05 3220ee — Dario

Presentación

Darío es una de los primeros relatos ambientados en el Universo literario del Unicorp, obra de Eduardo Gallego Arjona y Guillem Sánchez i Gómez, quizá la más ambiciosa y lograda creación de la ciencia ficción española contemporánea. Sus autores han recibido todos los premios de la literatura de ciencia ficción en España, incluidos el Ignotus de la Asociación Española de Ciencia Ficción y Fantasía, el UPC de la Universidad Politécnica de Catalunya, el Alberto Magno de la Universidad del País Vasco, y el Juli Verne (en lengua catalana y otorgado en el Principado de Andorra). Una docena de excelentes novelas y numerosos relatos avalan su calidad, su oficio de buenos escritores y su notable aceptación entre el público. Eduardo Gallego es doctor en Biología y profesor universitario; Guillem Sánchez es economista y veterano de las Fuerzas Especiales del Ejército. La suya es una combinación demoledora, letalmente divertida y sugerente: sus novelas están llenas de ritmo, acción, buena especulación de ciencia ficción y un sentido del humor muy peculiar (y adictivo, nos atrevemos a decir).

Sinopsis

Era un mundo apartado con una cultura primitiva; una colonia perdida de los tiempos de la primera expansión humana en la galaxia. Para ciertos viajeros en apuros no sería fácil escapar de allí, aunque algunos de ellos tenían ciertas habilidades…

A modo de prólogo

Amable lector, henos aquí de nuevo para ofrecerte, una reedición de la novela corta Dario.

Tienes ante ti nuestra primera obra editada, con fecha de septiembre de 1994, en la antología Visiones de la AEFCF, compilada por Javier Redal y presentada en sociedad junto con Nina en la HispaCon de Burjasot de ese año. A pesar del tiempo transcurrido desde entonces, Dario nos sigue divirtiendo cuando la releemos. Por tanto, no la hemos modificado substancialmente, salvo las correcciones de erratas (en la primera edición, el recopilador olvidó poner el nombre de uno de los autores; además, por culpa de los duendes de imprenta, el carácter ú desapareció misteriosamente del texto) y la nueva división en capítulos, para adaptar la obra al formato de serial.

Confiamos en que pases unos ratos agradables leyendo Dario (sí, es un exótico nombre propio que se escribe sin tilde, a diferencia de Darío) Puede parecer una novela de capa y espada, pero conforme vayas leyendo… Bueno, será mejor que no destripemos el argumento. En cualquier caso, además de entretenerte, esperamos que la obra contribuya a reivindicar la esgrima europea entre los aficionados al género fantástico. Por alguna razón que se nos escapa, cuando un escritor tiene que incluir escenas de lucha con arma blanca y no tiene ni idea de esgrima, suele acudir a las artes marciales japonesas. Quedan muy vistosas, eso sí, pero nuestra esgrima es mucho más rápida y, por tanto, letal.

Y dicho esto, amigo lector, te dejamos con las aventuras y desventuras de Dario. Irás bien acompañado, tenlo por seguro.

Ave atque vale.

Eduardo Gallego Arjona & Guillem Sánchez i Gómez

Noviembre de 2003

1. El forastero

Las cimas de las montañas se hallaban permanentemente cubiertas de nieve y a menudo las nubes que las atravesaban las convertían en un abismo blanco, donde era difícil orientarse. La falta de senderos seguros y un cierto apego a la vida por parte de los nativos, las convertían en un lugar muy solitario, donde raras veces algún extranjero se adentraba. Por esto a cualquiera le hubiera llamado la atención ver una figura alta y encapuchada descendiendo de lo más elevado. Una figura que caminaba penosamente, con signos de agotamiento tan evidentes, que a menudo debía parar para recuperar el aliento que el aire enrarecido de las cumbres se empeñaba en negarle.

