23
EL viaje de retorno seguía su curso sin sobresaltos, para satisfacción general, sobre todo en el caso de Valera. Tenía la impresión de estar viviendo un interludio, un remanso de paz entre un pasado reciente muy ajetreado y un futuro siempre imprevisible, aunque pletórico de desafíos. Le aguardaba trabajo para el resto de sus días, así como para una legión de arqueólogos. Las cajas de la bodega seguían revelando maravillas, incomprensibles las más de las veces. ¿Maquinarias complejas o meros objetos decorativos? A saber.
Tampoco podía quejarse de otros aspectos de la existencia. Llevaba unas cuantas noches acostándose con Isa Litzu, para mutua satisfacción y regocijo. Suponía que, en un entorno tan reducido como un barco, aquello debía de ser un secreto a voces, pero él no lo había pregonado, ni nadie había expresado comentario alguno al respecto. Ni tan siquiera Azami, en contra de su costumbre de buscarle las cosquillas. Desde luego, se agradecía el empeño de todos en guardar las formas. Al principio le había preocupado la reacción de los huwaneses ante un extranjero liado con su capitana, especialmente en los más allegados, como Omar Qahir. Sin embargo, nadie había dicho ni pío. Igual no le daban mucha importancia a estas cosas, a diferencia de otras culturas que obligaban a llevar a una moza a los altares, a punta de espada, por el mero hecho de haberle deseado los buenos días o preguntado la hora.
¿Estaba enamorado de Isa, o sólo se trataba de un capricho pasajero? En el fondo, no importaba demasiado el matiz. Ambos eran adultos y sabían que en cuanto retornaran a Lárnaca y los imperiales se largaran, cada uno seguiría por su lado. Nada de despedidas lacrimógenas. Como ella le confesó, y él se había mostrado de acuerdo, lo más sensato era apurar hasta el fondo los buenos momentos, porque nunca se sabía cuándo ni dónde acechaba el desastre. Carpe diem, que dirían en latín.
También habían discutido, bien arrebujados entre las sábanas, sobre el reparto del botín. Desde el principio había quedado meridianamente claro que los huwaneses tenían derecho a parte de él, en pago a los servicios prestados. Isa no estaba interesada en documentos ni papeles, pero algunos de los objetos de las cajas podían alcanzar cotizaciones astronómicas en ciertos mercados selectos. Valera regateó con ella sin acritud. Le señaló que ya habían cobrado un buen precio por la madera en Felinia, así que podrían negociar primero con la Universidad Central sin tratar de desplumar a la tesorería. De todos modos, confiaba en que el Rectorado se rascaría el bolsillo cuando comprobara la importancia de los hallazgos. Muchos profesores estarían dispuestos a pagar una fortuna con tal de poder examinar el legado de los dioses, y que éste no fuera a parar a alguna colección privada.
—De acuerdo, la Universidad primero, aunque no te garantizo nada —convino Isa Litzu.
Después de comer, Valera subió a cubierta y se dedicó a otear el horizonte con su catalejo. Buscaba la pintoresca silueta de la isla de Fan’dhom, que les pillaba de paso en el viaje de vuelta a Lárnaca. Le apetecía ver de nuevo a la familia de Almanzora y saludar al viejo nubero. Ahora podría examinar el templo y sus esculturas con más y mejores elementos de juicio, cotejándolas con lo hallado en el fondo del mar.
En un momento dado, creyó divisar algo extraño. Enfocó con cuidado el catalejo. Era como un borrón gris, indefinido, en la posición aproximada que debía ocupar Fan’dhom.
—¿Podrías venir a echar una ojeada, Isa? —rogó.
La capitana dejó el timón a cargo de Omar Qahir y se acercó hasta el científico. Miró por el catalejo y su rostro adoptó una expresión seria. No era la primera vez que veía algo así.
—Parece una columna de humo.
—¿Humo? ¿Qué habrá pasado?
