CAPÍTULO 33
Y para estar total, completo, absolutamente
enamorado, hay que tener plena conciencia
de que uno también es querido,
que uno también inspira amor.
(Mario Benedetti)
Kristen sintió cascos de caballo resonar contra el suelo empedrado. Abrió los ojos atraída por el eco que hacía el ruido de las herraduras en mitad del silencio sepulcral que reinaba en la noche, giró el rostro y consultó el reloj de la mesilla. Las agujas anunciaban las seis y media de la mañana.
Se levantó de la cama y se dirigió hacia el balcón. Descorrió las cortinas con un gesto suave y discreto de la mano y miró a través de la ventana. Alcanzó a ver justo el momento en que Liam, ataviado con un impecable pantalón y levita grises y unas botas negras recién lustradas, subía al carruaje que lo esperaba desde hacía un rato. Se marchaba a Irlanda del Norte durante veinte días sin ni siquiera despedirse de ella. Y a Kristen le dolía en lo más profundo del alma, porque intuía que en su repentina indiferencia se ocultaba algo mucho más transcendental.
Una lágrima solitaria se deslizó lentamente por la mejilla hasta caer al suelo, mientras Kristen contemplaba inmóvil como la berlina se ponía en marcha y se perdía en el horizonte. Una silueta negra contra las tonalidades pastel del alba. El acompasado repiqueteo de los cascos de los caballos que tiraban del carruaje se transformó en la cadencia de un segundo latir del corazón. Una punzada de dolor se apoderó de su pecho.
Cuando el coche desapareció tras las columnas de piedra del patio y el silencio inundó de nuevo cada rincón como si estuviera en un cementerio, dejó caer la cortina con desánimo y volvió a la cama. Se tendió sobre ella, en la penumbra, hundió el rostro en la almohada y lloró con amargura hasta que el sol comenzó a entrar a raudales por la ventana. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué Liam no se había despedido? ¿Qué había cambiado para que ni siquiera quisiera dormir con ella? ¿Para que no quisiera hacerle el amor?
Se obligó a levantarse y terminó de redecorar la casa con los enseres que había comprado para el ajuar. Poner orden la mantendría distraída y con los pensamientos alejados de Liam. Acabó de colgar algunos cuadros, sacó los libros de los baúles y los colocó en los estantes vacíos de la biblioteca situada en la segunda planta.
A media tarde, después de tomar el té, cogió La Ilíada de Homero y se dirigió a la cocina.
—Voy a dar un paseo —anunció a Silvana.
—Como quieras —respondió la criada con voz cordial, como siempre.
Kristen salió de la casa con expresión apesadumbrada, pese a que había tratado de disimular su tristeza frente a los empleados. Se sentía contrariada por todo lo que estaba sucediendo. Necesitaba relajarse, y nada mejor que un buen libro y estar en pleno contacto con la naturaleza para conseguirlo.
No sabía muy bien hacía dónde dirigirse. No conocía la hacienda. Así que escogió al azar un pequeño sendero de tierra rojiza situado en la parte de atrás del jardín y se internó en él. Durante un rato caminó sin rumbo fijo entre los muros que formaban los árboles del enmarañado bosque que se abría ante ella.
Se detuvo en mitad de la arboleda, cerró los ojos y aspiró profundamente. El aire estaba impregnado del aroma almizclado y dulzón del tomillo y de la resina, embriagándole los sentidos. Durante unos minutos dejó que los oídos se le empaparan del sonido de las hojas mecidas por la brisa, de los trinos de los pájaros y las miríadas de insectos que gorgoteaban a su alrededor. Abrió los párpados y continuó andando. Unos minutos después el bosque dio paso a un claro. Un hermoso arrecife de rocas musgosas por el que descendía una pequeña cascada de agua cristalina.
—Dios mío… —musitó.
El verde de la hierba y del musgo vibraba, vivo, y los helechos y las enredaderas de hierbabuena competían por trepar a lo más alto de los árboles.
Sin pensárselo dos veces, se levantó ligeramente el vestido y se subió hasta un saliente, como cuando era niña. Se descalzó, se sentó en la piedra y, durante unos minutos, contempló el paisaje que se ofrecía ante ella. La panorámica que se dibujaba era simplemente espectacular, con un aire de desorden estudiado, como si la naturaleza quisiera dar la impresión de descuidada en aquel lugar.
La bruma que formaba el agua reptaba perezosamente entre la verde vegetación como si fueran velos de neblina y el sonido que emanaba de la cascada de plata era hipnotizador.
