16
NADA más salir los soles, Gádor se presentó en el campamento y preguntó al primero que se le cruzó por la señora capitana del barco. Al marinero en cuestión le hizo gracia el desparpajo de aquella enana, y le pidió que esperara mientras cumplía el recado de buscar a la jefa. Gádor aguardó, muy formalita ella, y en esto que pasó por allí, madrugador como de costumbre, Hakim Azami. La niña lo reconoció y se acercó.
—Vaya, Gádor, ¿qué haces por aquí?
—El doctor y la capitana me prometieron llevarme a pasear en el barco, a cambio de presentarles a Telémaco.
—Jo, el bueno de Práxedes nos hace bailar a todos al son de su música. ¿Sabe Isa Litzu que ibas a venir?
—Ella misma me dijo que me pasara a esta hora. ¡Mire, por ahí asoma!
—Hola, Hakim. Vaya, pequeña, sí que eres puntual. Están dando de comer al Orca en la playa, tras aquellas peñas. Son diez minutos de caminata, lo menos.
—No me importa, estoy acostumbrada a andar —y salió disparada.
—¿Me acompañas, Hakim? —lo invitó la capitana.
—De acuerdo, no tengo nada mejor que hacer. Nadira se ha llevado a los muchachos con objeto de reventarlos monte arriba y monte abajo pero yo, privilegios del rango, me he escaqueado. No me asustan unos cuantos kilómetros de marcha, pero alguien tiene que quedarse en el campamento, por si a Práxedes se le ocurre poner en práctica alguna de sus genialidades. Por cierto, lo del paseo en barco fue idea suya, ¿verdad?
—Si hace un mes alguien me pronostica la situación actual, no me lo hubiera creído ni harta de grog.
—Desde luego, tiene mérito manejar a su antojo toda una tripulación de huwaneses, a los que no conocía de nada.
—Cuando cuente esto en mi país, voy a ser el hazmerreír de la flota mercante. Antes me hubiera metido a puta que acabar a las órdenes de un científico loco, pero los designios del dios Murphy son inescrutables. Eso sí, me temo que esta vez no vamos a sacar a Murphy del saco en una larga temporada. O igual lo arrojo al mar, directamente.
—Quién hubiera creído que una nave corsaria terminaría sirviendo para pasear a una mocosa…
—Bah, tampoco supone un gran trastorno. Me gusta que el dirigible haga un poco de ejercicio cada mañana, así que, de paso, complaceremos a la cría.
Cuando llegaron a la playa, Gádor llevaba ya un rato absorta contemplando al Orca. Los marineros habían recogido una buena cantidad de algas durante la noche y, tras despiojarlas, las metieron en un enorme capazo que izaron a la altura del morro del dirigible. Éste engullía la comida con voracidad, llevándose las algas a la boca con nerviosos movimientos de palpos, que se agitaban cual látigos enloquecidos.
—Menudo atracón se está pegando —dijo Gádor.
A una señal de la capitana, desde el barco arrojaron una escalerilla por la que Gádor trepó con agilidad de comadreja. Una vez todos a bordo, la niña no paró de preguntar qué era cada cosa, muy excitada. Isa Litzu, con una paciencia que le sorprendió a ella misma, se lo fue explicando. Alguna vez resultó un tanto embarazoso, como cuando Gádor le soltó:
—¿Qué son esas cosas que le han salido y le cuelgan de la parte de atrás?
Litzu estuvo a punto de responder con la verdad, que a lo lejos se contoneaba un dirigible salvaje hembra, y que el animalito no era de piedra. La niña parecía bastante despierta, pero no deseaba que la acusaran de escandalizar a menores, así que se inventó una respuesta que sonaba convincente, sobre unas jarcias que ayudaban a mantener el rumbo.
