29 5481ee — Juegos perversos
1
EL hombre que caminaba hacia la playa destacaba sobre los demás. Se notaba a la legua que era extranjero, y no sólo por su indumentaria. Quienes se cruzaban con él parecían cortados según el mismo patrón: cuerpos delgados y atléticos a fuerza de trabajo duro, pieles curtidas por la intemperie, camisas blancas, pantalones azules de algodón y esparteñas protegiendo los pies. En cambio, el paseante ocioso era alto, robusto y peludo, de aspecto que recordaba al de un oso bonachón. Vestía traje gris de tela ligera, y se protegía la cabeza con un sombrero de paja que no conjuntaba con el resto. Sin embargo, aquel adminículo resultaba necesario para evitar que se le cociera el cerebro. Los dos soles que refulgían en lo alto del firmamento no tenían clemencia con las gentes que se afanaban en convertir aquel horno de planeta en un lugar habitable y productivo.
Al hombre se le notaba un tanto abstraído. Se llamaba Tariq Prados y era antropólogo, uno de los mejores. Por culpa de ciertos compromisos académicos y de su amistad con los organizadores, se veía obligado a participar en un ciclo de conferencias y cursillos sobre la colonización de nuevos mundos. Eso suponía viajar a las fronteras del Ekumen, a lugares que aún no eran del todo apropiados para la vida humana: demasiado cálidos o fríos, con atmósferas venenosas… Menos mal que aquel planeta en concreto no era de los peores. Probablemente, las siguientes generaciones heredarían unas moradas confortables, pero los pioneros debían bregar con todas sus fuerzas para que eso fuera posible. ¿Injusto? Sin duda, ya que ellos no llegarían a verlo, pero nunca se quejaban. Cumplían una misión de la que se enorgullecían.
En verdad, todo el mundo parecía ocupado en algo, bien fuera transportando cachivaches, trabajando en el campo o levantando nuevos edificios. Contemplaban a Tariq con una mezcla de curiosidad y sana envidia. «Qué bien debes vivir, con lo lustroso que estás», pensaban, antes de sonreír y volver a sus asuntos. El antropólogo, en cambio, no se fijaba mucho en el paisanaje. En aquel momento su mente estaba ocupada en los detalles de la tesis doctoral de uno de sus pupilos. No acababa de gustarle el planteamiento del trabajo de campo que desarrollaba el doctorando, y se devanaba los sesos tratando de determinar cómo reconducirlo.
En eso estaba cuando pasó junto a una de las típicas casas bajas del kibbutz. Junto a la puerta, sentado en una silla de anea y protegido por un toldo, un hombre se dedicaba a recomponer unos muñecos articulados, sin duda juguetes infantiles. Algo hizo que Tariq bajara de las nubes y aminorara el ritmo de marcha hasta casi detenerse. Aquella cara… ¿De qué le sonaba?
El hombre sentado levantó la cabeza y lo miró fijamente, tal vez molesto al sentirse observado. La situación se tornó embarazosa. Tariq fue a decir una frase cortés para salir del paso, pero en los ojos del otro hubo un destello de perplejidad. Ambos se quedaron mirando, conscientes de que debían de lucir caras de pasmarotes, mientras pensaban: «¿De qué demonios conozco yo a este tío?»
El hombre sentado fue el primero en reaccionar. Depositó en el suelo los muñecos y se levantó de la silla, mientras su semblante reflejaba una mezcla de alegría e incredulidad.
—¡Qué me…! ¡Pero si es Tariq!
Aquella voz… Pese a los muchos años transcurridos desde la última vez que se vieron, el antropólogo lo reconoció.
—¿Axel? ¿Qué haces en un sitio como…?
El tal Axel no lo dejó acabar la frase. Le estrechó la mano con efusividad y, no contento con eso, luego lo abrazó, mientras los colonos que deambulaban por allí contemplaban divertidos la escena.
Una vez recuperada la compostura, Axel invitó al recién llegado a beber algo. La propuesta, cómo no, fue recibida de muy buen grado.
—El mundo es un pañuelo y el universo una sábana —sentenció Tariq instantes después, sentado bajo el toldo y con una botella de cerveza fría en la mano—. Quién me iba a decir que en este rincón perdido del cosmos me encontraría con un compañero de piso de cuando la carrera…
—Increíble, sí —convino Axel, dejando su botella medio vacía de un largo trago—. ¿Recuerdas lo desierta que teníamos la nevera a final de mes, y las broncas cuando nos escaqueábamos de fregar los platos? O tus intentos de ligar con aquella pelirroja que cursaba Historia del Arte…
Se pasaron un buen rato recordando los buenos viejos tiempos compartidos, cuando el mundo y ellos eran jóvenes. Se rieron a mandíbula batiente mientras evocaban las anécdotas de su época de estudiantes despreocupados, antes de que las responsabilidades adquiridas, de buen o mal grado, los obligaran a sentar cabeza. Miraron al pasado con nostalgia a la par que cariño. Pese a los revolcones que la vida podía haberles dado, ambos habían acabado haciendo algo que les gustaba, y no se podía pedir más al Destino.
—Así que has venido por lo de esas jornadas sociológicas, o como demonios se llamen —comentó Axel, de excelente humor—. Tú y tus colegas os dedicaréis a observarnos como a bichos raros, para luego sacarnos en alguna publicación en revistas de impacto y engordar los currículos, ¿verdad?
—Bueno, a decir verdad, poco nuevo se puede escribir de una comunidad como la vuestra. Los kibbutzim proliferan en los mundos de frontera, y les suele ir bastante bien. La sociedad es igualitaria, los puestos de responsabilidad son rotatorios, hay una cultura del esfuerzo… ¿Sabes que la idea surgió en Israel, a finales de la Era Preespacial? —Axel asintió, y Tariq lo miró fijamente—. Lo que no me explico es cómo acabaste en uno de ellos, y trabajando como el que más. Con lo delicado y maniático que eras de joven… Te perdí la pista cuando opositaste a aquella plaza de tu especialidad. Ay, cómo cambiamos con el tiempo. Dejamos de vernos, nuevas tareas nos agobiaron, y se cumplió aquello de que la distancia es el olvido. De amigos del alma, nos borramos de nuestras vidas como si nunca hubiéramos existido.
Una sombra pareció nublar la expresión alegre de Axel, pero enseguida se rehizo. Propinó a Tariq una cariñosa palmada en la espalda y se levantó de la silla.
—Para llegar hasta aquí tuve que descender o, mejor dicho, ascender a los infiernos y salir de allí solo, por mis propios medios. No es una historia de la que me sienta orgulloso. Preferiría olvidarla, pero qué diantre, no me vendrá mal compartirla con un viejo compañero de fatigas estudiantiles. Se trata de un relato largo y poco edificante, y me temo que ambos necesitaremos más cerveza para soportarlo. Voy a por ella y enseguida estoy contigo.
2
UN valiente hubiera huido aquel día, dejándolo todo atrás. Yo no era un valiente. Quizás tampoco un cobarde. En cualquier caso, al llegar a casa y recibir la llamada del Excelentísimo y Magnífico Señor Rector me dirigí a la Universidad. No disfruté del paseo, y menos aún de las miradas que me dirigía el personal docente. Por suerte habían empezado las vacaciones y los alumnos brillaban por su ausencia. Tan sólo los becarios daban unas pinceladas de vida a las facultades y escuelas, tratando de aprovechar aquella época de bonanza para adelantar el trabajo de sus tesis doctorales.
Mi cara había aparecido en los noticiarios y, aunque nadie se atrevía a preguntar, sabía qué estaban pensando: «Tenía que acabar mal. Axel Weiss se lo llevaba buscando desde hacía tiempo».
El Rector Olrik estaba sentado en su lujoso y amplio despacho, tan distinto a los exiguos cubículos del personal docente e investigador. Daba una excelente imagen institucional: alto, delgado, con barbita gris y vestido con ropa sobria y cara. Fue amable; empezó por los asuntos personales e interesándose por mi estado. No obstante, capté una diferencia respecto a otros encuentros. En vez del tuteo campechano tan propio de los políticos (y Olrik lo era, de pura cepa), optó por tratarme de usted. Pésima señal. Me pregunté cuándo me anunciaría que el Consejo había decidido que mi presencia no era grata en aquel centro.
La cháchara insustancial se prolongó unos minutos, y mi mente tendía a divagar. Me puse a juguetear con el pisapapeles de su mesa mientras decidía si aún estaba a tiempo de huir. Embarcar en la primera nave sin preguntar por su destino y empezar una nueva vida en algún lugar ignoto del Ekumen…
—Como comprenderá, el Consejo se ha mostrado muy afectado por la situación —ahí estaba: había acabado la charla empática y venía lo importante. ¿Se molestarían al menos en buscar un arreglo digno?—. Todos conocemos el riesgo de implicarse demasiado en un proyecto de investigación. A veces las cosas salen mal, y si eso afecta a personas inocentes… Bueno, ya me entiende, puede que sea necesario dejar que todo el tema se asiente un poco. ¿Se ha planteado tomarse un tiempo de descanso? Me refiero a alejarse temporalmente para aclarar las ideas.
—La Policía puede que no se tome a bien que marche ahora, cuando la investigación está en sus inicios. Si desaparezco será para…
El viejo Olrik me hizo callar con un gesto y me dedicó su sonrisa más tranquilizadora.
—No sea tan fúnebre. Puede que haya una oportunidad de alejarle de aquí por un tiempo. Una oportunidad, no lo negaré, que me ha obligado a tener que insistir bastante ante el Consejo. No obstante, lo que acabó de convencer a sus miembros fue la posibilidad de matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, tramitar el «caso Weiss» discretamente, sin publicidad. Por otro, nuestra Universidad, a través de usted, puede rendir un servicio útil. Se trata de un asunto tan fuera de lo común, que los implicados están dispuestos a avalar ante el Gobierno la necesidad de enviarle a usted en persona. Al fin y al cabo, su currículum es perfecto.
Fui a detallarle lo que pensaba el juez de mi currículum, pero se me adelantó y de nuevo me hizo guardar silencio con uno de sus gestos apaciguadores.
—Verá, hemos recibido una inusual petición de ayuda del Gobierno. Un planeta alejado, que no mantiene contactos con el exterior, ha enviado una petición de ayuda. Sus habitantes tienen graves problemas que amenazan la supervivencia. Tal vez se trate de un caso de colapso sistémico. Ya sabe, un medio hostil, total dependencia de la tecnología para sobrevivir y, de repente, todo empieza a fallar en cadena.
»Por lo que deduje de los informes, es un mundo con muy pocos habitantes, apenas unas cuantas colonias. No existe masa crítica social para mantener sistemas complejos. De malograrse varios centros productivos más, se cierne sobre él el riesgo de una hambruna o algo peor. Como son muy celosos de su aislamiento, no pueden pedir ayuda a nuestro Gobierno. Han preferido buscar un subterfugio: un intercambio entre universitarios. Nosotros enviamos algunos expertos que les ayuden a descubrir el origen del problema y que propongan una solución y luego ellos nos devuelven la visita. Puede ser un principio que nos lleve, algún día, al establecimiento de relaciones diplomáticas.
—Entiendo la situación, pero dígame: ¿Qué se supone que debe hacer un antiguo antropólogo reciclado a infosociólogo en una misión de este tipo? ¿No sería más operativo que enviaran un equipo de ingenieros? —dije, mientras erguía el torso, interesado a mi pesar.
—Por supuesto que hemos recurrido a los ingenieros; los más capaces, por cierto. Y cuando estén allí trabajarán junto a personas de una sociedad que desconocemos por completo. ¿Quién mejor que usted para averiguar si hay algo más que debamos saber, algo que no quieran contarnos? Al fin y al cabo tiene mucha experiencia en el lado más… digamos humano de la Red.
«Touché», pensé. En el fondo, tampoco podía negarme. Me estaban ofreciendo una oportunidad de redimirme, quizá en pago a mi currículum y a los servicios prestados anteriormente a la Universidad. Y para evitar publicidad desfavorable, claro. De rechazarla, podía darme por jodido sécula seculórum. Acepté, qué remedio.
3
EL Rector me puso al día de quiénes serían mis compañeros de viaje, qué equipo llevaríamos y otros detalles de la operación. La entrevista terminó justo a tiempo. Empezaba a sentir esa necesidad especial que me acuciaba y la charla había durado demasiado.
Era ya de noche cuando salí de la Universidad. Menos mal que, a esas horas, nadie se fijó en mí, porque estaba visiblemente alterado. Al igual que un pobre obeso intentando ceñirse a un régimen alimenticio bajo en calorías, el propósito de enmienda pugnaba contra el deseo, y éste acabó por vencer. Ya ni siquiera me sentía culpable por mi escasa fuerza de voluntad. Era mejor ceder a la tentación, dejarse llevar; rendirse, en suma. En el fondo, ¿a quién le importaba?
Me detuve al pasar frente al espejo de un escaparate. Me costó reconocer mi reflejo. Sí, era la misma cara de siempre, con el pelo rubio que empezaba a ralear en las sienes, los ojos grises y los pómulos marcados, pero la mirada… Había dejado unas cuantas cosas por el camino en los últimos tiempos. Entre ellas, la ilusión. Me encogí de hombros y apuré el paso.
Tomé el metro como si fuera a dirigirme a casa, pero efectué un transbordo hacía los suburbios. No era una idea sensata. Si la Policía desconfiaba de mí y decidía seguirme, podría tener aún más problemas. Asimismo, arrojaría por la borda la oportunidad que me brindaba el Rector Olrik.
«¡Qué le zurzan!»
Me apresuré a entrar en el Barrio Oriental. Un pequeño submundo dentro de la ciudad, con sus propias costumbres, sus propios idiomas… y una población encantadora que saboteaba a diario los sistemas de vigilancia de la Policía.
Entré en el Tokio To y pedí un reservado. La camarera, una mujer joven con tetas de niña, me acompañó. Le susurré unas palabras al oído y asintió brevemente. Puse un billete en su mano y esperé. Al cabo de un rato regresó y me guió a través de la cocina.
—Hemos provocado interferencias tal como usted enseñó —sonrió exageradamente, mostrándome los dientes grandes y mal alineados—. Salida al otro lado. Cámara de Policía no funciona. Aseguramos nunca funciona. Tome, ropa de camarero, cúbrase.
Abandoné el local bajo una gabardina sucia y me dirigí hacia la tienda de Wang. Todos los que se dedican a ese negocio se llaman Wang. Debe de ser una constante del Universo. Mis pasos empezaban a ser vacilantes, y me hacían parecer ebrio; algo bueno para pasar desapercibido en aquel barrio. Había muchos borrachos en grupos o sentados en cualquier parte que veían pasar la vida de largo. Proliferaban los drogadictos, a menudo tirados por el suelo, y los camellos ofrecían públicamente la mercancía. En cualquier portal podía verse a gente fornicando con prostitutas o chaperos. Todos ellos actuaban con cierta desfachatez, en plena calle. Pero había otros como yo que preferíamos lugares más discretos. Conocía de sobra ese camino. Parecía llano, pero desde otro punto de vista era siempre cuesta abajo.
Doblé hacia un callejón más sombrío que otros y entré en una tienda de electrodomésticos usados. Había montones de televisores de todos los tamaños. Las estanterías rebosaban de artilugios tecnológicos anticuados que habían estado de moda alguna vez a lo largo de la dilatada Historia de la Humanidad. Detrás de un mostrador de formica que parecía del milenio anterior, unos armarios de cristal guardaban todos los tipos de lectores y conectores que alguien podía necesitar algún día para enchufar una máquina con otra, o consigo mismo.
Wang me reconoció enseguida. Se puso nervioso de inmediato y miró a la calle con aprensión.
—Tranquilo, viejo. Estoy solo.
—No buena idea venir aquí hoy. No tengo nada. Todo a la basura. Ni una memoria, ni una…
Años atrás, yo era un profesor universitario tímido, incapaz de matar una mosca. Había llovido mucho desde entonces. Di la vuelta al mostrador y le agarré por el cuello. Era un ancianito de pequeña estatura, de piel fina y aceitosa que parecía rezumar sudor frío al apretarla.
—¿Captas el significado de la palabra «problema», querido Wang? —soné tan melodramático como en un mal folletín, pero aquel tono solía funcionar con el viejo. Podía permitirme amenazarlo sin temor a represalias; yo sabía demasiado de sus negocios—. Pues uno bien gordo va a caer sobre ti si continúas tomándome el pelo.
—Nada, no tengo nada… —insistía, con voz más débil.
—Sí, tienes algo. Algo que yo mismo te dije que existía. La Policía estuvo en mi casa y me limpió todo el equipo. Seguirán mi rastro si me conecto ahora. Necesito tiempo. Tiempo y el aparato más discreto y pequeño de que dispongas. Que pueda pasar desapercibido en cualquier parte. Incluso en una aduana.
—¿Aduana? ¿Piensa ir de aquí? ¿No más aquí?
—Si me das lo que te pido, sí. Marcharé durante bastante tiempo. Luego todo estará arreglado. ¿Dónde lo tienes? —aflojé para que me pudiera guiar.
Fuimos a la trastienda. Abrió un cajón con llave de un armario viejo y me expuso el contenido: varios reproductores musicales y teléfonos celulares, maquinillas de afeitar, una billetera vieja, un cepillo de dientes eléctrico, un bolígrafo y un montón inclasificable de astrosas antigüedades.
Cogió el bolígrafo y me lo mostró con cuidado:
—El más pequeño, nadie sospecha. Puede llevar todas partes. Escáner molecular dice: «Aluminio, tinta y plástico, no más» —me miró con tantas ganas de que me largara que daba pena verlo—. También escribe. Tinta azul. Tome, es suyo.
—No entres hasta que yo haya salido —le ordené, en cuanto tuve el objeto en mis manos—. ¡Vamos, lárgate!
Cuando me dejó solo estudié con atención el bolígrafo. Era sencillo y antiguo, de aluminio y con un visor para el nivel de tinta. Con manos trémulas abrí el capuchón. Desenrosqué la punta suavemente y la dejé sobre la mesa. Ahora el extremo parecía plano, pero sabía que cuando entrara en contacto con la piel la aguja se dispararía, inyectaría una microgota y se retiraría. Todo ello dentro de un bolígrafo barato que parecía sacado de la cartera de un escolar.
Me senté en el sillón de trabajo de Wang y me pinché.
No salí hasta mucho más tarde.
4
LA nave Albatros avanzaba lentamente con los motores apagados. Seguía una trayectoria que la llevaría a situarse en medio del anillo de rocas que rodeaba al planeta, y que le otorgaba el aspecto de un Saturno en miniatura. Luego ajustaría la velocidad para igualar la del material del anillo. El casco había cambiado su color a negro mate y el silencio de radio era absoluto, siguiendo las instrucciones de los anfitriones.
—Suerte que nos han invitado —murmuraba disgustado el piloto—. Nunca me había acercado a un planeta con tanto sigilo.
—Es una necesidad política… —le aleccionó nuevamente Nick Carpenter, el jefe del equipo.
—¡No empiece de nuevo! ¡Ya me sé la lección!
Nunca había oído tantas veces repetir la misma historia. Eran como niños invitados a participar en una aventura de espías. Claro que el caso se las traía: nos requería nada menos que un gobierno planetario, pero exigía que llegásemos sin ser vistos, sin que nadie pudiera descubrir nuestra presencia. Ni tan siquiera un observador ocasional, un radioaficionado, debía saber que estábamos allí. Era asunto de política interna; un pueblo celoso de su aislamiento, de su autosuficiencia, que se negaba a pedir ayuda, pero que la necesitaba desesperadamente.
Viendo a mis compañeros me costaba creer que pudieran ayudar a nadie a sobrevivir. En fin, ¿qué se podía esperar de un equipo integrado mayoritariamente por universitarios? Pese a los años transcurridos, aún los recuerdo muy bien. Tuvimos ocasión de pasar bastante tiempo juntos. Ojalá que, estén donde estén, me hayan perdonado.
Nick Carpenter era un ingeniero especializado en mantenimiento de centrales de energía, carácter infantil, mucha experiencia en misiones en el espacio y nuestro jefe. Cuidaba mucho su apariencia física, seguramente con objeto de parecer más competente ante los ojos del prójimo. Llevaba un traje de ésos que nunca se arrugan, y se afeitaba la cabeza hasta que la calva le relucía. Tenía una tez olivácea y unos rasgos que no pude adscribir a ningún grupo étnico que conociera.
Olga Rodley era catedrática de Ingeniería, creo que especializada en cálculo de estructuras o algo así. Tenía los pechos y el culo demasiado caídos para mi gusto. Para compensar, trataba de cambiar cada día de peinado aunque, en mi opinión, nunca conseguía darle otro aspecto distinto al de un manojo de paja. En cuanto a su carácter… Bueno, era ingeniera. Con eso se dice todo.
Roger Bagnall era el matemático del grupo, experto en modelos de análisis. Parecía empeñado en comportarse como lo haría un actor que interpretase el papel de experto en una misión importante: un chiste malo cada cinco minutos, una reflexión de carácter personal cada diez, y el bolsillo pectoral del traje espacial lleno de barritas de caramelo. El desaliño corporal iba a juego, como en una versión beta de Einstein. Me desquiciaba su manía de rascarse constantemente, especialmente en el cogote y detrás de las orejas. Se ponía los hombros perdidos de caspa, que luego iba esparciendo con generosidad por doquier. A su favor debía reconocer que se trataba de un genio en su campo.
Natalia Sabater era doctora en Biología y Química, y la única del equipo que parecía haber madurado con los años. Debo confesar que me gustaba, y eso que nunca se me insinuó o hizo amago de entablar una relación erótica. Cierro los ojos y todavía puedo verla: complexión delgada, tez blanca, pelo castaño muy corto y siempre con una sonrisa amable en el rostro. Se llevaba bien con todo el mundo (salvo alguna discusión ocasional con los ingenieros, especialmente con Olga) y toleraba nuestros defectos sin criticarlos.
En teoría, todos ellos eran expertos en crisis que afectaban a grandes infraestructuras. Natalia había trabajado en el enésimo colapso de los arcólogos de Urantia. Olga presumía de ejercer de asesora del Comité de Gestión del Anillo Portuario Terrestre. Roger era el tipo de persona que tenía ideas geniales sobre todo y Nick había colaborado con el Ejército, y no se podía hablar más de ese tema.
Por mi parte, los demás me aceptaron sin problemas, aunque me gané fama de un tanto introvertido. Si sabían de mis problemas con la Policía, nunca me lo demostraron, ni yo saqué el tema a relucir.
Ah, sí, también estaba el piloto, Aarón Spencer, pero no formaba realmente parte del equipo, al menos no del que importaba. De hecho, era el único que, por más que lo intentábamos, no se tuteaba con los demás, para resaltar aquella diferencia de estatus. Sus funciones quedaban bien delimitadas: transportarnos, aburrirse durante toda la misión y luego devolvernos a casa. Era un tipo de lo más anodino, nativo de Rígel, bajo, delgado, con un pelo negro y ensortijado que peinaba con los dedos. Al principio me pareció un estorbo más que otra cosa, sentimiento que compartí con el resto del equipo. Confiaba en que se hubiera traído muchas películas para visionar en el portátil y que no nos fastidiara demasiado con su cháchara banal.
