02 0052ee — Como caído del cielo
1
«Confío en que no hayan sufrido».
Fue el primer pensamiento coherente de Andrew Lewis una vez que la incredulidad, el pánico y la autocompasión llegaron sin avisar, se instalaron en su mente, estuvieron un rato zascandileando por allí y se largaron. El segundo resultó aún más breve: «Tío, estás listo». A pesar de eso, la profesionalidad se impuso y comenzó la penosa tarea de evaluar los daños. O, lo que sería sin duda más breve, averiguar qué le quedaba.
Seguía vivo de milagro. Algo había chocado contra la Urantia, y tuvo que ser un objeto bien recio para dejarla hecha migas. Un simple meteorito jamás causaría tamaña destrucción. ¿Entonces…?
«Perra suerte la mía», pensó mientras examinaba los sistemas de a bordo de la lanzadera. El accidente le había pillado justo cuando regresaba de un paseo espacial rutinario de mantenimiento. Se había enganchado mediante un arnés de seguridad al casco de la lanzadera para reajustarse la mochila, cuando un golpe brusco estuvo a punto de machacarlo. La lanzadera fue arrancada violentamente, aunque razonablemente intacta, por una carambola inverosímil, pero de la Urantia sólo quedó una triste ruina que se alejaba camino de Júpiter.
Sus compañeros estaban muertos, seguro. Lo sentía por Matt, John, el bueno de Eddie y el resto de la tripulación. Sí, incluso dedicó un recuerdo al reverendo Smut, por más que bajo su fachada campechana se escondiera, a efectos prácticos, un comisario político. Estaba más solo que la una.
Y seguía sin saber qué demonios se los había cargado. O cuánto tiempo de vida le quedaba, por ejemplo.
2
La lanzadera había aguantado mejor de lo que supuso en un principio, aunque no indemne. Al desprenderse de la Urantia, los soportes de amarre trituraron las antenas y arrancaron parte del cableado óptico. No obstante, con los repuestos y las herramientas de la bodega podría, en plan chapucero, reparar los desperfectos más graves. Mientras, le sería imposible comunicarse con la base y encender los motores. Eso sí, tenía comida para un mes y pico. Sería una larga agonía.
Se puso a trabajar frenéticamente para no pensar en el futuro, más negro que el espacio que surcaba. Cuando el cuerpo ya no aguantaba más, se atiborraba de pastillas para dormir y caía redondo en la litera. No le apetecía pensar.
La fonoteca de la lanzadera tampoco ayudaba mucho a elevar la moral. Todos los buenos discos se habían largado con la difunta Urantia, y sólo quedaba una colección de himnos religiosos y algo de música clásica: Holst, Mozart, Chopin y pare usted de contar. Obviamente, el rock y otras músicas del siglo XX habían sido calificadas como pecaminosas por el reverendo Smut. «Te podrían haber acompañado al infierno, puestos ya».
Conforme pasaban los días se fue tranquilizando, resignándose a su suerte más bien. Cuando no estaba tratando de recomponer el rompecabezas electrónico de la lanzadera, meditaba sobre el accidente.
¿Cómo no detectaron lo que fuese que chocó contra ellos? La vieja NASA iba justita de fondos después de los últimos recortes presupuestarios, pero aún se las apañaba para dotar a sus naves de radares ultrasensibles, sobre todo cuando se embarcaban en un viaje tan largo como la Urantia. Verificó los registros en el ordenador de la lanzadera, conectado a la nave madre hasta el momento fatídico. No mostraban nada. Aparentemente, los había arrollado un fantasma, pero éstos solían ser incorpóreos.
Andrew siguió trabajando, mientras el disco de Júpiter, al que se dirigía en rumbo de colisión, se hacía un poco más grande a cada jornada que pasaba.
3
Veinte días, y aún no se había vuelto loco. Incluso pudo hacer funcionar los motores, aunque no tenía adónde ir, ni con quién hablar. Si conservaba intacta su cordura era debido, entre otras cosas, a unos cuantos misterios que deseaba resolver.
El primero, aquella cosa que bloqueaba las estrellas. Era imposible precisar su tamaño, ya que no daba eco en el radar. Andrew puso proa hacia ella. Iba a pillar al asesino de la Urantia, fuera lo que fuese, siquiera para verle la cara.
Después, el campo de restos. Entre los despojos de la nave pudo recoger algunos fragmentos pétreos que parecían corresponder a un asteroide vulgar y corriente, compuesto básicamente por silicatos. Nada del otro jueves, salvo un pequeño detalle: algunos mostraban restos de una película plástica, artificial a todas luces, que, como comprobó incrédulo, no reflejaba las ondas electromagnéticas. Era negra hasta para el radar. Sin duda se desprendieron de un pedrusco mucho mayor, el que estaba persiguiendo. Pero todo resultaba absurdo. ¿Un asteroide pintado para ser indetectable?
