15

AUNQUE no disponía de mucho tiempo, Valera se esforzó lo indecible para tejer su red con la cual atrapar al desprevenido e ingenuo nubero. En primer lugar, tuvo una larga y fructífera charla con el cocinero de a bordo. Éste era un huwanés taciturno y circunspecto con una barriguilla incipiente, y que cuando no estaba entre fogones trabajaba como un marinero más. La comida en el Orca resultaba, por lo común, nutritiva aunque un tanto sobria. No obstante, el cocinero se comprometió a esmerarse y dar rienda suelta a su creatividad culinaria. Antes de ello, miró de reojo a su capitana, que se resignó y le dio el visto bueno. Sentía curiosidad por ver cómo se las apañaría el doctor para extraer información de un viejo loco, presumiblemente receloso.

Valera también rogó a los demás que colaboraran en su puesta en escena, con objeto de obnubilar el raciocinio del nubero. Su cara enrojeció un poco cuando sugirió a las mujeres ciertos cambios en su indumentaria. Como no podía ser menos, Isa Litzu lo mandó a freír espárragos, aunque acabó poniéndose sus mejores galas: chaqueta y pantalón blancos de algodón y sandalias de cuero marrón. En cambio, a la sargento Nadira la idea de disfrazarse le encantó. Pidió permiso a Azami, y después se marchó hacia la tienda que hacía las veces de almacén, donde guardaban las mercancías para intercambiar con los nativos.

El doctor también le solicitó un pequeño favor a Azami.

—Práxedes, a lo largo de los meses que llevamos en esta misión, en todas y cada una de las islas que hay entre la República y Nereo nos has hecho hacer, a mí y a mis tropas, cosas que no vienen en el manual. Básicamente, protegerte de ti mismo para que no te comieran los peces. Pero esto… ¿No crees que te estás pasando?

—Hay que cuidar el escenario. Confía en mí.

—Qué remedio.

★★★

Cuando Telémaco llegó al campamento, se quedó patidifuso. Unos infantes de Marina perfectamente formados le rindieron honores, y el tipo gordito lo recibió con manifiesta obsequiosidad. El doctor lo llevó hasta una mesa donde habíanse dispuesto viandas la mar de apetitosas, que olían de maravilla. Telémaco, que no comía caliente a saber desde cuándo, tuvo que esforzarse para mantener la compostura mientras la boca se le hacía agua.

Valera, perro viejo en estas lides, no le preguntó nada sobre sus creencias. Primero prefería ablandarlo, así que, mientras esperaban a los demás tomando unos canapés de jamón cocido, se dedicó a halagar el ego del nubero, cosa harto fácil, ya que habitualmente todos le rehuían. El saberse admirado por nada menos que un sabio republicano lo transportaba al séptimo cielo.

En un discreto segundo plano, Isa Litzu asistía como espectadora a aquella suerte de acoso. Práxedes se le mostraba ahora como un cazador sin escrúpulos en busca de una pieza fácil, capaz de embaucar a un vejete inofensivo con tal de obtener las pistas que buscaba. La capitana sonrió. Le gustaba.

Una vez sentados en torno a la mesa el doctor, Telémaco, Azami, Nadira, Isa Litzu y Omar Qahir, el cocinero empezó a servir platos. A Telémaco, sin que lo pudiera evitar, se le iban los ojos de la comida a Nadira. La sargento llevaba un vestido típico de la isla de Psalliota, ceñido y escotado. El color blanco de la tela realzaba su tersa piel morena. Le bastaron un par de sonrisas y un comentario amable para tener al viejo en el bote. Aquella transgresión de la rutina divertía enormemente a Nadira, que se lo estaba pasando de miedo. Había temido que al viejo no le gustaran las mujeres, pero Práxedes le informó de que en aquellas latitudes los homosexuales eran arrojados al océano con los testículos en la boca, y el viejo tenía cara de hambre atrasada en todos los aspectos. Además, Telémaco no era el único que sufría los devastadores efectos de su encanto. El capitán también sudaba lo suyo, pobrecillo. No era su tipo; demasiado mayor, aunque tenía su atractivo, debía reconocerlo. En cuanto a los demás hombres de la mesa, no había nada que hacer. El doctor sólo pensaba en su estrategia para sonsacar a Telémaco hasta la última gota de información, mientras que Omar era una esfinge sonriente. Nadira siguió interpretando su papel de mil amores. Nunca antes se le había ocurrido hacer de vampiresa, y la verdad es que se trataba de una experiencia sumamente divertida.