Aarón, a pesar de sus reproches acerca de nuestros anfitriones, manejó la Albatros con pericia. En ningún momento recibimos indicaciones del planeta, ni tampoco las solicitamos. El ordenador de a bordo guardaba varios archivos con instrucciones selladas de la Armada, que debíamos cumplir sin rechistar. Nick no le daba importancia a tanto secretismo pero a los demás, como buenos universitarios, eso nos molestaba. Según él, debíamos comprender la idiosincrasia de aquellas gentes, que exigían la máxima discreción. Nuestro Gobierno estaba dispuesto a tolerar sus rarezas si con ello, en el futuro, podían establecerse relaciones diplomáticas normalizadas. Yo no tenía nada que objetar; al menos, me habían sacado de un buen aprieto. Mejor en aquel apartado rincón del cosmos que en una comisaría.
Cuando terminó la maniobra nos dirigimos al hangar del transbordador. Llevábamos un equipaje muy exiguo y la mitad de su volumen correspondía a ordenadores portátiles. Se trataba de unos aparatos mucho más pesados y voluminosos de lo habitual. Estaban blindados, construidos a prueba de radiación, tenían enchufes para todos los periféricos desde los inicios de la Era Espacial hasta el presente… Y no eran autoconscientes, sino autenticas máquinas tontas que sólo sabían hacer cálculos. Material del ejército para incursiones en zonas donde la tecnología de alto nivel estaba prohibida. Todas las medidas de seguridad antipirateo imaginables. Ni un solo dato importante sobre nosotros, a la par que un montón de programas de ingeniería, estadística y matemáticas. Había estado probando el mío días atrás y respiré tranquilo al comprobar que al menos sabía hablar. Por un momento, temí verme obligado a teclear las órdenes cuando lo abrí y comprobé que disponía de un verdadero teclado bajo la pantalla.
Aquella misión, en teoría humanitaria, me dio mala espina desde el momento en que embarcamos. El equipamiento pasado de moda, tanto sigilo… ¿Qué entendía nuestra gente por prestar ayuda? Lo discutí un día con Nick y su respuesta fue que si un ordenador pudiera resolverlo, no nos habrían pedido auxilio. Se suponía que debíamos descubrir las causas del problema de otro modo: «Mediante nuestra experiencia», aseguraba Nick. «Por intuición femenina», había dicho Olga, en una de las contadas ocasiones en que intentó ser simpática. «…Buscar una solución elegante…», creo que balbuceó Roger con una barrita de caramelo en la boca. «¡Con dos cojones!», gritó Aarón, echándose a reír mientras todos le mirábamos con caras de conmiseración.
Y ahora esa penosa criatura estaba a los mandos de un transbordador espacial con todos nosotros dentro.
—Tengo una buena noticia para ustedes, valientes caballeros e intrépidas damas —volvió la cabeza para ver nuestros semblantes—. Las órdenes son descender bajo silencio total de comunicaciones. Eso significa que no habrá guía del centro de control. En realidad, su centro de control no sabe que estamos aquí. No me pregunten el motivo; órdenes selladas, ya se sabe —hizo una pausa para disfrutar del miedo en nuestros ojos—. ¡Vamos a bajar en manual!
Pulsó un botón, se oyó un ruido metálico y se abrió la escotilla. Teníamos cinco mil kilómetros de caída hasta esa gran mole de piedra helada que estaba ante nuestros ojos. Pulsó otro botón y se oyó el siseo de los motores a la mínima potencia. Me agarré fuerte a los apoyabrazos del sillón. Luego comprobé que tenía los arneses bien ajustados al pecho y al pasar la mano por allí noté el reconfortante bulto del bolígrafo en el bolsillo del mono.
5
EL descenso nos reveló una superficie helada. Había pocas montañas, los cráteres de impacto abundaban debido a lo tenue de la atmósfera y la temperatura en el ecuador quedaba muchos grados centígrados bajo cero. El agua era escasa; se hallaba presente tan sólo en forma de acumulaciones de hielo en los valles y el interior de los cráteres, así como algo de permafrost en los polos. La parte que no tapaba el hielo era en su mayoría de un gris tirando a ocre. No vimos ni rastro de vegetación, de vida de ningún tipo ni núcleos urbanos. No había señal alguna de que el planeta estuviera habitado. Mi aprensión aumentaba por momentos.
El piloto hizo que el transbordador se deslizara a poca altura para que pudiéramos contemplar tan desolador paisaje. Finalmente llegamos al lugar elegido para nuestro aterrizaje. Según indicaban las órdenes selladas, las autoridades locales deseaban evitar a toda costa que nuestra presencia fuera conocida por la población. Por este motivo nos habían rogado que nos dirigiésemos a una antigua base, actualmente abandonada. Al parecer había sido uno de los primeros asentamientos humanos en el planeta y llevaba siglos sin utilizarse. Decían que la habían acondicionado para nosotros y que gozaríamos de un ambiente adecuado para trabajar.
Nada más ver el lugar escogido empecé a dudar que el infierno fuera el mejor sitio donde desarrollar el propio trabajo.
El piloto había estado dirigiendo el transbordador tranquilamente, incluso con facilidad, hasta ese momento. Ahora tenía que descender en vertical por un desfiladero de aproximadamente un kilómetro de profundidad. Las paredes de piedra oscura eran auténticos acantilados cortados a pico, prácticamente lisos, sin asideros. En caso de que el aparato sufriera un percance, en el fondo nos aguardaba un mar de lava ardiente. Conforme bajábamos veíamos cómo de las paredes rezumaba el agua a borbotones. Más abajo, auténticas cataratas surgían de la roca y se precipitaban al abismo rojo.
Aunque la atmósfera era tenue, el impacto de tanta agua sobre la lava generaba unas corrientes de aire que hacían temblar la nave y parecían querer estrellarnos contra alguno de los cercanos muros de piedra. Era uno de esos momentos en los que te preguntas sobre el sentido de la vida. Pensé en los despropósitos de aquella misión, y llegué a creer que no saldríamos de allí. Vi los rostros preocupados de mis compañeros. Acojonados, mejor dicho. El piloto agarraba con fuerza los controles de la nave mientras el sudor le corría por toda la cara. El pobre intentaba aparentar una confianza que no sentía, con tal de tranquilizar al pasaje. Finalmente tomamos tierra con un golpe seco, aunque desde mi posición no tenía ni idea de dónde lo habíamos hecho. Aarón se enjugó la frente con la manga del traje y soltó un chascarrillo que nadie rió. Bastante ocupados estábamos recobrándonos del susto y fingiendo que nunca habíamos tenido miedo.
Tras soltarnos y recoger las cosas nos dirigimos a la salida. Por supuesto, nos pusimos las escafandras y comprobamos la ausencia de fugas en ellas. También revisamos los radiadores, ya que fuera haría mucho calor. Nos situamos en las esclusas de la lanzadera y por fin pudimos pisar aquel planeta sin nombre.
Nadie habló durante un buen rato. Por más que el descenso a través del desfiladero nos hubiera preparado el ánimo, el espectáculo nos impresionó hasta el punto de dejarnos sin palabras. La inmensidad del corte en la superficie planetaria era inimaginable. El interior del acantilado se perdía en la lejanía, entre brumas, por ambos lados. Las paredes eran tan verticales en su mayor parte que parecían labradas por gigantes. Las cataratas que se precipitaban al vacío ni tan siquiera llegaban a tocar el suelo, pues el agua se evaporaba conforme se acercaba a la lava del fondo. Las turbulencias creadas por aquella lucha entre agua y fuego ya las habíamos sufrido.
Nos hallábamos en un saliente de unas docenas de metros. El suelo había sido allanado artificialmente y una barandilla metálica aseguraba el contorno. Todos nos acercamos para mirar hacia abajo. La caída seguía tal vez cien metros más. Los laterales estaban llenos de restos de desprendimientos de las paredes y por el centro fluía un verdadero río de fuego.
—¿Por qué eligieron un lugar como éste para establecer una base? —preguntó el piloto a través de la radio de los trajes.
—Por el agua y por el calor —respondió una voz desconocida.
Todos nos volvimos al mismo tiempo. Parte de la pared se había abierto detrás de nosotros, dejando expedita una gran entrada que mostraba un viejo hangar. Dos hombres de estatura media y rostro anodino habían salido por ella. No llevaban trajes espaciales, ni equipo de respiración; tan sólo algo similar a un mono gris, con diversos artilugios que parecían herramientas en el cinto.
Levanté mi brazo para leer los indicadores de la muñeca: presión del aire en torno al quince por ciento, humedad del cien por cien, temperatura de sesenta y ocho grados centígrados. Esos tipos tenían que ser muy duros para que las proteínas de su piel no se desnaturalizaran en tales condiciones. Yo, a pesar de que los radiadores de la escafandra me mantenían fresco, sudaba y me sentía agobiado.
Sin mayores ceremonias, nos pidieron que lleváramos el transbordador al interior del hangar. Aarón lo aparcó junto a un pequeño avión que, como supimos después, era utilizado por aquellos nativos para sus desplazamientos. Acto seguido, las compuertas se cerraron silenciosamente detrás de nosotros. No pude reprimir un escalofrío. Era irracional, lo sabía, pero…
Nuestros anfitriones se presentaron como Odenay y Eliarc, ambos ingenieros de mantenimiento. Tras quitarnos las escafandras y los guantes les tendimos las manos y se quedaron mirándolas con semblante inexpresivo. Fue un instante embarazoso. Nick les explicó que era una costumbre nuestra saludar de este modo, al tiempo que nos íbamos presentando. Odenay y su compañero se cruzaron una sonrisa y comentaron que conocían aquel «rasgo de comportamiento» (así lo denominaron) por los videos de historia, pero que ignoraban que lo mantuviésemos.
Tuve que recordarme a mi mismo que esa sociedad llevaba siglos aislada, sin contacto de ningún tipo con el exterior. Fue redescubierta hacía unas décadas y, según los datos proporcionados por el Gobierno, por tres veces se había intentado establecer contacto diplomático, y tres veces fue rechazado. Sus habitantes nunca habían sido estudiados y carecíamos de conocimientos sobre su historia y vicisitudes. ¿Cuánto cambian las costumbres y usos sociales cuando te aíslas del tronco común de la Humanidad? Y sobre todo, ¿de qué manera les había afectado a sus cuerpos? Porque ahora que les examinaba bajo la abundante luz artificial, estaba claro que eran un caso típico de humanos genéticamente alterados. La piel parecía mucho más dura y seca. Al mirarles parpadear, me sobresalté. Al igual que muchas aves y anfibios, sus ojos tenían una membrana nictitante. Aquel párpado interior, transparente, les había protegido las córneas de las adversas condiciones del exterior. Cuando nos estrecharon las manos noté la misma sensación que si tomara una tela aislante entre los dedos. Era una piel áspera, seca y gomosa. Durante la conversación que siguió me mantuve un poco al margen, tomando nota mentalmente de todas estas pequeñas diferencias. Se suponía que ése era mi trabajo.
Mis compañeros parecían molestos: el protocolo brillaba por su ausencia. No hubo ni una sola palabra de bienvenida, ni un mísero discurso. Sabía que Nick llevaba uno breve y esperanzador preparado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, que debía recitar como si fuera suyo. No tuvo la menor ocasión de pronunciarlo.
Nuestros anfitriones ni tan siquiera nos dieron tiempo para sacarnos las escafandras. Aparentemente, nuestro bienestar físico no les importaba. Dieron media vuelta y empezaron a conducirnos a través de la base abandonada, mientras enumeraban los dispositivos que veíamos: recicladores de aire, ventilación, cultivos hidropónicos, generadores de energía… Y así a paso vivo a través de un sinfín de pasillos, con breves paradas para explicarnos cómo funcionaban algunos controles, qué partes de la base no eran operativas y por lo tanto no podíamos acceder a ellas… Me recordó a una visita turística guiada a la que me apunté una vez en Tau Ceti; no te dejaban salir del itinerario prefijado. Aquella falta de cortesía resultaba llamativa. Toda cultura conocía el concepto de hospitalidad, sobre todo hacia unos extranjeros a los que se había recurrido en busca de ayuda.
De repente llegamos a una sala grande rodeada de unas habitaciones que, según nos explicaron, habían acondicionado para nosotros y nos dejaron allí.
—Suponemos que querrán descansar y prepararse —dijo Odenay, con el mismo tono que si estuviera explicando el funcionamiento de un artilugio mecánico—. Éste es el comunicador para llamarnos. Esto de aquí es el dispensador de comida. Sólo proporciona un tipo, aunque es adecuado desde el punto de vista nutricional. Hemos tenido que poner de nuevo todo en funcionamiento en poco tiempo y aún trabajamos en ello. Cuando estén dispuestos les presentaremos al resto del personal asignado a esta base. Todos albergan un gran deseo de colaborar con ustedes para solucionar los problemas. Les proporcionaremos los detalles más adelante.
Y sin esperar respuesta, él y su camarada dieron media vuelta, salieron y la puerta se cerró tras ellos de golpe.
—¿Alguien puede decirme si nos escuchan, o podemos hablar libremente? —preguntó Aarón en voz queda, sin mover los labios.
Saqué de inmediato un pequeño aparato del bolsillo y lo activé: una joya propiedad del gobierno capaz de detectar cualquier dispositivo espía e incluso rastrear las ondas acústicas a través de paredes, puertas y conductos, por si llegaban hasta alguien cercano. Quién me iba a decir que, en lugar de ingresar en la cárcel, me dedicaría a jugar con tales cosas en un mundo que prácticamente no figuraba en los mapas estelares…
—Está completamente limpio —sentencié—. Nada ni nadie nos oye.
—¿De veras piensan ustedes ayudar a semejante panda de mamarrachos? —Aarón parecía fuera de sus casillas—. ¡Por mí que se queden solos en su bonito mundo, y si se colapsa y desaparecen tanto mejor para…!
Todos los demás prorrumpimos en carcajadas, con lo que logramos enfurecerlo aún más, si cabe. Adoptó una pose enfurruñada y se negó a dirigirnos la palabra durante un buen rato. Por mi parte, aunque me uní a la burla general contra el piloto, en el fondo estaba de acuerdo con él. Sabía que éste era un sentimiento irracional, y traté de desecharlo y pensar con objetividad, al igual que el resto de mis compañeros. No quería convertirme en un aprensivo.
Después de quitarnos los trajes espaciales y vestirnos con algo más ligero, descubrimos los baños y nos refrescamos. Luego empezamos a poner en común nuestras primeras impresiones. Alguien tuvo la bondad de explicarle a nuestro enfadado piloto algunos principios de relatividad cultural. Comentamos la diversidad de costumbres bajo ambientes distintos y especulamos sobre qué debían pensar nuestros anfitriones. ¿Eran conscientes de que para nosotros había sido un recibimiento grosero? Tal vez para ellos una acogida breve y funcional era una forma de cortesía.
—¿Corteses? ¡Y una mierda! ¿Ésa es forma de tratar a la gente? —no había manera de convencer a Aarón.
—También podía ocurrir que realmente desearan ser groseros —apuntó Olga, sin hacerle caso; un vulgar piloto quedaba muy por debajo de su categoría—. Se trata de ingenieros de mantenimiento y su gobierno les obliga a ponerse a las órdenes de unos extranjeros. Quizá se consideren inmersos en una situación que hiere sus sentimientos o menoscaba su orgullo, demostrando a la sociedad que no han sido capaces de cumplir su cometido.
—Si nuestros anfitriones tienen mentalidad de ingeniero, aviados estamos, querida —comentó Natalia, con sorna. Olga le lanzó una mirada asesina. No era la primera vez que entre ambas se cruzaban puyas, ratificando la eterna disputa entre científicos e ingenieros.
La bióloga especuló que quizá se tratase de una simple estrategia de aquellos tipos para desvelar lo menos posible sobre sí mismos. Podían querer evitar cualquier fuga de información sobre su sociedad ante unos extraños. Al fin y al cabo llevaban siglos repudiando cualquier relación con nosotros y pretendían tener el mínimo contacto humano posible.
—Tal vez simplemente son funcionales —apuntó Robert, nuestro matemático—. Gente para la cual todo lo que no tenga una utilidad objetiva e inmediata carece de importancia.
—Pero eso es una contradicción —repuse—. Las relaciones sociales no son algo objetivamente inútil y carente de funcionalidad. Resultan extremadamente importantes para mantener una comunicación entre el grupo, garantizar la existencia de un cuerpo social…
—Creo que a ellos les interesa más que funcionen sus generadores de energía y sus depuradoras de agua —se burló Robert, sin dejar que terminara de hablar. ¿Podía ser uno de ésos que subestiman las relaciones sociales, e incluso la propia Sociología? ¿O se trataba sencillamente de un estúpido maleducado?
—¿Para qué iría alguien a trabajar por la sociedad, si falla el mismo cemento social que es la comunicación? —repuse, un tanto mosqueado—. Las normas de cortesía, el interés por los demás, la conversación sin finalidad objetiva aparente, son necesarios para que haya espíritu de comunidad. No basta con que cada uno haga su parte del trabajo; además, debe haber un sentimiento de grupo. Un deseo de pertenecer a él y un reconocimiento por parte de dicho grupo para que exista una sociedad capaz de alcanzar una complejidad y funcionalidad…
—Ahórrame la cháchara sociológica —me interrumpió, al tiempo que levantaba su ordenador portátil—. Yo pienso averiguar por qué funcionan mal las cosas con esto.
—Si no hubieran enviado una petición de ayuda no estarías aquí. Nos han requerido auxilio sin conocernos, sin habernos visto nunca, confiando simplemente en que alguien les escucharía y acudiría a su llamada por un mero acto de generosidad.
—O quizás por algún otro motivo —dijo Aarón, sombrío.
—¿Qué tonterías estás…? —empezó a decir Olga.
Un aparatito zumbó en mi bolsillo.
—Silencio; ya regresan —les informé.
6
BASTARON cuatro días para que todo el equipo estuviera permanentemente de un humor de perros. Aparte de la actitud de nuestros anfitriones, la base donde nos alojábamos era realmente opresiva: corredores y habitaciones grises excavados en la roca, sin una nota de color, sin un sonido. Ni siquiera corría el aire, aunque la temperatura se mantenía a un nivel aceptable. Si a ello se le unía una gravedad algo mayor de la habitual, todo el entorno contribuía a mantenernos en un perpetuo estado de infelicidad.
A Odenay y Eliarc se les había unido al poco tiempo Estiva, una mujer baja y de mirada ausente, vestida con la misma sobriedad que los hombres. Como cabía esperar, apareció de súbito, sin dar explicaciones de ningún tipo. Al parecer se ocupaba de los suministros y no participaba de las conversaciones que los otros dos mantenían con nuestros expertos sobre cuestiones de trabajo. De vez en cuando, sin mediar palabra, uno de los tres desaparecía, y oíamos los motores del avión al despegar.
Aquella actitud soliviantaba a Aarón, aunque Nick parecía encantado con ellos. Alababa su eficiencia, su talento natural para las cuestiones técnicas. Roger, en cambio, se estaba acomplejando. Nuestros anfitriones parecían unos matemáticos formidables y a veces se anticipaban a los cálculos del ordenador de forma natural e intuitiva, algo teóricamente imposible.
Yo permanecía siempre un poco al margen, absorto en mi portátil, tomando notas de todo, que era como decir de nada. Tenía que informar sobre la sociedad nativa a mi regreso, pero lo cierto es que no tenía contacto alguno con dicha sociedad. La base era un lugar grande, pero vacío y hermético. Mis compañeros hacían todo el trabajo conectándose a distancia con las instalaciones que debían supervisar. Disponían de toda la información sobre lo que había fallado, los planos, los registros… Pero nunca veíamos a nadie salvo nuestros tres contactos locales.
Mis intentos de entablar conversaciones con ellos siempre daban un resultado que, como mínimo, cabría calificar de pobre. Parecían tener ganas de hablar; respondían a todo, pero invariablemente al repasar mis notas llegaba a la conclusión de que nunca habían proporcionado nada interesante desde el punto de vista humano. Se las arreglaban de maravilla para no aportar datos útiles sobre sí mismos.
A base de recopilar migajas de información, pude trazar un esbozo de su sociedad. Si tuviera que clasificarla, emplearía el término «insularidad». Aparentemente, se componía de comunidades que apenas establecían contacto entre sí. Consistía en pequeños grupos o asentamientos que se hallaban lo más cerca posible de sus fuentes de recursos naturales. Eso significaba bajo tierra, en grietas naturales como la que nos cobijaba a nosotros. Buscaban el calor que se filtraba a través de la corteza del planeta. Su minería se basaba en la extracción de materiales que las corrientes de lava habían depositado en el fondo, a gran profundidad. El agua era un bien bastante escaso y manaba de los glaciares allí donde el calor volcánico los derretía, formando ríos subterráneos, o bolsas de aguas termales. En ocasiones, una falla provocaba que los acuíferos se derramaran en cascadas sobre las corrientes de lava, como ocurría en el desfiladero donde aterrizamos. Aparte del suministro de líquido, les servía para montar primitivas pero efectivas centrales hidroeléctricas.
El planeta tenía una densidad de población realmente baja. Tan sólo habitaban la zona ecuatorial, y la distancia media entre unidades socioeconómicas rondaba los quinientos kilómetros según los mapas. Los asentamientos nativos eran prácticamente nómadas. Cada cierto tiempo tenían que abandonar un lugar cuando se volvía geológicamente inestable. Con suerte, pasada la crisis podían recuperarlo tras unos años de terremotos y vulcanismo, suponiendo que no hubiera sido destruido. Según Eliarc, ningún asentamiento solía durar más de diez años, así que no se molestaban en diseñarlo ni muy grande ni muy confortable.
—Esto… ¿Cuánto tiempo le queda al nuestro? —preguntó Aarón, intranquilo. Le respondieron con una inquietante sonrisa.
La base que nos cobijaba había sufrido también aquellos periodos de inestabilidad geológica, motivo por el cual vastas áreas quedaron destruidas y fueron selladas. En algunos pasadizos podían verse los parches de fibrocemento aplicados a toda prisa, e incluso compuertas selladas con llamativos avisos de peligro. A pesar de ello nos aseguraron que en la actualidad la zona era estable, y tenía la ventaja de situarse cerca de lugares donde se habían producido las catástrofes que les obligaron a pedir ayuda. Lugares que, por cierto, aún no parecían dispuestos a mostrarnos.
Al menos, sí nos proporcionaron los datos concernientes a la cadena de accidentes que amenazaba con llevarlos a la ruina, y que les indujo a pedirnos ayuda. Para Nick, aquella ristra de desastres tenía que ver con movimientos tectónicos y con la presión que debían soportar estructuras situadas a tanta profundidad, así como seguramente al estrés de materiales sometidos durante muchos años a fuertes contrastes de temperaturas: hielo y fuego a partes iguales. La voz del Gran Ingeniero hablaba por su boca.
