6
LA casa de comidas respondía al pintoresco nombre de Abisal, y aquel día estaba más abarrotada que de costumbre, a pesar de la sobreabundancia de establecimientos similares en Lárnaca. Valera solía decir que en aquella isla se daba la mayor concentración de bares y la menor de bibliotecas y museos del mundo. Indefectiblemente, luego proseguía con una diatriba, que Azami ya se sabía de memoria, sobre cómo se oprimía y mantenía sumiso al pueblo mediante el vino, el menoscabo de la cultura y bla, bla, bla. Cómo no, el militar le objetaba que él precisamente no hacía ascos a aquellos vicios supuestamente fomentados por el poder opresor.
En esta ocasión dieron buena cuenta de los aperitivos y la ensalada sin tocar un tema tan trillado. El Orca acaparaba todo su interés. Por un lado, el doctor no paraba de preguntarse cómo se podría domesticar a un aeroftálmido, pero acabó dejándolo para no aburrir a su amigo. Pasaron a comentar las características del navío.
—Proporcionalmente, la tripulación es más reducida que en uno de nuestros barcos de guerra —explicaba Azami—. Parece una reliquia de otros tiempos, cuando los hombres debían ser a la vez marinos y guerreros, y todos los combates se decidían al abordaje. Ahora nos hemos especializado para incrementar la eficacia, por mucho que duela a los escritores románticos amantes del pasado. Los marinos nos acercan al enemigo, los artilleros tratan de reducir a los dirigibles al estado de carne picada y la sin par Infantería remata la faena. Claro, para eso se requieren barcos mayores y animales más voluminosos.
Siguieron charlando, elucubrando sobre el motivo de la llegada de aquellos huwaneses a una plaza tan poco atractiva como Lárnaca, cuando de súbito se hizo el silencio en el comedor. Parte de la tripulación del Orca entraba en esos momentos. El bullicio retornó pronto a su nivel anterior, aunque ahora las conversaciones versaban sobre los forasteros.
Muchos censuraban su indumentaria. Ninguno llevaba los típicos faldellines y polainas de las clases humildes locales, sino pantalones grises holgados, camisas blancas y, para protegerse del frío, chaquetas gastadas de cuero con el forro de lana, gruesas y con aspecto de abrigar de maravilla a sus portadores. Más de uno las miró con envidia. Pero lo que provocaba la desaprobación general no era la ropa, sino el corte de pelo (o su ausencia, mejor dicho; las cabezas iban rapadas o con el cabello muy corto) y los abalorios. No se les veía ningún colgante con los signos de los Dioses Quiescentes, ni los rosarios para las letanías de Nergal, ni tan siquiera las filacterias de apaciguamiento a las benditas ánimas. Eran amuletos extraños, con una simbología indescifrable que tal vez protegiera del mal de ojo, las caídas al mar o las enfermedades venéreas. Exhalaban un tufillo herético que Valera encontraba excitante.
Aquellos marinos eran altos por lo general, delgados y de tez cetrina. Cuando se despojaron de las chaquetas, podía verse que todos llevaban algún tatuaje en el brazo, dibujado con la misma precisión que un grabado de un libro de Historia Natural. Reproducían a animales marinos; Valera pudo identificar a algunos de ellos a nivel de especie, tan fidedignos eran. ¿Corresponderían a una suerte de marca de clan, o simplemente servían para presumir?
Tampoco parecía gustarles charlar en voz alta. El doctor, atento observador, identificó el idioma como un dialecto del cipangués, con cierta tendencia a unir las palabras y simplificar los tiempos verbales. Podía entenderlo, al menos cuando hablaban despacio. Y ahora que se fijaba, había mujeres, ataviadas igual que los hombres y también con el pelo muy corto. Se lo hizo notar al capitán. Éste se encogió de hombros y sonrió.
—Desconozco las costumbres de esta gente; su sociedad cría fama de bastante reservada. Para que vea: hasta los bárbaros son políticamente correctos. Nadie se libra de esa plaga…
Entraron algunos huwaneses más. Uno de ellos miró a su alrededor, contrariado, y se dirigió a la pareja que lo acompañaba.
—Está hasta los topes, capi. Yo me abro, a ver si encuentro algún chiringuito donde me sirvan un bocadillo caliente.
El marinero saludó informalmente y se fue. La pareja quedaba cerca de la mesa ocupada por Valera y Azami. Éste echó una ojeada al hombre: mediría casi uno noventa, era calvo como una bola de billar, llevaba un pendiente de oro en la oreja izquierda y otro en la nariz, y su garganta estaba adornada con diversos collares. Parecía más robusto que la media, y muy fuerte. Dado que Azami también experimentaba una gran curiosidad por saber qué hacían aquellos tipos en Lárnaca, se levantó y le habló en la lengua franca de los comerciantes, una peculiar mezcla de cipangués antiguo con otros idiomas.
