8. Sembradores

La grisura informe del hiperespacio acogía de nuevo a la Kalevala. Las sondas MRL llevaban muchos días sin hallar sistemas solares dignos de ser visitados. Los ordenadores criptógrafos proseguían, perseverantes, con el descifrado del contenido de los cubos. Como éste se resistía a ser desvelado, por vía cuántica se enviaron copias de los archivos alienígenas a los principales expertos en Lingüística de todo el Ekumen. Así, los secretos de aquella extraña cultura se fueron poniendo al descubierto.

Por desgracia, la información parecía fragmentaria y en gran medida incomprensible. Alguien sugirió que los alienígenas no guardaban sus pensamientos en soportes físicos de la misma manera que los humanos. Quizá la transmisión de conocimientos era primordialmente oral o genética, y sólo empleaban la escritura a modo de taquigrafía o de apoyo mnemotécnico. Salvo la película, nada más averiguaron acerca de los sembradores o el asalto a Leteo. No sabían el porqué de tan furibundo ataque. Tan sólo sacaron en claro una cosa: mejor sería extremar las precauciones. Si los alienígenas fueron exterminados porque atrajeron la atención de los sembradores, ¿qué ocurriría si la Kalevala o la actividad de los colonos en la Vía Rápida los alarmaba? ¿Se abatirían sobre los mundos humanos? ¿Cambiarían su modo de actuar?

Cada nueva respuesta que obtenían en aquel viaje de descubrimiento traía consigo un interrogante esencial. Resultaba frustrante.

Tiempo atrás, Marga había indicado que las biosferas de los mundos de la Vía Rápida eran más jóvenes cuanto más se acercaban al centro galáctico. También calculó que, de seguir la misma pauta, entre VR-1000 y VR-1100 hallarían mundos recién sembrados.

—Ojalá nos digan algo nuevo acerca de sus creadores —rogó la geóloga a nadie en particular.

En efecto, las formas de vida eran cada vez más simples. No obstante, los ecosistemas, gracias a la portentosa rapidez de las especies alienígenas para reaccionar frente a los cambios ambientales, alcanzaban gran complejidad en breve tiempo.

La situación cambió cuando llegaron a VR-1047. Aquel mundo había sido terraformado hacía bien poco, y se notaba. La diversidad de la vida podía equipararse a la de la Vieja Tierra mil millones de años en el pasado, antes del surgimiento de animales pluricelulares que presagió la gran explosión del Cámbrico. En tierra firme no se veían bosques, praderas ni criaturas insectoides correteando entre las plantas. Tan sólo un tapiz de algas verdeaba en los lugares más húmedos. En el seno de las aguas, los hongos y los organismos unicelulares se encargaban de cerrar las cadenas tróficas. Pese a su simplicidad, las comunidades de algas fotosintetizaban a toda marcha. El hierro de las rocas superficiales ya se había oxidado, y el nivel de oxígeno atmosférico aumentaba a buen ritmo.

—En cuanto la composición de gases en el aire permita la aparición de animales rápidos y activos —pronosticó Eiji—, los vegetales se verán sometidos a una infernal presión evolutiva. Los ecosistemas se tornarán más complicados, y la velocidad de cambio se disparará.

Asdrúbal decidió que no pasarían demasiado tiempo en VR-1047. Robots y sondas estudiarían y analizarían in situ aquella biota simplificada. Prefería evitar traer a bordo especies vivas potencialmente letales. Aún conservaba fresco en la memoria el exterminio de la belicosa civilización de VR-513 por aquellos voraces microorganismos. Tan sólo había autorizado que las autopsias de Prometeo y sus congéneres se realizaran en la Kalevala cuando le garantizaron que estaban más que muertos y sin gérmenes contaminantes. Pese a todo, los biólogos trabajaron siguiendo los protocolos de nivel 5 de bioseguridad.

El veterano militar se preguntó una vez más por qué en Leteo los sembradores habían asaltado el complejo a la antigua usanza, descerrajando tiros a diestro y siniestro, en vez de introducir algún microbio asesino. Otro misterio que probablemente nunca se resolvería… Al menos, ningún peligro parecía acechar en un mundo tan tranquilo como VR-1047, pero seguía sin fiarse. Hacía bien.

Pese a la simplicidad de sus ecosistemas, el planeta ofrecía estampas de singular belleza. El goce estético estaba asegurado durante los espectaculares crepúsculos. A Bob le habían concedido permiso para bajar al campamento base, junto a una laguna rodeada de colinas y cerros poco elevados. Al fondo se alzaba una gran cordillera nevada. Cuando no soplaba el viento, las cimas de roca se reflejaban en las aguas, lisas como un espejo. Ahora, a punto de caer la noche, los dos soles, uno azul y otro anaranjado, creaban un sugerente juego de luces y sombras. Súbitamente se levantó un poco de brisa, y el reflejo de los astros en la laguna rieló como una cota de malla.