Isa Litzu no respondió, aunque su cara parecía decir: «nada bueno, seguro». El doctor comenzó a preocuparse, a angustiarse incluso. Azami se percató de que algo raro sucedía, a juzgar por los semblantes de sus amigos. Se fueron turnando el catalejo, mientras Omar Qahir metía prisa al dirigible.
Conforme se acercaban a la isla y su contorno se hacía más visible, quedó claro que el humo brotaba de la zona de La Caspa. Mala señal. Y más aún cuando Isa Litzu descubrió una mota de color que se alejaba en la distancia. Entornó los ojos y bajó el catalejo. Respiró hondo.
—Es el Behemoth.
Las miradas que se cruzaron fueron elocuentes.
★★★
Con el corazón en un puño, navegaron hacia el pueblo. Sólo quedaban ruinas, aún humeantes, que componían un panorama de absoluta devastación.
Tampoco hacía falta ser un lince para deducir lo ocurrido. El Imperio planeaba acosar al Gobierno de Nereo para que se uniese de buen grado a su títere, la Confederación. Con tal objeto, respaldaba los movimientos secesionistas, como los talibanes de Fan’dhom, y éstos aborrecían la diversidad cultural. Sin duda, habían solicitado a los imperiales, como gesto de buena voluntad, que les echaran una mano para limpiar la isla de elementos indeseables. Los del Behemoth no se harían mucho de rogar, seguro.
El Orca se cernió sobre el pueblo y los marineros tendieron una escalerilla hasta el suelo. No se veía a nadie vivo.
Antes de que pudieran impedirlo, Valera saltó a tierra y fue corriendo hacia la casa de Almanzora. El capitán Azami lo siguió a toda prisa. Había intervenido en demasiadas guerras, y sabía lo que su amigo iba a encontrar.
—¡Práxedes! ¡No entres, por lo que más quieras!
Pero el doctor no le escuchaba. Llegó a la casa con la lengua fuera, sin fijarse en que la fachada aparecía llena de símbolos de la Uniformidad, dibujados con trazos toscos. La puerta estaba reducida a astillas, y Valera penetró en la vivienda. Se quedó parado, como si la sangre se le hubiera convertido en hielo. Ante él se presentó el horror, en estado puro.
Azami llegó unos segundos después, y apretó los puños. Era peor de lo que había temido. Sintió un nudo en la garganta y unos deseos locos de gritar, de matar a los que habían perpetrado aquello. Trató de controlarse, y entonces reparó en Valera. Su amigo no se movía; permanecía de pie, con los ojos muy abiertos. El capitán lo agarró por los hombros.
—No mires, Práxedes. Por favor…
El doctor era incapaz de obedecerle. Parecía que lo hubiesen clavado al suelo. Azami intentó llevárselo de allí, pero Valera no podía marcharse. O no quería. Tuvo que esperar a que entraran los soldados para sacarlo casi a rastras. Al final, el doctor cedió. Se sentó en el suelo junto al portal, ocultó la cara entre las manos y rompió a llorar.
Entretanto, Isa Litzu también había llegado a la casa. Echó un vistazo al interior, deteniéndose ante el altar profanado, los escasos enseres destrozados. Y los cuerpos.
—Cabrones —masculló.
Se la veía tranquila, demasiado, como si aquello no fuera con ella. Sin embargo, Azami creyó detectar una tensión férreamente reprimida. «Todos estamos bien jodidos», pensó. Luego miró hacia atrás, a la puerta rota. «Pobres. Menos mal que han dejado de padecer ya». Se cruzó con Isa Litzu, que salía de la casa. Azami meneó la cabeza, apesadumbrado.
—Ha sido el alcalde —afirmó la huwanesa.
—Sí. Gádor comentó una vez que… —y Azami no pudo seguir hablando. La capitana lo dejó solo con su pena y caminó hacia el barco, impasible. Se tropezó con Nadira, la cual la interrogó con la mirada. Isa Litzu negó con la cabeza.