Finalmente, su sorpresa se trocó en alarma al captar, aunque camuflada, la estela de un motor iónico en aquella cosa. Estaba acelerando. Andrew se empeñó en alcanzarla, aunque fuera lo último que hiciera en la vida. Puestos a espicharla, tanto daba hacerlo con la despensa y los tanques de combustible vacíos. Nadie iba a venir a por él, incluso aunque reparara las antenas, y ya desesperaba de lograrlo. La caza, al menos, lo mantenía entretenido.
4
Andrew maniobró con cuidado para no chocar contra el asteroide; resultaba difícil calcular la distancia que lo separaba de aquella especie de mancha de tinta sin la ayuda del radar. Al final resultó no ser demasiado grande. Su forma recordaba a la de una patata y medía 500 metros en su eje mayor.
Lo de la Urantia ¿fue un ataque o un accidente? Por su cabeza habían pasado las teorías más variopintas para buscarle un sentido a aquello. ¿Estaba hueco aquel pedrusco? La idea de vaciar un asteroide y convertirlo en nave espacial camuflada le parecía la más lógica. Un vehículo, sí… ¿Humano o alienígena?
La exploración fue breve, aunque de lo más ilustrativa. Aquel objeto había sido recubierto en su totalidad, salvo un desconchón producto sin duda del impacto con la Urantia, por aquella película plástica de 150 micrómetros de grosor, compuesta por multitud de capas aún más finas. Según indicaban los analizadores, su composición elemental no era demasiado extraña. De hecho, resultaba similar a la del asteroide, aunque los átomos se agrupaban en moléculas cuya estructura no podía ser dilucidada por los aparatos.
Se confirmaba su teoría de que aquello era artificial porque, desde luego, los motores tampoco eran obra de mamá Naturaleza. Los pudo examinar a placer, con admiración creciente: impulsores iónicos, que proporcionaban una débil aceleración, pero muy constante y que se podía mantener durante mucho tiempo a bajo coste. A la larga, eso permitiría alcanzar velocidades mucho mayores que cualquier cohete químico. Además, se trataba de una auténtica obra de arte ingenieril: motores cerámicos. No había ni un átomo de metal en ellos. De hecho, podrían haber sido construidos con el mismo material del asteroide.
Para su sorpresa, aquello no era una nave. Tenía ante sí a un asteroide bien macizo y hermoso. ¿Para qué servía una cosa así? Y puestos a preguntar, ¿adónde se dirigía tras despachurrar a la Urantia?
5
Andrew no se atrevió a tocar aquellos motores (podrían tener un sistema de autodestrucción activado por contacto), pero un atento examen le convenció, para su alivio, de que no eran alienígenas. Algunas piezas exhibían letras y números de serie. Eso sólo podía significar una cosa: la Corporación.
Al menos, ése era el apodo extraoficial que recibía el conglomerado de compañías multinacionales que, a modo de poder en la sombra (o a veces con total descaro), gobernaba la política, la vida cotidiana y la economía de gran parte de la Humanidad. Sobre todo la economía.
Para la Corporación sólo contaban los beneficios. Conceptos como patria, moral o religión eran irrelavantes, y los toleraba mientras no interfirieran con sus objetivos. Por eso, los Estados Unidos y países aliados eran una espina clavada en el costado corporativo, la única oposición digna de tal nombre, no domesticada: estados confesionales, profundamente intervencionistas… y poderosamente armados. La Corporación ganaba en tecnología punta, e iba poco a poco colonizando el Sistema Solar, pero los Estados Unidos disponían de un arsenal formidable, y no sólo de nucleares. De momento, el equilibrio se mantenía, salvo alguna que otra refriega localizada.
Andrew dejó de divagar. Aquella zona próxima a Júpiter era el feudo de ¿cómo se llamaba…? Ah, sí, la Sempai Biocorp. Era una multinacional de capital mayoritariamente asiático fundada no hacía mucho, a fines del siglo XXI, pero tan agresiva como las veteranas Toshiba, Mitsubishi, etc. ¿Para qué querría invisibilizar semejante pedrusco y dotarlo de motores? Lo entendería si se tratara de un asteroide metálico. Organizar una explotación minera clandestina tendría su retorcida lógica, pero el valor intrínseco de todas aquellas toneladas de silicatos era prácticamente nulo. Las había a patadas en sitios mucho más accesibles.
Se le ocurrió otro enfoque para explicar aquel absurdo. ¿Y si había más asteroides de ésos camuflados? Tal vez entonces tendría sentido. «¿Para qué querría alguien una flota de…?». La iluminación vino de súbito.
«Es un arma, maldita sea».
Por fin lo veía claro. Indetectables, aguardaban el momento de precipitarse sobre una diana con la potencia de miles de bombas H. En el caso de un impacto contra un planeta, la propia explosión borraría las huellas de los criminales. Por lo demás, la composición atómica de motores y revestimiento era idéntica a la del asteroide. No quedarían trazas delatoras.