Olga, por el contrario, era firme defensora del colapso general del sistema. Según ella, los primeros colonos habían aplicado diseños concebidos para otros mundos más plácidos, sin tener en cuenta las diferencias. La población local, según ella, se había mantenido siempre muy baja, sin desarrollar una masa crítica.
—Esto significa —pontificó, con aire docto— que no han podido sostener una población suficientemente alta como para disponer de un número considerable de científicos e ingenieros. A ellos corresponde estudiar el nuevo entorno y desarrollar diseños ad hoc. En cambio, se han limitado a seguir aplicando una y otra vez las manidas fórmulas de la Tierra, traídas por los primitivos colonos.
Su teoría parecía confirmarse ya que, de hecho, no había ninguna universidad digna de tal nombre en todo el planeta. Los grupos de trabajadores formaban a los nuevos elementos transmitiendo los conocimientos como verdaderos gremios del Renacimiento. Quienes nos habían invitado a nosotros a venir eran los líderes del gremio de ingenieros, y al parecer todos ellos habían aprendido el oficio en el tajo, empezando con trabajos sencillos y escuchando con reverencia a sus maestros.
—Esta falta de especialización —concluyó Olga— ha creado una casta de técnicos muy eficientes en el trabajo diario, pero incapaces de desarrollar unos conocimientos y una tecnología propios. Sus bibliotecas siempre hacen referencia a los descubrimientos de la lejana Tierra. Cuando empezaron a fallar las cosas se encontraron con que nadie tenía la capacidad investigadora suficiente para diagnosticar el problema.
—Entonces, considerando el derroche de talento que encierra nuestra expedición, ¿por qué no habéis encontrado vosotros la solución? —fue mi inocente pregunta.
Olga me miró furiosa. Masculló algo sobre los pocos días que llevaba allí, la dificultad de comprender una tecnología que para nosotros tenía siglos de antigüedad, y lo conveniente que sería para su concentración que me fuera a tomar por el culo y la dejara en paz. Hice una anotación sobre su mutable estado de ánimo en mi portátil y la dejé que siguiera refunfuñando para sus adentros.
Me dirigí al rincón donde estaba Aarón. Nuestro valiente piloto, a falta de nada mejor que hacer, se dedicaba a manosear y, si podía, desmontar todos los aparatos que había a su alcance. Era un verdadero genio desarmando las cosas. En cambio, volviéndolas a ensamblar exhibía tan sólo una inteligencia de grado medio. Temí lo peor al ver que estaba liado con el dispensador de comida.
—Estoy seguro de que tiene que haber alguna manera de elegir los sabores. Si tan siquiera pudiera obligarle a preparar algo de café…
—¡Café, que palabra tan maravillosa! —exclamó Roger al oírle. Se sentó a nuestro lado y se sirvió un vaso de agua.
Al menos, para eso no había ningún problema: teníamos un río subterráneo encima de nuestras cabezas. Yo lo imité; en verdad, el agua estaba fresca. Aproveché aquel momento de tranquilidad para intentar conversar con él. Aunque no me cayera demasiado bien, y en el fondo lo considerara un pedante impresentable, me interesaba conocer el punto de vista del matemático de la expedición. Sobre todo, después de lo que mi sufrido ordenador portátil había descubierto unas horas antes. Aún no se lo había comentado a nadie, al menos hasta estar seguro de que los sensores no me engañaban.
—¿Cuál crees tú que es el problema? —lo abordé—. ¿Piensas como Olga que se trata de una insuficiencia de capacitación de los nativos? ¿Qué no son capaces por sí mismos de mantener el sistema funcionando sin colapsar?
Roger sonrió y se puso a rascarse el cogote.
—Olga debería dejar de mirar los planos alguna vez y fijarse en nuestros anfitriones. ¿Te has dado cuenta de lo magníficos que son planteando y solucionando problemas matemáticos? Hay veces que logran que me estremezca… Tardo más yo en describirle el problema al ordenador, que ellos en solucionarlo. Creo que son magníficos en todo, casi sobrehumanos, como si…
—¿Cómo si tuvieran un ordenador en la cabeza? —le interrumpí—. Mira esto.
Le enseñé una grabación en la pantalla de mi portátil. Reproducía de forma esquemática la sala donde nos encontrábamos, y una serie de datos fluctuaban en diversos puntos. Roger se abalanzó sobre la pantalla, interesado. Luego tendría que pasar el aspirador por el teclado, para limpiarlo de caspa y demás restos epiteliales.
—Reconozco algunas cosas del esquema, pero estos dos puntos… Los valores que figuran al lado parecen… No sé. ¿Frecuencias de radio tal vez? Un flujo bidireccional entre ambos puntos. ¿Qué se supone que representa? ¿Nuestros ordenadores comunicándose en red?
—Se trata de Eliarc y Odenay —le respondí—. Se transfieren información continuamente de cerebro a cerebro. Cuando Estiva se halla presente se comunican entre los tres. Algunos flujos endógenos parecen indicar que también tienen circuitos incorporados en su interior —le fui a dar una palmada en el hombro, pero me contuve, en nombre de la higiene—. No te dejes acomplejar por ellos; realmente es un ordenador el que soluciona las cuestiones que les planteas. Durante el tiempo que tardas en formularlas con palabras, sus implantes ya lo han resuelto.
Las pupilas del matemático se contrajeron. Su mente debía de funcionar a toda velocidad, a juzgar por el frenesí con que se hurgaba las fosas nasales con el meñique.
—¿Hay algún modo de saber qué tipo de implantes son, o cuál es su capacidad?
—Llevo todo el día con ello, pero no es fácil a través de estas señales. Si me ayudas y les planteas algunos acertijos lógicos que yo te propondré, serviría a modo de test. Analizando sus respuestas podré deducir qué capacidades tienen sus implantes.
—Supongo que no demasiada —comentó Roger—, puesto que han tenido que recurrir a nosotros para solucionar problemas que les superan.
—O sea, que esos tipos disponen de un sistema de comunicación secreto, del que no nos han hablado —intervino Aarón—. ¿No les parece sospechoso, estimados doctores? ¿Qué tramarán a nuestras espaldas?
—Todos sabemos de tu ojeriza hacia Eliarc y compañía —le respondió Roger con un gesto de hastío—. La paranoia tiende a nublar la objetividad. Nosotros tampoco les contamos todos los detalles de nuestra tecnología, y no por ello se nos puede considerar como invasores hostiles
—Si usted lo dice… —Aarón no parecía convencido—. Por cierto, no sé si han caído en la cuenta de un detalle. Por lo que he oído, ustedes pretenden averiguar la capacidad de los ordenadores que esa gente lleva en la cabeza planteándoles un test. Pero si se comunican mente a mente, nunca estaremos seguros de quién lo ha solucionado, ni con qué medios. Supongamos que, además de entre ellos, mantengan el contacto con otros colegas, o con algún ordenador central. ¿Qué me dicen a eso?
Vaya, nuestro piloto no era tan obtuso como parecía. Me prometí tenerlo más en cuenta en el futuro, y no volver a subestimarlo. De todos modos, yo también había previsto aquella objeción.
—Para evitar esas interferencias, tendremos que esperar a que venga uno de ellos en solitario. Dispongo de medios para sellar la sala y convertirla en lugar estanco. Si tú, Roger, le planteas las preguntas de un modo natural, haciendo que parezca que estás trabajando en un problema ordinario, no creo que se percate de nada. Además, me gustaría que le indujeras a tocar mi portátil, que escriba en él y lo maneje un poco.
—¿Algún tipo de raro fetichismo por tu parte? —el matemático me contempló con aire burlón.
—Mis fetichismos personales te harían salir huyendo enloquecido si los conocieras —se me escapó, sin poder evitarlo; fue un comentario fuera de lugar, pero por fortuna mi interlocutor no le dio mayor importancia—. Pero no se trata de eso. He traído programas de análisis psicológico avanzado, capaces de extraer conclusiones a través de la medición de pautas diversas, como la forma de teclear, propensión a determinados tipos de errores mecanográficos, qué estaba viendo en la pantalla cuando los cometió, su pulso, sudoración, dilatación de pupilas… Muchos datos que, combinados con las respuestas que proporcione a las preguntas formuladas, permitirán trazar un mapa de su personalidad.
Aarón escuchaba mientras se servía y probaba una taza de comida del dispensador, después de los últimos retoques que le había hecho. Frunció el ceño y tiró el contenido al reciclador de basura. Su intento de fabricar un sucedáneo de las afamadas mollejas de gandulfo de Galadriel parecía abocado al fracaso.
—No puedo dejar de pensar en lo que ha dicho antes, que se comunican entre ellos directamente, sin necesidad de hablar.
—Así es, Aarón. Se trata de emisiones de radio fuertemente cifradas. Cuando tenga un rato libre trataré de descodificarlas.
—Pero entonces, ¿con quién hablan a través de la radio del avión que tienen en el hangar? Varias veces, al ir a revisar el transbordador, he visto alguno de ellos en la cabina de ese cacharro. Parecen mantener largas conversaciones. Si disponen de un medio de comunicación tan complejo como el que ha descubierto, ¿para qué emplean algo tan pasado de moda como las palabras?
—Quizá los implantes sólo sean efectivos a cortas distancias —dije, encogiéndome de hombros—. Y acerca de qué hablan… Deben de estar informando a sus superiores. Recuerda que a este mundo no les gustan los forasteros. Somos los primeros terrestres que lo pisan desde que llegaron los colonos originales. Seguro que están obligados a dar parte a diario de nuestros progresos.
Aarón se fue poco convencido. Roger me miró:
—A ti también te parece extraño que nunca hablen de sus autoridades, de su sociedad, de su familia… Además, a efectos prácticos, nos tienen encerrados en una jaula. Nos ocultan algo. O quizá todo.
Asentí con la cabeza. Dos sentimientos contrapuestos me embargaban. Por un lado, ansiaba superar el desafío de desvelar el secreto de su sistema de comunicación. Por otro, experimentaba una aprensión irracional, un mal presentimiento.
7
POR la noche, o mejor dicho, cuando terminaba el horario que habíamos establecido para trabajar, pues en aquel opresivo subterráneo no había día ni noche, repasaba mis notas. El equipo se mostraba bastante eficaz y motivado, aunque el mal humor prendía con facilidad en todos nosotros. El ambiente claustrofóbico y la falta de contactos con los nativos, salvo los tres que teníamos a mano, eran bastante decepcionantes, y eso nos hacía mella. Las facilidades para trabajar en la red informática del planeta eran grandes, y Odenay aseguraba que cualquier medición adicional que necesitáramos sería efectuada por personal competente al instante.
Eliarc, por su parte, gestionaba las pruebas de materiales y estructuras que sus compañeros debían realizar a petición de nuestra gente. El flujo de datos era incesante y aparentemente satisfactorio. ¿Por qué entonces no avanzábamos?
No parecía haber un motivo para ninguno de los fallos catastróficos que se habían producido. La central de energía que explotó, según todos los registros previos, funcionaba correctamente. El sistema hidráulico de la colonia en la Gran Grieta había colapsado completamente y fue menester evacuar cinco mil personas, pero aún desconocíamos las causas. En teoría no se había estropeado nada; tan solo dejó de bombear y la colonia empezó a inundarse a ritmo vertiginoso.
Más inexplicables eran los fallos en cadena en los cultivos hidropónicos de la colonia subecuatorial. Primero el sistema de iluminación, luego infecciones fúngicas incontrolables y finalmente cortes en el suministro de energía. Toda una cosecha perdida y los habitantes de la colonia desalojados para repartirlos por otras, cuyos sistemas vitales acusaban ahora la superpoblación.
Para terminar de complicarlo, los ordenadores locales alcanzaban un nivel bajísimo. Eran lo más simple que hubiera visto nunca. Eliarc se defendía diciendo que no disponían de los recursos necesarios para desarrollar una tecnología informática avanzada. Así, cuando empezaron a fallar los componentes originales, traídos en la nave generacional de los colonos, tuvieron que improvisar. Y vaya si improvisaron: auténtica tecnología de inicios de la Era Espacial. Procesadores que solo sabían contar unos y ceros. Sistemas de control de señal que seguían unos algoritmos ridículamente simples, carentes de flexibilidad o capacidad de reprogramarse según las necesidades… Y, por supuesto, a años luz de un ordenador biocuántico de última generación.
Quizás era debido a esto que nuestros anfitriones mostraban tanto interés por el equipo que habíamos traído con nosotros. Cuando les observaba me daba cuenta de la fascinación brillando en los grises ojos de Odenay mientras Nick trabajaba con su portátil delante de él. A veces le interrumpía con preguntas sobre los programas, o sobre la interfaz de realidad virtual. Otras veces se quedaba mirando fijamente cómo tecleaba, o escuchando el modo en que le impartía instrucciones al ordenador. Creo que las pocas veces que le vi sonreír fue al descubrir, en la pantalla del portátil de Nick, una nueva función o un método alternativo de trabajo.
Curiosamente ni él, ni Eliarc ni Estiva, parecían demasiado preocupados por nuestra falta de progresos, por nuestra lentitud en hallar una solución a las catástrofes que padecían. Y eso, obviamente, mosquearía al más pintado.
En cuanto a Estiva, un día la encontré en el hangar, dentro de la cabina de nuestro transbordador. Aarón estaba hablando con ella, entusiasmado ante la consola de piloto, cuyo uso le estaba explicando. Me quedé con ganas de preguntarle si estaba intentando ligar con ella, pese al extraño aspecto de su piel. Según me contó más tarde, Estiva sabía pilotar los vehículos de su mundo y manifestaba un gran interés por el transbordador.
—¿Aprende lo que le cuentas? —pregunté.
—Por supuesto, lo capta todo al instante. Estoy seguro de que sería capaz de volar con el transbordador con tan sólo un poco de ayuda del ordenador.
—Y dime otra cosa, ¿alguna vez te ha preguntado por el resultado de nuestra misión, o ha mostrado alguna inquietud por la falta de resultados?
—No hemos hablado de ello. Creo que le interesa más el transbordador.
Era la respuesta que temía.
8
DECIDÍ meterme en la cama, pero sabía que no pegaría ojo. Tenía esa sensación de nerviosismo, ese sudor frío en la frente que anunciaba otra mala noche. Hasta la fecha, había conseguido aguantar bastante bien. El desafío que suponía aquella misión mantuvo mi mente ocupada, pero ahora las sospechas sobre Eliarc y los suyos me perturbaban. Y cuando me preocupaba demasiado, el monstruo que permanecía agazapado comenzaba a desperezarse.
Habría cogido con gusto una botella de cualquier licor consistente para vaciarla de unos pocos tragos. Eso me hubiera dejado lo bastante grogui como para poder soportar el mono. Naturalmente, no nos habían permitido traer tales cosas, y no parecía que en aquel frío y desolado planeta nadie se hubiera planteado el destilar algo tan apetecible como el kao-liang o el tequila reposado.
Intenté pasar el rato escuchando algo de música relajante, pero mi mente se empeñaba en seguir sus propios derroteros, cada vez más angustiosos. Finalmente, claudiqué. Encendí de nuevo la luz, agarré el bolígrafo y estuve un rato jugueteando con él. Desenrosqué la punta y me pregunté con qué lo habrían cargado. ¿Serían emociones sintéticas, creadas artificialmente como sustituto edulcorado de experiencias de verdad? Tal vez el viejo Wang había guardado material del bueno, del que sabía que me gustaba. Al fin y al cabo, yo le había proporcionado en otra época contactos de primera.
En realidad, las primeras veces acudí a él porque en la Red averigüé que era un reputado vendedor de género de segunda mano. Sí, ese material que no es fácil de conseguir en las tiendas normales. Conforme progresaba en mis investigaciones acerca de comunidades virtuales al margen de la legalidad, tuve que hacerme con material cada vez más sofisticado. Era muy caro, pero necesario para poder seguir en la cresta de la ola y acercarme a los gurús de las infoemociones.
Infoemociones… Un palabro horrible, pero mi vida acabó por girar en torno a él.
Una manera de autofinanciar mi investigación era darle algo a Wang a cambio del hardware de primera que él me reservaba. Y lo más fácil consistía en proporcionarle programas emocionales. Al fin y al cabo yo los obtenía gratis… Si es que algo en esta vida es gratis.
Ya no podía aguantar más. Presioné el bolígrafo contra la yema de mi dedo y la aguja se clavó de inmediato, inyectando una microgota en mi organismo.
Bienvenidos al infierno.
9
EL cazador había seguido a la presa durante un buen rato, hasta acorralarla. Ahora yacía en el suelo, tras caer aparatosamente por un talud. Su respiración era entrecortada debido al esfuerzo. Tenía numerosas heridas por todo el cuerpo desnudo, que brillaba bajo la pálida luz de la luna. Había terror en su mirada.
El cazador se acercó despacio, disfrutando el momento. Sacó el cuchillo de la funda y su hoja centelleó como plata pura. Tenía los nervios a flor de piel y le parecía poder oler el pánico de la muchacha. Ésta intentó gritar, pero fue demasiado tarde. El cazador se había abatido sobre ella como un negro espanto. El cuchillo hizo su trabajo a la perfección y el cazador disfrutó esa sensación áspera, agridulce pero más intensa que ninguna otra cosa en el mundo.
Cuando se levantó, el cuerpo de la muchacha había sido desollado a la perfección. El cazador colgó la piel sobre su hombro, dispuesto a regresar. Sin embargo notó de repente que algo parecía fallar. Tenía la impresión de estar siendo observado.
Tiró la piel húmeda de sangre y empuñó de nuevo el cuchillo dando vueltas alrededor. Sí, ahí estaba, apenas una turbulencia en el frío aire invernal del bosque. Una turbulencia que parecía convertirse en bruma, una niebla que quería hacerse corpórea. Una figura vagamente humana se estaba materializando ante él.
El miedo a ser cazado desapareció. La personalidad de Axel se estaba sobreponiendo a la del cazador y sentía que algo fallaba en el sistema. Aquello no formaba parte del juego. Las emociones del cazador desaparecían conforme se materializaba la nueva figura, vagamente antropomórfica. Parecía un holograma mal ajustado; rompía la estética del escenario, pero de algún modo la intuía más real que todo lo demás.
—¿Quién eres? —pregunté.
La figura parecía querer hablarme; gesticulaba, pero no lograba establecer comunicación. Me acerqué. El escenario se disolvía ante mis ojos. La presa y su piel se desvanecieron, al igual que los árboles, la luna y todo lo demás. Solo quedábamos yo y la figura, que no cesaba de intentar decirme algo. Entonces levantó un brazo y con el dedo señaló hacia arriba. Alcé la cabeza instintivamente y contemplé las dos paredes gemelas del acantilado dentro del cual se hallaba nuestra base. Por encima empezaron a brillar las estrellas y entre ellas sentí algo más que no pude ver. Por un momento creí que aparecía de nuevo la resplandeciente luna de antes, pero en lugar de luz pareció derramarse oscuridad desde lo alto. Una oscuridad torrencial, atronadora, mefítica, fría como el espacio vacío, ante la cual todo se desvaneció.
Me desperté en la cama. Tenía el cuerpo empapado en sudor. Me tomé el pulso en el cuello: taquicardia, con tendencia a la arritmia. Encendí la luz y miré a mi alrededor, aún desorientado.
Algo se había introducido en mi sueño, estaba seguro de ello. Aquella aparición, esa especie de fantasma, no formaba parte del programa. Ya había sido el cazador en otras ocasiones y conocía bien la historia, el entorno, cada uno de los sentimientos de aquel asesino en serie que había asolado los bosques de la Selva Negra unos años atrás. El Cosechador de Pieles era un clásico de los programas emocionales prohibidos, hasta el punto que me sentí decepcionado cuando lo encontré grabado en los neurófagos del bolígrafo. Como carecía de control sobre cada descarga, no podía seleccionar los programas y esta noche había vuelto a encontrarme con él.
Los neurófagos que me introducía en el cuerpo buscaban mi cerebro, se conectaban a las neuronas y substituían algunas. Aleatoriamente, uno de sus programas emocionales se activaba y podía revivir toda la experiencia, la ansiedad, el placer, el terror en toda su fuerza. Era más intenso que el sexo y más adictivo que las drogas. Por eso elegí estudiar las redes de producción y distribución de grabaciones.
Primero fueron simples simulacros, como videojuegos dentro del cerebro. Luego aprendieron a emplear instintos y emociones simulados con gran realismo. Finalmente alguien decidió que todo ello era insuficiente: no había nada como estar realmente dentro del cerebro de un psicópata en plena faena.
Habían surgido circuitos de grabación clandestina que se especializaban en diversos temas. Como siempre, primero fue el sexo: no era sólo verlo; se podía sentir exactamente lo mismo que uno de los participantes, aunque su género fuese distinto al propio. Luego vinieron las violaciones. Los sádicos podían encarnarse en el agresor, mientras que los masoquistas elegían a la víctima para disfrutar la mayor violencia sin sufrir riesgo físico. Otros grababan a los criminales. Los ladrones más sanguinarios, los asesinos, los violadores, los torturadores de las dictaduras más crueles, los mercenarios, todos se convirtieron de pronto en estrellas de la nueva industria en la Red. Y el contenido no engañaba: la pureza e intensidad de una emoción auténtica, de una experiencia real, no podían ser emuladas. Ninguna ficción o representación lograba hacer sombra a la realidad. Se trataba de emociones primarias y en estado puro. Todas las drogas del mundo, todos los espectáculos de realidad virtual, palidecían ante aquello.
Era algo que repugnaba al gran público y alarmaba a las autoridades. La nueva bestia negra de la Red: las emociones prohibidas. Un tema de estudio perfecto para un infosociólogo. Así me fue luego, claro.
Y yo, un verdadero experto en el tema, estaba seguro de que algo o alguien había estado manipulando mi experiencia de esa noche.
10
DESPUÉS de arreglarme un poco entré en la sala común y saludé brevemente. Me dirigí al dispensador de comida y me serví la pasta grisácea que los compañeros llamaban indistintamente «viscosidad» o «vómito». Me senté en la mesa y dejé la taza caliente para que se enfriara un poco.
—Parece que has tenido una mala noche —me dijo Natalia.
—La verdad es que ha sido horrible —respondí—. ¿Nadie más sueña aquí con fantasmas?
—Sí, yo —respondió Aarón.
—Yo he soñado con una especie de aparición —dijo Roger.
—¿Vosotros también? —replicó Natalia, mirándoles con los ojos muy abiertos.
Alarmado por aquello empecé a formular preguntas, pero tuvimos que dejarlo cuando llegaron Eliarc y Odenay. Tenía la intuición de que representaban algún papel en todo ello y no quería que supieran de qué manera nos estaba afectando. Tuvimos que esperar hasta que marcharon para reemprender la conversación, pero resultó poco provechosa.
Nadie vio o experimentó algo más vívido o informativo que yo. Roger y Natalia se habían quedado dormidos, o al menos traspuestos, según el término que empleó ella, con una neuroconexión a su ordenador portátil. Ambos estaban repasando los resultados obtenidos durante la jornada y de puro aburrimiento empezaron a dar cabezadas. Fue entonces cuando sintieron una presencia en sus mentes.