—Perdone mi atrevimiento, capitán, pero en nuestra mesa queda un par de sitios libres. Si usted y su ayudante desean honrarnos con su compañía… —señaló a las sillas.
El huwanés miró a Azami con expresión sorprendida, aunque no tardó en sonreír beatíficamente. Fue a objetar algo, pero Valera se le adelantó.
—Amigo mío, creo que ha metido usted la pata. ¿Me equivoco, capitana?
—Muy perspicaz, señor —repuso ella—. Tranquilícese, hombre —añadió, al ver que a Azami se la había quedado cara de «tierra, trágame»—, a estas alturas estoy acostumbrada. Es lo malo de pasear con un contramaestre tan cachas. Figúrense: en Subliuliluma, un ricachón le hizo una oferta para comprarme como esclava. Después de eso, ya nada me ofende.
—Sí, lo recuerdo bien —repuso el contramaestre—. En aquella ocasión acabamos organizando una genuina batalla campal, y tuvimos que salir por piernas. Pero no piensen que fue debido al insulto machista —añadió, dirigiéndose a los republicanos—, sino por lo poco que me ofreció por ella.
—Sí, me tasó más barata que un efebo con acné. ¿Cómo adivinó quién era yo, señor?
—Fácil. Su acompañante observa los preceptos del Dios Mórbido. No hay más que reparar en su pendiente nasal y los siete collares con dientes humanos, que representan los siete pilares de la Renunciación. Entre ellos, el tercero afirma que: «Maldito sea quien osare mandar, ya que se eleva por encima de sus pariguales». Ningún seguidor del Dios Mórbido aceptaría ser capitán de navío. Ciertas responsabilidades no son asumibles. Es más probable que los soles se apaguen, o que los peces se vuelvan comestibles. En cambio, suelen ser excelentes subordinados.
—Muy cierto —contestó el gigante, bastante halagado al comprobar que aquel tipo sabía de sus creencias.
—Pero disculpen nuestra descortesía —continuó el doctor—. Les hemos abordado sin presentarnos. Yo soy Práxedes Valera, naturalista de la Universidad Central Republicana. Mi colega es Hakim Azami, capitán de Infantería de Marina. Vamos, Azami, alegre esa cara. Un tropezón cualquiera lo da en la vida.
El capitán tendió la mano a los huwaneses y compuso un gesto de disculpa.
—Perdonen, pero estoy chapado a la antigua, y eso que la presencia femenina ha sido autorizada en las Fuerzas Armadas. Se me habrá pegado de los marinos, quienes piensan que embarcar hembras a bordo trae mala suerte.
—Olvídelo, Azami. Isa Litzu, a su servicio. Mi segundo es Omar Qahir. Por supuesto, aceptamos su ofrecimiento. Hace días que no catamos una comida decente.
—Pues han venido al sitio adecuado. Nosotros aún estábamos con los entrantes, así que llegan a tiempo.
Sin más preámbulos, los cuatro ocuparon sus sillas, llamaron al camarero y pidieron vino y viandas. Valera se fijó en que los huwaneses no practicaban ningún ritual antes de comer. No derramaban una pizca de sal al suelo, como los marinos republicanos, ni pedían a los dioses que el mar les fuera leve, ni apaciguaban a las sombras de los muertos para que, envidiosas de su cuerpo mortal y del atracón que se iban a pegar, no indujeran un sueño funesto al timonel que los perdiera en la inmensidad del océano. Litzu y Qahir atacaron a la ensalada sin encomendarse a nadie, y libaron del vino sin hacerle ascos. Pronto se instauró en la mesa un ambiente de camaradería, aunque sin perder las formas. Bárbaros o no, los huwaneses eran comedidos en sus gestos, como si armar alboroto fuera considerado de pésima educación.
