11
El capitán Manso echó un vistazo a la pantalla y suspiró, derrotado.
—Jaque mate, señor. La defensa india de dama no es su fuerte, si me permite la observación.
—¿Te han derrotado alguna vez al ajedrez, ordenador?
—Nadie humano, señor —la voz denotaba autosatisfacción—. ¿Desea jugar otra partida?
La cáustica respuesta que tenía preparada murió en sus labios cuando el aparato le anunció:
—El administrador jefe desea comunicarse con usted, señor.
—¿Qué querrá? En fin, pasa la llamada.
—De inmediato, señor.
El holograma de la cabeza y torso de Recaredo Peláez se materializó sobre el escritorio. El individuo no se anduvo con rodeos:
—Señor Embajador, deseo formular una queja.
Beni se sintió molesto por el tono perentorio, aunque procuró no manifestarlo.
—Usted dirá; le escucho.
—El señor M'gwatu ha perpetrado acciones que afectan a mi departamento y ponen en peligro las buenas relaciones con nuestros socios imperiales —parecía realmente enfadado.
—¿M'gwatu? Explíquese mejor, por favor.
—¡La insolencia de ese sujeto es increíble! Ya se podía prever algo así, conociendo sus extrañas costumbres… Perdone, señor, pero hiervo de justa ira.
—Relájese, hombre, y vaya directo al grano —Beni trató de permanecer serio, aunque el lenguaje rebuscado de Peláez le resultaba de lo más chistoso.
—Sí, señor. El individuo en cuestión está empleando las vías de entrada de suministros para introducir en la embajada nativos de la ciudad. Indígenas, ¿comprende? ¡Y lo hace alterando los sistemas de control de Administración! ¡Me está tocando los códigos! ¡Es indignante, es…! —Peláez se congestionó, y tardó en recuperarse unos segundos; prosiguió, ya más calmado—. Si esto sigue así, señor, me veré obligado a comunicarlo por vía cuántica a la Corporación. ¿Se imagina las consecuencias de estos actos? ¡A saber que ideas raras estará inculcando en los cerebros de esos desgraciados! Si las autoridades imperiales se enterasen, podrían tomar represalias que nos perjudicarían a todos.
—Lo tendré en cuenta, Peláez; hablaré con él de inmediato.
—Eso espero, señor. Buenos días —la imagen desapareció bruscamente.
Beni estaba perplejo. «Me siento como el marido cornudo, siempre el último en enterarse de lo que todo el mundo sabe». Por otro lado, se animó; llevaba poco más de una semana en el planeta, y comenzaba a aburrirse. Eso, sin contar las pesadillas que todas las noches le acosaban hasta casi volverlo loco, y que por las mañanas lo dejaban abatido, sin fuerzas para enfrentarse al resto del día. Aún no había visitado la ciudad, a pesar de la insistencia de Irina, que se había autoproclamado su enfermera y guía espiritual. Paradójicamente, hallaba consuelo en dialogar con el ordenador, lo que no dejaba de parecerle irónico. Encontraba gracioso el aire de superioridad y condescendencia con que trataba a los humanos, como si fueran niños pequeños o tontos, pero conservando un tono cortés, de mayordomo exquisitamente educado. «¿Quiénes o cómo te habrán programado?», se preguntó por enésima vez.
—Localiza a M'gwatu, ordenador.
—Inmediatamente, señor, aunque debo advertirle que será difícil; nunca aguanta media hora seguida en el mismo sitio.
Transcurrieron bastantes minutos de espera, que el ordenador trató de amenizar con una cuidada selección de música ambiental, aunque Beni frunció el ceño ante algunas piezas.
—Misión cumplida, señor —dijo al fin, triunfante—; se halla en la enfermería. ¿Desea hablar con él ahora mismo?
—No, gracias; prefiero ir a su encuentro.
Se encaminó al centro médico algo más contento, ya que cualquier distracción era bien recibida. Cuando llegó, comprobó que M'gwatu acompañaba a una pareja de desconocidos y los dejaba con el doctor. Beni se acercó, lo saludó y le expuso las quejas de Peláez, que no parecieron sorprenderle.
—Ya me extrañaba que pudiera pasar desapercibido tanto tiempo —su sonrisa era contagiosa.