—No creo que hayan dejado a nadie con vida. En casa de Almanzora no hay nada que podamos hacer, salvo organizar unas exequias dignas. Llévate a unos cuantos soldados y prueba suerte en la guarida de Telémaco.
Nadira sólo aceptaba órdenes de su capitán. De todos modos, aquello sonaba más como un ruego. Tras constatar que Azami y Valera preferían estar solos, se dirigió hacia el templo. Bastante embarazoso era contemplar a un par de hombres llorar.
Los soldados se toparon con un espectáculo desolador. Las esculturas que tanto interesaron al doctor habían sido reducidas a escombros, con saña concienzuda. Inevitablemente, las puertas del interior, con sus símbolos primorosamente dibujados, así como las piedrecitas que componían arcanos trazados en el suelo, no habían corrido mejor suerte. Su autor tampoco.
Cuando Nadira y los soldados regresaron al devastado pueblo, la situación estaba algo más controlada. Hakim Azami, ya repuesto, trataba de organizar a huwaneses y republicanos para que trajeran los cadáveres, los adecentaran mínimamente y los dispusieran en una pira. Valera seguía sentado, aunque ahora se limitaba a mirar al suelo, triste y ensimismado. Isa Litzu colaboraba en las tareas de búsqueda de cuerpos, ensuciándose como el que más. Al menos, los muertos eran recientes, y aún no hedían, salvo los que se habían hecho sus necesidades encima. Nadira respiró hondo y se dirigió a Azami.
—Mi capitán —el tuteo quedaba fuera de lugar en aquellos momentos—, hemos encontrado a Telémaco. Está muy mal. Lo crucificaron, después de sacarle los ojos. Arrasaron el templo.
Azami soltó un taco.
—Trataré de poner en marcha a Práxedes; tiene buenos conocimientos de medicina.
—No creo que podamos hacer nada por el viejo.
—Probaremos, de todas formas.
Valera no se hizo de rogar cuando le solicitaron ayuda para tratar de salvar una vida, aunque moverse le suponía un esfuerzo sobrehumano. Tan sólo pudo certificar que el nubero estaba en las últimas, y le administró un calmante que trajeron del barco. Había perdido demasiada sangre, y no sólo por la exorbitación. Le habían dado una paliza, causándole fracturas y hemorragias internas.
Telémaco recuperaba poco a poco la consciencia, y gemía lastimeramente. Con el paso de los minutos, fue capaz de ir articulando palabras, débiles aunque claras.
—Los extranjeros… Barco grande… Gente de mala calaña… Cuando llegaron, el alcalde se postró a sus pies. Decía que sus preces habían sido por fin escuchadas. Los soldados… Los soldados reunieron a la gente como si fuéramos ganado. El alcalde, ese maldito mil veces Adrián, nos conocía a todos. Se puso a separar el grano de la paja. Los que allí, en público, renegaron de la fe de sus padres, se salvaron —el nubero fue interrumpido por un acceso de tos, y escupió sangre, pero reunió fuerzas para proseguir—. Los pobres necios que se mantuvieron firmes… —su voz desfalleció.
Quienes lo escuchaban no tuvieron que esforzarse para completar la frase. Los cadáveres eran la muestra de que algunos antepusieron la dignidad a la salvación. Eso también explicaba por qué la pira que estaban erigiendo era más pequeña de lo previsto en un principio. Sólo unos pocos se negaron a abrazar las doctrinas del Pensamiento Único.
Telémaco sacó fuerzas de donde no quedaban y continuó con su relato. Tenía que contarle a alguien lo sucedido, que la memoria de los caídos no se perdiera.