Le habría gustado sentir el roce del aire en el rostro, pero el comandante se mostraba inflexible en la obligatoriedad de usar escafandras. No importaba que la atmósfera fuera respirable y estuviera libre de microbios peligrosos o toxinas. Si de Asdrúbal dependiera, todos se quedarían en la Kalevala. No obstante, comprendía la necesidad psicológica de muchos tripulantes de bajar a estirar las piernas, siempre que cumplieran las normas a rajatabla. Hasta Nerea debía llevar el traje reglamentario, pese a no necesitarlo, y someterse al mismo proceso de descontaminación que los demás cuando subía a la nave.

Bob atravesaba una fase introspectiva. Le apetecía caminar en solitario y pensar sobre el pasado y el futuro. Era incluso relajante. En VR-1047, lo más peligroso que podía sucederle a uno era patinar en las piedras de la orilla del agua, cubiertas de ova azulada.

Sus profundas cábalas quedaron interrumpidas al percatarse de la presencia de una figura sentada sobre un contenedor. Miraba fijamente a la otra orilla de la laguna. Su pose recordaba a la del Pensador de Rodin, aunque la delgada escafandra dejaba claro su sexo. Reconoció la insignia en el casco y el brazo izquierdo. Fue a conectar el intercomunicador para no sobresaltarla, pero Nerea se le anticipó. Su voz sonó alta y clara en el casco:

—Te he oído llegar. Los primates sois patosos a la hora de moveros.

—Tú, siempre tan romántica —le respondió en tono de broma—. ¿Qué, admirando la puesta de soles? —Ese pedrusco no estaba ahí ayer.

Últimamente, Nerea tenía la virtud de descolocar a Bob. Las neuronas del joven tardaron unos instantes en reaccionar.

—¿Qué? ¡Yo hablando de bellos paisajes y tú me sales con pedruscos! —exclamó indignado.

Nerea siguió observando atentamente el otro lado de la laguna.

—Me diseñaron con memoria fotográfica. Te aseguro que al pie de ese cerro hay una roca que ayer no estaba. Aquí no existen animales grandes que puedan moverlas, así que…

Bob seguía sin apreciar la diferencia. Miró en la misma dirección que Nerea.

—Mujer… Se habrá caído rodando desde la cima, supongo. Las rocas se acaban desmoronando por acción de la lluvia, el hielo, la diferencia de temperatura entre el día y la noche…

—Puede.

—No suenas convencida, chica. —Echemos un vistazo.

Los soles se ocultaron tras la línea del horizonte, y en el cielo despejado brillaban las primeras estrellas. Las constelaciones no se parecían en nada a las del mundo natal de Bob. Este sintió una punzada de añoranza. Tuvo el impulso de confesárselo a Nerea, de pasarle el brazo por los hombros, pero en cuanto hizo el amago, ella lo rechazó con suavidad.

—No es momento para efusiones.

Bob fue a protestar, pero Nerea lo contuvo con un gesto. Se dio cuenta de que aquella actitud no se debía al despecho, sino a la preocupación. La piloto no apartaba la vista de la roca. A Bob le vino a la cabeza la imagen de un depredador prudente al acecho.

—Llámame paranoica, pero ponte detrás de mí, niño.

Bob asintió en silencio y obedeció. Sabía que era absurdo tener miedo de un vulgar pedrusco, pero Nerea había logrado contagiarle su recelo. Conforme se aproximaban, empero, se fue tranquilizando. «En la cima del cerro hay unos peñascos a punto de desmoronarse. Y eso… Tiene aspecto de piedra, se comporta como una piedra… Pues va a ser una piedra, caramba.»

Llegaron al pie del cerro y se detuvieron a unos pasos del intrigante objeto. Era un fragmento anguloso de color claro, cuya forma recordaba vagamente a la del casco de una barca con la quilla hacia arriba.

—Aquí Nerea, aquí una piedra. —Bob los presentó, en son de guasa—. ¿Qué, satisfecha?

La piloto alzó la vista.

—Marga me comentó que estos cerros son de naturaleza volcánica. Concretamente, están formados por andesitas. Son rocas de color claro, pero… Mira ésta. Más bien parece dolomía. No me mires así; algo se me habrá pegado de convivir con los geólogos. En suma, ¿qué puñetas hace aquí?

