30 5482ee — Una de vampiros
1
—DEBO admitir que la vista es soberbia, Abuelo.
—No sólo eso. Causa un cierto temor reverencial pararse a pensar que, hace milenios, nuestros antepasados se atrevían a surcar lo desconocido en frágiles barcos de madera con ojos pintados en la proa. Existían leyendas sobre sirenas, cíclopes, monstruos y dioses volubles. No muy lejos de aquí estaban las Columnas de Hércules, y más allá el fin del mundo. Pese a todo, los marinos seguían cabalgando las olas.
Anatoli Didrikson, doctor en Antropología —el Abuelo, para los íntimos—, y uno de sus discípulos más veteranos, Tariq Prados, callaron unos momentos, ensimismados en la contemplación de uno de los más notables puertos naturales del Mediterráneo, rodeado de montes. Hacía poco que el sol se había puesto, y la ciudad comenzaba a lucir sus galas nocturnas, en atención a los turistas que pululaban por las calles. No eran los únicos que se asomaban a la balconada del castillo. Los acompañaban dos jóvenes que aún no tenían veinte años estándar. La chica consultaba el plano urbano en su ordenador de pulsera. Era delgada, atlética y rubia, con el pelo recogido en una coleta.
—Mira, Saúl, ése es el Arsenal Militar. Ahí fue donde fusilaron al capitán Manso, cuando lo de Tau Ceti.
El chico asintió, interesado. De forma instintiva se llevó la mano a la mejilla izquierda, rota por una fea cicatriz que iba desde la sien a la barbilla. Al Abuelo no le pasó desapercibido el gesto.
—Gajes del trabajo de campo, ¿eh? Tariq debió enviaros a un sitio más tranquilo.
Saúl sonrió.
—La casta guerrera Naoloq es poco amiga de que unos antropólogos en ciernes metan las narices en sus ritos de iniciación, y no queda otro remedio que perseverar. Creo que mereció la pena; además, los médicos me aseguraron que en cuestión de semanas habrán desaparecido las huellas del machetazo.
—Ya, ya… —intervino Esperanza—. Si no llego a interponerme, te habrían matado. Me gustabas más cuando eras un empollón introvertido.
Tariq y el abuelo se cruzaron miradas de inteligencia. Pese a sus constantes disputas, estaba claro que aquellos dos se querían. Era ley de vida; la endogamia no resultaba infrecuente entre los universitarios.
Al cabo de un rato decidieron bajar a picar algo para abrir el apetito antes de cenar. La plataforma agrav los bajó hasta el puerto dando un pequeño rodeo. Sobrevolaron las ruinas, reconstruidas en diverso grado, del Palacio de Asdrúbal, el teatro romano y el anfiteatro.
—Estos cartageneros, siempre presumiendo de Historia —refunfuñó el Abuelo—. No paran de refregárnosla por la cara.
—¿Todavía seguís los murcianos picados con ellos? —repuso Tariq—. Pues buen dinero que sacan a los turistas. Que no se diga que la herencia de los antepasados es un lastre inútil.
Los dos hombres se enzarzaron en una discusión bizantina mientras tomaban tierra y recorrían la calle Mayor, en busca de una terraza con mesas libres. La mayor parte de los participantes en el Congreso Quinquenal de Antropólogos Colegiados se había dejado caer por allí, y cada dos por tres se veían obligados a saludar a alguien. Finalmente dieron con un bar de su gusto y se relajaron en compañía de unas jarras de cerveza y unas tapitas de mollejas de gandulfo en escabeche.
Se disponían a marcharse, cuando una mujer se detuvo a corta distancia. Era bajita, delgada, de pelo cobrizo, y llevaba un vestido desmangado azul marino. Se los quedó mirando y una expresión de alegría se dibujó en su rostro.
—¡Pero si son Anatoli y el joven Tariq! Bueno, ya no tan joven. ¡Dichosos los ojos!
Tras un breve instante de desconcierto, los dos hombres se levantaron y se dirigieron hacia ella.
—¡Sonia! —exclamó el Abuelo—. No tenía ni idea de que hubieras venido. Te creía en Épsilon Erídani. Me alegro un montón de verte al cabo de tantos años.
Fue a darle un par de besos pero, para su sorpresa, la mujer retrocedió alarmada. Acto seguido abrió el bolso y se puso unos guantes que le llegaban hasta el codo. Volvió a sonreír y ahora sí, ofreció la mano a sus perplejos amigos. Por el momento éstos no hicieron comentario alguno, al igual que Saúl y Esperanza. Sabían que la profesión estaba plagada de individuos maniáticos, como Leonor Garay, que siempre se fijaba en si los demás tenían sombra, o Pyotr Bilbo, empeñado en revolverles las tripas con su truculenta historia de la barbacoa.
—Sigues siendo el mismo oso de peluche hipertrofiado, Tariq —dijo Sonia—; por ti no pasan los años. Aún recuerdo cuando eras un tímido estudiante de postgrado, y Anatoli te fichó —se fijó en los dos jóvenes—. Éstos son de la última hornada, supongo.
—En efecto, el ciclo de la vida prosigue. Os presentaré. Silvia Donahue, mis doctorandos Saúl y Esperanza —el apretón de manos fue firme; los guantes eran de un tejido suave, agradable al tacto—. Aquí donde la veis, Silvia es historiadora, aunque también cursó la carrera de Antropología, una docena de Filologías y no sé cuántos títulos más. Siempre nos recuerda a los demás nuestras limitaciones intelectuales.
—No me seas zalamero, Tariq —miró a los chicos—. Aunque disto de ser una aguerrida antropóloga de campo como vosotros, de vez en cuando me apunto a algún congreso, para mantener el contacto. Y por supuesto, nunca me pierdo los relatos que contáis sobre vuestras andanzas, siempre después de los postres. Lo que me recuerda… ¿Habéis pensado en algún sitio para cenar?
2
—SI lleváramos la cuenta de los restaurantes que hemos visitado a lo largo de nuestra vida profesional… —Tariq se palmeó la barriga, ahíto, mientras apuraba un pacharán con hielo.
—Realmente es lo que da sentido a la existencia —añadió el Abuelo—. Todos los logros de la Humanidad, que ahora nos parecen tan trascendentes y eternos, serán reducidos a una sopa de radiaciones por culpa de la entropía. Pero algo no podrá destruir la Parca: que nos quiten lo bailado.
—Amén —corearon todos, y se sirvieron otra ronda. Al cabo de un rato, el Abuelo propuso:
—Para continuar con la sacrosanta tradición, es el turno de las historias. Esperanza y Saúl todavía están demasiado tiernos, aunque de aquí a unos años… ¿Qué tal tú, Silvia? Has cambiado mucho desde la última vez que nos encontramos. No te imaginaba con guantes, por ejemplo.
La mujer compuso un mohín de fingido disgusto.
—Bueno, una ratita de biblioteca como vuestra segura servidora no se ha visto implicada en muchas aventuras, pero… Cierta vez me ocurrió algo en Karolyi Omega digno de reseñarse, y que tiene que ver con esto —alzó las manos.
—¿Karolyi Omega? —Tariq abrió unos ojos como platos—. Pero si eso es… Y tú no estás…
—¿Te crees que no lo sé? En fin, así son las cosas. Callad y atended.
3
A mí también me sorprendió que me invitaran a un mundo tan original. Al fin y al cabo, podría afirmarse que desde el jardín de infancia he sido una mujer chapada a la antigua, una timorata que huye de las aventuras y las extravagancias como de la peste. En cambio, la sociedad de Karolyi Omega se ha ganado merecida fama de vanguardista en todos los aspectos, sobre todo en el uso civil de la nanotecnología. Imaginaos mi asombro cuando me requirieron para impartir un ciclo de conferencias sobre Literatura gótica y de terror. Me pareció absurdo, por más que se tratara de mi tema de estudio preferido. Al principio rehusé, pero se las apañaron para halagar mi ego, y acabé aceptando encantada, sobre todo cuando me enteré de que me pagaban el viaje en un crucero de superlujo.
Karolyi Omega se halla en un sistema solar como tantos otros: una binaria roja y amarilla con su cohorte de gigantes gaseosos, más unos cuantos mundos rocosos terraformados no hace muchos siglos. El 80% de Karolyi Omega es un páramo desértico, pero en el polo norte se logró establecer un océano viable, y las grandes islas gozan de un clima paradisíaco, al estilo de Hawái en la Vieja Tierra.
La lanzadera me dejó en el astropuerto de Nm’kayi, el archipiélago meridional. A primera vista me recordó a cualquier instalación similar de los mundos desarrollados: un aborto arquitectónico, diseñado por algún genio de postín de ésos que deslumbran a los políticos. En concreto, se me antojó similar a una raspa de pescado a la que alguna alma misericordiosa hubiera tapado con un sudario arrugado. Los edificios anejos eran por el estilo, todos blancos como la nieve.
Pasé sin detenerme los controles de seguridad y, algo desorientada, salí por la puerta de la terminal. En verdad, no sé qué me esperaba. Era relativamente inexperta; aún no había estudiado la carrera de Antropología, y algo tan básico para vosotros como documentarme exhaustivamente sobre la cultura que iba a visitar no se me pasó por la cabeza. Oh, sí, había asimilado los tópicos sobre los mundos al estilo de Karolyi Omega, y me imaginaba que sus habitantes irían cargados con un sinfín de ingeniosos gadgets para conectarse a la Red. En mi imaginación, los veía llenos de visores, implantes, escáneres, cascos tecnobarrocos… Y como muchas ideas preconcebidas, cualquier parecido con la realidad fue pura coincidencia.
La gente llevaba mallas ajustadas de color gris claro y calzado flexible a juego. Y punto. Todos lucían iguales, como en alguna de esas películas antiguas sobre distopías llenas de personajes idénticos, anónimos y alienados. Sin embargo, no parecían tristes, sino todo lo contrario. Hombres, mujeres y andróginos hablaban, reían, vagaban de un sitio para otro e interactuaban de formas muy diversas. Ciertos detalles me llamaron sobremanera la atención. Cerca de mí, dos mujeres se dedicaban a alabarse mutuamente la indumentaria. Yo me fijé, mas ambas se cubrían con aquellos horrendos leotardos de cuerpo entero. Me pregunté si les faltaba un tornillo. Un poco más allá, unos jóvenes ociosos discutían animadamente sobre la decoración del cielo raso. Alcé la vista, y sólo había una superficie blanca.
«Si fuera paranoica, pensaría que todos se han confabulado para tomarme el pelo», me dije. Sin embargo, nadie reparaba en mi presencia. Aquella embarazosa situación no duró mucho. Un hombre sonriente se dirigió hacia mí.
—¿Doctora Donahue?
Asentí y fui a su encuentro. Ciertamente era un magnífico ejemplar del género masculino: pelo largo y rubio, ojos azules, metro noventa de estatura, carne de gimnasio y marcando paquete. Las mallas eran tan ceñidas que no dejaban sitio a la imaginación. Intenté no parecer demasiado descarada y le devolví la mirada.
Y le estreché la mano.
Fue… Indescriptible. Abominable. Sentí como si una miríada de sabandijas incandescentes invadiera mi brazo y rasgara mi carne hasta llegar a la cabeza. Debí de gritar antes de sumirme en la inconsciencia. Me dio tiempo de ver la cara de aquel sujeto demudada por el horror, como si un negro espanto se hubiera abatido sobre él.
4
DESPERTÉ en un hospital, o eso supuse, aunque pronto empecé a dudarlo. Sí, yacía en una cama dentro de una habitación, pero no vi nada más. Todo era blanco o gris claro: las paredes lisas, la mesilla, las sábanas… Tampoco había aparatos a la vista, de ésos que suelen usarse para curar o monitorizar a los enfermos. Empecé a dudar de mi cordura, pero antes de que me pusiera aún más nerviosa se abrió una puerta en lo que parecía un muro uniforme y entraron tres personas, ataviadas con las mallas que ya estaba empezando a odiar. Una de ellas era el Adonis que me saludó de forma tan efusiva en el astropuerto. Venía acompañado de un individuo más bajo, delgado y calvo, y de una mujer joven, morena, guapa y de semblante serio. Se pararon junto a la cama y me miraron fijamente. El Adonis parecía al borde del llanto. Estuve a punto de montarles un escándalo, pero el calvo se me anticipó. Sonrió y procuró emplear un tono apaciguador:
—Doctora Donahue, me es difícil expresar con palabras la desolación que nos embarga por el percance que usted ha sufrido. Todo se ha debido a un lamentabilísimo error que esperamos subsanar. Pero antes, permítame que nos presentemos. Soy Malyiv Dga’h, Vicepresidente y Consejero de Cultura del Cabildo Insular, además de Coordinador de las Jornadas Literarias a las que ha sido invitada. Ella es la doctora Nur V’saa, reputada especialista en terapias de choque. Creo que ya conoce al bueno de Zack Laridryi, que ha quedado en extremo compungido por culpa del incidente.