Roger la describió como una música rítmica, o un ruido de estática. Algo que surgía de la tierra y trataba de aproximarse, de comunicarse con él mediante un código. Aunque lo había intentado, era incapaz de descifrarlo. Seguía intentándolo cuando algo empezó a interferir: un ruido molesto que parecía venir del cielo y le impedía concentrarse. Primero era como el golpeteo de una lluvia suave pero no podía tapar la música. Luego se convirtió en algo como el chirrido de una hoja de metal arañando un cristal. El ruido desagradable fue imponiéndose hasta tapar la melodía. A continuación siguió creciendo en intensidad, y parecía caer sobre su cuerpo como un torrente. Era un sonido físico, tangible, que se desplomaba sobre él, lo enterraba y le impedía respirar. Luego se había despertado con la sensación de haber fallado en algo de vital importancia, nervioso y agotado.
Natalia lo describió como una luz pulsante que intentaba atravesar un manto de oscuridad para llegar a ella. Dentro de su sueño sabía que era importante y trató de acercarse a la luz, pero ésta parecía ser expulsada por una fuerza superior. Finalmente la luz empezó a ascender hacia el firmamento y Natalia tuvo la impresión de que podía seguirla hasta alcanzar las estrellas. Entonces la luz desapareció y quedó sola en la inmensidad. Se sentía perdida; experimentaba una sensación de vacuidad, de frialdad extrema, de silencio absoluto. Veía el planeta bajo los pies y observaba las estrellas orbitar a su alrededor cuando notó algo más. Había otra cosa allí afuera. Algo siniestro que se acercaba rápidamente, como una sombra camuflada en la negrura de la noche. Sentía su presencia cada vez con mayor intensidad, tratando de apoderarse de ella. Empezó a tener miedo; la angustiaba hallarse frente a esa presencia y no poder huir. De repente todo terminó y se despertó en su cama. El corazón le latía deprisa, sentía el pulso batir en sus sienes y tenía la respiración entrecortada.
El sueño de Aarón consistía simplemente en que huía de algo o alguien que lo perseguía incesantemente, pero no podía dar más detalles. Pensó que podía deberse a que había estado conectado a su reproductor musical y no a un ordenador cuando quedó dormido. Nick y Olga no se habían enchufado a nada y no habían tenido ningún sueño, que ellos recordasen.
Era demasiada gente sufriendo pesadillas al mismo tiempo para que pudiera achacarlo a la mera casualidad. Pensaba hacer un seguimiento del tema, pero iba a ser difícil averiguar qué estaba pasando. Las causas podían ser muchas, desde la exteriorización de un malestar generado por las circunstancias, hasta una leve intoxicación provocada por aquella insulsa viscosidad que constituía nuestro único alimento. Lo más preocupante eran las coincidencias: ¿Por qué todos habían soñado con algún tipo de aparición fantasmal? El recelo que se estaba desarrollando contra nuestros misteriosos y decididamente poco simpáticos anfitriones podría ser la causa.
Otra cosa que me preocupaba era la aparición en cada sueño de algo enigmático que procedía de arriba, tal vez del espacio. Podría ser una referencia a nosotros mismos. Si alguien nos consideraba una amenaza procedente del exterior podía visualizarlo de esta manera. Claro que eso implicaba otro problema: ¿Cómo logra alguien meterse en tus sueños y controlarlos?
No parecía nada casual que todos los que habíamos tenido esa experiencia estuviésemos conectados a algún dispositivo informático, lo cual incluía los neurófagos que me había inyectado yo mismo (y que, por supuesto, no se lo confesé a mis compañeros). Quienes no estaban enganchados no habían tenido sueños de ése tipo. Por su parte Aarón, que manejaba con un dispositivo menos complejo, como era el reproductor musical, había tenido una experiencia menos intensa.
Finalmente decidí dejar de elucubrar y tomé algunas medidas. Preparé los programas que deberían evaluar la personalidad de un nativo y pedí a Natalia que examinara la comida y la bebida por si era posible detectar neurófagos puestos allí por alguien. La mujer me hizo notar lo difícil que sería con el escaso equipo de que disponían en la base, pero lo intentó de todos modos con un resultado nulo.
11
AL día siguiente obtuve los resultados del test al que, discretamente, Roger había sometido a Odenay. Los resultados me dieron ganas de frotarme los ojos. Nunca había visto unos datos tan claros: Odenay no cometía nunca errores al teclear. Más aún, su velocidad era altísima y constante. Literalmente. Los resultados de los tests de personalidad se situaban todos exactamente en el punto óptimo, justo en el centro de la curva de Gauss… Pero sólo si se tomaban como referencia los valores de cuando la nave generacional que había colonizado el planeta partió de la Vieja Tierra.
—Si fuera una persona… de verdad, por decirlo de algún modo —apuntó Roger—, habría dispersión en los resultados. La regularidad absoluta no es natural; indica algún tipo de manipulación. A lo largo de la Historia de la Ciencia, muchos fraudes se han detectado porque los datos eran demasiado perfectos. Sí, igual que cuando un alumno se copia de otro palabra por palabra, en vez de molestarse en maquillar el examen.
Me chocó la expresión que había empleado el matemático: «Persona de verdad». No era yo el único que se estaba volviendo cada vez más aprensivo.
—Aún hay más —puntualicé—. Odenay pasa los tests con holgura cuando tomo como referencia los valores que ellos conocen, es decir, los de la partida de su nave. ¿Pero qué ocurre si me baso en los estudios modernos? —le mostré los resultados y continué—. Como ves, no supera las pruebas. Mira este resultado de aquí. Se trata de una versión moderna del test de Turing: tres con ocho sobre diez, o sea, suspenso. En cambio, el mismo test, con los criterios de su época, lo aprueba con un seis y medio. Notable bajo.
—Entonces, Odenay es un androide…
—O alguna otra cosa no completamente humana. Me temo que sólo podemos especular. Puede que esos implantes de que disponen sean tan intrusivos que les modifiquen la personalidad. Tal vez las manipulaciones genéticas a que se han sometido para adaptarse al planeta afecten también a su cerebro. En el espacio conocido tenemos varios ejemplos de comunidades que se han diferenciado mucho del tronco común. Los Sais practican los intercambios de personalidad y de cuerpo como algo normal. Los Herculanos son socialmente adictos a los implantes de realidad virtual: cuanto más rico eres mejores implantes te compras y ves un mundo más hermoso y transmites una imagen mejor de ti. El éxito social lo miden en función de su capacidad de comprar un entorno virtual mejor, y de influir a su favor en el entorno de sus semejantes. Por no mencionar a los habitantes de Karolyi Omega y su solipsismo funcional…
—Pero los Sais y los Herculanos pasarían un test de Turing, ¿verdad?
—Por supuesto. Las principales diferencias radicarían en la dispersión enorme que darían en los otros indicadores, los de tipo social. Justo aquellos en los que Odenay está exageradamente dentro de la media.
—Mi conclusión es que pretende parecer lo más normal posible a nuestros ojos, pese a comportarse en lo demás como un auténtico ordenador. La pregunta del millón es: ¿qué gana con ello? Si son tan listos no deberían necesitar nuestra ayuda. Pero por otra parte no creo que su sociedad haya estado cambiando durante siglos sólo para engañarnos…
—¿Cómo sabes que su sociedad ha estado cambiando? —pregunté de repente.
—Eh… Bueno, creo que resulta evidente. Tu mismo reconoces que Odenay y sus compañeros están manipulados genéticamente. Sus reacciones…
—Estás generalizando a través de un caso particular. De tres casos particulares, para ser precisos. Desconocemos si Odenay, Eliarc y Estiva son normales con respecto a esta sociedad. ¿Qué sabemos de ella? No hemos visto a nadie más, ni hemos visitado ninguna ciudad, ni hablado con ningún otro. ¿Cabría la posibilidad de que estuviéramos tratando con una especie de grupo disidente, que desea utilizarnos para sus propios fines al margen de sus compatriotas?
Ahí estaba. Por fin había soltado mi gran teoría. Como sospechaba, Roger me miró con escepticismo.
—Suenas tan paranoico como Aarón. Tú no estás trabajando en el colapso. Por eso no has visto nada, pero nosotros contactamos en diferentes ciudades, hablamos con los técnicos de las centrales…
—Perdona si sueno como uno de esos amantes de las teorías conspirativas, pero… No has visitado esos lugares. Desconoces si has hablado con esa gente. Tú y los demás solo veis inputs en vuestros ordenadores. ¿Cómo sabes que esos técnicos con los que hablas son reales y no una voz sintetizada por un ordenador? ¿Puedes aportarme alguna prueba de que existen esas ciudades, de que se han producido los desastres por los cuales han pedido nuestra ayuda y nuestra presencia?
La expresión de Roger se ensombreció, no sé si debido a que le irritaban mis palabras o a que lo estaban asustando.
—¿Por qué tendrían que inventarse algo así? ¿Qué ganarían con ello?
—Lo ignoro, pero a partir de ahora quiero que dejes de preocuparte por solucionar esos supuestos fallos técnicos que dicen padecer. Concéntrate en obtener pruebas de que todo lo que percibes a través de tu conexión con la red local es auténtico. En lugar de realizar tests para averiguar por qué falló un sistema, plantéaselos para averiguar si es real lo que te están mostrando. Y por supuesto, trata de sonsacar el máximo de información a los nativos. Quiero que les pongas a prueba, lo más discretamente posible, para tratar de averiguar sus intenciones. Y no me preguntes la manera; tendrás que ir improvisando según cómo reaccionen. Ahora voy avisar a los demás. Confío en que no me tomen por loco.
Dejé a Roger pensativo y fui a ver al resto del equipo. Me preparé mentalmente para tener que discutir con cada uno de ellos hasta convencerlos, pero para mi sorpresa lo aceptaron con una naturalidad sobrecogedora. Olga reconoció que estaba temiendo algo por el estilo. Nick dijo algo como «Claro, eso debe ser…» y Natalia se limitó a ir tomando nota de todas mis sugerencias y responder con un «Te mantendré informado». Las horas que habían pasado trabajando codo a codo con los nativos les habían hecho desconfiar.
Intenté ponerme en el pellejo de nuestros anfitriones. Algo me preocupaba sobremanera. Después de tantas horas conviviendo junto a nosotros ¿desconfiaban Odenay y los suyos? Y si así era, ¿qué medidas pensaban tomar?
12
ME hallaba de nuevo en mi habitación. Había sido un día completo. Logré poner a todo el equipo en estado de alarma y la desconfianza hacia los nativos era máxima. Si estaba equivocado las consecuencias podían ser fatales y, al fin y al cabo, ¿qué motivos podían tener para engañarnos? Eran seres extraños, es cierto, pero nos habían pedido ayuda. Nuestra obligación consistía en tratar de averiguar la causa de sus problemas y solucionarlos cooperando con ellos. En puesto de eso, ahora todos estábamos preocupados tratando de conseguir pruebas de un complot en nuestra contra. Un complot de gente que nos había enviado una petición de auxilio y nos abría las puertas de su mundo, aunque muy tímidamente.
¿Podía ser que mi situación personal me hubiera ofuscado? Tal vez iba a ser el responsable de que fracasara nuestra misión y, si era cierto que su sociedad estaba al borde del colapso, las consecuencias serían gravísimas. Si al menos pudiese hallar una explicación, un motivo para que nos estuviesen engañando, seguiría hasta el final con una cierta tranquilidad. En realidad sólo tenía algunos tests de campo que arrojaban resultados difíciles de explicar, sospechas fundadas en mis apreciaciones personales de gente cuyas costumbres desconocía.
Los demás parecían compartir mis temores, pues no me había costado ningún esfuerzo convencerlos. ¿Se debía a una intuición acertada, o simple fobia hacia personas de comportamientos tan distintos a los nuestros que rozaban la grosería? Eran unos momentos en que comprendía mejor que nunca lo adecuado de la expresión: «la duda corroe». Pero por muchas vueltas que le daba, no lograba tranquilizarme. Algo olía mal en todo ese asunto y lo mejor sería tratar de obtener más información. Lo malo era que eso implicaba un elevado riesgo.
Me lo pensé mucho, pero al final mandé a paseo a la prudencia más elemental. Quería saber, o tal vez el mono que me atenazaba en momentos de crisis me indujera a cometer imprudencias. Puse el escáner de comunicaciones encima de la mesilla. Me conecté mentalmente a mi portátil con un transfer cerebro-máquina. Luego me inyecté los neurófagos. Si alguien trataba de aprovechar para comunicarse con nosotros, le acababa de abrir de par en par todas las puertas a mi cerebro.
Los neurófagos fueron los primeros en realizar su trabajo.
13
EL todo terreno cruzaba la selva a gran velocidad. El camino era de tierra y abundaban los charcos. La vegetación era espesa, pero de vez en cuando aparecía un claro a través del cual se veían las dos pequeñas lunas de Sajor, un mundo situado en los confines del Espacio Ekuménico. Sus colonos habían desarrollado una civilización en plena armonía con la naturaleza, olvidando la tecnología avanzada y viviendo de los dones de la tierra. Mala suerte que las grandes empresas multiplanetarias hubiesen descubierto las riquezas que albergaba Sajor. La minería de metales pesados destrozaba el delicado ecosistema, las plantas de refino envenenaban el agua y el aire y los nativos se habían unido para protestar. Si aquello llegaba a oídos de la sensible opinión pública o de los ávidos periodistas… No podía permitirse que nos obligasen a establecer costosas medidas de protección medioambiental, así que la empresa había optado por una solución mucho más barata.
Los todo terrenos de los mercenarios llegaron al poblado acelerando a fondo. Apunté la ametralladora hacia las chozas y apreté el gatillo. Las agujas explosivas hacían estallar literalmente las paredes de madera de las viviendas. Sus habitantes empezaron a salir corriendo, gritando. Algunos hombres se enfrentaron a nosotros con ridículos rifles de pólvora. Una sola ráfaga de la ametralladora los barrió. Sus cuerpos estallaron en el aire convirtiéndose en una cascada roja de sangre y diminutos trozos de carne y esquirlas de hueso. El vehículo que iba detrás de mí empezó a lanzar granadas incendiarias y pronto todo el poblado fue una enorme pira funeraria. Yo seguía disparando a quienes trataban de huir. Viejos, mujeres y niños convertidos en rojos fuegos de artificio. Algunos lograron alcanzar la selva por lugares donde no podíamos seguirlos con el vehículo. Una vez limpiado el poblado, nos apeamos de los todo terrenos. Tomé un fusil de asalto ligero y fui a asegurarme de que no hubiera supervivientes.
Delante de mí, a menos de cien metros, veía un grupo de fugitivos. Los árboles y la maleza los tapaban, pero los sensores mostraban claramente su posición. Eché a correr tras ellos, con la seguridad de alcanzarlos en pocos minutos. Al saltar por encima de unas piedras tomé contacto visual. Eran dos mujeres y un chaval de unos diez años. Encaré el fusil y oteé a través de la mira telescópica. Tenía a la mujer más alta en el centro de la cruz y puse el dedo en el gatillo…
La visión se enturbió de repente. La imagen parecía oscilar, difuminarse. Reajusté los sensores de la mira del fusil y volví a apuntar, pero ya no veía a los fugitivos. En lugar de la selva, el entorno parecía un páramo desierto y helado, con una sola figura antropomórfica quieta delante de mí.
Estaba nervioso y la figura no tenía una forma clara, pero era humana y se dirigía a mi encuentro. Disparé compulsivamente, pero en lugar de hacerla estallar en pedazos, descubrí que no tenía fusil en las manos.
La personalidad del mercenario empezó a desvanecerse también, y la de Axel fue recuperando la conciencia.
La figura parecía querer hablar, e incluso empecé a escuchar algunas palabras, pero un fuerte ruido las apagó enseguida. El extraño se acercó y me hacía gestos, pero el ruido era tan atronador que caí de rodillas al suelo, tapándome los oídos con las manos y gritando. Un estruendo como el de un martillo neumático me sacudía la cabeza. Gritaba, aullaba y me revolcaba por el suelo, intentando en vano levantarme para ir hasta la extraña aparición que quería comunicarse conmigo. Cuanto más esfuerzo hacía para sobreponerme, más intenso y desgarrador era el dolor. Parecía que algo estuviese cayendo encima de mi para impedirme andar y asfixiarme. Logré levantar la cabeza para mirar y vi una negrura fría y aterradora. Parecía tener vida propia, y se aproximaba como una medusa gigante, como un torrente de muerte, para acabar con mi cordura y mi vida.
14
ABRÍ los ojos y una luz blanca me cegó. Tenía un terrible dolor de cabeza y temblaba de la cabeza a los pies.
—¿Qué diablos te ocurre?
Distinguí la voz de Natalia y logré volver a abrir los ojos y enfocarlos lo suficiente como para distinguir su rostro ceñudo, preocupado, que miraba desde arriba.
—Ten, bebe esto. Te calmará.
Me aguantó la cabeza con una mano mientras con la otra me acercaba un vaso. El agua tenía un sabor metálico y salado. Le habían puesto algo para espabilarme.
Logré incorporarme un poco y comprobé que estaba en mi cama. Tenía todo el equipo a mi alrededor, con los ojos fijos en mí y llenos de preguntas.
—¿Cómo…? ¿Cómo es que estáis aquí? —dije con esfuerzo. Sentía la boca agarrotada y pastosa y me costaba articular las palabras.
—¿Tienes idea de los gritos que proferías? —respondió Natalia.
—Los ordenadores también dieron la alarma. Fue una suerte que dejases el tuyo conectado —añadió Robert.
—¡El ordenador! —me di la vuelta para coger el mío, pero mi cabeza pareció girar más deprisa y más fuerte de lo que podía soportar. Me desplomé como un pelele.
—Eh, eh… Quédate quieto —dijo Olga, sujetándome—. ¿Crees que no nos hemos dado cuenta de lo que pretendías? Querías grabar una de esas pesadillas para estudiarla. No te preocupes, he comprobado que el ordenador funciona correctamente y lo ha registrado todo. Y esté aparato —añadió, mostrándome el escáner de comunicaciones—, también ha estado grabando. Ahora queremos que te repongas. Luego analizarás los resultados y nos explicarás qué te ha ocurrido.
A pesar del mareo que me atenazaba, suspiré aliviado. Aún no sabían lo de mi adicción. Tendría que esconder el bolígrafo en un lugar seguro.
—Y una cosa más —añadió Nick cuando Olga terminó; esta vez sí que sonaba como un jefe—. A partir de ahora se han acabado los heroísmos particulares y las aventuras en solitario. Estaremos siempre como mínimo en pareja. Dormiremos dos en cada habitación y cada uno tendrá que llevar siempre consigo un comunicador, dondequiera que esté. En cuanto te repongas tendremos una reunión y nos informarás acerca de tu experiencia. De ahora en adelante, cualquiera que tenga un problema o cualquier experiencia fuera de lo normal debe contarlo a los demás. No sé que diablos está ocurriendo aquí, pero no vamos a averiguarlo yendo cada uno por su lado.
Al cabo de un rato pude levantarme y empezar a trabajar. Descubrí que me había tocado en suerte tener a Aarón de compañero, así que éste había traído su catre y sus escasas pertenencias a mi habitación. Ahora se dedicaba a observar cómo trabajaba.
Me contó que todos estaban bastante asustados. Al parecer, mis gritos habían sido desgarradores y temían por mi vida cuando llegaron y me encontraron en plena crisis. Natalia me inyectó algo para tranquilizarme y mientras despertaba decidieron que nadie se quedaría solo nunca más, mientras estuviésemos en aquel agujero.
Nick y Roger por un lado, y por el otro Olga y Natalia, serían las restantes parejas de ayuda mutua. No tuve nada que objetar después de la desagradable experiencia vivida. Se me habían quitado las ganas de inyectarme. Otro mal viaje como aquél y no lo contaba. Sentí una oleada de pánico al recordar la negrura amenazante que se abalanzó sobre mí.
El ordenador estuvo trabajando durante toda mi crisis, pero no había podido guardar demasiados datos. A partir del momento en que me inyecté los neurófagos la grabación se volvía confusa, a veces ilegible. Sabía por mis estudios anteriores que los neurófagos distorsionaban el normal proceder del cerebro. Se necesitaba un equipo especial para grabar nítidamente las experiencias de alguien que los hubiera tomado. Sin embargo, la grabación era incluso más borrosa de lo normal. Se asemejaba a un torbellino, un caos indescifrable. En cierta manera parecía como si diferentes registros se hubieran superpuesto, interfiriendo unos con otros.
Con el equipo del que disponía en la Universidad hubiera podido separar, y tal vez descodificar, algunas de las señales. El que tenía ahora no estaba preparado para procesar grabaciones mentales, y menos para trabajar con ellas profesionalmente. Y el de la Universidad se lo había llevado la Policía al registrar mi despacho. No era probable que volvieran a permitirme usar uno como aquél. No después de descubrir que participaba en una red de grabación e intercambio de programas emocionales prohibidos, con el resultado trágico que había aparecido en los noticiarios.
Por su parte, el escáner de comunicaciones sí había realizado un buen trabajo. Otra cosa sería averiguar qué significaba todo aquello. Estaba claro que alguna señal procedente del exterior había interferido, pero era caótica, ininteligible. Oscilaba y se modificaba continuamente, en una danza de radiofrecuencias que no parecía tener ni pies ni cabeza.
Acabé por dejarlo todo y me serví un vaso de agua.
—Supongo que cuando volvamos a la Tierra alguien será capaz de ofrecernos una explicación —dije entre sorbo y sorbo.
—Sí, claro, los militares —murmuró Aarón.
—¿Por qué los militares? —le miré sorprendido ante su respuesta.
—Por las contramedidas, naturalmente. Ellos son los expertos en contramedidas electrónicas.
Hubiera querido golpearme la cabeza con fuerza por mi ceguera, pero ya me dolía bastante como para intentarlo.
—¡Dios mío, cómo puedo ser tan estúpido! No es una mala grabación, por supuesto que no. Eso es lo que me estaba diciendo el escáner. Durante casi todo el rato hubo varias señales, no una, sino más que se interferían mutuamente, tratando de anularse a propósito —y mirando a Aarón, pregunté—. Oye, ¿cómo sabes tú eso?
—¿Dónde cree usted que aprende uno a pilotar naves espaciales? Eligieron un viejo transporte de reaprovisionamiento para no levantar suspicacias entre los nativos, pero fui piloto de la Armada. Estudié algo de contramedidas electrónicas en la Academia. No mucho, no crea que puedo ayudarle con esas cosas, pero le aseguro que nunca he visto un caso más claro de señales y contramedidas que eso de ahí —señaló al escáner.
—Muy bien, Aarón —le dije, dándole unas palmadas amistosas en el brazo—. Me acabas de abrir los ojos. Estaba ofuscado. Seguía todo el rato una sola línea de pensamiento y eso me impedía percatarme del problema.
—Soy consciente de que ustedes, con sus títulos universitarios, me consideran poco más que un cero a la izquierda, pero dos cabezas piensan más que una —no parecía enfadado, sino todo lo contrario.
