CAPÍTULO 30
Todavía creo que nuestro
mejor diálogo ha sido
el de las miradas.
(Mario Benedetti)
El sol comenzó a entrar a raudales por la ventana. Un haz de luz escarlata incidió en el plácido rostro de Kristen. Movió los ojos debajo de los parpados. Unos instantes después los abrió despacio.
En un impulso alargó el brazo hacia el otro lado de la cama. La mano tocó la superficie lisa y fría de la colcha. Liam no había dormido con ella.
Se incorporó, tratando de desperezarse y preguntándose por qué su marido no había regresado al dormitorio la noche de bodas. Unos nudillos tocaron seguidamente la puerta.
«Seguro que es Liam», pensó sin dar pábulo a la posibilidad de que no pudiera ser él. El corazón le dio un vuelco.
—Adelante —dijo en tono entusiasta mientras trataba de colocarse el pelo con gesto coqueto.
La expresión de su rostro acusó un atisbo de decepción cuando la puerta se abrió y apareció Silvana con una bandeja de madera en la que le traía el desayuno.
—Buenos días, señora —saludó.
—Buenos días —respondió Kristen intentando que su voz no sonara desilusionada.
Los ojos de Silvana se dirigieron automáticamente hacia la cama sin deshacer. De inmediato volvió la vista a Kristen, que adivinó lo que estaba pasando en esos momentos por la cabeza de la criada. Pero ambas mantuvieron un discreto silencio.
—Le traigo el desayuno, señora —anunció Silvana con un carraspeó, avanzando por la habitación.
Kristen se levantó de la cama y se apresuró a ponerse la bata.
—Gracias —le agradeció a Silvana cuando esta dejó la bandeja encima de la mesa—. Puedes llamarme Kristen —le dijo—. De hecho, es así como me gustaría que me llamaras… —sugirió con amabilidad después—. Y también me gustaría que me tutearas.
Silvana pareció extrañarse ante la petición de su nueva señora. Esperaba que la hija del memorable Gilliam Lancashire asumiera un carácter intratable y, por lo demás, soberbio, y que se gastara unos modales alejados de cualquier señal de deferencia hacia los criados, como su padre.
—Como gustes… Kristen —dijo con cierto apuro en la voz, aunque manteniendo su tono formal—. Si algo no le… si algo no es de tu agrado —rectificó—, o prefieres que te prepare otra cosa, no tienes más que decírmelo. Lo haré encantada.
Kristen echó vistazo rápido a la bandeja. Había leche, pan tostado, zumo, huevos, jamón y fruta. Desde luego no iban a matarla de hambre, pensó.
—Está perfecto —dijo, para tranquilidad de la criada.
—Cuando termines mandaré a mi hija Kamelia para que te prepare el baño y te ayude a vestirte —comentó Silvana.
—Muy bien.
—Entonces te dejo desayunar —dijo Silvana.
Se disponía a darse la vuelta para irse cuando Kristen la preguntó:
—¿El señor está abajo?
Intentó que el interrogante sonara despreocupado. Le daba cierta vergüenza preguntar por su esposo al personal de servicio, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? No tenía la menor idea de dónde estaba Liam y de qué había estado haciendo durante la noche.
—No —respondió Silvana—. Salió temprano a la fábrica.
—¿Ha dicho a qué hora volvería?
La criada negó ligeramente con la cabeza.
—No.
Era evidente que tampoco había dejado ningún mensaje para ella, sino Silvana se lo hubiera comunicado.
—Gracias, Silvana.
—Si no requieres otra cosa…
—No, puedes retirarte.
Silvana atravesó la habitación y despareció detrás de la puerta.
Kristen se cruzó la bata por delante, se giró y se acercó a la ventana. Abrió las puertas del balcón y salió. Un tajo de rosas y púrpuras rasgaba el cielo y barnizaba la sirena de la fuente y las piedras de las columnas que flanqueaban el patio. Algunos criados iban de un lado a otra concentrados en sus quehaceres diarios.
Permaneció en el balcón, de pie e inmóvil, un largo rato. Inhalando la fragancia a tomillo y madera adherida a la atmósfera.
—¿Cómo es la nueva señora? —preguntó Kamelia a su madre cuando llegó a la cocina.
—Muy hermosa —respondió Silvana.
—Seguro que no lo es tanto —arguyó Kamelia con recelo en la voz.
—Sí, sí que lo es, y además es amable —añadió Silvana—. Parece que no tiene nada que ver con su padre…
—¿Usted conoció a su padre? —continuó preguntando Kamelia en pos de una curiosidad insaciable, mientras se enroscaba en un dedo un mechón de pelo rubio.
—Sí, recuerda que yo serví a los señores Lagerfeld en Londres. Pero, aparte, todo el mundo en Inglaterra ha oído hablar de Gilliam Lancashire y la animadversión que sentía hacia los Lagerfeld, en especial hacia el difunto Bernard, el padre del señor Liam, que Dios tenga en su gloria.