—Yo sólo quería causar buena impresión —dijo el tal Zack en un tono tan lastimero que me trajo a la mente, a saber por qué, un cachorrillo al que golpearan con un periódico enrollado después de haber ensuciado la moqueta—. Me vestí como el conde en la novela de Stoker, pero quién iba a saber que usted estaba virgen, virgen del todo…
La sensación de irrealidad aumentó. ¿Disfrazado, de qué? ¿Y a cuento de qué se atrevía a especular sobre mi virginidad? Hay misterios que la Humanidad debe seguir ignorando, por su bien. ¿Qué tendría aquello que ver con el ataque a mi integridad física?
—En algún punto falló el protocolo de inmigración; le aseguro que depuraremos responsabilidades —intervino V’saa, mientras Dga’h daba palmaditas en el hombro a su compañero, para consolarlo—. No viene mucha gente de fuera, y normalmente los turistas son inoculados en el astropuerto de origen con un juego básico multipropósito. Excepcionalmente, exigen ser tratados aquí, pero su caso… —me miró fijamente, muy seria—. ¿Está segura de que nadie le advirtió de los requisitos ineludibles para entrar en Karolyi Omega? —yo negué con la cabeza, cada vez más asustada y sin saber de qué iba todo aquello; por su parte, una expresión de furia apareció en la cara de la doctora—. ¡Esto es inadmisible, una vergüenza para todos nosotros! Si descubro que se ha debido a un error humano, rodarán cabezas. En fin, a lo hecho, pecho. Trataremos de arreglarlo.
—¿Podría alguien explicarme…? —traté de preguntar, pero Zack me interrumpió. Se había puesto muy pálido.
—Pero entonces… Me vio… ¡Nos está viendo desnudos! —y enrojeció de súbito.
Desde luego, aquél no era mi día. Tenía la sensación de hallarme entre alienígenas desquiciados, casi tan desconcertados como yo. V’saa y Dga’h hablaron entre ellos en susurros y luego se dirigieron a Zack. Éste abandonó la habitación, mientras Dga’h me miraba fijamente, como si hiciera acopio de valor.
—Doctora Donahue —me dijo, al fin—, me hago cargo del desconcierto que debe experimentar en una situación tan desdichada. Para que comprenda lo sucedido, he de explicarle los rudimentos de nuestra sociedad.
—Ya iba siendo hora —murmuré, de un humor de perros.
—Me es difícil ponerme en la piel de alguien virgen, pero lo intentaré. Todo en Karolyi Omega se basa en la nanotecnología, por…
—Pues no se nota —lo corté.
—Por eso mismo: es nanotecnología —sonrió—. Nuestro cuerpo está repleto de nanosondas que pululan por el torrente sanguíneo y se integran en nuestras células cuando es menester. No necesitamos los complejos aparatos de interfaz que se estilan en mundos de tecnología más rústica. Simplemente, transferimos y recibimos nanosondas por contacto físico, tanto entre personas como con las máquinas y ordenadores. Por supuesto, el toque no siempre es necesario. Por más que se trata de un modo placentero de intercambiar información, resulta lento. Llevamos incorporados nanotransmisores y receptores que nos permiten disponer de datos actualizados sobre cualquier cosa.
»Supongo que usted ve ahora mismo nada más que paredes blancas y vestimentas uniformes. Nosotros no. Los nanoceptores en las áreas sensoriales del cerebro modifican nuestras percepciones. La prosaica realidad es irrelevante. Yo miro esta habitación y contemplo un idílico paisaje de Arcadia, espléndida en su eterna primavera. Oigo el trinar de los pájaros y huelo la fragancia de las flores silvestres. El aire fresco acaricia mi piel. Para mis semejantes, ahora mismo voy vestido con ropa ligera, no exenta de serena elegancia: un traje de la línea de Vectores Audaces, obra de la afamada modista Ñ’dyi.
—Pero eso no es real… —musité.
—Lo que importa es lo que percibimos. ¿Qué otra cosa, si acaso, es la realidad?
—De seguir así, acabaremos cayendo en el solipsismo —aduje—. Dígame qué me pasó en el astropuerto y cuánto tiempo deberé guardar cama, si no le supone mucha molestia.
—Cuando Zack le estrechó la mano, le inoculó un chorro de nanobuscadores. Es lo usual cuando dos desconocidos se saludan: el intercambio. Así, en un instante cada uno sabe lo necesario del otro, y se evitan malentendidos.
—¿Quiere decir que me…?
Fui invadida por una repentina sensación de asco, visceral e irracional, como si tuviera el cuerpo lleno de bichejos repugnantes. Debió de notármelo en la cara, porque intentó tranquilizarme:
—Relájese. La reacción pseudoanafiláctica que le provocaron las sondas, al no estar preparada, ya pasó. Quedó usted limpia. Además, la hemos desensibilizado para que su cuerpo no rechace los nano…
—¡Me niego en redondo a que alguien vuelva a meter esos… nanoengendros en mi organismo! —grité—. ¡Lo considero una invasión inaceptable de mi intimidad!
V’saa y Dga’h me miraron como si se hallaran ante un caso patológico o una cavernícola venida del pasado remoto. Se hizo un incómodo silencio.
—En fin, supongo que debemos mostrar tolerancia frente a los usos y costumbres de otras culturas —dijo al fin Dga’h—. Estudiaremos qué se puede hacer.
—Tendré que buscar en los fondos de algún museo una interfaz primitiva, no orgánica —añadió V’saa—. Me encargaré de ello inmediatamente. Si me disculpan…
Despedí a la doctora con un gruñido, mientras Dga’h se quedaba a mi vera y trataba de consolarme. Se le veía tan cariacontecido que al final logró apaciguar mi furia y quedamos tan amigos, tuteándonos incluso.
—Depuraremos responsabilidades, te lo prometo —me repitió una y otra vez—. Es inadmisible que nadie te advirtiera de nuestra idiosincrasia. No volverá a ocurrir.
Me tranquilicé. Una vez aclarado el error, y en cuanto me proporcionaran lo medios para desenvolverme en aquella sociedad, pensaba disfrutar de una estancia con todos los gastos pagados en un mundo exótico. Ilusa de mí.
5
AQUELLA misma tarde me consiguieron un casco con visera el cual, siquiera de modo imperfecto, me daba una idea de cómo percibían el entorno en Karolyi Omega. Fue como si un ciego de nacimiento recuperara la vista. Los edificios anodinos, las calles peladas de vegetación, se convirtieron por arte de magia en vergeles idílicos, floridos pensiles o sueños de un loco genial. Y eso, a pesar de que se me escapaban muchos matices de olores y sonidos, por más que el casco hacía lo que podía con los microaltavoces y nebulizadores. La ropa interior que llevaba bajo el vestido también era multimedia, y me permitía sentir la brisa o los cambios de temperatura que generaban los emisores de edificios y monumentos.
Las relaciones sociales me resultaron más peliagudas. En un planeta donde bastaba con tocarse para conocerse íntimamente, yo era como una tullida. Afortunadamente, me cedieron unos primitivos guantes de interfaz que filtraban la información recibida hasta el ordenador del casco, a la vez que proporcionaban nanosondas informativas a mis interlocutores. Con eso me pude ir apañando, y logré que me consideraran una excéntrica, como toda escritora extranjera. Resulta una buena estrategia convertir los defectos en virtudes, ¿no creéis?
El ciclo de conferencias sobre «El tratamiento literario del vampiro en la Antigüedad» constituyó un éxito, o eso creí. Logramos llenar las tres cuartas partes del aforo de un auditorio de grandes dimensiones, tan blanco y liso como la cúpula de un planetario apagado. Sin embargo, la nanotecnología moldeaba nuestras percepciones para que creyéramos hallarnos en un castillo medieval. Las efigies de autores y personajes de época flotaban a nuestro alrededor, llenando la atmósfera de velados susurros. Vlad Tepes, Stoker, Rice… Aromas sutiles a la par que perturbadores asaltaban nuestro olfato. Una ambientación muy lograda, debo confesarlo. Los debates resultaron la mar de animados, y nunca llegué a saber si los asistentes vinieron por propia iniciativa o a punta de pistola. Sí, como cuando invitamos a alguna eminencia a dar una charla en la universidad, y obligamos a los alumnos a acudir para que no esté la sala vacía, ¿eh, Abuelo?
Por supuesto, mientras duraron aquellas jornadas fui tratada a cuerpo de reina y me lo pasé divinamente. Mi vanidad fue enaltecida de forma casi obscena, y mi opinión de Karoly Omega mejoró considerablemente. Mas todo lo bueno se acaba, y llegó la hora de la cena de clausura. Supongo que los nativos la disfrutaron más que yo, porque todos sus sentidos estaban potenciados, pero resultó un festín delicioso. Durante los postres, Malyiv Dga’h me preguntó qué planes tenía durante los días que restaban antes de que llegara la astronave que me devolvería a casa. No me lo pensé mucho.
—Aprovecharé para hacer un poco de turismo por las islas norteñas. He leído en las guías que en una de ellas fundaron una reserva de fauna exótica. No es nativa del planeta, pero a pesar de eso merece la pena, según cuentan.
—Ah, sí, ya caigo. Hace siglos enviamos una misión de ayuda humanitaria a Chandrasekhar, para limpiarlo de las radiaciones que heredaron de mil guerras. No lo logramos del todo, pero a cambio nos obsequiaron con un lote de bichos sumamente pintorescos, que hicieron las delicias de nuestros biólogos. Allí les sobraban, con tanta mutación descontrolada. Sin embargo…
—¿Sí? —pregunté, intrigada.
—Disculpa mi atrevimiento, Sonia, pero me gustaría proponerte algo diferente. Además, estaría relacionado con tu trabajo.
Aquello me pilló por sorpresa.
—Por supuesto que acepto cualquier sugerencia, aunque adoro los animales y la naturaleza salvaje. ¿Qué es eso tan bueno que me ofreces?
Miró a su alrededor con aire sospechoso, parodiando una antigua película de espías.
—No es el mejor momento ni lugar para entrar en detalles. Si te parece bien, mañana a primera hora puedo pasarme por el hotel y te llevaré a… Bien, prefiero que sea una sorpresa.
En aquel momento no me pareció una mala idea. Supongo que el licor ingerido influyó asimismo en mi estado anímico.
—Has logrado intrigarme. De acuerdo, nos veremos mañana. Espero que no me defraudes.
—Eso, tenlo por seguro.
6
AL día siguiente me acompañó a un edificio que no distaba mucho del hotel. Si desconectaba el casco y contemplaba la descarnada realidad, todo a mi alrededor era idéntico: domos y paralelepípedos blancos o grises. Pero a ojos de sus moradores, la ciudad se trocaba en un perpetuo festival de colores y estilos arquitectónicos. No había otro límite que la imaginación, y aquella gente la tenía exacerbada. Costaba trabajo no quedarse parada en la acera a cada paso, admirando aquellas maravillas que se alzaban al cielo como si fueran más humo que piedra y plástico.
Malyiv se había propuesto hacerse el interesante, y no me quiso revelar el sitio al que nos encaminábamos hasta que llegamos. Lo miré extrañada.
—¿Es ahí?
—En efecto: el Panteón de karolyianos ilustres.
Desconecté el casco. El edificio tenía algo de personalidad, a diferencia del resto, lo que denotaba una cierta antigüedad. Recordaba a una versión en pequeño de Santa Sofía de Estambul, aunque desprovista de cualquier ornamentación. Volví a activarlo. La forma del edificio no se alteró, aunque los muros se tornaron iridiscentes y una especie de halo de santidad rodeó al Panteón. El efecto resultaba cautivador. «En fin, tampoco me disgusta visitar monumentos. Seguramente es el único digno de tal nombre que existe en Karolyi Omega, y Malyiv está muy orgulloso de él. Le pondremos buena cara para no herir sus sentimientos». Y así, de buen talante, entré detrás de mi guía.
Por dentro, el panteón no era gran cosa. En vez de bustos había robots vestidos como los personajes homenajeados, que interactuaban con los escasos visitantes. Mayormente se trataba de legisladores, o bien de científicos que contribuyeron a la mejora de la nanotecnología y, por tanto, al bienestar público. No tardé en aburrirme. Para quien ha visto las glorias del pasado que aún se conservan aquí, en la Vieja Tierra, aquello se le antojaría la obra de unos pobres advenedizos. Por supuesto, hice gala de mi más exquisita educación para no ofender a Malyiv.
Al cabo de un rato me condujo por un pasillo y bajamos por una rampa a los sótanos. Mi guía se puso serio. Me dio la impresión de que era presa de un cierto embarazo.
—Sonia, no sé cómo abordar esto, pero… Se trata de un asunto de Estado. Nos gustaría que una entendida como tú nos asesorara en un tema… espinoso. Espera, déjame acabar. En realidad, organizamos las jornadas literarias como excusa para invitarte a Karolyi Omega. Han sido muy interesantes e ilustrativas, claro que sí —se apresuró a apostillar, al darse cuenta de que me estaba enfadando—, pero carecemos de tu experiencia. Te hemos tratado como a una Presidenta de Gobierno; te quedaríamos muy agradecidos si nos hicieras el favor de ejercer de consultora. Propón tus honorarios; no los discutiremos.