Poco a poco atravesó la capa de nubes que le impedía ver el valle. Sin levantar la cabeza buscó una roca, quitó parte de la nieve que la cubría de un manotazo y se sentó sobre ella. Mientras aspiraba profundamente se atrevió al fin a mirar hacia abajo y el corazón pareció brincar dentro de su pecho. Los ojos se le empañaron de lágrimas y sin saber por qué trató de contenerse y adoptar un semblante inexpresivo.

Cuesta abajo la ladera descendía larga y suavemente, la nieve era cada vez menos abundante y dejaba al descubierto un interminable manto de hierba verde, resplandeciente, que discurría pendiente abajo hasta verterse en una planicie cruzada por un río que recogía el agua de las montañas en tal cantidad que crecía y se ensanchaba conforme se iba perdiendo en lontananza.

Era la primera vez en muchos días que los ojos de Dario veían un color distinto al blanco. Hasta ahora, cima tras cima, hallaba únicamente pequeñas vaguadas delante de nuevas montañas que debía escalar. Sin comida y con la nieve como único recurso para apagar la sed, estaba debilitado hasta tal punto que no creía poder escalar otra cumbre. De no haber encontrado este valle probablemente se habría quedado sentado, con el agarrotamiento que el frío había provocado en sus piernas extendiéndose por todo su cuerpo, convertido en una estatua de hielo que nadie contemplaría jamás.

Aunque no pudo recobrar sus agotadas fuerzas, sí que recuperó el ánimo suficiente para levantarse y andar de nuevo. No sentía los pies, que el frío había insensibilizado traspasando el cuero de las burdas botas que calzaba. Tampoco tenía buen equilibrio, pues la falta de comida y reposo lo mantenían demasiado débil. La ilusión por alcanzar el prado, que imaginaba bendecido por una brisa cálida, era lo único que lo mantenía erguido y así, a trompicones, apoyándose en las manos en los lugares difíciles, pudo dejar atrás el blanco desierto que había atravesado. Cuando no pudo aguantar más tiempo caminando se dejó caer. Se quitó las botas y frotó los pies amoratados por el frío. Tendió su espalda sobre la hierba y casi sin darse cuenta quedó dormido bajo los rayos del Sol.

Despertó horas más tarde, con un estropajo donde había estado su lengua y las tripas retorciéndose, pidiendo comida a gritos. Por la posición del Sol dedujo que había descansado de cinco a seis horas. Los pies empezaban a recuperar la sensibilidad. Le dolían horriblemente. Comprobó que tenía algunas llagas en ellos, pero no podía hacer nada para curarlas.

Notó que su cuerpo había recuperado la calidez y se atrevió a intentar andar de nuevo. Bajó por la ladera, ahora menos empinada, hasta los arbustos más altos que tenía cerca, atraído por unas brillantes bayas rojas. Dudó antes de comerlas, temiendo que fueran venenosas, pero decidió correr el riesgo y probó unas cuantas. Su sabor quemaba la boca; eran ácidas, muy ácidas, pero se obligó a tragarlas. El estómago dio la bienvenida a esa novedad y pidió más. Después de acabar con todas las que encontró, que no eran muchas, continuó el descenso al tiempo que inspeccionaba el paisaje lejano.

El lugar más próximo donde parecía haber gente era un pequeño grupo de casas, un villorrio apenas. Estaba muy abajo, a su derecha. Más lejos aún divisó algunos caseríos rodeados de campos, en su mayoría labrados y con animales pastando a su alrededor.

Se dirigió al grupo de casas, esperando encontrar algún lugar donde poder comer y dormir. Alcanzó las primeras cuando el Sol se estaba ocultando tras las montañas, cubriendo todo el valle con largos dedos dorados que atravesaban las nubes. Las viviendas eran de piedra, muy sencillas y bajas. Tenían cobertizos de piedra o madera y dentro de algunos vallados las gallinas buscaban gusanos picoteando por el suelo. Oyó ruido en uno de los cobertizos y después una voz femenina que tarareaba una canción. Cautamente se dirigió a la puerta y miró dentro. Había una mujer de mediana edad que se afanaba removiendo algunos trastos. A su lado reposaba un cesto de ropa vieja pero limpia. La mujer estaba de espaldas, así que carraspeó para atraer su atención. Se volvió y le miró con escaso interés.