Una vez satisfecho el apetito del dirigible, el cual se desprendió del exceso de gas con una sonora pedorrera, la capitana lo guió por un periplo a lo largo de la costa que hizo las delicias de la vivaracha pasajera. No paraba de ir de un lado a otro de la cubierta, y el viento le alborotaba el pelo hasta darle un aspecto de diablillo. Al término del paseo, Gádor bajó por la escalerilla a regañadientes, aunque encantada.
—Me hubiera gustado que mamá nos acompañara, pero me aseguró que la Diosa prohíbe abandonar la isla que le asigna a una. A cambio, cuando le conté que entre ustedes las mujeres mandaban, me rogó que convidara a cenar en nuestra humilde casa a usted, señora Litzu, y a Nadira. El doctor también está invitado; mamá se divirtió mucho con sus anécdotas —miró a Azami—. Por supuesto, usted también vendrá, señor; sería muy descortés agasajar a una sargento y dejar de lado a su capitán.
—Hija, no tenéis por qué tomaros la molestia —repuso Azami—. Con la intención es suficiente, y dar de cenar a todos nosotros perjudicará la economía familiar…
—No hay más que hablar —lo interrumpió Gádor, con firmeza—. Despreciar una invitación sería una afrenta imperdonable para nosotras. Así que ya saben: pásense por casa media hora antes del ocaso. No tiene pérdida: yo estaré esperándolos en la puerta. Contemplarán con nosotras la puesta de los soles. ¡Hasta luego!
Gádor se dio la vuelta y se marchó trotando hacia el pueblo. Azami y Litzu se quedaron mirando.
—Habrá que ir, supongo.
—Me temo que no tenemos más remedio, Hakim —empezaron a caminar—. El día es largo. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Creo que visitaré a Práxedes. O no lo conozco, o estará levantado desde muy temprano, encerrado en su tienda, tratando de descifrar su famoso libraco. Seguro que se le habrá olvidado desayunar. Ay, y pensar que hubo una época en la que los soldados nos dedicábamos a guerrear, en vez de servir de escolta a un niño grande…
—Qué me vas a contar, amigo mío. Iré contigo.
★★★
Como Azami había pronosticado, el doctor estaba en su tienda con el libro abierto ante él, rodeado de diccionarios de idiomas y folios llenos de apuntes. Los saludó al percatarse de su presencia y, sin darles tiempo a preguntar, les informó sobre sus pesquisas.
—Cada vez que pienso en que el noventa por ciento del texto ha sido pasto del fuego en un estúpido ritual, se me abren las carnes. Me dan ganas de ir donde Telémaco y estar arreándole collejas hasta que me saliera humo de la mano… —se le escapó un suspiro lastimero—. Tengo entre mis manos nada menos que un manuscrito, ¿sabíais? La caligrafía es tan exquisita que, por un momento, creí que se trataba de letra impresa, y eso me despistó. Resulta que es aún más antiguo de lo que suponía. Contiene las memorias escritas por un sujeto que no se identifica, al menos en las páginas que llevo leídas. Concretamente, narra sus andanzas en lo que hoy es Felinia, la capital del archipiélago de Carabás.
—Eso no queda lejos de aquí —apuntó Isa Litzu.
—Algo menos de quinientos kilómetros, si la memoria no me falla. A lo que iba: por lo visto, el autor vivió a finales del siglo XIII, cuando la yihad malibiana. Aquellos fanáticos se extendieron por todo el mundo conocido, no dejaron títere con cabeza y propiciaron las guerras civiles del XIV. Los malibianos acabaron con buena parte del saber antiguo, destruyendo todo aquello que no figurara en sus libros sagrados. Al final establecieron su capital en Krombholzia, hoy territorio de la República, y la consideraron el centro del mundo. Decidieron que el meridiano cero tenía que pasar por allí, y obligaron a todos los cartógrafos a destruir o rehacer los mapas antiguos. Cuántos tesoros de valor incalculable se perdieron… —permaneció unos segundos ensimismado—. En fin, para cuando la locura de esa época pasó, la Humanidad tuvo que empezar prácticamente de cero. Los reductos del saber arcaico eran muy pocos, y fueron perseguidos por todo tipo de fanáticos de nuevo cuño. El autor de nuestro libro era uno de los últimos depositarios de esos conocimientos, y cuenta con amargura cómo tuvo que adaptarse a los nuevos vientos que corrían, y asistir a la inmolación de todo cuanto había amado. También confiesa sus intentos de preservar parte de lo que heredó de sus antepasados, pero las pistas para dar con sus escondrijos debían de figurar en las páginas que quemó ese pobre diablo de nubero; los demonios confundan su alma…
—Calma, Práxedes, no te exaltes, que te va a subir la tensión —dijo Azami—. Igual todavía queda algo al final.