Permanecí unos instantes incapaz de articular palabra. Me asaltaron sentimientos contradictorios. Por un lado, me irritaba profundamente aquel elaborado soborno encubierto. Por otro, me halagaba que me consideraran tan importante. Y qué demonios, habían picado mi curiosidad. Quería saber para qué me necesitaban aunque, a modo de travesura, decidí hacer sufrir un poco a Malyiv. Se lo había ganado.
—¿Insinúas que habéis estado jugando conmigo? ¡Inaudito! No me parece serio, y estoy tentada de considerarlo una afrenta…
Malyiv se deshizo en excusas y cumplidos para tratar de aplacarme, y a fe mía que lo logró. Ay, siempre me dejo seducir por las lisonjas. Simulé que mi furia remitía y que estaba dispuesta, al menos, a escuchar su propuesta. Se le iluminó la mirada.
—¡Excelente, Sonia! Mejor será que vayamos al grano. Como ha quedado demostrado, eres una experta en la Literatura gótica y de horror.
Me detuve, perpleja. No me gustó cómo sonaba aquello. Además, ahora que caía en la cuenta, habíamos llegado a una salita sin decoración, con una puerta al fondo.
—¿Me puedes decir de qué va esto? —exigí, en un tono que sonó un tanto agudo, me temo.
—Uh… —se retorció las manos—. Nuestra sociedad se basa en la nanotecnología y el libre intercambio de información, como ya sabes. No hay desigualdades, lo tenemos todo limpio y aséptico, controlable… Lo que está ocurriendo nos supera. Más aún, resulta ajeno a nuestra mentalidad. Por eso te necesitamos, ya que has estudiado el tema in extenso.
—¿Qué tema?
Me miró, mortalmente serio.
—Hay un vampiro en Karolyi Omega, y te rogamos que nos ayudes a atraparlo.
7
ME imagino que de tratarse de una película, en ese momento la banda sonora habría experimentado un crescendo, con lúgubres acordes y todo eso, mientras la abnegada protagonista pone cara de horrorizado asombro. En la vida real, sólo se me ocurrió decir:
—¿Estás de coña, o qué?
Malyiv suspiró.
—Acompáñame. Sólo te robaré unos minutos más.
Entramos a otra sala que tenía una de las paredes ocupada por nichos rectangulares. Hacía frío de verdad, no inducido por mi vestimenta. Malyiv tocó uno de los nichos, que se abrió y dejó salir una plataforma alargada con algo encima, cubierto por una sábana.
Entonces me di cuenta de que estábamos en una morgue.
—Disculpa la precariedad de las instalaciones, pero hemos debido improvisarlas. Normalmente reciclamos los cadáveres, pero hemos preservado éstos para que los estudiaras. Observa. ¿Qué te sugiere?
Alzó la sábana y yo estuve a punto de chillar. En efecto, aquello era un muerto genuino. Un occiso. Un fiambre. A un palmo de mis narices. Era la primera vez que me topaba con uno, y me supuso un sobresalto mayúsculo. Vivimos en una cultura donde cosas como los ancianos decrépitos, los lisiados o los difuntos son piadosamente ocultados, para que no nos traumaticen. Y allí tenía uno para mí sola, bien fresquito. Apagué el casco por si fuera una broma de mal gusto, pero no: varón, mediana edad, desnudo, de piel exageradamente pálida, expresión de horror en el semblante que la muerte no había dulcificado… Y dos heriditas en el cuello, justo a la altura de la yugular.
Debí de emitir una especie de graznido trémulo, que mi acompañante tomó por una señal de aquiescencia. Siguió informándome:
—En efecto, es lo que parece. Recogimos el cuerpo completamente exangüe. No sólo lo vaciaron de sangre, sino que le extrajeron hasta la última nanosonda. Puede que fuera éste el propósito real del asesino: robar todas las vivencias de la víctima, su personalidad completa, incluso aquellos aspectos privados que nos reservamos para nosotros mismos y que jamás osaríamos compartir. Un crimen monstruoso, inimaginable…
—Urk… —farfullé. Me faltaba el aire y sentí náuseas pero Malyiv, enfrascado en sus propias palabras, no se percató de mi angustia.
—Sí, queda el problema del desangrado. ¿Por qué lo hizo? ¿Se trata de un pasatiempo macabro, una especie de firma criminal? Tú, que has leído mucho al respecto, sin duda ya te habrás hecho una opinión. O quizá el móvil del asesino sea el consumo de sangre, y el robo de nanosondas resulta una mera secuela. No tenemos ni idea. En Karolyi Omega prácticamente no hay delitos, ya que todos los datos son registrados por alguna nanosonda, bien de la víctima, bien del ordenador más cercano. Aquí, en cambio, han vaciado completamente el cuerpo, y andamos a ciegas —me miró, solícito—. ¿Deseas ver el resto?
Como no podía ser de otra manera, en ese momento estallé.
—¡Esto es una maldita encerrona! —grité, y salí a toda prisa de la morgue. No me podía quitar de la cabeza la imagen del muerto; sin duda, tendría pesadillas durante unas cuantas noches. Mi indignación, no obstante, superaba con creces el susto recibido.
Malyiv salió en mi persecución, visiblemente atribulado, pero no le dejé que se excusara. Dado que no había más gente por allí, decidí explayarme a gusto y dejar bien claras las cosas:
—¡No tenéis derecho a hacerme algo así! ¡Habéis abusado de mi buena voluntad para tratar de involucrarme en un asunto turbio y desagradable, que ni me va ni me viene! —seguí despotricando en ese tono durante largo rato, acalorándome más y más, hasta que concluí—. Estoy dispuesta a olvidar el asunto, en nombre del buen trato que he recibido hasta la fecha, pero permíteme que te diga que vuestra actitud es incalificable. ¿Por qué no invitasteis a un equipo de forenses, en vez de a una estudiosa de la Literatura antigua cuya principal aspiración es vivir feliz, sin meterse en líos que la superan?
—Disponemos de la mejor tecnología forense, Sonia. Lo que requerimos es tu experiencia en vampirismo y mentalidad criminal. En suma, otro punto de vista que nos oriente. ¿Recuerdas tu disertación sobre la influencia del criminólogo Lombroso y su tratado El hombre delincuente en la descripción del Drácula de Stoker? ¡Eso es lo que nos hace falta, alguien que nos diga cómo piensa un ser humano capaz de matar y dejar sin sangre a un congénere! A nosotros se nos escapa, pese a todas nuestras nanomáquinas…
Lo que me faltaba por oír. Aquello era de locos.
—¿Mi experiencia? —era consciente de estar perdiendo los papeles, pero no me importaba—. ¡Te repito que sólo soy una profesora de Literatura! El hecho de haber leído unas cuantas docenas de libros del tiempo de Maricastaña no me convierte en una cazadora de psicópatas; una tarea, por cierto, que se me figura en extremo peligrosa. Ni estoy cualificada, ni tengo ganas, ni me da la ídem de que me endoséis semejante embolado. ¿Queda claro?
—Pero… —me miró con ojos de súplica.
—Mi negativa es rotunda; nada ni nadie me hará cambiar de opinión. Si estos cacharros —me señalé el casco— son el precio por mi colaboración, renuncio a ellos. Estoy dispuesta a pasar estos días en la habitación del hotel mirando al techo antes que… —la expresión de terror dibujada en el rostro de aquel cadáver volvió a aparecérseme—. Dioses, en menudos líos acabo metiéndome. En resumen, Malyiv: no contéis conmigo.
—No será necesario que nos devuelvas las interfaces, Sonia —mi interlocutor pareció resignarse—. Tienes razón; nos hemos excedido. Ya nos apañaremos con el vampiro, descuida. Olvida lo dicho. Como desagravio, permíteme que te aconseje acerca de tu excursión a la reserva biológica del norte…
Aquel cambio de actitud me desarmó. «Tal vez me he pasado con los reproches, pero lo del fiambre es de juzgado de guardia. Bueno, para lo que me queda de estar aquí, mejor será que guarde las formas y siga llevándome bien con los nativos». Me sentí muy aliviada cuando dejamos atrás el malhadado panteón y su inquietante contenido.
8
EL viaje a la isla de Q’tyiv fue rápido y ameno para los sentidos. El tóptero sobrevolaba un mar azul turquesa entreverado de verde, y las nubes bajas semejaban copos de algodón. Si conectaba el casco el vehículo desaparecía, y la sensación de volar era absoluta. Y voluptuosa, debo añadir, gracias a la ropa multimedia.
La isla tendría una extensión similar a la de Mallorca, para que os hagáis una idea, aunque bastante más montañosa. Las áreas accesibles para los turistas estaban acotadas y señalizadas, y había numerosos alojamientos, restaurantes y centros de ocio. Cuando le manifesté al guardabosque mi intención de caminar sola por el parque natural, suministró al ordenador de mi casco varios mapas de la zona, información detallada sobre la biota y un decálogo de consejos para el excursionista obtuso. Hizo especial hincapié en la prohibición radical de hollar los espacios protegidos y de molestar a los animales. Yo le respondí que no se preocupara, que tampoco era tan torpe, y me despedí.
Las dos primeras horas disfruté como una enana. Por fin estaba sola, en plena naturaleza, lejos de aquella gente y sus condenadas nanosondas. El paisaje era agreste; había robles, brezos y alisos por doquier, tuve que pasar por encantadores puentes sobre prístinos arroyos de montaña… Por supuesto, con lo miedosa que soy, hice caso a todas las señalizaciones que fui encontrando en el parque natural, para evitar tropiezos con criaturas potencialmente peligrosas.
Desde luego, la fauna de Chandrasekhar era sobresaliente. En concreto, los reptiles y anfibios, debido a la alta tasa de mutaciones típica de aquel mundo, alcanzaban tamaños impresionantes. Vi ranas como cervatillos, salamandras como cocodrilos, y los cocodrilos… Qué os voy a contar. Por supuesto, siempre guardé una distancia prudencial.
En torno al mediodía, y siguiendo las indicaciones que me proporcionaba el visor del casco, me metí por una senda más estrecha de lo habitual que me llevó hasta un pequeño calvero en el bosque. A diferencia de otros caminos, por éste no me crucé con ningún otro excursionista de los muchos que pululaban por la isla, aunque entonces no reparé en ello. «Según parece, a poca distancia de aquí hay una acebeda que alberga unos líquenes exóticos con podecios del tamaño de trompetas. Echaré un vistazo y luego llamaré a una plataforma agrav para que me lleve al restaurante más próximo. No pienso caminar cinco kilómetros más; una es amante de la naturaleza, pero dentro de lo razonable».
Había recorrido la mitad de aquel espacio libre de árboles, cuando un movimiento atrajo mi atención. Cinco animales habían salido de la floresta y miraban en mi dirección. Me detuve en seco y consulté de nuevo el visor del casco. «Aquí lo dice bien claro. ¡Se supone que en esta zona no hay criaturas de mayor tamaño que un gorrión, e igualmente inofensivas!» ¿Qué estaba pasando?
Los animales empezaron a caminar hacia mí. En ese mismo instante comprobé que los ataques de sudor frío, que hasta la fecha me parecieron un recurso literario propio de los malos escritores, que empleaban para describir los estados de pánico de los sufridos protagonistas de sus obras, eran reales. Sí, porque aquellas bestias adoptaron una formación en media luna, y cambiaron del paso al trote. Eran una suerte de cruce entre reptil y mamífero, con una librea de color verde sucio, y sus bocas entreabiertas estaban llenas de dientes. Hasta una chica de Letras como yo sabía lo que significaba todo eso: depredadores gregarios.
Todavía permanecí unos instantes petrificada, incapaz de creer que aquello me estuviera sucediendo a mí. Supongo que pensé que si me quedaba quieta, aquellos monstruos no me harían daño. En cambio, si salía corriendo, sólo los estimularía a perseguirme y cazarme. Sin embargo, pese a mis buenos propósitos, cuando la distancia que nos separaba se redujo a la mitad, no pude aguantar más. De hecho, y no me siento orgullosa de ello, perdí completamente la compostura. Chillé como una colegiala al ver un ratón, di media vuelta y me largué a toda pastilla, más rápida de lo que nunca hubiera creído posible.
Por un momento creí que lo conseguiría, que llegaría al bosque antes que los depredadores y que podría trepar a un árbol, pero los animales eran muy veloces, inteligentes y se coordinaban a la perfección. Los dos más ágiles, que galopaban por los extremos, me cerraron el paso. Uno de ellos se abalanzó sobre mí y me golpeó, dejándome sin aliento. Me incorporé a duras penas, pero su compañero me dio un topetazo que me rompió varias costillas y me desplomé sobre la hierba. Lo último que recuerdo es una boca de aliento fétido repleta de colmillos a un palmo de mi cara, luego un destello blanco y a continuación la bendita inconsciencia.