Andrew trabajó aún más frenéticamente para reparar las antenas. Tenía que poner todo aquello en conocimiento de sus superiores. No hacía falta ser un premio Nobel para adivinar el presunto destino de aquellos monstruos.
6
Le quedaba comida para apenas una semana, pero lo había conseguido. Las parabólicas no ganarían ningún concurso de diseño y los cables estaban sujetos de mala manera al casco de la lanzadera, pero funcionarían. Andrew regresó al vehículo, se quitó el traje espacial y se dirigió hacia la cabina. Tuvo que sortear algunos desperdicios empeñados en flotar por ahí, pero en los últimos días se había tornado descuidado en la limpieza y en su aseo personal. Total, nadie iba a reprochárselo…
Se sentó y conectó el ordenador. Todo en verde, magnífico. Lo primero era centrar las antenas, localizando alguna señal de la Tierra. Luego vendría el ajuste fino y enviaría su mensaje codificado de forma segura. Y más tarde… Bueno, no había ninguna nave americana más allá de la órbita marciana, y desde luego no iba a pedir auxilio a las estaciones espaciales de la Sempai Biocorp, si es que había alguna por allí cerca. Podía considerarse fiambre. En fin, disponía de medios para cruzar el umbral sin dolor.
Ya pensaría en eso cuando llegara el momento. Ahora se enfrascó en buscar alguna señal de la Tierra, aunque fuera un programa de TV. Algunos se emitían para que los astronautas y colonos no perdieran el contacto con su mundo materno, así que no resultaría muy difícil captar alguno.
7
El predicador se movía con soltura, fruto de muchos ensayos. El magnetismo personal no bastaba a la hora de enganchar a la audiencia; había que trabajar la puesta en escena para tener éxito. Con la ayuda de Dios, claro.
El escenario era magnífico, un púlpito colosal de mármol reluciente y cromados, con el telón de fondo de los templos y las esculturas. Llamaba sobremanera la atención una que representaba dos manos unidas implorando al cielo, una maravilla arquitectónica de 250 metros de altura. Todo sugería fuerza, poder, objetivos claros, ni una sombra de duda.
El principio del espectáculo remedaba a una gala televisiva, conducida por el presentador-predicador, acompañado de unos coros que entonaban cánticos de alabanza al Altísimo. El programa se abrió con unos videoclips piadosos. Ante el espectador (sentado cómodamente en casa o a bordo de su coche, aparcado en el monumental drive-in con pantallas gigantes de las afueras) desfilaba una pléyade de personas a las que Jesús había ayudado en cuanto tuvieron fe en Él y le rezaron. Las necesidades se solucionaban mediante premios de la lotería, negocios sorpresa, créditos bancarios, etcétera. Por debajo se deslizaba el mensaje subliminal de que Dios no era enemigo del enriquecimiento. El predicador expuso la idea, fusilada a un olvidado colega del siglo XX, de la fe semilla. Si se sembraba un donativo, se podía cosechar más tarde, gracias a Jesús, unos pingües beneficios. Otros videoclips mostraban a familias unidas, con hombres sonrientes, mujeres sumisas y niños aseados; hasta los perros lucían saludables.
El predicador leyó a continuación, con una jubilosa música de fondo, la lista de donaciones recibidas durante la última semana. Muchas procedían de gentes humildes que vivían solas. La TV o la Red eran sus únicos contactos con un mundo que las había olvidado, y aquel programa hacía que se sintieran parte de una gran familia que brindaba amor, soluciones, esquemas de conducta y, sobre todo, daba un sentido claro y simple a la vida. Un programa informático que escribía cartas personalizadas se encargaba del resto. Los espectadores eran agradecidos, y había quien entregaba hasta el último centavo de sus ahorros. Dios proveía, sí.
Luego llegó el turno de los sermones. Con un batiburrillo de citas bíblicas sacadas de contexto, el predicador hilvanó un discurso electrizante y cautivador. Los temas eran manidos, pero siempre llegaban al corazón de los oyentes: la nefasta influencia de Satán en la sociedad, la promiscuidad sexual, el infame humanismo laico, la pérfida Corporación… Una vez desenmascarados los malvados, se proponían reformas legales para combatirlos. El predicador se esmeró en esto último. Sus seguidores eran votantes potenciales, y tanto él como los políticos lo sabían muy bien.