—Yo no he sido, te lo juro. —Bob seguía empleando un tono jocoso, pero lo que Nerea afirmaba era, cuando menos, pintoresco—. Bueno, ¿qué hacemos?

—Acabo de llamar a un robot para que tome muestras. Aquí viene.

Un artilugio con forma de cruasán con antenas llegó levitando hasta ellos. Se posó sobre la roca y disparó un láser que arrancó volutas de humo, las cuales fueron analizadas mediante un espectrógrafo. Luego, unas brocas abrieron agujeros en la piedra para llevar los fragmentos al laboratorio de campaña. O eso intentó, porque la roca no se dejó manosear más. Se alzó de golpe una docena de metros, llevándose por delante al infortunado robot, y se quedó flotando amenazadoramente sobre una pareja estupefacta.

Aquello ya no se parecía tanto a una roca. Sus bordes y aristas se estaban redondeando, y el exterior adquirió un tono opalescente, casi translúcido. Permaneció así unos segundos, hasta que se alzó a cien metros de altura y picó hacia el suelo como un halcón peregrino. Antes de tocar tierra describió un grácil bucle y se abalanzó sobre ellos en vuelo rasante.

Bob no se lo pensó. Empujó violentamente a Nerea para apartarla de la trayectoria de aquella cosa y luego ya no supo más.

Cuando despertó, Bob yacía tumbado cuan largo era en una cama. Sentada junto a la cabecera estaba su tía. En cuanto ésta se percató de que estaba consciente, dijo:

—¡Albricias! ¡Por fin da señales de vida el bello durmiente!

—¿Dónde…? —logró pronunciar, aún medio atontado.

—En la enfermería de la nave. —Wanda le puso una mano en la frente—. Tú y tus arrebatos de caballerosidad… ¿Qué se ha hecho del proverbial buen sentido de los colonos? En bonito lugar nos estás dejando, nene. —Nerea…

—Ahí la tienes, junto a la puerta.

Bob giró la cabeza y la vio allí, apoyada en el marco, contemplándolo con el ceño fruncido.

—¿A qué vino eso? —le preguntó de sopetón, enfadada—. ¿No sabes que mi esqueleto puede soportar el impacto de un obús? Pero no; al aprendiz de macho, en vez de agacharse y ponerse a salvo, no se le ocurrió otra cosa que apartar a la indefensa damisela del peligro. Da gracias a que tu escafandra absorbió la mayor parte de la energía del golpe, porque un poco más y no lo cuentas… Tuve que cargar contigo, llevarte corriendo a la lanzadera y salir a toda pastilla de allí, una tarea problemática cuando una roca chiflada no para de incordiar. ¿Por qué lo hiciste, so tarugo?

—Bueno, os dejo a solas. —Wanda sonrió, se levantó de la silla y se fue.

Bob trató de incorporarse, pero le dolían hasta las pestañas. Sin embargo, las penas desaparecieron al ver a Nerea. Estaba de una pieza, tan combativa como siempre, y eso era lo importante.

—¿Por qué lo hice? —Trató de encogerse de hombros, lo que le dolió aún más—. En cierto momento, uno actúa por instinto para salvar a los que quiere.

Nerea se acercó a la cama y se dejó caer pesadamente en la silla. Parecía resignada.

—Ay, ¿qué voy a hacer contigo, cabeza hueca? —Su semblante se dulcificó, y miró a Bob a los ojos—. Hasta la fecha, nadie se había jugado la piel por mí. Si te paras a pensarlo, es lógico. Todos saben que los ordenadores guardan una copia de seguridad de mi personalidad, la cual actualizo periódicamente. En caso de accidente irreparable, se carga en otro cuerpo y todos contentos. El tuyo fue un gesto inútil. —Lo tomó de la mano—. De todos modos, se agradece. Como el día en que Asdrúbal presentó sus respetos a los alienígenas caídos en Leteo, a veces los gestos inútiles son los que más valoramos. Ya ves cuan ilógica soy.

Bob, con un esfuerzo ímprobo, se incorporó y le acarició la mejilla. Para qué negarlo; se había enamorado de una máquina, pero ya no le importaba. Fue a decirle algo cariñoso, que expresara lo que sentía por ella, pero de repente cayó en la cuenta de un detalle. La magia del momento se esfumó.

—¿Qué pasó con tu famosa piedra? —dijo, sin poder evitarlo.

A Nerea pareció no importarle el brusco cambio de tema. Quizá la alivió, incluso.