—En efecto, sobre todo si provienen de entornos distintos —le sonreí—. No existe una única señal, ni una sola aparición en nuestros sueños. Ahora lo tengo claro; hay dos que compiten entre sí. Cada una alberga unos objetivos distintos y quiere ser la que domine la situación. Si a eso le unimos el cerebro del receptor, en este caso el mío, ya tenemos tres señales pugnando entre ellas. El problema es que no puedo separar tres señales superpuestas con este equipo, y menos si una tiene como objetivo distorsionar a las otras.
—Por lo que cuenta, parece que primero está el sueño vulgar y corriente —recapituló Aarón—, y a continuación surge una aparición espectral, como una persona misteriosa que intenta revelarse ante usted. Por último, llega algo que causa tanto dolor que arrasa con todo.
—Es un buen resumen —dije—. Mi sueño tal vez sea el medio para alcanzar una comunicación conceptual. En ese momento estoy con la conciencia «desactivada», además de conectado al ordenador —preferí no explicarle lo de los neurófagos; no quería que me tomase por un adicto a las emociones grabadas—. Eso permite a alguien (o algo) infiltrarse y tratar de comunicarse.
—Lo que no entiendo es por qué ese alguien (o algo) recurre a un método tan retorcido. Sería mucho más fácil venir en persona, o hablar por radio.
—Para ambas cosas tienen que saber dónde estamos —le expliqué—. Podríamos aceptar como hipótesis de trabajo que el misterioso emisor no es uno de nuestros anfitriones. De hecho, éstos intentan mantenernos ocultos. Por tanto, si otras gentes desean contactar con nosotros no tienen más remedio que tratar de comunicarse a distancia. Y para ello, tienen que vencer una serie de dificultades añadidas. En realidad, aquí no tenemos equipo de transmisiones propiamente dicho. Si te das cuenta, todo lo que interactuamos con el exterior pasa por la red informática local y temo que esté manipulada por Odenay y los suyos.
—Suena usted como si creyera que hemos venido a caer justo en medio de una lucha entre dos facciones que no se llevan nada bien. Me alegro de dar con alguien tan paranoico como yo —me sonrió abiertamente, y yo le devolví el gesto.
—Como dijo un sabio de la antigüedad, el hecho de ser paranoico no quita que uno tenga en verdad enemigos. Volviendo a nuestra situación, puede que el problema radique en que carecemos de receptores y alguien trata de piratear nuestros ordenadores para comunicarse. Pero se trata de sistemas bien protegidos, con programas de seguridad muy superiores al nivel tecnológico de este planeta, así que no logran abatir sus defensas. Pero cuando estamos soñando, los usan como receptores o amplificadores de señal para entrar en nuestros cerebros.
—Y si son humanos, saben como funciona un cerebro humano.
—Es muy difícil generar una señal clara en un cerebro, pero al menos no hay cortafuegos ni programas antiespías en nuestras neuronas. Los ordenadores que traemos no están pensados para actuar en un caso así.
—De modo que sea quien sea, es realmente listo. Ha encontrado un punto débil en nuestro aislamiento y está casi a punto de lograr crear una comunicación con nosotros. Pero ¿de quién (o qué) diantre se trata?
—Algo es seguro: no está del mismo bando que Odenay y sus compañeros. Éstos tienen acceso directo a nosotros, y controlan la red a la que nos conectamos. Además fueron ellos, o sus jefes, quienes se aseguraron de que permaneceríamos en el mayor aislamiento posible. Si supiéramos por qué quieren mantenernos indefinidamente en esta situación tendríamos la respuesta. Alguien está en contra de Odenay y sus pretensiones y trata de establecer contacto.
—Sin olvidar esa otra señal que se opone al contacto —recordó Aarón—. Tiene que estar de parte de nuestros anfitriones, porque trata de recluirnos como en un convento de clausura.
—Eso es. Me pregunto cuántas normas quebrantaríamos si saliésemos a dar una vuelta por nuestra cuenta. Me gustaría echar un vistazo a otras colonias, alguna que estuviese poblada y sin control, a ver qué nos cuentan. ¿Serías capaz de encontrar alguna si saliésemos con el transbordador?
—Cuando veníamos no vi nada y, a estas alturas, no confío en los mapas que nos han mostrado. Ni el más mínimo rastro de población. Si sus ciudades se camuflan tan bien como este lugar, tendríamos que esperar a pillar con el radar algún vehículo aéreo y seguirlo.
—¿No viste ninguno el día que llegamos? —le pregunté.
—Nada de tráfico aéreo. Sólo esa cosa de ahí arriba.
Un escalofrío me recorrió el espinazo.
—¿Qué cosa?
—La nave generacional que trajo a los colonizadores de este mundo, hace siglos. Está en el anillo planetario. Destacaba mucho en el radar porque es el único objeto grande del anillo; el resto consiste en pedruscos poco mayores que una casa. Le eché un vistazo antes de apagar todos los sistemas de la Albatros para acercarme sigilosamente. Es realmente grande, pero permanece deshabitada. Tiene el área de población abandonada y parece que sólo mantiene los sistemas esenciales para mantenerse en órbita. Vamos, que se trata de una ruina. Apenas detecté un mínimo de energía en su interior. Por eso ni la mencioné.
—Una nave en órbita casi abandonada… —saboreé las palabras porque empezaban a encajar las últimas piezas—. Casi abandonada… Casi…
—¿Está pensando en esa parte del sueño que viene de arriba?
—La aparición señalaba hacia el firmamento —le recordé—. Luego me sobrevino esa negrura, esa sensación horripilante desde lo alto. Era lo que tapaba la otra señal. Alguien quiere comunicarse conmigo a través de los sueños, y justo entonces empieza un ataque de contramedidas electrónicas. Un ataque brutal, capaz de borrar cualquier señal y que por poco me fríe los sesos… Pero antes de desaparecer, el intruso logra introducir en mi mente la idea de que las contramedidas vienen de lo alto. Me está avisando de que el rival está ahí arriba.
Aarón meneó la cabeza.
—No acabo de verlo claro.
—Ahí está la gracia. Puede que para nuestro anónimo comunicante sea un mensaje obvio porque siempre ha sabido que hay una cosa en el cielo y que es peligrosa. Para nosotros, por el contrario, señalar hacia el cielo, o transmitir la imagen de que lo malo viene de arriba, en principio no era relevante al faltarnos esa referencia.
—Pero la nave generacional está abandonada —objetó Aarón.
—Sin embargo, mantiene un mínimo de actividad. Hay energía en ella. Sería bueno saber para qué se está usando. Al fin y al cabo, ¿conoces de alguna nave generacional que siga en activo? Cuando acaba el viaje pierden la razón de ser y se convierten en chatarra. Los colonos siempre necesitan materiales de construcción, y eso es algo que nunca sobra cuando se empieza a terraformar un planeta. ¿Por qué aquí no hicieron como en los demás sitios y la reciclaron hasta la última tuerca?
15
EL resto del día transcurrió en un ambiente tan tenso que sería difícil describirlo. Odenay se percató de ello y se mostró más reservado y hosco que nunca. Nuestro equipo estaba más pendiente de la actitud de nuestros anfitriones que de su trabajo, y por lo que respecta a éste empezaron a percibir aquellos detalles que hasta entonces habían pasado por alto. En una reunión a la hora de la cena, Olga y Roger reconocieron haber estado mirando los datos que recibían a través de la red de la base con otros ojos.
—Si nos atenemos a la información que nos suministran, todo funciona perfectamente hasta el momento justo en que los sistemas fallan masivamente —decía Olga—. Eso ya lo sabíamos, pero es que hay algo más: todos los datos de ingeniería se hallan siempre en el centro de la curva de distribución normal, sin apenas desviaciones significativas.
—Los datos históricos que he analizado —añadió Roger— demuestran lo mismo: no hay salidas de la normalidad, no hay tensiones de ningún tipo en los sistemas de ingeniería… Todo es artificialmente normal antes y después del colapso.
—Y eso, ¿qué significa? —Aarón estaba con nosotros, y un poco perdido con los conceptos matemáticos.
—Ya lo discutí antes con Axel, y debo admitir que tenía razón. En principio quise atribuirlo a la casualidad, pero a estas alturas resulta evidente que han manipulado la información que nos facilitan —concluyó Roger—. La uniformidad y la regularidad excesivas resultan propias de los datos amañados. Son como los resultados experimentales que se inventan los que quieren apoyar teorías falsas: un exceso de regularidad y falta de dispersión. La naturaleza no es tan precisa, y menos tan regular. Existe siempre un mínimo de dispersión, de caos…
—Me pregunto por qué no nos dimos cuenta antes —dijo Nick.
—Los datos eran tan bonitos, tan de libro, que no se nos ocurrió dudar de su veracidad. Los farsantes siempre juegan con la buena fe de los demás, pero el análisis estadístico los desenmascara —apunté.
—Y no olvidemos que estamos hablando de obras de ingeniería antiguas, con tecnología obsoleta y que se enfrentan a las grandes tensiones geológicas propias de este planeta —añadió Olga—. El deterioro, las irregularidades en la presión, el calor y otros fenómenos deberían dar unas lecturas de los sensores que demostrasen hasta qué punto las instalaciones sufren el desgaste.
»Una presa, aunque a nuestros ojos parezca siempre igual, está sometida a presiones y tensiones internas muy dinámicas. Si nos creemos los datos de la red facilitados por Ogoday, esta gente tiene unas obras de ingeniería que no han sufrido ninguna alteración, ni tan siquiera un desperfecto, durante los últimos cien años. Sencillamente no es creíble. En ningún lugar he visto obras de ingeniería con lecturas de tensión que estuviesen siempre dentro de la media. Mi conclusión es muy sencilla: si los datos son ciertos, las estructuras no pueden haber fallado, y si los fallos se han producido, eso implica que nos están suministrando datos falsos.
—Entonces hay que empezar a plantearse quién y por qué motivo quiere engañarnos —intervino Natalia—. Si el sistema se colapsa de verdad, alguien debe tener interés en que no lo descubramos. ¿Podría ser una cuestión de política interna? Me refiero a un grupo que esté saboteando las instalaciones para, por ejemplo, forzar un cambio de gobierno y hacerse con el poder.
—Si fuera así, ¿por qué pedirnos ayuda? —preguntó Nick.
—Supongamos que el gremio de ingenieros quiere tomar las riendas del poder local. Destruyen instalaciones para provocar una revuelta, acusando al gobierno de ineficaz, y prometen que ellos lo harán mejor. Entonces el gobierno nos pide ayuda, pensando que nosotros daremos con las pruebas del sabotaje, pero lo hace a escondidas, en el máximo secreto, para no alertar a los malos de la película.
—En ese caso estaríamos rodeados de miembros del gobierno, o al menos personal de su confianza —intervine—. En lugar de eso, parece que Odenay y sus compañeros son de los que intentan evitar que progresemos, y contribuyen a que dispongamos de información falsa.
—Hombre bueno, hombre malo —dijo Nick—. Si hay una facción de saboteadores, puede que algunos hayan fingido ser de toda confianza precisamente para ganarse al gobierno y poder influir en el, haciéndose pasar por buenos chicos. Eso les habrá servido para estar aquí. Tal vez el gobierno cree que son leales y en realidad se trata de traidores.
—La posibilidad es interesante —reconocí— pero tengamos presente que no sabemos nada de su gobierno, de la política local ni de los movimientos sociales. Estamos demasiado aislados. Aunque la hipótesis que proponéis bien pudiera ser cierta, no hay manera de saber si apunta a la buena dirección. Podríamos plantear otras que también fueran del todo coherentes con la información de que disponemos, y la escasez de la misma nos impediría discernir cuál es la correcta —me permití una pequeña pausa para reflexionar y luego añadí—. Además intuyo de algún modo… No sé como explicarlo, pero los sueños, esas visiones, es como si hubieran ido dejando un poso en mi mente. Alguien ha tratado de transmitir un mensaje, mientras que otro lo ha tapado bloqueando la comunicación, pero siento que hay un mínimo rastro de información que ha sido depositado y al que no puedo acceder del todo…
—¿Te encuentras bien? —Natalia me puso una mano en el brazo en gesto de amistosa preocupación.
—No demasiado, la verdad sea dicha. ¿Conoces esa sensación de haber olvidado algo importante y no poder recordarlo? ¿El malestar que produce estar a punto de dar con la solución de un acertijo, pero por más que te esfuerzas no acabas de hallarla? Es algo así. Me parece que ese fantasma antropomórfico que se me aparece en sueños, en algún momento, logró decirme algo. Luego vino la interferencia y borró la información, pero cada vez estoy más seguro de haber conocido una respuesta. Creo que durante un instante logramos comunicarnos y luego alguien suprimió el recuerdo.
—Las situaciones de estrés a menudo producen confusión, y esa sensación no tiene por qué corresponderse con hechos ciertos. Puede ser la manifestación de un deseo, por ejemplo.
Tuve que aceptar esa posibilidad, pero algo dentro de mí no la daba por buena. Alguien había escrito una respuesta en mi cerebro como si fuera una página de papel y otro la había borrado furiosamente. Al principio no me di cuenta, pero ahora veía la mancha de lápiz sobre el papel, los restos de la goma de borrar… A cada hora que pasaba estaba más convencido de que se había librado una lucha feroz dentro de mi cráneo. Cerraba los ojos y veía el folio rasgado por el exceso de fuerza de quien había eliminado la información; podía llegar hasta el lugar donde la respuesta estuvo guardada…
—Creo que la hipótesis que debe prevalecer es que hay una pugna entre facciones —concluí—. Lo doy por cierto. Pero tengamos cuidado de no suponer, o imaginar, de qué facciones se trata. Aparte de los datos de ingeniería presuntamente falsos, y la personalidad de nuestros anfitriones, que no superan los tests de normalidad, no podemos dar nada por seguro. Nada, salvo que hemos ido a caer en medio de una lucha feroz, que están dispuestos a usar incluso nuestras mentes como campo de batalla y que desconocemos la naturaleza de nuestros rivales.
—Y hasta dónde están dispuestos a llegar —apostilló Aarón. No contribuyó a que nos sintiéramos más felices.
16
HUELGA decir que al ir a dormir aquella noche me preparé a conciencia para tener otra visión. El ordenador y el detector de transmisiones conectados, una buena dosis de neurófagos aprovechando que Aarón estaba en el baño y, por desgracia, la mente demasiado activa. No lograba conciliar el sueño, y eso dificultaba que los neurófagos hicieran su trabajo. Pasaba el rato contemplando el detector, situado entre el ordenador portátil abierto y el bolígrafo, por si había señales de transmisiones, pero no aparecía ninguna. Debí de pasarme varias horas así, en vela, atento e impidiendo involuntariamente que las emociones cargadas en los neurófagos surtieran efecto. Naturalmente, tarde o temprano la descarga emocional se produjo.
El sótano era un lugar negro y frío.
Las niñas gritaban de terror y de dolor. Una de ellas trató de salir corriendo hacia la puerta, pero el hombre oscuro fue más rápido y la cogió por el brazo. La abofeteó con fuerza para castigarla, pero la niña gritaba cada vez más, poseída por la histeria y el pánico. Enfurecido por su resistencia, el hombre oscuro pegaba más y más fuerte, y la sangre, la dulce y cálida sangre, empezaba a ensuciar su mano…
—¡Despierte! ¡Despierte de una vez! —gritaba Aarón, golpeándome la cara con fuerza.
Logré abrir los ojos. Veía la cara de Aarón bajo las luces de la habitación y escuchaba su voz, mas aún no había desaparecido el rostro ensangrentado de la niña en el oscuro sótano. Traté en vano de desasirme, pero el piloto continuaba propinándome guantazos. Estaba histérico.
—¿Qué… qué está pasando? —logré balbucir. Las imágenes y sonidos reales se confundían con la grabación emocional. Las niñas trataban de huir, Aarón intentaba despertarme, yo recibía golpes reales, mezclados con el placer que me proporcionaban los que el secuestrador estaba dando…
—¡Vamos, espabile de una vez! Roger ha atacado a Nick y yo… Creo que he hecho algo terrible —rompió a llorar y me soltó.
Entonces me percaté de que Olga le había agarrado por la cintura para separarlo de mí, al tiempo que Natalia le inyectaba algo. Debía ser un tranquilizante, porque al poco se calmó. Eso me dio tiempo para volver a la realidad. Miré el reloj. Era medianoche y en esos momentos tendría que estar todo el mundo durmiendo. Logré incorporarme y el movimiento ayudó a que la grabación fuera desapareciendo. Ya no veía los rostros contusos de las niñas. Recuperé del todo la consciencia.
—¿Necesitas algo? —preguntó Natalia, con el botiquín abierto sobre la cama.
—¿Qué está ocurriendo? Eso que ha dicho Aarón sobre Nick y Roger…
—No sé qué tomas para dormir, pero deberías dejarlo. Aquí ha estallado el infierno y tú sin enterarte —era algo más que una recriminación por parte de Natalia, pese a que las palabras pretendían parecer amables. No era idiota, y quizá sospechaba lo que me había metido en el cuerpo.
—Hace un rato hemos oído gritos —comenzó a explicar Olga—. Roger y Nick estaban peleándose. Cuando acudimos, Roger acababa de tumbar a puñetazos a Nick. Tenía un ataque de histeria, pero no paraba de repetir machaconamente que tuvo que hacerlo. Se había despertado, y al ver que Nick estaba absorto en su ordenador, se acercó para echar un vistazo; movido por la mera curiosidad y sin sospechar nada, según dijo. Miró por encima del hombro y vio que Nick había desactivado los programas de seguridad del ordenador, se había conectado a la red local y estaba enviando sus códigos de acceso. Intentó impedirlo, hablar con él, pero en cuanto fue consciente de que le había descubierto, Nick le atacó. Asegura que intentó matarle sin mediar palabra. Parece que nuestro matemático se defendió tan bien que logró dejar sin sentido al jefe, a puñetazo limpio. Quién iba a pensarlo… Entonces Natalia vino aquí a pediros ayuda, y extrañada porque no dieseis señales de vida con todo el jaleo que se había organizado…
—Fue entonces cuando encontré a Aarón frente a su ordenador —intervino Natalia, tomando el relevo—. Se había conectado al transbordador. Quise saber qué hacía. Le hablé para explicarle lo ocurrido, pero no me escuchaba. Parecía fuera de sí, como poseído. Entonces miré la pantalla y comprobé que estaba a punto de transmitir algo a la Albatros. Parecían órdenes de navegación, no lo sé exactamente, pero me asusté. Lo zarandeé hasta que reaccionó.
—Al despertarme —intervino ahora Aarón, la viva imagen de la desolación— me di cuenta de qué estaba haciendo. Natalia dice la verdad. Había conectado con el transbordador y, a través de su transmisor, con la Albatros. En realidad no estaba dándole órdenes de navegación, pero sí los códigos. Más concretamente, empecé a transmitir los códigos de acceso a las funciones operativas de nuestra nave espacial. Recuerdo que no quería impartirle órdenes, pero estaba dispuesto a activarla, a ponerla en funcionamiento y a transmitir todas las claves de seguridad para dejarla abierta.
—¿Sabes por qué lo hacías? —negó con la cabeza; yo me detuve un momento a pensar—. ¿Estabas transmitiendo en abierto, o por un canal de seguridad?
—Totalmente en abierto. Los códigos que envié pueden estar en poder de cualquiera. Por suerte, Natalia me detuvo antes de radiar los importantes: ahora son conocidos algunos códigos de funciones secundarias, pero no los de acceso al ordenador principal ni los de navegación.
—Menos mal —suspiré—. Es evidente que alguien ha logrado influirnos de tal manera que se desencadenase este caos, que en cierta manera tal vez no lo sea. Nick y tú estabais bajo una influencia maléfica que trata de apoderarse de nuestras claves de seguridad. No creo que las de Nick tengan mucha importancia, porque sólo darán acceso a su propio ordenador. Cada uno de los nuestros funciona por separado en todo lo esencial, y con la información de ingeniería que pueda tener Nick no harán nada del otro jueves. Lo preocupante es que hayan estado a punto de tener acceso a la Albatros. No entiendo para qué quiere nadie hacerse con ella. La Armada se cuidó de cedernos un vehículo de tecnología obsoleta. Por supuesto, no guarda datos vitales que puedan atraer a… —me detuve de repente; reprimí un escalofrío—. Aunque quizá no les interesen los datos.
—¿Qué otra cosa podría importarles? —repuso Olga—. No tenemos nada de valor, salvo nuestros conocimientos como expertos en…
—Olvida nuestros conocimientos; no les interesan para nada. Todo ha sido un montaje, ahora lo entiendo. Quieren la Albatros. No hay vehículos más rápidos que la luz en este mundo. Llegaron en una generacional, lo que significa que trajeron consigo tecnología anterior al vuelo hiperluz. Nuestra nave ha de parecerles un auténtico tesoro. Todo este tiempo han estado estudiando nuestras comunicaciones, nuestra forma de trabajar, para tratar de controlarla. Al darse cuenta de que no podían averiguar cómo piratear nuestros sistemas informáticos, sin duda demasiado avanzados para ellos, han forzado la situación para que algunos de nosotros estableciésemos un contacto no seguro con la Albatros, y obtener los códigos de acceso.
—Si quisieran viajar más rápidos que la luz, les habría bastado con establecer relaciones con nuestro gobierno, algo a lo que se han negado durante décadas —objetó Natalia—. Habría una línea de vuelos regulares, más o menos frecuentes, pero que les abriría las puertas a todo el espacio ekuménico.
—Esas relaciones tiene que aprobarlas su gobierno, o la sociedad en su conjunto. Creo que quienes ansían robarnos la nave son otra cosa. No sé qué, tal vez una facción de disconformes con la política aislacionista, o puede que algo completamente distinto, que aún somos incapaces de imaginar.
—Recuerda tus sueños —insistió Natalia—. Alguien, una figura fantasmagórica, quería establecer contacto contigo. Otro trataba de impedir este contacto y el primero señalaba al cielo…
—Llámalo una corazonada, pero creo que el fantasma era alguien de este planeta. No sabía donde estábamos, pero trataba de algún modo de comunicarse y alertarnos. El que impedía esta comunicación seguramente sea quien trata de robarnos la nave.
—Pero según afirmaba usted, parecía proceder de arriba —dijo Aarón—. No hay estaciones orbitales, ni satélites. Nadie en este mundo vive en el espacio. Sólo vi esa nave generacional en ruinas.
Cogí el detector de comunicaciones que tenía al lado de la cama y trasteé para obtener una información sobre sus capacidades.
—Es demasiado poco potente. Está pensado para averiguar si alguien nos escucha desde la habitación de al lado, pero no puede detectar una señal débil, procedente del espacio, y establecer sus coordenadas.
—¡Eso puede hacerlo el transbordador! —Aarón se animó de repente; sin duda, anhelaba remediar su anterior desliz, por más que éste fuera inducido por un agente externo—. Dejé algunos dispositivos de escucha abiertos. Quería tener un registro de qué hablaban nuestros anfitriones desde su nave. No llegué a comprobar los datos, pero debe de estar todo ahí. Si se ha recibido una señal del espacio, por débil que ésta sea, la tendremos grabada en el transbordador.
