8

La fascinante evolución cultural de los Caballeros del Dragón sufrió periodos de estasis frente a otros de cambio rápido e imprevisible […]. Cuando abandonaron sus agrestes montañas natales para conquistar las llanuras comuneras, se encontraron con un entorno muy distinto […]. Los pocos que permanecieron en su inhóspita patria quedaron al margen de los grandes acontecimientos políticos de los siglos venideros, y mantuvieron puras las costumbres más ancestrales […].

La suerte de los Señores draquis en las ciudades fue bien distinta […]. Aunque sus gustos se tornaron más refinados, y el ascetismo de sus antepasados montañeses se mitigó, nunca renunciaron del todo a las viejas costumbres […]. En el centro de cada ciudad se obligó a residir a las clases humildes en barrios diseñados al milímetro para recrear las grutas de los antepasados […]. A los Señores más puristas les encantaba perderse en ellos por la noche (bien escoltados, claro), con capuchas rituales bellamente adornadas para evitar que la vista interfiriera con los demás sentidos […]. En el colmo del refinamiento, algunos llegaron a practicar sacrificios humanos con cautivos comuneros, concebidos como supremo goce estético: el reverberar de los gritos de los moribundos en aquella imitación del seno de la Madre Tierra, el manar de la sangre por las variadas texturas de los muros, deslizándose cual cálido flujo, remansándose en los huecos, donde su aroma se mezclaba con el de los perfumes rituales, o goteando y despertando sutiles ecos. En otras ocasiones, los sacrificios mixtos humano-animal se armonizaban según el complejo arte de […].

No es extraño que los comuneros, amantes de los espacios abiertos, odiaran los barrios en donde se les condenaba a vivir. Bien que se desquitaron después […].

FUENTE: Nyemyetskyi, F. (4708ee). «Breve Historia de Baharna». Ed. Progreso, Arcadia.

★★★

—Hola Verena.

—Hola Daniel. Huy, ¿qué es eso que llevas en el cuello?

—Una bufanda. ¿Pasa algo?

—Nada, hijo. Hay que ver cómo te pones… —contestó Verena, ante la cara de malas pulgas de su compañero.

Aún refunfuñando por lo bajo, Daniel acompañó a los demás a la primera de las reuniones que tenían programadas para hoy. A tal efecto habían acondicionado una sala del cuartel dotándola de una mesa circular, unas cuantas sillas y una discreta pero efectiva batería de dispositivos antiescucha. Las paredes estaban recubiertas de aséptico plástico gris, una rareza en aquel lugar.

El cuartel se ubicaba en un viejo y sólido edificio comunero de planta cuadrada, patio interior y tres pisos, con esquinas achaflanadas. Había sido cedido a los corporativos a cambio de que lo rehabilitaran de acuerdo con las leyes locales de preservación del patrimonio histórico-artístico, mas el proceso no fue nada fácil. Aunque los comuneros no eran tan puntillosos como se contaba de los draquis en sus tiempos gloriosos, las tradiciones estéticas de Baharna estaban reñidas con la funcionalidad militar, o así al menos les parecía a los sufridos inquilinos. Los más viejos del lugar recordaban algunos enfrentamientos épicos con los arquitectos, como cuando trataron de alicatar las duchas. Los soldados se negaban a meterse en una sala en penumbra con estalactitas musgosas, por más que eso representara la esencia de la Madre Tierra. Al final hubo que establecer áreas reservadas de acceso prohibido a los nativos, en las que poder disfrutar de paredes lisas, tubos fluorescentes, mesas con cuatro patas y otros pequeños placeres.

Los seis oficiales ocuparon sus sillas, tras la preceptiva visita a la máquina del café, y la reunión comenzó. Para Daniel Hintikka no era la primera de aquel tipo, aunque confiaba en que ya no le quedaran muchas más. Dentro de dos semanas, Verena, Timi, Ild, Skradda y algunos suboficiales pasarían a la reserva y se largarían del planeta en una de las escasas naves MRL que paraban por allí. Los iba a echar de menos. Habían resultado unos colegas de lo más apañado, como lo fueron muchos otros, cuyos nombres iba borrando el tiempo. Pero no pensaba deprimirse por eso. De momento restaban unos cuantos problemas logísticos que solventar. Sobre todo, tenía que redistribuir el trabajo entre los que se quedaban. Daniel, por lo que había captado en los chismorreos de pasillo, temía que no enviaran reemplazos esta vez. Sin duda la misión corporativa en Baharna iría menguando poco a poco, hasta hacerse poco menos que testimonial. Al final hasta acabarían sustituyendo al cónsul por un embajador en regla y Baharna sería admitido en la Corporación.

En verdad, todo esto le traía más bien sin cuidado a Daniel. Había asumido que iba a echar raíces en el planeta y sería cuestión de ir improvisando sobre la marcha. Por otro lado los demás también tenían claro qué harían cuando se jubilaran, cosa rara en los comandos. Se había juntado un grupo peculiar, sin duda. Eso hacía que el ambiente fuera distendido, sin la sensación de hastío que había experimentado tantas veces antes. Aparentemente todos estaban deseando colgar el uniforme y que les fueran dando mucho por donde amargan los pepinos a las Fuerzas Armadas.

