8
Beni se sentó frente a la mesa y miró a su alrededor, con ojo crítico.
—El despacho no se parece en nada al que recuerdo de la última vez, señora.
—Ya no soy almirante de la flota. El paso por la Galileo es circunstancial; mi vida se reduce a constantes viajes de la Luna a Tokio, y de allí a Rotterdam.
—Lo suponía. Nunca creí que fuera aficionada al arte Hihn de Centauri —señaló a las desquiciantes esculturas que se retorcían y vibraban en sus peanas agrav. A veces creía intuir una forma reconocible en aquellos fláccidos globos pulsantes, de colores excesivamente chillones e incompatibles entre sí, pero la impresión fugaz sólo duraba unas décimas de segundo. Apartó la vista y se frotó los ojos, que habían comenzado a escocerle.
—Cosas del almirante N'kai, que amablemente nos ha cedido el puesto. Por lo que sé, su primera misión tras graduarse transcurrió en los sistemas centaurianos, cuyos peculiares gustos estéticos calaron en su alma. Pobrecillo… En fin, Beni, supongo que querrás conocer los resultados de las investigaciones, antes de la reunión.
—Desde luego, señora. Sus científicos me expulsaban de la Colina cada vez que trataba de enterarme de algo. Tanto secretismo es un poco frustrante.
—No solemos andarnos por las ramas cuando se trata de asuntos de alta seguridad, Beni. Pero no te quejes; ahora te enterarás de todo lo que conocemos, que no es demasiado. Mira —pulsó unos controles, y una maqueta 3D de la nave Alien apareció en el aire, al tiempo que se atenuaba la luz ambiental—: es un aparato relativamente simple, pero llevaba en la Colina desde el Desastre. Sus robots de mantenimiento eran magníficos; mantuvieron la nave limpia y operativa tras siglos de reposo.
—¿Y el ataque a los arqueólogos, señora? Aunque me imagino la respuesta.
—No hace falta ser un lince. La profanación de la Colina por parte del doctor Tancredi fue interpretada por los limitados cerebros de los robots como si se tratara de un grupo de animales dispuestos a saquear la despensa, o una invasión de termitas. La respuesta fue automática: aniquilación y examen de los restos. Eran máquinas con un programa poco flexible y muy simple; no hubo inteligencia ni propósitos malévolos en sus acciones.
Jansen siguió manipulando los controles; la imagen de la nave aumentó y menguó de tamaño, y se volvió transparente. La mujer fue comentando sus características, resaltadas sucesivamente en colores brillantes.
—… Y ya está, poco más o menos —concluyó—. Lo sabemos casi todo de ella, y ese casi es lo que hace inútil el resto: los cubos negros —varios puntos se iluminaron en el esquema, siempre entre las piezas del motor MRL—. Son idénticos a los que se hallaron en las dos naves apresadas hace ocho siglos. Entonces se intentó abrirlos, pero cuando eran forzados se autodestruían. El interior se convertía en una gelatina gris, y no hay razón para suponer que ahora se comportarán de diferente modo. No nos atrevemos a tocarlos; arruinaríamos la única pista capaz de conducirnos hasta la solución del enigma Alien. Sólo estamos seguros de una cosa: esa nave, de acuerdo con sus ordenadores, estaba lista para saltar al hiperespacio y emerger en un lugar desconocido, donde aguardaría nuevas instrucciones. Su destino se nos escapa, ya que está codificado en las cajas negras. En resumen: tiene un programa de actuación que fue disparado accidentalmente por el androide, que podemos interrumpir y reanudar, pero no modificar. Si le quitamos el bloqueo, la nave seguirá su camino.
—O sea, tenemos un billete de ida en blanco. Y nadie conoce su ignoto paradero.
—Como conato literario ha sido detestable, Beni, pero certero. Vamos a la sala de comunicaciones; es hora de que el Consejo se reúna.
No tuvieron que andar mucho. Atravesaron los despoblados corredores del área de jefes y oficiales, hasta llegar a una pared en nada diferente a las demás, que se esfumó de repente ante ellos. Entraron en una sala amplia, cuadrada y vacía de todo mobiliario excepto dos butacas que brotaron del suelo, al tiempo que la habitación volvía a convertirse en un espacio cerrado. A una señal de Jansen, se sentaron y aguardaron.