—Adrián no estaba dispuesto a perdonar a quienes más le habían desairado. No, a ésos les preparó un castigo ejemplar, que los extranjeros disfrutaron aplicando. Se notaba que se divertían y hallaban solaz en los gritos de los desgraciados. Maldita sea su estampa —más toses, acompañadas de esputos sanguinolentos—. Ni siquiera les dieron la oportunidad de abrazar la fe talibán. Los mataron como a perros rabiosos, como a perros… Las risas, los chillidos… Yo no soy valiente, dioses, y estaba dispuesto a arrastrarme por el fango, besarle el culo a Adrián y hasta a comerme todos mis amuletos sagrados para salvar el pellejo. Pero cuando el muy cerdo tocó a la niña, yo… Me volví loco. Tuve tiempo de cruzarle la cara, pero los soldados me agarraron, me llevaron al templo, y allí… Mi pobre templo… Dioses, os he fallado. Vuestro legado se ha perdido. Soy indigno ante vuestros ojos. Y los soldados me…
No pudo seguir, presa de la agitación y de los sollozos, entrecortados con toses. Agonizaba. Nadira, conmovida, se sentó junto a aquella ruina de ser humano. Dejó que la cabeza del viejo descansase en su regazo. Le acarició la frente con dulzura.
—Mi gentil Telémaco. Tranquilo. Estoy a tu lado.
Aquellas palabras obraron como un bálsamo y lo confortaron. Sus labios tumefactos compusieron una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—¿Estoy ya en el Paraíso? Un ángel me habla y me abraza…
—No te preocupes, mi buen Telémaco. Ya nada volverá a hacerte daño, te lo prometo. Peleaste como un valiente, y eso complace a los dioses. Descansarás en paz.
Nadira miró a su capitán, que asintió. La sargento alzó con delicadeza la barbilla del nubero y le clavó un cuchillo en la nuca. Telémaco murió sin enterarse de lo que le había pasado.
—Ya no sufrirás más, pobrecito mío —murmuró Nadira, enjugándose una lágrima.
Poco más se les había perdido por allí. Las honras fúnebres fueron breves, aunque sentidas. Hasta el más duro de los infantes de Marina estaba acongojado. Nadie habló mientras los cuerpos se consumían en la pira. Ninguna oración fúnebre fue pronunciada. Parecía un sarcasmo cruel entonar palabras de esperanza en los dioses y la vida eterna cuando los canallas que habían matado a aquellos inocentes navegaban ahora felices y ufanos.
Por el rabillo del ojo, Azami vigilaba a su amigo Práxedes. Temió que se derrumbara cuando arrojaron a la pira los cuerpos de Almanzora y sus hijos, piadosamente cubiertos por sábanas, pero aguantó. Muy serio y cabizbajo, eso sí. No abrió la boca ni siquiera cuando embarcaron y dejaron atrás al pueblo, menguando en la distancia y borrándose como si nunca hubiera existido.
★★★
El resto del viaje fue triste y sombrío. El ambiente festivo y aventurero de hacía unos días se había esfumado, como el humo del pueblo que abandonaban. Todos se afanaban en cumplir sus tareas con eficiencia, y procurar el retorno de la normalidad, con desigual fortuna. La vida debía proseguir, aunque ahora les resultaba más amenazadora. Los vigías no descuidaban su labor. De repente, el pabellón republicano no parecía una salvaguardia tan firme como antes.
Azami había conversado con la tropa sobre lo de Fan’dhom. Los más bisoños estaban bastante afectados, y los veteranos trataban de que asumieran que esas cosas pasaban. La vida era injusta, y la misión de un militar no consistía en formularse preguntas. El capitán ya había visto antes horrores similares, así que fue el primero en recobrar el ánimo. Otros lo llevaban peor.
Estaba sinceramente preocupado por Valera. El doctor se había encerrado en un mutismo hosco, que sólo rompía para pronunciar algún monosílabo imprescindible a la hora de relacionarse con los demás. Tenía que estar pasándolo muy mal, ya que ni tan siquiera bajaba a la bodega a investigar sus queridas cajas. Se limitaba a asomarse por la borda y mirar al océano, y así malgastaba las horas. Los huwaneses respetaban su dolor y lo dejaban tranquilo, pero aquello no podía continuar. Sólo faltaba que en un arrebato le diera por saltar al mar, y tuvieran que amarrarlo para impedirlo.
