24

El final del túnel era un plano gris uniforme, similar al que encontraron cuando se introdujeron por primera vez en Asedro. «Entonces todos estábamos vivos, e incluso teníamos una nave para recibirnos y donde hibernar si las cosas se ponían feas. Soñábamos con las maravillas que íbamos a descubrir». Beni meneó tristemente la cabeza y miró a su único compañero superviviente.

—Ya sabes lo que has de hacer, ACM.

El androide adelantó su mano hacia la superficie gris, y la atravesó sin hallar resistencia. Esperó unos instantes, mientras sus sensores recogían datos y los analizaban.

—No hay cambios en la composición del aire ni en su temperatura, señor —anunció, al fin—. Tampoco detecto variación del campo gravitatorio. El muro gris parece un simple holograma —asomó la cabeza al interior—. Está oscuro; no distingo nada —tanteó con las manos los bordes de la pared gris—. El muro desaparece, pero el suelo continúa.

—Es suficiente —dijo Beni—. Tengo el presentimiento de que la iluminación se encenderá si entramos. No perdamos más tiempo.

Atravesaron la superficie gris con precaución. En cuanto la traspasaron por completo, la luz se hizo en el corazón de Asedro, que brilló con toda su gloria. Unos segundos más tarde las retinas de Beni se habían adaptado, y pudo contemplar cuanto le rodeaba. Quedó desorientado hasta que miró hacia abajo.

—Joder… —murmuró, con su peculiar habilidad para pronunciar notables discursos en los momentos solemnes.

El piso era transparente, aunque levemente coloreado, y permitía ver sin dificultad a su través. Bajo sus pies había un abismo de decenas de kilómetros de profundidad, repleto de objetos que flotaban en él, como figuras incluidas en un pisapapeles de plástico. Beni controló el temor que lo había invadido al encontrarse dentro de un espacio tan grande. «Teníamos razón; ya no hay más esferas concéntricas en Asedro. ¿Cuánto medía la última? Cien kilómetros de diámetro, si no recuerdo mal. Pero ¿qué es esto?»

Prestó mayor atención a la superficie que pisaba. Se dio cuenta de que era un sendero de unos quince metros de ancho, cuyos bordes estaban marcados por unas bandas amarillas levemente luminiscentes. A ambos lados estaba el vacío, y no sentía ningún entusiasmo por arrojarse a él. ¿Y si quedara eternamente inmóvil en el centro geométrico de Asedro? Miró hacia atrás, y comprobó que el sendero se iniciaba en la superficie gris. No había bifurcaciones.

—Parece que sólo nos queda una alternativa —dijo, y empezaron a caminar.

La razón de la inmensa estructura pronto se evidenció. La pendiente del camino se hizo más pronunciada y descendió en una amplia espiral hacia los objetos que flotaban en el aire.

—Es un museo —Beni estaba excitado, sin acabar de dar crédito a sus ojos—. Probablemente no ocupará todo el interior de Asedro, pero aun así su capacidad debe de ser de miles de kilómetros cúbicos… ¿Cuántos científicos no darían la mitad de su vida por ocupar ahora mi lugar?

Caminaron entre imágenes de una increíble perfección, para las que adjetivos como majestuoso o inmenso resultaban pobres. Beni, absorto, pasó por una serie de hologramas que explicaban el origen del universo, de las galaxias y del sistema solar de los Alien. Captó enseguida la idea que había motivado a los diseñadores del museo.

—Esto no es una simple exposición de objetos. Aquí están contando una historia, y lo hacen de maravilla.

Su interés se incrementó cuando examinó los detalles concretos del sistema solar alienígena: un sol anaranjado con tres pequeños planetas interiores, cuatro gigantes gaseosos escoltados por sus cohortes de satélites y una nube cometaria. Centró su atención en el segundo de los planetas, en torno al cual orbitaban dos minúsculas lunas. Era un mundo azul, blanco y ocre, como la Vieja Tierra. Distintas imágenes mostraron su génesis a partir de la nube de polvo cósmico, la formación de la corteza y de la atmósfera, y el baile de los continentes merced a una tectónica de placas especialmente intensa.

