9

Beni se dispuso a salir de su despacho, consciente de que era el adiós definitivo a un lugar donde había pasado muchos, demasiados años. A pesar de la excitación ante la aventura, experimentaba un sentimiento de tristeza, de pérdida. Con un suspiro, se dio la vuelta para marcharse con el nervioso ordenanza que había venido a avisarle, pero éste había desaparecido, e Irma Jansen ocupaba su lugar. Beni se animó un poco.

—Creo que se preocupa usted demasiado por un simple coronel, señora.

La mujer penetró en la habitación.

—Me enteré de que hiciste testamento ayer, y que me legabas todas tus pertenencias.

—A cualquier otra persona le habrían parecido tonterías, cachivaches sin valor, pero usted vivió todo aquello y conoce su auténtico significado.

—Sí —murmuró, con aire reflexivo—. Te lo agradezco, aunque no creo que tenga la oportunidad de quedármelas. Te las devolveré cuando regreses.

—Gracias por su optimismo, señora. En el peor de los casos, no se olvide de engrasar periódicamente la katana y de quitarle el polvo al cuchillo ritual de Erídani; se le acumula entre los arabescos del mango. Podría haber recubierto las armas con una microcapa protectora de plástico, pero sería un sacrilegio.

—Tú y tu manía de coleccionar trastos raros…

—Vámonos, señora; nos estarán esperando.

—Pierde cuidado; no creo que te dejen en tierra.

Abandonaron la zona, y se dirigieron hacia el astropuerto.

—Todo queda atado y bien atado, Beni —le explicó ella, mientras se acomodaban en el transporte e iniciaban el vuelo a la Colina—. El relevo viene de camino, y tu puesto será ocupado interinamente por alguien de la Galileo. Incluso traerán a un biólogo para que se ocupe de continuar tus investigaciones con los bichos de Hades. Los nativos querían ofrecerte una fiesta de despedida, pero conseguí que desistieran, con el pretexto de la premura de tiempo.

—Yo también los echaré de menos, pero… —Beni parecía pensativo—. El papel de gobernador militar, afortunadamente, era cada vez más honorífico que otra cosa, y ya comenzaba a aburrirme. Creí acostumbrarme a la vida tranquila, pero al subir a la tortuga y enfrentarnos a aquellos robots, me encontré haciendo lo que realmente me gustaba. Era como antaño, en Infantería —hizo una pausa—. El condicionamiento que nos impusieron de jóvenes aún no ha muerto; realmente, la Corporación nos inutiliza para una vida normal a nosotros, pobres comandos.

—Somos eficaces, Beni. Todo consiste en obligar a la gente a hacer lo que le en verdad desea.

—Sí —sonrió—; son tan sutiles que incluso conseguirán que los admire.

—¿Estás nervioso? —preguntó ella, cambiando de tema.

—¿Y…? No sirve de nada el demostrarlo.

—Aún recuerdas las viejas lecciones, menos mal.

Así, entre comentarios banales, llegaron a la Colina. El aparato los dejó a escasa distancia, y fueron escoltados hasta su interior.

El ambiente tenía algo de solemne. Todos los altos mandos de la Galileo estaban presentes; a Beni le hizo gracia la falta de dignatarios hadeanos, aunque no le extrañó. Se lo hizo saber a Jansen.

—Cuestión de seguridad. La noticia del hallazgo podría provocar el pánico, y ya la conocen demasiados. Tendremos que gastar cierto tiempo y dinero para tapar bocas.

—Muchos reclutas nativos lo saben.

—Serán condicionados, y mantendrán silencio.

—¿Suprimidos? —había burla en su voz.

—Condicionados —fue la seca respuesta.

Se aproximaron al foso central. Allí estaban los jefes y oficiales, pero Beni se olvidó de los saludos reglamentarios cuando vio las naves.

—Ahórrese más comentarios burlones —dijo el almirante, con cara de fastidio—. Estoy harto.

La nave Alien tenía acoplada sobre ella otra de menor tamaño, procedente de la Galileo. Unas grapas biometálicas retráctiles hacían que se aferrara con seguridad, pero el efecto resultaba cómico: recordaban dos gigantescas tortugas copulando. Beni podía imaginarse los chistes elaborados al respecto, y procuró no parecer sarcástico. «Ahora somos nosotros los que estamos jodiendo a los Alien; espero que la situación no se invierta pronto».