Tras una pausa publicitaria, llegó el turno de los milagros. La voz del predicador era fuerte y clara. Se emocionaba en los momentos oportunos, sonreía o callaba cuando era menester, alzaba su mirada al cielo, ora implorante, ora jubilosa…
—¡Ahora mismo, en Boston, Jesús está curando a un hombre de mediana edad de los cálculos renales que lo aquejan! Puedo sentir cómo se disuelven y desaparecen. ¡Sí! ¡Gracias, Señor! En estos momentos, el poder del Espíritu Santo está actuando sobre una mujer de Kansas City, librándola de un cáncer de útero. Ella no sabe que lo tiene, aunque no se encontraba bien últimamente; los médicos aún no se lo habían detectado. ¡Ya estás curada, mujer! En Florida, el Señor está eliminando un caso terminal de hemorroides de un hombre joven. ¡Se reducen, menguan a ojos vistas! ¡Gracias, Cristo Jesús! Ahora, en Atlanta, una venerable dama postrada en silla de ruedas desde hace años siente un extraño temblor recorrer su espalda. ¡Dios está enderezando su columna vertebral! ¡Levántate y anda, oh hija de Eva! ¡Nuestras oraciones te sustentarán! ¡Gracias, gracias, Señor! ¡Amén! ¡Amén!
Al cabo de unos minutos de milagros empezaron a llegar las llamadas vía teléfono o Red, confirmando algunos de ellos o exponiendo cuitas varias. El predicador sacaba un excelente partido de todo, llorando con los afligidos, riendo con los sanos…
Concluido el baño de esperanzas renacidas, vino lo más importante. El predicador ofreció enviar a sus seguidores (o a los simples interesados) su Regalo Maravilloso del mes. En este caso se trataba de un saquito con media docena de granos de trigo. Los interesados lo recibirían gratis. Tan sólo tendrían que abrazarlo contra su pecho al tiempo que rezaban, y remitirlo de nuevo, con un donativo voluntario, para que fuera sembrado en el Campo de los Justos y, tras la cosecha, con su harina se amasaría el pan que representaría al Cuerpo de Cristo en…
CLIC.
A bordo de una lanzadera que derivaba hacia las cambiantes nubes de Júpiter, un hombre solo miraba una pantalla apagada, y recordaba.
8
En su país, muchos seguían los espectáculos de los telepredicadores con fervor. Al resto del mundo le parecían un espectáculo grotesco, fuente de innumerables chistes. A Andrew le aterrorizaban. Sabía cuándo daño podían hacer.
¿Cuándo empezó a torcerse todo? El siglo XXI había transcurrido entre crisis políticas, económicas y ambientales, a cuál más grave. Bastaba conectarse a cualquier noticiario para recibir una sobredosis de pequeñas y sucias guerras locales, migraciones desde el superpoblado sur al rico pero agobiado norte, selvas ardiendo, ríos podridos, caos… La antigua supremacía norteamericana se había ido hundiendo en aquellos lodos, con el potencial tecnológico de la Corporación dándole la puntilla. El orgullo nacional se hizo trizas al cabo de unas décadas de inoperancia manifiesta.
Él, al menos, había podido escapar, gracias a la NASA, por más que ésta fuera una sombra de antaño. El espacio exterior era frío, puro, limpio y, sobre todo, en él no había seres dolientes, mujeres violadas en masa, quemados por las armas químicas, miseria, mugre ni sueños rotos. Sólo quedaban desafíos.
Pero la mayoría de sus compatriotas no podían escapar de casa, y se arrojaron en brazos de quienes prometían un retorno a la gloria y respetabilidad pasadas, y proponían reglas bien sencillas y comprensibles para soportar los nuevos tiempos: los fundamentalistas radicales. Su audiencia aumentó poco a poco, y los telepredicadores se hicieron poderosos, aunque no sólo en los negocios: para los políticos eran un filón de votos.
Sus opiniones empezaron a pesar. Se aprobaron enmiendas a la Constitución que recortaban las libertades civiles. El rezo de oraciones fue obligatorio en las escuelas. El creacionismo científico pasó a ser de enseñanza obligatoria, en detrimento del darwinismo. La Biología, sin su hilo conductor, se convirtió poco menos que en coleccionismo de sellos. Y no se detuvieron ahí. El control de los medios de comunicación se hizo asfixiante. A veces, ni siquiera hacía falta una intervención directa; la autocensura bastaba. Nadie quería enemistarse con los dueños del cotarro.
Lo mismo podía decirse de la universidad. El propio Andrew fue testigo del proceso. Cada vez había menos mujeres en ella, salvo en carreras de Letras. El arquetipo de dulce esposa y madre abnegada como ideal femenino era fomentado desde el poder. Y las que se negaban a aceptarlo… Bien, había muchas formas de hacerles la vida imposible. Tres cuartos de lo mismo recibieron los profesores e investigadores cuyas ideas fueran políticamente incorrectas, o pertenecieran a ciertas minorías étnicas: intelectuales, rojos, ateos, negros, hispanos… Algunos se rebelaron, pero perdieron sus cátedras, se suicidaron, sufieron extraños accidentes o se exiliaron. Los demás aprendieron bien la lección, callaron y prosperaron. Como Andrew.
Fue lo más indicado. Lo más cómodo. Lo más práctico. Casi siempre estaba convencido de haber obrado bien, con lógica, salvo esas veces, escasas, en que sentía asco de sí mismo. Como ahora.
Aún seguía pensando y autocompadeciéndose cuando lo localizaron los de la Sempai Biocorp. Y no había contactado con la base.