Y más tarde surgió la vida, y el oxígeno, y los seres pluricelulares, y los animales. Beni era incapaz de saber cuánto tiempo llevó el proceso. Unos signos coloreados flotaban encima de las imágenes, pero tales rótulos resultaban ilegibles. También creyó captar algo parecido a música a nivel subliminal, que variaba conforme caminaban por el museo. «¿Información para los turistas en un lenguaje tonal? Lo que daría por un traductor simultáneo…»

Comprobó que la evolución había seguido unas vías notablemente paralelas a las de la Vieja Tierra. Una vez aparecidos los animales, y tras el colapso de varias faunas primordiales, se produjo una tremenda explosión de especiación, seguida de diezmas periódicas. Y ahí terminaban muchas similitudes. Nada parecido a un cordado o a un vertebrado había sobrevivido. Los diseños que dominaron el mundo fueron de tipo artropodiano, aunque las semejanzas con crustáceos o insectos eran más bien superficiales; las estructuras internas presentaban soluciones diferentes, que les permitieron la conquista de la tierra firme e incluso volar por el aire. La variedad de formas vivas era fascinante. Beni se alegró de ser exobiólogo, y de haber estudiado Zoología Comparada; sin duda, estaba capacitado para captar detalles que a otros se les escaparían.

Se detuvieron ante un inmenso diorama de casi mil metros cuadrados, que mostraba una vista del suelo de una pradera herbácea magnificada a muchos aumentos. Extraños animales se cazaban entre ellos, o trataban de sobrevivir a las trampas tendidas por unos seres parecidos a hongos predadores. Un animalillo que recordaba vagamente a un colémbolo de gruesas patas estaba resaltado con un letrero más vistoso que el resto. Pronto supo el porqué.

—El ancestro de los Alien…

Aquel ser era débil. No tenía mandíbulas, aguijones ni espinas venenosas, pero era una criatura social. Sus primeras colonias consistían en meras agrupaciones de unos cuantos individuos que se cobijaban en galerías subterráneas. Pero el tiempo pasó, inexorable. Animales mucho más impresionantes se esfumaron de la faz del mundo, y los antepasados de los Alien bailaron sobre sus tumbas.

Una serie de minuciosos diagramas explicaba el incremento en complejidad de la sociedad. Por un impresionante ejemplo de convergencia adaptativa con las termitas de la Vieja Tierra, se originó un sistema de castas. Primeramente hubo una diversificación en individuos reproductores y trabajadores. De estos últimos se escindieron los guerreros y un gran número de subcastas, con un grado de especialización mayor que en cualquier otro ser social. Eran como robots programables; había una herramienta para cada necesidad.

Y ahí terminaba el parecido con las termitas.

A lo largo de su evolución, los Alien aumentaron de tamaño, al igual que sus colonias, pero los reproductores lo hicieron en menor grado que el resto, si se exceptuaban algunas subcastas muy concretas de trabajadoras-herramientas. Parecieron atrofiarse en todo excepto en los órganos destinados a la procreación. Beni examinó, sumamente interesado, unos hologramas anatómicos donde se explicaba la estructura interna de aquellos seres. Prestó más atención a las subcastas de guerreros. Reconoció en una de ellas a los seres que yacían muertos en aquella extraña ciudad de la segunda esfera de Asedro. Y no eran de los más aparatosos; otros tenían transformadas sus extremidades o las piezas faciales en cuchillas tan afiladas como un bisturí.

Curiosamente, los rótulos más aparatosos señalaban a unos individuos anodinos, muy poco especializados, salvo una cierta cefalización. A Beni le costó averiguar cuál era su función, pero al cabo de una docena de hologramas creyó haberla captado.