—¿Qué quieres? —preguntó la mujer.

—¿Sería tan amable de decirme si hay algún sitio donde pueda comer algo? —su voz sonaba áspera, pues la lengua aún estaba hinchada por la nieve que había tenido que tragar a falta de agua y dolorida por la acidez de las bayas; por otra parte tenía que esforzarse bastante para imitar la forma de hablar de aquella gente, pues aunque conocía el idioma en teoría, no estaba acostumbrado a hablarlo.

—¡Claro, la taberna! —respondió la mujer—. Está ahí atrás —añadió haciendo un gesto con la cabeza para orientarlo—. Si no la encuentras pregunta a cualquiera del pueblo por el Tres tullidos, o ve en dirección contraria a cualquier borracho que veas.

—También me gustaría comprar algo de ropa —miró la suya, rota y sucia, pero aún así reconocible con facilidad; no era la usual en esta región—. Especialmente una capa y unas botas, o cualquier cosa que esté limpia y bien seca.

Al ver la expresión de desconfianza de la mujer se apresuró a sacar algunas monedas relucientes de su bolsa:

—Tengo dinero —dijo—, le pagaré bien.

La mujer puso los brazos en jarras y le miró de arriba abajo. El hombre, o mejor dicho el muchacho, era alto y delgado, estaba pálido como un muerto y sucio a más no poder. La ropa parecía cara, pero era del todo inapropiada para alguien que anduviera por aquellos parajes fríos y montañosos.

—Bueno —dijo al fin la mujer—, no sé si lo tuyo tiene arreglo, pero pruébate esto —le dio algunas prendas y fue a la casa a buscar unas botas.

El visitante se quitó casi toda la ropa. Aprovechó el agua de un cubo para lavarse un poco y mientras lo hacía oyó algunos gritos procedentes del interior de la vivienda. Luego la mujer salió acompañada de un muchacho que no tendría más de dieciocho o diecinueve años, que llevaba unas botas altas y nuevas en la mano. No parecía de buen humor.

—¡El tonto de mi hijo no quiere venderlas! —explicó la mujer—. Dice que no tendrás dinero para pagarlas. Ya le he dicho que traes una bolsa bien llena.

—¿Cuánto valen?

—¡Una corona! —dijo el joven en voz muy alta, poniendo cara de chulo, como si lo estuviera desafiando.

Dario le observó atentamente. Era un mozo fuerte, rubio y apuesto, aunque pecoso en exceso y de ademanes un poco inseguros, infantiles quizá. Con toda seguridad era el guapo del pueblo y las botas las tenía para presumir los días de fiesta. Vio que eran un bonito trabajo artesanal, con suelas gruesas, el cuero bien cosido y repujado en la caña. Seguro que estaba orgulloso de ellas y no quería venderlas, por lo que habría pedido un precio excesivo. Sin embargo, Dario las necesitaba. Trató de recordar el valor de las monedas locales. Una corona le parecía demasiado.

—Eso es mucho —dijo al fin—. Te doy por ellas… —dudó un momento mientras contaba— seis vasallos.

El joven se puso rojo de ira, gritó, maldijo y tiró las botas al suelo con despecho.

—¡Seis vasallos de cobre! —repetía una y otra vez indignado—. ¡Estás loco! Como mínimo tienes que darme ocho nobles de plata.

Dario tuvo que efectuar unos cálculos mentales: doce vasallos formaban un noble de plata y doce de éstos una corona de oro. Comprendió que iba por el buen camino e hizo una nueva oferta, esta vez de un noble de plata.

De nuevo hubo protestas y lamentos del joven, que terminó por rebajar su precio hasta cuatro nobles. Dario supuso que todavía era demasiado, pero se sentía desfallecer por momentos y sólo deseaba acabar cuanto antes, así que lo aceptó. Insistió sin embargo en probárselas antes de pagar para comprobar si le iban bien.