—Es imposible enfadarse contigo. Bueno, el amigo Recaredo es algo cascarrabias, pero tiene su parte de razón. El trasiego de nativos debe cesar —se interrumpió unos momentos—; o, al menos, no ha de ser detectado.
Ambos rieron. Al cabo de un rato, Beni preguntó:
—¿Quiénes eran esos dos que están con el doctor?
—Un mercader muy influyente y su esposa. Su hijo tiene problemas graves, y lo han traído a instancias del padre, quien nunca ha sido muy amigo del Imperio. Lo peor fue convencerla a ella; está demasiado condicionada por los sacerdotes. En fin, se pusieron en contacto conmigo por medio de un amigo común, y el resto ya lo conoces.
—¿Por que te complicas la vida de esa manera?
M'gwatu lo miró a la cara; ya no sonreía.
—Entra y lo sabrás.
Intrigado, Beni hizo caso a la sugerencia. Saludó al doctor, que en esos momentos se disponía a ponerse un traje estéril:
—Hola, matasanos; veo que tienes trabajo.
—Buenos días, Beni. Has tardado poco en descubrir nuestras actividades subversivas —dejó el traje en una silla, sin desembalar—. Esto puede esperar unos minutos, déjame enseñarte a nuestros pacientes.
Beni observó que el semblante del doctor era triste. Pasaron a una pequeña salita, vacía excepto por dos personas que permanecían sentadas en sillas anatómicas. Se acercó a ellas despacio.
—No los molestarás; están sedados.
El embajador los contempló, sobrecogido. Ambos nativos, la pareja de mercaderes, semejaban esfinges de cera. Su mirada era vidriosa, como la de un muerto, y no movían un músculo. Las ropas, una extraña combinación de algodón, seda y plástico de colores oscuros, estaban arrugadas. El doctor prosiguió:
—Tuve que tranquilizarlos, sobre todo a ella; estaba al borde de la histeria. Les daré un estimulante parcial; no podrán moverse, pero si hablar mecánicamente; no lo recordarán luego. Será muy didáctico, creo.
El médico aplicó las puntas de los dedos a la altura de sus yugulares; al poco, los semblantes mostraron cambios perceptibles. Beni se aproximó, fascinado.
El hombre seguía callado, pero su expresión era distinta, y daba miedo. En ella se fundían el dolor, la rabia y la impotencia. La mujer, en cambio, rompió a hablar en un tono neutro, antinatural y monocorde:
—Es el castigo, el castigo por tus pecados, la voluntad de Dios, grande es el poder del Señor, grande es Su gloria, ay del que no acate Sus designios, ay del arrogante, será humillado por Su poder, bendita sea Su gloria, nunca olvidaremos la verdadera virtud de la humildad, luchar es inútil, el orgulloso caerá, acepta el castigo, serás redimido en el Paraíso, si no el Infierno espera, es el castigo, el castigo por tus pecados, la voluntad de Dios…
—¿El castigo? —preguntó Beni, confundido.
—El niño; está en la sala de operaciones. Ven.
Abandonaron la habitación, La mujer seguía con su letanía, regular como un metrónomo.
En el recinto vecino un cuerpecito yacía atado a la cama, agitándose espasmódicamente y profiriendo gritos inarticulados. Beni lo contempló un largo rato, incapaz de hacer otra cosa. Al fin, sin poder reprimir un escalofrío, consiguió darse la vuelta.
—Impresiona, ¿verdad? —dijo el doctor.
—Después de tantos años en Infantería Estelar, se supone que nada debería conmoverme, pero… ¿qué le pasa?
El médico adoptó un tono de voz profesional, neutro:
—Sufre un original trastorno bipolar. En fase maníaca, como ahora, siente un impulso irrefrenable a automutilarse; como ves, se ha arrancado a mordiscos la lengua, los labios y las puntas de los dedos. También presenta abundantes arañazos y hematomas por todo el cuerpo. Esas marcas en las muñecas y tobillos fueron producidas por las ligaduras con las que sus padres lo mantienen amarrado, para evitar que se dañe aún más. En la fase opuesta el niño se convierte en un vegetal babeante; pierde hasta el control de los esfínteres, por lo que ha de ser alimentado y lavado a la fuerza. Pobre; según me dijeron, hoy cumple cuatro años.
—¿Cuál es la causa? ¿Una trisomía?