«¿Mensajeros, o tal vez coordinadores?» De alguna manera, se encargaban de relacionar e integrar a los miembros de la colonia de acuerdo con sus necesidades y la influencia de los agentes exteriores. Tras mucho tiempo, tal vez millones de años, la selección natural hizo una escarda inmisericorde. Aquellas colonias cuyos coordinadores eran mejores sobrevivieron a las bandas de carnívoros, las catástrofes naturales, las enfermedades, las guerras con otras colonias por el territorio. Al final sólo perduró una de ellas, extendiéndose por todo el planeta en multitud de ciudades que tan pronto se aliaban como se destrozaban entre sí, con unas castas trabajadoras increíblemente especializadas, unos reproductores de asombrosa fertilidad y unos guerreros letales, auténticas máquinas de asesinar. Y los coordinadores, claro.

En algún momento de su historia, a partir de los coordinadores evolucionaron ciertos individuos que no hacían nada, una especie de sabios ociosos que de vez en cuando proponían extrañas estrategias que implicaban a la colectividad. No siempre fueron escuchados, y con frecuencia resultaron eliminados, pero a veces daban con algo que aumentaba la competitividad de la colonia, y por ello se toleraban.

Poco a poco, los sabios ociosos tomaron el control. Remodelaron y rediseñaron a las otras castas, especialmente cuando uno de ellos inventó un sistema de escritura que permitía transmitir cualquier información a las generaciones venideras, y a partir de ahí el proceso fue imparable. Tenían toda una sociedad de miles de millones de individuos que les obedecían sin crítica alguna, y aprovecharon la oportunidad.

Se desarrolló una tecnología, primitiva al principio, y ocurrieron catástrofes ecológicas devastadoras, pero nada podía pararlos. Recomenzaron una y otra vez, y aprendieron de sus errores. Modificaron el planeta y exploraron su sistema solar. Construyeron primero un anillo en torno a su planeta, pero no se detuvieron ahí. Encerraron a su sol en una cáscara, una esfera Dyson de doscientos millones de kilómetros de diámetro, para lo cual tuvieron que desmantelar y convertir en ladrillos todos los cuerpos de su sistema, y remodelaron el universo a su antojo.

Llegó un momento en que no había nada nuevo que hacer. Los Alien habían domesticado al cosmos, y los sabios ociosos se aburrieron. A Beni se le escaparon muchos detalles de esta historia, pero estaba seguro de eso último. Además, se dijo con pesar, a estas alturas ningún Matsushita lo iba a acusar de antropocentrismo.

Los sabios ociosos lo habían estudiado todo, pero su curiosidad aún no estaba saciada, y se centró en las relaciones entre otros seres vivos. Grandes regiones de la esfera Dyson fueron convertidas en reservas donde los animales, plantas y hongos que sobrevivieron a la revolución tecnológica eran conservados y estudiados sistemáticamente. Beni comprobó que su capacidad de asombro aún no había sido saturada cuando el camino pasó entre dos series monumentales de hologramas verticales, de más de un kilómetro cuadrado cada uno, que mostraban ecosistemas de cautivadora belleza.

Los dos viajeros continuaron marchando entre maravillas, hasta que Beni vio algo que le hizo pararse en seco. Lo examinó detenidamente y sintió un escalofrío, porque estaba empezando a comprender.

Dos de aquellos sabios, con ese aspecto insectoide que resultaba tan inquietante, contemplaban el modelo reducido de un paisaje donde dos colonias de pequeños animales que recordaban a ciempiés de grandes cabezas pugnaban entre sí. Cada sabio exhibía un rótulo característico encima de su cabeza, probablemente su nombre. Durante varios hologramas se podía observar cómo una de las colonias exterminaba a la otra, tras largas y despiadadas batallas. Al final, la vencedora mostraba un rótulo encima, y era idéntico al de uno de los sabios. Hasta un tonto descifraría algo tan obvio.

—Yo tenía razón. Estaban jugando, maldita sea. Y parece que le tomaron el gusto —dijo Beni, mirando a la interminable sucesión de hologramas que se abría ante ellos, y que representaba la misma escena, con pocas variantes: dos o más Alien que contemplaban un paisaje donde animales o plantas competían mutuamente, el triunfo de unas especies y el exterminio de otras, y el símbolo del vencedor sobre los supervivientes.