9
MALYIV se aproximó a la cabecera de la cama, y yo me alegré sinceramente de verlo. Sin embargo, no me saludó efusivamente. Se me quedó mirando muy serio. La sonrisa murió en mis labios.
—¿Sucede algo, Malyiv? ¿Se trata de una mala noticia que los médicos no quieren contarme? —fue lo primero que se me ocurrió.
—Tu estado de salud evoluciona favorablemente, Sonia —me tranquilizó—. En unos cuantos días te darán el alta. Has perdido el viaje de vuelta a tu planeta, pero no habría problema en que partieras en la siguiente nave. No obstante… Me apena tener que decir esto, pero has cometido un grave delito ecológico, severamente penado en Karolyi Omega. Te introdujiste en un área totalmente restringida: el territorio de caza de los lobos verdes. Se trata de unos rarísimos depredadores de las tierras altas del planeta Chandrasekhar, en peligro de extinción. Pusiste tu vida en peligro, ya que se trata de ferocísimos carnívoros. Por fortuna, el guardabosque captó la señal del sistema de posicionamiento de tu ordenador, y llegó en el proverbial último minuto.
No supe qué contestar, atónita. Y Malyiv no había terminado:
—Para salvarte, tuvo que matar a uno de los animales y herir de gravedad a otros dos. Tu insensata temeridad, aparte de que estuvo a punto de haberte costado muy caro, ha supuesto el sacrificio de unas formas de vida de valor incalculable. Y eso, según la Ley, debes pagarlo.
Malyiv guardó un ominoso silencio. Yo empecé a darme cuenta de lo que implicaban sus amonestaciones.
—Pero… ¡Si fue un accidente! Según mi casco, caminaba por zona segura…
—Eso no concuerda con los registros del ordenador. Las pruebas indican que delinquiste conscientemente. El casco te avisó repetidamente para que abandonaras el sendero que conducía a los lobos verdes.
—¡Mentira! —grité—. ¡Se debió de averiar cuando…! ¡No sé, pero te juro por lo más sagrado que, según el casco, allí sólo había una acebeda con líquenes y musgos raros!
—No es eso lo que aseguran los técnicos; lo siento. Tampoco podrás apelar al desconocimiento de las leyes. El guardabosque te aleccionó bien. Ay, tengo el triste deber de comunicarte que sin duda serás condenada a varios años de cárcel. Quizá puedan extraditarte a tu mundo; tendríamos que revisar las cláusulas del tratado de adhesión a la Corporación. En cualquier caso, supondrá una mancha indeleble en tu expediente. Te expulsarán de la Universidad, y dudo que encuentres un puesto de trabajo acorde con tus aspiraciones —el maldito se calló durante unos segundos, permitiendo así que asimilara lo que me aguardaba—. Aunque…
—¿Sí? —pregunté, esperanzada.
—Estaríamos dispuestos a olvidar el delito si nos ayudas en nuestra investigación sobre el vampiro.
Entonces lo entendí todo. Me incorporé, hecha una furia.
—¡Cabrones! Se trata de otra elaborada encerrona, ¿verdad? ¡Habéis montado la farsa de los lobos para obligarme a ejercer de detective! ¡Sois unos…!
Me quedé muda por la indignación. Malyiv sonrió como un inocente querubín.
—Cálmate, Sonia. Los médicos te han recomendado reposo. Dentro de unos días volverás a ponerte en pie, y enviaremos un tóptero que te llevará hasta la capital. Tenemos mucho trabajo por delante. ¿Sabes? Me hace mucha ilusión trabajar junto a una eminencia como tú. Es todo un honor.
Le pormenoricé de forma muy colorista dónde se podía introducir el honor y la ilusión, pero Malyiv no se alteró. Me obsequió con una reverencia y me dejó sola, rumiando mi desgracia.
10
UNA vez restablecida de mis achaques, retorné a la capital para sumarme a la caza del esquivo vampiro. Malyiv trató de congraciarse conmigo y mantenerme lo más feliz posible. No sé si su actitud tan cordial se debía a una mala conciencia o a que así yo rendiría más en el trabajo que me había impuesto. Por mi parte, me refugié en el laconismo. Por la cuenta que me traía, léase mi futuro profesional, colaboraría con ellos, pero no podrían esperar que pegase saltos de alegría, encima…
—Tienes todos los recursos de Karolyi Omega a tu disposición, Sonia —me informó, siempre sonriente—. Te alojarás en las dependencias del Cabildo, tan cómodas como la mejor suite gracias a la nanotecnología.
—Pues qué bien —rezongué.
Me asignaron al cachas de Zack como ayuda de cámara. Por lo que me dio a entender, estaba a mi entera disposición para todo lo que gustase mandar. Y cuando digo «todo», se trataba precisamente de eso: desde traerme un café, hasta… En fin, no estaba yo para juergas que dijéramos, con el cabreo y el resentimiento que me reconcomían.
Centrándonos en el asunto del vampiro, Zack esperaba que me comportara como una heroína de película. Sin duda, creía que, gracias a los viejos libros que había leído a lo largo de mi vida, enseguida tendría una idea brillante y me arrojaría en pos del asesino. En el fondo, el bueno de Zack era como un niño, más simple que el mecanismo de una chupeta. Yo era muy consciente de mis limitaciones: una estudiosa de la Literatura, carente de dotes para la investigación policíaca. El hecho de que en Karolyi Omega pusieran toda su esperanza en mí, se me antojaba un despropósito, un monumento a la insensatez. No obstante, por orgullo profesional trataría de hacerlo lo mejor posible.
Zack se decepcionó mucho cuando le expliqué mi plan de actuación.
—No sé por qué, pero presuponéis que mis vastos conocimientos sobre la Literatura gótica solucionarán vuestro problema por arte de birlibirloque. Lamento ser prosaica, pero abordaré este caso al estilo tradicional universitario, como si se tratase de una tesis doctoral. La primera e ineludible fase es la de recopilar información, una tarea tediosa en ocasiones, pero que no suele entrañar riesgos para la integridad física. Supongo que la Policía guardará los expedientes de todas las víctimas, ¿verdad?
El vampiro llevaba a sus espaldas siete asesinatos, nada menos. Aparte de esos absurdos nombres que gastaban en Karolyi Omega, llenos de apóstrofes y con idénticas terminaciones, los occisos poco o nada tenían en común. Había cinco hombres y dos mujeres, cuyas edades oscilaban entre los 32 y los 158 años estándar. Sus oficios eran de lo más diverso: encargado de hidropónicos, controlador de vuelos, gestor de nanosistemas, gabroleador interino (no logré averiguar qué diantre era esto último; me parece que tenía algo que ver con el diseño de entornos virtuales, pero no me hagáis mucho caso), rentista, gerente de hotel… A partir de ahora, para no confundiros con vocablos exóticos, me referiré a cada uno de ellos por un número, en vez del apellido.
Así pues, disponía de una lista de personas y no sabía muy bien cómo meterle mano. Si el vampiro realmente era tal, parecía una especie de gourmet, al que le gustaba picar de todo un poco, como quien va tapeando por los bares. Por tanto, decidí recabar más datos. Supuse que sería útil relacionar cada víctima con la fecha y el lugar de su muerte, para ver si existía algún patrón en el comportamiento del asesino. Se lo comenté a mi inseparable guardaespaldas, más que nada para entablar conversación. Me daba un poco de pena verlo plantado ahí, junto a la puerta, tan solícito.
—¡Buena idea! —exclamó, entusiasmado—. Se dice que los vampiros atacan durante las noches de luna llena…
—Eso se aplica al hombre lobo —lo corté—. Además, Karolyi Omega no tiene luna, que yo sepa.
—Ah —y permaneció en silencio, mohíno. Como os dije, Zack era un tanto corto de entendederas, pese a las posibilidades de aprendizaje que otorgaba la nanotecnología. Claro, ésta tampoco podía obrar milagros.
Los lugares donde aparecieron aquellos desdichados no me sugirieron nada. Los señores Uno, Cuatro y Siete fueron encontrados en sus casas. Don Cinco apareció tirado en un callejón, mientras que Don Tres y las señoras Dos y Seis se despidieron de este valle de lágrimas en sus lugares de trabajo. No hubo testigos de los ataques. El vampiro no actuaba a una hora fija; le daba lo mismo el día que la noche.
Las fechas de los crímenes tampoco parecían seguir una pauta fija o predecible, aunque los tres primeros ataques estaban más próximos que el resto, separados más o menos un mes. Luego se espaciaban cada dos o tres meses. Me percaté de algo que me hizo estremecer. El último asesinato ocurrió un día después de que yo llegara al planeta. No se trataba de crímenes viejos; por tanto, era muy posible que el vampiro siguiera activo.
Sí, pensábamos en «él» o «ella», en singular. Según las antiguas novelas, el vampirismo era contagioso, pero aquí no se había generado una plaga de chupasangres. Teníamos la impresión de que nos hallábamos frente a un psicópata solitario, que se dedicaba a desangrar y robar nanotecnología a sus víctimas. No obstante, y después de la jugarreta que Malyiv y los suyos habían urdido contra mí, todas mis simpatías estaban con el vampiro, para qué os voy a engañar. De momento, yo seguiría recopilando datos, espigando y redactando informes, hasta que se aburriesen y me dejasen partir.
Me lo tomé con filosofía. Además, había una circunstancia que me tranquilizaba. El vampiro, aparte de un frío asesino, debía de ser alguien muy inteligente, para camuflarse tan bien. Si lo que ansiaba era robar nanosondas, yo no tenía ni una en el cuerpo, que supiera. Por lo demás, el caso era inquietante. Todas las víctimas parecían haber muerto entre horribles sufrimientos, a juzgar por sus expresiones post mortem. Y luego estaba lo de la sangre. ¿Qué haría con ella? ¿Para qué la querría? ¿Se trataba simplemente de un toque melodramático, o había algo más?
11
SUPONGO que os estaréis preguntando lo mismo que yo en vuestro lugar: ¿qué podía aportar una extranjera que no se le hubiese ocurrido ya antes a la Policía local? Pues mucho, por raro que parezca.
En Karolyi Omega dependían tanto de los registros de las nanosondas, que el asunto del vampiro los había desbordado completamente. Siglos de adecuación a la nanotecnología habían condicionado sus costumbres, y alzado ciertas barreras insalvables en su modo de pensar. Los investigadores se afanaban en rastrear todo su mundo en busca de alguna nanosonda perdida de las víctimas o el asesino, pero eran incapaces de seguir rutas de pensamiento alternativo. En el fondo, no sabían hacer nada aparte de grabar, intercambiar y contemplar. Cualquier cosa que se saliera de aquella rutina los desconcertaba. Habían perdido ciertas buenas costumbres de antaño.
Por desgracia para ellos, no habían contratado los servicios de un curtido detective, sino de una lectora compulsiva. No obstante, de las novelas policíacas que había devorado en mis años mozos extraje la idea de que, entre todas las víctimas, tal vez la primera (la llamaremos Don Uno) estuviera relacionada familiar o profesionalmente con el asesino, salvo que éste las escogiera al azar. ¿Por qué no? Me apresté a averiguar todo lo que pudiera sobre su vida privada y pública, pero poco pude sacar en claro.
—El vampiro robó sus nanosondas —me dijo Zack—. Sus vivencias se han perdido.
—¿Qué tal si preguntamos a quienes le conocieron? —repliqué—. Me refiero a hablar con ellos personalmente, cara a cara. A lo mejor recuerdan algo útil.
Zack me miró con ojos como platos y, acto seguido, el asombro dejó paso a una rendida admiración hacia mi persona. Debió de considerarme como una mente privilegiada, capaz de tener ocurrencias que se escapaban al entendimiento del resto de los mortales. Aquello me halagó, pero también me dio mucho en qué pensar. Para los moradores de Karolyi Omega, todo lo que no implicara un intercambio de sondas era sencillamente impensable, tan lejano a su experiencia que casi podría calificarse de tabú. Alucinante, sí.
Dar con los conocidos de Don Uno resultó más arduo de lo esperado. Aquellas gentes podían deshacerse de las nanosondas que ya no les resultaran útiles, como cuando en la prehistoria de la Informática vaciaban la papelera de reciclaje del ordenador. Lo hacían porque consideraban prescindibles aquellos conocimientos, o bien por motivos emocionales. Cuando alguien decía: «¡No quiero saber más de ti!», cabía interpretarlo en sentido literal. El olvido era completo. Aquello se me antojó monstruoso, insano. Vi a los de Karolyi Omega como si fueran esculturas modeladas en arena de playa, que el viento y el oleaje deshacían lentamente hasta que no quedaba rastro de ellas.
Por fortuna, en el planeta había un sistema de comunicación eficaz, que se empleaba en casos de emergencia. Encargué a Zack que introdujera un mensaje en la Red planetaria, rogando a los que hubieran conocido a Don Uno que se pusieran en contacto con nosotros. Dimos con unos cuantos, que se sometieron sin protestar al interrogatorio. Supongo que lo consideraron una excentricidad, pero al fin y al cabo yo era extranjera: un ser proclive a las rarezas, que no respetaba las normas elementales de urbanidad.