—Persiguió a la lanzadera durante un trecho, hasta que me harté y le di unas cuantas pasadas. No muchas, porque tenía que traerte de una pieza a la enfermería. Aparentemente, se cansó de fastidiar y regresó a la superficie. Menos mal; maldita la gracia que me hacía que me siguiera hasta la Kalevala. Por si acaso, hemos evacuado a la gente que quedaba en el planeta. Ah, antes de que me lo preguntes: llevas unas diez horas fuera de combate, pero el médico asegura que no te quedarán secuelas. Ya van dos veces que te salvas por chiripa.

—Mucho que me alegro. Entonces, ¿la piedra no ha vuelto a las andadas?

—Hombre, ella no, pero las otras…

—¿Qué?

Bob llegó al puente de mando en silla de ruedas. El médico consideró que sería más contraproducente dejarlo en cama enfurruñado y protestando que darle el alta con condiciones. Una de ellas, ir sentado en aquel armatoste hasta que remitiesen los mareos. Fue recibido efusivamente, aunque se notaba que la gente tenía la atención fija en otro sitio.

Miles de objetos de forma y tamaño similar al que le había agredido estaban acudiendo desde todos los rincones del planeta. Los más cercanos ya habían llegado a la laguna, y se apiñaban en un confuso montón. Eiji puso a Bob al día de los últimos acontecimientos:

—Menuda habéis organizado, pareja… La próxima vez, avisadnos antes de tomar iniciativas sin encomendaros a dioses o diablos. En vuestro descargo, reconozcamos que nadie podía sospechar algo semejante. Dentro de lo que cabe, tuvimos suerte. El robot que llamasteis quedó desactivado cuando la roca se movió, pero mantuvo su integridad. Enviamos a otro para recogerlo y, por fortuna, los datos y las muestras no se han perdido.

—Menos mal que hicimos algo bien —repuso Bob—. El mérito es de Nerea, que conste.

—Tanto da. Según indican los análisis —prosiguió el biólogo—, las presuntas rocas no son tales. Están compuestas por materia orgánica. Son seres vivos, o bien máquinas biológicas construidas por alguien muy, pero que muy listo.

—¿Vivas? —A Bob le dio un vuelco el corazón cuando le asaltó una idea terrible—. ¿No serán…?

—¿Sembradores? —Eiji se encogió de hombros—. Vete a saber. Sus biomoléculas son muy diferentes a las de los alienígenas de la Vía Rápida. Las cadenas de carbono y silicio no se parecen a nada que hayamos estudiado antes. Y sus cuerpos… Salta a la vista que no están emparentados filogenéticamente con los alienígenas. Por no mencionar el pequeño detalle de que vuelan, algo físicamente imposible si tenemos en cuenta su peso y su forma. Ay, daría tu brazo derecho por saber cómo se organizan sus órganos internos…

—Suponiendo que los haya— contestó Bob, por decir algo. Estaba atónito, y tan desconcertado como el resto de la expedición.

Eiji lo miró y puso cara de estar pensando: «Menuda sandez acabas de soltar, hijo.»

—El comandante ha puesto a la Kalevala en situación de combate. Excepcionalmente, se nos permite a los científicos permanecer en el puente, por si podemos aportar sugerencias. La autorización se extiende a Wanda y a ti, aunque no me preguntes por qué. Hemos activado el camuflaje y nos limitamos a observar. Sería maravilloso capturar una de esas cosas para estudiarla como es debido, pero esta vez estoy de acuerdo en que conviene pecar de prudentes. En el hipotético caso (y subrayo lo de hipotético) de que se trate de sembradores, ya sabemos cómo las gastan. Por tanto, espiaremos desde las sombras.

Según pasaban las horas, las rocas semovientes seguían viniendo a la laguna. Ya había más de un millar formando un montículo irregular. Visto desde las pantallas del puente, el espectáculo resultaba inquietante. Era como si un ejército de hormigas procedente de los cuatro puntos cardinales confluyera en el mismo punto.

—He visto algo parecido en algún sitio —decía Eiji una y otra vez—. Maldita sea; si tan sólo pudiera recordar dónde…

Otros, qué remedio, se dedicaban a elucubrar.

—En caso de que sean sembradores, ¿qué estarán haciendo por aquí? —se preguntó Marga, tan frustrada como el resto.

—Quizá dejaron un retén para vigilar las primeras fases de terraformación del planeta. A lo mejor, los ecosistemas incipientes requieren cierta supervisión antes de que se asienten —propuso Wanda.