9
—Atención, Urantia. Aquí misión de rescate de la estación espacial J. Verne. Confirmen si hay supervivientes. Disponemos de un equipo médico que los atenderá de inmediato. Atención, Urantia… —el mensaje se repitió varias veces, en tono perentorio.
Andrew dio un respingo. Por más que sospechara lo que tramaba la Sempai, sin contar la destrucción de la nave, tantos días en soledad pasaron factura. Respondió a aquella voz de forma automática, sin pensárselo:
—Astronauta Andrew Lewis al habla. Soy el único superviviente de la Urantia. ¿Dónde están? No los capto con el radar. ¿Me escuchan?
Su angustiosa llamada tardó unos segundos, que se le antojaron eternos, en recibir contestación. Se estableció un diálogo en el que los de la Sempai llevaron la voz cantante. Sus peticiones de datos sobre su situación y la del accidente no le dejaron tiempo para contactar con la Tierra. La demora de varios segundos se mantenía cada vez que le hablaban. Andrew lo hizo notar, y le explicaron que la operación de búsqueda se coordinaba desde la J. Verne, a casi media unidad astronómica de él. Numerosos robots de mantenimiento patrullaban la zona, y uno de ellos detectó una explosión de naturaleza atípica. Ataron cabos, dedujeron que algo malo le había sucedido a la Urantia, y se dispusieron a ayudar desinteresadamente a la misión americana. Ahora que se confirmaba la existencia de un superviviente, enviarían un vehículo de apoyo desde una explotación minera en un asteroide cercano.
En verdad, parecían muy afligidos por la destrucción de la Urantia. Sin embargo, no podía olvidar el asunto de los asteroides. Se sabía un testigo molesto, y no era tan cándido como para fiarse de la bondad de la Sempai. Tenía que llamar a casa antes de que fuera demasiado tarde.
—¿Andrew? ¿Andrew Lewis?
Su mano quedó paralizada a medio camino del panel de comunicaciones. ¿De qué le resultaba familiar aquella voz? No podía ubicarla, pero…
—¿Me recuerdas, Andrew? Soy el doctor Cooper-Smith.
El corazón de Andrew dio un vuelco. John Cooper-Smith. El astrofísico. El número uno. El referente para toda una generación de estudiantes. El cínico. El agnóstico. El represaliado.
Todos los alumnos se lo pasaban estupendamente en sus clases, y lo idolatraban. Ninguno movió un dedo para solidarizarse con él cuando las cosas se pusieron feas. Andrew tampoco. Al final lo echaron, y él nunca hizo nada por averiguar su paradero. Inconscientemente, el remordimiento lo puso en situación de inferioridad frente a su interlocutor.
Cooper-Smith, con voz amable, lo asaeteó a preguntas para averiguar qué había sucedido con la Urantia y cómo auxiliarlo de forma más eficaz. Un tanto confundido, Andrew logró preguntar, un tanto cohibido:
—¿Qué hace usted en una compañía corporativa, doctor?
—Imagínatelo. Me acogieron con los brazos abiertos, me dieron todas las facilidades posibles para desarrollar mis investigaciones, libre acceso a los secretos de la Red sin tener que pasar por una pléyade de comisarios políticos… —se detuvo un momento, como si reflexionara—. Me respetan, y no tengo que ir a misa obligatoriamente todos los domingos, ni pasar por el aro —su tono, que había ido encrespándose por momentos, volvió a su nivel habitual—. Sólo te das cuenta de lo hermosa que es la libertad cuando la has perdido, y experimentas el placer de recuperarla.
—¿No se considera usted un traidor a su patria, doctor? —Andrew se sorprendió de su atrevimiento, pero estaba seguro de que la Corporación era una amenaza real.
La respuesta se demoró un poco más de lo explicable por el retardo temporal.
—Yo amo tanto a mi país como el que más, Andrew. Hasta hace unas décadas, fuimos un referente para el resto del mundo, la cuna de la libertad, una tierra prometida para los desposeídos… Intervinimos en guerras para salvar a los europeos de destruirse a sí mismos, y luego los ayudamos, a ellos y a los japoneses, a resurgir de sus cenizas. Nos convertimos en la policía del planeta cuando el bloque comunista se fue al carajo. Nos respetaban. Nos seguían. Significábamos algo… Pero los fundamentalistas usurparon el poder y lo echaron todo a perder. Vivimos en un campo de concentración, con Dios en vez de Hitler presidiéndolo.
—Mucha gente halla consuelo en la religión, doctor —Andrew no sonaba muy convencido—. Y una vez que uno se adapta, pues… —no sabía muy bien cómo continuar, cómo justificarse. Aunque el traidor era Cooper-Smith, quien se sentía como si hubiera hecho algo malo era él mismo.