—No exactamente; es una translocación —el doctor manipuló un control en su computadora de bolsillo y un cariotipo tridimensional surgió frente a ellos, con cada cromosoma coloreado de forma distinta—. Mira: en éste ha ocurrido una inversión, una duplicación y los pedazos se han fusionado con este otro; el proceso se repite con ligeras variantes aquí —fue señalando cuidadosamente las bandas cromosómicas— e incluso en este último.
El doctor abandonó la sala un momento, para regresar con el traje estéril; mientras se lo ponía, continuó hablando:
—Es una aberración genética muy extraña, pero en los bancos de datos he encontrado un precedente. Ocurrió en Isla Gamow, Próxima Centauri. Una mujer que trabajaba como operaría en un centro de Bioingeniería resultó contaminada por una micotoxina, producida por un hongo resistente a la paracolquicina; se detectó al someterla a un chequeo ginecológico rutinario. La toxina iba directa al ovario y entraba a saco en los núcleos de los óvulos. Fue esterilizada, y se le pagó una fortuna por daños y perjuicios. El hongo causante fue aislado; afortunadamente, es un biotipo que sólo puede crecer en el laboratorio.
—¿No se da en la naturaleza? —preguntó Beni, aunque ya sabía la respuesta.
—Es incapaz de medrar en ella. Mi paciente fue inoculada. La micotoxina se transmite por vía cutánea o respiratoria, luego no debió de ser difícil.
—El marido no es simpatizante del Imperio, me han dicho.
Permanecieron en silencio, tan sólo interrumpido por los gemidos del niño, Al rato, el doctor continuó:
—¿Y qué puedo hacer yo? ¿Limpiar el genoma célula a célula? Con los análisis ginecológicos preceptivos, el aborto terapéutico hubiera evitado traer al mundo a un pobre desgraciado. Me siento tentado a darle un veneno rápido, para que no sufra más, pero eso podría ser utilizado como propaganda por los imperiales, en una campaña en pro del respeto a la vida humana. En resumen, trataré de convertirlo en algo parecido a un tiesto de geranios: limpio y decorativo. Le haré la cirugía estética, repararé sus heridas, y controlará los movimientos y reflejos más simples, pero a costa de destruir sus facultades intelectuales. No puedo hacer más.
—¿Qué esperanza de vida le quedará después de esto?
—Unos treinta años. Y ahora perdona, pero tengo que pasar a la salita para cubrir el traje con una película antiséptica.
Beni abandonó el cuarto. Su cruzó de nuevo con la pareja de nativos. La mujer seguía imperturbable con su mecánica cantilena; el hombre permanecía callado, pero había lágrimas en sus mejillas. Salió al exterior lo más rápido que pudo, M'gwatu lo esperaba en la puerta.
—¿Comprendes ahora, jefe?
El embajador le dio una palmada en la espalda y se fue, mas no logró dejar atrás la imagen de los nativos. Los gritos del niño y la mirada de su padre se unieron a sus pesadillas.
Lo peor era el paso del tiempo.
Los días se sucedían monótonamente para el capitán Manso, quien no sabía qué hacer para dar algún sentido a su trabajo. No tardó mucho en percatarse de que la única persona con una misión clara era Peláez; por sus manos pasaban todos los asuntos realmente importantes de la embajada, los económicos. Se convenció de que el resto era superfluo, un mero adorno para disimular el verdadero poder, los burócratas.
Se repetía una vez tras otra las mismas preguntas: «¿Para qué nos han enviado aquí? No hacemos nada útil: pasear, tomar el sol, perder el tiempo… Sí, y languidecer. Sólo hay que mirarnos: militares fracasados en nuestras misiones, elementos díscolos, excéntricos o indisciplinados. No cabe otra explicación; esto es una suerte de destierro. Nos han abandonado en medio de ninguna parte hasta que nos desesperemos y nos cortemos las venas, o los imperiales nos quiten de en medio. Hubiera preferido que me volaran la cabeza; al menos, sólo duele un momento».
Se planteó el suicidio, pero sabía que le era imposible, a pesar de los motivos a favor. Algún equipo de neurólogos corporativos le debía de haber puesto un sistema de bloqueo en el cerebro. «Qué desastre, ni siquiera puedo pegarme un tiro; a veces desearía que nuestros científicos no fuesen tan competentes».
