16
El capitán Manso llevaba varias horas dando vueltas por el despacho del doctor, cuando éste apareció y le invitó a sentarse.
—Beni, cálmate. Creo que necesitas un tranquilizante.
—¿Cómo está, doctor? —preguntó, haciendo caso omiso de la sugerencia.
—Físicamente, bien; el instrumental de que dispongo parece lo único realmente moderno en esta santa casa. Ha sido una operación larga y complicada; se emplearon a fondo con ella, esos canallas. El ordenador del escáner sufrió un ataque depresivo cuando elaboró la lista de las lesiones de la muchacha; tuve que darle al pobre un tratamiento psiquiátrico de urgencia, lo que me llevó algún tiempo.
—Creía que los regeneradores matriciales eran más rápidos.
—Lo son en el caso de una lesión simple, como una fractura, herida o recrear un miembro amputado. Ya sabes cómo funcionan: comparan el estado tisular del enfermo con el teóricamente óptimo, crean un modelo holomatricial y fuerzan a las células a dividirse y especializarse hasta acomodarse a él. En este caso, los daños fueron muy complejos y repartidos por todo el cuerpo; se necesitó generar una matriz total, cerebro inclusive, ya que éste tenia unos coágulos sanguíneos muy feos. Los huesos del tabique nasal estuvieron a punto de perforarlo. Tuve que echar mano de las nanosondas para arreglar los desperfectos más críticos.
El médico dio un corto paseo por la sala atestada de modelos holográficos. Al poco, prosiguió su dictamen:
—Los torturadores conocían bien su oficio. La destrucción física ha sido sistemática; no me extrañaría que siguieran un manual. Te puedo hacer un resumen de su estado, aunque no creo que te guste. Esto te ha afectado más que a ninguno de nosotros, y me preocupas, créeme.
—Quiero saberlo, doctor. Necesito saberlo.
—Fracturas múltiples en los huesos de la cara; las más graves, en la nariz y el maxilar inferior. Pérdida traumática de varias piezas dentales.
Cuatro costillas, un húmero y algunos huesos del metatarso fracturados. Quemaduras con algún objeto candente por todo el cuerpo, especialmente en senos, abdomen, glúteos, cara interna de los muslos y plantas de los pies. Las articulaciones de varias falanges, descoyuntadas. Hematomas, golpes y punciones a granel. La mitad de las uñas arrancadas. ¿Continúo?
—Sigue.
—Extirpación traumática de pezones y clítoris con alguna herramienta poco adecuada; unas tenazas o algo similar.
—Sigue.
—Violación múltiple, anal y vaginal, con desgarros y erosiones. No todo el esperma analizado es humano.
—Los perros. Mierda, los perros…
—Eso explica otras heridas de origen no muy claro en cuello y muñecas. Mordiscos. Me resistía a admitirlo; ¿cómo los habrán entrenado para…? Se hizo un silencio denso, incómodo, que casi se podía cortar. Pasaron varios minutos. Beni miró al doctor a los ojos.
—Cabrones —fue lo único capaz de decir. Estaba hundido.
El doctor se dirigió hacia él y le puso una mano en el cuello. Al instante se sintió más aliviado.
—¿Qué me has inyectado?
—Un estimulante suave. Lo necesitabas; estás al borde del colapso. No te sientas culpable.
—Lo soy. Me he convertido en un heraldo de la desgracia, por decirlo finamente, y no como me merezco. Me lo pasé muy bien en la posada, sí. Salir y conocer gente era bueno para curarme la depresión. Que se lo digan a Luna. Si en vez de pensar en mí mismo me ocupara de los demás…
—No podías evitarlo —lo interrumpió—. Hubiera sido otro día, por otro motivo, quizá otra persona. Esos miserables tienen que desahogar sus vicios y perversiones sobre los más débiles, bajo el pretexto de mantener el orden. Son arbitrarios; puede pasarle a cualquiera.
—Doctor —dijo Beni, mirando a un holograma—, no podemos detenerlos, castigarlos, ni vengarnos siquiera. Ellos tienen la fuerza, y sólo es cuestión de tiempo que nos aplasten. Mientras, retozan a nuestra costa.
—No sé, tal vez algún día la rueda del destino gire y les llegue su hora. Estoy convencido de que Siva derramará su fuego sobre ellos; ojalá sea pronto.
—No estoy para monsergas pseudomísticas, doctor. Quiero golpearlos, borrarlos de la faz del universo, y no esperar sentado a que pasen sus cadáveres, porque yo habré muerto antes. Si sólo supiera cómo…
—A veces es difícil ejercitar la virtud de la paciencia —de repente, el médico lo miró; sus ojos negros brillaban, y había decisión en ellos—. La violencia nunca sirve para nada, he aprendido, pero si se te ocurre algo que pueda hacerles daño, cuenta conmigo.
Durante un rato permanecieron en silencio; a veces, las palabras sobran. Fue Beni quien habló de nuevo:
—Volvamos con Luna. Me dijiste que estaba bien.