—Ojalá. En cuanto lo traduzca…
—¿Traducir? —se extrañó Litzu—. Déjame ver; tranquilo, no lo voy a romper —hojeó el libro por encima—. No entiendo nada. ¿En qué idioma está?
—¿Habéis oído hablar del latín? —negaron con la cabeza—. Es una lengua bastante antigua, sumamente rara y que trae de cabeza a los filólogos. Ya os he mencionado alguna vez que todos los lenguajes del mundo están emparentados, y se pueden agrupar según sus semejanzas. Sin embargo, el latín… Muchas de sus palabras comparten raíces con las nuestras, pero la sintaxis, la gramática son distintas a cualquier idioma existente. No hay artículos, las terminaciones de las palabras cambian según la función que desempeñen en la oración… Eso lo sitúa al margen. Y por si faltaba algo para acabar de confundirnos, es una lengua de una elegancia y belleza sobrecogedoras.
—¿No se tratará del idioma de los dioses, si tan especial es? —preguntó Azami, en plan de chanza.
—Lo merecería. No obstante, dada su perfección, pienso que ha de ser artificial, obra de algún genio anónimo de tiempos remotos que quiso disponer de un lenguaje secreto, el cual se transmitió a unos pocos elegidos. El autor de nuestro libro, por temor a las represalias, debió de emplearlo para que los censores no supieran de qué iba —tamborileó con sus dedos en las tapas del manuscrito.
—Todo esto me parece muy bien, Práxedes —dijo Azami—, pero apuesto a que ni siquiera has desayunado. Mírate: tienes los ojos colorados como tomates. ¿A que te has pasado la noche en vela, pegado al dichoso libro?
El doctor trató de excusarse:
—La importancia de este descubrimiento…
—Pamplinas —Azami, pese a las protestas, lo asió del brazo y lo sacó de la tienda—. Ahora mismo vas a tomar un rato el aire y a desayunar como los dioses mandan. Considera el lado positivo: así se te refrescarán las ideas, y pillarás el libro con más ganas. Además, aprovecho para comunicarte que hemos sido invitados a cenar en casa de Gádor. Sugiero que te adecentes un poquito, dentro de lo que cabe. Estás hecho un asquito, créeme.
—Pero es esencial que siga con la traducción de…
—Quia. Piensa que así podrás estudiar las interioridades del domicilio de una adepta a la Diosa, algo de lo que pocos científicos podrán presumir.
Al final Azami logró convencer a su amigo de que se cuidara un poco, aunque después del desayuno retornó a la tienda a seguir con el libro. Por lo demás, el día transcurrió plácidamente, sin que nadie del pueblo, para variar, acertara a pasar por el campamento para comprar o vender mercancía alguna.
★★★
Media hora antes de la puesta de soles, la comitiva de invitados se encaminó hacia el pueblo. Nadira iba con ellos; a pesar de haberse tirado todo el día de marcha por terreno agreste, se la veía fresca cual lechuga.