Ya se había recorrido toda la delegación, y conocía al dedillo hasta el rincón más oculto. Tuvo oportunidad de hablar de algo con todos y cada uno de sus ocupantes, y no se le ocurría qué más hacer. Por otro lado, los imperiales lo ignoraban ostensiblemente y vedaban el paso al barrio alto, así que bien poca información iba a sacarles. En verdad, la embajada podía funcionar perfectamente sin él. Hasta los pilotos estaban fuera de lugar. «Pobres; esto se ha convertido en un asilo para vosotros, y un almacén de chatarra para los CORA. En el resto del universo civilizado están siendo sustituidos por aparatos más modernos, de nueva generación, coma aquellos que vi en la Galileo. Confieso que me gustaría estar loco como vosotros; aquí sois felices, jugando a volar. Yo, en cambio… Maldita Jansen, ideaste la tortura más refinada que pudiste imaginar; me dejas aquí, solo, con mis remordimientos, consciente de mi inutilidad. ¿Cuánto durará esto? Supongo que hasta que el Imperio nos borre del cosmos, y no creo que quede mucho para eso. Mierda, todo lo que he hecho en mi vida no sirve para nada».
Sumido en tales pensamientos, se encontraba en el bar de la residencia cuando se le aproximó la inconfundible Irina.
—¡Hola, Beni! ¿Qué haces bebiendo a estas horas de la tarde? Vaya, vaya; ni siquiera tomas algo exótico, como aromas de Betelgeuse o licor de Antares, sino vodka, y a palo seco. ¿Quieres acabar como uno de esos borrachos de película, tirado en el arroyo, revolcándote en el lodo y todo lo demás?
—Si al menos pudiera pillar una cirrosis y morirme de una puta vez… Pero no; según nuestro amigo el doctor, durante mi último reconocimiento médico en la Vieja Tierra me implantaron un hígado artificial, japonés por más señas, y yo sin enterarme. Destruye todo el alcohol que ingiero, y nunca me deja pasar de una leve euforia.
—No sé si felicitarte por ello, o darte el pésame; tal vez lo último, porque te veo más triste que un canario sin alpiste. Uf, vaya ripio; disculpa. Eh, alegra esa cara. No sé cómo eres capaz de aburrirte, con lo difícil que es eso.
—Irina, ¿qué estamos haciendo en este maldito lugar? —le preguntó, abatido.
—En cuanto a ti, el idiota, por lo que veo. Yo me dedico a lo que nunca tuve tiempo durante todos estos años: leer y tomar el sol.
—Y cobrar la pensión de jubilación.
—Hijo, qué negativo… Aprovecha ahora que estás tranquilo, porque nunca se sabe dónde nos enviarán mañana. No me mires así; si eres un amargado y lo ves todo negro, es tu problema. Acabarás con úlcera de estómago, ¿o también te pusieron uno artificial, para que pudieras enfadarte sin temor? Vaya, menos mal, creía que se te había olvidado el arte de sonreír. Bueno, págate algo y cuéntame cosas, hasta dentro de un par de horas no salgo de ronda con el avión.
—¿Qué quieres que te diga? Me siento completamente fuera de sitio. Por cierto, ahora que caigo, ¿qué hacéis exactamente en vuestros vuelos de observación? Se supone que estamos en misión de paz.
—Poca cosa, realmente. Tomamos nota de sus movimientos de tropas y mercancías, y procuramos pasar inadvertidos. Nuestros técnicos intentan construir aparatos de contramedidas electrónicas para que seamos invisibles a sus detectores. Teniendo en cuenta que la materia prima es la chatarra que nos han dejado como armamento, estamos haciendo maravillas.
—¿Y cuál es la razón de ese interés?
—¿Por qué haces tú tantas preguntas acerca del blindaje y el campo escudo de base McArthur?
—Curiosidad malsana, simplemente —sonrió.
—Pues lo mismo te digo; en algo hay que entretenerse.
Irina tomó la copa que traía un achaparrado robot de servicio y bebió su contenido de un trago, sin inmutarse.