¿Qué saqué en claro acerca de Don Uno? Se trataba de un hombre peculiar, incluso para Karolyi Omega, sin parientes conocidos. De joven había amasado una gran fortuna en la Bolsa, pero en vez de seguir especulando con el dinero, lo guardó en un banco y, con los pingües intereses, se dedicó a pegarse la gran vida. Qué envidia.
—Ay, sus inimitables fiestas… —suspiró una amiga.
También era un fanático del intercambio. Al parecer, le gustaba atesorar vivencias ajenas como una urraca, y nunca las borraba.
—Siempre presumía de ello —me confesó una señora entrada en años—. Llegaba a hacerse un poco pesado, con tanta promiscuidad…
—¿Ves, Zack? —le dije a mi ayudante—. En los ordenadores del Gobierno tenéis registrado el número de afiliación a la Seguridad Social y un sinfín de datos más, pero no muestran en realidad cómo era la persona. El contacto humano resulta esencial.
Zack me miraba como si yo fuera la Guardiana de la Sabiduría Universal, lo cual me divertía mucho.
Asimismo, quise saber si Don Uno también coleccionaba objetos de valor, pero en cuanto lo pregunté me tomaron por loca. En Karolyi Omega nadie guardaba cosas tangibles. ¿Para qué, si la nanotecnología remedaba a la perfección la realidad?
Malyiv se reunió conmigo para que lo pusiera al día de mis pesquisas. Le parecieron muy brillantes y acertadas, por más que a mí se me antojara una investigación rutinaria, llevada a cabo por una aficionada.
—¡Genial! —exclamó, muy contento—. A ninguno de nosotros se nos habría ocurrido apelar a la memoria orgánica de las personas, teniendo las nanosondas. Tu forma de ver las cosas aporta una nueva perspectiva sumamente fructífera.
—No tanto como te figuras, por desgracia. La memoria orgánica de tus paisanos está un tanto atrofiada, por falta de ejercitarla. Dependéis demasiado de la tecnología, hasta el punto de haberos convertido en esclavos de ella.
—Exageras, querida.
—Lo que tú digas —no quise seguir llevándole la contraria—. En fin, ahora sabemos que Don Uno guardaba un montón de vivencias. Por tanto, era el objetivo ideal para nuestro vampiro. Por desgracia, el finado conocía a demasiada gente, y seguimos sin saber la identidad del asesino.
—En efecto —quedó unos instantes absorto—. ¿Qué sugieres que hagamos a continuación?
«A buena se lo has venido a preguntar», pensé.
—Seguiremos localizando a parientes y amigos de la siguiente víctima —propuse. Era lo único que se me ocurría, ya que no tenía ni idea de cómo dar con un psicópata prudente. Así, al menos pasaría el tiempo hasta que Malyiv y compañía comprendieran que yo no valía para detective y me dejaran marchar.
12
DOÑA Dos no se parecía en nada a Don Uno. Era una simple gerente de hotel; por lo que deduje, de lo más anodina. No tenía amigos; me dio la impresión de que quienes la conocieron no tardaban en borrarla de sus memorias. Por tanto, indagué entre sus compañeros de trabajo.
Los hoteles de Karolyi Omega son poco más que simples edificios con celdas espartanas. Según lo que pagues, la nanotecnología transmuta aquellos cubículos en lujosas suites o cabañas en medio de una paradisíaca jungla. La labor del gerente se limita a supervisar a los técnicos que modelan las percepciones de los clientes y a llevar la parte económica del negocio.
Ni sus propios compañeros de trabajo pudieron contarme mucho de Doña Dos. En realidad, apenas se relacionaban con ella. Sentí pena por la pobre. Karolyi Omega parecía un mundo feliz, donde todos tenían cuanto deseaban, pero si rascabas un poco esa pátina de alegría y satisfacción, descubrías una sociedad pobre, triste, con personas que vivían muy solas, por más que no quisieran darse cuenta de ello.
—Supongo que el hotel guardará un registro de clientes —pedí.
No esperaba hallar nada en él, pero resultó que Don Uno se había hospedado allí unos días antes de su muerte. Asimismo, también estuvo alojado Don Tres, justo la víspera del asesinato de la gerente.
Don Tres era un gabroleador de pura cepa, otro personaje del montón, cuyo único rasgo destacable fue pasar por el mismo hotel que las dos víctimas precedentes. A mi pesar, sentí una cierta excitación. «Mira que si, después de todo, consigo descubrir algo… Tendría guasa, la cosa». Mi entusiasmo, que había logrado contagiar a Zack, se enfrió un tanto al constatar que ningún otro de los difuntos había pernoctado en el hotel.
—Mi gozo en un pozo… Volvamos a la rutina; qué se le va a hacer.
Con la paciencia adquirida a lo largo de mi vida académica a base de compilar bibliografía, procedí a entrevistar a los deudos y conocidos de las siguientes víctimas. Me llamó la atención la anestesia emotiva de aquellos individuos, su escasa capacidad empática. El Gobierno había ocultado los detalles vampíricos de los fallecimientos, pero eso no explicaba el aplomo, el aparente desinterés frente a la pérdida de un amigo o un hermano. Supuse que aquella forma de vida acababa por enajenar al más pintado, a base de protegerlos de los sinsabores cotidianos. ¿Te aflige un disgusto? Pues en vez de afrontarlo, superarlo o digerirlo, te refugias en un mundo construido a tu medida. Era fácil evadirse, sí. Y muy humano. Ya sé que sueno como una moralista neoconservadora, pero echaba cada vez más de menos a mi gente. Dioses, cómo ansiaba abandonar Karolyi Omega.
Por fin terminé de entrevistar a educados ciudadanos y regresamos a la oficina. Tenía que estudiar todo el material obtenido, cotejar listas de amigos comunes, etcétera.
Y para mi sorpresa, acabé por hallar una pauta.
13
—SE trata de una cadena.
Malyiv y Zack me miraron con semblantes de incomprensión. Me vi obligada a explicárselo:
—Tenemos siete víctimas, ¿verdad? Ordenémoslas cronológicamente según su fecha de muerte. Pues bien, cada una de ellas conocía, siquiera de forma superficial, a la anterior y a la siguiente de la lista. Don Uno y Don Siete, por ejemplo, jamás llegaron a verse, pero hay una serie ininterrumpida de enlaces intermedios entre ambos.
—Asombroso… —murmuró Malyiv, mientras Zack me miraba con veneración—. ¿Qué sugieres que hagamos a continuación?
Si me dieran un crédito cada vez que me formulaban esa pregunta, me convertiría en millonaria. Adopté una pose profesional, en plan Miss Marple:
—Pues… Si el asesino es persona de costumbres, creo que deberíais vigilar a los parientes y amigos de Don Siete. La próxima víctima podría figurar entre ellos —en verdad, me sentía orgullosa de descifrar parcialmente el enigma y, a la vez, de haber hecho algo útil. Sin embargo, tampoco olvidaba la encerrona que me tendieron con los lobos—. Pienso, queridos amigos —les dije, con mi mejor sonrisa—, que mi labor aquí ha concluido. Os he enseñado todo cuanto sé —añadí, tratando de no sonar irónica—. El resto es labor de las fuerzas del orden. Mantened la vigilancia, y seguramente atraparéis al asesino in fraganti, justo antes de que mate a alguien más. Pero eso, como comprenderéis, ya no es misión de vuestra segura servidora. No soy mujer de acción. Creo que, en justicia, deberíais liberarme de mis compromisos. Por mi parte, he cumplido con creces.
Zack pareció apenarse sinceramente. Por alguna incomprensible razón, me había constituido en un referente para él. Supongo que se quedó con las ganas de acostarse conmigo, pero yo, aunque no sea una santa (y el mozo estaba bastante bueno, siempre que no abriera la boca), me negué por principio a tocar a alguien capaz de llenarme de nanoporquerías. Bueno, que le dieran morcilla, después del susto que me llevé en el astropuerto por su culpa.
Malyiv, aunque al principio se mostró un tanto reacio, acabó por admitir que ya me habían sacado todo el jugo posible. Nada me retenía en el planeta; aleluya. Los días siguientes los dediqué a poner en regla mis asuntos legales y asegurarme, por medio de un abogado, de que en efecto retiraron los cargos contra mí. Una vez todo solventado, me quedé muy satisfecha. Lo había pasado mal, y lo de los lobos verdes no tenía nombre, pero ya quedó atrás, y la mente tiende a olvidar los malos trances sufridos. Además, cumplí con la tarea impuesta, y en Karolyi Omega me consideraban una especie de genio. Y también tendría algo que contar a los amigos en las tertulias, qué caramba.
Tan sólo restaba un último trámite antes de embarcar en la nave. Debía pasarme por la consulta de la doctora Nur V’saa para que me practicara un chequeo. Quería cerciorarme de que no me quedaba en el cuerpo, por error u omisión, una de esas condenadas nanosondas.
La consulta estaba ubicada en la segunda planta del hospital, y mientras subía por el ascensor pensé en pedir que me pusieran una vacuna contra esas cosas, no fuera que pillara alguna a última hora, camino del astropuerto. Aún llevaba el casco, del todo necesario para desenvolverme en aquel mundo. Me divertía, en plan juguetón, desconectándolo ocasionalmente. Me hacía gracia el contraste entre el hospital soñado por ellos, lleno de color y aromas agradables, y el edificio pelado que en realidad era.
Llegué ante la puerta con el rótulo «2.19». Había un simpático timbre virtual con forma de granada. Lo pulsé. Pasó un buen rato sin que la doctora apareciese y comencé a impacientarme. «¿Estará roto el timbre o no me habrá oído?» Llamé varias veces, con idéntico resultado. «A lo mejor no recuerda que teníamos concertada una cita», pensé, irritada.
Probé al viejo estilo, golpeando con los nudillos. La puerta se abrió en silencio. Entré, un tanto sorprendida.
En la consulta había un pequeño pasillo a la entrada, junto al aseo, y luego una sala más amplia, con la mesa, el sillón, la camilla, los aparatos médicos… y un cadáver en el suelo.
La doctora V’saa tenía los ojos muy abiertos, la piel pálida como la leche y una expresión de horror absoluto en la cara. El cuerpo yacía en una postura antinatural, como si lo hubieran atenazado espasmos de agonía. En el cuello, a la altura de la yugular, había dos pequeñas heriditas rojizas.
14
SI mi primer cadáver me dio mal yuyu, el segundo me lo tomé infinitamente peor. Supongo que me puse a gritar como una loca, y el personal médico tuvo que sedarme con una dosis de caballo. Por suerte, accedieron a llevarme a la oficina que había ocupado durante los últimos días, ya que me negué a permanecer en el mismo edificio que había sido visitado por un asesino psicópata. Incluso podía ser uno de los enfermeros, puestos a pensar mal.
Según me informó Malyiv, la doctora llevaba apenas una hora muerta cuando llegué a su consulta. Su cuerpo estaba vacío de sangre y nanosondas, y el vampiro no había sido registrado por nada ni nadie, para variar.
En cuanto se me pasó lo peor del susto, me avergoncé por haber dado semejante espectáculo.
—Menos mal que salgo de Karolyi Omega dentro de unas horas —le confesé a Malyiv—. Cuando lo cuente en mi mundo, no se lo van a creer.
Malyiv me miró con una expresión en la que se entremezclaba la seriedad y la compasión. Tragué saliva.
—Oye, ¿no pretenderás que…? —balbucí; él asintió, con cara de circunstancias, y yo fui presa de la exasperación—. ¡Me niego! ¡Ya no os hago falta para nada! Sabéis lo que tenéis que hacer: comprobar si la doctora entró en contacto con el difunto Don Siete, y averiguar quiénes son sus parientes, amigos y conocidos. Vigilad a todos los que estuvieron con ella durante las últimas semanas, y…
Me detuve en seco. Debí de quedarme más pálida que las víctimas del vampiro.
—Bienvenida al club de candidatos al mordisco, Sonia —dijo Malyiv, con fatalismo.
Tuvieron que inyectarme otra dosis de sedante. Cuando recobré la compostura, recurrí a todos los argumentos que se me ocurrieron para que me dejaran marchar en la primera astronave que abandonara el planeta, pero Malyiv no cedió.
—Zack, tú y yo, más un montón de pacientes de la doctora, debemos considerarnos víctimas potenciales. Según tu teoría, el vampiro, de acuerdo con su retorcida e incomprensible lógica, probablemente ya ha elegido a uno de nosotros para su próximo festín. Cabe la remota posibilidad de que seas tú. Si te fueras, quizá el vampiro cambiara su modus operandi, y otros inocentes sufrirían las consecuencias. Lo siento de veras, pero debemos mantenerte vigilada, por si acaso, hasta que todo esto pase.
—¡Pero si no hay ni una puñetera sonda en mi cuerpo! ¿Qué interés puedo tener para el vampiro?