—¿No resulta un lugar más bien anodino para celebrar una reunión tan trascendental, señora? A juzgar por lo que muestran los noticiarios de holovisión, más de uno echará en falta la pompa y el boato de las sesiones solemnes.
—Que se fastidien; las circunstancias obligan. Y haz el favor de borrar esa expresión sarcástica de tu cara, Beni. Guárdate tus opiniones para cuando estés en privado; en el C.S.C. hay gente bastante susceptible.
Los miembros del Consejo empezaron a presentarse. Su imagen holográfica, transmitida por vía cuántica desde años luz de distancia, aparecía como un punto parpadeante que crecía hasta adoptar la silueta de una persona. Después, esa sombra adquiría volumen y contenido, que se movía y los miraba con curiosidad. Beni se admiró del realismo de las imágenes, y no quiso pensar en la energía que consumiría el proceso. En pocos segundos, todo el Consejo Supremo Corporativo estaba reunido. Sus componentes se escrutaban mutuamente, ora con recelo, ora con la alegría del reencuentro de viejos amigos. No eran muchos; quince, sin contar al coronel. Éste los examinó, con interés de naturalista. Según Jansen, uno de ellos era de carne y hueso, pero resultaba imposible decidir cuál; absorto por la formación de los hologramas, no se había fijado si alguien había entrado discretamente por una puerta falsa.
Trece eran claramente humanos, aunque seguramente mutados; se los veía demasiado jóvenes y atléticos. La mayoría de esos hombres y mujeres exhibían rasgos nipones, aunque mezclados con otras razas; era difícil encontrar individuos puros tras varios milenios de mestizaje. Casi todos llevaban alguna medalla o insignia que reflejaba su alcurnia nobiliaria, como representantes de Sony, Toshiba, Mitsubishi, Sempai o cualquiera de las megacompañías que constituían el soporte de la Corporación. Se trataba de nombres muy viejos y gloriosos, transmitidos de padres a hijos a través de los siglos. Sus actividades ya nada tenían que ver con las originales de su fundación, milenios atrás, pero se retenían y preservaban las denominaciones, como símbolos que más bien eran joyas de incalculable valor. Los vestidos de la mayor parte de los consejeros eran lujosos; a pesar de que la reunión se había convocado de forma un tanto precipitada, querían dejar bien clara su categoría.
Los otros dos miembros del Consejo eran mutantes Matsushita; su piel metálica y reluciente los delataba sin remedio. Uno de ellos, femenino, miraba a Beni como si se tratara de un raro ejemplar zoológico. Él se sintió incómodo y apartó la vista. Le embargaba una indefinible sensación de hostilidad, y no comprendía el motivo. La Matsu no era la única que se había fijado en él, pero en los demás sólo percibía curiosidad.
Irma Jansen dio por comenzada la reunión, sin ceremonias:
—Amigos, seamos breves. Todos habéis recibido los informes de la nave Alien, que creo innecesario repetir. La cuestión es: ¿Qué hacemos con ella?
Nadie parecía dispuesto a aportar la primera idea, como si estuvieran cohibidos o tímidos. Por eso, el tono seco de la voz de la Matsu los sobresaltó:
—¿Quién es ése, y qué hace aquí? —preguntó, mientras señalaba a Beni, quien se revolvió en su silla. Jansen acudió al rescate:
—Ya lo sabes, consejera Uhuru. Se trata del coronel Antonio García, el descubridor de la nave, y te recuerdo que este Consejo respaldó su actitud por unanimidad —al decir eso, miró de reojo a un consejero que lucía un peinado a la última moda de Ulsan, en Rígel-4; el hombre se ruborizó y se agitó, visiblemente incómodo.
—¿Y eso lo legitima para asistir? —la Matsu no parecía muy convencida.
Beni creyó notar un cierto aire desdeñoso. «¿Qué le habré hecho yo?» Estaba perplejo.