Por la tarde, el vecindario exhibía algo parecido a vida social. La gente, fatigada por el quehacer diario, se dedicaba a tomar el fresco a la puerta de casa, o bien a pasear y saludar a los conocidos, comentando cualquier novedad que hubiera acontecido. Normalmente no era gran cosa: si el sobrino de Fulanito se había caído de cabeza a una alberca, si Menganita estaba embarazada, si la cosecha sería mejor que la anterior… Ahora tenían más motivos para el cotilleo con la llegada de los forasteros y sus extraños usos y costumbres. Les habría gustado comprarles algo, pero nada les sobraba y, factor a tener en cuenta, nadie quería indisponerse con el alcalde. La única excepción era la familia de Almanzora pero claro, ya se sabía que aquella mujer estaba loca, empeñada en salir adelante sin un hombre que la mantuviera.
Por supuesto, no todo el mundo se dedicaba a holgazanear. Había quienes se ocupaban de cumplir con los ritos y preceptos de sus religiones. Los Siervos del Eliminador cambiaban las cintas de sus chichoneras, los Iluminados entonaban sus preces mirando al océano y los Émulos de la Llama Inmortal se disponían a encender las hogueras que servirían para rogar a Dios que devolviera los soles a su sitio la mañana siguiente, y no permitiera que la noche eterna se enseñorease del mundo. Sin embargo, los más preferían rezar en privado, tanto por la idiosincrasia de sus cultos como para no enojar al alcalde. En todos los casos se palpaba una mayor urgencia en las plegarias, un cierto nerviosismo. Como señaló Valera a sus amigos, la Gran Conjunción estaba cercana.
Los corrillos se fueron animando cuando la comitiva entró en el pueblo. La gente se apartaba a su paso, por más que aquellos tipos no parecieran peligrosos.
La casa de Almanzora tenía la misma pinta que las demás: una estructura fea, con aspecto de caja, paredes encaladas de adobe y algo inclinadas hacia el techo, donde se apreciaban los remates de las vigas que lo sostenían. La chimenea estaba en una esquina y, por supuesto, sobre la puerta no aparecía el emblema distintivo de los talibanes de Fan’dhom. Gádor los aguardaba en el portal, aunque en ese momento estaba ocupada intentando zafarse de las atenciones del alcalde. Éste le debía de estar sugiriendo algo no demasiado agradable, porque la niña se veía incómoda. El alcalde trató de ponerle la mano en el hombro, y Gádor intentó escurrir el bulto como buenamente pudo. Había lascivia en la mirada del hombre, al que parecía no importarle que tuviera delante a una chiquilla.
La situación no llegó a mayores porque en ese momento se presentaron los invitados. El alcalde se quedó parado. Lo estaban mirando con caras de muy pocos amigos. Tanto Azami como Nadira portaban florete y daga, e Isa Litzu llevaba algún que otro cuchillo escondido. Optó por irse a toda prisa, sin saludarles siquiera. A Gádor se le escapó un suspiro de alivio por quitarse a aquel pelmazo de encima, se alisó la falda y, con una solemnidad que resultaba enternecedora, los invitó a entrar.
—Nuestro hogar es el vuestro, desde ahora hasta que la Diosa nos admita en su seno. Que ojalá sea lo más tarde posible —les guiñó un ojo.
La casa era de una simplicidad espartana. Sólo había una habitación, con suelo de tierra batida sobre el que se habían dispuesto unas esteras. A la izquierda de la puerta de existía un espacio separado por un biombo, sin duda el excusado, que daba a un pozo negro. En el otro extremo de la casa estaba el fogón, con diversos utensilios de cocina colgados de unas alcayatas. De las paredes pendían unas literas plegables, para aprovechar al máximo el exiguo espacio disponible. A la altura de las cabeceras había dibujados sendos ídolos de extraño aspecto: un trazo lineal, las piernas abiertas, los brazos en cruz y un arco sostenido sobre la cabeza. Los escasos enseres de la familia se guardaban en unos armarios dispuestos por todas las paredes, excepto una. En ella se veía un altar presidido por el mismo ídolo de las cabeceras de las camas, aunque pintado a mayor tamaño. A sus pies tenía unos cuantos tiestos con flores frescas, sencillas pero arregladas con buen gusto.