Le costó librarse de las que llevaba puestas, así que el joven le ayudó mientras su madre volvía a sus quehaceres. Cuando Dario se quitó los calcetines de lana, el joven se horrorizó al ver aquellos pies. Entró corriendo en la casa y salió al poco rato con un barreño de agua caliente, dentro del cual flotaban algunas ramas de un arbusto de hojas pequeñas. Le hizo poner los pies dentro y volvió a la casa para buscar calcetines limpios.

Dario, que estaba sentado sobre un cubo de madera puesto boca abajo, apoyó la espalda contra la pared del cobertizo y cerró los ojos de puro placer. Notaba que los pies se calentaban poco a poco y que el calor empezaba a circular lentamente por su cuerpo. Alguien vertió más agua caliente al barreño y abrió los ojos.

Allí estaba el joven, en cuclillas ante él y con el cubo que acababa de vaciar en las manos. Tenía también una ramita entre los labios y miraba algo en la cintura de Dario.

—Bonita espada —comentó el joven en tono casual—. Nunca había visto una empuñadura tan rara.

Dario fingió abrigarse y con la capa nueva tapó la empuñadura. Cuando se levantó tuvo que pagar todo lo que había comprado. Al menos las ropas estaban bastante usadas y le costaron poco. Al oír que su estómago gruñía de nuevo decidió ir a la taberna sin más demora. El joven, que se llamaba Rubén, se ofreció a acompañarle. Durante el corto trayecto volvió a hablar de la espada.

—¡Si yo tuviera una…! —decía con voz lastimera—. Una vez un soldado me dejó la suya y me enseñó un poco a usarla. No te lo creerás, pero aseguró que lo hacía tan bien que podría ser un espadachín magnífico —cogió un palo del suelo y lo blandió como si fuera un arma—. ¿Lo ves? Tengo buen estilo; es algo con lo que se nace.

Dario le vigilaba de reojo, dispuesto a apartarse de un salto si alguno de aquellos exagerados movimientos acercaba demasiado el palo a su cara, no fuera a dejarlo tuerto.

—Dime, ¿dónde aprendiste tú a manejar un arma? No parece que seas un soldado.

—Me enseñó mi padre.

—¡Caray, qué suerte! El mío solamente me ha enseñado a manejar el azadón.

Dario se preguntó qué podía ser un azadón. Su vocabulario en aquel idioma era muy pobre y no sabía nada de la vida en el campo. Al menos, no en campos como aquél.

—¿Has tenido alguna vez un duelo?

—Alguna vez.

—¿Y has matado a alguien? Dario no respondió.

—¡Sí, lo veo en tus ojos! —Rubén parecía excitado—. ¿Cómo fue? ¿Le clavaste una estocada en el corazón? —se abalanzó hacia delante con el brazo y el palo muy tiesos.

—Si lo hubiera hecho así, estaría muerto —murmuró.

El muchacho se ruborizó, dándose cuenta de que estaba haciendo el ridículo. Dario no tenía intención de molestarlo, pero no había podido evitar el comentario ante los excesos del joven.

—Oh, bueno, es que yo no sé —se disculpó Rubén—. ¿Piensas quedarte en el pueblo algún tiempo? Podrías enseñarme. Aquí sólo hay campesinos; nadie sabe manejar nada más largo que el cuchillo de cortar pan.

«¡Qué suerte!», pensó Dario.

—Si te quedas seremos buenos amigos, seguro, y cuando tenga tu edad ya verás cómo te será difícil ganarme.

—¿Cuántos años tienes?

—Acabo de cumplir los diecinueve —respondió orgulloso Rubén—. ¿Y tú?

—Dieciséis, así que ya eres mayor que yo —contestó Dario.

—¿Me estás tomando el pelo? —dijo Rubén al tiempo que se detenía para mirarlo más atentamente.