—El vodka ya no es lo que era —se secó los labios con la manga del uniforme—. Bueno, ¿eso es todo? ¿A qué te dedicas cuando no estás lamentándote? ¿Practicas algún deporte? ¿Has probado a jugar al ajedrez con el ordenador? Por tu expresión veo que sí; no te aflijas, nos ha vencido a todos. Conozco a un coleccionista de fósiles, aunque tiene un pequeño problema: en este planeta no hay. Lo más parecido a un fósil es el gobernador imperial, y no creo que se deje meter en una caja. Otros se afanan en montar maquetas de naves espaciales, o en la taxidermia.
—Si, de eso ya me he enterado. Me gustaría saber quién es el que disecó a ese maldito ganso; aparece donde menos te lo esperas. La última vez fue en los retretes; tropecé con él, y me clavé el pico en…
—Pobrecillo, déjalo; es mejor así. No has respondido a mi pregunta.
—Si me dejaras hablar… No me encuentro con ánimos para hacer turismo por la ciudad. ¿Qué beneficio sacaría con ello?
—Desde luego, supongo que lo pasarás mejor cociéndote en tu aflicción, revoleándote en tus remordimientos, embadurnándote con una capa de agonía y abatimiento, nadando en un océano de pena, buceando en…
—…
—Olvídalo. ¿Tienes algo digno de ser criticado? Alguna afición, manía o cosas así, porque supongo que no estarás muerto del todo. ¿O sí?
—Lo único que he conservado de la Vieja Tierra es mi pequeña colección de armas. Pensé en deshacerme de ella; me trae demasiados recuerdos, pero no sé, no puedo. Es lo único que me resta de los viejos tiempos.
—¡Armas! ¡Eso me interesa! Venga, anímate y enséñamelas antes de que llegue mi turno.
Se encaminaron hacia los aposentos de Beni. Una voz dentro, abrió un armario y empezó a sacar diversas armas blancas, que dispuso delicadamente sobre la cama. Irina las contemplaba con reverencia, como requería la ocasión; comprendía que aquellos trozos de metal significaban mucho para Beni. Poco a poco se sintió fascinada por esas cosas diseñadas en decenas de mundos y culturas con el único fin de matar. Delgados puñales finos como agujas, machetes con peculiares dientes de aspecto peligroso, singulares navajas automáticas, cuchillos sacerdotales de sacrificio con accesorios para emascular o arrancar los ojos… Finalmente, blandió lo que debía de ser su tesoro más preciado, a juzgar por el respeto con que la sostenía; lo depositó junto a los otros con mimo. Irina preguntó:
—¿Qué es eso? ¿Me permites…?
—Cuidado, no toques la hoja con los dedos, que te podrías cortar; además, se estropearía y tendría que engrasarla de nuevo. Así, cógela y ponla frente a ti. Es una katana del Japón antiguo, no una copia; vale una fortuna. ¡Trae acá, que la vas a manchar!
—Perdona, hijo; hay que ver cómo te pones.
—Mira, se sujeta con las dos manos, y se golpea así…
La hoja se detuvo a unos milímetros del cuello de Irina, que ni se inmutó. Beni miró hacia abajo, y observó que ella había cogido una navaja con la que le apuntaba al abdomen.
—Cualquiera se fía de ti, ¿eh? —Beni sonrió y la apartó.
—Una débil e indefensa mujer debe protegerse de vosotros, insaciables hombres lujuriosos —Irina había adoptado la pose de un conocido personaje de holovisión, más bien gazmoño—. Por cierto, hablando de lujuria, eres el único en toda la base que no ha tratado de meterme mano, si exceptuamos al mariquilla de Peláez.
—No quiero acabar en la enfermería, gracias.
—¿Tan seguro estas de que me defendería?
Beni la miró a los ojos. Parecía desafiante, pero con ella nunca se sabía cuándo hablaba en serio o simplemente trataba de provocarlo para dejarlo luego chasqueado.
—No creo que se plantee la situación. En otras circunstancias, merecería la pena arriesgarse, pero… No consigo olvidarla. Cierro los ojos y se me aparece su imagen, tan nítida como si estuviera delante de mí. Y de noche es peor. Revivo sus últimos momentos, con la explosión, y la veo morir en mis brazos, cubierta de sangre, con esa herida en el vientre por donde salían los intestinos… ¡Todo por mi culpa! Yo iba a penetrar en aquel maldito templo, pero ella debió de intuirlo, y se me adelantó, y…
Irina le quitó con delicadeza la katana de sus manos crispadas, la enfundó cuidadosamente (en verdad era un arma magnífica) y comenzó a guardar todo el arsenal en el armario. Mientras, Beni se había sentado y miraba al suelo con la visión desenfocada. La mujer esperó unos instantes y luego cambió de tema como si nada hubiera pasado.