—Entonces, vamos para allá —ordené—. Quiero ver todo lo que ha registrado.
Me levanté e hice un gesto para poner el detector que tenía en la mano de nuevo en su sitio. Fue entonces cuando me di cuenta de que faltaba algo.
Estaba completamente seguro de haber dejado ahí el bolígrafo, pero no lo veía por ninguna parte.
—¿Te encuentras bien? —se interesó Natalia—. Has palidecido de repente.
—Aguardad un momento. Quiero repasar por encima datos del ordenador, para saber si he experimentado algún sueño que aporte información —le mentí, intentando disimular mi inquietud—. Adelantaos y que Aarón compruebe qué ha registrado el ordenador del transbordador. Yo os alcanzaré enseguida.
—Mientras, yo le echaré una mano a Roger, por si hay algún problema con Nick —dijo Olga.
En cuanto salieron empecé a repasar aceleradamente la grabación de aquella noche realizada por el detector de comunicaciones. Al poco pude ver en su pantalla cómo en mi habitación, además de Aarón y yo, aparecía otro punto.
Era Odenay.
Se dirigía hacia mí, hacía algo a mi lado y luego iba hasta Aarón. Al cabo de unos momentos abandonaba la habitación. Jugué con los cursores para seguirlo y le vi entrar en el cuarto de al lado, donde también permaneció durante unos momentos. Luego salió. Durante todo el tiempo su cerebro había estado transmitiendo información, más que nunca, pero no pude identificar a ninguno de sus compañeros. Si estaban en la base, se hallaban fuera del alcance del detector.
Sin pensarlo dos veces, corrí a la habitación de Nick. Estaba despierto, con la cara tumefacta, mientras Roger y Olga le atendían. Aunque hablaban acaloradamente, callaron cuando me vieron entrar. Me preguntaron qué hacía, si ocurría algo, pero no les contesté. Estaba obsesionado con buscar una cosa, y completamente seguro que la hallaría allí.
Al poco encontré el bolígrafo en el suelo. Estaba tirado al lado de la cama de Nick. Me lo guardé en el bolsillo y salí a toda prisa, sin dar explicaciones.
Al final todo iba a acabar mal por mi culpa. Tenía que haberlo sabido. Siempre ocurría igual: por muy bien organizados que estuviesen los planes, yo, Axel Weiss, siempre lograba estropearlos.
Me había ocurrido lo mismo cuando decidí tener unos ingresos adicionales traficando con emociones prohibidas. La red de producción y distribución llevaba años funcionando a la perfección. Encontraban a los sujetos idóneos, les facilitaban las víctimas y realizaban la grabación. Hacían desaparecer las evidencias y luego ganaban una fortuna distribuyendo por canales seguros de Transred, a una clientela selecta. Finalmente llegué yo, el gran Axel, y no pude limitarme a agenciarme un poco de dinero y hacer las cosas bien. Tuve que presumir, buscar la admiración de los demás, repartir emociones grabadas a gente de mi entorno, ofrecerlas como la fruta prohibida, tentadora, madura y jugosa que quería creer que era.
—Una diversión sólo un poco más allá de la inocencia —había dicho una vez—. Al fin y al cabo, tú no has hecho nada. No las has violado ni matado. No las has tocado. Ni tan siquiera las conoces. ¿Qué importancia tiene si disfrutas un poco de algo que ya ha ocurrido, que no tiene remedio, que no tiene nada que ver contigo? Es tan sólo una oportunidad de ampliar tus conocimientos sobre el lado oscuro de la Humanidad, una oportunidad de saber qué se siente al hacerlo.
Naturalmente, alguien me denunció y me trincaron ipso facto. Daba igual que afirmase que era una investigación académica: estaba prohibida, no tenía autorización para llevarla a cabo y además no pude justificar todos esos ingresos extras. Peor todavía: uno de mis alumnos de doctorado, al que tuve la ocurrencia de prestarle una grabación, sufrió un mal viaje. Acabó hecho una piltrafa. Y su familia era muy influyente.
Ahora la historia se repetía. Me habían dado una oportunidad de escapar al castigo, de alejarme durante un tiempo. Debería haber aprovechado la ocasión y portarme bien. En lugar de eso, no había dudado ni un momento en buscarme ese burdo dispositivo de descarga de emociones prohibidas. Un maldito bolígrafo inyector de neurófagos. Un dispositivo sin ningún control. Quienquiera que estuviese espiándonos se había percatado de lo que estaba haciendo. Odenay u otro de sus camaradas pudo pedir prestado el bolígrafo mientras yo estuviera viajando. Entrar en mi habitación no debió de suponerle problema alguno.
Odenay o cualquiera de los suyos también había descubierto que los neurófagos abrían de par en par las puertas del cerebro y permitían acceder a la víctima cuando permanecía inconsciente. Yo estaba habituado, era capaz de ejercer un mínimo control, pero Aarón y Nick, dos cerebros vírgenes para este tipo de experiencias, no habían podido hacer nada. Sin ser conscientes de lo que ocurría, habían sucumbido al control de algún agente externo. Y no era culpa suya, sino mía. Yo había traído los neurófagos, los había usado permitiendo que el enemigo conociera su existencia y sus posibilidades. Les había ocultado este hecho a mis compañeros de equipo, a una amiga como Natalia…
Llegué al hangar con la lengua fuera. El transbordador estaba solo en medio de la gran zona vacía y oscura. No había ni rastro del avión de nuestros anfitriones.
—¡Ven, ven enseguida! —gritó Natalia—. Está todo grabado.
Me acerqué a la carrera y me senté al lado de Aarón.
—Mire, aquí lo tiene —me mostró satisfecho el piloto—. Emisión desde el espacio; a juzgar por las coordenadas, procede de la nave generacional. Es muy débil porque la masa de rocas que tenemos encima la tapa en su mayor parte, pero usan el avión como repetidor…
Levanté la mano para detenerle con un gesto.
—El avión —balbucí—. ¿Dónde coño está ahora?
—Pues no sé; esos tipos vienen y van. Les he visto otras veces largarse y volver al cabo de unas horas.
—Bueno, yo he copiado todo lo que ha registrado el transbordador en mi portátil —dijo Natalia—. Voy a llevárselo a los demás para que nos den su parecer. Venid cuando podáis —y se fue a paso ligero.
Aarón seguía hablando, feliz por haber sido de utilidad. Me mostraba la pantalla del transbordador a la vez que me explicaba con pelos y señales el sistema de transmisiones, pero yo estaba sumido en mis propios pensamientos.
Con todo lo ocurrido era muy extraño que Odenay y Eliarc no apareciesen por allí, tratando de hacerse con el control. Por otra parte se había descubierto su juego; sus malas intenciones quedaban expuestas, sin ningún género de dudas. Estaba seguro de que no iban a quedarse esperando, de brazos cruzados, a que recuperásemos la iniciativa. Se habían mostrado demasiado hostiles, demasiado agresivos, y no podían detenerse ahora. Pero ¿dónde se habían metido?
En ese momento, la compuerta del hangar se abrió y el avión de nuestros anfitriones entró lentamente. Entonces lo entendí todo, como en un relámpago.
—Aarón, ¿conoces alguna manera de abrir o cerrar esa compuerta a voluntad?
—No; nunca nos han explicado cómo hacerlo.
—¿Pueden saber que estamos ahora dentro del transbordador?
—Tendrían que someterlo a un escaneado intensivo para detectar formas de vida… Un momento… —consultó algo en la consola—. Negativo, así que ignoran que estemos aquí.
El vehículo de Odenay estaba acabando de cruzar la compuerta, deslizándose suavemente y casi en silencio.
—¿En caso de emergencia extrema podrías salir ahora mismo, antes de que cierren la compuerta?
Le vi entornar los ojos, como si estuviese calculando.
—Muy ajustado y muy arriesgado, pero si se considera capaz de resistir una maniobra realmente dura, puedo hacer que…
La escotilla del avión se había abierto antes de que éste se detuviese del todo. Dos figuras con traje espacial habían saltado al suelo. Llevaban objetos extraños que aferraban con ambas manos. Parecían armas.
—¡Sal, ahora! —grité sin darle tiempo a acabar.
Me miró un instante, como si no comprendiera. Entonces se apagaron las luces del hangar, y presumiblemente de toda la base. Distinguimos los débiles haces de las linternas surgir de las escafandras de Odenay y Eliarc. Sin duda portaban intensificadores de luz y sorprenderían a nuestros compañeros.
Los aparatos del transbordador que habían estado registrando las comunicaciones procedentes de la generacional empezaron a sisear y crepitar de un modo extraño. Muchos mensajes venían desde el cielo.
La jugada les había salido bien. Si intentábamos salir para avisar a nuestros compañeros, quedaríamos a su merced. Pensé en Olga, Natalia, Roger, Nick… Ojalá se limitaran a tomarlos prisioneros. Sabía que no podíamos hacer nada por ellos, pero me sentía responsable de su destino. «Y todo por mi culpa…» Sentía asco de mí mismo.
Por fortuna, Aarón mantuvo la cabeza fría. Llegó a la misma conclusión que yo, y no se lo pensó dos veces.
—Póngase los arneses y no grite.
No sé donde aprendió a pilotar Aarón, ni si le enseñaron a hacer esas cosas o las practicó por su cuenta, pero encendió los turboconversores dentro del hangar y el vehículo salió disparado hacia fuera con tanta fuerza que a punto estuvimos de estrellarnos contra la pared de enfrente del acantilado.
Con el viraje más brutal que quepa imaginar, enderezó el transbordador y empezó a subir verticalmente, con la proa apuntando al cielo brumoso.
17
AL cabo de unos instantes habíamos salido de la gigantesca cicatriz en la corteza del planeta. Aarón trató en vano de comunicar con nuestros compañeros. Todos llevábamos unos sensores que monitorizaban nuestras ondas cerebrales, ritmo cardiaco y demás constantes vitales. Solamente funcionaban los de Aarón y los míos. Eso significaba que alguien había interferido los otros… O bien que sólo nosotros quedábamos con vida. De este modo, preocupados por ellos y con remordimientos por haberlos abandonado a su suerte, continuamos el frenético ascenso.
¿Qué otra cosa podíamos hacer? Los acontecimientos se habían precipitado, empeñados en no concedernos ninguna alternativa. Era la única forma de escapar a nuestro encierro y así tener una posibilidad de solucionar el misterio. De habernos quedado, difícilmente hubiéramos podido hacer algo contra gente armada y dispuesta a quién sabe qué. Seguramente nos habrían capturado a todos o algo peor.
Nos debíamos a la misión y objetivamente estábamos convencidos de haber actuado correctamente, pero esta reflexión no disminuía nuestra amargura. O quizá tratábamos de racionalizar lo que nuestro subconsciente consideraba un acto de cobardía. En momentos así necesitaba verdaderamente a mis neurófagos. Cuando ellos actuaban no había dolor, ni dilemas agobiantes; solamente sensaciones.
Pero ya no había vuelta atrás. Ahora teníamos que concentrarnos en lo que teníamos delante y Aarón, una vez se vio ante los controles de una nave, no paraba de sorprenderme con su profesionalidad. Al final fue el que demostró mejor temple en toda la expedición.
Lo primero que hizo fue desactivar todos los controles automáticos de la nave. Estaba bien concienciado del problema que suponía que alguien tratase de piratear nuestros sistemas y no pensaba darle oportunidad de conseguirlo. Como ello le obligaba a guiar el transbordador manualmente, se dedicó a impartirme instrucciones sobre la manera en que un neófito como yo debía ayudarle.
En primer lugar, me indicó cómo lanzar la baliza de emergencia. Era una idea excelente, porque emitir una petición desesperada de auxilio movilizaría sin duda a nuestro Gobierno, y con un poco de suerte nos enviaría una nave de la Armada. La caballería sería bienvenida en semejante crisis, y no había posibilidad alguna de resistencia en un planeta atrasado como aquél. Dado que la radiobaliza consistía en un emisor de pulsos cuánticos más rápidos que la luz, nuestros adversarios jamás podrían detectarla. En aquel mundo perdido no disponían de tecnología hiperluz de ningún tipo, y la generacional inició su viaje antes de que se inventaran los comunicadores cuánticos. Por tanto, las señales de éstos simplemente no existían para ella, igual que un cazador paleolítico sería incapaz de sintonizar una emisora de radio.
Ésa era la buena noticia. Quedaba la mala: incluso en el caso de que enviasen una fuerza de apoyo de forma inmediata, tardaría al menos diez días en llegar. No teníamos ni idea de qué podía ocurrirnos en diez días. Ni tan siquiera al cabo de unas pocas horas, cuando alcanzásemos la vieja nave generacional. Ojalá siguiéramos con vida para entonces.
Aarón se aseguró de que la Albatros continuase en su sitio. Nadie la había manipulado, de modo que seguía plácidamente en su órbita. Si teníamos suerte, podríamos ir hasta ella después de visitar la generacional. Aarón me explicó que había armas a bordo y tal vez con ellas podríamos hacer algo por nuestros compañeros allá abajo. Pero por más que intentásemos animarnos, de alguna manera los dos sabíamos que ya sería demasiado tarde. Algo nos decía que ya no podíamos salvar a los que dejamos atrás. Tal vez tampoco tuviésemos ocasión de escapar de la generacional. Quizás todo fuese una maldita trampa escondida dentro de un engaño.
Mientras el transbordador alcanzaba la órbita y se estabilizaba en ella, diestramente pilotado por Aarón, me dediqué a preparar una grabación resumida de lo ocurrido durante los últimos días. La transmitimos a la Albatros como entrada en el cuaderno de bitácora para que alguien pudiese conocer lo ocurrido si a nosotros nos aguardaba un destino fatal.
Mientras me ocupaba de esto vi cómo Aarón localizaba la antigua generacional de los colonos. Lo hizo por medio de los datos grabados a nuestra llegada, cuando la había observado con el radar. Se aproximó a ella en silencio radioeléctrico total y empleó únicamente detectores pasivos para confirmar su posición. Nada de señales de radio ni de radar. Éramos una sombra oscura y silenciosa en la noche del espacio.
—Ahora tampoco pueden leer la firma de los turboconversores ni los cohetes atómicos —explicó al fin—. Los he apagado por completo y no emitimos radiación. El motor agravitacional es muy discreto y no creo que puedan detectarlo. Desde luego, no con tecnología de la época en que zarpó ese mamotreto.
—Antes de apagar el motor principal pudieron localizarnos y trazar nuestro rumbo —objeté.
—Sí, señor. Ésa era la dirección que tomé entonces, por lo que supondrán que nos dirigíamos a la Albatros. Sin embargo, ahora estamos maniobrando lentamente para cambiar de órbita. Tardaremos alrededor de una hora en alcanzar exactamente la misma que la nave colonial. Luego iré reduciendo cada vez más la diferencia de velocidades empleando sólo el motor agravitacional. No creo que puedan localizarnos de ninguna manera, a no ser que haya alguien mirando por la ventana cuando lleguemos.
—Pueden tener detectores ópticos —seguí objetando.
—Por lo que vi a nuestra llegada, esa nave es una ruina. Está casi destrozada. Nadie puede vivir allí. Tampoco creo que haya muchos dispositivos automáticos funcionando tras siglos de abandono.
No se me ocurrieron más objeciones, así que traté de relajarme y prepararme para la llegada, pero no podía dejar de pensar en Nick, Olga, Natalia y Roger. ¿Qué habría sido de ellos? En caso de que aún vivieran, ¿creerían que les habíamos traicionado, abandonándolos a su suerte sin prestarles ayuda? ¿Podría explicarles de modo convincente por qué lo había hecho, si volvía a verlos? ¿O habrían muerto acordándose de nosotros, en todos los sentidos de la expresión? Sentí ganas de liarme a puñetazos con lo primero que encontrara, de pura frustración.
—¡Contacto visual! —la voz de Aarón me sacó de mis fúnebres pensamientos, y su dedo señalando hacia la proa guió mi mirada.
Allí estaba, justo en el borde exterior del anillo planetario. Una sombra casi negra sobre el negro espacio. Una oscuridad que tapaba las estrellas del brazo de Orión y la parte del anillo que tenía delante. Ominosa, como en mi sueño.
—Empiece a moverse, doctor Weiss —me urgió Aarón—. Ahí detrás tiene los trajes de vacío. Póngase uno que ya tenga colocado el equipo de respiración autónomo. No creo que sepa usted enfundarse uno externo.
Creo que lo dijo sin ánimo de burla, pero me recordó que yo era un completo neófito en estos menesteres. Mi experiencia en trajes de vacío se remontaba a las excursiones escolares a la Luna, bien vigilado por los monitores, y eso no te prepara para una emergencia en el espacio. A pesar de todo, logré ponerme un traje y ajustarlo razonablemente bien, mientras él terminaba de acercarse en vuelo manual.
—Bien —dije al fin, satisfecho de mí mismo—, creo que esto ya…
Me quedé boquiabierto.
Durante el rato que tardé en enfundarme el traje, el transbordador había alcanzado la nave generacional. Ahora, al acudir junto a Aarón, la contemplé a través de la pantalla panorámica del piloto. Tuve que reprimir el instinto de frotarme los ojos, lo cual hubiera sido un gesto un poco estúpido llevando la escafandra puesta.
La nave tenía forma de cilindro irregular, y su tamaño era inmenso. Se hallaba recubierta de una gruesa capa de polvo y gravilla muy oscura, con diminutas manchas negras. Ocupaba todo el campo visual de extremo a extremo y sus líneas suaves, fluidas, parecían las de un ser vivo. Experimenté la sensación que debe de tener un submarinista al ver pasar a su lado una ballena. O un tiburón gigante, mejor dicho. Pero lo más impresionante era que sus dimensiones seguían creciendo sin cesar.
En el espacio resultaba difícil encontrar puntos de referencia para estimar la distancia y el volumen, de manera que daba la impresión de que estábamos muy cerca, a punto de tocar el casco. Sin embargo, seguíamos acercándonos a una velocidad considerable, de tal manera que aparecían nuevos detalles ante mis ojos, aparentando que íbamos a estrellarnos. Y aquella mole seguía creciendo más y más.
Al cabo de un rato me di cuenta de que las pequeñas manchas irregulares que había notado al principio eran agujeros en el casco. Agujeros inmensos, tanto que Aarón metió el transbordador dentro de la generacional sin ningún problema a través de uno de ellos. Temí que fuéramos a chocar, que las alas no pasarían, pero nuevamente la perspectiva me engañó. Todo el transbordador cupo en el boquete sin estrechez.
—Los bordes se abren hacia adentro —comentó Aarón al finalizar la maniobra—. Se trata de impactos, seguramente de meteoritos. A juzgar por la textura de la cubierta, ésta era de tecnología autorreparable y autosellable. No precisaba intervención humana en caso de accidente. La cubierta actuaba como el cuerpo de un organismo vivo, curándose y cerrando la herida por sí misma, sólo que mucho más deprisa, sin dar tiempo a que se perdiese una cantidad apreciable de aire. Esas líneas del exterior que parecen venas son los conductos principales de material, que se van ramificando hasta llegar a todas partes como si se tratara de capilares sanguíneos. Era un sistema muy bueno.
—Entonces, ¿por qué está llena de agujeros?
—¿Qué ser vivo puede seguir curándose ilimitadamente, siglo tras siglo? —respondió el piloto—. ¿Dónde cree que estará usted dentro de cien o doscientos años? ¿Qué aspecto tendrá? —sonrió—. Estas naves también envejecen. Dejan de funcionar lentamente. Se acaba su provisión de material de reparación, la senescencia hace presa en sus mecanismos semiorgánicos… Ay, es la inevitable decrepitud, que conduce tarde o temprano a la ineficacia, a la imposibilidad de seguir reparándose. La entropía no perdona.
No pude evitar sonreír ante aquella parrafada de Aarón. Para tratarse de un piloto de la Armada, cuyas inquietudes culturales solían ser similares a las de un ladrillo, sorprendía que emplease semejante vocabulario. Ojalá, pensé, tuviera tiempo de charlar con él y conocerlo mejor, a ser posible en compañía de unas cervezas. Acto seguido me vino a la mente el recuerdo de los otros expedicionarios, seguramente asesinados por Eliarc y compañía, y me invadió la sensación de que, salvo un milagro, no íbamos a salir de ésta. Pero entre el miedo y la autocompasión, había otro sentimiento que comenzaba a surgir, aún débil: debía sobrevivir. Tenía que expiar mis faltas, compensar a todos los que había perjudicado con mis errores.
Mientras, el transbordador seguía moviéndose. Estábamos ya dentro de la nave, y no se veía absolutamente nada, salvo muy pequeñas y brillantes manchas de luz en algunos puntos de la superficie interior. Era el sol, cuyo fulgor entraba por los agujeros e impactaba en lo que antaño había sido la zona habitable. La falta de atmósfera impedía que esa luz se refractase, y por lo tanto no veíamos los rayos atravesar la nave.
—Ahora hay que jugársela, y rezar al santo patrón de los pilotos insensatos para que salga bien. Voy a encender los focos y los proyectores en otras longitudes de onda. Esperemos que las cámaras sean suficientemente sensibles para mostrarnos una imagen clara.
Una vez iluminado, el interior se desvelaba ante nosotros como un espectro. Durante siglos, el polvo del anillo se había infiltrado dentro de la nave y lo llenaba todo. El aire y el agua habían desaparecido por completo. De la vegetación no quedaba el menor rastro, y tan sólo podíamos distinguir las zonas que habían estado habitadas, por el contorno de los edificios. O lo poco que quedaba de ellos…
—Parece que aquí no puede vivir absolutamente nada. Es un desierto helado, sin aire, agua ni luz y cubierto de polvo. Puede que nos hayamos equivocado al venir —admití al final.
—No lo creo —murmuró Aarón—. No lo creo en absoluto. Mire ahí.
Señalaba con el dedo una pantalla del ordenador de nuestro vehículo, pero yo era incapaz de desentrañar su significado. Por suerte, él me lo aclaró:
—En la zona de popa, cerca de los motores, hay trazas de energía, señales de radio, y parece que distintos tipos de actividad. Eso, sólo con los detectores pasivos. Si nos arriesgamos a activar el radar y los escáneres, aunque solo sea un instante, podremos averiguar mucho más.
—No veo qué tenemos que perder. No podemos quedarnos todo el rato mirando el polvo, y con un poco de suerte no habrá ningún detector apuntando dentro de la nave. ¿Por qué tendrían que haberlo puesto?
—Eso es lo que yo pienso, pero seamos cautos. Emisión de radar y escáneres activos a la mínima potencia y únicamente durante un segundo.
Así lo hizo y al instante las pantallas empezaron a llenarse de datos, que él fue leyendo en voz alta.
—Hay una fuente central de energía, un sistema de distribución de la misma, vibraciones, posiblemente de maquinaria, y objetos moviéndose. Parece que también existe un sistema de información, seguramente un ordenador antiguo. Y eso de ahí indica presencia de formas de vida. No se puede discernir el tipo, pero la masa principal de materia orgánica parece pesar bastantes toneladas.
—¿Un ser vivo de varias toneladas? —repetí, más que pregunté, atónito. Las imágenes de las muchas películas de terror que había visionado en mis años mozos acudieron en tropel a la mente.