—Si sólo fuera eso, no estaríamos tan preocupados. Los Estados Unidos pueden cerrarse en sí mismos, ensimismados con su religión. Pero son peligrosos a escala global, mi buen Andrew. Los fundamentalistas, sobre todo los pentecostalistas, piensan que el fin del mundo esta muy cercano, y que tras el Harmagedón vendrá un Milenio en que Jesús gobernará al mundo, y toda esa basura apocalíptica. Si el fin está tan próximo, ¿para qué preocuparse por proteger el medio ambiente, por ejemplo? Es una tontería que no merece la pena. Las emisiones contaminantes del Hemisferio Occidental se han disparado, y las agresiones a los ecosistemas no cesan. ¿Viste lo que está pasando con los parques naturales? Y aún peor, ponte en la piel de la Corporación. ¿De qué sirven las medidas proteccionistas, si tu vecino no para de arrojarte mierda encima? Mas si el medio ambiente no te preocupa, permíteme una pregunta, querido Andrew: ¿Cómo dirías que aguardan el fin del mundo nuestros compatriotas? ¿Con temor?
—Pues… Verdaderamente lo anhelan, ya que sólo los Justos están llamados a ver el Milenio. El resto no renacerá. ¿A qué viene esto, doctor?
—Con esas ansias de que el mundo acabe, ¿no crees que estarán tentados de acelerar el proceso, si está en sus manos? El arsenal nuclear americano es aterrador, Andrew. Si se sienten presionados, ¿cómo reaccionarían? Piénsalo —el doctor dejó transcurrir unos segundos, dándole tiempo a reflexionar, y apostilló—. Tenemos que acabar con ellos.
—¿Mediante los asteroides?
Aquellas tres palabras le salieron sin pensar, tal vez debido a la confusión mental que experimentaba al reencontrarse con su exprofesor. Se arrepintió de inmediato, pero ya estaba hecho. Además, seguro que ellos sospechaban que lo sabía. Se maldijo por bocazas e imbécil. Ya tenía que haber remitido el puñetero mensaje a la base. Ahora, tal vez la Sempai interfiriera sus comunicaciones. Capacidad tecnológica tenía de sobra, desde luego. Desconcertado, Andrew habló con amargura al doctor:
—Uno de esos bastardos invisibles se cargó a la Urantia. Tarde o temprano, sus amigos —pronunció esta palabra con retintín— corporativos lo dejarán caer sobre Norteamérica. ¿Sabe los millones de muertos que causarán? ¿Así es como piensan eliminar a los únicos que osan hacer frente a sus multinacionales? ¡Son ustedes aún peor que ellos! Pero ya he dado parte de su existencia a la Tierra —mintió—. No se saldrán con la suya.
—¿A quién pretendes engañar, Andrew? —respondió Cooper-Smith—. Nadie ha radiado mensaje alguno, abierto o encriptado, desde este sector del Sistema solar. Lo habríamos detectado.
—¡Pero puedo enviarlo, y lo haré! ¡Les desafío a bloquearlo, malditos genocidas! Comparada con la histeria de Andrew, la voz del doctor sonaba con una calma subyugante.
—Puedes hacerlo, hijo mío, claro que sí. No podemos impedírtelo, pero sólo te pido que recapacites un momento, en nombre de los viejos tiempos —aquello fue un golpe bajo a su conciencia—. En primer lugar, los asteroides no son armas de destrucción masiva. Tienen un sistema de guía, y pueden ser apuntados con exquisita precisión. Son el equivalente a un misil inteligente.
—Desde luego que son precisos. Que se lo digan a la tripulación de la Urantia… —Andrew procuraba no dejarse atrapar por sus argumentos.
—Nadie atacó a la Urantia, Andrew —Cooper-Smith sonaba genuinamente apenado—. Os cruzasteis con el asteroide y punto. Es algo que no debió ocurrir, pero estas tragedias suceden.
—¿Me toma por idiota, doctor? ¿Sabe lo improbable que es un choque de estas características en la inmensidad del espacio?
—Ya sé que no te voy a convencer, pero si revisas la Historia te encontrarás con acontecimientos y encadenamientos insólitos de hechos aún más improbables. O míralo de otro modo. Supongo que la gente a la que diagnostican una enfermedad rarísima e incurable piensa: «¿Por qué a mí, Señor?». Las tragedias pasan, y ya está. Sólo nos parecen intencionadas cuando nos afectan a nosotros. ¿No crees, Andrew? —éste no supo qué responder; el doctor parecía tan veraz…—. Por otro lado, supongamos que envías el mensaje. ¿Cómo reaccionará tu Gobierno o, mejor dicho, quienes lo controlan? Se juntará el miedo con las ganas de acelerar la Venida de Cristo. Nadie sobreviviría, ni siquiera nuestros compatriotas. Una guerra global nos mataría a todos, Andrew. Y en tercer lugar, los asteroides son armas defensivas, creadas para contrarrestar la supremacía nuclear americana. ¡Reflexiona, por favor! La Corporación, por la cuenta que le trae, desea sobrevivir, y todos nos beneficiaremos de ello. Navegamos en el mismo barco, por si no te habías dado cuenta. Sus planes son simples: neutralizar la influencia fundamentalista en América, pero de forma sutil, no traumática. Eso beneficiaría a los americanos más que a nadie —hizo una pausa—. Imagínate, Andrew: un país en el que desaparecieran los censores, en el que pensar libremente no sea un delito… Yo amo a los Estados Unidos, y por eso hago lo que estoy haciendo. Piensa en tus compatriotas, hijo. ¿Quién los estaría traicionando si ese mensaje llega a su destino?