Ajenas al interés que suscitaban, aquellas entidades seguían acudiendo. A vista de pájaro, el conjunto recordaba a una estrella de mar de disco abultado y brazos ramificados, que poco a poco se acortaban conforme sus integrantes llegaban a la meta. Cuando el proceso de emigración concluyó, se había formado una masa cuyo aspecto recordaba a un cono truncado, de unos novecientos metros de diámetro en la base. En los minutos siguientes permaneció en aparente reposo.

—Bueno, y ahora ¿qué? —dijo Wanda.

Los individuos que integraban aquella mole empezaron finalmente a moverse. Se deslizaban unos sobre otros, trepando más y más alto. Desde el puente, los fascinados espectadores no cesaban de soltar exclamaciones y comentarios. Entonces, un grito agudo provocó el sobresalto general: —¡Lo tengo! ¡Un moho deslizante celular! Se trataba de Eiji. El biólogo había propinado un fuerte puñetazo a una consola, mientras miraba la pantalla con expresión triunfal.

—¿Serías tan amable de ponernos al corriente a los legos? —le pidió el comandante.

—Se comportan como unos diminutos organismos de la Vieja Tierra. Los estudié en los primeros cursos de carrera. —Eiji estaba muy excitado—. Por eso me resultaba familiar… —¿Moho deslizante? No me suena de nada— dijo Marga. —La especie más conocida es Dictyostelium discoideum. Antiguamente se utilizó como organismo de laboratorio en el estudio de la diferenciación celular. El genoma se secuenció hace milenios. En un primer momento, esos seres fueron tomados por hongos y estudiados por los micólogos, ya que su forma de producir esporas recordaba a la de ciertos mohos. Sin embargo, se trata de amebas unicelulares solitarias, enfrascadas en sus cosas: emitir pseudópodos, fagocitar bacterias, dividirse en dos… —Mientras, Eiji se dedicaba a consultar una enciclopedia biológica en el ordenador—. Daos cuenta: amebas solitarias e independientes, como esas piedras, aunque a escala microscópica.

»Sin embargo, llega el momento en que una de ellas, por culpa del estrés inducido por el agotamiento de recursos u otros motivos, segrega AMP cíclico: una llamada química irresistible para las de su especie. A continuación, las amebas se reúnen en torno a la que efectuó la llamada, según un patrón similar al que acabáis de ver en el planeta: riadas de individuos que migran hacia un punto central. Forman una única masa que recuerda a una babosa, y entonces surge el prodigio. Las amebas, pese a tratarse de células independientes que hasta la fecha no se habían relacionado entre ellas, se reparten el trabajo. Unas se sacrifican, tal como suena, y se convierten en el soporte para que otras se alcen sobre ellas y se conviertan en esporas.

»Por supuesto, el parecido entre nuestras rocas y Dictyostelium es casual. Ni borracho afirmaría que estos engendros están emparentados con las amebas. Pero hay un fuerte paralelismo en su comportamiento: vida solitaria, y luego una fase de agregación. Quizá fue la actuación del robot lo que alteró a una de ellas y la hizo llamar a sus semejantes.

—Muy ilustrativo —intervino Manfredo—. Por tanto, doctor Tanaka, si no he entendido mal, a continuación seguirá un reparto de funciones en esa pila de piedras. ¿A qué nos conducirá eso?

—Eh, un momento. —Eiji alzó las manos, como pidiendo tregua—. Me he limitado a mostrar que no hay nada nuevo bajo el sol, pero el parecido entre mohos celulares y presuntos sembradores empieza y acaba ahí. Nos enfrentamos a criaturas que pesan más de una tonelada, que poseen la capacidad de volar, y de las que desconocemos su grado de inteligencia. Y aunque se trate de seres de mente compleja, quizás, al igual que nos pasó en VR-513, seamos incapaces de establecer comunicación con ellos.

—En resumen, que no tienes ni pajolera idea de lo que va a pasar —sentenció Wanda.

—Respecto a lo de comunicarnos, prefiero aguardar —dijo Asdrúbal—. No seré yo quien efectúe un primer movimiento que pueda ser interpretado como hostil. Suponiendo que las acciones de Nerea y Bob no lo fueran ya… Tranquilo, hijo; le podría haber pasado a cualquiera —lo tranquilizó, al ver la cara que se le había quedado.

Bob se sintió culpable. Le habría gustado que Nerea estuviera allí con él, pero se hallaba en su puesto de combate en la lanzadera.

Transcurrieron unas horas, mientras aquellas criaturas perseveraban en sus incomprensibles quehaceres. Formaron una torre cilindrica de más de un kilómetro de altura, con múltiples bultos y estrías en la superficie. El interior de la estructura permanecía oculto. De alguna manera, la actividad incesante de los presuntos sembradores interfería los escáneres. En la Kalevala, las teorías afloraban como setas en otoño. Todos se preguntaban qué estarían tramando aquellos seres, si en realidad tramaban algo.