Almanzora los aguardaba en el centro de la casa, con el resto de su prole en formación. Llevaba la misma ropa que la última vez, muy limpia, eso sí. Probablemente, la familia no tenía dinero suficiente para disponer de un buen fondo de armario. Los niños estaban serios, aunque se notaba que ardían de curiosidad por estudiar a los recién llegados. Indudablemente, no recibían visitas muy a menudo. Almanzora dio un paso adelante.
—Sean bienvenidos, amigos míos. Considérense ustedes en su casa. Me gustaría disponer de más espacio, pero hemos de conformarnos con lo que la Diosa nos provee.
—Mujer, no tendría que haberse molestado —dijo Azami—. Nos hace sentir un poco culpables por el trastorno que…
—No siga o me enfadaré, capitán —lo cortó, amable pero firme—. Son nuestros invitados, y no hay más que hablar.
—Pues entonces —repuso Azami—, tendrá usted que acatar las reglas de todo buen convidado en nuestra tierra, lo que implica traer un pequeño obsequio a la anfitriona. Nadira…
La sargento llevaba escondido bajo la guerrera un paquete que entregó a la sorprendida Almanzora. Ésta fue a negarse, pero no le quedó más remedio que aceptarlo. Contenía galletas y diversas golosinas para los niños, cortesía del cocinero del Orca. Al respecto, Isa Litzu había comentado que, a este paso, el viaje le iba a suponer más pérdidas que beneficios. Sin embargo, cuando Azami propuso pagarle de su bolsillo los regalos, la capitana estuvo en un tris de retirarle el saludo.
Antes de sentarse a la mesa, Almanzora les pidió que aguardaran a que oficiara el acto propiciatorio a la Diosa. Por supuesto, nadie objetó. Es más, el doctor, con ojos enrojecidos por las muchas horas que se había pasado tratando de descifrar el libro, estaba genuinamente interesado en presenciar un rito que desconocía.
En sí, el acto era bastante sobrio, aunque la oficiante puso en él toda su alma. Los presentes se colocaron de cara al altar. Almanzora tomó un poco de pan, lo depositó en un cuenco e hizo lo propio con un vasito de vino. Miró hacia la figura de la pared y sus hijos humillaron la cabeza.
—Diosa de nuestras antepasadas y de nuestras hijas, te ofrecemos este pan y este vino, fruto de nuestro trabajo. Sé benévola con nosotras, y cobija también bajo tu manto a estos buenos amigos. Cuida de mi humilde prole, para que pueda seguir honrándote y se cumplan tus designios. Amén.
—Amén —corearon los pequeños.
Acto seguido, todos salieron en procesión por la puerta y contemplaron la puesta de soles. Nadie habló mientras el cielo se oscurecía y las hogueras de los Émulos de la Llama Inmortal se alzaban hasta el firmamento, implorando la misericordia divina. En cuanto brillaron las primeras estrellas, anfitriones e invitados hicieron una reverencia y entraron en la casa.
Una vez concluido el rito, los niños corrieron a una pared y tomaron las sillas plegables, que dispusieron alrededor de la mesa. Todos se sentaron; los adultos a la izquierda y los pequeños al otro extremo, vigilados por Gádor. La comida era abundante, y presentada con buen gusto, en unas fuentes de las que todos se iban sirviendo. La base la constituían el arroz y la pasta, pero salsas y guarniciones hacían que cada plato fuera algo original, que cautivaba el sentido del gusto. Valera no quiso preguntar cuánto le había costado organizar semejante festín a una familia tan humilde. Se cumplía una ley no escrita: a menor riqueza, mayor hospitalidad. Por supuesto, todos se deshicieron en elogios hacia la cocinera. Almanzora le restó importancia.