Azami estudió disimuladamente a la capitana Litzu. Desde luego, no se la podía considerar una beldad. Le calculó una estatura de uno sesenta y cinco, y no era precisamente una jovencita. El sol y el hálito marino habían trazado unas cuantas arrugas en su cara, pero ella no se molestaba en ocultar las patas de gallo con maquillaje ni cremas hidratantes. Llevaba el pelo tan corto como sus marineros, ya con algunas hebras de gris. Desde luego, era la antítesis de las recatadas y púdicas mujeres de Lárnaca, que parecían objetos decorativos cuando sus amos o maridos las sacaban de sus casas. Litzu se desenvolvía relajada entre hombres, con aire un tanto despreocupado. Azami supuso que aquello sería una mera fachada, tal vez para que la subestimaran. Un inútil nunca llegaría a capitanear un corsario de Hu-wan. En los países bárbaros, el respeto de la tripulación era algo que se ganaba a pulso. Y si uno se fijaba un poco más, resultaban inquietantes sus ojos grises, que parecían haberlo visto ya todo y no asombrarse ante nada. También intuyó un punto de cinismo en su sonrisa, que incomodaba a nivel subconsciente a quienes hablaban con ella. Contrastaba a base de bien con Omar Qahir, a quien el apodo de gigante tranquilo cuadraba que ni pintado.
Tras los comentarios de rigor sobre el tiempo y la comida, trataron de sonsacarles el motivo de su arribada a Lárnaca. Litzu los miró desde detrás de su vaso de vino.
—Más inaudito que nuestra presencia resulta llegar al archipiélago de Nereo y encontrárselo como nación independiente y con una embajada republicana, ¿no creen?
—No es ningún secreto —dijo Valera—. Por cierto, el término embajada resulta un tanto exagerado. La República estableció una en la capital de la antigua Confederación Heliana, de la que Nereo formaba parte. Aquí, al igual que en sus otros estados, disponíamos de consulados, no más.
—Hace lustros que no pasábamos por aquí. Quién lo diría; la Confederación parecía tan sólida… Decían que el rey Kufur el Magnífico lo tenía todo atado y bien atado.
—Sí, controlaba seis archipiélagos y multitud de ínsulas dispersas. Los poetas escribían versos sobre su gloria imperecedera, su flota de guerra era respetada y temida… La Confederación parecía destinada a perdurar por siempre, pero entre todos la mataron y ella sola se murió —Valera se puso serio—. Kufur se tornó demasiado ambicioso y soberbio, y el Gobierno Central empezó a arrebatar competencias a los parlamentos estatales. Los nobles locales se soliviantaron y el Imperio de Drimarín metió toda la cizaña que pudo.
—El Imperio… —Isa Litzu entornó los ojos.
—A ustedes tampoco les agrada, ¿verdad? —dijo Valera—. Por esa época comenzaba su auge, y la Confederación Heliana era un enemigo potencial para su futura expansión. Los imperiales financiaron a independentistas descontentos, repartieron con prodigalidad venenos y armas…
—Y al final, la Confederación se deshizo y Kufur acabó como cebo para peces. Magnífico cebo, eso sí —apostilló Azami—. Pero el Imperio no se detuvo ahí. Siguió fomentando las disensiones internas por doquier, para mantener a las nuevas naciones en un estado de postración perpetua. Admitámoslo: el Imperio tenía visión de futuro. La Confederación le pillaba por entonces un tanto lejos de las fronteras, y sus Fuerzas Armadas eran aún débiles. Según su plan, los archipiélagos exconfederados irían cayendo uno tras otro, como fruta madura. Y así fue.
—Dentro de lo que cabe —prosiguió el doctor—, Nereo es de los que mejor escapó. Después de una especie de miniguerra civil, que dejó el país hecho unos zorros, llegó al poder el actual Gobierno. Haciendo juegos malabares, recortó el poder de la nobleza, mantuvo a raya a los sectores proimperiales y no se le ocurrió otra cosa que solicitar el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas con nuestra República. Ésta había mantenido, contra viento y marea, su primitivo consulado en Lárnaca, aunque con su actividad reducida a la mínima expresión. El Gobierno de Nereo nos ofreció concesiones comerciales, a cambio de protección contra el Imperio. Claro, la idea de convertir el consulado en embajada sin irritar al Imperio era un tanto arriesgada. Tras muchas conversaciones bilaterales se aprobó un plan de ayuda humanitaria, con promesas de ampliar la colaboración en el futuro. Y aquí estamos.
—La República y su manía de meter las narices en cualquier sitio… —dijo Litzu.
—No seré yo quien defienda la lógica de nuestro papel aquí —repuso Azami—. Su turno, capitana —hizo ademán de brindar con su copa.
Isa Litzu también examinaba a sus anfitriones. Desde luego, no eran imperiales disfrazados. Omar alardeaba de un sexto sentido (telepatía, murmuraban algunos de sus hombres) para cazar espías y desvelar mentiras, y no había hecho ningún gesto acordado para indicar peligro. Así que republicanos… Le divertía la República, con su afán de presumir de respeto a la cultura y los derechos humanos. Si no fuera por su demografía, su flota y su ejército, todos los países vecinos la habrían machacado, por herética y atentatoria contra las viejas tradiciones. Sin embargo, a la larga las costumbres republicanas acababan infiltrándose hasta en las sociedades más reaccionarias y se convertían en modas a imitar. Pero una misión humanitaria… Menuda chorrada.