Así que Hakim Azami se fue a pedir ayuda a Isa Litzu. La capitana, muy tranquila en apariencia, gobernaba su barco con el buen hacer de costumbre.
—Prueba tú a hablarle, Isa —le rogó—. Temo por su salud mental. Hasta la fecha, nunca lo había visto tanto tiempo tan callado.
Isa Litzu suspiró.
—No acostumbramos a inmiscuirnos en los problemas de los demás. Las penas hay que rumiarlas en soledad, sin chingar al prójimo —miró a los ojos al militar—. De acuerdo, lo reconozco; a mí tampoco me agrada verlo así de mustio. Aquí, entre nosotros, he intentado darle ánimos, pero es como sermonear a un adoquín. Su sensibilidad parece embotada, y no soy de las que van detrás de nadie suplicando que le hagan caso. En fin, probaré una vez más.
—Que los dioses te lo paguen, Isa.
—Sí, como a aquellas pobres. Mira de qué les valió su Diosa. Las hijas de Almanzora no podrán buscar otras islas donde echar raíces.
Azami se envaró. Recordaba la ilusión que le hacía a Gádor viajar en barco.
—A mí también me gustaría pillar a los culpables de sus muertes. Llega un momento en que crees estar convencido de que te has acostumbrado a las salvajadas, pero no.
Isa Litzu le propinó una palmadita afectuosa en el hombro.
—Nunca los atraparán, Hakim. Es más, puede que incluso les concedan una medalla. Anda, sube de las nubes y retorna al mundo real.
La capitana se acercó a la amura de babor, donde Valera seguía ensimismado con la vista fija en el océano desierto. En verdad, sentía pena por Práxedes. Ya no era el mismo, tan vital, con su entusiasmo contagioso. Casi prefería que llorara, gritara o se pusiera histérico. Eso era algo fácil de arreglar con un par de tortas o, en su caso, con un achuchón. Pero seguía tan serio, como una esfinge… Se situó a su lado, mirando al mar como él. Valera no demostró percatarse de su presencia.
—A ver si espabilas —le dijo ella al cabo de un rato, sin obtener reacción—. No puedes seguir así. Sé que es duro, pero hay cosas que no podemos arreglar. No vas a devolverles la vida consumiendo la tuya. Los asesinos sólo lograrán arruinar a otra buena persona más. Y que conste que ésta es la última vez que trato de animarte. Me repatea el hígado la gente que se dedica a autocompadecerse, amargando la existencia a sus amigos que, idiotas ellos, se preocupan por su salud.
Isa Litzu guardó silencio, pero permaneció junto a Valera, contemplando el océano que discurría varios cientos de metros más abajo, ajeno a las cuitas de los mortales. Al cabo de un minuto, el doctor abrió la boca, por fin.
—Os agradezco a todos el interés por mi estabilidad psíquica. Saldré de ésta, supongo. Pero no logro quitarme aquella escena de la cabeza. ¿Cómo un ser humano es capaz de obrar así con sus semejantes?
—La venganza de los mezquinos siempre es terrible, Práxedes.
—Me lo imagino. Supongo que figuraré en la lista negra de más de uno. Resulta hasta divertido cuando se trata de ajustes de cuentas entre críticos literarios —en su rostro se dibujó una sonrisa desganada—. Pero aquí hablamos de vidas humanas. Vidas truncadas, Isa.
Continuaron un rato más en silencio.
—Deberías desahogarte, Práxedes. Yo no tengo vocación de paño de lágrimas. Cada uno debe lidiar con sus propias penas, pero si quieres agarrar una buena cogorza sin dar un espectáculo, te presto el camarote. A veces funciona, oye. Procura no romper nada, por supuesto. Avísame con tiempo suficiente, para que ponga a buen recaudo la katana y demás objetos de valor.
El doctor esbozó otra sonrisa triste.