El día transcurrió entre reuniones, entrevistas con suboficiales y trabajo burocrático, hasta que al fin llegó la hora de plegar. Sven Lerroux le dio a Daniel un tironcillo de la bufanda.

—Hum… Cuadros de textura sedosa con vetas aterciopeladas —siguió palpando, imitando a un crítico de arte, para regocijo de los presentes, sobre todo al ver la cara de mosqueo del coronel—. Ajá, detecto también unas puntadas desordenadas más fibrosas… El mensaje queda claro para quien sepa leerlo: eres una doncella casadera —concluyó muy serio. Todos rieron, Daniel inclusive.

—Hombre, en el fondo no es tan horrible una vez que se acostumbra uno —Daniel miró la bufanda—. Además, la vieja la tejió con tanta ilusión que me hace pena negarme a…

—Sí, sí; excusas… —lo cortó Sven—. ¿Qué nos apostamos a que ahora te vas corriendo a casita, en vez de correrte una juerga con los amigos? Quién te ha visto y quién te ve, colega…

—Los años, que no perdonan, ¿eh? —dijo Timi, dándole una palmada en la espalda.

—Será eso, sí.

—Ay, quién iba a decir que el coronel Daniel Hintikka, terror de bares, tabernas, lupanares y tugurios infectos, sentaría la cabeza en las postrimerías de su vida —declamó Sven, con voz solemne—. Al final acabará matrimoniándose con una supervisora y formando una familia extensa que llene media corrala…

—Pues cuidado con las supervisoras, que son de armas tomar —sentenció Timi—. Tendrás que funcionar en modo de combate…

—No te preocupes. Lina te encontrará un buen partido —terció Verena—. Vaya chiquilla. ¿Te acuerdas cuando se empeñó en que yo era tu novia, Daniel? Espero que no se ponga muy triste después de que nos vayamos. Ya casi nos consideraba de la familia.

—Anda un poco alicaída últimamente desde que se enteró que os largabais, pero los críos son fuertes y lo superará.

—En fin, Daniel —dijo Sven—, espero que tus mujeres te den permiso para que acudas a la fiesta de despedida.

—Descuidad, no me la perdería por nada del mundo.

Tras unas cuantas bromas y comentarios más, Daniel se despidió de ellos. Los vio marchar, un alegre grupo dispuesto a pasárselo bien, a apurar cada uno de los pocos momentos de paz que, de vez en cuando, regalaba la vida. Buena gente. Intentaría estar a su altura en la fiesta de despedida. Fantaseó al respecto mientras se dirigía a casa.

★★★

—¿Religión? ¿Qué te ayude en los deberes de Religión?

Lina compuso una expresión angelical y asintió con la cabeza. Daniel suspiró. «Joder, esta vez no puedo pedirle ayuda al ordenador; me mandaría a paseo». Por otro lado, la Corporación era laica y las religiones se toleraban como una rareza. De hecho, salvo en planetas apartados o por esnobismo, la gente pasaba mucho de credos varios. Para Daniel, encontrarse en una cultura con enseñanza religiosa obligatoria corroboraba su idea de que Baharna no tenía remedio. Hizo de tripas corazón y se preparó para salir airoso del trance.

—A ver, ¿qué se supone que debes entregar en el colegio? Y lo necesitarás para mañana, ¿me equivoco? —carita de angelical candor—. Siempre lo dejas todo para el final. ¿No podrías esforzarte en cumplir con tus tareas sin pedirme ayuda cada dos por tres? Te estoy malcriando —expresión de inocencia—. En fin, tu dirás.

—Mira, Daniel, la profesora nos ha pedido una redacción sobre… Espera que lo lea —examinó su libreta y deletreó con dificultad—: La erosión, los vientos dominantes y la reencarnación en caso de parto múltiple.

—Coño.

Se hizo un embarazoso silencio. Daniel contempló a Lina con cara de absoluto desconcierto, y la niña le devolvió la mirada con aire impaciente.

—¿No irás a decirme que no sabes nada de Religión, eh? —el tono era de reproche y tuvo la virtud de hacer que Daniel se sintiera un bicho raro.

—Mujer, yo… Mira, cuando era pequeño me educaron los neocatólicos, pero…

—¿Neocatólicos? ¿Qué son? —preguntó Lina, extrañada.

—Personas que practican una religión bastante antigua. No quedan muchas, desde luego.

—Ah, bueno, gente loca. Pero yo me refiero a la Religión Verdadera, Daniel.

—Todos piensan que la suya lo es, querida.

—Bah, seguro que son tonterías. A ver —puso los brazos en jarras—, ¿en qué creen los neocatólicos ésos?

Daniel escarbó entre las telarañas de la memoria y trató de explicarle las doctrinas básicas. Le pareció que, para tratarse de una cría tan pequeña, ponía una cara de escéptica sorprendentemente madura. Al final acabó picándose, sobre todo por la manía de ella de fingirse horrorizada cuando tocaba un tema espinoso. Una vez que dejó por imposible lo de hacerle comprender el misterio de la Santísima Trinidad sin que se pitorreara de él, le tocó el turno a una sinopsis un tanto libre de los Evangelios.