Por supuesto, el juego trajo consigo algunos problemas desagradables. Por ejemplo, unos animalillos con aspecto híbrido entre cucaracha y bogavante se escaparon de la zona asignada e invadieron las áreas urbanas. Un gran rótulo con un signo que consistía en tres líneas horizontales y un punto sobre ellas aparecía insistentemente. Tras multitud de molestias y peripecias, los bichejos fueron exterminados. No fue la única vez que eso ocurrió; el afán por el juego hacía descuidar las precauciones. En cada caso, el signo de las tres rayas y el punto volvía a marcar los hologramas. Beni supuso que significaría plaga, y sonrió.

En otro orden de cosas, los Alien descubrieron el modo para viajar a mayor velocidad que la luz, y exploraron los sistemas vecinos. Se centraron en las estrellas de categoría espectral similar a la de su sol, y no sólo se ciñeron a las Nubes de Magallanes. La Vía Láctea era un bocado demasiado tentador como para no intentar probarlo.

Hallaron seres vivos en otros mundos, como era de esperar. Beni identificó a unas criaturas similares a la que destripó a Jan: Demonios. Fueron estudiados in situ, considerados interesantes, y los Alien los llevaron consigo. Sin embargo, escarmentados por el fenómeno de las plagas, o por alguna otra razón oculta, no se atrevieron a incluir especies extranjeras en su esfera Dyson. La solución fue tan sencilla como construir mundos a medida para ellos.

Y siguieron jugando. Desde el punto de vista de Beni, se volvieron locos, o bien sus procesos mentales eran realmente estrafalarios.

Los mundos artificiales eran increíbles; comparados con ellos, Asedro resultaba incluso austero. Los había planos, en forma de caja, de concha, caos de planos yuxtapuestos… Cada uno de ellos mediría varios cientos de kilómetros de un extremo a otro, pero para una civilización capaz de encerrar a su sol dentro de una cáscara dotada de gravedad artificial, nada era ya imposible. Y los nuevos mundos fueron poblados con criaturas de muy distinta procedencia, aunque respetando ciertas reglas. Por lo que se deducía de lo expuesto en el museo, los sabios ociosos eran seres individualistas, con un acusado sentido de la propiedad. Cada estructura artificial era asignada a uno de ellos y marcada con su insignia. También se erigían en propietarios de las especies exóticas, aunque tendían a intercambiarse ejemplares interesantes entre ellos. Había que proporcionar variedad al juego.

Era cuestión de tiempo que los Alien se tropezaran con otras criaturas inteligentes, o al menos tecnológicas. Pero cuando lo hicieron, no parecieron darle importancia, y fueron asimismo incluidas en sus partidas. Beni se fijó en un caso típico, unos peculiares seres descubiertos en un planeta que orbitaba en torno a un sol rojo. Le recordaban a grandes manatíes de vida anfibia, cuyas extremidades anteriores terminaban en delicados zarcillos prensiles. Construían herramientas, edificaban viviendas y se relacionaban entre sí de acuerdo con reglas complejas. Pero los Alien secuestraron a un nutrido grupo de su planeta y los colocaron en sus titánicas estructuras artificiales. No hicieron distinción entre ellos y los animales agresivos contra los que se vieron obligados a luchar. A veces, la inteligencia vencía; en otras ocasiones, no. En cualquier caso, el rótulo del sabio ganador presidía los restos de la última batalla.

Había más razas inteligentes, y todas fueron incluidas en la competición, a veces peleando entre sí. «Aprendices de dioses… Pero ¿cuál es la razón de ese desprecio hacia otros seres pensantes? A menos que no los consideren como tales, porque su concepto de la inteligencia sea distinto al nuestro. No debo juzgar a los Alien desde un punto de vista humano, por mucho que me cueste». Siguió con su recorrido por los hologramas, y no pudo evitar indignarse ante la indiferencia que mostraban sobre otras culturas. «La Humanidad soñó durante milenios el momento del encuentro con otras civilizaciones. ¿Cuántas cosas se podrían asimilar de ellas? ¿Qué increíble aventura sería intentar la comunicación? Y estos capullos tuvieron docenas de oportunidades, y las trataron como a ganado de lidia. ¿Es que ya no tenían nada que aprender de los demás?» Pensó en la esfera Dyson. «No, puede que no».