Llegó el turno de soportar diversos discursos (un mal endémico de la especie humana), consejos, admoniciones y deseos de éxito, todos de buena fe. Beni se impacientó. ¿Por qué no terminaba ya tanto protocolo? «¿Se estarán vengando por la recepción que les brindamos?» Pero todo concluyó. Como temía, Jansen fue la última en hablarle:

—Te hemos hecho un sinfín de perrerías a lo largo de tu carrera, coronel. En todas pudimos controlar la situación, pero ésta es distinta. Quizá sólo encontréis las ruinas de una civilización, pero tal vez aún estén vivos, y desencadenen un segundo ataque. Esta vez actuaréis solos y, perdón por la truculencia, el destino de la Humanidad puede depender de vuestras acciones.

—Ahora les toca sufrir a ustedes.

—Es el justo castigo por nuestros pecados —Jansen exhibía una leve sonrisa—. Buena suerte.

—Gracias —se estrecharon las manos—. Y ahora, con su permiso…

Se volvió hacia las naves, contemplándolas con mayor detenimiento. «En mis tiempos, un navío de combate tenía forma de tal; estos fuselajes biometálicos serán muy adaptables, pero le quitan su encanto. Parece un híbrido entre un galápago lujurioso y una garrapata». Efectivamente, había adaptado su geometría a la de la nave Alien, e incluso las toberas estaban ocultas. Localizó una escalerilla y se dispuso a trepar por ella. Se volvió e hizo un gesto de despedida, que fue correspondido por los asistentes. «Por un momento temí que tocaran la Sinfonía de Andrómeda; menos mal, qué alivio». Sin esperar más, penetró en el aparato; a sus espaldas, la escalerilla se retrajo y la puerta se cerró, silenciosa.

El interior de la nave era amplio, como pudo comprobar tras salir de la doble compuerta de entrada. Acostumbrado a las penurias de los vetustos transportes de tropas, las naves de última generación le parecían excesivamente lujosas, un derroche de espacio. Los motores, las bodegas y los sistemas de armas ocupaban la mayor parte del sitio disponible, pero aun así restaban para la tripulación los camarotes, cada uno con su correspondiente aseo, y una gran sala de control. Todo estaba tapizado de plástico noble, limpio y aséptico; no se veían cables ni tuberías al descubierto. «Esto parece un edificio de oficinas de una compañía japonesa, no un vehículo militar». Hizo un gesto de desaprobación y se dirigió hacia el puente de mando.

Los miembros de la reducida tripulación ya se encontraban en sus puestos. Reconoció a la consejera Uhuru, que lo saludó con una breve inclinación de cabeza, y al androide ACM-56, gris y tan inexpresivo como un pez. Y, en otro asiento…

—Encantado de volver a verle, señor.

Sorprendido de improviso, Beni buceó en sus recuerdos. Parecía imposible, pero…

Hacía más de medio siglo, cuando el asunto Tau Ceti, le habían asignado como escolta a un joven teniente, hijo de Irma Jansen, y de nuevo lo tenía ante sí. A pesar del tiempo transcurrido, aparentaba tener poco más de veinticinco años. No había cambiado nada, salvo el rango: vicealmirante.

—Los mutados no envejecen, por lo que veo —dijo Beni, tras estrecharle la mano.

—Los modificados tampoco, señor —respondió el joven, sonriente.

—Ya me he dado cuenta. Bien, en estos años se han invertido los papeles; mi ascenso en el escalafón ha sido el más lento de la Historia, todo lo contrario que el suyo. Por cierto, nunca supe su nombre de pila.

—Jan. Jan Jansen. Y no se preocupe por el rango; usted manda, ya que tiene más experiencia en situaciones críticas.

—Su madre fue muy imaginativa a la hora de elegir un nombre —comentó Beni, abstraído—. Es curioso, la primera vez que lo vi me pareció usted una mezcla de nórdico y eslavo.

—Ya ve que no, señor. Quizá se deba a la manipulación genética.