—O sea, a ver si me aclaro —resumió Lina—: Dios crea a la gente y permite que el Demonio la pervierta. Si es todopoderoso y sabía lo que iba a pasar, menuda faena, ¿eh? —no le dejó tiempo a replicar—. Y para arreglarlo, no se le ocurre otra cosa que enviarse a sí mismo a morir y a redimir los pecados que Él mismo había consentido. Si lo sabía todo, ¿por qué no hizo las cosas bien desde el principio?

Daniel argumentó, sin mucho entusiasmo y con escaso éxito, algo sobre el libre albedrío, así que pasó a contarle a aquella criatura insolente el ritual de la misa. Lina fingió escandalizarse:

—¿Así que os coméis la carne y bebéis la sangre de vuestro Dios? ¡Mira que sois brutos!

—Mujer, no lo interpretes al pie de la letra…

—¡Es que encima sólo faltaría que fuerais caníbales de verdad! ¿Y eso es Religión? ¡Si no tiene pies ni cabeza!

Daniel se quedó con ganas de mandarla a freír espárragos, a pesar de que hacía décadas que había dejado de confiar en que alguien velara por los humanos.

—Te ríes mucho, sí, pero dime: ¿en qué creéis vosotros?

—Ay, mira que tener que explicar algo tan sencillo a una persona tan mayor… Escucha, todo tiene alma: tú, yo, la abuela… Incluso los animales, las piedras, los árboles… Claro, unas almas son más espabiladas que otras, pero al principio no era así. El Universo tenía una única Alma, encargada de moverlo todo. Pero el Universo es muy grande y debía estar muy atento para que no se le pasara nada por alto. Y claro, al cabo de los siglos el Alma se cansó. Se durmió y se fue deshaciendo en pedacitos. Las gentes, los animales y demás empezaron a actuar por su cuenta y a pelearse. Por eso hay guerras y problemas. Es lógico, ¿no?

—Si tú lo dices…

—Sí, yo lo digo —lo parodió Lina, con tono burlón—. Ahora, el Alma del Universo está dormida y es como si tuviera pesadillas. Pero un día despertará y las cosas volverán a su sitio, a funcionar como antes. Si nos portamos bien y ocupamos el puesto que nos corresponde en el mundo, el despertar del Alma será más fácil y nos lo agradecerá. Si hacemos daño, a lo mejor somos castigados cuando llegue el momento.

—Muy bonito. Y después de despertar, ¿qué pasa si el Alma se queda frita otra vez, chica lista?

—Pues vuelta a empezar. No creerás que ésta es la primera ocasión en que el Alma se duerme, ¿verdad?

—Me rindo. Pero ¿qué tiene esto que ver con lo del viento y los partos múltiples?

—Cuando las almas se escapan por las bocas de los muertos, el viento las recoge. Si la persona fue buena, su alma resistirá la erosión y se unirá con el Alma del Universo. Si no, será un alma frágil que se deshilachará. Se mezclará con el polvo, el agua y la arena que arrastra el viento, y sus pedazos entrarán en los niños cuando sus padres los encarguen. A barlovento las almas llegan antes, pero van deshechas, en jirones —Lina recitaba como un papagayo, de carrerilla; Daniel se preguntó cuántas veces les habrían tenido que repetir aquella cantinela a los críos para que se les grabara en el cerebro, probablemente sin entender del todo lo que significaba—. Por tanto dan lugar a personas nerviosas, locas o poco sensatas, como en las montañas del sur. En cambio a sotavento las almas pueden remansarse, mezclarse, perder humores negativos y dan lugar a gente más normal. El problema surge cuando vienen gemelos o trillizos. A sotavento el alma tiene que dividirse entre los distintos bebés, y eso crea un vínculo entre ellos, como una cadena invisible que dura toda la vida. En cambio, a barlovento, como las almas van más sueltas; igual les toca una por cabeza y son más libres. ¿Qué es mejor? Eso es lo que tenemos que escribir en la redacción. Todos los años nos preguntan lo mismo, menudo rollo, pero esperan que seamos ingeniosos —soltó un bufido.

Daniel meneó la cabeza.

—Y luego dirás que los neocatólicos son raros…

—No compares, hombre. La Religión Verdadera es más normal que esos dioses que mueren, resucitan y encima hay que comérselos. Tú dime qué tengo que poner en la redacción, anda. Si fueras a tener mellizos, ¿qué preferirías? —lo miró con malicia.

—No sé… Supongo que no me fijaría en el viento cuando fuera a encargarlos, como tú dices.

—Pues es importante, oye.

—Psé… ¿Y si enchufo un ventilador?

Eso la dejó perpleja durante un rato.

—Las aspas no serían de plástico, ¿verdad? —preguntó, insegura.

Antes de que Daniel pudiera contestar se escuchó la voz de Dama Ívix, anormalmente grave, desde la puerta, sobresaltándolos:

—En el principio todo era oscuro y frío. El Dragón dormía, soñando con el futuro. Nadie podría medir la duración de ese sueño, porque el Tiempo aún no había sido creado. Pero al fin el Dragón despertó y el Fuego fue. Las estrellas y los soles brotaron de su boca. El dorado Ari brilló el primero y el rojo Orm lo siguió, de los rescoldos de la Llama. Y con sus garras aró los valles, amasó las montañas…

Lisa, alarmada, corrió hacia ella y la sujetó suavemente por el brazo.