Indiscutiblemente, el cocinero se había superado a sí mismo, a pesar de que tampoco disponía de mucha materia prima: gazpacho fresquito, ensaladas de fantasía, requesón de cabra con miel, jamón empanado y carnes preparadas de diez formas distintas. Al famélico nubero le importaba más la cantidad que la calidad, y se pegó un atracón desmesurado. Parecía mentira que en un cuerpo tan enteco cupiera tal cantidad de comida, acompañada por una jarra tras otra de cerveza. Entre bocado y bocado, Valera aprovechaba para ir dándole coba, y los demás asentían cortésmente. Empezó a contarle anécdotas sobre otros cultos que conocía, y Telémaco sonreía, asentía condescendiente o fruncía el ceño, según las creencias ajenas le resultasen más o menos simpáticas. Sin embargo, cuando el doctor probó a preguntarle discretamente sobre los dioses que adoraba, el nubero se salía por la tangente. Era desconfiado, vaya, mas Valera no se desanimó. Torres más altas habían caído; el éxito radicaba en la perseverancia.

Después de los postres, que consistieron en una espléndida macedonia de frutas y bizcochos al coñac, llegó el turno del café y los licores. Valera se las arregló para que el incauto Telémaco libara en abundancia del grog, una peculiar bebida espirituosa huwanesa que lo dejó bastante achispado. El doctor había bebido tanto o más que él pero se mantenía sobrio, para asombro de propios y extraños. Un marinero curtido con el hígado forrado de cuero no tendría el mismo aguante.

Considerando que su presa estaba ya en sazón, el doctor hizo una seña convenida a los demás, que se retiraron discretamente. Tan sólo quedó con ellos Nadira que, con voz melosa, insinuó:

—Señor Telémaco, Isa y Práxedes me han contado maravillas del templo que usted se encarga de cuidar. Me haría mucha ilusión verlo. ¿Podríamos visitarlo, si no es molestia?

Ningún hombre con sangre en las venas podría resistirse a una petición como ésa. Telémaco, con la vista fija en el escote de Nadira, farfulló su consentimiento y, sin saber muy bien cómo, se encontró de camino al templo. Paso a paso, entre las alabanzas de Valera, el interés que mostraba Nadira y los vapores del grog, su resistencia se derrumbó. Con voz pastosa comenzó a hablar de los dioses, de cómo se le aparecieron de niño en un sueño y le conminaron para que pusiese sus talentos al servicio de los demás. Les relató su soledad, lo duro que fue al principio, su vagar de isla en isla hasta dar con una en la que no lo echaran a pedradas, y de cómo se fue resignando poco a poco. Narró cómo dio con un templo abandonado y lo puso en funcionamiento sin ayuda de nadie. Las estatuas de piedra ya estaban allí cuando llegó; sólo se limitó a adecentarlas un poco. Valera dedujo que el nubero desconocía el propósito de aquellas exóticas obras de arte. No obstante, trataría de averiguarlo más adelante.

