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La delegación imperial invitada a presenciar el consejo de guerra constaba de doce miembros, todos ellos de las principales familias de la nobleza. Fue difícil seleccionar a los componentes, ya que muchos deseaban asistir a la humillación corporativa. Hasta cierto punto, estaban satisfechos; habían forzado a los corpos a ejecutar a uno de los suyos. ¿Qué mejor muestra de poder? Todo el Universo comprendería que atacar al Imperio significaba sufrir el correspondiente castigo. Algunos hechos, sin embargo, les causaron una vaga inquietud. El lugar del juicio, por ejemplo.
Discutieron sobre ello en el viaje de ida, a bordo del crucero R.A. Heinlein. Los corpos debían de estar locos. Lo lógico era que el proceso se celebrara en alguna base escondida, para no pregonar el deshonor. Pues no; habían elegido la Vieja Tierra.
Repasaron los archivos para obtener información sobre la sede del consejo de guerra. Cartagena era una antigua ciudad europea, donde desde tiempo inmemorial hubo presencia militar. Ahora sólo restaba un centro de adiestramiento de Infantería Estelar, sito junto al viejo Arsenal de la ciudad, convertido en Museo de la Armada. Alguien hizo notar un par de detalles: Cartagena se hallaba relativamente cerca de la ciudad natal del capitán Manso, y éste inició allí su carrera militar. La perplejidad de los imperiales aumentó. Cuando llegaron al Sistema Solar estaban inquietos, como presintiendo algo anormal.
El R.A. Heinlein no pudo atracar en el anillo portuario que circundaba a la Tierra, por motivos de seguridad. Escoltado por varias escuadrillas de cazas polivalentes aire-espacio, tuvo que aparcar junto a un pequeño asteroide que flotaba cerca de la órbita joviana. Un pelotón de infantes de Marina acompañó a los imperiales hasta una lujosa nave de pasajeros pilotada por un ordenador, que los condujo a su destino definitivo. Los imperiales, aunque no querían reconocerlo, estaban un tanto amedrentados por cuanto veían: la fría eficacia de los infantes, las medidas de seguridad, y las naves de guerra. Las había por doquier, de todos los tamaños, y su diseño era completamente distinto al usual en la Marina de su Gloriosa Majestad. Eran menos aparentes, pero no daban sensación de indefensión, sino todo lo contrario.
El transporte no los dejó directamente en el planeta, sino que se acopló al monstruoso anillo que circundaba al ecuador. Los miembros de la comitiva tuvieron que someterse a una prolija sesión de descontaminación, que contribuyó a despojarles de su aire de superioridad, además de los microorganismos parásitos. Tras pasar varias interminables horas en el anillo, por fin pudieron bajar a la Vieja Tierra por uno de los ascensores.
La recepción oficial fue gélida. Ya esperaban algo así, pero los desconcertó y alarmó algo inesperado: había cámaras de holovisión filmando por todos lados, que no dejaban escapar detalle. La Corporación, estaba claro, se disponía a transmitir un hecho presuntamente vergonzoso y humillante para ella, por razones que se escapaban a los integrantes de la misión imperial. Empezaron a ponerse nerviosos, y a esta sensación se unió otra de malestar psíquico, casi temor reverente. Estaban en la Vieja Tierra, cuna de la Humanidad, todavía viva a pesar de sus pecados, llena de miles de millones de personas, y edificios que tenían muchos siglos de antigüedad. Se sentían pequeños, oprimidos por el ambiente, rodeados de arcanos insondables.
Y el juicio del capitán Benigno Manso comenzó.
La delegación imperial se percató pronto de que todo había sido un error, pero ya era tarde para retroceder. La Corporación les había preparado una encerrona magistral.
El consejo de guerra se celebró en una austera sala del Arsenal. El acusado se sentaba en una silla aparte, frente al tribunal, En un lado quedaban los observadores imperiales; al fondo, poco público, todo él militar. Y cámaras por doquier que captaban todo, sin perder un gesto, transmitiéndolo por vía cuántica a billones de personas en muchos mundos. Y no sólo corporativos; los movimientos de resistencia al Imperio también tomaron buena nota.
La vista se inició. Con minuciosidad exasperante, los trapos sucios de la dominación imperial en Tau Ceti fueron expuestos a la luz pública. Los espectadores de holovisión en todo el entorno corporativo pasaron de una leve curiosidad (era un programa más, entre tantos otros) a un franco interés. Los operadores de las cámaras eran los mejores de su oficio; pasaban desapercibidos, pero mostraban la imagen adecuada en el instante preciso, con el encuadre idóneo. Poco a poco, el interés cedió paso a la indignación.