—No han quedado secuelas visibles, la paciente está ya despierta, en la habitación aneja.
—¿Qué quieres decir, en concreto?
—Las heridas corporales pueden curarse, pero la violencia ejercida sobre la mente… El trauma ha sido brutal. He hecho todo lo humanamente posible con los psicofármacos que fui capaz de elaborar, pero todo tiene un límite; si lo propaso, el resultado será el lavado de cerebro. Me temo que tendrá que superarlo, aunque no sé si podrá.
—Tenía la mentalidad de una niña, gracias a los buenos oficios de los sacerdotes.
—Si, el salto a la edad adulta ha sido algo brusco, y pido perdón por la broma de mal gusto. Creo haber eliminado las secuelas más obvias: terrores nocturnos, rechazo al contacto humano, pesadillas, etcétera; pero ha quedado completamente apática. A pesar de no ser ya necesaria la hospitalización, no me atrevo a dejarla sin vigilancia.
—¿Se la puede visitar?
—Sí, debe de estar despierta. Ven, entra.
La habitación no era muy espaciosa. Tan sólo una cama permanecía ocupada; el resto del mobiliario había desaparecido, integrado en paredes y suelo. Luna yacía en el lecho, tapada por una sábana y mirando fijamente a ningún sitio en particular. Les costó trabajo acercarse a ella, ya que el cuarto estaba lleno de flores, blancas en su mayoría, solas o en complejos ramilletes, en tiestos, jarrones e incluso botellas de licor. El eterno ganso disecado montaba guardia junto a la cabecera.
—En cuanto se enteraron, no han dejado de visitarla —explicó el doctor—. Casi toda la delegación habrá pasado por aquí; en el fondo, son unos sentimentales con un corazón de oro. Es raro que no haya ninguno… Ah, hola, Irina, no te habla visto.
—Hola a los dos —hizo un gesto y dos sillas brotaron del suelo—. Sentaos, estaréis más cómodos.
—¿Llevas aquí mucho tiempo?
—Un rato. Sí molesto…
—No, de ningún modo —repuso el médico—. ¿Qué, cómo está nuestra paciente? —sonrió amablemente.
Luna no reaccionó. Irina terció:
—He intentado conversar con ella, pero casi nunca habla ni se mueve. Me recuerda a los miembros de la secta de los Contemplativos Perseverantes de Alfa Centauri; si, esos que se sientan en lo alto de una piedra y se dedican a mirar al cielo, esperando la venida de su dios. Y cuando abre la boca, sólo dice tonterías: que si ya no sirve para la Ceremonia, que no puede volver porque quedó impura y que sé yo. Está hecha un lío.
Guardó silencio, aunque por poco tiempo.
—Beni… —dijo, en un susurro.
—¿Qué, Irina?
—¿No sabes si tenemos contenedores con cañones de plasma, perforantes o algo parecido? Una pasada con los CORA y no dejaríamos piedra sobre piedra en el palacio imperial. Todos los chicos están de acuerdo en eso.
—Y nos enviarían una fuerza de ataque desde base McArthur que nos haría papilla. No, querida, es inútil. Son más y mejor armados.
—Ay, Beni, Beni… ¿Qué se ha hecho de tu capacidad de improvisación? En los viejos tiempos sacaste a tus tropas de atolladeros inverosímiles. Eras el mejor.
—Fue otra época, en la que había algún motivo para pelear. Y te recuerdo que no estamos en guerra, sino en una misión de buena voluntad.
—No se te dan bien los eufemismos.
Beni no replicó. Se acercó al lecho y contempló a Luna. No quedaban secuelas de las torturas padecidas, pero aquella mirada gris y apagada… Intentó decirle algo, mas frases al estilo de «¿Cómo estás?» le parecían ridículas. Se le hizo un nudo en la garganta y abandonó la habitación. El doctor le siguió.
—¿Cuánto tiempo va a seguir así?
—Como te dije, físicamente está restablecida. Le daría el alta ahora mismo, pero es conveniente tenerla bajo observación, al menos hasta que reaccione emocionalmente; no puede regresar a la ciudad tal como está. Y tampoco puede quedarse ahí: M'gwatu va a traer varios enfermos infecciosos graves. Los alojamientos de la residencia están ya ocupados al completo, o casi.
—Le cedo mi habitación; después de todo, yo la metí en esto y me siento responsable. Me quedaré en el salón con el ordenador; espero que no ronque por las noches. Además, él puede encargarse de vigilarla.
—Trátala bien. Todavía no he permitido la visita de su hermano, y cada vez es más difícil inventar excusas creíbles.
—Sólo el hermano, ¿verdad?
—El padre no ha dado señales de vida. Bueno, cuando esté más animada podrá regresar.
—Si no vuelven a detenerla otra vez… Tendremos que asignarle algún tipo de escolta discreta; no faltarán voluntarios, supongo. Hasta luego, doctor.
—Adiós, Beni.