Dario tenía el rostro lampiño, de ojos grises y facciones delicadas, pero al mismo tiempo era alto y fuerte. Su cabello castaño, muy corto, dejaba ver un cuello y unos hombros bien musculados. Vestido con la capa y las botas parecía un consumado viajero o un contrabandista, aspectos que Rubén no asociaba con un chico joven.

—Dime, de verdad, ¿quién eres?

—Un viajero que desea regresar a su casa —respondió Dario de un modo enigmático que no satisfizo la curiosidad de su acompañante.

—Pero ¿por qué viajas?

—¡Es una historia demasiado larga para explicarla con hambre!

—¡Oh, claro, la taberna! La hemos pasado de largo, es allí.

Retrocedieron unos veinte pasos y se detuvieron ante una vetusta casona, que amenazaba ruina. La gruesa puerta de madera tenía un batiente inclinado, pues las decrépitas y oxidadas bisagras de hierro no podían aguantar su peso y se estaban rompiendo.

—Esto es el Tres tullidos. Si entras me tendré que marchar; mis padres no me dejan beber y como el posadero es mi tío no hay manera de que no se enteren. Tú entra, dile al tipo gordo con delantal que vienes de mi parte y verás como te trata bien, siempre y cuando hagas sonar una bolsa llena de monedas, claro.

2. Una charla en la taberna

Se despidieron y Dario siguió las instrucciones. El Tres tullidos era el lugar más mugriento en el que nunca hubiera estado. Se trataba de una habitación grande, con gruesas columnas muy antiguas, de capiteles labrados, que probablemente hubieran pertenecido a un templo derruido siglos antes. Las mesas y sillas, de madera tosca, estaban ennegrecidas por el humo y la grasa que salía de la cocina, un lugar que brillaba acogedoramente por el fuego donde reposaba un gran caldero. Una voz femenina cantaba alegremente, pero Dario no vio a la mujer ni entendió la canción.

El posadero fue ciertamente considerado con él, aunque expresó su amabilidad con gruñidos más que con palabras. Le indicó una mesa cerca de un pequeño hogar, con cuatro leños encendidos, que Dario agradeció sobremanera después de tantos días de pasar frío. Sin necesidad de que lo pidiera, el posadero le trajo una jarra de cerveza negra y dulzona. La jarra era de barro cocido, como todos los demás enseres que manejaban los parroquianos. Unas pocas velas aquí y allá añadían algo de luz a la estancia, pero ahora que el Sol ya se había puesto y los postigos de las ventanas estaban cerrados, la gran sala quedaba envuelta en sombras densas, creándose un ambiente un tanto lúgubre.

El tabernero trajo un gran cuenco de comida y Dario casi se arrojó sobre ella. Tenía hambre de días metida en el cuerpo y dio rápida cuenta de aquel sabroso potaje de carne y verduras. Cuando acabó cortó con su daga una gran rebanada de pan de la hogaza que tenía junto al plato y rebañó el caldo con auténtica avaricia. El posadero contempló satisfecho la rapidez con que su cliente había devorado la comida, tomándolo como un cumplido.

—En mi casa nadie puede irse dejando un plato limpio —le dijo a Dario—. ¿Qué más quieres?

—Unas mollejas de gandulfo —respondió Dario bromeando; éste era un manjar que en su tierra sólo podía permitirse un ricachón.

—Bueno, solamente nos quedan algunas conservadas en aceite, porque ahora no es temporada de cazar gandulfos, pero te las traeré si es un capricho, aunque debo advertirte que cuesta un vasallo la ración.

Dario quedó perplejo; si le hubieran pedido cinco coronas de oro lo habría considerado una ganga. Decidió permitirse el lujo y pronto estuvo delante de un plato de finas mollejas que se fundieron en su paladar inundándolo de un sabor indescriptible.

Mientras tanto la taberna se había ido llenando. No sólo acudía gente del pueblo, sino de las casas de labranza de los alrededores, pues el día siguiente era festivo y muchos hombres venían a tomar unos buenos tragos de cerveza y a charlar con los amigos.