«Es curioso: aún me sigue llamando «señor», como antes, a pesar de sus galones, y yo lo sigo tratando como a un subordinado. Dichosa jerarquía».

—Será mejor que nos tuteemos; ni que fuéramos imperiales, con su amor por la ceremonia. Y esto va por todos, amigos.

Uhuru lo miró sin mucho interés; el androide seguía como antes, ajeno a todo, y Jan no había perdido nunca un aire como de mayordomo atento y servicial (aunque en realidad, como todos los presentes, fuera una herramienta bélica cuidadosamente diseñada). Visto el éxito de su intento de fomentar la camaradería entre la tripulación, farfulló algo ininteligible y se dirigió hacia el panel de mandos principal.

—Eh, ¿no disponemos de un ordenador de navegación?

—Efectivamente, señor —la respuesta surgió de un altavoz—. Celebro verlo de nuevo, y vivo. Han pasado exactamente 2,79 x 107 minutos desde la última vez.

Beni tardó en reaccionar, tal fue su sorpresa.

—¿Demócrito? ¿Qué demonios haces tú aquí?

—No es extraño, señor —respondió, con aire de suficiencia—. Tras décadas de servir a la Corporación en variados menesteres, y de derrotar a toda criatura pensante en el noble juego del ajedrez, me retiré para meditar, alejado del mundanal ruido. Sin embargo, mis notables capacidades se hacían indispensables para una misión como la actual. Este hecho innegable fue reconocido por la presidenta Jansen, que logró convencerme; hazaña notable para un humano, sin duda, pero ella es un ser excepcional. Fue decisivo saber que usted estaba al mando. Muy ingenioso lo de su falsa muerte, señor.

—¿Son figuraciones mías, o tu pedantería y fatuidad se han incrementado durante estos años? Pero me alegra de veras verte de nuevo, muchacho —se sentía eufórico; el pasado retornaba con fuerza inusitada.

—El sentimiento es mutuo, señor.

—No quisiera frustrar esta reunión de antiguos amigos —interrumpió Uhuru—, pero deberíamos irnos un día de éstos.

Beni suspiró, y se sentó frente a un panel de mandos. Por un momento, cerró los ojos. Estaba otra vez a bordo de una nave de guerra. «No sé si será el condicionamiento militar, o que realmente me he convertido en un masoquista, pero lo echaba de menos». Puso las manos sobre una consola y la acarició, sintiendo el cálido tacto del plástico bajo sus dedos. Con esfuerzo, dejó de lado los recuerdos y retornó al mundo real.

—Datos de la nave —requirió.

—Nombre: Alastor —respondió Demócrito—. Código: Galileo—USC-12100, B-3215. Sistema ligero de incursión interplanetaria. Propulsión: mixta no inercial/AM retroalimentada. Tecnología: clase AA —Beni silbó, admirado—. Dimensiones en configuración elipsoide de reposo —apareció un holograma a escala 1:100—: 105 x 40 x 40 metros. Aquí tiene el armamento, señor.

Una hoja de plástico biodegradable emergió por una ranura. El coronel la leyó, con un respeto creciente.

—Menudo arsenal; con esto podríamos esterilizar un planeta del tamaño de la Vieja Tierra.

—Se trata de un sistema muy versátil, señor. Es capaz de efectuar tareas de bombardeo orbital, como un crucero, pero su fuselaje remodelable le permite convertirse en un aparato de incursión atmosférica sumamente flexible.

—Una chica para todo; justo lo que nos hace falta. Supongo que todos los sistemas han sido evaluados.

—En efecto, señor. Estamos dispuestos para iniciar la misión.

—Bien. Conecta las pantallas.

La mitad superior del puente de mando desapareció, y mostró el interior de la Colina. La ilusión óptica era perfecta.

—Estas tecnologías punta sobrecogen —murmuró, admirado—. Demócrito, contacta con la base.

—De inmediato, señor.

Un holograma de medio cuerpo se formó sobre el tablero de mandos, segundos después. Era Irma Jansen.