Le caía simpática aquella atípica pareja: un científico entusiasta y un viejo soldado. Ella se consideraba buena jueza de hombres, y apostaría a que aquel tipo no había llegado a capitán calentando sillas de despacho. Pero tampoco era el típico militarote cabeza dura; algo de la forma de hablar del científico se le había pegado. No parecía mala gente. Y dado que, por desgracia, igual tendría que pasar una temporada en la isla, había vecinos peores.
—Llevamos un cargamento de porcelana fina y especias con destino a Hyboria, pero se nos cruzó un frente de tormentas. Nunca había visto nada semejante.
—Conforme se acerque la Gran Conjunción irá a peor —apuntó Valera—. Prepárense para unas mareas vivas ciertamente espectaculares.
—Estuvimos a punto de arrojar por la borda al hombre del tiempo —prosiguió Litzu—, qué quiere que le diga. Huyendo de las borrascas y las turbulencias nos acercamos a la Confederación. Bueno, a lo que queda de ella, y nos topamos de bruces con el bloqueo. El cielo aparecía lleno a rebosar de patrulleras que, por señas, nos sugirieron que diéramos media vuelta. Lo malo es que no podíamos obedecer, ya que nuestras provisiones estaban en las últimas.
—Resultaban peculiares las patrulleras —dijo Omar Qahir, que hasta entonces había permanecido en un plácido mutismo—. Aunque enarbolaban la bandera confederada, los dirigibles eran colas blancas. Sólo los imperiales emplean esos animales. Además, llevaban soldados entre la tripulación, a pesar de tratarse de barcos de pequeño calado. Según ustedes, la Confederación fue disuelta por las intrigas imperiales. ¿Entonces…?
—El Imperio se siente fuerte ahora. Ha decidido resucitar la Confederación, imponiendo un rey títere en el trono, e intenta anexionarse todos estos archipiélagos independientes. Antes de embarcarse en una guerra abierta prefiere recurrir al bloqueo comercial, para que el pueblo se subleve contra el Gobierno. Son pacientes y perseverantes. De todos modos, no se atreven a detener a los buques con bandera republicana. Temen posibles represalias. Y tampoco organizarán una invasión mientras haya una misión de ayuda humanitaria en Lárnaca. Si Nereo aún se mantiene como estado libre y soberano, se debe a nuestra presencia.
—Qué cosas. Volviendo a nuestra particular odisea, para eludir el bloqueo simulamos obedecer y, amparados en la noche, les dimos esquinazo. Cuando cayeron en la cuenta, no pudieron pillarnos. Otro día de navegación, y aquí nos tienen. Trataremos de vender la mercancía, comprar artesanía local a buen precio y dejar que la situación se calme antes de regresar a casa. Maldita la gracia que me hace que el Orca pase tanto tiempo fondeado. Podríamos volver a eludir a las patrulleras, pero si nos topáramos con un buque de línea imperial, nos haría papilla —bebió con placer un sorbo de vino y miró a Azami—. Y según los designios del Dios Murphy, Lárnaca será el lugar más aburrido del universo, ¿verdad?
Azami fue a responder, cuando reparó en la expresión del doctor.
—No estará usted pensando lo que creo que está pensando, ¿eh? De todas las insensateces que…
El doctor lo acalló con un gesto. Tal vez fuera el vino, pero lo cierto es que le habló a la capitana sin reparo alguno.
—En vista de su forzada inactividad, ¿estarían ustedes dispuestos a alquilar su barco para una expedición científica a las Islas de Barlovento?
La propuesta pilló de improviso a los huwaneses. Isa Litzu miró de reojo a su segundo. Éste le hizo un imperceptible gesto. El doctor no iba de coña. Litzu puso cara de jugadora de cartas.
—En el hipotético (y subrayo lo de hipotético) caso de que aceptáramos, eso cuesta dinero.
—El bueno del doctor posee un antropófago disecado la mar de resultón. ¿Piensa usted ofrecérselo a cambio de sus servicios? En verdad ha de estar muy desesperado para desprenderse de él…
Valera le lanzó una mirada asesina.
—Dispongo de un fondo reservado para adquisiciones destinadas al Museo del Hombre, que prácticamente permanece intacto.
—Sí, el saqueo siempre es más rentable que desprenderse de buenos doblones republicanos.