Luego se arrancó con la historia de Colón y el dios Asimov, que Valera ya sabía, aunque la adornó con mayor lujo de detalles. Siguió con otros relatos mitológicos que narraban las peripecias de dioses y héroes, aunque todos tenían algo en común: los carros de fuego, que llevaban a la gente en largas y épicas travesías entre las estrellas. Valera le preguntó sobre las características de los carros, provocando que el viejo perdiera el hilo de la narración. El doctor desistió. No quería ponerlo de mal humor; además, tenía la impresión de que Telémaco se limitaba a recopilar cuentos y tradiciones y los repetía, sin más. Había heredado una información que no comprendía, pero que usaba con objeto de darse importancia ante sus vecinos. Probablemente, de existir algo que pudiera aprovechar para sus investigaciones, estaría en la residencia del viejo.

Telémaco entró en el templo haciendo eses. Nadira, que ya había sido aleccionada por el doctor acerca de lo que tenía que decir, preguntó por el sentido de las inscripciones en las puertas azules. Embobado, Telémaco sólo estaba pendiente de la esbelta figura de Nadira, cuyos ojos, de un negro intenso, lo hipnotizaban cada vez que lo miraban. Con voz vacilante y sonrisa bobalicona, respondió:

—No se te ocurra tocarlas, pues están protegidas por hechizos poderosos —fue señalando los garabatos con dedo temblón—. Los cinco aros representan los cinco ojos del Corruptor Inexorable. Cada uno se ocupa de observar uno de nuestros sentidos, oído, vista, gusto, olfato y tacto, y estudia las maneras de hacernos pecar mediante ellos. Esto —señaló a un garabato con pinta de gusanillo— es la Serpiente del Fin de los Días, que devorará a los soles, las estrellas y la Morada de los Muertos a menos que los dioses se compadezcan de nosotros. Ahí está el Ojo de Asimov, que todo lo ve, y ésas son las caras de los bienaventurados. No tienen nariz, ya que han renunciado a la voluptuosidad de afeites y perfumes. Y estos signos son los más misteriosos y difíciles de descifrar —le hizo un guiño a Nadira—. Sólo yo sé a ciencia cierta lo que en verdad quieren decir.

Telémaco se refería a las letras minúsculas dibujadas sobre la madera, y comenzó a desvariar. Por supuesto, Nadira y el doctor se guardaron muy mucho de reírse de él. Así, les contó que la m era la figura de Bandoneón, el demonio de las tres patas. La f correspondía a un dios de la fertilidad de nombre impronunciable, que había dejado preñada a Kon’eha, la Madre de la Humanidad, representada por la b. Siguió así durante un buen rato montándose unas historias increíbles a partir de unos símbolos cuyo significado desconocía. El doctor, aunque impaciente por averiguar los posibles secretos del viejo, no podía por menos que admirar aquel derroche de imaginación.

Nadira, que ya estaba empezando a cansarse de tanto rollo, decidió abreviar. Tomó del brazo al nubero y le preguntó:

—Las puertas son todas iguales. ¿Cuál de ellas corresponde a tu hogar, querido Telémaco?

—Ésa de ahí —a estas alturas, el alcohol y la presencia de Nadira habían demolido las defensas del viejo—. Las otras son trampas para los profanadores. No pueden ser mancilladas, ya que la maldición de los dioses caería sobre los blasfemos imprudentes.

—Dudo que pudieran pasar —Nadira se arrimó un poco más; Telémaco tragó saliva—. No parece que se abran desde fuera.

—La sabiduría de mis predecesores lo hace posible. Ahora verás, gentil doncella.

Pisó con fuerza en una losa, se escuchó un clic y el cerrojo saltó. La puerta se abrió unos centímetros. Telémaco la empujó y las bisagras protestaron con un chirrido.

—Aquí están mis aposentos —anunció orgulloso, con lengua de trapo.