—Abuela, no digas esas cosas. Están prohibidas, ya sabes —miró de reojo a Daniel, pero éste se hizo el despistado para no agobiarla más.

—Tonterías, niña. Los jóvenes de hoy sólo tenéis oídos para esas patrañas de las almas errantes que aprendéis de los criados comuneros y olvidáis la verdadera fe, la que hace grandes a los Caballeros del Dragón.

—Sí, abuela, lo que tú digas. Venga, debes tomarte tu medicina.

Lina, sin mucha resistencia, arrastró a la anciana hasta su cuarto. Dama Ívix la siguió, murmurando incoherencias sobre dragones, guerreros y siervos. Daniel suspiró. La vieja llevaba unos cuantos días un poco rara, con aquellos desconcertantes retornos al pasado que tanto parecían afectar a las demás draquis. Afortunadamente Lina estaba acostumbrada a manejar aquellas situaciones, así que se abstuvo de intervenir.

Al cabo de unos minutos Lina regresó. Daniel la había oído toser y en verdad se la veía un poco más demacrada que de costumbre. Desde que se enteró que Verena y sus amigos se marchaban de Baharna parecía algo apagada, aunque se repuso pronto, con su habitual desparpajo. De todos modos uno de estos días tendría que acercarla al hospital para una revisión.

Volvieron al tema de la redacción. Daniel, en plan borde, le planteó algunos supuestos para poner a prueba su fe, como la concepción de mellizos a bordo de una nave espacial, en planetas con climas diferentes o en una habitación giratoria con las ventanas abiertas. Al fin, Lina lo dejó por imposible y optó por ponerse a trabajar y redactar ella misma. En el fondo eso era lo que Daniel pretendía. Por un lado, tranquilizaba su conciencia; últimamente estaba consintiendo en demasía al hacerle los deberes. Por otro, la verdad era que no tenía ni remota idea de cómo abordar la dichosa redacción. Para él, todo lo que fuera escribir algo más complejo que un informe de rutina sin el apoyo de un ordenador constituía una tarea ímproba.

Finalmente Lina se fue a acostar. Como de costumbre le tuvo que relatar una historia de sus viajes por el cosmos, debidamente censurada y expurgada de sus aspectos más sombríos, hasta que se quedó medio dormida. Le dio un beso en la frente y se fue a su propia habitación, con una sensación inefable de calidez, dicha y, sobre todo, de creer que estaba haciendo algo útil.

Ciertamente, pensó mientras se tumbaba en la cama, la felicidad era una cosa bien simple. Quién se lo iba a decir unos meses atrás, cuando se paseaba por Akrotiri en un blindado acompañado de sujetos como Prevenido o Alegría de la Huerta.

★★★

Daniel, como cualquier comando, estaba condicionado para tener el sueño ligero y despertarse al más mínimo ruido anormal, con la mente despejada y a pleno rendimiento.

«Vidrio rompiéndose. Un objeto pequeño. Jadeos. La habitación de Lina».

Se levantó de un salto, alarmado y corrió hacia la niña. Por fortuna la puerta no tenía cerrojo. La abrió y encendió la luz.

Lina se estaba muriendo. Sus manos crispadas se aferraban a las sábanas, cada vez con menor fuerza. El tórax subía y bajaba espasmódicamente, intentando a toda costa ventilar los pulmones, pero el aire no entraba. La cara presentaba un feo tono cerúleo, con los labios amoratados y los ojos en blanco. En el suelo, el vaso con agua que ella solía poner todas las noches encima de la mesilla se había hecho añicos, sin duda de un manotazo desesperado.

Daniel no perdió el tiempo asustándose o preguntando qué pasaba. Como cualquier coronel de comandos ya había lidiado con situaciones críticas similares. A toda velocidad corrió a su habitación, abrió la taquilla de seguridad, agarró el botiquín y regresó junto a Lina. Gracias a privilegios del mando había requisado de Intendencia un equipo médico completo. Era impresionante la de cosas que cabían dentro del modelo estándar; sus diseñadores habían tratado de prever la mayoría de contingencias que pueden acaecerle a un comando.

Ahogarse en su propia sangre o vómitos, por ejemplo. Durante su dilatada carrera, al coronel Hintikka le habían desgraciado más de un soldado, algo inevitable cuando uno se enfrenta a un prójimo no muy amistoso. Todo oficial de comandos recibía un curso completo de primeros auxilios y más de una vida se había salvado gracias a eso.

Daniel trató de mantener la cabeza fría. Aplicó un sedante instantáneo con la microhipodérmica y Lina dejó de agitarse y temblar. Le abrió la boca y miró en la garganta. Estaba llena de una mucosidad verdosa y densa, la cual formaba un tapón en la tráquea que la asfixiaba. ¿Cuántos minutos habría estado ahogándose antes de romper el vaso? Buscó la carótida. El pulso era irregular y débil. Se estaba yendo.

—La marca de la familia. El Dragón jamás perdona a quienes lo traicionan. Ni los sacrificios expiatorios lavarán la mancha.