El acusado no se defendió cuando el fiscal expuso sus cargos. Es más, asumió la responsabilidad de lo ocurrido e hizo todo lo posible por exculpar a sus subordinados; a su vez, éstos intentaron salvar a su jefe. El público comenzó a emocionarse, y multitud de comunicaciones pidiendo clemencia llovieron sobre el tribunal. El juicio prosiguió. Las cámaras continuaban transmitiendo un espectáculo diseñado para disparar un sinfín de resortes emotivos ocultos, aunque nadie se percataba conscientemente de ello.
La sala conoció cómo unos cuantos corporativos destruyeron una guarnición imperial infinitamente más poderosa. El hombre sentado en el banquillo de los acusados, que parecía tan pequeño allí frente a todos, empezó a convertirse en un héroe. Los observadores del Imperio miraban con rencor al capitán Manso, que los había derrotado por segunda vez. El montaje del juicio les estaba causando un daño de imagen irreparable, y no podían volverse atrás. Hacerlo supondría reconocer que tenían miedo, como de hecho era. Ya sólo podían esperar que todo concluyera rápidamente e irse. Si al menos ese bastardo de Manso se pusiera en ridículo, o pidiera abyectamente perdón, o…
Pero no. El acusado aceptó con indiferencia la sentencia de muerte, y tan sólo pidió que fuera rápida, ya que no tenía ganas de perder el tiempo. También aseguró que no se arrepentía de nada, y que volvería a hacerlo.
Se levantó la sesión. La tensión se podía palpar en el aire. Los imperiales estaban realmente asustados ¿Qué pasaría ahora?
Hacía mucho tiempo que la Corporación no ejecutaba a alguien. Con su clásico pragmatismo, prefería que los condenados fueran sometidos a un retoque en el cerebro y convertidos en autómatas, muy útiles como tropas de choque. Con todo, la discusión fue breve. El condenado sería ajusticiado al estilo clásico, por un pelotón de fusilamiento con armas de proyectiles metálicos. Al menos así decían las ordenanzas, desempolvadas a toda prisa.
Se habilitó un paredón en la parte interna de los viejos muros del Arsenal. Se despejó un área alrededor del lugar de ejecución, para permitir la presencia del personal de la base militar; con fines de ejemplarizar, se dijo a los integrantes de la delegación imperial, los cuales prefirieron no comentar nada. Sentían pánico.
Amanecía. Un sol gordo y rojizo, veteado de nubes de un gris plomo, asomó tras los muros del Arsenal. El viento de levante agitaba las hojas de las palmeras milenarias, creando un murmullo que era lo único audible en el recinto. Todo el personal militar aguardaba de pie, en silencio. Ni siquiera los operarios de holovisión osaban hablar.
Los pasos rítmicos del pelotón de ejecución se escucharon con mayor nitidez conforme se acercaron a la explanada. Entre los soldados estaba el excapitán Benigno Manso, desposeído de su rango, con un simple traje de campaña sin insignias ni distintivos. Parecía tranquilo. Tras ellos, la delegación Imperial trataba de mantenerse digna, aunque se advertía cierta vacilación en su caminar. Todos ocuparon sus puestos. La almirante Jansen se situó al lado, junto a los jefes militares.
Las cámaras seguían tomando nota de todo, transmitiéndolo en directo a billones de personas que no podían separarse del holovisor. Los técnicos en programación se habían asegurado de ello.
Preguntaron al reo acerca de su última voluntad, que fue bastante simple. Se giró hacia la delegación imperial, a la que obsequió con un magnífico corte de mangas. Un murmullo de aprobación surgió de entre las tropas obligadas a presenciar la ejecución. Las imágenes mostraron en detalle los semblantes de los imperiales; todos sudaban. Acto seguido se centraron en el capitán, que aparecía tranquilo.
El comandante del pelotón cumplió con su deber. Sé oyó una descarga cerrada, y el reo dobló las rodillas y cayó. Las cámaras de holovisión se acercaron a él y lo mostraron desde todos los ángulos. Lenta, muy lentamente, se pasearon por todo el recinto. Revelaron la crispación en las tropas de Infantería, las caras de circunstancias en las autoridades y el miedo en los imperiales; casualmente, dedicaron más tiempo a estos últimos. Seguidamente, las imágenes volvieron de ellos al cuerpo.
Billones de ciudadanos corporativos habían sido testigos de la escena del fusilamiento. Algunos no pudieron resistirlo y desconectaron la holo. Otros, en cambio, se forzaron a verlo todo, e incluso obligaron a sus hijos a presenciarlo. Nunca lo olvidarían. Muchos niños aprendieron en un momento lo que es el odio y el deseo de venganza.
En el Arsenal pocos se habían fijado en la almirante Jansen, la cual parecía impasible como una esfinge. Nadie se percató de la breve tensión que se reflejó en su cara en el momento de la ejecución. Cuando ésta finalizó, dijo:
—La sentencia ha sido cumplida. Invito a uno de nuestros ilustres invitados a que compruebe la muerte del condenado, Benigno Manso. Quizá el muy noble doctor Lord McKinley VIII, si es tan amable.