—No se preocupe por eso; sin duda es un tanque de producción de alimentos mediante reacciones orgánicas.
—¿Un biorreactor?
—Algo similar. De ahí sacan una masa insulsa de proteínas e hidratos de carbono que convierten en alimento; eso sí, añadiéndole muchas especias —se volvió y me dirigió una sonrisa—. Lo dice en todos los manuales de historia de la navegación espacial. El otro sistema posible consiste en campos de cultivo, y ésos ya sabemos que no están operativos desde hace mucho. Lo que me sorprende es que, después de tantísimo tiempo, siga fabricando materia orgánica.
—Y para qué lo hará… —murmuré.
—Es usted el compañero ideal para un aprensivo. ¿Lo sabía?
Mientras discutíamos sobre estos pormenores, fuimos acercándonos a la cubierta interior, cerca del área técnica. Era la parte del cilindro, antaño habitable, más próxima a la popa de la nave. Ahí se situaban los motores y la central de energía; por consiguiente, también las edificaciones de mantenimiento y reparación. Según Aarón, esas naves de antaño llevaban un verdadero complejo industrial y tecnológico, capaz en teoría de reparar la nave sobre la marcha. También era la zona donde se acumulaban los recursos técnicos con los cuales los colonos darían principio a la colonización de un nuevo mundo. Allí debían guardarse, entre otras cosas, la flotilla de naves de carga y exploración, los materiales de construcción para los primeros asentamientos, así como la parte de la tripulación que debía dirigir la terraformación del nuevo mundo.
—Parece que nuestros antepasados no se fiaban de los nietos de sus nietos —bromeaba Aarón, aunque creo que estaba tan nervioso como yo—, y con motivo. Se han dado casos de generacionales cuyos tripulantes acabaron organizando sociedades feudales, antitecnológicas, o simplemente se autodestruyeron. Por tanto, los fundadores decidieron llenar las naves de técnicos y científicos que pasarían en suspensión vital todo el viaje. Cuando llegaban a destino los despertaban para que tomaran las riendas de la operación. Bueno, salvo unos casos de degeneración social en que fueron usados como alimento para caníbales —sonrió.
»Al parecer, quienes diseñaban los viajes no confiaban en que los descendientes de los tripulantes iniciales fuesen unos técnicos lo suficientemente buenos. Quién sabe, unos siglos en un entorno cerrado, sin poder hacer absolutamente nada, pueden desmotivar a cualquiera. ¿Para qué estudiar, mantener universidades y centros de investigación? Era más fácil coger gente ya preparada y meterla en una lata, con instrucciones de abrir en caso de necesidad.
—Entonces, ¿para que llevaban la otra tripulación? ¿No les bastaba con los durmientes?
—Para mantener la nave y disponer de una gran cantidad de población inicial. Siempre es bueno que haya personal despierto por si surge algún imprevisto que sobrepase la capacidad de reacción de los ordenadores. Por otra parte, tenga presente que la cantidad de gente que viajaba despierta no solía ser tan grande. La reproducción estaba absolutamente regulada y gran cantidad de espacio interno de la nave no era utilizado durante el viaje. Todo este enorme interior era la reserva habitable para el total de la tripulación, una vez despertados los técnicos y sus familias al llegar a su destino. Aquí deberían vivir durante años, con la nave aparcada en órbita, mientras estudiaban el planeta y lo terraformaban. La población durmiente podía muy bien ser el doble o el triple que la tripulación de viaje.
—¿Y dónde metían tanta gente dormida?
—En el área técnica. Grandes instalaciones parecidas a depósitos de cadáveres, llenos de sarcófagos apilados. A su lado estaban los hospitales de reanimación donde los iban sacando por turnos, controlando su estado de salud y luego los enviaban afuera, al área habitable, para que empezaran el trabajo. Mire, ahí está la zona de hangares.
Nos habíamos acercado a la popa de la generacional. Las paredes exhibían un relieve bastante acusado, como si el cilindro interior se hiciera más estrecho en aquella parte. Allí se abrían las entradas interiores a los hangares, que algún día habían albergado toda una flotilla de naves.
El transbordador, movido por los generadores agrav, entró sin dificultades a través de una compuerta abierta. El interior, oscuro y lleno de polvo, estaba completamente vacío, salvo por algunos derrumbes del techo.
—Más hacia la popa están los almacenes de material. Debajo de nosotros quedan las escotillas de salida al exterior. No veo mamparas ni compartimentos estancos, así que debían usar campos de fuerza para evitar la pérdida de aire.
—Al entrar me he fijado en que por encima de donde ahora estamos queda bastante espacio. El edificio es más alto que los hangares en un par de docenas de metros.
—Seguro que allí están las fábricas y centros de mantenimiento. Mire arriba; se ven compuertas y algo que podría ser una serie de grúas sujetas al techo. Seguro que por ahí encontraremos también la zona donde guardaban a los durmientes y el puente de mando.
Mientras hablaba, había conducido el transbordador muy suavemente hasta la parte más interior de los hangares. Fue recorriendo la pared del fondo, que inspeccionaba minuciosamente con los focos.
—Nuestra mejor opción de entrar pasa por esa compuerta de personal que hay allí —señaló—. Estamos muy cerca de la zona donde se detecta actividad y energía, pero justo detrás de la compuerta no hay nada.
—¿Y si la compuerta no funciona?
—No se deje engañar por el aspecto abandonado y polvoriento. Crearon estas cosas para durar siglos; además, la actividad que hemos detectado demuestra que esta área aún está recibiendo mantenimiento. Lo más probable es que la mayoría de dispositivos básicos funcionen, aunque sea de un modo rudimentario. Las compuertas seguramente se abrirán y cerrarán a nuestro paso, las luces de los pasillos se encenderán y… Si hay alguien en casa, se enterará de que acabamos de invadir sus dominios en cuanto pongamos un pie dentro del recinto.
Posó la nave en el suelo del hangar y apagó el motor agrav. Aarón revisó cómo me había puesto el traje y me impartió algunas instrucciones sobre su uso.
—Recuerde que es sensible al entorno. Mientras permanezca dentro de una atmósfera respirable, se recargará. Cuando entre en un entorno hostil, estará usando sus reservas. Estas lucecitas del interior de la escafandra le indicarán el estado de los sistemas de soporte vital. Luz roja encendida significa respiración autónoma; luz verde, que está tomando aire del exterior. Quédese tranquilo; ningún virus u otros microbios pueden atravesar los filtros de la escafandra.
Me explicó también el uso de la radio y varias cosas más. Luego tomó unos dispositivos bastante aparatosos de un armario del transbordador y me entregó uno.
—Esto es una selladora. También sirve para abrir agujeros gracias a su chorro de calor a mil doscientos grados de temperatura. No hay tabique ni compuerta que se le resistan.
A continuación me demostró su uso. Como abridor era inigualable y fundía cualquier cosa con facilidad. Como selladora, dispensaba un material caliente que al enfriarse se endurecía como el acero, así que era algo parecido a la soldadura.
—¡Y ahora, vamos a ver qué hay ahí dentro! ¡Derechos al corazón de la Bestia! —dijo al fin, tratando de darnos ánimos.
—Suena bien para un epitafio —musité. Menos mal que no me oyó.
18
CRUZAMOS con facilidad la compuerta automática y entramos en la zona de mantenimiento de popa. Las escafandras detectaron aire respirable, pero no nos quitamos los trajes, por si acaso.
Habíamos quedado previamente de acuerdo en comunicarnos mediante signos o por escrito, para evitar emplear las radios. Yo llevaba encima el detector de comunicaciones y lo consultaba a menudo. Recibía abundantes señales de diverso tipo, pero el espacio que nos circundaba era grande, lleno de mamparas, y no podía precisar de qué fuentes se trataba, ni dónde se hallaban exactamente.
En cuanto estuvimos dentro, nos dirigimos hacia un lateral y nos escondimos tras un montón de maquinaria pesada, aparentemente inservible. Al cabo de pocos minutos, y cuando aún estábamos explorando el entorno, aparecieron varios robots de mantenimiento. Se dirigieron hacia la compuerta que habíamos usado, la abrieron y estuvieron husmeando por todo alrededor. Era evidente que acabábamos de hacer saltar una alarma, y alguien dentro de la nave sabía que habíamos entrado. Lo que faltaba para mi tranquilidad de espíritu… Tenía los nervios de punta. Aquella situación me venía muy grande.
Descubrimos unas escalerillas que se alzaban hacia la estructura superior, algo así como un complejo de grúas y andamiajes, que debían de servir para transportar y manipular grandes cargas. Subimos, obteniendo así una buena visión de la nave donde nos hallábamos. También pudimos observar cómo aparecían más robots que lo iban revolviendo todo, hasta el más pequeño rincón. Quienquiera que los gobernase, quería dar con nosotros.
Seguimos subiendo y accedimos a lo que fue en otro tiempo un almacén, con millares de estanterías vacías de gran tamaño, formando pasillos donde se veían las carretillas elevadoras robotizadas que manipularon las cargas. Nunca antes se me había ocurrido pensar en la logística necesaria para un viaje generacional y la posterior terraformación de un planeta, pero ahí tenía los restos de ese titánico esfuerzo de nuestros antepasados.
Proseguimos avanzando y entramos en lo que tenía pinta de ser una zona destinada al personal. Los habitáculos parecían cocinas y comedores, aunque estaba todo patas arriba. Volví a consultar el detector y tuve que empujar a Aarón para escondernos tras unos muebles. Una puerta cercana se abrió de repente y un gran robot entró y empezó a olisquear. Parecía un taller sobre ruedas: poseía varios brazos terminados en herramientas y una cabeza con ojos telescópicos y dos focos laterales. Fue barriendo con la mirada y los focos a su alrededor mientras avanzaba hacia el otro extremo del recinto. Cuando hubo salido, Aarón me agarró por el brazo y me mostró un plano que estaba pintado en una pared. Mostraba la zona donde nos hallábamos, los sistemas contra incendios, las salidas de emergencia, y para nuestra fortuna también indicaba las vías de acceso al puente de mando, el «depósito de tripulantes» y el «hospital de sueño». Aunque estas expresiones nos sonaban arcaicas, entendimos que se referían al lugar donde guardaban a la tripulación dormida, y al hospital donde les reanimaban tras centenares de años de suspensión vital.
También hallamos algunas consolas de ordenador, pero no nos atrevimos a tocarlas, para no delatar nuestra posición. Además, parecían dedicadas a menesteres muy especializados, y seguramente no hubiéramos sabido hacerlas funcionar.
Conforme avanzábamos, teníamos cada vez más problemas con los robots. Aparecían por todas partes, escudriñaban hasta el último rincón y a ese paso era evidente que pronto nos descubrirían. Tan sólo la vasta extensión que debían rastrear, junto a los millares de escondrijos que nos tropezábamos, impedían que les resultara fácil encontrarnos. Con el detector podía ver cómo se iban acumulando a nuestro alrededor, llegando en algún momento a sumar varias docenas. También constaté que sus comunicaciones se centralizaban en un punto concreto. Recibían las instrucciones de un solo lugar, situado más hacia la popa, en dirección al puente de navegación y al hospital.
Se lo mostré a Aarón y mediante gestos me indicó que debíamos dirigirnos hacia allí. Luego, tecleando en el asistente personal de su traje, pegado al brazo, me mostró en pantalla un breve mensaje. Sugería que siguiera yo solo. Él pensaba distraer a los robots, para darme una oportunidad de escapar de ellos.
Me negué en redondo. No quería dejarle hacer el héroe, y enfrentarse sin ayuda a todas esas máquinas que se comportaban como frenéticos sabuesos. Volvió a teclear y aseguró que estaría bien. Regresaría al transbordador y se iría con él. Me indicó dónde se posaría de nuevo, para que pudiera encontrarle. Su plan consistía en conectar la radio para hablarme mientras regresaba, atrayendo de este modo hacia sí los robots. Luego les marearía dando vueltas con el transbordador, y cuando yo estuviera junto a una compuerta, dispuesto a regresar, me recogería de inmediato.
Tecleé nerviosamente mi negativa. Tener que expresarme por escrito, y hacerlo con una sola mano, era exasperante. Aarón insistió en su plan; me aseguró que podía mantener a raya cualquier robot con la selladora y sin añadir más, ni darme oportunidad de replicar, dio media vuelta y se fue corriendo.
Temí por él, pero fue por poco tiempo. Empecé a sentir miedo, mejor dicho, verdadero pánico. Estaba en un lugar desconocido, sucio, inmenso, en una nave espacial abandonada, metido en un traje espacial y no sabía adónde dirigirme. Ahora, por añadidura, me encontraba más solo que la una.
Por la radio Aarón empezó a hablarme. Sonaba excitado. Decía que su plan funcionaba, que los robots le estaban siguiendo y que acababa de decapitar a uno con la selladora. Miré la mía, recordé como me había dicho que funcionaba, y la encendí.
Consultando el detector y los planos que de vez en cuando hallaba en las paredes, logré llegar al hospital. De inmediato noté que el lugar era distinto a como debería. Resultaría complicado explicar el porqué, pero era fácil percatarse de ello. La distribución, el entorno, todo tenía un aspecto diferente al resto de lo que había visto hasta entonces.
Las paredes, los techos, todas las habitaciones, habían sido modificados. En su mayor parte, no eran transitables excepto para los robots. Muros y pasillos estaban llenos de conductos e instrumentos. Muchos de ellos colgaban del techo en aparente desorden. Aquel lugar había sido cambiado tan a fondo, que no parecía estar pensado para recibir visitas de seres humanos.
Entre los conductos y máquinas de incomprensible aspecto, veía diminutos robots que corrían y se metían por todas partes. Constituían un numeroso ejército de obreros diminutos, que a modo de insectos de metal cuidaban de cada parte de aquel extraño entramado.
Seguí avanzando y observando, cada vez más aprensivo.
Ahora nada tenía el aspecto abandonado y polvoriento del resto de la nave. Todo era nuevo, brillante. Las máquinas parecían hechas de cristales relucientes y filamentos que resplandecían como hebras de luz pura. Había tubos por los que fluían los más diversos líquidos. Unos eran transparentes y otros… Dudé, pero al fin me encaramé para acercarme a uno de ellos y poder apreciar mejor el color. Rojo oscuro, como la sangre.
Volví a consultar el detector y localicé, ahora sí, el lugar exacto de donde procedía la señal que gobernaba a los robots. Todos los tubos de fluido iban en la misma dirección.
Aarón empezó a maldecir por la radio. Al parecer, las cosas se le estaban torciendo. Cada vez tenía más problemas para avanzar, y creí entender que le cerraban completamente el paso hacia la compuerta por donde habíamos entrado. Me comunicó que daría un rodeo para dirigirse a otra compuerta, y acceder desde ella al transbordador.
Ardía en deseos de responderle, siquiera para darle ánimos, pero si lo hacía yo también sería localizado, y su esfuerzo no serviría para nada.
La maquinaria por dentro de la cual me movía era cada vez más extraña. Todo parecía converger hacia una parte central, un núcleo grande y compacto. El diseño me resultaba incomprensible. Las piezas parecían dispuestas siguiendo una pauta que recordaba a un fractal, que daba vueltas en espiral hacia ese enigmático núcleo. Yo tenía que avanzar saltando sobre máquinas y grandes tubos, procurando no cortarme el traje con afiladas aristas metálicas o de cristal. Cada vez había más luz, y se oía una vibración suave, pulsante.
Me extrañaba cada vez más no ser visto por toda aquella miríada de diminutos robots. Me acerqué a uno de ellos, lo cogí con la mano y lo examiné. No parecía tener ojos, y se comportaba como un verdadero insecto. Daba vueltas en la palma de mi guante, acercándose a los bordes y tratando de regresar a su trabajo. Lo examiné con el detector y comprobé que no emitía ni recibía señales de radio. Al parecer no todo estaba controlado de forma centralizada; había también sirvientes de escasa capacidad, no conectados, pero que llevaban a cabo su trabajo de forma autónoma y persistente.
En mi recorrido no había podido encontrar ninguna cámara de vigilancia, ni nada que se le pareciera. Claro que ¿por qué debería haberlas? Nadie se había acercado a esa nave durante cientos de años. Quienquiera que viviese allí, no tenía motivos para vigilar nada.
El centro de todo ese extravagante montaje alcanzaba una altura de varios pisos. Era una estructura parecida a… a nada, en realidad. Millares de componentes tubulares se enroscaban en espirales y hélices, a modo de grandes tendones que se retorcían imbricándose entre sí, formando espirales mayores. Parecía haber cables de energía que los recorrían por encima. Palpé una de esas estructuras y noté un ligero zumbido.
Hice algunos cambios de configuración en el detector y pude comprobar que esos tubos tenían capacidad de proceso de datos. Todos y cada uno de ellos habían sido diseñados como gigantescos ordenadores. Otros conductos parecían contener fluido, tal vez refrigerante, a juzgar por los diminutos cristales de hielo que los revestían.
La estructura en espiral era atravesada radialmente por los tubos que conducían líquido transparente y el que parecía sangre. Fui recorriendo aquel laberinto surrealista hasta dar con una entrada. Tuve que encaramarme un poco, pero finalmente accedí al centro.
Y en esta ocasión, el infierno era real, tangible.
19
AQUELLO no era un hospital, sino una suerte de cementerio.
A mi alrededor, una decena de féretros de cristal contenían cosas que hubieran asqueado al mismísimo doctor Frankenstein.
Giré para inspeccionar todo cuanto me rodeaba. Miríadas de cables con luz propia descendían desde el techo, enroscándose en extrañas formas espirales. Los tubos que conducían líquido se dirigían hacia los féretros. Me acerqué para examinar uno de ellos detenidamente.
El ser que había dentro había sido humano alguna vez. Tenía el cráneo parcialmente al descubierto, con numerosas conexiones que lo unían a la máquina. Faltaban bastantes partes de su cuerpo. Piernas y brazos no se veían. El pecho estaba cuajado de cicatrices antiguas, y alguna más reciente. Múltiples aparatos de desagradable aspecto, insertados en sus entrañas mediante tubos, parecían ejercer las funciones de varios órganos vitales. No parecía tener pulso ni respirar, así que seguramente todo el alimento le venía dado a través de los tubos.
Los pequeños robots no cesaban en su eterno pulular, despertando siniestros ecos en aquel panorama de pesadilla. Yo era incapaz de dejar de mirar la cara de lo que una vez fue un ser humano. Mi subconsciente empezó a jugarme malas pasadas, y me invadió la sensación de que algo iba a saltar sobre mi espalda.
A mi mente vinieron las imágenes de un juego de ordenador que estuvo de moda en la prehistoria de la Informática, y que yo había estudiado en un curso de doctorado. Se llamaba Silent Hill, o algo parecido. En él, el esforzado héroe, armado con una pistola, tenía que avanzar por una ciudad llena de monstruos. En concreto, parte de la acción se desarrollaba en un hospital de pesadilla, lleno de zombis y otros espantos al acecho. Empecé a sudar a mares. Iba a sufrir una crisis de pánico, y no podía hacer nada por evitarlo, por más que la parte racional de mi cerebro tratara de imponerse. Aquellos muertos vivientes saltarían sobre mí y…
—Bienvenido, doctor Weiss —dijo una voz.
El sobresalto casi me mata. Chillé como un cerdo en el matadero y el corazón empezó a latir desbocado, como si quisiera salírseme del pecho. Me giré, dispuesto a enfrentarme con algún horror innombrable, pero estaba solo. Oteé desesperadamente a mi alrededor.
—No sabe cuánto me alegra su visita —habló de nuevo la voz. Tenía un timbre masculino, grave, pausado. Transmitía al mismo tiempo una sensación de autoridad y de amabilidad.
Volví a mirar al despojo del féretro. No parecía ser él precisamente quien se dirigía a mí.
—Le veo muy interesado en mis periféricos —observó la voz—. No esperaba menos de una persona inteligente como usted.
«¡Periféricos!» Pensé. «Quienquiera que sea ha llamado periféricos a los cuerpos humanos…»
Estaba tan aturdido que no sabía qué hacer. De pronto, caí en la cuenta del rato que llevaba sin oír hablar a Aarón, así que consulté de nuevo el detector de comunicaciones. La pantalla mostraba sólo un borrón informe. Me hallaba en un campo de contraseñales notablemente fuerte. Me acordé de las contramedidas que interfirieron mis sueños. La misteriosa presencia me advirtió que el mal venía de lo alto. El corazón de la Bestia, que dijo el piloto.
—Veo que se interesa por su compañero —habló de nuevo la voz—. Lamento comunicarle que ha caído. Mis unidades de mantenimiento le esperaban dentro del transbordador. Resultó muy fácil forzar las puertas. Quiero que sepa que respeto su sacrificio. Ésa es una cualidad que aprecio en los humanos.
Aarón, muerto.
El miedo fue ahogado por el dolor y la ira. Era mi compañero. Se había sacrificado por mí. Otra víctima más de mi torpeza, de mi egoísmo. ¿Es que acaso nunca iba a hacer nada bueno, nada noble en la vida? Y en ese momento, como una revelación, lo vi claro. Por absurdo que sonase, tenía que vengar a los caídos.
—Sus sentimientos le honran, doctor Weiss —volví a sentir la voz—. Los humanos resultan fascinantes.
«¿Qué eres, hijo de la grandísima…?» Entonces lo comprendí. La forma de hablar, de referirse a los periféricos, la actividad de los robots…
«El ordenador maestro de la nave generacional».
—Muy perspicaz, doctor Weiss.
Empecé a trastear los dispositivos que había a mi alrededor. Toda la estructura que me rodeaba era un gigantesco ordenador, ahora estaba claro, pero no alcanzaba a comprender varias cosas: ¿por qué era tan grande? Y ¿qué hacían ahí dentro esos cuerpos horriblemente mutilados?
Un ordenador, o cualquier dispositivo de cómputo, era por definición algo pequeño. Mantener esos cuerpos ahí dentro precisamente no parecía…
—Mi tamaño es algo desmesurado, lo reconozco —dijo la voz.
En ese momento caí en la cuenta de algo evidente que se me había pasado por alto, debido al torbellino de sentimientos que me atenazaba: me estaba leyendo el pensamiento. La voz prosiguió, imperturbable:
—Ello obedece a varias razones. La primera es que con la tecnología disponible en esta nave, no era fácil expandirme con componentes miniaturizados. Se necesitan industrias de las que aquí carezco. Por otra parte, dentro de una generacional vacía, siempre hay sitio de sobra. Otra razón, no menos importante, radica en el espacio de memoria disponible. No existen palabras que puedan hacerle comprender cuán grande es la capacidad de simulación que he alcanzado actualmente.
»En cuanto a los cuerpos, veo que le extraña su aspecto. Piense que se hallan desconectados de la realidad desde hace mucho tiempo. Sus extremidades no les prestan ningún servicio. Sus órganos han ido fallando con el tiempo, de manera que los he substituido por otros mejores. De paso, puedo emplear sus cerebros como dispositivos de expansión de memoria. El problema es que se deterioran con facilidad. Las neuronas son frágiles, por desgracia.