Los hologramas siguieron desfilando. Algunos sabios introdujeron una variante en el juego, que quizá podría calificarse como solitario. Mediante estrategias diversas, en muchos casos tan sutiles que resultaban incomprensibles, interferían en el desarrollo de las civilizaciones que hallaban en el transcurso de sus viajes por el cosmos. Beni no podía saber si lo hacían porque amaban la Sociología Aplicada, o simplemente porque apostaban contra sí mismos, para ver si sus predicciones eran acertadas. En cualquier caso, la forma más empleada por los Alien para modificar la conducta social era hacerse pasar por dioses, excepto en el caso de civilizaciones recalcitrantemente ateas.

A veces, los distintos mundos artificiales batallaban entre sí. O tal vez fuera una autoridad central, que tratara de evitar que los sabios ociosos, cual señores feudales, adquirieran un excesivo poder. Quizá algunos hubieran transgredido incomprensibles códigos éticos; resultaba imposible saberlo. La cicatriz del casco de Asedro, los signos de lucha en la segunda esfera, todo tenía así una explicación a nivel general. Alguien trató de tomarlo al asalto; la cuestión era si fracasó o tuvo éxito.

Siguieron caminando por el museo, atando cabos y anticipando lo que iban a encontrarse tarde o temprano. Beni se detuvo ante un holograma que no por esperado resultó menos sobrecogedor. Era el de un sistema presidido por una estrella amarilla, de clase espectral G2. Su tercer planeta era azul y blanco, y tenía una gran luna que siempre le mostraba la misma cara, con su superficie salpicada de cráteres. Otras imágenes eran aún más perturbadoras. Beni contempló los hologramas de un grupo de hombres cubiertos de pieles que acechaban a unos bisontes en una pradera, de otros que cazaban en la selva, de otros que tejían redes para capturar peces…

La siguiente imagen mostraba a un sabio ocioso. Sobre él brillaba un anagrama similar a una A deforme con su imagen especular, encerrado en un cubo transparente. Era el mismo signo que habían visto en el domo de la ciudad muerta de la segunda esfera. Beni miró aquella cabeza sin rostro, sobre un torso con cuatro brazos, los dos inferiores vestigiales. Detrás de él, o ella, o ello, había una maqueta de Asedro.

—Así que eres tú…

Continuaron con el recorrido. Grupos humanos de muy distintas razas habían sido secuestrados, colocados en Asedro o canjeados por otras formas de vida igualmente prometedoras desde un punto de vista lúdico, como la que había matado a Jan. Los humanos combatieron en muchos escenarios, entre sí y contra otros seres. Unas veces ganaron, otras perdieron, en otras los dejaron de lado. «Supongo que esto explica dónde fueron los colonos de Hades y de otros planetas que desaparecieron durante el Desastre. Maldita sea, ¿en cuántos de esos mundos artificiales habrá gente con vida, y dónde estarán? Si Asedro sobrevivió a la esfera Dyson, otros pudieron hacerlo».

Pronto, los hologramas cambiaron. Por lo visto, el sabio había decidido llevar a cabo un experimento, o tal vez se aburría y optó por jugar un solitario. Empezó a intervenir en la historia humana.

Beni examinó minuciosamente un diorama que representaba a un campamento nómada de pastores que cuidaban sus rebaños. El paisaje tenía un aire mediterráneo que le resultaba familiar. Pero la vida de esos pastores cambió, ya que comenzaron a sufrir apariciones divinas. Algunos de sus patriarcas recibieron órdenes y cambiaron sus costumbres. Emigraron. Y sobre ellos brillaba el anagrama de la A deforme.