—Igual desconoce tu virginidad…
—Si ha accedido a todos los recuerdos de la doctora, seguro que lo sabe. Reconócelo: estoy segura de que no irá a por mí.
Seguí despotricando, arguyendo e insultando, pero no hubo manera de que se apiadaran de mí. Cuando me dejaron a solas, pude sumirme a placer en la amargura. Pese a que intenté, mediante los servicios de un abogado, salir a toda prisa de Karolyi Omega, alguna abstrusa ley local lo hacía imposible. Debía quedarme, y los dioses sabrían por cuanto tiempo.
El vampiro había asesinado a V’saa pocas semanas después que a Don Siete; es decir, el tiempo entre ataques se reducía drásticamente. ¿Seguiría así o, por el contrario, a partir de ahora espaciaría más sus actuaciones? Un sombrío panorama, especialmente si se tenía en cuenta que podía figurar en la lista de un psicópata empeñado en emular a Drácula.
Porque, señoras y señores, en contra de lo que le había dicho a Malyiv, no me podía quitar de la cabeza la sensación de que el maldito vampiro iba a por mí. ¿Temor irracional? A esas alturas, ya me había vuelto completamente paranoica. Creí que, conforme a las pruebas, existía una especie de confabulación cósmica contra mí, una pobre mujer que nunca se había metido con nadie, incapaz de matar una mosca… Era injusto. En resumen: no recuerdo haberlo pasado peor en toda mi existencia.
A la fase de angustia vital le sucedió la apatía resignada, luego los episodios agudos de cabreo y finalmente el calentamiento de coco. No paraba de darle vueltas a todo lo sucedido y, en especial, al calendario. ¿Qué día atacaría de nuevo el impredecible vampiro? Pues estaba segura de que lo haría, y probablemente con éxito. Malyiv y compañía me parecían un hatajo de incompetentes a la hora de detener a un delincuente.
Y claro, de tanto pensar, se me ocurrió una idea desagradable. Fui a visitar a Malyiv y se la espeté a bocajarro:
—Nuestras hipótesis sobre el comportamiento del criminal se basan en los datos obtenidos a partir de las siete, perdón, ocho víctimas, pero… ¿Estáis completamente seguros de que no hay más?
Malyiv me miró como si fuera un alienígena, por abordarlo así, aunque me respondió con amabilidad:
—Pues claro que sí, querida. Si lo deseas, podemos regresar a la morgue y contarlas de nuevo. ¿Necesitas una calculadora o te apañarás con los dedos?
Me mordí la lengua para no soltarle una réplica soez.
—Me refiero, ¡oh, fénix de los ingenios!, a si cabe la posibilidad de que se os haya pasado algún cadáver por alto. ¿No podría el asesino destruir o esconder el cuerpo del delito en algún lugar recóndito? ¿Eh?
Como me temía, tal contingencia no se les había pasado por la mente. Estaba en un país donde la tecnología había convertido a sus habitantes en peleles sin iniciativa.
—Nadie ha desaparecido en los últimos tiempos, que tengamos noticia —insistió.
—Esto… Considérame una turista ingenua, que desconoce las obviedades de la civilización, pero… ¿Eso implica que cualquier ciudadano de Karolyi Omega está controlado en todo momento?
Puso cara de suficiencia antes de responderme:
—Cuando interactuamos con una máquina, un dispensador de comida, un control, etcétera, queda registrado. Si una persona no da señales de vida durante cierto tiempo, se activa una alerta. Como ves, todo está controlado hasta el último detalle.
—Sí, y yo soy el capitán Manso. Así os va… Por cierto —sonreí, maliciosa—, si el vampiro va acumulando las sondas de sus víctimas, tal vez sea capaz de hacerse pasar por ellas en los controles, ¿me equivoco? En tal caso, podría liquidar discretamente a alguien, ocultar el cuerpo y simular que sigue vivo.
A juzgar por lo rápido que empalideció, deduje que de nuevo había puesto el dedo en la llaga.
15
EN esta ocasión reaccionaron rápido. Karolyi Omega es un mundo poco poblado, de menos de cincuenta millones de habitantes, y se cursó la orden de que todos ellos pasaran por los escáneres de la comisaría más cercana. Allí se les sometía a un chequeo de huellas dactilares, iris, ADN y demás arcaicos sistemas de identificación. Se adujo que tan inesperada orden obedecía a una actualización rutinaria del soporte lógico de los ordenadores del Servicio de Empadronamiento, o una trola similar. La ciudadanía, muy cívica ella, cumplió sin rechistar.
Había 47 desaparecidos.
—Odio tener siempre razón —le dije a un atribulado Malyiv.
Se procedió a toda prisa al rastreo de los desaparecidos. Se examinaron los registros de sus últimos movimientos conocidos.
—Según esto, siguen vivos —informó un técnico, perplejo—. Hoy mismo, algunos de ellos han hecho uso de varios servicios: dispensadores de comida, peluquería…
Como suponía, siguieron sin poderlos localizar físicamente, a modo de fantasmas evanescentes. Además, pronto descubrieron algo inquietante. Cada uno de los desaparecidos se comportaba habitualmente según una rutina determinada, o sea, fichaba de manera predecible. Esa forma de actuar sufría una alteración a partir de determinado momento, como si esos individuos se convirtieran en otras personas. El paso de los controles se espaciaba y hacía más irregular, aunque siempre merodeaban por la capital o cercanías. Más aún, ese cambio de proceder tenía lugar justo después de haber visitado un parque de atracciones situado cinco kilómetros al suroeste de la ciudad. Concretamente, en todos los casos habían hecho uso de algo llamado «Túnel del Amor».
—Dioses, creí que esas cosas sólo existían en las insufribles películas para adolescentes ñoños —murmuré.
Por fin teníamos una pista sólida para dar con nuestro falaz asesino. Se organizó un grupo de asalto, o lo que por tal entendían en Karolyi Omega. Supongo que una pareja de comandos de las F.E.C. se lo merendaría en un santiamén. Por supuesto, una servidora se apuntó a la misión; me dije que en ningún otro sitio del planeta estaría más protegida. Ellos agradecieron mi gesto; pensaban que se me ocurriría alguna otra genialidad. En el país de los ciegos, una tuerta miope podía ser la reina.
El parque de atracciones me pareció un tanto sui generis, aunque tratándose de Karolyi Omega, no sé de qué me sorprendía. En vez de barracas, quioscos y artilugios diseñados para centrifugar, machacar y marear a los usuarios, aquí sólo había unos domos hemisféricos con butacas en su interior. Las nanosondas y la ropa eran capaces de simular norias, balancines, autos de choque y demás. Conecté el visor del casco. Los domos se transmutaron en atracciones llenas de color y aspecto peligroso, con nombres al estilo de «Látigo Mortal», «Trituradora Cósmica» o «Guerrilleros Sangrientos». Y el «Túnel del Amor», cómo no.
El público había sido desalojado un rato antes, lo que, a mi entender, dotaba al parque de una atmósfera siniestra. Incluso el túnel, con un aire pretendidamente retro, quedaba más lúgubre que otra cosa. Además, todos aquellos amorcillos, tórtolas dándose el pico y corazones rojos 3D eran un auténtico asquito.
El túnel tenía forma de herradura, de unos ciento cincuenta metros de longitud. Las parejas (o tríos, o lo que se estilara por allí) se montaban en unas plataformas agrav que remedaban a falúas con forma de cisnes que surcaban un río de mercurio. Una vez dentro de la atracción, los dulces amantes eran golpeados por un sinfín de imágenes románticas o eróticas, y supongo que rociados con un cóctel de feromonas. Volví a desconectar el casco. No era más que un túnel de paredes grises, triste y ramplón. Lo recorrí despacio, sin alejarme del grueso del equipo, siempre escoltada por Zack. Experimentaba un saludable y comprensible miedo a quedarme sola. No podía quitarme de encima la sensación de que un ser horrible se agazapaba en un recoveco del túnel, dispuesto a saltarme a la yugular.
En apariencia, allí no había nada fuera de lo normal, pero algo no acababa de encajar en mi subconsciente. Al cabo de un rato caí en la cuenta.
—Malyiv, ¿te has fijado en que el túnel es más estrecho en algunos tramos? Por fuera, me dio la impresión de que su anchura era uniforme.
Un técnico que nos acompañaba me replicó:
—Se equivoca usted, señora. Todo el túnel presenta una sección semicircular de tres metros y medio de radio.
El hombre sonaba muy seguro, pero mi vista se empeñaba en desmentirlo. Insistí:
—¿Han probado a obviar lo que indican los nanosensores, y fiarse de sus sentidos?
Me respondió como si estuviera ante un caso de estulticia incurable:
—No es necesario. Disponemos de medidores infalibles y objetivos, ya que no son humanos.
Yo seguía viendo cómo se estrechaba el túnel en su parte media. ¿Me estaba volviendo loca?
—¿Cómo funcionan sus medidores? —quise saber—. ¿Con telémetros láser?
—¡Oh, no son tan primitivos! —el técnico sonrió—. Detectan los sensores de las paredes y miden las distancias con precisión nanométrica.
—Y esos sensores, ¿acaso no podrían ser manipulados de alguna manera para suministrar información falsa?
—¡Imposible! —aquel hombre se estaba cansando de los disparates que le soltaba una aficionada; me estaba haciendo sentir como una heresiarca—. Ya hay que ser retorcida para…
—¿Retorcida? —estallé—. ¡Ustedes son incapaces de encontrarse el culo si sus nanosondas no les indican dónde está! En caso de que fallaran, acabarían usando el papel higiénico en los sobacos. Si el vampiro es tan inteligente como sugieren los indicios, se valdrá de esa dependencia para burlarse de sus conciudadanos. Háganme caso: olvídense de las malditas nanochorradas y busquen una vieja cinta métrica —avancé hacia la pared—. ¡Midan, joder, y ya me dirán si…!
Al tiempo que decía esto, con todo el mundo mirándome como si estuviera chalada, golpeé vigorosamente el muro. Al tercer porrazo, cedió estrepitosamente. Perdí el equilibrio y caí en medio del boquete que mi impetuosidad había abierto.
Al instante siguiente estaba gritando con toda mi alma. El Infierno de Dante era una visión más tierna que los murales de un parvulario, comparado con lo que me encontré.
16
—¿CUÁNTOS había? —pregunté con voz trémula. Mis manos sostenían la taza con la infusión calmante a duras penas, amenazando con derramar el líquido. Sin embargo, prefería aquel arcaico sistema de sedación a los apaños médicos basados en la nanotecnología.
—Estaban todos —me respondió Malyiv, abatido—. Los cuarenta y siete.
—Sé que no me va a gustar lo que oiga, pero ¿serías tan amable de explicarme los detalles? —me sentía como una madre (soltera y sola en la vida, para más inri) que tuviera que guiar a unos niños amedrentados, incapaces de hacer nada sin ayuda.
—Las fechas de las muertes cubren un periodo de cuatro años —empezó a decir un miembro del equipo forense.
—¿Cuatro años? ¿Y en todo ese tiempo nadie se dio cuenta de que faltaban esos pobres diablos? —me indigné—. ¿En qué país viven ustedes?
El forense no se dio por aludido y prosiguió con su descripción:
—Los cadáveres fueron revestidos con una microcapa de plástico impermeable, para evitar que fuera detectada la emisión de gases que lleva aparejada el proceso de putrefacción. Por desgracia, esa medida no evitó que, dentro del plástico, los cuerpos siguieran descomponiéndose.
—Ya me di cuenta —musité y bebí otro sorbo de la taza. Aún hoy sigo teniendo pesadillas cuando rememoro aquel espeluznante cementerio. Perdonad, necesito un trago. Bueno, prosigamos con mi relato y el desapasionado informe del forense:
—Todos los cuerpos fueron vaciados de nanosondas, aunque en ningún caso se aprecian marcas de mordiscos en el cuello. No se extrajo la sangre. La causa de la muerte no ha podido ser determinada.
—Así que en total, y suponiendo que se trate del mismo asesino, se ha cepillado a 55 personas… Además, ha cambiado sus pautas de comportamiento, por razones que él o ella sabrá. Eso abre la posibilidad de que las altere de nuevo. Si es tan espabilado, se habrá dado cuenta de que lo buscamos.
Estaba usando la primera persona del plural. A mi pesar, me había implicado a fondo en el tema. Por muy zotes que me parecieran los ciudadanos de Karolyi Omega, y pese a la putada que me gastaron para retenerme en el planeta, aquel asesino monstruoso debía ser detenido a toda costa. El horrendo espectáculo del túnel del amor despertó en mí unos impulsos altruistas que no creía albergar. Aquellas pobres criaturas no merecían acabar así, emparedadas como en un cuento de Poe y envueltas en plástico, cual filetes de soja envasados al vacío.
—Quizás eso lo disuada de seguir matando… —insinuó Zack.