—Técnicamente, mi muy apreciado aunque irrespetuoso Azami, no es correcto hablar de saqueo cuando uno rescata esculturas que se están cayendo a pedazos por la incuria de los caciques locales, o recupera manuscritos que, de otra manera, serían pasto de las polillas. Así quedan a disposición de la sociedad, que puede apreciar el legado de sus…
—En mi tierra, a algunas de las cosas que usted ha hecho las llamamos profanaciones de tumbas. Pero claro, yo sólo soy un inculto soldado, no un sabio reputado.
—Un forúnculo en el perineo, más bien.
—Bueno, ya me callo. Le dejo regatear con estos incautos mercaderes de Hu-wan. No abuse de su ingenuidad, por favor, y procure no desplumarlos.
El doctor masculló algo que podía ser cualquier cosa menos un piropo. Isa Litzu había asistido a aquel intercambio de puyas sin abrir la boca ni denotar emoción alguna. Sólo dos buenos amigos podían zaherirse de semejante manera. Seguro que el capitán se había autonombrado protector de Valera, a quien consideraba como un niño grande.
—¿No le resultaría más práctico viajar en uno de los suyos? —preguntó.
—Aparentemente, la Ciencia no es una de las prioridades de la Armada —el doctor echó una mirada de reproche a Azami—. Y los nativos no están por la labor. Cosas del bloqueo, supongo.
—Tendría que venir usted solo, doctor Valera. Nunca pondría al Orca a merced de extraños. Por cierto, supongo que su amigo le habrá contado que los huwaneses no somos muy de fiar. Podríamos secuestrarlo y pedir un rescate —sonrió.
—Más de uno pagaría porque se me llevaran, así que no me asusta la posibilidad.
—Sí, ya me he percatado de su temeridad. Más o menos, está pidiendo a unos completos desconocidos que eludan a las patrulleras confederadas…
—No sería necesario abandonar las aguas territoriales de Nereo. Las patrulleras no circulan por ellas, ya que temen posibles represalias republicanas. Este archipiélago consta de una cadena de islas, no muy alejadas unas de otras. Sería poco menos que una navegación de cabotaje. E incluso, para evitar incidentes, podrían enarbolar nuestro pabellón…
—Discúlpenlo. No sabe lo que dice —indicó Azami, mientras se servía más vino.
—Por simple curiosidad, ¿hasta cuánto estaría dispuesto a ofrecernos?
El doctor efectuó un rápido cálculo.
—No sé regatear. Diez mil doblones. El presupuesto no da para más, lo siento.
Azami enarcó las cejas.
—Caray, quién los pillara. Y luego usted es de los que no paran de quejarse acerca de la paupérrima financiación de la Universidad…
—No es una gran suma, doctor —señaló Litzu—. Eso cuesta alquilar una falúa de recreo durante un fin de semana en las Islas Afortunadas. Por tratarse de usted no lo tomaremos como una afrenta, pero me temo que he de rechazar su proposición.
—Pero si de todos modos van a permanecer aquí quietos, perdiendo dinero… —imploró Valera.
—El riesgo no compensa. Lo siento.
—Por no mencionar que el cónsul no toleraría, pese a su idea de que lo odia, que usted se fuera solo —añadió Azami—. Tendríamos que escoltarlo.
—Y se puede imaginar la ilusión que me hace llevar soldaditos en el Orca. Más a mi favor para rehusar.
La conversación se mantuvo un buen rato más, mientras el doctor trataba de resignarse. Probó varias veces a convencer a Isa Litzu, tentándola con posibles tesoros ocultos, pero ella no picó. Las Islas de Barlovento gozaban de una merecida fama de ser más pobres que las ratas. Luego, entraron al comedor algunos huwaneses. Litzu y Qahir los saludaron e hicieron ademán de levantarse. Los republicanos no los dejaron pagar, y se despidieron cordialmente.
—Supongo que nos veremos en algún que otro bar de tarde en tarde —dijo Azami.
—O sea, todas las tardes. Tendremos que pasar una temporadita en la ciudad, y no creo que haya muchos más sitios decentes donde dejarse caer. Que ustedes lo pasen bien y hasta pronto, señores.
Isa Litzu se dio la vuelta para irse. Pareció dudar un momento y miró a Azami.
—Por cierto, capitán, en nuestro viaje divisamos algo que tal vez les sea de interés. Viene hacia acá un acorazado imperial. Calculo que llegará pasado mañana.
Los huwaneses se marcharon, dejando a los republicanos perplejos y preocupados. Si lo que decía la mujer era cierto, aquello sólo podía traer complicaciones.