—A mí tampoco me gusta perder los papeles más de lo necesario, por aquello del sentido del ridículo. Beber para olvidar sería lo más fácil, lo más cobarde. Y yo no quiero olvidar, Isa. Deseo recordar lo que vi en esa casa todos y cada uno de los días de mi vida, tener presente contra qué nos enfrentamos. Contra qué y quiénes deberemos luchar con todas nuestras fuerzas. No hay causa más justa que combatir al mal que esa gentuza encarna.
—El concepto de mal es muy relativo. Si los malos son más poderosos, o se puede comerciar con ellos, las cruzadas están fuera de lugar. Es el turno de la política pragmática y del mercadeo. Nosotros nos ganamos la vida precisamente porque no echamos en cara a nuestros socios y clientes de dónde y cómo sacan el dinero.
—Tranquila, no pienso hacer proselitismo en el Orca.
—Ni yo te lo consentiría.
Isa Litzu se alegró de que Práxedes fuera reaccionando. Al menos ahora hablaba, aunque no mostraba intención de moverse del sitio.
—Sí que te ha dado fuerte. Llevas un montón de horas sin cumplir tus obligaciones con los chismes de los antiguos dioses, ¿eh?
A Valera se le escapó un suspiro de infinito cansancio. Se giró y miró de frente a Isa Litzu.
—Es chocante cómo nos cambia la percepción de las cosas. Todos estos años los pasé luchando en pos de lo que los demás consideraban una quimera, y cuando logro por fin salirme con la mía, descubro que no me importa lo más mínimo. De acuerdo, transportamos en la bodega el mayor hallazgo de todos los siglos. Debería sentirme el más feliz de los hombres, pero… Respóndeme, Isa, ¿de qué sirven tantos conocimientos si somos incapaces de evitar que masacren a unos inocentes? Qué arrogante he sido. Creía que mis descubrimientos contribuirían a la gestación de un mundo mejor, mientras hay gente que sufre y muere ignominiosamente sin que los ricos, los afortunados, movamos un dedo por ella. ¿Cuál es nuestra lista de prioridades? Me pregunto… Me pregunto, Isa, si a lo largo de mi vida he hecho lo correcto.
—Tómatelo con calma; una crisis existencial la tiene cualquiera. Que nadie se entere de esto, porque perdería el respeto de mis hombres, pero debo confesarte que me pareces un hombre admirable. A tu peculiar manera, siempre has peleado por el bien de los demás, por mejorar la condición humana.
—O tal vez eso sólo sea una excusa para ocultar mi principal motivación: ser admirado. Tú lo has dicho. Vanitas vanitatis. Qué pueril me parece ahora.
—No te atormentes. Hay cosas contra las que no se puede luchar, repito. Un golpe de mar traicionero, un dirigible víctima de un ataque de alferecía, los abusos de quienes tienen barcos más potentes y ejércitos más numerosos… Tenemos que convivir con ellas, por más que nos solivianten. El mundo está hecho así, y tratar de arreglarlo es como zambullirse en el mar desde un acantilado maldiciendo a los dioses: un acto poético, aunque inútil. Quién sabe… Tal vez en el futuro, tus descubrimientos hagan que sea más justo, un lugar mejor donde vivir.
—Para lo que le sirvió a Almanzora y a Gádor…
—Puede que salve a otros. Así que ya lo sabes: ahora mismo estás bajando a la bodega y poniéndote a husmear entre las cajas. A ver si, con suerte, descubres un arma que sea capaz de hundir un acorazado imperial.
—Gracias, Isa. De veras. Lo intentaré.
Valera hizo de tripas corazón y procuró pasar algún que otro rato revisando el material. Sin embargo, su mente estaba a kilómetros de allí. Por las noches se acostaba temprano en su litera. Durante el día, aunque charlaba de vez en cuando con Azami, evitaba cualquier tema concerniente a lo sucedido en Fan’dhom. Por acuerdo tácito, las conversaciones sólo tocaban asuntos banales.