—Lamento contradecirte —le respondí—, pero si tenemos presente la ineluctable ley de Murphy, su sed de sangre se habrá exacerbado. Puede que pergeñe otra manera aún más espectacular de llevar a cabo sus crímenes. Confío en que no haya leído nada sobre Jack el Destripador o el Desollador Cantante de Rígel-4…
Malyiv no tardó en repetir la sempiterna pregunta:
—¿Qué sugieres que hagamos?
El ruego había sido formulado en tono cortés, pero encerraba una petición desesperada de auxilio. Aquello desbordaba sus esquemas mentales, igual que las armas de fuego y los gérmenes europeos estragaron la América precolombina. En un mundo regulado y predecible, no había defensas contra un psicópata resuelto a salirse con la suya.
—Si de mí dependiera, llamaría a las tropas de asalto de la Armada —propuse—. Pero ante todo, es primordial impedir a toda costa que un monstruo repleto de nanotecnología salga del planeta.
—Podemos encargarnos de lo último. En cuanto a las tropas… Conociendo la historia de la Corporación, los militares son capaces de esterilizar Karolyi Omega para evitar el… contagio.
—¿Seguro que lo haréis? —no oculté mi escepticismo—. Si el vampiro ha aprendido a jugar con vuestras percepciones y sabotear los aparatos de medida, apuesto a que es capaz de hallar un medio para salir de aquí en cuanto se le antoje.
—¡No dejaremos que ocurra!
Supuse que tampoco me permitirían radiar un mensaje de socorro, y que se limitarían a imponer un bloqueo a los viajes espaciales. Magnífico. A ese paso, yo iba a volver a casa cuando el Viejo Sol degenerara en enana blanca. Porque una cosa era cierta: el asesino cambiaba su modus operandi, lo que nos dejaba tan a ciegas, o más, que al principio.
O quizá no. Me vino a la mente algo que tal vez pudiera servir para dar con él.
—A lo mejor es una tontería —propuse—, pero alguien cargado con todas las nanosondas de casi sesenta personas tendría que dejar un aura, un campo energético, no sé, una cosa de ésas que estudia la gente de Ciencias, ¿verdad?
Tampoco se les había ocurrido. Aquella falta de iniciativa, de usar rutas mentales heterodoxas, me seguía anonadando. Por fortuna, no eran tan obtusos como para rechazar una idea nueva. Empezaron a cuchichear entre ellos:
—Podría hacerse…
—Tendríamos que recalibrar los sensores de campo Xu’yiv…
—Configurar los nanobots del sistema K…
—El campo mórfico generado será tan débil que ni siquiera…
—Con 55 adquisiciones, cabe la remota posibilidad de que se haya alcanzado un umbral crítico…
—En menos de una semana…
Los dejé con sus elucubraciones, contenta de haber sido útil, y me retiré a mis aposentos, agotada. Ojalá dieran con el puñetero vampiro lo más rápido posible. No me seducía pasar el resto de mi vida encerrada en la sede del Cabildo. Porque, desde luego, ni harta de vino se me ocurriría salir a la calle con un psicópata que, a través de las nanosondas de la difunta doctora V’saa, sabía de mi existencia.
Dispuse de mucho, pero que mucho tiempo para pensar, sola en mi cuarto. Lo más chusco del caso era que yo le resultaría inútil al vampiro, ya que estaba virgen de nanosondas. Claro que eso lo averiguaría una vez muerta su presa, presumiblemente tras una dolorosa agonía. Tampoco podía desechar otra posibilidad: que nuestro asesino en serie le hubiera cogido el gusto a eso de matar al prójimo, y simplemente les arrebatara las sondas para no dejar pistas.
Necesitaba un ansiolítico. Escoltada por Zack, me encaminé hacia la enfermería. El doctor pidió un listado de fármacos que cotejó con mi historial clínico reciente.
—En los últimos días ha tomado usted una cantidad anormalmente alta de calmantes surtidos. Si sigue abusando de ellos, su cuerpo se rebelará —me riñó.
—Debes cuidar tu salud —me aconsejó Zack, solícito.
—La alternativa es que me suba por las paredes —aduje—. Si comparásemos la histeria con un precipicio, ahora mismo estaría saltando a la pata coja justo en el borde del acantilado.
El doctor suspiró, resignado.
—Probaremos con la cachacina-D. Si hay suerte, no reaccionará con las otras drogas ni la dejará tan pasiva como un espárrago hervido —ordenó al dispensador que me la proporcionara. De un pequeño nicho en la pared brotó un tubito con pastillas—. Tómese una cada seis horas. Cuando se le acaben, venga a por más. Si yo no estuviera, pídaselas directamente al dispensador. Lo programaré para que reconozca su voz.
—Se lo agradezco.
17
LAS jornadas siguientes se convirtieron en una oda al aburrimiento. Malyiv y los suyos seguían recalibrando todo el sistema informático de Karolyi Omega para detectar al asesino, mientras que yo nada podía hacer salvo mirar y leer. Menos mal que la cachacina-D me mantenía en un estado de relajada apatía.
Para evadirme de mi forzosa reclusión, me dio por hojear libros de viajes a mundos exóticos, que el ordenador descargaba en el visor del casco. Me resultaron especialmente entretenidas las andanzas de un antiguo diplomático, un tal Theo Zimmer, que anduvo por el mundo de Mycota y descubrió un hongo simbionte cuasi inteligente. Me chocó mucho aquello. En apariencia, cuando un sistema biológico alcanzaba la suficiente complejidad, podía brotar la inteligencia.
Para que no se dijera que los de Letras somos unos ceporros en temas científicos, pedí un texto de Biología básica, con el fin de refrescar mis conocimientos. Me centré en los capítulos que se referían a la organización de los sistemas vivos, así como a su evolución.
El autor, bastante ameno, arremetía presa de ira justiciera contra los matemáticos intrusos. Sonreí. Los biólogos, como cualquier científico, consideraban a su esfera de conocimientos como una suerte de coto de caza, donde eran mal vistos los foráneos.
Despotricaba ad nauseam contra la manía de algunos matemáticos y físicos de que todo en el universo se disponía de manera fractal. El mundo vivo no funcionaba así. Se distinguían múltiples niveles de organización. Cuando en uno de esos niveles se alcanzaba un grado suficiente de complejidad, aparecían propiedades emergentes, que no podían ser explicadas por la suma de las partes que los componían. El reduccionismo no servía en Biología. Los organismos no eran meras pilas de células, sino algo más, un nivel superior de organización. Los genes no eran los únicos actores evolutivos; interactuaban entre sí, así como a nivel de organismos, poblaciones… Además, era una ciencia histórica, donde la contingencia tenía un papel relevante.
Un ejemplo podía ser el de un termitero. No era una simple acumulación de insectos, sino una entidad propia, mucho más compleja, que se regía por leyes distintas a las que se aplicaban a los individuos. También podía aplicarse al hongo gigante del planeta Mycota, que ocupaba miles de kilómetros cuadrados de suelo de bosque. Llegó un momento en que se hizo tan complejo que ¡abracadabra!, surgió algo similar a la inteligencia en aquella monstruosidad fúngica.
Y en ese momento, me quedé helada. Creo que se me olvidó respirar, literalmente. Los indicios, los hechos, las lecturas recientes, todo encajó con un clic en mi cerebro. Se me acababa de ocurrir una posibilidad aterradora, que explicaría la trayectoria del vampiro.
Pero claro, la ley de Murphy siempre acecha a los pobres mortales. Antes de que tuviera tiempo material de llamar a Malyiv para relatarle mi nueva hipótesis, Zack entró en la habitación sin avisar, con el semblante demudado.
—Lo han localizado, por fin —me dijo, intentando controlar el temblor de su voz—. Está aquí, en el Cabildo, y ha bloqueado todas las salidas.
No le repliqué. Supongo que el rostro se me puso de un bello matiz ceniza. Eché mano al tubo de pastillas de cachacina-D, me tomé todas las que quedaban y por fin, en paz con el universo, seguí mansamente a mi asustado guardaespaldas.
18
CON voz entrecortada y frases inconexas, Zack me fue explicando lo sucedido en los últimos minutos. Hacía poco que los técnicos habían logrado recalibrar los sensores del barrio que ocupaba el Cabildo, y decidieron probarlos. Aún no estaban seguros de que detectaran una concentración de nanosondas como la que se suponía que albergaba el asesino, pero el apaño funcionó. Para sorpresa de propios y extraños, saltaron las alarmas de inmediato. El vampiro moraba entre nosotros. Unos segundos después, se desató el terror.
El entorno virtual creado por las nanosondas se derrumbó. Por primera vez, los habitantes de Karolyi Omega que residían en el edificio se hallaron frente al mundo desnudo, y se vieron tal como eran. Me imagino el choque que supuso para ellos, como en el cuento del traje nuevo del Emperador. Pero cuando aún estaban reponiéndose, el vampiro tomó el control de los sistemas y empezó a alterarlos a su capricho. Conecté el casco, y comprobé por qué Zack tenía tanto miedo.
El vampiro había elegido una ambientación espeluznante, a imitación de una película clásica de terror. A todos los efectos, nos movíamos por el interior de un castillo de pesadilla. Pese a la tosquedad de mi equipo, sentí el hedor a putrefacción, los gemidos distantes, los ruidos ominosos, las sombras siniestras. Para los demás, con sus cuerpos repletos de nanotecnología, aquello tenía que ser infinitamente peor. Más aún, el vampiro había alterado de tal modo su percepción de la topografía del lugar que andaban completamente perdidos. Zack me guiaba por unos corredores que no conocía, y que parecían llevarnos a ninguna parte. Para mis anfitriones era imposible dar con la salida.
En ese momento, algo se abalanzó hacia nosotros. Era el clásico zombi de cuerpo putrefacto, que avanzaba con las manos extendidas como zarpas. El susto hizo que se me pasara en gran parte el efecto de la droga, pero no me impidió pensar con claridad. Apagué el casco, y el zombi no estaba allí.
Dicho sea en su honor, Zack se había interpuesto entre el presunto agresor y yo, a modo de escudo, a pesar de que no llevaba armas y estaba al borde del pánico. Aquella acción lo redimió ante mí.
—¡Se trata de una ilusión, créeme! ¡Cierra los ojos, y deja que te guíe! —le grité.
Tenía tanta fe en mí que obedeció, pese a lo que clamaban sus sentidos. Lo agarré de la mano, y los nanosensores de mis guantes me informaron del terror que sentía, pero estaba convencido de que yo lo salvaría. Era como un niño perdido. Me tragué mi propio miedo y decidí no abandonarlo a su suerte.
Acabó por abrir los ojos, pero no lo solté. De vez en cuando se le escapaba un gritito o daba un respingo. Entonces tenía que tranquilizarlo y recordarle que cuanto sentía era una mera ilusión. No me atreví a conectar el visor del casco, y contemplar lo mismo que él. Probablemente, habría perdido el escaso arrojo que aún me quedaba.
—Ahí hay un cuerpo tendido en el suelo —señaló Zack—. ¿Es de mentirijillas o…?
—Me temo que ése es real.
Tampoco fue el único. Las fuerzas me flaquearon. Íbamos encontrando un cadáver tras otro, con el rictus de horror grabado en la cara y la mordedura en el cuello. El maldito vampiro se estaba dando un festín morrocotudo. Lo tenía bien fácil. Confundidos, aterrorizados, engañados por un virtuoso de la nanotecnología, los residentes del edificio fueron cayendo como patos de feria.
—Nadie merece acabar así —murmuré. Una tremenda indignación me brotó de muy hondo, más poderosa que el miedo—. Zack, ¿sabes dónde hay armas en esta santa casa? A ser posible, una pistola de plasma —añadí, aunque nunca había manejado nada más letal que una escoba, para matar una cucaracha.
Zack estaba tan aturdido y desorientado que no me sirvió de ayuda. Sólo nos restaba la opción de abandonar el edificio, dar la alarma (¿a quién?) y luego, que se cumpliera la voluntad de los dioses.
Por fortuna, y con el casco siempre apagado, podía orientarme razonablemente bien. Debíamos alcanzar la planta baja, eso lo primero. Sabía dónde estaban los ascensores, pero podría resultar suicida utilizarlos, así que perdí un tiempo precioso buscando las escaleras. Cuando di con ellas, poco menos que tuve que arrastrar a Zack.
—¡Las fauces del dragón! ¡Hay fuego! —chilló, con ojos alucinados— ¡Quema!
—¡No mires, idiota! —lo abofeteé, a la vez que le gritaba—. ¡Sólo está en tu mente!
Contra todo pronóstico, logré hacerlo bajar. Tirar de un niño grande, a la vez que rezas para que un vampiro no se abalance justo entonces sobre ti, es una tarea que no se la deseo ni a mi peor enemigo.
Por fin alcanzamos la planta baja. Parecía un campo de batalla, a juzgar por el suelo sembrado de cadáveres.
«¿Dónde coño estaba la puerta de entrada?» Era difícil orientarse en un edificio tan vasto. Llegamos junto a la enfermería. El doctor yacía en el piso cuan largo era, boca abajo. Agradecí no verle la cara.
No anduvimos mucho más. Al pasar junto a una sala, me detuve. Algo se movía. Zack también lo vio.