—Sus conocimientos militares pueden sernos muy útiles —replicó Jansen—. Nos proporcionará un punto de vista diferente, lo cual es muy positivo. Además —hizo una pausa teatral—, en otro tiempo fue conocido como capitán Benigno Manso. Esta información, por razones obvias, debe ser mantenida en secreto.
La afirmación cayó como un bombazo. Casi todos comenzaron a pedir explicaciones atropelladamente; la pregunta más repetida era: «Pero ¿no estaba muerto?» Tan sólo tres consejeros permanecían tranquilos y sonreían, ya que conocían el secreto desde hacía mucho tiempo. Uno de ellos guiñó un ojo a Beni, el cual lo reconoció a duras penas.
«Kawa, viejo gusano…» El coronel le hizo un gesto manual en lenguaje de batalla, y el consejero respondió con otro, francamente divertido. Beni se alegró de verlo. «En el fondo es un buenazo. A ratos, claro está. Quién lo diría, todos los jefes que padecí en mi época de comando que tuvieron la suerte de sobrevivir, han prosperado sobremanera. Sin duda, mientras nosotros nos arrastrábamos por el fango bajo las alambradas, ellos se entrevistaban en los pasillos o en la cantina con gente importante. Debí dedicarme a la política, qué lástima».
La reunión tardó unos minutos en calmarse, el tiempo necesario para que Jansen diera las explicaciones pertinentes. Al final, muchos parecían divertidos por el asunto. Beni miró de soslayo a la Matsu, que permanecía como ajena a la situación, distante e insondable. «Me recuerda a una esfinge, o alguna de esas diosas egipcias inmortales». Se encogió de hombros y volvió a interesarse por la discusión.
Se invirtió un buen rato en precisar ciertas características técnicas de la nave Alien, sobre todo del programa de su secuencia de despegue. Finalmente, el Muy Noble Representante y Depositario de la Tradición de Mitsubishi expuso el verdadero motivo de la reunión, que ya se hacía demasiado larga:
—… Por tanto, nuestro único interés debe ser indagar de dónde procede ese ingenio. Creo que hemos de poner un ordenador leal en la nave y liberarla, para así averiguar su destino. En cuanto lo alcance, nos transmitirá su posición y decidiremos el curso de acción más adecuado. Espero vuestras opiniones, honorables amigos.
Jansen tomó la palabra, sin dar tiempo a los demás:
—Un simple ordenador es una opción limitada. No sabemos lo que se encontrará al saltar al espacio normal. Sugiero que dotemos esa nave con una tripulación de androides. Sus posibilidades aumentarían.
Los consejeros se enzarzaron en una acalorada discusión, mayormente sobre la conveniencia de enviar androides en vez de humanos o robots, el número de tripulantes, su armamento, los riesgos que conllevaría, y un largo etcétera. Sólo la Matsu permanecía callada, como si todo aquello no fuera con ella. Beni tampoco hablaba, ya que todos parecían haberse olvidado de él. «Vaya una discusión bizantina. ¿Y estos son los que nos gobiernan? Parecen un comité de festejos, discutiendo el color de las guirnaldas para una verbena. Me decepcionan».
Y entonces tuvo una idea. Miró a su alrededor, donde la discusión seguía atropellada y apasionadamente. «Bueno, lo peor que pueden hacer es enviarme a prisión o degradarme, por desacato». Tomó aire y habló:
—¿Serían tan amables de guardar silencio unos momentos y prestarme atención, por favor?
Beni no había alzado la voz en exceso, ni hecho ademanes exagerados. Sin embargo, su ruego había sonado como una orden; no en vano había mandado durante largos años a los soldados de Infantería Estelar, habitualmente correosos e indisciplinados. Los consejeros guardaron silencio, asombrados, y lo miraron con curiosidad. Prosiguió:
—Muchas gracias por permitir expresar mi opinión —algunas sonrisas—. Están discutiendo sobre aspectos menores, y pueden pasar años antes de que se pongan de acuerdo —varios asintieron, divertidos por su desfachatez; otros adoptaron un aire ofendido—. Miren —se levantó de la silla y comenzó a pasear por la estancia, entre holografías atentas—, en la Naturaleza hay unas cuantas leyes básicas, y una de ellas es el peligro de la uniformidad. La diversidad es la mejor garantía de éxito frente a un entorno extraño o cambiante —hizo una pausa breve para que captaran el significado de sus palabras y prosiguió—. La supervivencia (perdón por el pesimismo) sería más probable si la tripulación fuese heterogénea: humanos, ordenadores, androides… y mutantes —miró a la Matsu, que le devolvió el gesto con inescrutable expresión; incómodo, retomó la palabra—. Pero eso no es todo. Estarán de acuerdo en que la nave Alien no es de fiar; recuerden el susto que nos dio en la Colina. A saber lo que nos deparan esas cajas negras del motor.