Valera arrugó la nariz. La habitación estaba mal ventilada y olía a rancio, a sudor, a polvo de años. Eso sí, era bastante amplia, de unos treinta metros cuadrados. A un lado había un camastro de piedra con un jergón de paja. Debajo asomaba un orinal, probablemente lleno, a juzgar por el aroma. El centro estaba ocupado por una mesa con unos cuantos vasos y platos no demasiado limpios, y al otro extremo del cuarto se veía un altar sui géneris. Consistía en un poyo de piedra recubierto por un lienzo que en sus tiempos fue blanco, sobre el que se disponían, sin orden ni concierto, un sinfín de velas de todo tamaño y condición, cuencos vacíos o llenos de las materias más peregrinas, amuletos sacros y, en uno de los lados, un libro de tapas negras de piel y aspecto deteriorado. Los ojos de Valera no se apartaban de él y Nadira, para disimular, le preguntó a Telémaco la razón de todo aquello. Por supuesto, el viejo se la explicó con todo lujo de detalles. Para una vez que una dama tan bella le hacía caso…

Fue encendiendo las velas una tras otra, con un pulso razonablemente firme si se tenía en cuenta su grado de etilismo. Al mismo tiempo, pronunciaba las preceptivas invocaciones: a Brombrum, el dios de la tormenta, para que avisara antes de organizarla; a los demonios del fuego, que secaban las nubes y agostaban las cosechas cuando se encontraban de mal humor; a Nut, cuyo manto cuajado de estrellas colgaba cada noche encima de los mortales; al Gigante de Hielo, de cuyo aliento se formaban las nubes; a los geniecillos del céfiro y otros vientos, siempre inconstantes; a los monstruos del fondo del océano… Luego pasó a explicar la utilidad de los distintos amuletos y fetiches esparcidos por el altar. Básicamente se trataba de piedras vulgares y corrientes, aunque de formas caprichosas. También había dientes y huesos de pescado. Según él, con la ayuda de todo era capaz de predecir los antojos del clima.

Después, ante la siempre atenta mirada de Nadira, su cara adoptó una expresión astuta cuando le confesó de dónde sacaba los conjuros y palabras de poder. Abrió la bolsa que llevaba colgada del cuello y extrajo un trozo de papel arrugado que rompió en trocitos, los cuales dispuso en un cuenco. Añadió hierbas secas y les prendió fuego, mientras salmodiaba una letanía ininteligible. Acto seguido, agarró el libro, lo abrió, le quitó una página, la plegó con suma ceremonia y la arrojó a las llamas.

Al doctor se le heló la sonrisa en la cara. Escuchar el sonido del papel al desgarrarse le dolió tanto como si le hubieran arrancado la piel a tiras. El libro tenía pinta de ser antiquísimo, un tesoro de incalculable valor. Se esforzó lo indecible por no estrangular al viejo allí mismo. Nadira se dio cuenta de aquella lucha interior y lo agarró del brazo. Valera respiró hondo, contó hasta veinte y puso su mente a trabajar a toda pastilla para hacerse con aquel tesoro. Era, de lejos, lo único de valor que había en el templo. Justo cuando el nubero terminaba con su ritual propiciatorio, vio la luz. Compuso la sonrisa más sincera que pudo y dijo:

—Bonito libro, ¿eh? Debe de ser muy antiguo.

—Ajá —respondió, ufano—. Lo tomé de los idólatras que adoran al falso Dios Gato en Carabás. Contiene conjuros poderosísimos, que vuelan con el humo hasta los dioses, ligando sus espíritus al mío.

—Pero ya no le quedan muchas páginas. ¿Cómo se las arreglará usted cuando se le acaben?

Por raro que parezca, a Telémaco nunca antes se le había pasado por la cabeza tal posibilidad. Eso, unido al alcohol, provocó que de repente se pusiera triste y mohíno. El doctor aprovechó entonces para ejecutar su jugada maestra.

—No podemos consentir que los dioses se irriten al ofrendarles las páginas finales de un libro, que sólo contienen fórmulas de despedida —Telémaco se iba sintiendo más desgraciado conforme su visitante hablaba—. Mire, casualmente tengo en mi poder un raro libro de hechizos, procedente del santuario de Hatxatza, santificado por los Hacedores —el viejo lo miró, esperanzado—. Pensaba donarlo a la Biblioteca de la Universidad Central, pero creo que usted le dará un mejor uso. Si así lo desea, para mí sería un gran honor cambiárselo por ese otro roto.