Algunas tribus descendientes de aquellos nómadas arribaron a países próximos, donde se desarrollaban avanzadas civilizaciones. Otro hermoso diorama mostraba a un rico valle fluvial, rodeado por un desierto, y se veían palacios y grandes pirámides revestidas de mármol. Beni lo identificó sin dificultad, y previó lo que iba a encontrar a continuación.

—Mierda. No tenía derecho a hacerles eso.

El pueblo elegido tuvo que volver a emigrar cuando las condiciones sociopolíticas se tornaron desfavorables. Hubo de recorrer un árido desierto, y muchos murieron, más por rebeliones que por culpa del entorno. A partir de ahí, se sucedían imágenes aparentemente inconexas, como trozos de vida cotidiana sacados de contexto.

Había un anciano con vestiduras sagradas: un pectoral, un efod, un manto, una túnica… Su mirada alucinada estaba enfocada en algo inefable, no se sabía qué.

Había un arca de madera revestida de oro, con unos varales del mismo material que servían para transportarla, y un propiciatorio con querubines de alas extendidas.

Había un sacerdote ungido que degollaba a un novillo sin mácula. Los ojos del animal expresaban mejor que cualquier descripción lo que eran el dolor y la agonía, mientras la vida se le escapaba en un surtidor rojo. En una imagen adjunta, parte de la sangre y del sebo, los riñones y otros despojos ardían en un altar, a modo de ofrenda.

Se percibía un ruido ambiental muy tenue, que reproducía el original, muerto hacía ya más de cinco milenios: gritos de chiquillos, cantar de mujeres, balidos del ganado… Era un sonido cautivador, aunque a él se superponía una letanía en un idioma incomprensible para Beni. El banco de datos lingüístico de ACM resultó tan eficaz como de costumbre:

—Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre —tradujo—. No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso…

—Déjalo ya, ACM. Me parece que conozco el resto.

Las imágenes continuaron. Las apariciones divinas se hicieron cada vez más esporádicas, hasta que cesaron del todo. Fueron sustituidas por escenas de guerra, asaltos a ciudades, asedios. Se alcanzaron momentos de gloria, pero las derrotas llegaron cuando se enfrentaron a adversarios demasiado fuertes. Su templo más sagrado fue destruido, y vino la diáspora, y el exilio, pero no consiguieron acabar con ellos. Se hicieron fuertes en la adversidad. Una inquebrantable esperanza los mantuvo; regresaron, y empezaron de nuevo.

El tiempo pasó. Nuevos conquistadores invadieron su país, y llegó el momento en que uno de ellos no toleró las insurrecciones. Las legiones romanas arrasaron sus lugares sagrados, y el pueblo elegido fue expulsado de la tierra de sus padres, disperso por el mundo. Pero ni siquiera así se logró diluir su identidad. La fe en su Dios los mantuvo. Trabajaron y prosperaron, siempre soñando con la Tierra Prometida, con regresar a los sagrados lugares donde Él les había hablado.

Y entonces comenzaron los pogromos.

Los dos viajeros se detuvieron ante un holograma que representaba el asalto a uno de sus guetos, la profanación de sus lugares sagrados, la destrucción de sinagogas, el incendio de casas, los asesinatos, linchamientos y violaciones. Beni no era consciente de que estaba hablando en voz alta:

—El Imperio Romano fue lo más parecido a una Edad Dorada de que gozó la Humanidad antigua. Disponía de leyes e instituciones relativamente justas, redes de comunicaciones, un complejo entramado social, bibliotecas, baños públicos, se respetaba a la Filosofía… Había guerras, por supuesto, y la vida humana no era valorada en exceso, pero en conjunto era un mundo más decente para vivir que todo lo que se había dado antes. También existía algo que valía su peso en oro: la tolerancia religiosa. Todos los dioses eran considerados distintas manifestaciones del Uno, y como tales merecían respeto. Pero mira por dónde, había un país situado en una encrucijada de importantes culturas que practicaba el monoteísmo exclusivista. Por alguna razón, ese pueblo opinaba que su Dios era el único verdadero, y debía reinar sobre todos los hombres. A muchas personas cultas eso les parecía antipático, cuanto menos.