Beni comprobó que todos estaban pendientes de él. Mejor así; había guardado su golpe de efecto para el final.
—Los tripulantes, por su seguridad, habrán de viajar en una de nuestras naves, que se acoplaría a la Alien. Opino que la idea es razonable; si aceptan mi sugerencia, en sus manos quedan los detalles técnicos: tipo de vehículo, número de pasajeros, etcétera —hizo una pausa—. Sólo pido una cosa: ser incluido en el viaje.
Los consejeros lo miraron, sorprendidos e incluso atónitos. Beni se fijó en la Matsu. «Daría un brazo por saber lo que piensa esa máscara impasible». La discusión que se entabló acto seguido lo sacó de sus cavilaciones. Enseguida se dio cuenta de que había ganado la partida, ya que el Consejo objetaba sobre temas secundarios, como cuántos androides serían necesarios, o el armamento más idóneo. Jansen guardaba silencio, aunque tomaba nota de todo. Beni constató su autoridad por la forma que tuvo de cerrar el debate. En cuanto tomó la palabra, los demás callaron:
—Compañeros, creo que la idea del coronel Manso es la más sensata de las que se han propuesto —signos de asentimiento—. Desgraciadamente, podríamos pasarnos horas y horas discutiendo, sin alcanzar nada concreto. El tiempo corre. La expedición debe partir pronto; no sabemos si la nave Alien ha lanzado alguna señal a su mundo materno ni, en tal caso, la posible respuesta. La última vez que nos visitaron, casi nos borraron del mapa. Tendremos que apañarnos con el material existente en la Galileo; ah, sí, y en Hades; perdón, coronel —sonrió—. Sugiero que, a la vista de los datos, elaboréis cada uno una memoria con la propuesta para el viaje. Hacedlo pronto, en cuestión de horas como mucho, y remitídmelas. Las estudiaré y tomaré una decisión. ¿Alguna pregunta?
—Coronel Manso, ¿por qué desea participar en la expedición? —inquirió la Matsu.
Beni no dudó en su respuesta:
—Nada me ata a este planeta, por un lado. Por otro, estoy acostumbrado a sobrevivir en situaciones difíciles; alguno de ustedes podrá corroborarlo, si recuerda los viejos tiempos —Kawabata asintió—. Además, soy exobiólogo. Necesitan uno, porque no saben qué clase de seres vamos a encontrar. Y yo quiero saber cómo son, estudiarlos —se detuvo un momento—. Y averiguar por qué nos bombardearon, o la razón de emparedar dos millones de colonos inocentes en el foso de la Colina, o qué fue de los desaparecidos.
Todos guardaron silencio. De repente, otra vez eran conscientes de a qué se iban a enfrentar: tratar de saber quiénes estuvieron a punto de erradicar la Humanidad del universo, aparentemente sin esfuerzo. Uno a uno se fueron incorporando, con graves semblantes.
—La reunión ha concluido —proclamó Jansen—. Espero vuestros informes en el plazo más breve posible.
Los hologramas se desvanecieron, uno a uno. La habitación quedó casi vacía. Jansen, los dos Matsushita, Kawabata y otros dos militares permanecieron allí, impertérritos.
—El verdadero Consejo Supremo, supongo —dijo Beni.
—Ajá —aclaró Jansen—. Nosotros somos los que realmente tomamos las decisiones; un pequeño comité, como ves.
—Ya me extrañaba que la Corporación estuviera regida por semejante colección de figuras. La mayor parte de ellas sólo querían matizar la observación al comentario relativo a la alusión velada que otro había dicho antes; parecían un claustro universitario.
