CAPÍTULO 10

 

 

Te amo sin saber cómo, ni cuándo, ni de dónde,

te amo directamente sin problemas ni orgullo;

así te amo porque no se amar de otra manera.

(Soneto XVII -Pablo Neruda)

 

 

 

 

 

 

 

Kristen descorrió las cortinas del salón y se asomó por la ventana. El día lucía espléndido, con un cielo desnudo de nubes y un sol radiante; perfecto para ir de picnic. Sonrió. Estaba verdaderamente ilusionada con la cita que tenía con Liam. Para la ocasión se había puesto un vestido de organdí en color berenjena, más ligero y menos engalanado que los que acostumbraba a llevar a diario. Si iba a estar sentada en el suelo, o paseando por el parque, prefería sentirse cómoda.

—¿Vas a salir?

La pregunta que oyó a su espalda, en la voz de Scott, la sorprendió. Su padrastro no se preocupaba lo más mínimo de ella. Jamás lo había hecho. Algo que Kristen agradecía en grado sumo, por las explicaciones que se ahorraba darle y la libertad que su falta de interés la otorgaba. Se levantó unos centímetros la falda del vestido y se dio la vuelta.

—Sí —respondió. No tenía ninguna razón para mentirle y tampoco tenía diez años, así que le dijo la verdad—. Liam Lagerfeld me ha invitado a un picnic en Regent´s Park.

Las cejas canosas de Scott se unieron formando una sola línea en el rostro.

—¿Liam Lagerfeld? ¿El hijo de Bernard Lagerfeld? —preguntó.

—Sí. —A Kristen le extrañó sobremanera el tono en que Scott había hecho aquellas preguntas—. ¿Ocurre algo con él?

—Tu padre odiaba a Bernard Lagerfeld —aseguró rotundamente Scott.

La afirmación desconcertó en cierta medida a Kristen, que no pudo evitar que su cara reflejara una expresión de confusión.

—Bertha me dijo que entre los Lagerfeld y los Lancashire siempre ha existido una rivalidad, desde tiempos inmemoriales —comentó Kristen.

Scott chasqueó la lengua.

—El odio que tu padre le profesaba a Bernard Lagerfeld era personal.

—¿Personal? —interrumpió Kristen, extrañada.

—Sí, personal —reafirmó Scott, que parecía estar muy seguro de lo que decía—. No tenía nada que ver con la legendaria enemistad que había entre las dos familias desde que alcanza la memoria de los más ancianos.

—Pero, ¿por qué? —preguntó Kristen, que cada vez entendía menos de qué iba todo aquel asunto.

—No lo sé —contestó Scott para su decepción.

—¿Qué motivo tendría mi padre para odiar a Bernard Lagerfeld?

—Ya te he dicho que no lo sé —repitió su padrastro—. A veces, las razones que llevan a una persona a odiar a otra son inescrutables, casi tanto como los caminos del Señor —sentenció.

Kristen negó lentamente con la cabeza.

—Para odiar siempre hay un motivo —alegó, que no creía que el odio fuera inexplicable, como argüía Scott—. Puede ser banal o no, pero siempre hay un motivo. No es como el amor, que sí es capaz de nacer y crecer de la nada.

Scott se encogió de hombros.

—Sea como fuere, ese odio existía —insistió.

Kristen reflexionó durante unos segundos.

—Ahora ya no importa —dijo, rompiendo el silencio—. Los tiempos han cambiado. La legendaria enemistad entre los Lagerfeld y los Lancashire ya no existe. Es algo que ha quedado sepultado en el pasado. La muerte de mi padre y de Bernard se llevó el odio y las rencillas con ellos.

—Quizá en eso puede que tengas razón —apuntó Scott—. Muerto el perro, se acabó la rabia.

El ornamentado reloj de plata vieja que descansaba encima de la chimenea tañó las cinco, interrumpiendo la conversación. Unos cascos de caballo repiquetearon en esos momentos en el empedrado del jardín. Kristen se giró hacia la ventana y miró de nuevo a través de las cortinas.

—Liam… —murmuró con una sonrisilla bobalicona en los labios.

—Tengo que irme —anunció a Scott—. Liam está aquí.

 

 

 

El cochero detuvo el carruaje frente a la media luna que dibujaban las escaleras. Liam abrió la puerta y bajó del coche con porte seguro, aunque la imponente mole de piedra que durante décadas había sido la residencia de los Lancashire seguía sin serle indiferente. Subió los peldaños, algo desgastados por el tiempo, cautelosamente. En su memoria permanecía vívido, como si tuviera vida propia, el recuerdo de la noche en que ascendía esa misma escalinata aferrado a la mano de su padre, siendo apenas un niño de diez años. El miedo que le suscitaba el rostro impertérrito de Gilliam Lancashire cuando entraron en su despacho, sus palabras frías y altivas aún resonaban en su cabeza como si hubieran sido pronunciadas apenas unas horas antes, la expresión desolada y sentenciadora de su padre bajo la desapacible lluvia.

Los recuerdos se sucedían uno tras otro formando una cadena en su mente, confundiendo realidad con imaginación, mientras el odio bullía en el interior de sus venas como una olla a presión a punto de estallar. Apretó los puños con fuerza y tensó la mandíbula. Pronto se resarciría de todo lo que había sucedido aquella noche, que no lograba borrar de su cabeza —ni lo pretendía, pues lo ayudaba a mantener vivo el monstruo de la rabia—, y de la macabra muerte de su padre.

—Buenas tardes. —La dulce voz de Kristen lo sacó de su ensoñación.

Liam alzó la vista. Kristen sonreía a unos cuantos metros de él. Estaba hermosísima con su vestido ligero en color berenjena. El corpiño se ceñía al cuerpo dibujando un torso de líneas perfectas y el escote dejaba ver un cuello esbelto y sensual que invitaba a morderlo. Liam sacudió levemente la cabeza.

—Buenas tardes —saludó mientras salvaba el último peldaño de la enorme escalinata de piedra. 

Kristen le tendió la mano y Liam la besó caballerosamente.

—¿Estás preparada? —le preguntó.

—Sí —contestó Kristen, al mismo tiempo que afirmaba con un gesto de la cabeza.

Se volvió y cogió una cesta de mimbre que había dejado detrás de ella. Levantó un poquito el paño que la cubría y mostró su interior a Liam.

—He preparado una tortilla de patatas a la española —comentó en tono entusiasmado.

—¿La has cocinado tú? —Liam estaba desconcertado en cierta manera. ¿Kristen Lancashire entre fogones?

Kristen asintió.

—Me enseñaron a hacerla en Madrid —dijo—. Además, me encanta cocinar.

—Vaya… Eres toda una caja de sorpresas —observó Liam, que hablaba de forma pausada.

—Solo espero que te guste y que no tengamos que tirarla.

—Bueno, los pájaros y las hormigas se darían un buen festín —comentó Liam adoptando un tono jocoso—. Pero seguro que está exquisita, si la han hecho tus manos. —La guió un ojo.

Las mejillas de Kristen se ruborizaron. Era tan sensible a los halagos de Liam Lagerfeld.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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