Relajada por el rumor que la naturaleza desplegaba cómplice a su alrededor, se relajó, abrió el libro y comenzó a leer, tratando por todos los medios de no pensar en Liam, porque lo que le venía a la mente era confuso y doloroso.
Un rato después comenzó a oír ruidos que provenían de la hilera de arbustos que había a su lado izquierdo. Giró el rostro en silencio y entornó los ojos. Aguzó la vista intentando ver qué era lo que se movía inquieto detrás del matorral. Le pareció distinguir unas manos menudas y un mechón de cabello castaño entre la maraña de ramas y hojas. Carraspeó audiblemente. Al comprobar que el pequeñín que estaba escondido tras los arbustos no salía ni decía nada, siguió leyendo, disimuladamente.
Instantes más tarde, un niño de ojos vivos azules, mejillas rosadas, pelo revuelto y rostro ligeramente tiznado de barro, con los pantalones de algodón arremangados hasta las rodillas y unos ocho años de edad aproximadamente, surgió de entre las altas matas verdes.
—Hola —saludó.
Kristen volvió la cabeza.
—Hola —respondió, ofreciéndole su mejor sonrisa.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el niño.
—Kristen, ¿y tú?
—Harper.
—Tienes un nombre muy bonito, Harper —dijo Kristen sin dejar de sonreír.
—Tu nombre también es muy bonito —correspondió el niño.
—Gracias.
Los ojos de Harper se deslizaron hasta el libro que Kristen tenía entre las manos.
—¿Sabes leer? —curioseó.
—Sí —contestó Kristen, con una brizna de asombro en la expresión.
Harper dio un par de saltos ágiles, subió al saliente y se sentó al lado de Kristen.
—Yo cuando sea mayor, aprenderé a leer —afirmó.
—¿Por qué cuando seas mayor? ¿Por qué no ahora?
—Ahora no puedo porque tengo que ayudar a mi padre con el trabajo que le encarga el señor Lagerfeld —contestó el pequeño—. Pero cuando sea mayor y ya no tenga que ayudar a mi padre, aprenderé, y podré leer todos los cuentos de dragones y héroes que existen.
Kristen se quedó mirando a Harper durante unos segundos. Se le veía verdaderamente entusiasmado con la idea de aprender a leer.
—¿Tu libro habla de dragones y héroes? —se interesó Harper.
—No exactamente —respondió Kristen—. Bueno, o sí. Depende de cómo se mire.
El pequeño sonrió. Kristen le estaba empezado a caer bien.
—¿Cómo se titula? —siguió interrogando.
—La Ilíada. Es de un antiguo escritor griego.
—¿Griego?
Harper arrugó la nariz, e hizo un mohín con los labios.
—De Grecia —especificó Kristen.
—¿Dónde está Grecia?
—Un poquito más abajo y más a la izquierda de donde nos encontramos nosotros —dijo Kristen, para que el pequeño la entendiera.
Harper asintió. Kristen se dio cuenta de que Harper era un niño despierto, curioso y muy listo. Una idea le pasó de un extremo a otro de la cabeza, como un relámpago en medio de un cielo oscuro.
—¿Quieres aprender ahora y así poder leer esos cuentos que tanto te gustan? ¿Y no tener que esperar a hacerte mayor? —preguntó.
Harper abrió mucho los ojos, como si hubiera visto uno de esos dragones que aparecían en las historias que tantas ganas tenía de leer.
—¿Lo dices en serio? —dijo en un tono de asombro que casi se podía palpar.
Kristen hizo un ademán afirmativo con la cabeza que repitió varias veces.
—Yo podría enseñarte.
—¿Lo dices en serio? —repitió Harper, que no era capaz de salir de su sorpresa.
Kristen se echó a reír ante la carita del pequeño.
—Sí, totalmente en serio. —Miró al niño y ladeó la cabeza—. Entonces, ¿qué me dices?
La expresión infantil de Harper se ensombreció de pronto y su entrecejo se frunció ligeramente.
—Pero tengo que ayudar a mi padre… —dijo con voz de decepción, como si le hubieran puesto la miel en los labios y después se la hubieran arrebatado de un zarpazo.
—No te preocupes —lo tranquilizó Kristen—. Te enseñaré cuando puedas. Además, podemos hablar con el señor Lagerfeld para que no mande mucho trabajo a tu padre, así tú tendrás más tiempo libre —le guiñó un ojo con complicidad.
—Vaya… —expresó Harper, con toda la inocencia del mundo en sus redondos ojos azules. Se levantó y en un gesto de espontaneidad abrazó a Kristen cariñosamente—. Muchas gracias —dijo.