—¿Podría tratarse de algún tipo de inteligencia de enjambre? Leí algo sobre el tema— se justificó Bob—. Los individuos son bastante simples en su comportamiento, pero al reunirse, las interacciones provocan que el resultado final sea mucho más que la mera suma de las partes.

—En la Vieja Tierra —añadió Manfredo— hubo quien comparó a las colonias de insectos sociales, como abejas, hormigas o termitas, con superorganismos equiparables a los grandes depredadores. ¿No es así, doctor Tanaka?

—Puestos a fabular… —El biólogo se sentía frustrado al no poder examinar de cerca aquellos misteriosos seres—. ¿Inteligencia grupal? ¿Superorganismos? Tal vez, ni siquiera se trate de sembradores. A lo mejor sólo son simples autómatas orgánicos de vigilancia, no dotados de inteligencia, que se ocupan de funciones de mantenimiento en las biosferas jóvenes.

—Está claro —dijo Marga— que se comunican entre sí. Al menos, la roca que atacó a Nerea y Bob tuvo que avisar a las otras de algún modo. ¿Tienes idea de cuál?

—Podemos descartar las feromonas —respondió Eiji—. Los análisis atmosféricos no muestran la presencia de moléculas extrañas, ni siquiera a niveles de una parte por trillón. Tampoco detectamos sonidos, infrasonidos, ondas de radio…

—¿Telepatía? —preguntó Wanda.

—Mejor todavía; sin duda, unos duendecillos invisibles con alas de mariposa, faldita de encajes y varita mágica les susurran los mensajes al oído —fue la desabrida respuesta del biólogo—. ¡Seamos serios, por favor!

—Hijo, cómo te pones… —le riñó Wanda—. Pues ya me dirás; como no usen comunicadores cuánticos…

—Lo de los duendecillos es más plausible —contestó Eiji—. ¿Sabes la tecnología que requiere un dispositivo cuántico? ¿Y la cantidad de energía que consume? Para que emisor y receptor compartan simultáneamente la información, sin que importe la distancia, haría falta…

—Cuando todo lo demás se descarta, lo improbable debe ser considerado seriamente, doctor Tanaka —intervino Manfredo—. Creo que los biólogos tienden a ser un tanto geocéntricos a la hora de especular. Para ustedes, la evolución siempre transcurre en planetas, empieza a nivel microscópico… ¿Y si con los sembradores nos hallamos ante algo radicalmente distinto?

—La ignorancia confiere seguridad —replicó Eiji, burlón—. ¿Insinúas que la comunicación cuántica puede haber surgido por evolución?

—Me limito a especular —fue la cortés respuesta—. O bien, como usted mismo propuso hace un momento, quizá no se trate de seres vivos, sino robots más complejos de lo que podamos concebir. Esa torre que están formando podría ser un amplificador de señal. No desearía sonar agorero, pero ¿y si están llamando a más de los suyos?

Pronto se dieron cuenta de que aquella estructura no era precisamente una antena. Fue cuando la parte superior cambió rápidamente de forma, hasta adquirir una apariencia similar a la del morro de un misil. Antes de que Asdrúbal tuviera tiempo de impartir órdenes, la base de la torre emitió un descomunal fogonazo. Aquel objeto de varios cientos de metros de longitud se alzó del suelo, atravesó la atmósfera y enfiló derecho hacia la Kalevala.

Con todos los sistemas en alerta roja, la Kalevala emprendió una maniobra evasiva. El orgullo humano había recibido un correctivo considerable. Pese a tener conectadas las más modernas medidas de camuflaje, los presuntos sembradores llevaban rumbo de colisión. De nada servía que hasta las ondas lumínicas fueran desviadas por campos deflectores, tornando invisible a la nave. No cabía duda: la estaban cazando.

Los motores impulsaron a la Kalevala con una aceleración brutal, mientras los generadores de gravedad cuidaban de que sus ocupantes no quedaran reducidos a papilla. Al desplazarse, el camuflaje ya no era tan bueno, y Asdrúbal lo sabía.

Los sembradores modificaron el rumbo. La trayectoria seguía siendo de intercepción.

—¿No tendríamos que intentar comunicarnos con ellos? —preguntó tímidamente Eiji; ni siquiera él sonaba muy convencido.

