CAPÍTULO 15

 

 

Andábamos sin buscarnos,

pero sabiendo que andábamos

para encontrarnos.

(Julio Cortázar)

 

 

 

 

 

 

 

Kristen bajó las escaleras impaciente y se dirigió al salón. Una chica delgada de pelo castaño claro recogido en un moño alto, con tirabuzones y ataviada con un vestido de tafetán azul celeste de bordados negros, la esperaba. Cuando la hija de Gilliam Lancashire entró en la estancia, la chica se dio la vuelta.

—¡Dios mío, no quise dar crédito a los rumores que aseguraban que ya habías vuelto de España! —exclamó en tono alegre.

—Anabella…

Kristen aceleró el paso y se fundió con ella en un fuerte abrazo.

—Han pasado tantos años.

—Muchos —afirmó Kristen—. Creí que no estabas aquí —añadió—. Pregunté por ti para que me acompañaras a la fiesta que organizó el senador MacLean y me dijeron que te habías ido a Oxford.

—Regresé hace un par de días —explicó Anabella, aferrando sus manos y apretándolas afectuosamente—. Fui a  ver a mis tíos. Los pobres están enfermos y agradecen cualquier visita que se les haga.

—Comprendo…

Anabella retrocedió un par de pasos, entornó la mirada de ojos color miel y escrutó de arriba abajo a Kristen.

—España te ha sentado estupendamente —observó—. Estás guapísima.

—Bueno, a ti Londres tampoco te ha sentado mal —comentó Kristen.

—Cuando te fuiste a Madrid éramos un par de niñas. Ahora somos un par de mujeres.

—Tienes razón. Ahora somos un par de mujeres —repitió Kristen, arrastrando a su amiga hasta el sofá.

—Me imagino que estarás harta de que te hagan esta pregunta —dijo Anabella mientras se sentaba—, pero cuéntame cómo te ha ido por tierras ibéricas. Dime, ¿qué tal son los españoles?  —preguntó confidencialmente con una chispa de picardía en la voz.

—Muy apuestos —respondió Kristen entre risas.

—Y… ¿hay alguno de esos apuestos españoles en tu corazón?

Kristen negó con la cabeza sin perder la sonrisa en ningún momento. Anabella y Tommy eran sus mejores amigos. Con ella también había compartido juegos y secretos de niñez; risas, bromas y un sinfín de diabluras, hasta que se fue a vivir a Madrid. Entonces la relación se limitó a la correspondencia que mantenían por carta. Sin embargo, Kristen sintió que el tiempo no había hecho mella en su amistad. Lo mismo le ocurría con Tommy. La complicidad con ellos seguía intacta, como si hubiera estado preservada en una urna de cristal durante los años en que no se habían visto.

Los pasos prudentes de Bertha se oyeron en el salón.

—Perdonad que os interrumpa, niñas —dijo. Kristen y Anabella giraron el rostro hacia ella—. ¿Queréis tomar algo?

—Nana, ¿hay limonada? —preguntó Kristen.

—Recién hecha.

—Entonces yo quiero un vaso de limonada.

—Un vaso de limonada nos vendrá bien para mitigar este calor —señaló Anabella, resoplando.

—Ahora mismo os lo traigo —dijo servicialmente el ama de llaves.

—Gracias, nana. —Kristen se volvió hacia Anabella y respondió a la pregunta que había dejado sin contestar—. He estado más pendiente de sacarme el título de magisterio que de los hombres —dijo.

—Tengo que darte la enhorabuena por eso, amiga. —Anabella hablaba con total sinceridad—. Eres un ejemplo a seguir, sin duda. Pocas mujeres han logrado lo que has logrado tú, y menos en un país extranjero. Tienes mucho mérito.

—No es para tanto —apuntó Kristen, intentando quitar hierro al asunto.

En el fondo los halagos le hacían sentir incómoda. Incluso los que venían de su mejor amiga.

—Sí, sí que lo es —atajó Anabella—. Yo le propuse a mi padre que me dejara seguir estudiando. Me hubiera gustado ser enfermera. Sin embargo, no me lo permitió. Le faltó tiempo para alegar que eso era cosas de hombres, y que yo era una mujer y que, por tanto, me debía a uno de ellos. Lo único que sé hacer a estas alturas de mi vida es ser una esposa incondicional y una madre devota. En cambio, tú...

—Para estudiar nunca es tarde —interrumpió Kristen—. En cualquier momento puedes coger de nuevo los libros y sacarte tu título de enfermera.

—¿Tú crees?

—Por supuesto. Todo es proponérselo. Pero no hablemos de mí —cortó Kristen, curiosa por saber cómo le había ido todos esos años a su amiga—. ¿Cómo estás?

Anabella estiró el brazo y le mostró a Kristen el anillo de compromiso que lucía en su dedo anular.

—¿Estás prometida? —dijo Kristen.

Anabella, visiblemente entusiasmada, asintió varias veces con la cabeza en ademán de afirmación.

—Sí —dijo, sin poder contener la emoción.

