¿Por qué no? —preguntó Kristen—. Dime, Liam. ¿Por qué no?
—Eso es asunto mío.
—Y mío también.
—Ya te enterarás, no te preocupes.
Liam paseó la mirada en derredor. De fondo podía oírse el griterío de los niños, que correteaban alrededor del cobertizo.
—¿Quién te ha ayudado? —le preguntó a Kristen.
—No te lo voy a decir —respondió Kristen.
La sangre recorría las venas de Liam con la violencia de un torbellino, golpeándolo una y otra vez.
—Dime quién te ha ayudado a reformar el cobertizo.
—No. —Fue la respuesta de Kristen.
Liam apretó los dientes ante su terquedad, tanto que pudo oírse como rechinaban. Dio un paso hacia adelante con aire rígido y cogió a Kristen por el brazo.
—Nos vamos a casa —indicó.
—No… Suéltame —dijo Kristen en voz baja para que los pequeñines no la oyeran—. Suéltame, Liam.
Liam la arrastró fuera del cobertizo.
—¿Ya se va, señorita Kristen? —preguntó Harper.
—Sí —respondió ella, esforzando una sonrisa y tratando de disimular—. Mañana nos vemos, niños.
—No pienses ni por un momento que voy a dejarte volver aquí —masculló Liam, sujetándola con mano férrea—. Antes te encierro en tu habitación —la amenazó.
—Adiós, señor Lagerfeld.
—Adiós, Harper.