Conforme el Orca se aproximaba a Lárnaca, comenzaron a verse barcos, aunque en menor cantidad de lo habitual. Curiosamente, tampoco se cruzaron con patrulleras confederadas. ¿Tendría algo que ver con la poco gloriosa incursión del Behemoth?
—No me gusta —dijo Isa Litzu.
Las precauciones se extremaron. Se doblaron los turnos de vigía, y los infantes se prepararon para un eventual combate. Contra un acorazado tendrían bien poco que hacer, pero de enfrentarse con una patrullera con ganas de jarana, ya sería otro cantar. El propio Valera echó una mano en las labores de vigilancia con su catalejo, liberando así a un hombre para tareas más útiles. El otear el horizonte también contribuía a distraerlo. Abajo, solo en la bodega, disponía de demasiado tiempo para pensar.
★★★
Cómo no, el científico fue el primero en descubrir la rápida balandra de la Marina Republicana que apuntaba su proa hacia ellos. Comunicó la buena nueva y cedió el catalejo a Isa Litzu y Azami. Al fin y al cabo, barco y soldados eran de su competencia.
Por si se tratara de una trampa, nada improbable en estos días inciertos, Isa Litzu maniobró el Orca para eludir un ataque por sorpresa. Omar Qahir se ocupó de manejar las banderolas y espejos de señales para saludar y dar instrucciones al barco que se aproximaba. Este último obedeció las sugerencias, y realizó una maniobra de acercamiento lenta y a una cota inferior. Así demostraba su buena voluntad, presentando al navío huwanés su parte más vulnerable: el dorso y el flanco del dirigible, que no estaban guarnecidos por bardas. En pocas palabras, quedaba a su merced.
La balandra era un navío pequeño, de una sola cubierta, casco largo y tripulado por cuatro hombres. El dirigible era un pequeño saltarín, una especie rápida aunque un tanto temperamental, más longilínea que sus parientes gigantes.
—Conozco al tipo de la proa —dijo Azami—. Es un oficial del Demologos.
Al lado del hombre, otro agitaba unas banderas.
—Quiere subir —tradujo Omar Qahir.
—De acuerdo, tendedle la escala —ordenó Isa Litzu—. Pero que venga él solo, y nada de movimientos bruscos o sospechosos.
—Por la cuenta que les trae, se comportarán como buenos chicos —replicó Azami. Ya se había fijado en cómo los huwaneses preparaban bicheros de abordaje, machetes, arcos y armas diversas, y los dejaban discretamente a mano.
Sin dilación, el oficial republicano subió con agilidad hasta el Orca. Por sus movimientos se notaba que era un marino avezado. Una vez en cubierta, saludó con una inclinación de cabeza a Omar Qahir, tomándolo por el comandante. Se le notaba un tanto incómodo en un barco extraño, aunque lo estudiaba con mal disimulada curiosidad.
—Capitán Azami, por fin hemos dado con ustedes. Nos preocupaba su tardanza.
—Sí, ha sido un viaje algo ajetreado —Azami pensó en Valera—. Nos detuvimos en Fan’dhom, donde el acorazado imperial Behemoth aniquiló un pueblo indefenso. ¿Saben algo al respecto?
El oficial se encontraba visiblemente incómodo. La situación política no le hacía mucha gracia, y sospechaba que al capitán tampoco. Seguro que no le iba a contar nada nuevo.
—Los imperiales se marcharon hace unos días con rumbo desconocido. Bueno, según lo que me acaba de contar, no tan desconocido. Eso fue poco después de que arribase a Lárnaca un correo de la República, con instrucciones para el cónsul —miró a Azami con expresión avergonzada—. Tenemos que abandonar el archipiélago de Nereo, capitán. El día fijado para la partida es mañana. Por fortuna, hemos podido avisarles a ustedes. Me temo que dentro de poco, navegar por aquí bajo pabellón republicano comportará cierto riesgo.
El silencio reinó en la cubierta del Orca. Más de uno miró a Valera.