El aludido se dirigió hacia el cuerpo caído, caminando lentamente, como si pisara vidrios rotos. Los veinte metros que recorrió le figuraron eternos. Podía sentir el odio hacia su persona que emanaba de las tropas. Sintió miedo a morir. Y, demasiado tarde, comprendió que habían contribuido a crear una leyenda que podía costarles muy cara.
El doctor, con manos temblorosas, examinó el cuerpo, sabiendo que todos estaban pendientes de su acción. El hombre estaba muerto, por supuesto; con voz casi inaudible, certificó su defunción. Todos los corporativos bajaron la vista, en señal de duelo, excepto Jansen. La voz de la mujer se alzó sobre el silencio general:
—La sentencia ha sido cumplida. Por expreso deseo de la delegación imperial, el cuerpo del ejecutado no será enterrado, sino que se destruirá inmediatamente, en el crematorio de este Arsenal. Nuestros invitados quieren también, puesto que se trata de un notorio criminal, que su recuerdo sea borrado, y no se le rinda homenaje alguno.
Los imperiales la miraron, alucinados. Por supuesto que habían exigido que se echara tierra sobre el asunto, y que del capitán Manso no se volviera a tener noticia, pero decirlo allí, en aquel momento, delante de todos… El murmullo que surgía de entre las tropas les heló la sangre.
Un par de enfermeros aparecieron con una camilla autopropulsada sobre ruedas. Extrajeron una gran bolsa de plástico negro e introdujeron en ella el cuerpo. La cerraron, la pusieron encima de la camilla y la cubrieron con una sabana. Jansen volvió a hablar.
—Nuestros invitados desearán acompañar al cadáver, para cerciorarse de su definitiva destrucción.
La comitiva imperial se situó tras la camilla. Su miedo se convirtió en pánico cuando oyeron la voz de Irma Jansen exclamar:
—¡Rompan filas!
Un general imperial perdió el control de su vejiga al escuchar la orden, pero nadie les atacó. Los corporativos, como si se hubieran puesto de acuerdo, formaron un pasillo humano en torno al trayecto que iba desde el paredón hasta los crematorios.
El cuerpo de Benigno Manso inició su último viaje, empujado por los enfermeros. Tras ellos, los imperiales no sabían dónde mirar. Las tropas, muchas de ellas visiblemente emocionadas, saludaban al muerto al pasar, cuadrándose.
Las cámaras seguían transmitiendo.
A los imperiales se les hizo eterno el recorrido. Nadie les agredió, aunque el odio hacia ellos era palpable, profundo, y los golpeaba como una bofetada. Tan sólo cuando pasaron junto a un grupo de suboficiales de Infantería Estelar, alguien dijo:
—No olvidaremos esto, cabrones.
Nadie más habló. Los imperiales miraban rígidamente al frente; no se atrevían a desviar la vista hacia las tropas, o hacia la camilla con el cadáver.
Finalmente, llegaron a la zona de los crematorios, donde se incineraban diversos desperdicios. Unos encargados tomaron la bolsa de plástico con el cuerpo y la introdujeron en una especie de horno, con la boca abierta, que dejaba ver su interior, sucio y ennegrecido. Unos haces de plasma redujeron el cadáver a cenizas. Todo el mundo pudo verlo. Un olor a carne quemada se enseñoreó del ambiente. Los suboficiales de Infantería Estelar empezaron a entonar uno de sus himnos favoritos, más bien obsceno, como homenaje a su camarada muerto. Pocos segundos después, cientos de militares emocionados lo coreaban, incluso aquellos que parecían más respetables. Más de uno descubrió que tenía la lágrima fácil, pero nadie se avergonzó por eso. Y sabiamente, las cámaras no perdían detalle.
La delegación imperial se fue de allí lo más rápido que pudo. Poco a poco, todos se marcharon. El crematorio quedó vacío, a excepción de la camilla que había transportado al cadáver. El olor a muerte se disipó. Pasaron unos minutos.
Los dos enfermeros regresaron a por la camilla. Se dirigieron con ella a un ascensor, que los bajó a una planta subterránea. Se desplazaron con rapidez hasta llegar a una habitación pequeña y vacía. Dejaron allí la camilla y se marcharon.
Un panel perfectamente disimulado se abrió, y de él surgieron varios robots que trasladaron la camilla a una sala contigua. El recinto estaba abarrotado de material médico de la más alta tecnología, listo para actuar.
Unos personajes enfundados en trajes estériles se aproximaron a la camilla, y manipularon unos controles La bandeja se abrió mostrando un doble fondo, del que extrajeron un gran saco de plástico negro; lo depositaron sobre una mesa y lo abrieron. El cadáver de Benigno Manso, cubierto de sangre, quedó iluminado por las luces coloreadas do los aparatos.