CAPÍTULO 82

 

 

Jamás nos hallamos

tan a merced del sufrimiento

como cuando amamos.

(Sigmund Freud)

 

 

 

 

 

 

 

Kristen esperaba con Felda en su casa. Juntas habían acabado con las existencias que Bertha tenía de té y café en la cocina, mientras las horas transcurrían parsimoniosamente por el reloj, sin tener ninguna noticia.

—Todo va a salir bien —dijo Kristen.

Tenía el corazón en vilo, pero confiaba en Liam. Había actuado de una manera resuelta y diligente y estaba convencida de que Harper aparecería sano y salvo, tal y como se lo había prometido. Su actitud segura inspiraba tanta confianza…

Kristen le contó a Felda cómo conoció al pequeño. Escondido entre los matorrales del claro de la cascada y las dos veces que la había ayudado a huir gracias a sus ingeniosas ideas.

—Es muy inteligente —apuntó Felda sin disimular el orgullo que sentía por su hijo—. Nos gustaría que estudiara. ¿A qué padres no les gusta que sus hijos estudien? —se preguntó con obviedad, mirándose las manos, ajadas de trabajar—. Pero nosotros no tenemos dinero, y necesitamos que nos ayude con las tareas del día a día.

—Ahora no cuento con una economía boyante, pero yo podría ayudaros a costear una parte, aunque sea pequeña, de sus estudios —se ofreció Kristen—. También pienso que es un niño muy inteligente y avispado. —Hizo una pausa y reflexionó durante unos instantes—. Hablaré con Liam. Estoy segura de que no pondrá ninguna objeción en hacerse cargo de los estudios de Harper.

Felda alzó los ojos, enrojecidos por el llanto, y los fijó en Kristen. Vibraban.

—¿Haría eso, señora? —preguntó. Su expresión reflejaba una mezcla de sorpresa y agradecimiento.

Kristen asintió.

—Por supuesto —dijo—. Por Harper haría cualquier cosa que estuviera en mi mano. Gracias a él mi estancia en la hacienda fue más llevadera.  

A Felda se le saltaron las lágrimas de la emoción.

—Gracias, señora —dijo. Cogió las manos de Kristen y las envolvió con las suyas—. Muchas gracias.

 

 

 

Al llegar al final del camino que atravesaba el espeso bosque, Liam tiró de las riendas y detuvo a su semental negro, sintiendo el aire frío dar contra su rostro. Las llamas de las antorchas oscilaban de un lado a otro.

—¿Nada? —preguntó. Los hombres que formaban la cuadrilla que lo acompañaba negaron con la cabeza al unísono, visiblemente desalentados—. ¿Y Jerry tampoco ha tenido suerte?

—No, señor Lagerfeld —respondió un hombre fuerte de espaldas anchas y rasgos vastos, que hablaba con un marcado acento escocés—. Hemos peinado toda la zona norte y la del oeste que no tiene despeñaderos —añadió.

«Los despeñaderos…», pensó Liam para sus adentros.

La idea de que Harper pudiera haberse dirigido hacia ellos le produjo un escalofrío. Si había sido así, el desenlace iba a ser terriblemente doloroso. Solo esperaba que Edmond o alguna de las otras partidas hubiera dado finalmente con el pequeño.

—Sigamos rastreando esta zona —indicó—. No creo que le haya dado tiempo a ir mucho más allá.

—No subestime a Harper, señor —intervino uno de los hombres de la cuadrilla. Un tipo rubio de barba descuidada, ojos azules y piel extremadamente pálida.

—Tienes razón —reconoció Liam—. Es un niño muy vivo. Puede haberse escondido en alguna carreta y estar en cualquier parte. Sam, escoge cinco hombres y peinad el este —ordenó después de unos segundos de silencio—. El resto se vendrá conmigo hacia el sur.

Espoleó los lomos de su caballo y salió galopando. Ocho hombres le siguieron a la zaga.

 

 

 

Una hora después, la búsqueda no había dado tampoco ningún resultado. Tanto a Liam como a los hombres que lo acompañaban había comenzado a invadirles un sentimiento de frustración que se acentuaba a medida que pasaba el tiempo.

Liam, que encabeza la marcha, se paró y chasqueó la lengua. Giró el rostro y miró en derredor. No había ni rastro de Harper.

—Continuemos —indicó, picando espuela.

 

 

 

—No le puede pasar nada —dijo de pronto Felda. La expresión de su rostro era de pura angustia.

—No le va a pasar nada —aseguró Kristen, pasándole afectuosamente el brazo por los hombros—. Tenemos que confiar en Liam. Él va a traerlo sano y salvo. Ya lo verás…

—Ojalá —apuntó Felda con los ojos bañados en lágrimas —. Me volvería loca si… —súbitamente se interrumpió. No tuvo fuerzas para terminar la frase.

—Todo va a salir bien —la animó Kristen—. Antes de que nos demos cuenta, Harper estará correteando y haciendo travesuras por ahí.

Felda asintió. Necesitaba aferrarse a cualquier atisbo de esperanza para afrontar aquello y las palabras de Kristen resultaban un magnífico paliativo. Edmond y ella tenía tenían tanto que agradecerle.

 

 

 

Liam y sus hombres atravesaron los bosques de Aylesbury, la capital del condado de Buchinghamshire, al sur de Inglaterra. Al llegar a la parte más meridional, volvieron a detenerse. Las filas de árboles formaban espesos muros a su alrededor. Algunos eran centenarios y se resquebrajaban abriendo heridas en los troncos.

Liam guió a su caballo por un pequeño sendero que zigzagueaba a su derecha. El animal pifió ligeramente.

—Shhh… —susurró Liam, acariciándole el cuello.

Giró el rostro, prestando atención a su alrededor. En el límite de su campo visual apareció una mancha blanca. Torció las riendas y condujo a su semental negro hacia el lugar donde descansaba aquella sombra que permanecía inmóvil.

Se detuvo a unos cuantos metros y aproximó la antorcha. El contorno de la silueta de Harper apenas se adivinaba en la oscuridad de la noche. Pero pudo ver que dormía acurrucado en el hueco de un árbol de tronco robusto y ancho. Respiró aliviado al tiempo que esbozaba una tenue sonrisa.

—¿Todo bien, señor? —preguntó el hombre rubio de piel pálida cuando se acercó a él.

Liam se llevó el dedo índice a los labios y le indicó que bajara la voz mientras señalaba con la cabeza al niño. El hombre arqueó las cejas. Harper parecía un ángel, inocente e indefenso.

—Por todos los santos —masculló el hombre. La boca se abrió en una sonrisa.

Liam le entregó su antorcha y se apeó del caballo. Con cuidado cogió a Harper y lo sacó del hueco del árbol. El pequeño estaba tan profundamente dormido que no se enteró de nada.

—Menudo susto nos has dado —siseó Liam, apartándole un mechón de pelo que le caía por la frente.

Liam dirigió una mirada al hombre rubio.

—Tratad de localizar al resto de partidas y decidles que detengan la búsqueda, que Harper ya ha aparecido —indicó.

—Sí, señor —se apresuró a responder el hombre, que se giró rápidamente y fue a informar a los demás.

 

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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