—Es una pequeña molestia necesaria. Hay que contentar a las Grandes Casas; así, sus representantes hereditarios creen que gobiernan.
—Tenía entendido que la Corporación está sostenida por esas grandes compañías multiplanetarias, señora.
—Y así es, en efecto. Sin embargo, los que realmente manejan el poder no son esos nobles pomposos, meras fachadas, sino otros individuos y familias que ocupan puestos mucho menos llamativos, de los que nunca se oye hablar, ni salen en la prensa especializada. Todo lo que aquí se decida tendrá que ser aprobado por ellos, aunque… Bah, no te abrumaré con una detallada explicación de los retorcidos senderos del Gobierno.
Beni los estudió desapasionadamente. «Detecto un cierto cinismo en todos ellos; eso es bueno. Creo que he recuperado la fe en mis dirigentes».
Jansen, tras una pausa, prosiguió:
—Respecto al asunto que nos ocupa, coronel, me asombra tu perspicacia. Acertaste de pleno: otra nave, tripulación mixta… bajo tus órdenes. Al menos, será innecesario persuadirte.
Beni la contempló unos instantes; al final, no tuvo más remedio que reírse por lo bajo. En el fondo, el asunto tenía gracia.
—¿Siempre consiguen que obremos como desean?
—Normalmente no se requiere coacción para ello; las personas suelen ser predecibles —repuso ella con naturalidad—. No, no conocíamos la existencia de una nave Alien en Hades cuando te enviamos aquí, créeme; ha sido pura casualidad. Es sorprendente que algo como la Colina se nos pasara por alto, pero los tiempos son confusos, y hay muchos frentes que atender. Después de todo, tuvimos suerte.
—No sé qué opinarán los arqueólogos. Por fortuna, los médicos dicen que el doctor Tancredi saldrá de ésta, aunque tendrá que dormir durante toda su vida con la luz de la habitación encendida.
—La vida es dura, Beni. De todos modos, nos alegramos de que estuvieras aquí. Eres el más capacitado para que la misión prospere. Lo tuyo es sobrevivir: Erídani, Tau Ceti…
—Un fusilamiento en la Vieja Tierra…
—… Y cincuenta años de colono en un mundo perdido. Afortunadamente, te dio por estudiar Exobiología; podemos suprimir un científico de la tripulación y añadir alguien más viable en situaciones comprometidas.
—La tripulación, sí —calló unos instantes—. ¿Quiénes me acompañarán?
Jansen miró a los otros consejeros, los cuales asintieron y desaparecieron, no sin antes saludar al coronel; Kawabata incluso le guiñó un ojo. En la sala quedaron Beni, Jansen y la Matsu. Ésta se acercó.
—No es un holograma —dijo Beni, admirado, cuando estuvo junto a ellos.
—Su perspicacia es loable, coronel —le contestó, con ironía mal disimulada.
Él la miró una vez más. «Creo que me detesta, pero ¿cuál es la razón? ¿Qué le habré hecho yo?»
El rostro de la Matsu era impenetrable, de una perfección inquietante. La piel brillaba débilmente, con reflejos de un tono gris azulado, y era lisa como un espejo. Los rasgos de su cara semejaban haber sido diseñados por un ordenador ansioso de hallar la perfección, y tallados por un artista. Los ojos eran negros, insondables, y su mirada parecía analizar, disecar a quien tenía delante. A diferencia de otros Matsus, tenía una cabellera de pelo negro azulado que llegaba a la altura de los hombros, y el efecto provocaba desasosiego. Era una hermosura extraña, sobrenatural. El cuerpo, a juzgar por lo que se intuía bajo el funcional traje que vestía, no tenía nada que reprochar.
Beni se estaba poniendo nervioso, cosa rara en él. «Esta tía parece un escáner; no deja de observarme, como si fuera un bicho raro o un animal de laboratorio».
Jansen evitó que la embarazosa situación se prolongara:
—La consejera Uhuru formará parte de tu tripulación, coronel. Probablemente, es la persona en el Universo con mayores conocimientos de Psicología Comparada y Tentativa. Además, su forma física y capacidad de reacción resultan envidiables. Es justo lo que necesitamos.