Daniel se giró sobresaltado. Dama Ívix estaba apoyada en el quicio de la puerta, vestida con un camisón y cubriendo sus hombros con un chal con infinitos matices de negro y granate. En sus tiempos debió de ser una prenda magnífica, aunque ahora veíase más bien ajada. La luz de la habitación marcaba con crudeza sus avejentados rasgos. Era obvio que su mente estaba en otro sitio. Empezó a salmodiar con voz cascada una letanía en una extraña lengua llena de consonantes y que tenía la virtud de poner los pelos de punta.

—¡Cállese!

Dama Ívix dio un respingo. Daniel estaba acostumbrado a impartir órdenes y si a eso se le sumaba su angustia actual, el efecto resultó demoledor. La anciana se acurrucó en un rincón, sin osar moverse, aunque los labios seguían susurrando una muda cantinela.

Daniel se olvidó de ella y no perdió más tiempo. Odiaba lo que iba a tener que hacer, pero era la única forma de salvarle la vida a Lina. Tomó un bisturí de hoja cerámica y, con exquisito cuidado, le abrió la garganta. Lavó la herida, le puso una biopelícula coagulante y le introdujo una cánula por la tráquea. No era la primera vez que hacía aquello, aunque hasta ahora sólo había trabajado con adultos. Los pulmones volvieron a recibir aire, aunque el ritmo respiratorio era irregular y se percibía un gorgoteo que no auguraba nada bueno.

Daniel se enjugó el sudor de la frente y regresó corriendo a su habitación. Le había ganado unas horas a la muerte, pero la niña estaba en las últimas a menos que recibiera atención médica adecuada e inmediata. Mientras, Dama Ívix parecía un vegetal más que otra cosa, con la vista fija en las sábanas ensangrentadas y revueltas.

Daniel encontró el comunicador y llamó al cuartel. Rogó a cualquier deidad que quisiera escucharle que hubiera alguien en el puesto de guardia. Era una carrera contra el tiempo y no se fiaba de las ambulancias locales, sobre todo si había que acudir a un barrio draqui. Exhaló un suspiro de alivio cuando le respondió una voz familiar:

—Cuartel General de las FEC en Akrotiri. ¿Qué desea?

—Verena, soy Daniel Hintikka. Lina está muy mal. He tenido que practicarle una traqueotomía de urgencia pero si no la llevamos al hospital, de ésta no sale. Trae un vehículo rápido y ligero hasta la Corrala. Avisa a Areta para que envíe a alguien a cuidar de Dama Ívix, que tampoco anda muy fina.

Daniel impartió algunas instrucciones más que Verena obedeció sin rechistar. Era una profesional y se abstuvo de preguntar nada. Ya habría tiempo después. Además, tampoco era necesario azuzarla; el destino de Lina no la dejaba indiferente.

★★★

Para cuando Verena llegó a la Corrala, Areta Mírix ya había puesto en pie de guerra a un montón de amigas. Varias matronas daban vueltas por la casa, limpiándola, acompañando a Dama Ívix o velando a Lina junto al coronel. A pesar de aquel trajín no se estorbaban entre ellas. Los días en que Lina y su abuela eran unas apestadas sociales habían pasado a la Historia. De hecho, ninguna formuló objeciones a acudir a un barrio de tan mala nota y con tantas leyendas siniestras como aquél.

Al ver a la teniente, Daniel envolvió a la niña en una manta, la tomó en brazos con delicadeza y, sin decir una palabra, se dirigió al exterior. Verena cruzó una mirada con la supervisora.

—No perdáis tiempo. Nosotras nos ocuparemos de todo. Avisadnos en cuanto sepáis algo en el hospital.

Verena la saludó y corrió tras el coronel. Aunque Daniel ejercía el férreo autocontrol de los comandos, Verena sabía leer entre líneas y se percató de lo asustado que estaba. La cría tenía que significar mucho para él.

En el patio de la Corrala habían aparcado un pequeño rata, un triciclo de ataque biplaza capaz de circular por las estrechas callejas del barrio.

—Conduciré yo —dijo Verena—. Tú agarra bien a Lina. Y tranquilo, todo se arreglará —añadió, al ver la muda expresión de gratitud de su compañero.

Verena había sido previsora. En las afueras del barrio aguardaba un aerodeslizador rápido, con un soldado al volante. Metieron el rata en el compartimento de carga, acomodaron a Lina en el asiento trasero y salieron a toda pastilla hacia el hospital Gloria del Ekumen, como si fueran un caza en vuelo rasante.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al fin Verena.

—No sé. Se acostó tan contenta, y de repente… —se pasó una mano por la cara—. Se estaba ahogando en sus propios mocos. Nunca me he topado con nada parecido.

—Ya padecía problemas respiratorios y estuvo ingresada antes, ¿verdad?

—Nadie le otorgó excesiva importancia. Si lo hubiera sabido… Iba a llevarla al médico dentro de unos días, para que la revisara. Debí suponer que… Maldita sea, le he fallado.

Verena se dio cuenta de la procesión que llevaba por dentro Daniel. Le palmeó el hombro afectuosamente.

—Tranquilo, hombre. No te culpes.

Daniel le apretó la mano y estuvieron así, sin decir nada, mirando a Lina, que respiraba cada vez peor.