Las palabras del doctor dolían y Andrew, sin saber cómo, acabó charlando con él, sincerándose y aliviando sus remordimientos. Aunque no lo admitiera, deseaba ser convencido de que la Corporación pretendía el bien común, por más que sus motivos resultaran egoístas. No quería sentirse un Judas.
Estaba por fin en paz consigo mismo, platicando amigablemente con Cooper-Smith, cuando la andanada de rocas dio de lleno en la lanzadera. Eran pequeñas, pero había muchas e iban a velocidad de vértigo. La desintegraron.
10
A poco más de un kilómetro de los despojos de la lanzadera, la nave de la Sempai Biocorp activó sus motores y se acercó para confirmar la inexistencia de supervivientes. Su camuflaje la hacía invisible, más negra aún que el espacio en que se movía.
—Buen disparo, comandante —dijo Cooper-Smith, sentado en el puesto del copiloto.
—A tan corta distancia no tiene ningún mérito —repuso Olga Ílic, alzando el visor del casco y mirando a los ojos al científico—. ¿Ve como yo tenía razón? Para eliminar una nave, es mejor una andanada de piezas pequeñas a alta velocidad, antes que un impacto de los gordos. Se nos escapó ese tío, y menos mal que lo neutralizamos antes de que se chivara a sus superiores. Este desliz pudo habernos costado una catástrofe.
—Admito que tiene razón, comandante. El error no volverá a ocurrir.
—En fin, bien está lo que bien acaba —le sonrió con malicia—. Pobre diablo, el tal Andrew. Se tragó el anzuelo, sedal incluido. Y tampoco estuvo mal la idea de simular el retardo en las comunicaciones, para que no descubriera lo cerca que estábamos. Incluso creo que al final lo persuadió de que se cambiara de bando…
—No podemos correr riesgos, comandante. Usted sabe tan bien como yo lo que nos jugamos.
—Sí, pero a veces he de cumplir órdenes que me repugnan. Ese chico confiaba en usted, ¿eh? —siguió pinchándolo, divertida.
—Hubiera preferido tener su confianza y comprensión cuando me echaron de la universidad, y no ahora. Entonces todos me dieron la espalda. Que se joda.
Olga Ílic frunció el ceño. No era la primera vez que se topaba con alguien así, pero aún le chocaba tanto resentimiento. Los refugiados americanos estaban muy mosqueados, por decirlo suavemente, con su Gobierno. Optó por cambiar de tema.
—Confío en que, por fin, no hayamos dejado cabos sueltos.
—Aprendemos deprisa de las meteduras de pata, comandante. Los restos de la Urantia, una vez examinados, se perderán en la atmósfera de Júpiter. No quedará rastro de ellos.
—Me sigue pareciendo cosa de magia que la NASA no se haya enterado de que abatimos una nave de la importancia de la Urantia. Felicite de mi parte a los de comunicaciones, doctor.
—Tampoco olvidemos a los espías. Conocemos todas sus claves, y es un juego de niños enviarles información falsa. Les haremos creer que la Urantia sigue viva. Luego, cuando nos convenga, simularemos un trágico accidente por culpa de algún fallo humano, representaremos la larga agonía de la tripulación, escenificaremos su caída en Júpiter y les daremos las condolencias más sinceras.
—Lo dicho, doctor: cosa de magia. Yo soy una pobre militar, no tan retorcida —sonrió abiertamente—. Va a ser un golpe terrible para la NASA…
—Definitivo, comandante. La NASA se mantiene a duras penas. A los fundamentalistas le parece una pérdida de tiempo explorar el espacio, con el fin del mundo tan próximo. Los políticos están buscando un pretexto para recortar fondos de investigación. Bien, ahí tienen el motivo. Ya no habrá más viajes americanos fuera de la órbita marciana. Y eso nos deja vía libre.
—El Sistema Solar será nuestro, sí. Brillante —dijo Olga Ílic—. Bueno —señaló a la mancha negra del asteroide camuflado—, me gustaría saber cuándo los vamos a usar.
—En el momento oportuno, comandante, en el momento oportuno.
La nave viró y, como un fantasma apenas entrevisto, regresó a su base.
11
El predicador estaba exultante. Esta misma semana se cumplirían todos sus vaticinios, todos sus deseos que, estaba seguro, coincidían con la Voluntad Divina.