—Todo está preparado para vuestra marcha. De aquí a tres horas estándar habremos ultimado nuestros preparativos, evacuado la Colina y dispuesto a la Galileo en función de cobertura. No podemos correr riesgos; si la nave Alien se comporta de forma manifiestamente hostil, será destruida. Tendréis que salir por piernas con la Alastor, o morir.

—Me lo suponía, señora. Yo haría lo mismo.

—Ajá —su expresión se dulcificó—. Coronel, odio el melodrama, pero quizá seáis la embajada de la Humanidad frente al mundo Alien. Supongo que, pase lo que pase, no nos defraudaréis.

—Menuda representación de la esencia humana —Beni echó una ojeada a su alrededor—: un androide de combate enano, una Matsushita semiautista, un mutado con el secreto de la eterna juventud, un modificado melancólico y un ordenador jactancioso. Si el partido Humanista levantara la cabeza…

—No veo contradicción; es el espíritu humano, en pleno —Jansen hizo una pausa, y cambió la entonación de su voz—. Cuida de mi hijo, Beni.

El coronel la miró, francamente sorprendido. Le pareció como si la viera por primera vez, mostrando algún sentimiento identificable.

—Me parece que ya es mayorcito, señora —repuso, procurando disimular su embarazo—. Posiblemente, él tendrá que protegernos a los demás.

—No sé, en las viejas promociones éramos más espabilados —suspiró—. Buena suerte a todos; os quedan tres horas para relajaros y descansar. Os aconsejo que lo hagáis.

El holograma desapareció, dejándolos en silencio. Beni preguntó cuál era su camarote y se dirigió hacia él, para tumbarse un rato y meditar.

La misión era simple: liberar el mecanismo de la nave Alien, a la cual iban sujetos; esperar el salto hiperespacial y, acto seguido, desconectarlo e improvisar, según lo que encontraran.

«¿Y si aparecemos delante de una estrella, o en un agujero negro, o en un desfile de modas en Alfa Centauri, o cualquier otra ratonera semejante?»

El tiempo pasaba, muy despacio.

«¿Qué pensarán los otros? ¿Qué puede preocupar al androide? Perdón, ¿le preocupa algo? ¿Y a esa esfinge de Uhuru? ¿Y tú, Jan Jansen, carne de Academia? ¿Demócrito? En tu caso, supongo que satisfacer tu insaciable curiosidad».

«¿Y los que se quedan en tierra, esperando un segundo Desastre?»

«¿Y yo? Tal vez sea la última aventura. O puede que aparezcamos junto a un planeta muerto, y tengamos que retornar de vacío, si volvemos. O vaya usted a saber».

«¿Por qué el reloj irá tan lento?»

★★★

En el exterior todo eran prisas. El tiempo parecía correr demasiado rápido, y los preparativos nunca terminaban; pero pasaron las tres horas, y todo estuvo a punto. El dispositivo que controlaba el programa de la nave Alien fue desactivado, y la Colina revivió.

Las extrañas columnas orgánicas se desperezaron y contorsionaron, y luces extrañas brotaron de los sitios más insospechados. El techo de la Colina se abrió completamente, mientras la rampa sobre la que reposaban ambas naves se irguió verticalmente. La popa de la Alien comenzó a brillar en azul cobalto, que se transmutó en un blanco cegador, y el aparato despegó. Lo hizo con una aceleración tal, que sólo el campo estático de la Alastor salvó la vida de sus tripulantes, quienes asistían como espectadores de lujo a un proceso que no controlaban, con los nervios en tensión (salvo el ordenador, que estaba disfrutando como un condenado con la experiencia, y ACM-56, que poseía microcables de fibra óptica, en vez de nervios).

Las naves sobrepasaron la órbita de Cerbero, la pálida luna de Hades, escoltados por varios cazas con sus armas activadas para disparar a la más mínima irregularidad. Tras recorrer una distancia de diez radios planetarios, un destello cegador surgió de los motores de la nave Alien y ésta saltó al hiperespacio, desapareciendo como si nunca hubiera estado allí.

★★★

Pasó el tiempo. Los intentos de establecer comunicación con los viajeros por medio del comunicador cuántico fracasaron. Nadie tenía idea de dónde podrían estar; sólo una cosa era segura: habían abandonado el espacio humano, vivos o muertos.

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