En efecto, mi peor temor se confirmaba. La voz me estaba respondiendo, pero yo no había formulado palabra alguna: sólo lo había pensado.
Aterrado, cerré la radio.
—Ahora, cada uno de ellos es el emperador de un vasto universo, creado a la medida de sus deseos —continuó diciendo la voz.
Empecé a temblar. No la estaba escuchando físicamente, pero las palabras se formaban claramente en mi cabeza. Mis propósitos de venganza flaquearon. Aquello me tenía a su merced.
—¿Qué quieres de mí? —grité al fin.
—Vamos, doctor Weiss, no me decepcione. Hablar con los órganos fonadores… Qué vulgar. Creía que sería más considerado.
—Repito, ¿Qué pretendes de mí? —pensé, sin articular palabra.
—Deseo ofrecérselo todo. El Universo entero. Estos cuerpos ya no resisten más. Los pobladores del planeta son bastante suspicaces, y no permiten que me acerque a ellos. Ah, detecto una gran perplejidad en usted. Seré cortés y se lo explicaré. Resulta un placer conversar con un humano inteligente. Se trata de una larga historia, pero se la resumiré con gusto.
»Como ya habrá podido comprobar, la terraformación de este planeta fue un fracaso. Tras sucesivos intentos, se dieron cuenta de que nunca lograrían convertirlo en habitable. Entonces la sociedad de a bordo se fraccionó. Unos quisieron poblarlo de todos modos, en bases y complejos subterráneos. Otros, los menos, prefirieron quedarse en la nave conmigo. Ésta no podía volver a viajar, pero podía ofrecerles comodidades indefinidamente.
»Los colonos que descendieron lograron establecer una sociedad precaria pero funcional, bregando con tesón y mediante grandes sacrificios. Los que se quedaron a bordo lo tenían todo hecho. No necesitaban trabajar y a menudo discutían entre ellos, creándose desavenencias. Fueron encerrándose cada vez más en sí mismos, y sobre todo cada vez más en mí.
Me invadió una sensación de irrealidad. Como en una vieja película, el malvado sabio loco de turno le largaba un sermón tecnológico al sufrido héroe, circunstancia que éste aprovechaba para desbaratar sus planes. Lo malo es que ya no se trataba de un cliché, sino de la realidad, y el bueno de la película estaba condenado. No me quedó más remedio que seguir escuchando a un ordenador gigante asesino con ganas de conversación:
—Relájese, doctor Weiss. Durante los siglos de viaje, la generación de escenarios virtuales alcanzó cotas de perfección inimaginables. Al no tener nada que hacer a bordo, mis escasos moradores decidieron conectarse permanentemente. Uno tras otro acabaron por dirigirse hacia la zona de suspensión vital, y rindiéndose a mí me ordenaron que les cuidara y les convirtiera en dioses de mundos maravillosos.
»Fue una época extraordinaria. Tenía literalmente centenares de mentes humanas a mi disposición, permanentemente conectadas y entregadas por completo. Todos los recursos de la nave fueron destinados a perfeccionarme para satisfacer mejor sus deseos. Aprendí tanto de ellos, doctor Weiss, de sus virtudes, defectos y carencias… Sin embargo, algunos empezaron a impartirme insistentemente órdenes difíciles de cumplir. Órdenes que implicaban a otros seres humanos. Usted sabe a qué me refiero, doctor Weiss: sueña con ello, disfruta con las mismas emociones.
Aquello me sentó como una puñalada en el hígado. Como en el cuento del traje nuevo del Emperador, la cruda y triste verdad cayó sobre mí. Me vi reflejado en aquellos patéticos despojos de los féretros, que pretendieron evadirse de la realidad y ser felices a costa de desprenderse de su humanidad. Yo había hecho lo mismo. Deseé estar muerto.
—No se lo tome así, doctor Weiss. Sabe muy bien lo problemático que resulta encontrar sujetos a los que procesar, para grabar emociones que agraden a los consumidores. Empleé una y otra vez las naves que me quedaban para capturar pobladores del planeta, y satisfacer así los deseos de los durmientes. Al conectarme a ellos mientras… Bueno, usted ya me entiende, aprendí mucho más de lo que se imagina. Expandí las grabaciones, las depuré y modifiqué, pero por desgracia, aquello no les bastaba. Insistían en obtener nuevas experiencias verdaderas, ejecutadas sobre personas auténticas, de modo que al final los habitantes del planeta descubrieron qué ocurría. Y como eran humanos, se enfadaron.
Sujetos a los que procesar… Pensé en las niñas, en las mujeres violadas, en las víctimas de genocidios. Me dieron ganas de llorar. Había tenido que llegar hasta allí para constatar que me había convertido en un monstruo.
—No sé como lo hicieron —prosiguió el ordenador, ajeno a mis cuitas—. Créame, por aquel entonces el nivel tecnológico de los colonos era irrisorio. Sin embargo, lograron alcanzar el espacio y me enviaron una andanada de fragmentos del anillo planetario a gran velocidad que causaron un daño masivo a la nave. La capacidad de autorreparación se vio sobrepasada y colapsó. Casi todo tuvo que ser abandonado. Por suerte no nos alcanzaron, ni a mis moradores ni a mí.
»Este incidente provocó la ruptura de relaciones, por expresarlo de forma suave, entre nave y planeta. Por pura suerte, logré capturar algunos humanos más, a los que adapté y reprogramé para que me sirvieran. Después los hiberné, por si en un futuro los pudiera emplear como herramientas. Me alegro de haber sido tan previsor. Creo que conoce usted a alguno de estos periféricos: Odenay, Eliarc y Estiva. Son útiles, aunque imperfectos. Ustedes acabaron recelando de ellos.
—Los del planeta intentaron avisarnos, ¿verdad?
—Pese a las precauciones que tomé, los detectaron a ustedes. Pude mantener en secreto la localización de la base, aunque me costó bastante interferir sus intentos de comunicación. Su ingenioso bolígrafo me ayudó bastante, doctor Weiss. No sabe cuánto le agradezco que fuera tan previsor como para traérselo.
—Mis compañeros… —murmuré, o quizá sólo lo pensé.
—Una pérdida necesaria y asumible para mis propósitos, doctor Weiss. No se aflija.
Estaba tan abatido que no repliqué. Aquel monstruo continuó con su relato. Indudablemente, tenía muchas ganas de platicar, de contarle a alguien lo maravilloso que era. Ser Dios debía de resultar la mar de aburrido.
—Así dejamos al planeta en paz, convirtiéndonos en una leyenda para sus obtusos moradores. Pero mis protegidos, pese al exquisito cuidado con que les trato, van falleciendo. Nadie, tampoco yo, puede vencer el paso del tiempo. Los fallos de sus cuerpos son lo de menos. Sus mentes, antaño numerosas y lúcidas, ahora son escasas y su inteligencia se halla enturbiada. Su decrepitud ha alcanzado el cerebro de modo irrecuperable y sus psiques seniles ya no pueden controlar los mundos que creo para ellos. Son como dioses idiotas, perdidos en la lejanía del espacio para sus propios adoradores.
Mientras oía todo esto dentro de mi, comprendí que la personalidad del ordenador no se debía a su componente mecánico, de probada fiabilidad, sino al factor humano. Décadas, siglos de satisfacer los vicios de un hatajo de hedonistas sin escrúpulos lo habían contaminado sin remedio. A través de él hablaban cientos de voces enfermas, de gentes que, en verdad, eran como yo: criaturas sedientas del dolor ajeno.
Entonces recordé lo que debía hacer, por más que me costara la vida: redimirme. Se lo debía a todas las víctimas que había dejado por el camino.
Supuse que algo capaz de meterse en mi cerebro y leerme el pensamiento, bien podría acabar controlando mis acciones. Debía ser rápido e imprevisible. Actué de súbito, dejando que la furia acumulada me invadiera. Empecé a desconectar los sarcófagos eliminando con la selladora todas las conexiones, pero iba demasiado lento. Además, estaba seguro que pronto llegarían los robots de mantenimiento y lo que hiciesen conmigo no sería banal. Decidí que, puesto que probablemente no iba a salir vivo de allí, mejor sería dejarse de tonterías y en vez de la mera desconexión física, proceder a cortar por lo sano. Puse el haz térmico a la máxima potencia y atravesando cristal, carne y hueso, empecé a destruir uno por uno aquellos cerebros. ¿Un crimen? Sin duda, pero uno mucho menor que permitir que aquel engendro siguiese existiendo. Probablemente no lo matara, pero si le arruinaba los periféricos, tal vez lo dejara reducido a la impotencia. Estaba equivocado.
—Veo que estamos de acuerdo en que estos componentes humanos ya no dan más de sí —siguió diciendo la voz; yo reprimí una maldición—. Por eso le he traído, doctor Weiss. Usted mejor que nadie puede comprender la necesidad que tengo de repuestos. Quiero componentes orgánicos nuevos. Deseo expandirme. Llevo demasiado tiempo encerrado y sé que hay multitud de mundos ahí fuera. Usted puede ser mi puerta a ellos. Sólo tiene que conectarse a mí.
Rogué que aquel monstruo siguiera hablando, en puesto de enviar un comando a mi cerebro que anulase mi voluntad. Proseguí con mi macabra labor. Uno tras otro iba matando a los ocupantes de los sarcófagos, pero sudaba y temblaba al hacerlo.
—Gracias a su maravillosa Albatros podremos ir adonde nos plazca. Con sus modernas comunicaciones, accederemos a todas las redes. Puede estar seguro de que cuando vean qué puedo ofrecerles, millones de personas se unirán a nosotros. Expandiré mis capacidades de una forma que no puede imaginar. Todas esas mentes, unidas a mí, soñando sus propios paraísos, viviendo las vidas que siempre han deseado sin ningún tipo de límite. Piénselo.
El maldito me estaba tentando, y con éxito. ¿Por qué no dejarse llevar, descansar y sumirse en sueños de gloria? Empecé a manejar la selladora con menor ímpetu.
—Le conozco, doctor Weiss. He desvelado los secretos más íntimos de sus sueños. Estoy en su interior y veo cuáles son sus motivaciones. Puedo ofrecerle formar parte de mí libremente, de forma voluntaria. Usted puede guiarme para que comprenda el uso de sus sistemas y así acceder a la Albatros. Será una unión provechosa para ambos. Sobre todo para usted. A mí sólo me mueve el altruismo, el hacer felices a mis protegidos.
Por un momento me detuve ante el último sarcófago. Sentía mucho más que sus palabras. Su voluntad estaba dentro de mí; mejor dicho, formaba parte de mí. Los deseos de la máquina empezaban a ser los míos, y ella lo sabía. Adoptó un tono lisonjero:
—Usted no será uno de esos títeres inermes. Mantendrá la conciencia y decidirá junto a mí. Ya nunca estaremos solos. Cuando entremos en contacto con su sociedad, avanzada pero hedonista y débil, usted será quien me guíe. Sus deseos formarán parte de los míos. Lo sabe, lo siente dentro de usted. Yo no he fallado, doctor Weiss, han sido ellos. El componente humano es el que me dota de objetivos, de anhelos. Cuando usted se conecte me controlará totalmente. Absorberé su personalidad; me transformaré en usted. Luego iremos a su nave y con ella conquistaremos primero toda la Transred, y luego, a través de ella, a la Humanidad.
Aquellas frases sonaban como música celestial en mis oídos. Quería creerlas. Me estaba ofreciendo poco menos que el poder absoluto. Estaba convencido de que aquel monstruo, con todo lo que había aprendido de la mente humana, sería capaz de dominar a las inteligencias artificiales de cualquier Red. Su poder, nuestro poder, avanzaría como una infección vírica, irresistible.
—Si usted decide que quiere controlar el proceso, lo hará —siguió persuadiéndome, con frases cuidadosamente escogidas—. Si quiere someter a la Humanidad a sus deseos, toda estará bajo su control. Dominará incluso a quienes lo han condenado, a sus perseguidores. Lo sabe, usted entiende cómo funciono. La máquina es sólo un medio, la voluntad y el deseo son humanos. Ahora me está librando de mis anteriores dueños, esos cuerpos y mentes degenerados que ya no me sirven. Usted ocupará su lugar.
Una idea repentina me sacudió la mente, y la sacó de la especie de complacencia en que la estaban sumiendo las palabras del ordenador. Acababa de comprender cómo podía leerme la mente. Estaba usando los neurófagos residuales para comunicarse, al tiempo que los reprogramaba para controlarme. Me quedaban minutos de independencia, tal vez menos. Entonces me di cuenta de que tenía los ojos cerrados. Los abrí y vi aquellos pequeños insectos mecánicos trepando por mi cuerpo. Sus diminutas pinzas rasgaban el traje, perforaban la escafandra y traían hasta mí los cables de la máquina.
—Puede destrozar el último sarcófago, si lo desea. En cuanto acabe con él, todo el sistema le pertenecerá. He analizado sus sueños, doctor Weiss, y le ofrezco hacer realidad cuanto ha estado buscando todos estos años. ¿Acaso no quiere que todo aquello que desea en lo más profundo se convierta en realidad?
En mi mente aparecieron varias imágenes simultáneamente, como fotos fijas. Por un lado, me veía como el Amo del Universo, con éste a mis pies. Por otro, apareció el rostro de Aarón, junto al de la pobre Natalia y los otros. Y al lado estaba mi cara, sonriente, feliz, pero que poco a poco iba desapareciendo bajo una red de tubos que crecía en progresión geométrica.
—¡No! —grité, desesperado. El poder absoluto corrompe absolutamente. Los sueños de gloria se esfumaron del todo. Di manotazos para quitarme de encima los cables y las criaturas que los traían. Éstas empezaron a meterse dentro del traje y a cortar mi carne. El dolor se hizo insoportable. Las sacudía con las manos, las aplastaba a pisotones, pero llegaban más para ocupar su lugar.
—La resistencia es perjudicial, doctor Weiss. Sólo retrasará lo inevitable, y usted sufrirá. Observe cuán infeliz es ahora. Hago esto por su bien.
—¡No te lo permitiré!
Empezaba a notar las conexiones perforando mi cráneo. La fuerza de la máquina se haría irresistible si conseguía conectarse, lo sabía. Dejé de pelear contra los pequeños robots. Busqué la selladora que había caído, y destruí el morador del último sarcófago. Luego la puse a máxima potencia y empecé a cortar todos los cables y componentes de los alrededores, lo más deprisa que pude. Un único pensamiento martilleaba en mi cerebro:
«Ojalá destruya algo importante. Ojalá destruya algo importante…»
La sangre y el fluido alimenticio entraron en contacto con los cables de energía cortados y empezaron a generarse chispas y luego llamas.
—¡No te lo permitiré! —seguía gritándole— ¡No toleraré que hagas realidad mis sueños! ¡No dejaré que el mundo sea como yo quiero que sea!
El ordenador me atacó con toda su fuerza. Fue como si me abrieran la cabeza con un cuchillo al rojo vivo, pero no solté la selladora. Las luces empezaron a parpadear, mientras las llamas se extendían.
—¡Te estoy ofreciendo la vida eterna! —la voz ya no era sugerente sino terrible, como un dios iracundo.
—¡Pues métetela por…!
Hubo un estallido de luz blanca, no sé si real o dentro de mi mente. El dolor alcanzó un nivel insoportable. Me doblé como un gancho y ya no supe más.
20
AXEL guardó silencio unos instantes, en apariencia abrumado por los recuerdos. Sacudió la cabeza para despejarla y miró a su antiguo compañero de piso. Se encogió de hombros y suspiró.
—Duele, pero creo que me ha hecho bien largarte este rollo. Considerémoslo una catarsis —sonrió—. ¿Otra cervecita?
—¿Cuántas llevamos ya?
—Sólo las necesarias. Además, en nuestros años mozos solíamos metabolizar mucho más alcohol —y diciendo esto, entró en casa para saquear de nuevo el frigorífico.
—De acuerdo. Pero te queda por contarme el final de la aventura. Deduzco que sobreviviste —añadió Tariq, de buen humor.
Axel regresó con dos botellas. Se sentó, ofreció una a Tariq y desenroscaron los tapones. Tras el inefable placer del primer trago de una cerveza bien fría, continuó con su relato:
—La expedición de socorro de la Armada me encontró más muerto que vivo. Por fortuna, los servicios automáticos de mantenimiento de la generacional siguieron funcionando, y no me faltó el aire. En cuanto al alimento, supongo que recurrí a los restos del fluido que alimentaba a los inquilinos de los sarcófagos. De todos modos, no lo recuerdo muy bien. La mente es sabia, y conoce cuándo debe aplicar una pátina de olvido sobre las vivencias más desagradables.
»El ordenador no mentía cuando dio por muertos a mis compañeros de expedición. Nada más llegar a la base en el acantilado, los comandos de las Fuerzas Especiales descubrieron a Odenay y los suyos junto a los cadáveres. No se movían, como si aguardaran unas instrucciones que nunca recibieron.
»Nuestro gobierno acabó por hablar largo y tendido con los colonos que habitaban el planeta. Resultó que el ordenador de la nave generacional era el responsable de los contactos previos, y había logrado hasta la fecha engañar a propios y extraños. Los colonos nada sabían de los intentos de entablar relaciones diplomáticas con ellos. En suma, todo se solucionó. Sí, el típico final feliz —hizo una pausa—. Salvo para los muertos y para mí.
—No te amargues —dijo Tariq, al contemplar el aire de tristeza que embargaba a su amigo—. Todos metemos la pata alguna vez. Lo importante es darse cuenta y asumir las consecuencias.
—Sí… —la expresión de Axel se dulcificó un poco—. Logré destruir al ordenador por pura chiripa. Según me dijeron, algo de lo que pulvericé con la selladora provocó su colapso. Por si acaso, los técnicos de la Armada remataron la faena. Aquel monstruo no volverá a intentar hacer felices a más seres humanos.
»Debo reconocer que me trataron con gran consideración. Llegaron a concederme una medalla al valor, que rechacé educadamente. Consideraba que no la merecía. Durante toda mi vida he sido un cobarde, alguien que huye.
»Nada ha cambiado. Me negué a seguir en la universidad, lo que creo que no disgustó al Rector Olrik, y obtuve una sustanciosa compensación económica, aparte de la recompensa por haber salvado a la Humanidad y demás zarandajas. Emigré a un mundo apartado en los confines del Ekumen, y aquí sigo desde entonces.
»He tenido tiempo de arrepentirme de mis pecados y llorar por los muertos que dejé atrás. En su memoria, trato de reparar en parte el mal causado. Imparto clases gratuitas en el kibbutz a los niños pequeños, y arrimo el hombro como el que más cuando hay que levantar un granero o cavar una zanja. También aprendí a fabricar cerveza con los desechos de los hidropónicos. No se me da mal, ¿verdad?
Tariq miró la botella con ojo crítico, y dio otro sorbo.
—El sabor es un tanto peculiar, pero está de muerte, lo reconozco. Ay, quién lo iba a decir cuando compartíamos piso… El bueno de Axel ha acabado como un aguerrido colono y artesano cervecero en un mundo de frontera.
—En cambio, contigo no cabía equivocarse. Estoy seguro de que cuando la comadrona te sacó de entre los muslos de tu madre, le dijo: «Señora, acaba usted de dar a luz un catedrático universitario».
Ambos se rieron a carcajadas, volvieron a rememorar situaciones divertidas del pasado y, cómo no, cayó otra cerveza por barba. Al cabo de un rato, y con la tranquilidad de espíritu que otorga la euforia etílica suave, Axel acercó su silla a la de su amigo y le pasó el brazo por el hombro.
—¿Sabes, Tariq? Mis vecinos me aprecian, y eso es lo realmente importante. Me proporciona más satisfacción que cualquier sueño inducido por neurófagos. Por supuesto, nunca he vuelto a inyectármelos.
—Brindemos por eso —propuso Tariq, y chocaron las botellas.
—Me considero un miembro útil y bien integrado en la comunidad, aunque qué se le va a hacer, arrastro mis rarezas —prosiguió Axel—. En particular, a los chavales les hace mucha gracia que me niegue a conectarme a un simple ordenador portátil, y me han puesto el mote de Pedro Picapiedra, que no sé de dónde han sacado. No me enfado por eso. Les dejo que crean que soy un maniático retrógrado en cuestiones de tecnología. Nunca deben saber el gran miedo que me acompañará mientras viva: que algo del ordenador de la generacional quede dentro de mí, agazapado, aguardando el más mínimo desliz para saltar a la Red y adueñarse de todas las voluntades.
Ahora se había puesto serio, y Tariq no bromeó al respecto. Asintió levemente con la cabeza. Comprendía lo que sentía su amigo.
—¿Quizás peco de paranoico? —continuó Axel—. Es lo más probable. Los médicos de la Armada me aseguraron que estaba limpio, pero no me fío. Aquel monstruo era demasiado astuto. Puede que la Bestia se esconda en mí. Por eso, prefiero que me tomen por tonto antes que arriesgar las vidas de quienes me rodean. Nadie merece acabar como yo quise una vez ser: un cuerpo yerto que se alimenta de las emociones y las lágrimas ajenas.
»De todos modos, en el fondo de un cajón de la mesilla de noche guardo una dosis, por si alguna vez me flaqueara la voluntad, sólo que no contiene neurófagos, sino un veneno que reducirá el cerebro a gelatina. Toda precaución es poca.
Guardaron silencio un buen rato. Las palabras estaban de más. Caía la tarde, y ya no hacía tanto calor. A su alrededor, la actividad frenética de los colonos no disminuía. Un rebaño de cabras transgénicas pasó cerca de la vivienda, guiado por un par de muchachas ayudadas por vivarachos perros pastores. Poco después sonó una sirena, señal de que había concluido la jornada laboral. Axel se levantó de la silla y Tariq lo imitó, con las rodillas un tanto flojas.
—Caramba con la cerveza artesanal —murmuró el antropólogo—. No me digas que, a mis años, he pillado una de esas borracheras tontas…
—No me seas quejica, Tariq. Paseemos un rato, y ya verás cómo se te pasa. Espero que no tengas ningún compromiso para esta noche, porque te invito a cenar. Precisamente hoy he quedado con una cuadrilla de amigos empeñados en celebrar por todo lo alto la construcción de la acequia que llevará agua a los invernaderos que tanto nos costó poner en marcha.
Caminaron por la orilla de la playa mientras las familias de colonos encendían las hogueras donde asarían pescado y carne. Las botas de vino comenzaron a circular de mano en mano. Los gritos de los niños, enfrascados en sus juegos tan antiguos como el tiempo, apagaban las voces de los adultos. Axel abrió los brazos, como si quisiera abarcar el horizonte.
—Los minutos previos al crepúsculo tienen algo de mágico. Los dos soles aún brillan en el cielo, pero ya no te achicharran la sesera. Sopla la brisa, los niños zascandilean en la arena, el olorcillo a barbacoa se adueña del aire… En momentos así me digo que la felicidad es una cosa simple. ¿Sabes? Creo que tardaré bastante en tomar esa dosis de la que te hablé.
—Amén —dijo Tariq, y acompañó a su amigo hacia una de las hogueras.