Después de comer Dario se dedicó a trazar planes. Estuvo un buen rato conversando con el tabernero. Finalmente éste tuvo que ir a la cocina a buscar una tabla de madera clara y un carboncillo para dibujar un somero mapa de la región. A cada respuesta del tabernero el rostro de Dario se tornaba más sombrío.

Estaba en el Valle de Tindall, un lugar inhóspito y apartado, rodeado de altas montañas por tres de sus lados y de tupidos bosques por el cuarto. Bosques llenos de maleantes y animales feroces, según el propio tabernero. Los escasos caminos habían sido abiertos por los pies de los hombres o los cascos de los caballos. Bandidos, salteadores de caminos, contrabandistas, lobos y osos contribuían a que los viajes hacia el exterior no se caracterizaran nunca por su aburrimiento. El tabernero le aconsejó vivamente que no intentara viajar solo; al menos debía procurarse un guía que conociera el camino y fuera experto en el manejo de las armas. Dario sabía que en su viaje había otro motivo adicional para tener que ser diestro con las armas, pero no dijo nada sobre este particular.

—Piensa que no sólo debes atravesar los bosques que cierran el valle. Para ir a la costa necesitarás cruzar todo el país: pantanos, ríos, otros bosques tan agrestes como éstos y algunas áreas pobladas, especialmente alrededor de la capital, en el Valle Esmeralda, donde menudean los soldados, policías y otras gentes de mal vivir. Insisto en que te procures un guía si quieres emprender semejante viaje.

Dario miró a su alrededor; los parroquianos eran fuertes, pero tenían un aspecto fondón. Eran campesinos y pastores, en los que no podría confiar en caso de tener que combatir.

—Mira aquél que acaba de entrar —dijo el tabernero—; llegó hace unos días. Se ha pasado las noches bebiendo, jugando y contando aventuras de sus viajes. Si la mitad de lo que dice es cierto, puede que sea un buen acompañante. Cuando menos conoce el camino, pues ha llegado hasta aquí.

Dario le agradeció la información y mientras el posadero se iba a servir observó atentamente al recién llegado.

Era un hombre alto y enjuto, no mayor de treinta años. Tenía el pelo negro, recogido en una coleta, los ojos estrechos e inquisitivos y los labios delgados, entre burlones y cínicos. Su mejilla izquierda lucía una cicatriz que difícilmente podría haberse hecho afeitándose. Llevaba una perilla corta muy cuidada y una pequeña sortija de plata a modo de pendiente en la oreja derecha. Sus ropas contrastaban con la gris indumentaria de los lugareños: un llamativo chaleco con rayas verticales rojas y negras, pantalones obscuros y botas embarradas, altas y recias. Prendido al cinto portaba un florete con un hermoso mango, pero con la cazoleta bastante magullada. Al otro lado llevaba una daga con mango de marfil y una bolsa.

Aunque no sabía cómo encarar el tema, Dario se acercó a él cuando estaba en la barra, recogiendo una jarra de cerveza.

—Tengo que hablar contigo de un asunto —dijo Dario, poniéndose a su lado—. Necesito un guía; tengo que llegar a la costa lo más pronto posible y me han dicho que tú conoces el camino.

El hombre dejó la jarra. Le miró un momento y luego repasó de arriba abajo a Dario.

—Escúchame bien —respondió con aire solemne—: yo no trato con niños, así que regresa a tu casa antes de que tu madre te eche en falta.

Dario enrojeció de ira, pero hizo un esfuerzo por tragarse su orgullo e insistió:

—Tengo que salir de este valle lo antes posible. Necesito un guía y lo pagaré bien; un noble al día y dos coronas cuando lleguemos.

El hombre sonrió.

—No es mal sueldo para un guía, pero no es bastante para contratarme como guardaniños.

Dicho esto se dirigió hacia una mesa y se puso a jugar a los naipes con algunos hombres que le estaban esperando.