★★★

La sala de recepción del servicio de urgencias del hospital Gloria del Ekumen no estaba demasiado atestada a aquellas horas de la madrugada: algunos ancianos con bata y alpargatas, uno de los cuales vomitaba en una bolsa; una mujer comunera que parecía haberse torcido un tobillo; un joven con un gran anzuelo clavado en la oreja izquierda y cara de estar pensando «qué gilipollas soy», y poco más.

Daniel y Verena corrieron hacia el mostrador de admisión. Al otro lado de un delgado cristal se sentaba un individuo ataviado a la moda comunera, con unos rasgos que les resultaron familiares, aunque no lograban ubicarlo. Daniel le explicó el caso y se identificó. El funcionario tecleó algo en su ordenador mientras lo escuchaba desapasionadamente.

—La cartilla del seguro, por favor.

Daniel, impacientándose por momentos, le tendió unos papeles que previsoramente le había dado Areta. El funcionario los examinó una y otra vez, con gesto de disgusto. Finalmente miró al militar con cara de pocos amigos.

—Esta cartilla debió renovarse el mes pasado. Siempre pasa igual con los draquis. Ahora voy, meto los datos en el ordenador y me sale un mensaje de error. Si un trámite tan simple se hiciera con tiempo… Pero no, tienen que dar lugar a esto —golpeó acusadoramente los papeles—. A ver cómo lo arreglo yo ahora.

Daniel, con una calma que lo sorprendió a él mismo, le pasó a Verena el cuerpo de Lina. La teniente se apartó un par de metros, por si acaso.

—Oiga, se trata de una urgencia. A la niña le quedan unos minutos de vida si no la ve un médico, señor…

Daniel leyó el nombre que figuraba en la tarjeta que el funcionario exhibía en la pechera de su abigarrada bata: Hirneolo Deoforóvix. De repente se hizo la luz en su mente. El funcionario también se dio cuenta de que lo había reconocido y sonrió, triunfante.

—Sí, soy el hermano del coronel Deoforóvix, al que usted ridiculizó y cubrió de ignominia en la Gran Fosa.

Daniel respiró hondo e hizo un esfuerzo por controlarse.

—Mire, señor Deoforóvix, acepto que yo no le caiga simpático, pero deje las rencillas a un lado por un momento y no lo pague con la niña. Sería mezquino. Necesita que la atiendan ya mismo.

—Buéeeno… —Deoforóvix puso cara de estar perdonándole la vida—. Pasen a la sala de espera y ya les llamaremos en cuanto llegue su turno.

—Perdone, pero esa gente no da la impresión de padecer nada extremadamente grave, y lo nuestro es cuestión de vida o muerte.

—Oiga usted —Deoforóvix se levantó de su silla y lo miró desafiante—. No puede venir aquí con la cartilla caducada y encima avasallando. ¿Qué se han creído ustedes? ¿Qué son mejores que los honrados ciudadanos? Esperen su turno, por favor.

—¡Joder! ¿Es que no ve que está agonizando?

Deoforóvix casi tocaba con su nariz el cristal de la ventanilla.

—¿Qué le lleva a suponer que su caso es más urgente que los demás? ¿Recuerda cómo llegó aquí mi hermano? Ahora les toca esperar a ustedes —sonrió.

★★★

El enfermero pasó por última vez el escáner en torno a la mano del coronel Hintikka.

—Ésa era la última esquirla de vidrio, señor. Voy a vendarle la mano; terminaré enseguida. La verdad —dijo, mientras acababa de poner el apósito—, tiene usted los nudillos hechos un asco.

—Tendrías que haber visto cómo quedó la cara del tipo que estaba al otro lado de la ventanilla —señaló Verena—. Supongo que a partir de ahora instalarán un cristal blindado.

—Se lo ganó a pulso —murmuró Daniel.

—No seré yo quien te lo reproche.

El enfermero saludó y abandonó el dispensario. A Daniel y Verena sólo les quedaba esperar a que el médico concluyera su tarea y les informase.

La clínica del Cuartel General de las FEC era pequeña y sólo contaba con un quirófano y unas cuantas habitaciones. Estaba pensada para casos de urgencia; los enfermos se trasladaban en cuanto era posible al hospital Gloria del Ekumen. Al frente de la clínica figuraba el teniente médico Andrew Oswald, un individuo alto, de complexión recia y tez oscura, aunque sus rasgos mostraban a las claras la existencia de genes polinesios en su sangre. No se manifestaba precisamente contento por haber sido destinado a lo que él denominaba el culo del universo, aunque era concienzudo en su oficio. Por otro lado tenía mucho tiempo libre, dada la escasa peligrosidad de las misiones en Baharna. Había puesto el grito en el cielo cuando le trajeron una niña nativa moribunda a aquellas horas, en vez de ir directamente al hospital.

—Lina está muy mal, doctor —le había dicho la teniente Gray, quien parecía la más serena de los dos—, y en el Gloria del Ekumen había cola. Uno de los funcionarios ha sufrido un percance y no nos atrevimos a aguardar allí.

—Lo hecho, hecho está —rezongó el médico, meneando la cabeza como si se lamentara de la estupidez humana. Hizo despertar a un asistente y a un par de enfermeros y se ocupó de la paciente.

Faltaba poco para el amanecer cuando el doctor Oswald salió del quirófano. Parecía cansado y abatido, pero ése era su aspecto cotidiano. Daniel poco menos que se abalanzó sobre él.