—¿De veras se lo piensa regalar, sapientísimo doctor? —Nadira puso su granito de arena en la farsa—. Pero su valor es incalculable…

—Nada, nada, no pienso retractarme. Telémaco se merece eso y más. Quedan pocos hombres santos como él.

Por supuesto, al nubero le brillaban los ojos de codicia ante la idea de poseer tan fabuloso libro. Fingió hacerse de rogar —bastante mal, dado lo borracho que estaba— y acabó aceptando el canje.

—De acuerdo, señor Telémaco, ahora mismo iré a por él. Mientras, ¿por qué no le enseña las estatuas a Nadira, que seguro arde en deseos de admirarlas?

La sargento miró al científico con cara de malas pulgas, que dejó paso a la resignación.

—Estaba a punto de pedírtelo, querido Telémaco. ¿Me acompañas, para que los dioses no me fulminen con un rayo si me acerco a ellas?

Mientras la sufrida Nadira entretenía al nubero, que no le quitaba ojo de las tetas, Valera salió a toda velocidad hacia el campamento. No paró de correr durante todo el trayecto, a pesar de su escasa propensión a los excesos atléticos. Llegó echando el bofe, y Azami se alarmó al verlo.

—¿Qué ocurre, Práxedes? ¿Y Nadira?

—No… uf… no pasa nada, Hakim —respondió, tratando de recuperar el resuello—. Cosas mías; ya te enterarás luego.

Se dirigió a toda prisa hacia su tienda, mientras el capitán se lo quedaba mirando como si fuese un caso sin remedio. Valera hurgó entre sus cosas y halló lo que buscaba. Siempre que salía de viaje llevaba consigo varios libros para leer antes de dormirse, y seguro que alguno de ellos sería sacrificable. Por ejemplo, uno que le regaló la poetisa Aldara, titulado Estertores de un ágape moribundo y falaz, un horror en versos libres del que no había podido pasar de la tercera página. Lo guardaba por pura cabezonería, ya que odiaba dejar un texto sin terminar. Además, siempre podía servir como laxante, caso de padecer estreñimiento. Desde luego, no le daba ninguna pena deshacerse de él. Además, un ilustrador no muy diestro había incluido algunos dibujos abstractos que sin duda impresionarían a Telémaco. Seguro que el nubero hallaría algún significado oculto en los garabatos.

—Mira por donde, querida Aldara —murmuró—, una vez en la vida escribiste algo de provecho.

Le arrugó algunas páginas y frotó las tapas con un puñado de tierra, para otorgar al libro una somera apariencia de antigüedad, similar al que Telémaco tenía en el altar. Sin más dilación, salió corriendo de vuelta al templo. Llegó con la lengua fuera y se encontró a Nadira y su acompañante junto a la estatua del enterprise. Telémaco daba cabezadas, y la sargento lo atendía con santa paciencia, aguardando a que el doctor acudiera al rescate.

Telémaco se mostró encantado con el obsequio, que llevó al altar con enormes muestras de respeto. Inmediatamente después se dirigió con paso vacilante hacia la cama, se desplomó sobre ella y se quedó frito en el acto. Nadira lo arropó y Valera agarró su anhelado botín. Cerraron la puerta al salir.

—Ése no se despierta hasta mañana, y lo hará con un dolor de cabeza que no deseo ni a mi peor enemigo.

—Y que lo digas, Práxedes. Por cierto —lo señaló con dedo acusador—, eres un cabrito, abusando de un pobre viejo indefenso al que has engañado como a un pardillo.

—Gajes del oficio, amiga mía —se disculpó—. No podía permitir que un tesoro de valor incalculable fuera destruido de forma tan absurda. Esto —dio unos golpecitos en la tapa del libro— es patrimonio de la Humanidad. Y ahora, para acabar de parecer un miserable ante tus ojos, voy a ver qué hay tras las otras puertas, aprovechando que duerme.