»Y entonces se dio una improbable serie de casualidades, que siempre llamó la atención de los historiadores, pero que este museo nos muestra que no fueron tales. Aquel monoteísmo fue recogido por una de sus sectas, que lo mezcló con una buena dosis de mesianismo y culto mistérico. Fueron llamados cristianos, y sus jefes tenían muy claro lo que querían. Comenzaron a infiltrarse en la maquinaria imperial, clamando en pro de la tolerancia y predicando el amor y la objeción de conciencia, hasta que lograron alcanzar el poder. Entonces se dedicaron a matar, expoliar y destruir todo lo que oliera a cultura clásica, ya que su fe requería sumisión y ciega aceptación de unos dogmas, y la oscuridad cayó sobre el mundo durante más de mil años. Costó mucho sacudirse su yugo, mucha sangre, muchos muertos en la hoguera, incontables guerras, pero ni siquiera ellos consiguieron acabar con la curiosidad humana, el ansia de conocer. Sin embargo, ¿qué habría pasado sin esa vuelta atrás, ese milenio negro? ¿Cuántas vidas, cuánto sufrimiento se habría ahorrado? Ay, ACM, ¿qué se propondría ese Alien cuando introdujo un factor tan potencialmente explosivo en nuestra historia? ¿Matar el rato?

Beni meneó tristemente la cabeza, y prosiguieron su viaje a través de una auténtica galería de los horrores. El pueblo elegido, apartado de la corriente principal de la historia, era masacrado de muy diversas maneras. Fue encerrado en guetos, agobiado bajo leyes injustas, privado de derechos y, sobre todo, sus integrantes fueron vejados y asesinados de mil imaginativas formas por sus vecinos cristianos. Eran la víctima propiciatoria cuando algo no funcionaba, o cuando alguien necesitaba una excusa para progresar en política; una batida contra los judíos, y todo el mundo feliz y contento. A pesar de tratarse de unos sucesos tan antiguos, Beni no pudo por menos que indignarse.

—Míralos, pobres —dijo a ACM, que era el oyente perfecto; nunca protestaba—. Les robaron sus libros sagrados e incluso, en el colmo de la ironía, trataron de convencerles de que ellos los habían comprendido mal, de que eran poco menos que herejes. Lógico; toda secta tiene que demostrar una identidad propia respecto a la de sus progenitores, ¿y qué mejor que atacar a éstos? Pero sembraron con tal habilidad el odio hacia los judíos que justificaron las persecuciones contra ellos por los siglos de los siglos.

Las últimas imágenes resultaban dramáticas. Miles de judíos eran conducidos en vagones de ganado, hacinados y muertos como perros en campos de concentración. Los más afortunados morían gaseados; el resto sufría una agonía lenta, hasta que caían por el hambre o la brutalidad de sus carceleros. Beni sabía que eran hologramas, pero aquellos esqueletos vivientes, que lo miraban desde un abismo de milenios, parecían pedirle explicaciones. Había visto demasiada violencia durante su vida de soldado, pero nunca tanta saña, tanta inhumanidad, un odio semejante.

—Pueblo elegido… —murmuró, mientras sentía que se le hacía un nudo en la garganta.

El siguiente holograma era el último de esa serie, y resultaba sensiblemente distinto. Era una habitación grande, presidida por el retrato de un hombre con barba negra. Un anciano, vestido con traje y corbata, tenía en sus manos un rollo de pergamino, y leía algo a los asistentes. ACM tradujo, a partir del sonido ambiente:

—«El país de Israel es el lugar donde nació el pueblo judío…»

«Exilado de Tierra Santa, el pueblo judío le permaneció fiel en todos los países de la diáspora…»

«La hecatombe nazi, que aniquiló a millones de judíos en Europa, demostró de nuevo la urgencia de la restauración del Estado judío…»

«En virtud del derecho natural e histórico del pueblo judío, proclamamos la fundación del Estado judío en Tierra Santa. Este Estado llevará el nombre de Israel».