Silvana se perdió durante unos segundos en sus recuerdos.
—¿Por qué Gilliam Lancashire odiaba a don Bernard? —La pregunta de Kamelia sacó a Silvana de sus pensamientos, devolviéndola a la realidad.
—Por cosas de ricos —dijo simplemente, zanjando la conversación. Levantó los ojos, con ligeros pliegues de piel arrugados a su alrededor, y miró a su hija—. Deja de hacer tantas preguntas —la reprendió en tono firme—. ¿No sabes que la curiosidad mató al gato?
—¿Qué gato ni que niño muerto, madre? —exclamó Kamelia—. En algo tengo que distraerme, los días aquí son tediosos.
Silvana miró a su hija de reojo al tiempo que cogía un puchero para empezar a hacer la comida.
—Para que se te quite el aburrimiento, sube a preparar un baño a la señora y ayúdala a vestirse —le ordenó. Kamelia chasqueó la lengua con desgana—. Vamos, no le hagas esperar.
Kamelia dio unos golpecitos en la puerta con los nudillos.
—Adelante —oyó al otro lado.
Hizo girar el pomo y entró en la habitación.
—Buenos días, señora —dijo.
—Buenos días —correspondió Kristen—. ¿Tú debes de ser Kamelia?
—Sí, señora.
—Puedes llamarme Kristen —le pidió, de la misma manera que un rato antes se lo había pedido a Silvana.
Kamelia se quedó durante unos instantes mirando a Kristen, que estaba sacando los vestidos de los baúles y colgándolos en el armario. Realmente la esposa de su adorado Liam era preciosa, como le había dicho su madre cuando le había preguntado muerta de curiosidad. Tenía unos rasgos rotundos, pero a la vez finos y aristocráticos, una piel dorada y unos ojos azules capaces de embelesar a cualquiera, incluso a ella. Además, pudo comprobar que poseía un bonito cuerpo, proporcionado, debajo de la escueta bata de seda que llevaba puesta.
De pronto se sintió pequeña e insignificante. ¿Qué iba a hacer ella, una chica de pelo lacio rubio, piel pálida, nariz pecosa, además de algo ruidosa y vulgar, para conquistar a Liam, al lado de una mujer como Kristen Lancashire?
—Tu madre me ha dicho que vendrías a ayudarme a vestir —continuó diciendo Kristen.
—Sí, señora —contestó Kamelia de forma automática.
—Kristen —rectificó con una sonrisa afable en los labios—. Debemos de tener la misma edad. ¿Cuántos años tienes?, si no es indiscreción —preguntó Kristen.
—Veintidós —dijo Kamelia.
—Yo tengo veinte. Así que podríamos ser amigas —comentó Kristen.
Kamelia se adelantó unos pasos.
—¿Qué quieres que vaya haciendo? —preguntó.
—¿Podrías ayudarme a colocar toda esta ropa en el armario y la cómoda, por favor? —preguntó a su vez Kristen.
—Sí, claro.
Kamelia se acercó a la cama con expresión apática, cogió sin ganas uno de los vestidos que había sobre ella y lo colgó en el guardarropa. Después asió otro e hizo la misma acción, mecánicamente. A Kamelia no le gustaba colgar vestidos, le gustaba ponérselos y lucirse con ellos. Aquellos debían de ser costosísimos. Lo sabía por la fina tela con la que estaban confeccionados: seda, organdí, muselina, encaje… Y no el algodón áspero y vulgar con el que estaban hechos los suyos. Ser pobre le resultaba casi insoportable.
«Algún día yo tendré un armario lleno de vestidos como estos», pensó en silencio.
Y el modo más viable y rápido de conseguirlo era a través de Liam Lagerfeld. Él sería su pasaporte a una vida de lujo y ostentación. A la vida que siempre había soñado. Y por fin dejaría de ser una pobretona. Daba igual si estaba casado. Era un detalle que para ella no tenía la menor importancia. Siempre podría ser su amante. Aunque luego no se conformaría con ser la otra. Ya se las arreglaría para ser la señora Lagerfeld, solo necesitaba algo de tiempo. Y ahora que Liam iba a quedarse a vivir en Birmingham con su amantísima esposa, tenía todo el del mundo. Sonrió maliciosamente para sí.
Cuando terminaron de acomodarlo todo, Kristen se dio un baño, se vistió y bajó al primer piso. Quería empezar cuanto antes a convertir aquella casa en un hogar para Liam y para ella. A convertirlo en su nido de amor.
Las estancias: salón, hall, galerías y demás, eran luminosas y estaban bien ventiladas. En España, se había acostumbrado a las tardes soleadas que regalaba su clima mediterráneo, más suave y benévolo que el inglés, y de vuelta a Inglaterra, agradecía enormemente tener sol, aunque la animó comprobar que la casa contaba con tubos de calefacción en las paredes.
Mandó a un par de jóvenes criados que le llevaran al salón los baúles en los que había transportado todo el menaje, se arremangó y con la ayuda de Kamelia comenzó a redecorar la casa.