—Además, las niñas me han ayudado un montón —Gádor enrojeció y se hinchó como un palomo en celo al recibir la cariñosa enhorabuena por parte de los invitados.
Acompañando a la comida se sirvió agua fresca y un vinillo rosado que entraba de maravilla, muy frío también. Valera se interesó por el método empleado para lograr una temperatura tan baja. Almanzora le explicó que los líquidos se metían en unas vasijas dobles de barro poroso, y los niños se iban turnando para abanicarlas. Con la debida perseverancia, podía incluso llegar a fabricarse hielo.
—Un excelente desarrollo del efecto botijo —concluyó el doctor, satisfecho.
A la comida siguieron los postres, unas deliciosas gachas con tropezones de fruta. Tras el café, los niños recogieron la mesa en un santiamén y se quedaron sentaditos en un rincón, muy formales.
—Ha sido una cena exquisita en todos los aspectos —dijo Isa Litzu—. No sé cómo podríamos agradecerle…
—Los he convidado porque me apetecía, y punto. Aunque… —hizo una pausa—. Me consideraría pagada de sobra si me contaran cómo marchan las cosas por el mundo. Aquí, como ya se habrán figurado, vivimos en perpetuo aislamiento…
—De mil amores —repuso Valera y, entre todos, pusieron al día a su anfitriona. La mujer escuchaba con atención y asentía gravemente a las noticias más preocupantes.
—Así que el Imperio usa de marionetas a los talibanes de Fan’dhom —se la veía preocupada—. Mala cosa. Ya notaba yo al alcalde muy crecido últimamente. En fin, la Diosa proveerá —concluyó, y miró al altar en muda plegaria. Luego, sin poder evitarlo, la vista se le fue hacia su hija mayor. Sólo fue una fracción de segundo, pero los invitados intuyeron la angustia que sentía una madre por el futuro de su familia, el miedo atroz a lo que pudiera pasarle. Sin embargo, se sobrepuso en un momento y volvió a ser la mujer animosa de siempre.
Para cambiar de tema, Valera se interesó por el papel de los hombres en el culto a la Diosa. Almanzora sonrió.
—¡Hombres! Ay, es algo con lo que hemos de apechugar, para expiar el pecado original de nuestras antepasadas. No se lavan, huelen mal, nos maltratan y sojuzgan, o bien son tan inútiles que hemos de cuidar de ellos. Y el caso es que cuando son pequeños parecen tan monos, despiertan tanta ternura… Pero en cuanto crecen degeneran en auténticos tarugos.
—También serviremos para fabricar nuevas adeptas a la Diosa —apuntó Azami, malicioso.
—Qué remedio… Cuenta la tradición que hace muchos siglos, antes de que naciera nuestra Primera Madre, el mundo era joven, y los hombres no existían. Como no podía ser menos, aquello era un paraíso, y las cosas funcionaban a las mil maravillas. Para concebir a una niña no se requería el concurso más o menos entusiasta de un varón, sino que las futuras mamás acudían a los templos, y mediante la sagrada ceremonia de la Clonación…
—¿Clonación? —preguntó Valera, perplejo—. ¿Qué significa…?
—No lo sé —respondió Almanzora—; se trata de ritos muy antiguos. En fin, tan bien marchaban las cosas que nuestras antepasadas cayeron en el pecado de la arrogancia, y desafiaron a la Diosa. Ésta se enfadó, y castigó a sus díscolas adoradoras a ganarse el pan con el sudor de su frente, y a parir con dolor. Para que su penitencia fuera más acerba, creó la enfermedad, la muerte y el hombre. Todas estamos sometidas a estas tres lacras, y menos mal que la Diosa se apiadó y escogió a la Primera Madre para que iniciara su peregrinación de isla en isla. Ceo que esto último ya se lo conté a ustedes cuando nos conocimos, si la memoria no me falla.
