CAPÍTULO 29
Amor y deseo son dos cosas diferentes;
que no todo lo que se ama se desea,
ni todo lo que se desea se ama.
(Miguel de Cervantes)
Había tratado por todos los medios de mantener los nervios a raya durante la ceremonia, pero en esos momentos previos a entregarse a Liam, habían comenzado sin su permiso a hacer de nuevo de las suyas.
Respiró hondo.
Se giró y buscó por la habitación su pequeña bolsa de equipaje. La localizó al lado de la puerta que daba al balcón. La cogió y sacó el elegante camisón de seda de color rosa palo con encaje negro que se había comprado para la ocasión en La boutique de la novia y lo dejó, junto con la bata a juego, sobre la cama, mientras se quitaba el vestido de novia.
Se puso el camisón con manos temblorosas y se preguntó, al tiempo que lo hacía descender por las caderas, si todas las novias estarían tan nerviosa como ella en su noche de bodas. Bertha le había dicho que se dejara llevar, que Liam se encargaría de todo las primeras veces. Pensándolo bien, era la única opción lógica que se le presentaba, pues no tenía mucha idea de lo que tenía o debía hacer. Solo esperaba que Liam tuviera paciencia con ella.
Se dirigió al cuarto de baño descalza, dio el grifo y se refrescó las manos y la nuca con un poco de agua. Estaba acalorada. Levantó los ojos y se miró en el espejo de marco dorado. Se sonrió a sí misma con timidez. El camisón insinuaba demasiado. Dejaba a la vista los brazos, el cuello, las piernas… Los pechos se sugerían bajo la seda turgentes y tibios. Pero era el que le había gustado. Además, quería seducir a Liam Lagerfeld, su marido, y nada mejor para ello que ropa íntima provocativa.
Alzó las manos y con dedos hábiles fue quitando las horquillas y las pequeñas flores que sujetaban el moño. Los mechones de pelo negro fueron cayendo en una suave cascada de ondas por los hombros y la espalada, hasta que la melena quedó totalmente suelta. La cepilló con delicadeza y dejó que unos cuantos mechones se deslizaran por el escote.
Fue de nuevo al bolso y extrajo de su interior un frasco de perfume. «Una de las últimas novedades de París», le había asegurado la dependienta. Vaporizó un poco en el aire y lo olió, dejándose embriagar por el electrizante olor. Le encantaba el aroma suave y fresco que exhalaba la rosa mosqueta. Se colocó otra vez frente al espejo. Sonrió al recordar lo que solía decirle Mónica, una amiga madrileña a la que adoraba y cuyos consejos siempre solía tener presentes.
«El perfume se tiene que echar donde te mordería un vampiro —afirmaba con cierta picardía—. En las denominadas zonas calientes».
—En el cuello —fue diciendo Kristen a media voz al mismo tiempo que acercaba el frasco y vaporizaba el lugar que nombraba—, las muñecas, entre los pechos —continuó enumerando, mientras rociaba unas gotitas en los senos—, y un poquito en la cara interna de los brazos —concluyó, ensanchando su jovial sonrisa.
Apoyó el frasco en la repisa del lavabo y se retocó el pelo por última vez.
¿Le gustaría a Liam?, se preguntó.
Salió del cuarto de baño y deambuló un rato por la habitación, curioseando aquí y allá, pasando la mano por la colcha del lecho conyugal, palpando la suavidad de los cojines. Miró el reloj que había sobre una de las mesillas. Era media noche; la hora bruja. Su esposo no tardaría mucho en llegar.
«Mi esposo», se dijo a sí misma.
Cuando en su cabeza se formó de improviso la imagen de Liam entrando en la habitación y viéndola por primera vez semidesnuda, un escalofrío le recorrió la espina dorsal como un latigazo. Nunca antes un hombre la había visto de esa forma. Se frotó los brazos para mitigar la sensación de frío.
Se sentó en la cama y apoyó las manos sobre el regazo, pensando que ese sería el modo correcto de esperarlo; ni demasiado explícita ni demasiado contenida. Después se levantó, convencida de lo contrario.
Caminó de nuevo por la habitación, estrujándose los dedos con nerviosismo. Sin poder permanecer quieta, enfiló los pasos hacia la ventana del balcón, descorrió las cortinas y se asomó a través de los cristales. La noche exhalaba serenidad al otro lado.
El denso manto azulado dejaba intuir una sucesión de arcos que formaban un hermoso pórtico que recordaba a los antiguos claustros y que daba cobijo a un jardincillo con algunos árboles frutales y a una fuente con la figura de una sirena sentada sobre una roca.
Dejó que las cortinas velaran la ventana. La imagen desapareció de su vista. Se dio media vuelta y consultó de nuevo el reloj. Era la una menos cuarto. Resopló quedamente.
«¿Habrá pasado algo en la casa? —se preguntó en silencio mientras se mordisqueaba el labio—. ¿Por qué Liam tarda tanto?».
Le vino a la cabeza la idea de salir de la habitación y preguntar a Silvana o a alguno de los criados si había sucedido algo. Pero desechó la idea de inmediato. No estaría bien visto que la vieran deambulando por la casa tan ligera de ropa. Así que concluyó que lo mejor era esperar.
Alrededor de la dos y media de la madrugada, sus ojos cansados se deslizaron hasta la cama. Se resistía a dormir. No quería que Liam la encontrara en brazos de Morfeo.
Se tendió en el lecho bajo la semipenumbra ámbar de la lámpara. Lo esperaría tumbada y cuando lo sintiera llegar se levantaría para recibirlo. Pero el sueño y la fatiga del trajín de la boda, los nervios y el torrente de emociones que tenía en su interior la obligaron a cerrar los ojos. Unos minutos después yacía profundamente dormida.