—¿Cómo está Lina, doctor? —las horas de tensa espera se estaban cobrando su tributo; Daniel se veía más descontrolado de lo habitual.

El doctor arrojó sus guantes desechables a un pequeño incinerador.

—De momento saldrá de ésta, pero por los pelos. Si tardan un cuarto de hora más en traerla, no lo cuenta.

Una oleada de alivio inundó el cuerpo de Daniel, aunque duró poco.

—¿Ha dicho de momento, doctor?

—No soy partidario de alimentar falsas expectativas. ¿Han oído hablar de la fibrosis quística? Me imagino que no —dijo, al ver las caras de los militares—. Era una enfermedad, hoy erradicada; un fallo genético hereditario. Lo de esta niña se le parece. El secuenciador de ADN ha detectado una anomalía múltiple que afecta a varios cromosomas. La enfermedad es recesiva y ciertamente peculiar. En cualquier caso, los resultados son los mismos: cualquier afección respiratoria se puede convertir en letal. Le he limpiado los pulmones y he tratado de regenerar el destrozo de la tráquea, pero el mal en sí no tiene cura. No sobrevivirá al próximo ataque, y me temo que éste ocurrirá dentro de uno o dos meses, a más tardar.

Daniel sintió como si hubiera recibido un mazazo. Quedó aturdido, sin reaccionar. Fue Verena quien inquirió:

—Ha dicho usted que la fibrosis quística ya no existe. ¿No podría curarse del mismo modo la enfermedad de Lina?

Oswald se encogió de hombros.

—El mecanismo de acción de los genes que causaban la fibrosis es conocido. En cambio, a pesar de la similitud en los síntomas, lo de esta niña parece nuevo. Debe de ser una enfermedad autóctona de Baharna y rara por añadidura. Tal vez… —meditó unos momentos—. Tendrían que hibernarla, practicar un sinfín de biopsias, realizar un estudio genético a fondo, crear un virus artificial sistémico que inoculara en las células los genes reparados y rediseñar los pulmones y otros órganos. En Baharna no existe la tecnología adecuada para ello. La Corporación no corre riesgos con el espionaje industrial; por ello sólo envía material de segunda a estos planetas apartados —añadió, con amargura—. El sitio más cercano donde se podría tratar a la paciente es Hlanith. Resumiendo —miró alternativamente a Verena y Daniel—: en cuanto podamos la trasladaremos al hospital para que la tengan bajo observación. Yo me encargaré de los trámites, por si acaso. Pero si no sale pronto de Baharna, morirá en el próximo ataque. Y ahora váyanse a descansar. Lo necesitan, sobre todo usted, coronel. Ella dormirá tranquila. De momento no podemos hacer más.

★★★

Verena estuvo dándose una vuelta por la tienda de regalos del hospital. Desechó flores y bombones, por posibles problemas de alergia y porque Lina no estaría en condiciones de tragar nada durante un tiempo. Al final compró un gandulfo de peluche y subió a la planta de Pediatría.

Se asomó a la puerta de Cuidados Intensivos, pero no necesitó preguntar. Localizó a Daniel en el pasillo, hablando con la enfermera jefe. Se acercó a ellos.

Daniel trataba de excusarse por lo ocurrido un par de días atrás en urgencias, cuando se apercibió de la presencia de Verena. La saludó con la mano e hizo las presentaciones:

—Teniente Verena Gray, Delilah Arnáu. Le estaba comentando que…

—Olvídelo, coronel. Los desperfectos fueron reparados y el señor Deoforóvix está dado de baja. Le vendrán bien unas vacaciones, un sano cambio de aires.

—Creo que le sacudí demasiado fuerte, pero en aquel momento los nervios…

—Lo comprendo, coronel. La conducta de Deoforóvix nos parece inexcusable, impropia de un funcionario e incluso se le podría juzgar por negligencia y denegación de auxilio. Creo que a cambio de pasar por alto esos cargos no lo demandará a usted. Le garantizo que no se repetirán hechos tan lamentables. Por desgracia el personal de oficina es puesto a dedo por el Gobierno Republicano y me temo que se ha hecho usted de algunos enemigos. Gracias a la ayuda económica de la Corporación se nos tolera de buena gana a los extranjeros, pero ándese con pies de plomo en el futuro, por si las moscas. En fin, si me necesitan para algo, ya sabe cómo localizarme.

Delilah Arnáu se marchó para atender sus obligaciones y Daniel y Verena se dirigieron a las habitaciones.

—¿Cómo va, Daniel?

—Estable, dentro de la gravedad. No creo que le den el alta en su estado. Tiene los pulmones hechos cisco. Además hay algo en su sistema inmunitario que le impide aceptar transplantes. Si no la sacamos del planeta… Bueno, estamos llegando. Ponle buena cara, por favor. Se alegrará de verte.

Lina ocupaba una habitación individual. La pared estaba algo desconchada, aunque unos cuantos muñecos de plástico basados en personajes de dibujos animados trataban de darle un toque festivo. Lina yacía en una cama con ruedas. A su lado, una matrona draqui hacía ganchillo en un sillón tapizado de plástico verde. Los saludó al entrar.

—Mira quién ha venido a visitarte, Lina.