—¿Puedo decir que me lo temía? —repuso Beni, en tono inocente, y prosiguió, sin dar tiempo a réplicas—. Sólo espero que, por el bien de la misión, sepa contener la alegría desbordante de que hace gala. En una nave espacial la verborrea sobra; se requieren momentos de sosiego e introspección.
Las dos mujeres se lo quedaron mirando; Jansen, tratando de no sonreír; Uhuru, inescrutable.
—Con su permiso, Consejera Jansen —dijo la Matsu—, me retiraré para preparar el viaje. Buenas tardes —se dio la vuelta y se marchó.
Beni notó que no hacía ruido al moverse. Un panel se desplazó ante ella y abandonó la habitación.
—¿Le ocurre algo, o es siempre así?
—¿Quién puede saber lo que pasa por la mente de un Matsushita? —Jansen se puso a pasear mientras hablaba—. Su capacidad intelectual es considerablemente mayor que la nuestra, sus músculos son tan fuertes como los de un androide de combate, sus reflejos dejan a los de nuestros mutantes más modernos a la altura de una babosa paralítica… Y su lógica. En todos los aspectos nos superan.
—Entonces, ¿por qué no presiden la Corporación? Ustedes nunca han sido racistas.
—Les falta un pequeño detalle para ejercer el poder: tienen escrúpulos. Su sentido de la rectitud moral es lo que los pierde.
Beni no pudo evitar reírse. Ella continuó:
—Pero el caso concreto de Uhuru… A pesar de las apariencias, ese pellejo de biometal ha soportado innumerables peripecias, incluidas las grandes revueltas del partido Humanista.
—Pero eso fue hace… —Beni silbó al recordar la fecha.
—Creo que lo pasó muy mal, por aquel entonces —callaron unos instantes.
—¿Y por qué la toma conmigo?
—Tengo entendido que es pacifista, como todos los de su serie. Un pequeño defecto que no calcularon sus diseñadores —sonrió.
—Entonces no entiendo. Sólo porque en Tau Ceti maté a varios millones de civiles con aquella bomba atómica y liquidamos al ejército imperial sin tomar prisioneros, no es para ponerse así. Vamos, digo yo.
—No seré yo quien te lo reproche, ya que te metí allí.
—¿Por qué todas las mujeres con las que me toca trabajar, o convivir, estarán locas, o serán tan raras? —alzó la mirada al techo—. También las habrá normales en algún sitio, supongo.
—Tal vez la diosa Tanith-Lee te ha castigado por tus crímenes —repuso Jansen, con aparente seriedad; Beni la miró con cara de pocos amigos.
—En fin, señora, ¿quiénes integran la tripulación, y cuándo partiremos?
—El tamaño de nuestra nave impone limitaciones. Irás con Uhuru, otro humano, un androide de combate y el ordenador de a bordo.
—Vaya mezcla…
—Sí. Saldréis pasado mañana. Afortunadamente, en la Galileo disponemos de todo lo necesario para acoplar un vehículo auxiliar a la nave Alien. No deja de ser una chapuza, pero qué le vamos a hacer.
Se dirigió hacia él, pequeña pero irradiando una autoridad innegable.
—Has sido mi mejor subordinado, incluso desde los viejos tiempos. Sabes lo que nos jugamos, ¿verdad?
Beni tardó un poco en responder:
—Sí. No hace falta que me arengue acerca de la solemnidad del momento. Quiero saber quiénes son, por qué nos atacaron y destruyeron nuestros sueños. Y evitar que lo repitan, si aún sobreviven —se detuvo unos momentos, como perdido en sus pensamientos—. Tenemos una deuda con todos los que murieron en el Desastre, y los que perecieron después. La decadencia, nuestras campañas militares, los caídos, el Imperio… Todo pudo haberse evitado. Considérelo una cuestión personal.
—No conocía tu faceta vehemente. Vamos, tienes que descansar; se avecinan duras jornadas.
—Sí, señora.
Juntos abandonaron la sala, que quedó sumida en la oscuridad.