—Incorregible. Permíteme que te ayude.

No les costó abrirlas, aunque no dieron con nada de interés. En todas las habitaciones, paredes y suelo estaban pintados de negro, con unos círculos dibujados con tiza que encerraban un desorden de letras y números.

—Supongo que será una artimaña para encadenar a los demonios, o vete a saber. Larguémonos.

Camino de vuelta, Nadira le contó lo poco en claro que había sacado de las explicaciones de Telémaco sobre las estatuas.

—Por lo que pude entender de lo que me contó cuando no estaba mirándome el escote, esos bichos con pinta de dirigibles deformes eran las monturas de los dioses, quienes cabalgaban sobre ellas por el aire o incluso en las profundidades del océano, para que los peces y otros monstruos abisales les rindieran pleitesía. Y la bola es el mundo del dios Asimov, como tú habías sugerido, por más que eso no parezca un mapa. ¿Dónde diablos están los archipiélagos?

Valera se encogió de hombros.

—Mantuve esta misma discusión con Isa. Si quieres que te sea sincero, carezco de una explicación coherente. Tal vez el mundo de los dioses resulte más extraño que cuanto podamos imaginar. Perdona mis elucubraciones —sonrió—; se supone que los científicos hemos de basarnos en los hechos objetivos.

—Allá vosotros. Ay, qué ganas tengo de llegar y cambiarme de ropa —se miró las piernas con desconsuelo—. El inventor los tacones debió de ser un sádico que odiaba a las mujeres, y la falda tampoco ayuda mucho a llevar un paso decente.

—Aseguran que hacen más femeninas a… Olvídalo, no he dicho nada —el doctor optó por callarse, ante la mirada furibunda de la sargento. La cual, ahora que se fijaba en ella, era realmente preciosa.

Al entrar en el campamento, Valera levantó el libro por encima de su cabeza, en señal de triunfo. Los soldados le aplaudieron, y a alguno se le escapó un silbido de admiración hacia su sargento. El cachondeo se cortó en seco cuando Nadira se plantó delante de ellos, hecha una furia.

—¿Os divertís a mi costa, eh? Mañana, antes que salgan los soles, de marcha con el equipo completo a cuestas. Ida y vuelta a la montaña, sin provisiones.

Dicho esto, se quitó los zapatos, suspiró de alivio y se marchó a su tienda, mientras nadie osaba rechistar.

—Se te ha dado bien el día, ¿eh, Práxedes? —dijo Isa Litzu.

—No lo sabes tú bien. Creo que voy a estar ocupado durante las próximas jornadas con este libro. Para aprovechar el tiempo, ¿hay alguien en tu tripulación que tenga buena mano con el lápiz? Si no fuera mucho pedir, ¿por qué no se encarga de dibujarme unos bocetos de las estatuas? Me haría un gran favor. A mí no me va a sobrar el tiempo…

—Creo que Fuji podría servirte; es diestro a la hora de trazar mapas y pintar los paisajes de las islas que visitamos en nuestros viajes. Le diré que se ponga a tu disposición, siempre que el tal Telémaco no se mosquee si hurgamos entre sus piedras sagradas.

—Gracias, Isa. Estoy impaciente por…

—Calma, hombre. Eso podrá esperar hasta mañana. Ahora, Nadira y tú tenéis que contarnos vuestras aventuras. Es lo menos que podéis hacer, después de usarnos como comparsas.

Y así, esa noche, al calor de la hoguera, Nadira (ya vestida con su confortable uniforme de faena) y el doctor relataron sus peripecias en el templo, para regocijo de los demás. Al final, los más entusiastas brindaron por que el doctor lograra sacar de las páginas que quedaban del libro alguna pista sobre la primera morada de los dioses en el mundo. Otros no se atrevieron a tanto, por si acaso se ofendían las auténticas divinidades.

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