CAPÍTULO 16

 

 

Todas las pasiones son buenas

mientras uno es dueño de ellas,

y todas son malas cuando

nos esclavizan.

(Jean Jacques Rousseau)

 

 

 

 

 

 

 

—Liam… Liam…

—¿Sí, mamá?

—Liam…

—¿Sí?

—Ve a buscar a tu padre a su despacho. Vamos a comer.

—Sí, mamá.

Liam subió las escaleras de dos en dos y corrió por el largo pasillo que se abría ante él. La luz del sol entraba a raudales a través de las cortinas de terciopelo en color burdeos que caían a ambos lados de los enormes ventanales. El brillo era casi cejador según avanzaba.

—Papá, Papá… —lo llamaba mientras se acercaba a la puerta del despacho. Sin embargo, su padre no respondía. No salía a recibirlo al pasillo como siempre hacía cuando lo oía llegar.

—Papá… Papá…

El silencio era sepulcral, como si estuviera correteando entre las tumbas de un cementerio abandonado.

—Papá… —dijo Liam, al tiempo que abría la puerta—. A com….

Bernard Lagerfeld se giró hacia él lentamente, envuelto en las lenguas que formaban las sombras de la estancia. Colgaba, como siempre que aparecía en sus pesadillas, de la viga central del despacho. Igual que en la imagen que se había quedado congelada en el cerebro del pequeño Liam. El rostro y las manos se veían amoratados, casi negros, y el cuerpo se movía espasmódicamente. Los ojos de Bernard se abrieron de golpe. La mirada estaba inyectada en sangre cuando la enfocó en el pequeño Liam…

Liam se incorporó en la cama sobresaltado, con ese miedo visceral tan conocido metido en cada célula. Respiraba con dificultad, como si tuviera los pulmones anegados de agua, y tenía el cuerpo empapado en una película de sudor.

Inhaló profundamente.

Se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño que había en su habitación. Abrió el grifo del lavabo, cogió un chorro de agua con las manos y se lo echó por la cara mientras trataba de acompasar la respiración. Alzó el rostro y durante un rato en que permaneció inmóvil, se quedó mirando el reflejo de su imagen en el espejo.

Las pesadillas, que se hacían presentes más habitualmente de lo que le gustaría, recreaban con una exactitud pasmosa el episodio que había vivido aquel mediodía en que se encontró a su padre ahorcado en el despacho. Todo sucedía de un modo tan real en su mente, que a veces creía que no era un sueño, sino que estaba viviéndolo otra vez. Sentía de nuevo en sus entrañas el miedo, la desesperación, la impotencia y la rabia de aquel día, como si no hubieran trascurrido quince años.

Liam apoyó las manos en el frío mármol del lavabo.

—Gilliam Lancashire… —masculló con una maldición. Se miraba fijamente a los ojos, como si fuera el mismísimo Gilliam el que estuviera frente a él—. Tu querida y hermosa hija va a pagar cada uno de tus pecados —dijo, con una severidad que erizaba el vello de la piel—. Palabra de Liam Lagerfeld —sentenció.

 

 

 

 

—Gracias por invitarme a la exposición de Van Gogh —dijo Kristen.

Estaba entusiasmada de encontrarse allí y, sobre todo, con Liam.

—Es un placer —apuntó Liam—. Nadie mejor que tú con quien venir a la National Gallery. Está siendo una experiencia de lo más enriquecedora.

—¿Debo de tomarme eso como un cumplido, señor Lagerfeld? —bromeó Kristen, fingiendo un tono formal.

—No tendría que tomárselo de otro modo, señorita Lancashire —explicó Liam en la misma entonación—. O no debería. Nunca he aprendido tanto sobre la vida de los pintores y cuanta anécdota les ha acontecido en ellas como con usted.

Kristen sonrió, halagada.

Liam no mentía. Realmente estaba impresionado. Kristen había vuelto la exposición del gran Vincent van Gogh más interesante, si cabía. La hija de Gilliam Lancashire había hecho un excelso repaso de la vida y obra del virtuoso autor neerlandés, resaltando las decenas de anécdotas que habían rodeado su existencia y que había proporcionado momentos muy divertidos entre ambos.

—¿Ves qué sublimes son las pinceladas? —preguntó Kristen, deteniéndose frente al cuadro de La habitación de Arles.

—Y la paleta de colores, tan llamativos —añadió Liam.

—Es fascinante.

Liam llevaba un rato observando a Kristen. Conocía al dedillo la obra de Van Gogh y, en esos momentos, dentro de la National Gallery había cosas más interesantes. Inesperadamente, cogió a Kristen de la mano, la arrastró hasta el recoveco que había a su derecha, la arrinconó contra la pared y con Los Girasoles como testigos mudos, la besó. Kristen notó de nuevo aquella sensación cálida que le recorría el cuerpo de la cabeza a los pies.

—Liam, pueden vernos —dijo muerta de vergüenza, sin dejar de mirar a todos lados, nerviosa.

—¿Tú crees? —preguntó Liam divertido y con la misma calma que un buda—. Yo creo que están muy entretenidos viendo los lienzos de Van Gogh.

—Pero si pasa alguien puede vernos… —repitió Kristen tratando de convencerlo, aunque en el fondo le encantaba el descaro y el aplomo con que actuaba Liam.

—Te ves tan hermosa cuando te ruborizas.

—Liam… —lo amonestó Kristen. El comentario la hizo sonrojarse aún más.

—No he podido contenerme —dijo simplemente, haciéndole creer que era un hecho extraordinario.

Quizá eran ciertos los rumores que afirmaban que Liam Lagerfeld era uno de los hombres más apasionados de Londres.

«Dios mío», pensó Kristen.

Liam la había besado dentro de la National Gallery, al lado de Los Girasoles de Vincent van Gogh, sin preocuparse si les podía ver alguien o no y, por lo que leía en las líneas de su cara, tenía intenciones de volver a besarla. Lo mejor, o lo peor, no lo diferenciaba muy bien, es que a ella tampoco le importaba que los vieran, pese a la época en la que vivían y los estrictos convencionalismos que imponía la sociedad.

Liam se acercó un poco más y la estrechó contra la pared, sin dejar de mirarla a los ojos. Sonrió con visible provocación. Esperó a que Kristen dijera algo. Le gustaba ponerla a prueba, sacarle los colores, llevarla al límite de las situaciones que permitía la recatada sociedad victoriana en que vivían. Pero para su sorpresa, la hija de Gilliam Lancashire no pronunció palabra; permanecía inmóvil, tensa, a la espera. Liam tuvo que reconocer que, para ser mujer, era osada, como él, y eso le impulsó a besarla otra vez.

Kristen se entregó a sus labios suaves y húmedos como lo hizo junto al árbol de Regent´s Park la primera vez y como lo había hecho apenas unos minutos antes allí mismo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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