Había sido una labor sorda, dura, de décadas. Muchos ilustres y abnegados precursores habían quedado en el camino, pero sobre ellos edificó su actual poder. El pueblo americano era el elegido por Dios para cumplir Sus Designios, pero necesitaba ser conducido, apartado de Satán y sus falsos profetas y depurado de indeseables. Los políticos, bien por sincera convicción, bien por arrimarse al sol que más calienta, iban comulgando con sus ideas, pero era insuficiente. Necesitaba a un hombre de total y absoluta obediencia en la Casa Blanca, un correligionario fiel, un hermano de fe. Y lo iba a lograr. Las encuestas, incluso las no manipuladas, otorgaban una holgada victoria a Scopes en las próximas elecciones.
El predicador se preparó para su programa. Hoy tendría que superarse. Debía captar a los votantes indecisos. Mientras lo maquillaban, fantaseó sobre el futuro a medio plazo. América iba a cambiar, vaya que sí. Hasta entonces, el país sólo había sido un pálido reflejo de lo que se iba a convertir, y el mundo lo descubriría bien pronto.
El predicador fue caminando sin prisas hacia el plató. Le agradaba respirar el aire fresco a esa hora de la tarde, y contemplar el cielo azul, con un rebaño de nubes perezosas flotando en él. Pronto, ese mismo cielo sería testigo de la Segunda Venida. Habría guerra, sangre, fuego, lágrimas y dolor, pero Él protegería a los bienaventurados. Ya se habían tomado medidas para ello. Entonces, el Gobierno de Jesús en la Tierra abriría el Milenio. Alzó la vista de nuevo, dando gracias anticipadas a Dios por las maravillas que sus ojos iban a contemplar en los próximos años.
Y entonces todo se volvió negro, y luego rojo.
12
Desde la perspectiva que nos dan los milenios transcurridos, sigue resultando un ejercicio apasionante jugar al «¿Qué hubiera pasado si…?» durante los primeros años de la Era Ekuménica. La Humanidad estuvo al borde del abismo, pero sobrevivió una vez más (…).
Una de las principales crisis ocurrió en el año 52ee, en la primera mitad del siglo XXII según la cronología antigua. El mundo estaba al borde del colapso ecológico (…). El auge fundamentalista en el Hemisferio Occidental, especialmente en Norteamérica, era imparable (…). La inminente elección de Walter M. Scopes como presidente de los Estados Unidos habría supuesto, sin duda, una cruzada contra la Corporación de consecuencias devastadoras (…).
Y entonces, como caído del cielo, llegó el remedio que salvó a la aún militarmente débil Corporación, cual deus ex machina (…).
Según se pudo deducir más tarde, el asteroide, de unos cuatro kilómetros de diámetro, se fragmentó al entrar en la atmósfera terrestre. Un rosario de grandes rocas barrió el bible belt, el cinturón bíblico fundamentalista del sur de los Estados Unidos (…). Por una increíble fortuna, ninguna población importante recibió un impacto directo, pero la devastación fue inmensa.
¿Cómo no fue detectado un objeto tan grande? Muchos reprocharon después a los políticos haber recortado fondos a la NASA, que tradicionalmente se había encargado del rastreo de asteroides potencialmente peligrosos. La NASA había quedado relegada al control de vuelos rutinarios de corto alcance tras la trágica pérdida de la Urantia, seis años atrás (…).
Todos los centros de poder religioso estaban concentrados en el bible belt, y resultaron barridos. Por azares del destino, el candidato a la presidencia Scopes iba a intervenir ese mismo día en el programa de uno de los telepredicadores más influyentes, y no sobrevivió (…).
La propia religiosidad exacerbada propiciada por los líderes fundamentalistas se volvió en su contra después de la catástrofe. Muchos pensaron que la caída de los fragmentos del asteroide sobre los templos, o muy cerca de ellos, fue un castigo del Cielo. Dios se había cansado de que tomaran su nombre en vano (…).
Con notable oportunismo, las multinacionales corporativas aprovecharon la oportunidad para lavar su imagen en América. Entre ellas destacó la Sempai Biocorp. Fue la primera en acudir a la llamada de auxilio del Gobierno en funciones, desbordado por los acontecimientos. Ahora que los principales líderes religiosos habían muerto, nadie puso pegas a su ayuda. La Sempai contribuyó a la reconstrucción de los lugares más afectados, al tiempo que se infiltraba en la sociedad y en las conciencias, para no abandonarlas jamás. La gente respondió a sus benefactores con cariño y sincera gratitud (…).
Aunque hubo numerosas paradas y marchas atrás en décadas posteriores, puede decirse que ahí comenzó la fase definitiva del proceso de unificación de la Vieja Tierra en un Gobierno único, manejado por las grandes compañías corporativas (…).
FUENTE:Kenmaro, K. (4726ee). «Corporación e Imperio (I). De los inicios a la Edad de Oro».
Ed. Humanitas. Roma, Vieja Tierra.
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