CAPÍTULO 2

 

 

Te contaré deseos en tus labios.

El placer será mi arma para soñar.

Recorreré tu alma

y secuestraré tu amor.

No habrá rescate;

solo pasión.

 

 

 

 

 

 

 

—¿Irás a la fiesta que organiza el senador Samuel MacLean? —preguntó Bertha a Kristen mientras la ayudaba a deshacer las maletas—. Estás invitada.

—La verdad, nana, no tengo muchas ganas de ir de fiesta —respondió Kristen, al tiempo que colgaba un vestido de terciopelo rojo en el armario victoriano.

—Te divertirás —afirmó Bertha—. Además, acudirá lo más granado de la sociedad londinense.

Kristen sonrió con indudable ironía.

—Ya sabes que ese tipo de ceremonias fastuosas en las que se junta la flor y nata de cada casa no me gustan demasiado. La gente solo va para lucir figura y presumir de posición. Para aparentar que tienen más dinero que la persona que está al lado.

—Deberías hacer lo mismo —refutó Bertha con una amplia sonrisa en la boca—. Ahora que eres joven y guapa deberías ir a lucir ese tipín que tienes.

—Hablas como si tú tuvieras noventa años.

—No tengo noventa años —rio Bertha—. Pero tampoco tus maravillosos veinte.

—¿Cuándo tendrá lugar? —preguntó Kristen, sacando un abrigo.

—El sábado. —Bertha lo cogió y lo colgó en una percha.

—Quizá me anime a ir, para comprobar que nada ha cambiado en Londres.

—Nada ha cambiado, ya te lo digo yo. La que has cambiado has sido tú —dijo Bertha con una nota de nostalgia en la voz—. Nadie te va a reconocer. Ya no eres la niña inquieta que un día se fue de aquí.

—Eso es cierto —afirmó Kristen—. No soy la misma persona que se fue.

—Ahora eres una mujer —aseveró Bertha, contemplando el rostro de Kristen. Había un cierto embeleso en la mirada de la niñera—. Una mujer bellísima.

Kristen sonrió, condescendiente.

—Es que me ves con buenos ojos, nana.

Bertha meneó la cabeza lentamente en un ademán de negación.

—Eres igual que la señora Milena. Has heredado la belleza de tu madre.

—Ella sí que era hermosa —afirmó Kristen, envolviendo sus palabras en un suspiro.

La echaba tanto de menos. No había un solo día que no se acordara de ella, y a pesar de que habían transcurrido siete años desde su fallecimiento, todavía había momentos en que le parecía mentira que hubiese muerto. Y lo mismo le ocurría con su padre. A veces tenía la sensación de que en cualquier momento escucharía sus voces, de que los vería al pie de la escalera, esperándola, mientras ella bajaba los peldaños corriendo para abalanzarse a sus brazos siempre protectores. Sin embargo, todo eso, incluido el recuerdo del tacto suave de sus manos, quedaba muy lejos ya.

Alguien tocó con los nudillos en la puerta.

—Adelante —concedió Kristen.

La puerta se abrió y Ludwig apareció.

—Señorita Kristen, el señor Scott ha llegado —anunció en un tono moderado, con suma educación.

—Gracias, Ludwig. Enseguida bajo.

El cochero hizo una reverencia con la cabeza en silencio y salió. Kristen se volvió hacia Bertha.

—¿Por qué Ludwig está haciendo las funciones de mayordomo?

—Porque lo es.

—¿No era el cochero? —preguntó Kristen, frunciendo el ceño. Estaba extrañada.

—También es el cochero —respondió Bertha.

—No comprendo…

—Creo que al señor Scott no le van las cosas del todo bien —pasó a explicarle Bertha—. Últimamente ha prescindido de mucho personal, tanto en la fábrica como aquí en casa.

La expresión del rostro de Kristen denotó un pequeño matiz de alarma. ¿Cómo era posible?, se preguntó. La fortuna que había dejado su padre a su madre era lo suficientemente grande como para cubrir el sueldo de los empleados de la fábrica y el personal de servicio de la mansión durante varias décadas, durante muchas décadas, más bien.

—Tendré que decirle a Scott que me enseñe las cuentas —dijo Kristen.

Colgó en el armario el último vestido que había sacado de la maleta y enfiló los pasos hacia la puerta.

—Habrá que ir a saludar a Scott Russell —dijo en un tono más bien desganado.

Bertha alzó las cejas y movió la cabeza de arriba abajo.

 

 

 

—Scott —llamó Kristen al hombre de cabello y barba entrecana sentado en el sillón de orejas de la enorme sala victoriana.

Su padrastro era un individuo de rostro rojizo y rasgos enjutos. Si algo caracterizada a ese hombre ceñudo y de semblante extrañamente sobrio era la gravedad de su expresión y las pocas veces que sonreía.

—Kristen —dijo él, dejando el tabaco y la pipa sobre la mesita que tenía al lado. Se incorporó—. Vaya, como has cambiado muchacha —anotó.

—Usted en cambio sigue igual —observó Kristen con una sonrisa—. El pelo un poco más blanco, pero igual. El tiempo parece que no ha pasado por usted.

Scott la estrechó entre los brazos, aunque sin mucho entusiasmo. Incluso el mal humor permanecía intacto, pensó Kristen para sus adentros.

—¿Qué tal te ha ido por España? —preguntó, más por obligación que por verdadero interés.

—Bien —respondió Kristen—. España es un país maravilloso. ¿Y qué tal todo por aquí?

—Se podría decir que bien —dijo Scott, rascándose la cabeza—. Pero no es momento de hablar de nada que no sea tu estancia en Madrid —salió del paso.

Kristen lo dejó pasar, aunque tuvo la soberana sensación de que su padrastro ocultaba algo.

—La cena está lista —anunció Bertha en ese momento—. Cuando deseéis podéis pasar al comedor.

—Ahora mismo vamos —contestó Scott en su tradicional tono monocorde, mirando a Bertha por encima del hombro de su hijastra—. Tú primero —dijo.

Cedió el paso a Kristen y ambos se dirigieron al comedor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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