—Eso no me lo contaste en tu última carta —le reprochó Kristen, aunque no había enfado en su tono de voz. Todo lo contrario, estaba pletórica por la felicidad que emanaba su amiga por cada poro de la piel.

—Es que me he prometido hace solo un par de semanas, —se excusó Anabella. Los ojos le brillaban.

Bertha entró en el salón, se acercó a la mesita en completo silencio y depositó las limonadas.

—Aquí tenéis —anunció.

—Muchas gracias, nana.

—Gracias, Bertha.

El ama de llaves inclinó levemente la cabeza y se fue.

—¿Y quién es el afortunado? ¿Le conozco? —curioseó Kristen, prestando nuevamente toda su atención a Anabella.

—Se llama Bryan Cooper.

Kristen hizo rápidamente memoria, por si el nombre le sonaba de algo. Pero se dio cuenta de que había estado demasiados años fuera de Londres para recordar a toda la gente que conocía cuando era niña. Anabella siguió hablando.

—Es el abogado de mi padre —explicó, cogiendo el vaso de limonada—. Por eso nos conocimos.

Kristen le dedicó a su amiga una mirada atestada de cariño mientras daba un trago de la limonada que había preparado Bertha.

—Me alegro mucho por ti. Lo sabes, ¿verdad? —le dijo.

Anabella alargó la mano y dejó el vaso sobre la mesa.

—Lo sé —afirmó, con las lágrimas asomando al borde de los ojos, a punto de desbordarse—. Me alegra tanto que estés aquí —dijo de pronto—. Te he echado mucho de menos.

—Y yo a ti.

Kristen se inclinó y volvió a darle un fortísimo abrazo a Anabella.

—¿Para cuándo es la boda? —preguntó, retomando de nuevo la conversación.

—Para finales de la primavera del próximo año.

—¡Estoy tan emocionada! —exclamó Kristen.

—¿Querrás ser una de mis damas de honor? —dijo Anabella.

—Pero, por supuesto —se apresuró a decir Kristen—. Es una de las cosas que deseábamos cuando éramos niñas. ¿Te acuerdas?  Que yo fuera tu dama de honor y tú la mía —le recordó.

Anabella se echó a reír.

—Claro que me acuerdo. Estábamos todo el día hablando de ello y pensando cómo nos gustaría que fueran nuestros vestidos de novia y los nombres que les pondríamos a nuestros hijos.

—Recuerdo que tú querías tener tres niños y tres niñas —dijo Kristen entre risas.

—Vaya prole que pensaba formar —bromeó Anabella—. Y tú querías tener un niño y una niña. Siempre fuiste más moderada que yo en eso de tener hijos.

—Sí, es cierto. Con dos para mí era suficiente.

—¡Qué tiempos! —dijo Anabella.

—¿Sabes algo de Alice? —preguntó Kristen.

—Su padre la casó hace tres años con un viejo terrateniente con bastante renombre en Londres.

—¿La casó?

—Sí, la casó. Fue un matrimonio por conveniencia. Tiene una niña y está embarazada de su segundo hijo.

—Tiene que ser horrible casarte con alguien a quien no amas —comentó Kristen.

—Yo también pienso que tiene que ser horrible. Por suerte, Bryan cuenta con una buena posición económica y eso ayudó a que mi padre diera su beneplácito a la relación. No me imagino casada con un hombre treinta y cinco años mayor que yo.

—Yo tampoco —señaló Kristen—. Ni con alguien a quien no ame. —Hizo una pausa y bebió un poco de limonada. Estaba deliciosa, como todo lo que hacía Bertha—. En mi caso, no creo que a mi padrastro le importe mucho con quién me case o me deje de casar. Nunca se ha preocupado por mí.

Anabella miró a Kristen con cierta compasión anidada en los ojos de color miel. Su amiga se había quedado huérfana demasiado pronto, pensó. Y la soledad que le provocaba la falta de unos padres y hermanos la acompañaría el resto de su vida.

—Míralo por el lado bueno —dijo. Anabella se sitió con la necesidad de animarla—. Al menos no te obligará a casarte con un viejo terrateniente de renombre en Londres, como a Alice.

Kristen alzó los ojos y no pudo evitar sonreír ante la ironía de su amiga.

—En eso llevas razón. Scott no puede obligarme a nada porque no es nada mío.

—Entonces, ¿no hay ningún caballero andante que haga que revoloteen las mariposas de tu estómago? —interrogó Anabella.

—Bueno… —comenzó a decir Kristen, titubeante—. Estoy quedando con un hombre… Lo conocí en la fiesta del senador MacLean.

Kristen no sabía muy bien de qué modo abordar el tema. Hablar del amor siempre le daba vergüenza. Anabella abrió mucho los ojos.

—¿Y quién es? —interrogó.

—Se llama Liam Lagerfeld.

—¡Dios mío, no me lo puedo creer!

—¿Qué sucede? —preguntó Kristen, que había visto cómo la expresión de Anabella se tornaba de profunda sorpresa. Durante unos segundos Kristen fue presa del desconcierto.