«Depositando nuestra confianza en el Eterno Todopoderoso, firmamos esta declaración sobre el suelo de la Patria, en esta ciudad de Tel Aviv, y en esta sesión de la Asamblea provisional reunida la víspera del sábado, 5 Iyar de 5708, o sea, 14 de mayo de 1948…»

—No lograron acabar con vosotros, ¿eh?

Beni estaba emocionado. Aquel holograma de unas personas muertas hacía miles de años le había devuelto su fe en la dignidad humana. Por más golpes que recibieron, habían sobrevivido a todo sin perder su orgullo, incluso a un Dios que los había utilizado y luego los olvidó. El juego había terminado, y el sabio ocioso había ganado, o perdido; qué más daba. Beni, que nunca se había caracterizado por su amor a las ceremonias, inclinó la cabeza en un mudo gesto de homenaje hacia aquellos venerables antepasados, viejos luchadores.

Siguieron su periplo por el museo. Como era de esperar, en cuanto dispuso de una patria propia, aquel pueblo demostró que no sólo sabía encajar palos, sino también darlos. Beni sonrió tristemente ante un diorama que mostraba a los soldados de Israel en combate callejero contra unos críos que les arrojaban piedras. Pueblos arrasados, tirachinas contra carros de combate…

—Si Uhuru viera esto diría que no tenemos remedio.

El museo cambió de tema. El amo de Asedro no se había limitado a jugar con los sueños de un único pueblo. Había muchos otros dramas, tal vez no tan notorios, pero sin duda igual de crueles para la pobre gente que tuvo el dudoso honor de padecerlos. Pueblos que, bajo la inspiración divina, cambiaban sus costumbres para fundar núcleos civilizados, que eran arrasados por hordas bárbaras, asimismo azuzadas por visiones místicas; tribus que seguían a mesías alucinados en quiméricas empresas, que acababan de forma catastrófica; gentes que lograban diseñar sociedades donde la convivencia era perfecta, para caer en manos de conquistadores que los sometían a la más abyecta esclavitud o erigían a costa de ellas pirámides de cráneos…

—Parece haberse especializado en crear esperanzas para luego machacarlas en la forma más dolorosa —Beni se iba indignando por momentos, considerando los agravios propios y ajenos—. Ya sé de dónde vinieron las pesadillas que tuvimos en el interior de la segunda esfera: ese alienígena sádico dispone de un excelente catálogo… Por mucho que le agradaran los experimentos, ¿acaso no comprendía el sufrimiento que generaba? ¿O no le importaba? Sí, ya sé, querida Uhuru: «Los humanos hacéis lo mismo con vuestros animales o máquinas domésticas». Pero no es comparable, querida. ¿O sí? Al menos, hace siglos que tratamos de no putearlos de forma tan gratuita.

Otros dioramas eran aún más siniestros: despojos humanos combinados con los de otras especies o mezclados con rocas de diversas texturas, tamaños y colores. Los había a docenas. Fascinado a la par que asqueado, Beni renunció a comprender su finalidad. ¿Obras de arte? ¿Trofeos de caza? ¿Caprichos?

—Tú dirás lo que quieras, Uhuru —murmuró, harto ya de tanto cadáver decorativo—, pero estos Alien están locos de atar. Y si no, ¿cuál es la diferencia?

Inmerso en sus pensamientos, Beni tardó en darse cuenta de que el recorrido por esa parte del museo estaba llegando a su fin. Sólo quedaba un último holograma, aunque era muy grande. Beni lo vio, y lo entendió todo. Apretó los puños y maldijo al amo de Asedro.

Había pasado mucho, mucho tiempo desde su última visita al espacio humano, ocupado en otros menesteres, hasta que decidió volver. En esta ocasión halló naves espaciales, que lucían orgullosas las insignias de la Corporación, y miles de mundos ocupados por hombres y mujeres que trataban de buscar la felicidad, criar a sus hijos o simplemente subsistir. Muchos mapas galácticos detallados aparecían por doquier. Sobre todos ellos brillaba el mismo signo: tres rayas horizontales, y un punto por encima de ellas.

Plaga.

Y se procedió a su control.

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