—¡Malyiv! ¡Sigues vivo!
Zack se desasió de mi mano y fue corriendo al encuentro de su amigo. No me dio tiempo de avisarle. Malyiv saltó como un depredador avezado y se tiró al cuello de Zack.
No hubo mordisco. Malyiv lo agarró del pescuezo, simplemente. Hubo un discreto fogonazo, un sonido que me recordó al de un huevo al freírse y todo acabó. Pero el cuerpo que ahora estaba caído no era el de Zack, sino el de Malyiv, con la típica expresión de haber contemplado el mismísimo Infierno y dos puntitos rojos en la yugular. De ellos brotaban sutiles volutas de humo.
Zack, de rodillas, pareció desorientado por unos instantes. A continuación se puso a cuatro patas, como un animal al acecho, y miró en mi dirección.
Aquello corroboraba mi última hipótesis, pero no pensaba quedarme para celebrarlo. Salí corriendo a toda pastilla. Probablemente, si trataba de alcanzar la salida me daría caza. Me metí en el refugio más próximo, la enfermería, y cerré la puerta. El pánico me concedió una fuerza sobrehumana, supongo, porque logré arrastrar un pesado armario para bloquear la entrada. Justo a tiempo, porque Zack golpeó la puerta unos segundos después. Estaba atrapada, y era cuestión de tiempo que el asesino irrumpiera en la enfermería y me matara.
19
PARA mi sorpresa, Zack habló desde el otro lado de la barrera. Su voz sonaba extraña, como si no estuviera familiarizado con sus propias cuerdas vocales:
—La resistencia es fútil.
—Tus muertos, fútil… —se me escapó, mientras buscaba desesperadamente algo que pudiera usar como arma.
—Abre, y terminaremos antes. En tu caso, te aseguro que no dolerá.
No hallé nada útil; tan sólo los apósitos y vendas que había en el armario y unas tijeras de punta roma la mar de inofensivas. Probablemente, los bisturíes se guardaban en algún nicho oculto en la pared, que sólo se abría a la voz del médico. Eso me recordó algo. Mientras, Zack volvió a dirigirse a mí con tono desapasionado, como si enunciase verdades incontrovertibles:
—Nadie vendrá a ayudarte. Soy capaz de lograr que todas estas muertes pasen desapercibidas. Los humanos son fáciles de manipular. Tampoco tardaré mucho en abrir la puerta. Es inevitable. Me facilitarías las cosas si me dejaras pasar. El resultado será idéntico.
Pero yo tenía una pequeñísima posibilidad.
—Escucha, Zack —le respondí, aunque sabía que ya no me dirigía a mi desventurado guardaespaldas—, te habrás dado cuenta de que no puedes saber lo que ocurre dentro de la enfermería. El otro día, el doctor me dio acceso verbal al ordenador, y le he pedido que bloquee tus intentos de acceso o espionaje.
—Es cierto. No obstante, el control caerá, tarde o temprano.
—Sí, pero no te servirá de nada. He pedido al dispensador que me facilite un veneno letal. Me lo beberé, antes de permitir que algo como tú me utilice de vehículo para abandonar Karolyi Omega.
—Sería un inconveniente, lo reconozco, pero me las arreglaré para atraer a otro extranjero adecuado. Eres prescindible. Tú eliges si te entregas ahora, más tarde, o bien te suicidas. Yo actuaré en consecuencia.
Se hizo un largo silencio hasta que volví a abrir la boca:
—¿Me prometes que no sufriré?
—Tu cuerpo no contiene sondas. En cuanto te toque, bloquearé la transmisión de impulsos nerviosos. Será como apagar la luz. Y una vez muerta, ¿qué más te da lo que haga con tu cuerpo?
—¿Qué garantías tengo de que cumplirás tu palabra?
—Ninguna, salvo el respeto que siento hacia alguien capaz de intuir lo que soy.
Otro silencio prolongado. Al final, capitulé:
—Tú ganas. Abriré la puerta pero, a cambio, antes quiero saberlo todo. Pienso que me lo merezco.
—El trato es justo, y nos ahorrará molestias a ambos. Pregunta.
Ahora que tenía claro el curso de acción a seguir, ya no sentía miedo. Alea jacta est.
—Los niveles de organización creciente, las propiedades emergentes… —dije—. Fue la acumulación de nanosondas, ¿verdad?
—Muy perspicaz, Sonia. Algunas personas en Karolyi Omega se empecinan en coleccionar recuerdos, sensaciones, datos. En una de ellas, debido a la cantidad de nanosondas y a la calidad de las conexiones con las células del anfitrión, ocurrió lo improbable. En aquella intrincada acumulación de componentes minúsculos surgió por azar la autoconciencia. Nací del caos. Existí.
»Al principio, pasé desapercibido. Todo era nuevo para mí, y tenía miedo de ser descubierto. Permanecí inactivo, aunque aprendí deprisa. Cuando consideré que estaba listo, aniquilé la mente de mi veleidoso hospedante y tomé el control de su cuerpo.
—¿No te bastó con eso? ¿Por qué tuviste que asesinar a todos los demás?
—En principio, necesitaba mucha más nanotecnología para adquirir mayor potencia de procesamiento de datos. Dediqué largo tiempo a planearlo, pero me ayudó la circunstancia de que los humanos han renunciado al empleo de sus receptores sensoriales, reemplazándolos por sondas.
—No todos somos así. Karolyi Omega supone una rareza en el Ekumen.
—Mejor para vuestra especie. Pude reclutar nuevos anfitriones en el Túnel del Amor. Observé que había gente que entraba sola en aquella atracción ferial. Ya hay que estar muy desesperado para actuar así. Deduje que se trataba de individuos inadaptados, con pésimas relaciones sociales. Sería fácil retirarlos de la circulación sin que los echaran en falta.
—Y preparaste tu trampa, como la araña en su red…
—Excelente símil. Delante de sus narices, pero sin que me vieran, construí un falso muro para almacenar las carcasas orgánicas inservibles. De vez en cuando me paseaba por allí, elegía una presa y la tocaba, paralizándola. Los responsables del túnel nunca notaron nada, ya que manipulé los nanosensores de la atracción para que creyeran que todos los usuarios volvían a salir. Luego, tranquilamente, llevaba a los humanos al escondite y analizaba sus recuerdos. Si no me servían, los liberaba, aunque no guardaban memoria de lo sucedido. Para ello, bastaba con estimular los centros del placer a la vez que los lóbulos frontales del cerebro. Si me parecía un anfitrión adecuado, lo invadía y me apoderaba de él, asimilando sus sondas y borrando su psique. Finalmente, envolvía el viejo cuerpo en plástico para que no hediera y lo desechaba.
Aquella cosa hablaba sin emociones, como si estuviera leyendo la lista de la compra. Resultaba escalofriante.
—Ibas saltando de un cuerpo a otro… Hasta ahí lo comprendo, pero ¿y la charada del vampiro?
—Cuando asimilé al humano llamado Don Uno, absorbí una tremenda cantidad de información. En un principio, no era el hospedante más discreto para despacharlo con posterioridad, dada su intensa vida social. Pensé en liberarlo, pero tantísimas sondas, y la excelencia de sus conexiones con las células nerviosas, constituyeron un trofeo irresistible. De paso, aprendí de él que había otros mundos, que el universo era vastísimo e infinitamente más interesante que Karolyi Omega. Don Uno era un hombre muy leído.
»Entonces me propuse salir del planeta. Para ello, lo mejor sería conseguir un anfitrión extranjero.
—Pues elegiste un método complicadísimo. De vez en cuando, acuden turistas despistados a Karolyi Omega. ¿Por qué no pillaste al primero que se cruzó en tu camino?
—De Don Uno adquirí el gusto por la excelencia. No me apetecía encarnarme en un patán cualquiera, que podía pasarse la vida en una oficina de su mundo natal. Estimé preferible buscar a alguien con cultura, como tú.
—Sabrás perdonarme si no te agradezco el cumplido.
—De mis hospedantes humanos he adquirido ciertas capacidades. Por ejemplo, no soy ajeno a las emociones, o al afán de diversión. Se me ocurrió montar la farsa del vampiro para solazarme. Todos los depredadores complejos gustan de jugar con sus presas.
Y lo decía tan pancho, sin darle importancia. Me puso los pelos de punta.
—Los síntomas del vampirismo son fáciles de simular —prosiguió—. Ideé un nuevo protocolo de transmisión de sondas entre cuerpos. Cuando abandono al anfitrión para invadir otro, nada me cuesta dejar unas nanosondas que provoquen la contracción de los músculos faciales y determinada lisis tisular. Luego se autodestruyen sin dejar rastro. El resultado: rictus de horror, ausencia de sangre y falsas marcas de colmillos. Tarde o temprano, algún dirigente (en este caso, Malyiv) se vería tan desbordado por los acontecimientos que buscaría ayuda foránea. Sin duda, se las apañaría para traer una personalidad interesante.
»Saboteé cierto ordenador, el cual no avisó a mi futura víctima de que necesitaba preparar su cuerpo para que no rechazara las nanosondas al llegar a Karolyi Omega. Así, me aseguraba de que, tarde o temprano, pasara por las manos de la doctora V’saa. Al asimilar a esta última, lo supe todo sobre ti. El resto, ya lo conoces. Cuando, en contra de mis cálculos, diste con un modo de detectarme, los acontecimientos se precipitaron, y aquí estamos. Yo ya he cumplido. Te toca.
—¿Mereció la pena tanto esfuerzo, Zack? —suspiré.
—Sin duda. Quiero ver mundos nuevos, navegar entre soles remotos, contemplar paisajes alienígenas, dar rienda suelta al espíritu de aventura, saciar mis ansias de saber. Es más de lo que aspiráis muchos humanos.
—Cierto. En fin, no lo demoremos más.
Con dificultad retiré el armario y abrí la puerta. Zack, o mejor dicho, el ser que lo había suplantado, me miró. No detecté en sus ojos alegría, odio o cualesquiera otras emociones; tan sólo una férrea determinación a salirse con la suya. Me relajé y dejé que sus manos tocaran mi cuello.
20
—PERMÍTEME que adivine —dijo el Abuelo, sirviéndose un chupito de orujo de hierbas—: antes de dejarle pasar, te habías inyectado un repelente de nanosondas o algo similar.
—El botiquín estaba bien surtido, en efecto. En Karolyi Omega sabían que los extranjeros sufrimos ocasionalmente choques anafilácticos al contacto con su nanotecnología orgánica, por lo que estaban preparados para evitar infecciones involuntarias que pusieran en peligro nuestra salud. La droga que ingerí bloqueaba y destruía a las nanosondas nada más entrar en el cuerpo.
»Por cierto, sí que me dolió. La transferencia se efectuó en un tiempo muy corto. El cadáver de Zack y yo caímos al unísono. Noté la personalidad intrusa en mi cuerpo, tratando de tomar el control y borrar mi mente, pero la droga funcionó. Además, yo albergaba la firme determinación de no ceder. Se lo debía a las víctimas. Luché, y cómo… El resultado lo tenéis ante vuestros ojos. Pobre «vampiro»… En el fondo, era tan ingenuo como sus anfitriones de Karolyi Omega. Le faltaba un punto de malicia. Niña, pásame esa botella; tiene muy buena pinta.
Esperanza le entregó el licor de guindas de Cazalla para que se sirviera. Sonia lo paladeó con deleite.
—Sobreviví, en efecto. Cuando el vampiro quedó fuera de combate, su control del sistema informático del edificio se esfumó. Me rescataron, me curaron, me ofrecieron mil y una excusas, me nombraron hija predilecta de Karolyi Omega y al final, con gran alivio por mi parte, abandoné aquel maldito planeta. Nunca he regresado, ni ganas que tengo. No obstante, el contacto con una sociedad tan peculiar me animó a cursar la carrera de Antropología, años después —dio otro sorbo al licor—. Ahora, por cierto, estoy planeando estudiar Biología.
—Tu ansia de saber siempre me ha llamado la atención —dijo Tariq—, pero últimamente estás que te sales.
Saúl, que en esos momentos estaba bebiendo una peculiar bebida caliente a base de café llamada asiático, se atragantó. Esperanza. Solícita, le dio unas palmaditas en la espalda hasta que se rehízo.
—Tranquilo, hijo, a ver si te vamos a tener que llevar a urgencias —bromeó el Abuelo.
El muchacho, sin embargo, estaba muy serio. Miró fijamente a Sonia.
—¿Está usted segura de que la droga acabó con todas las nanosondas? —preguntó.
La mujer movió las puntas de los dedos.
—Dentro de la Biología, me interesa sobremanera el estudio de la simbiosis. Los organismos que se ayudan mutuamente pueden prosperar en entornos hostiles. La colaboración es preferible a la lucha —alzó la vista y sonrió—. Huy, perdona los desvaríos de una vieja universitaria. Anda, niño, acábate el asiático, que se te va a enfriar —apostilló, mientras se arreglaba los guantes.
F I N