—Liam es el mejor amigo de Bryan —le explicó Anabella.

—¿Lo dices en serio?

Ahora era Kristen la que estaba realmente asombrada.

—Totalmente —afirmó Anabella—. Son amigos desde que tenían once o doce años, según me contó Bryan. Al parecer, fueron vecinos cuando Liam y su madre se trasladaron a vivir con su tía Josephine, después de que su padre falleciera en un trágico accidente de caballo.

—¿En un accidente de caballo?

Kristen frunció el ceño.

—Sí. El padre de Liam murió aplastado por un caballo, cuando se cayó de él. ¿No lo sabías?

—Sí, sí que sabía lo del accidente —disimuló Kristen—. Pero desconocía cómo había sucedido exactamente. Liam y yo apenas estamos comenzando a vernos —apostilló.

—Tuvo que ser terrible —dijo Anabella con rostro afligido—. La infancia de Liam ha sido muy dura. A partir de ese momento lo perdieron todo, y a su madre no le quedó más remedio que pedir ayuda a su hermana mayor, Josephine. Pero Josephine no tenía dinero, y ella y su marido les ayudaron como buenamente pudieron.

—Tuvo que ser muy duro —reconoció Kristen.

—Quizá por eso Liam es tan enigmático… Siempre está envuelto en una especie de halo misterioso que lo acompaña allá donde va.

Eso mismo pensaba Kristen, que Liam estaba rodeado de misterio, de enigma, como si tuviera una parte oscura, secreta, que solo conociera él. Y eran precisamente su reserva y sus silencios, y lo que se escondía detrás de ellos, los que la imponían de la manera en que lo hacía.

—¿Y cómo os conocisteis? —sondeó Anabella, muerta de curiosidad.

—Nos chocamos —le contó Kristen—. Yo iba hacia el tocador y al doblar una esquina, me empujó sin querer. Tuvo que agarrarme para que no me cayera al suelo.

—Ya me imagino lo galante y considerado que sería contigo. Liam Lagerfeld es uno de los hombres más caballerosos de todo Londres. —Anabella se inclinó hacia Kristen y le dijo al oído en tono confidencial—: Y dicen que uno de los más apasionados.

Kristen se sonrojó violentamente.

—¿Y cómo sabes… eso? —le preguntó a Anabella.

—Es lo que dicen por ahí las que han estado con él —dijo ella en voz baja, con una sonrisa pícara dibujada en los labios.

Las mejillas de Kristen ardían. Nunca habría pensado que llegaría a tener referencias de Liam en ese aspecto tan íntimo.

—Son hombres. —Anabella habló de nuevo—. Ellos tienen más libertad que nosotros y alguien tan atractivo como Liam Lagerfeld es lógico que tenga escarceos y líos de faldas. —Miró a Kristen, que ya se le había pasado ligeramente el sofoco—. No debes preocuparte por eso —dijo—. Bryan también ha tenido los suyos…

—No me preocupa… creo —arguyó Kristen. No le preocupaba, aunque imaginar a Liam con otras mujeres, besándolas, acariciándolas, amándolas, no le hacía demasiada gracia—. Pero me sorprende que se hable de ese tipo de cosas.

—Bueno, ya conoces a la gente; le encanta cotillear. Medio mundo habla del otro medio. —Hizo una pausa en su discurso y contempló unos instantes a Kristen—. Me alegra enormemente que estés con Liam —dijo a modo de conclusión—. Es un buen hombre. Bryan habla maravillas de él.

—Todavía no estamos juntos —aclaró Kristen, evidenciando una timidez casi palpable—. Solo nos estamos conociendo…

—No creo que Liam sea tan tonto como para dejarte escapar. Lo sería si lo hiciera.

De repente, Anabella pareció caer en la cuenta de algo. Miró el reloj. Cuando vio la hora que marcaban las finas agujas, dio un saltó del sofá y se puso en pie, como si le hubiera dado calambre.

—¡Por todos los santos! —prorrumpió—. He quedado para verme con Bryan en Trafalgar Square, y si no me doy prisa llegaré tarde.

Kristen se tapó la boca con la mano, sofocando la risa. Después de siete largos años tampoco algunas cosas habían cambiado en su mejor amiga, como por ejemplo, la impuntualidad. Nadie, nunca, había acudido a una cita con Anabella sin que ella no llegara ostensiblemente tarde.

Anabella dio a Kristen un par de besos rápidos en las mejillas.

—Antes de que acabe la semana nos vemos —dijo, sin apenas respirar entre palabra y palabra.

—¿Te viene bien el viernes? —le preguntó Kristen.

—Sí, sí… el viernes me viene bien —respondió Anabella, que ya salía a toda prisa por la puerta—. Hasta el viernes —se despidió con la mano.

—Hasta el viernes —dijo Kristen.

Pero Anabella ya no la oyó. Corría calle abajo como perseguida por las Furias para encontrarse con Bryan Cooper en Trafalgar Square.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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