—Lo primero es lo primero —replicó Asdrúbal—. No quiero que acabemos como aquellos pobres alienígenas de Leteo. Estamos siendo atacados, y en tal situación el comandante de la nave se convierte en Dios. Actuaré según me dicten mi experiencia y mi razón, y ya rendiré cuentas ante quien corresponda. Algo me dice que esto va a acabar mal. Intentaré que sea para el enemigo.

—Pero… Con nuestros sistemas defensivos, ¿qué hemos de temer de una… pila de rocas? —insistió el biólogo—. ¿No podríamos esquivarla hasta que se canse?

—Si se trata de sembradores, hablamos de creadores y destructores de mundos —repuso Manfredo, flemático.

—Como representante de los colonos —añadió Wanda—, me gustaría saber si a esas cosas se las puede apaciguar, por las buenas o por las malas. Más que nada, porque dentro de 75 años las tendremos a las puertas de casa…

—Mi comandante —dijo un suboficial—, tenemos una de esas piedras a unos cinco kilómetros a popa. Probablemente estuvo ahí todo el rato y no la vimos. Quizás esté guiando a la nave enemiga.

Nadie protestó por la incorrección política que suponía, por parte de los militares, tildar de enemiga a la otra nave. A Asdrúbal se le escapó un taco.

—La muy… Nos han estado engañando todo el rato. Son más listos que nosotros. Artilleros: frían al espía de popa.

—Otro primer contacto, a tomar po'l saco —se lamentó alguien, en tono resignado.

Una batería de láseres gamma apuntó y enfocó toda su energía en un punto de la roca solitaria. Esta se volatilizó en una fracción de segundo. Hubo algunos vítores en el puente; era la primera vez que aquellos artilleros disparaban a un blanco de verdad.

—Veremos cómo reacciona la nave sembradora —dijo Manfredo, y el júbilo amainó.

—¿Qué tipo de motor la impulsará? —se preguntó Bob—. En realidad, está formada por un montón de pedruscos. ¿Cómo diantre…?

—Recordad lo que Eiji nos comentó sobre esos mohos deslizantes —dijo Marga—. Las amebas se especializan, e incluso algunas se sacrifican para que otras se reproduzcan. ¿Y si…? —Dudó un momento—. ¿Y si algunas de ellas se inmolan, conviniendo parte de su masa en energía para impulsar al resto?

—Otras tendrían que formar el revestimiento de la cámara de combustión del motor —añadió Wanda.

—Estáis forzando la analogía con las amebas… —empezó a protestar Eiji.

—¿Podrían haberse especializado algunos individuos para convertirse en armamento? —preguntó Asdrúbal.

—¡Me temo que sí, mi comandante! —gritó el suboficial de antes.

La nave sembradora había lanzado su primer ataque. Era la simplicidad misma: se dedicaba a escupir fragmentos de roca sin sistema de guía, pero casi a la velocidad de la luz. Tan sólo los escudos activos de la Kalevala impidieron que la nave se volatilizara.

—Joder, qué puntería… Otra andanada como ésa, y no la contamos —murmuró Asdrúbal, y luego ordenó—: dejémosles un regalito.

Un objeto quedó en la estela de la Kalevala. En vez de abatirio, la nave sembradora abrió una compuerta cuyo aspecto recordaba a una boca y lo engulló. Fue una pésima idea por su parte, ya que se trataba de una bomba termonuclear. La explosión fue silenciosa, como cabía esperar en el vacío del espacio, pero espectacular, sin duda.

—A ver si ha quedado algo que pueda ser analizado —dijo Eiji, con desconsuelo.

Había quedado, para consternación de los artilleros. En apariencia, el bombazo sólo había servido para disgregar a los individuos que integraban la nave enemiga. Unos minutos más tarde volvían a juntarse. La nueva nave era algo menor que la primera, señal de que no había escapado incólume. Pero, inasequibles al desaliento y a la radiactividad, los sembradores continuaron en pos de la Kalevala. Le lanzaron otra mortífera andanada, que fue esquivada a duras penas.

—No quisiera sonar derrotista, pero ¿quién lleva las de ganar? —quiso saber Wanda.

Asdrúbal se sintió obligado a dar explicaciones a los colonos. Estaban en el puente, compartiendo riesgos y sin mostrar temor. Eran aliados; poco importaba hacerlos partícipes de algunos secretos militares.