—Efectivamente. Por curiosidad malsana, ¿qué es de los niños cuando alcanzan la pubertad? —Valera miró de reojo al pequeño Macael, que a estas alturas se caía de sueño.
—Ah, pues lo usual: se entregan en adopción, o se les manda a que se busquen la vida.
—Un poco cruel, ¿no cree?
—Bueno, cuando sobrepasan cierta edad se les va preparando para que se emancipen. En uno o dos años, sus hermanas irán vejándolo y haciéndole la vida imposible para que ansíe independizarse a las primeras de cambio. No es demasiado traumático para ellos ni para nosotras —suspiró—. Me parece que nuestra forma de vida no es demasiado popular en esta isla. Realmente, sólo me he relacionado con algunos vecinos para concebir a mis hijos en las fechas prescritas por la Diosa. En fin, tampoco quiero ser injusta. Con varios me llevo bastante bien. En general, los marginados congeniamos; qué remedio.
Se hizo un silencio un tanto incómodo, que Valera procuró romper.
—Curiosa deidad la suya —señaló a la figura dibujada en la pared que presidía el altar—. Nunca la había visto antes. ¿Es la representación de la Diosa? Lo menciono porque tiene, y no se lo tome a mal, un aspecto ciertamente masculino.
—La inefabilidad de la diosa impide que pueda ser plasmada por manos humanas. Eso de ahí es una mera alegoría, una figura esquemática que sostiene la bóveda celeste, tras la cual se encuentra el Paraíso de Indalia. Es un lugar donde reina la dicha, y no hay hombres, dolor ni sufrimiento. Ojalá que alguna de mis descendientes pueda llegar a su meta, justo bajo la Morada de los Muertos, y la Diosa la lleve hasta allá.
La conversación prosiguió, relajada y amable, discutiendo sobre distintas creencias y concepciones del mundo, mientras la noche se iba cerrando. Macael se había quedado frito hacía ya un buen rato, y las niñas daban cabezadas sin poderlo remediar. Los invitados comprendieron que ya era momento de irse. Valera se ofreció a ayudar a retirar la mesa y fregar los platos, pero Almanzora no lo consintió, aunque agradeció la buena intención.
—Son ustedes unos visitantes modélicos. Ya me causaron una excelente impresión el otro día, y Gádor me lo confirmó cuando mencionó que las mujeres ocupaban cargos de responsabilidad, algo muy infrecuente.
—Es la costumbre en Hu-wan —contestó Isa Litzu—. Las personas son juzgadas por su valía, no por el sexo o el color de piel. Eso se debe a que somos bárbaros, como es bien sabido —le lanzó una mirada cómplice a Azami.
—En la República nos costó más trabajo —añadió Nadira—, pero poco a poco vamos ocupando lugares que eran coto privado masculino. Aún recuerdo la cara que me puso mi padre cuando le dije que quería ser militar. No me ha vuelto a dirigir la palabra desde entonces.
—A mí también me resultó difícil acostumbrarme, lo confieso —dijo Azami—, pero los viejos arrastramos demasiados prejuicios. Y aún queda mucho camino por recorrer, hasta que una mujer llegue a ser oficial de Infantería de Marina.
—Todo se andará —apostilló Nadira—. Con paciencia y salivilla…
—¡Yo seré la primera! —saltó de repente Gádor—. Mandaré un barco y… —se dio cuenta de que su madre la miraba con severidad—. Con la venia de la Diosa, claro, je, je —y volvió a sentarse en un rincón.
—Con lo loca que eres, sólo faltaba que encima se te metieran ideas peregrinas en la cabeza —suspiró—. Aunque no estaría mal que salieras de Fan’dhom, a ver si alguien de esta familia tiene un poco de suerte en la vida. Bueno, basta de pensamientos ociosos. Gádor, acuesta a tus hermanas y al renacuajo. Yo recogeré la mesa.