—¿Qué es esto? ¡Muchacho, vaya pieza de artillería! No pretenderás hacerme creer que se trata de un arma blanca…
Beni pareció despertar de un mal sueño. Se dirigió hacia el armario y sacó el artefacto en cuestión.
—¿Esto? Es una pieza de museo, pero todavía funciona. Una pequeña debilidad patriótica, si puede llamarse así. Es un fusil ametrallador de asalto de inicios de la era ekuménica, un CETME TL-80. Por supuesto, no es original, sino una copia japonesa, pero la reproducción es exacta hasta en el más mínimo detalle. Dispara proyectiles por medio de un explosivo químico contenido en los casquillos. Mira, estos son los cargadores, y esto el selector: ráfaga, o tiro a tiro.
—¿Explosivos químicos? ¡Qué primitivo! Me extraña que no se cargue por la boca, y pesa bastante. ¿No te has enterado de que las armas con balas impulsadas por un acelerador de masas se inventaron hace siglos?
—Sí, pero este fusil, al igual que la katana, es un arma noble, que requiere un conocimiento especial para manejarla; debe ser respetada, mimada y comprendida. En cambio, cualquiera puede manipular una de las otras.
—Desconocía tu vena filosófica barata.
—Todos poseemos alguna excentricidad. De acuerdo, confieso que me gustan las armas. Cuando empecé la carrera militar, seguí varios cursos de historia de la guerra, y ésta siempre me fascinó, al menos desde el punto de vista técnico y estratégico; si eres tú quien tiene que jugarse el pellejo, maldita la gracia…
Irina se sintió mejor al notarlo más animado. Siguió dándole cuerda y escuchando su disertación acerca de las prestaciones del fusil, incluidas las balas huecas con una gota de mercurio dentro, que explotaban al impactar el blanco, o las recubiertas de cianuro. Después de un buen rato, interrumpió el monólogo:
—Perdona que te corte, pero tengo que irme; salgo en vuelo de reconocimiento dentro de unos minutos. Gracias por incrementar mi cultura atrofiada. Por cierto —dijo, cuando se disponía a marchar—, ¿no has pensado en visitar la ciudad nativa? Perdona que insista, pero si te quedas más tiempo aquí encerrado te volverás loco, y a las pruebas me remito. Aunque signifique un gigantesco esfuerzo, ¡oh, saco de traumas!, habla con M'gwatu, si consigues localizarlo; conoce la urbe como la palma de su mano. Sinceramente, creo que necesitas cambiar de ambiente; odio ver cómo te desintegras poco a poco, cual cadáver que se pudre, y perdona el símil. Me Io agradecerás.
—Como las poesías, hija de la gran…
—Hasta la vista y anímate, buen mozo —le pellizcó la nariz al salir.
La mujer se perdió por el corredor a paso rápido. Beni dejó de mirarle la espalda. («¿Cómo se las arreglará para que hasta el mono de piloto haga resaltar su figura?») Y meditó sobre su última propuesta. «Creo que tiene razón». Se dirigió a la pared.
—Ordenador.
—¿Sí, señor? —respondió la conocida y su gerente voz.
—Localiza a M'gwatu, y ponme en comunicación con él.
—Inmediatamente, señor. Aquí lo tiene, señor —anunció, dos horas después—. Confío en que la sesión de piezas musicales típicas de las mesetas continentales de Alfa Centauri, con las que he tratado de amenizar su espera, haya sido de su agrado.
Beni se levantó del sillón y se dirigió hacia la consola, Estaba pálido.
—Dos horas oyendo un violín centauriano… Te odio ¿sabes?
—Permítame, con el debido respeto, criticar sus gustos artísticos, señor. ¿Qué otro instrumento puede comunicar tal complejidad de sentimientos con una sola cuerda y sin trastes, sólo ayudado por un arco de pelo de gandulfo núbil?
Beni fue a replicar, se lo pensó mejor, respiró hondo e inició la comunicación con M'gwatu.