CAPÍTULO 78
... Y la vida siguió
como siguen las cosas
que no tienen mucho sentido.
(Joaquín Sabina)
Las tazas de té humeaban encima de la mesa y el frío arreciaba fuera en un invierno crudo como no se recordaba desde hacía décadas.
—Lo siento tanto, Kristen —dijo Anabella—. ¿Cómo te encuentras? —se preocupó.
—Estoy bien. No te preocupes —respondió Kristen, forzando una sonrisa. Aunque las comisuras de sus labios apenas se elevaron.
—¿Cómo es posible que Liam haya estado tan obsesionado con vengarse? Tú no tienes la culpa de lo que hizo tu padre.
—El odio ciega de la misma manera que el amor, y desde que su padre se suicidó, Liam ha estado cegado. Lo único para lo que ha vivido desde que tenía diez años ha sido para vengarse del hombre que destruyó su familia.
Anabella negó con la cabeza.
—Si me permites preguntártelo: ¿por qué la animadversión de tu padre hacia Bernard Lagerfeld? ¿Qué tenía en contra de él?
—Yo también me lo pregunto —dijo Kristen, lanzando al aire un suspiro frustrado—. Pero no logro saber de dónde pudo nacer el odio que mi padre sentía hacia Bernard Lagerfeld…
—Del amor.
Una voz femenina y madura sonó al otro lado del enorme salón. Kristen y Anabella giraron los rostros hacia la dirección de donde provenía.
—Emilia… —dijo Anabella. Sus ojos de color miel reflejaron sorpresa.
La que había sido ama de llaves de los Cromwell desde hacía décadas, dio unos pasos hacia adelante, adentrándose en la estancia.
—¿Puedo? —preguntó, señalando el sillón que había al lado de la mesita de té.
—Sí, claro —le dio permiso Anabella.
La mujer, de mediana edad, rasgos delicados y pelo canoso recogido en la nuca, se sentó.
—Perdonen que las haya interrumpido —se disculpó—. No he podido evitar escucharlas…
—Pierde cuidado —dijo Anabella, e hizo un suave gesto con la mano, quitándole importancia—. ¿Qué has querido decir con eso de que el odio que el padre de Kristen tenía hacia Bernard Lagerfeld nació del amor? —interrogó seguidamente en tono intrigado.
—El señor Lancashire, su padre —dijo Emilia, dirigiéndose a Kristen con voz respetuosa—, amaba a la señora Myriam, la madre de Liam, su esposo.
Los ojos de Kristen se entornaron llenos de incredulidad ante la revelación que acababa de hacer Emilia.
—¿Qué…? —balbuceó.
—Ella lo rechazó y se casó con Bernard Lagerfeld, el hombre y el amor de su vida —continuó Emilia—. Su padre no perdonó jamás que Bernard le quitara a la dulce y hermosa Myriam.
Kristen y Anabella intercambiaron una mirada muda. La expresión de Kristen era indescriptible en esos momentos. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué su padre nunca había estado enamorado de Milena, su madre?
Bajó los ojos. Ahora entendía todo. El odio de su padre hacia Bernard Lagerfeld había emergido fruto del despecho. Se pasó la mano por la frente, turbada.
—Por todos los santos —masculló—. No puedo creer que… —No se atrevió a terminar la frase. Anabella le acarició el hombro.
—Que Bernard fuera un Lagerfeld, los enemigos acérrimos de los Lancashire desde siglos, no ayudó mucho a que se apaciguaran las aguas —añadió en tono neutro el ama de llaves de los Cromwell.
—¿Cómo sabes tú todo eso, Emilia? —le preguntó Anabella con curiosidad—. Al parecer, es una historia que muy poca gente conoce.
—Una amiga de la infancia, Julie, trabajó como criada en casa de los padres de Myriam Lawrence cuando Gilliam Lancashire la cortejaba —explicó el ama de llaves—. Ella me lo contó. Aunque me hizo jurar que jamás saldría de mi boca. Pero ya ha pasado demasiado tiempo y Julie murió hace ya algunos años…
—Gracias por confiárnoslo —dijo Kristen, mostrando a Emilia una expresión de profundo agradecimiento—. Mi padrastro me habló del odio que mi padre le profesaba a Bernard Lagerfeld, pero no sabía a qué era debido. Ahora todo está claro. Muy claro. —Hizo una pausa—. Por eso lo arruinó.
A Kristen le costaba decir la clase de persona que había sido su padre, a quien había idolatrado desde niña. Sin embargo, se sentía terriblemente decepcionada con él. Había sido un hombre vil y mezquino. Desde luego que no excusaba el trato que le había dado Liam, haciéndole pagar por algo de lo que no tenía ninguna culpa, pero lo que su padre le había hecho a su familia no tenía nombre.
Cerró los ojos, cansada de aquella historia. ¿Por qué todo era tan complicado? ¿Por qué no, simplemente, podía haber vivido su amor con Liam de una manera pura y tranquila? Lo seguía amando tanto…, pensó, suspirando quedamente.
El día era gris y desapacible y la niebla reptaba perezosamente por las calles de Londres como serpientes de múltiples cabezas, impregnando la atmósfera de una melancolía tan profunda que amenazaba con instalarse eternamente en el corazón.
Liam entró en el cementerio de Highgate, situado en Swain´s Lane, al norte de la ciudad. Tenía sus propios fantasmas a los que tratar de poner fin.
Caminó con semblante abatido entre las filas de lápidas y mausoleos del camposanto, revestidos de tanto verdín, herrumbre y madejas de hojas, que apenas dejaban leer en las piedras los nombres de los que descansaban en su interior.
Cuando llegó a la tumba de sus padres, se agachó y retiró con la mano enguantada la hojarasca que el viento había arrastrado hasta ella. Los nombres y las fechas en que habían muerto su padre y su madre languidecían labrados en el mármol envejecido.
—Al final no he podido vengaros —musitó. Sus ojos brillaban húmedos mientras hablaba—. No he podido… —De pronto la voz se le quebró y cayó de rodillas al suelo. Hundió el rostro entre las manos y lloró amargamente—. Lo siento. Lo siento… Perdonarme, por favor, perdonarme —repetía una y otra vez. Levantó los ojos atormentados y los fijó en el epígrafe de su padre—. La amo tanto, papá. Y le he hecho tanto daño, que nunca va a ser capaz de perdonarme —se lamentó—. Os he fallado a vosotros, a mí mismo y a ella… Lo último que pretendía era enamorarme de la hija de Gilliam Lancashire. No había contado con los sentimientos que ha despertado en mí. Pero a ella también la he perdido. La he perdido para siempre. ¡Dios mío, la he perdido para siempre!
Una ráfaga de viento sopló, sollozante, y arremolinó un montón de hojas sobre la solitaria lápida. Liam echó un vistazo al cielo. Un denso manto de nubes grises se aproximaba por el norte. De pronto se sintió pequeño en medio aquel cementerio. Y solo. Terriblemente solo.
Antes de que se diera cuenta comenzó a llover. Cuando las primeras gotas de agua mojaron su rostro, se levantó, se acercó a la tumba, dio un beso a la cruz de piedra que se alzaba en la cabecera y se encaminó hacia la salida.
Las campanas de alguna iglesia repiqueteaban las siete en punto con un ronquido sordo.