Almanzora acompañó a sus invitados hasta la puerta. Era una noche clara, y la Morada de los Muertos lucía en todo su mortecino esplendor. A un par de casas de distancia, un corro de individuos, dos hombres y dos mujeres, unían sus brazos en torno a un menhir portátil y salmodiaban algo que sonaba como un lamento desesperanzado. El doctor se los quedó mirando. No los había visto antes en el pueblo.
—Son inofensivos —explicó Almanzora—. Se trata de adoradores del Gran Leviatán que…
—¿Leviatán? —Valera dio un respingo.
—Sí, un monstruo mitológico que mora en lo más profundo del océano. Según ellos, algún día surgirá de entre las olas y llevará a los Justos al Paraíso que hay dentro de la Morada de los Muertos, en otra dimensión. Creen que lo que vemos desde aquí —señaló al cielo— es sólo la cáscara externa, donde residen los diablos que atormentan a las almas de los infieles.
—El doctor está tan emocionado porque cree en la existencia de los leviatanes —aclaró Azami.
—Y luego dicen que las raras somos nosotras… —repuso Almanzora, con ironía.
—Qué callado te lo tenías, Práxedes —dijo Isa Litzu, poniéndole una mano en el hombro—. Llevo navegando más años de los que quisiera, y la mayor bestia con la que me he topado es el dirigible central del Behemoth, que Murphy confunda. En cuanto a los carnívoros, lo más descomunal que he encontrado ha sido un jaquetón púrpura. Debía de medir unos ochenta metros. ¿Cuánto alcanza tu famoso leviatán?
—Le calculo más de quinientos. Se han recogido restos en las playas que… Bah, al cuerno —se le escapó, al comprobar que no lo tomaban muy en serio.
—No se ponga así, hombre —trató de apaciguarlo Almanzora—. En verdad, los adoradores del Gran Leviatán suelen ser muy introvertidos. Es la primera vez que los veo rezar en público.
—Tal vez sea por la Gran Conjunción —apuntó Isa.
—Puede. Dicen que se avecinan pleamares enormes, ¿no?
—De hasta cien metros —dijo Valera—. Una alineación tan notable de los soles y planetas sólo se produce cada dos mil años. Precisamente a nuestra generación le ha tocado contemplar tal prodigio. Doy gracias a que los astrónomos de la Universidad estarán registrando este fenómeno único con todo su instrumental. Imagínese: mareas vivas colosales, como el mundo nunca ha visto antes… Por cierto, les aconsejo que no se acerquen demasiado al mar durante la Gran Conjunción. Un golpe de nube podría llevárselas.
—La de bicharracos que van a quedar varados cuando baje la marea —comentó Azami—. Os faltarán museos donde guardarlos…
Platicaron un poco más sobre la Gran Conjunción, aunque pronto se despidieron cordialmente. Almanzora cerró la puerta, tras darles la bendición de la Diosa, y ellos se fueron a paso lento hacia el campamento. No había prisa, y el frío de la noche resultaba incluso agradable y vivificador. No hablaron durante un rato, hasta que Valera abrió la boca.
—Es buena gente.
—Y que lo digas —respondió Azami, aunque se quedó con ganas de añadir: «Y lo llevan crudo en esta isla». Miró a su buen amigo. Parecía preocupado. Seguramente estaba pensando lo mismo que él. Aparte de sus manías de descubrir cosas y comprobar nuevas teorías, le importaban sus semejantes. Aquella familia, sin duda, le había tocado el corazón. A lo mejor, incluso estaba pensando en cómo sacarla de allí. Buen viejo, Práxedes.
Siguieron su marcha hasta el campamento. De vez en cuando, alguno miraba de soslayo a la Morada de los Muertos, tratando de discernir en ella algún signo, pero las tormentas en su turbulenta atmósfera, o tal vez los dioses, no revelaron nada a los humanos esa noche.