—Parece que la única arma de estos presuntos sembradores es disparar fragmentos de roca con una energía cinética bestial. En el fondo, nos atacan con una vulgar ametralladora, al estilo de los aviones de caza anteriores a la Era Espacial. Gozan de una ventaja: no podemos interferir con contramedidas electrónicas unos proyectiles tan rudimentarios. Y los puñeteros tienen una nave más maniobrable que la nuestra, que parece aprender sobre la marcha y anticipa nuestros movimientos. En apariencia, es indestructible, y puede hacernos mucho daño. La Kalevala se defiende de los impactos gracias a un escudo TP, una modificación del campo teleportador que…

—¿Teleportador? —Wanda y Bob lo miraron como si fuera un loco—. Eso es cosa de ciencia ficción.

—Sería muy largo de contar. —Asdrúbal sonrió—. Cualquier objeto que se acerque al casco de la Kalevala verá cómo sus átomos son teleportados de manera desordenada a unos cuantos metros de distancia. A efectos prácticos, el escudo TP actúa como un desintegrador. El problema es que esas andanadas son tan densas que pueden saturar la capacidad de respuesta del sistema defensivo y… En fin, un solo impacto a esa velocidad sería fatal. —¿Entonces?

—Vamos a arrojarles todo cuanto tenemos. Y si no funciona, huiremos. Maldita la gracia que me hace, pero soldado que huye vale para otra guerra.

—Amén —convinieron los colonos.

La Kalevala luchó con denuedo, aunque con nulo éxito. Los láseres y armas similares eran reflejados por individuos que se metamorfoseaban en superficies lisas como espejos perfectos. Los misiles fueron interceptados por pequeños grupos de rocas, que se abalanzaban cual kamikazes sobre ellos. Las bombas trampa tampoco funcionaron; el enemigo aprendía de sus errores. Lentamente, la nave sembradora iba menguando de tamaño por el sacrificio de sus componentes, tanto los dedicados a tareas defensivas como los que se convertían en proyectiles. Sin embargo, podía permitírselo. A la larga, triunfaría por agotamiento del adversario.

A bordo de la Kalevala, nadie sabía cómo ingeniárselas para derrotar a aquella pesadilla. Si tan sólo averiguaran cómo se comunicaban entre sí las malditas piedras, o cómo se mantenían unidas, podrían tratar de interferir, pero no había manera. Asdrúbal tuvo que tomar una decisión que le dolía: retirarse. La nave aceleró al máximo para separarse de los sembradores y activó los motores MRL. Instantes después, abandonaba definitivamente VR-1047.

—Al fin solos —dijo Wanda, aliviada.

Pasaron unos días navegando por el hiperespacio mientras las sondas no tripuladas buscaban puntos seguros para emerger al espacio normal. Era difícil, ya que conforme avanzaban hacia el núcleo galáctico, el salto las precipitaba indefectiblemente contra una estrella. Al final dieron con un lugar idóneo en VR-1070.

Se trataba de un sistema de lo más anodino. Había un planeta gigante orbitando muy próximo al sol amarillo, con una atmósfera ardiente repleta de vapor de agua. Hacia el exterior sólo hallaron una ristra de mundos enanos y sin aire. Al menos, era un lugar tranquilo, que les permitiría lamerse las heridas y aguardar órdenes.

—En el Alto Mando saben lo que pasó en VR-1047, y tomarán medidas —informó Asdrúbal—. Ya veremos si estiman que hemos cumplido con nuestra obligación y podemos regresar a casita. Los saltos son cada vez más complicados, y probablemente ya no hay más planetas sembrados en la Vía Rápida. Seguramente nos relevará otra nave más capacitada para enfrentarse a… Bueno, a lo que toque. —Echó un vistazo a una pantalla y sonrió sin mucho entusiasmo—. Las preclaras mentes de la Armada aún no tienen idea de cómo combatir al enemigo, pero al menos ya lo han catalogado: VVV-30.988.215.3.76673.2-PP-CENTAURO.

—Entiendo lo de centauro en honor al brazo galáctico, pero ¿y el resto de cifras y letras? —preguntó Wanda.

—«WV» hace referencia al catálogo de criaturas alienígenas complejas recopilado por los exobiólogos Vanee, Varley y Vinge. Las cifras corresponden a distintos apartados y subapartados que no vienen al caso. «PP» indica potencialmente peligroso.

—¿Potencialmente? Qué optimistas… —Wanda suspiró—. Respecto a lo que verdaderamente importa, ¿dónde estará el cubil de los sembradores, centauros o como queráis llamarlos ahora? Es una pena que no hayamos dado con él.

—Quizá sea lo mejor, señora Hull —sentenció Manfredo.

No obstante, la respuesta a esa cuestión tendría que esperar. Un operario de semblante demudado se volvió hacia Asdrúbal y anunció:

—¡Mi comandante! Sé que es imposible, pero ¡nos han seguido!

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