Verena hizo un esfuerzo por parecer jovial. Comprendió la advertencia de Daniel para que pusiera semblante alegre. Al ver a Lina, se le cayó el alma a los pies. Nada quedaba ya de la criatura vivaracha que se dedicaba a incordiarlos en la Corrala. Forzada a la inmovilidad, con varios goteros conectados al brazo y unos tubos que le salían de la garganta, su imagen era penosa de contemplar. Tenía el rostro demacrado, con profundas ojeras pintadas bajo los párpados. Cuando vio a Verena abrió la boca para hablar, aunque no podía, y sus ojos hundidos y tristes se iluminaron un poco. Movió con dificultad el brazo libre y le dio un débil apretón de manos.

—Hola, Lina. Ya falta menos para que vuelvas a pegar brincos por ahí, ¿eh? Mira, te traigo un regalo.

Verena le puso el peluche junto a la almohada. Lina sonrió y sus labios esbozaron la palabra gracias. La teniente pasó un buen rato contándole batallitas y fantaseando con lo que iba a disfrutar cuando se recuperara. Daniel se había sentado en otra silla y también trataba de animarla. Al cabo de un rato la matrona tomó por el brazo a la teniente.

—Oiga, ¿por qué no acompaña al coronel a la cafetería a que se tome algo? Le vendrá bien que le dé el aire. Lleva encerrado aquí desde que la trajeron y no deja que lo relevemos. Sería mejor para todos que descansara un poco, ¿verdad? —incluso Lina asintió desde la cama—. Ya me quedo yo para lo que haga falta.

A regañadientes, entre las dos mujeres lograron sacar a Daniel de la habitación.

—Vuelvo enseguida, no te preocupes —le dijo a Lina; la niña alzó la vista, como dejándolo por imposible.

Ya camino de la cafetería, Verena estudió detenidamente a Daniel. La máscara de tranquilidad que mostraba en la habitación se resquebrajó un poco, y entrevió a un hombre desolado.

—Cuesta disimular ¿eh?

Daniel suspiró y asintió con la cabeza.

—Si te paras a pensar, esa cría es lo único que tengo —dijo en voz baja.

Verena le dio una palmadita de ánimo en la espalda y continuaron sin hablar hasta legar a la cafetería, tan concurrida como de costumbre. Localizaron una mesa desocupada y Verena fue a la barra a por alguna bebida caliente y algo de repostería para llenar la barriga. Mientras comían se hizo un embarazoso silencio. Verena no sabía muy bien qué decir, pero al final optó por ir al grano. A Daniel no lo iba a engatusar con frases alentadoras gratuitas.

—¿Qué piensas hacer?

—La única posibilidad de que Lina salga del planeta es la Simak.

—¿La Simak? —Verena enarcó las cejas—. Es el transporte que nos sacará de aquí la próxima semana. Pero ¿no va ya completo?

—Sí, aunque… Mira, la Simak es un vetusto transporte subluz al que acoplaron un motor MRL requisado al Imperio. Por lo visto, Baharna no merece otra cosa mejor y nos visita cada tres o cuatro meses. Hace una escala técnica en Hlanith, así que si logro un pasaje para Lina allá se harían cargo de ella y la salvarían. La tecnología médica de Hlanith es puntera.

—Yo voy a Hlanith y mi hermana Suniva conoce a personas influyentes. Me tienes a tu disposición.

—Gracias, mujer. De veras.

—No importa —sonrió, al ver la expresión de gratitud de Daniel—. El problema es embarcar a Lina. Como te dije, el pasaje está completo, al igual que las mercancías. En una nave tan vieja, cada kilo de carga cuenta. No hay sitio ni potencia en los motores para admitir una masa extra.

—A menos que se sustituya parte de la carga por Lina y el aparataje médico de mantenimiento —la interrumpió Daniel—. Aún hay tiempo para solicitar un cambio de última hora.

—Perdona que ejerza de abogada del diablo, pero lo relacionado con la carga de la nave depende exclusivamente del Gobierno Republicano. La Corporación concedió ese raquítico privilegio a cambio de establecer bases militares en el planeta cuando y donde le viniera en gana.

—Ya, pero se trata de una cuestión humanitaria. La enferma es nativa de Baharna y el cambio no les costaría un céntimo. Estoy dispuesto a pagar de mi bolsillo el importe de la carga que se quede en tierra. Al menos habré gastado el dinero en algo realmente importante.

Verena lo vio tan convencido e ilusionado que no tuvo corazón para recordarle las palabras de la enfermera jefe. Había en la Administración local quienes se sentían perjudicados por las acciones corporativas y tendrían amigos apostados en lugares burocráticos clave. Las perspectivas de Daniel eran negras, pero estaba ciego frente a la realidad. En verdad la gente se aferraba a un clavo ardiendo cuando luchaba a la desesperada. Una pena. El coronel le había parecido un tipo frío y estable hasta que se topó con aquella chiquilla. Lo había convertido en algo similar a un ser humano, una debilidad que un soldado no se podía permitir.

Platicaron acerca de cuatro nimiedades más, acabaron el café y regresaron a la habitación. Verena se despidió pronto. Le daban pena Lina y Daniel, pero qué se le iba a hacer. El mundo rebosaba de perdedores.

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