Dario le observó un buen rato. Le hubiera gustado matarlo con la mirada, pero el extraño se había olvidado ya por completo de él y estaba enfrascado en el juego. El joven regresó a su mesa y se dedicó a acumular un poco más de calor. Tenía la sensación de que sentiría frío por el resto de su vida tras aquellos días en las montañas, aunque tuviera el fuego bajo los pies. Al cabo de un rato empezó a dormitar sin darse cuenta.

Despertó bruscamente al oír gritos y una silla que caía. Se había formado un gran alboroto: un hombre acusaba al del pendiente de hacer trampas. Varios cazadores, a los que Dario no había visto llegar, hacían otro tanto. Tenían los arcos apoyados en la mesa, pero portaban espadas y uno de ellos ya tenía la suya a punto de ser desenvainada.

El hombre del pendiente sonreía, trataba de calmarlos con palabras amistosas y se preparaba para marchar. Instintivamente Dario se levantó y con la mano llevó hacia atrás la capa que cubría su florete. Discretamente se fue acercando.

Cuando los demás le dejaron en paz, el forastero sacó unas monedas para pagar sus consumiciones. Su brillo encendió la mirada a uno de los cazadores que reivindicaban momentos antes ese dinero. Desenvainó su espada, al tiempo que gritaba con voz fuerte y ronca:

—¡Ladrón!

Al oírlo, el hombre del pendiente se volvió de inmediato, desenvainando su arma y desviando apuradamente la estocada del cazador. Al mismo tiempo un compañero de éste sacó una fina daga y se acercó por detrás al forastero.

—¡Cuidado! —gritó Dario, al tiempo que se abalanzaba contra el traidor y lo hacía caer.

En cuanto Dario hubo recuperado el equilibrio tuvo que desenfundar también su arma para defenderse de otro hombre que trataba de ensartarle con un viejo espadón.

A los pocos segundos se había organizado una verdadera batalla campal: Dario y el forastero tenían cada uno dos hombres contra ellos, lo que aseguraba su derrota, pues un espadachín solamente puede parar un arma al mismo tiempo. Para evitar que le atacaran los dos al unísono y uno le atravesara mientras él paraba el arma del otro, Dario corría sin detenerse por entre las mesas. Su agilidad y rapidez enfurecieron aún más a sus rivales, demasiado lentos y embotados por la mucha cerveza trasegada.

Aprovechando un momento en que uno de sus contrincantes había quedado detrás de una mesa pequeña, dio a ésta una patada que la hizo volcarse sobre el hombre y lo arrojó sobre las brasas del hogar. El desdichado gritó y aulló mientras su grasienta y deshilachada capa se prendía rápidamente y varios parroquianos le ayudaban a quitársela y apagar el fuego.

El segundo oponente de Dario no se dio por enterado de tan candente asunto y continuó fintando contra él, en apariencia con notable éxito, ya que logró hacerlo retroceder en un determinado momento. El hombre creyó ver una ocasión para resolver el duelo y saltó hacia delante, extendiendo el brazo en dirección al corazón del muchacho. Su arma no encontró el hierro del joven deteniéndola, pero el hombre tampoco vio a su rival. Algo en su corazón le decía que éste estaba en otra parte.

Perplejo, el hombre miró hacia sus pies: Dario también se había arrojado hacia delante, pero casi a ras del suelo. Tenía su rodilla derecha apoyada en una baldosa, su brazo derecho estirado por debajo del de su rival y la cazoleta de su florete pegada al pecho del hombre de abajo arriba. El corazón hendido se detuvo y el hombre cayó desplomado con una mirada de horror en los ojos.

Dario se levantó y miró qué le había ocurrido entretanto al forastero. Éste había herido en el brazo a uno de sus rivales y después había dado buena cuenta del otro. Parecía un milagro que ambos hubieran sobrevivido al embate de dos oponentes, pero así era.

El forastero había visto la maniobra de Dario y ahora su sorpresa se tornaba admiración. Esbozó una sonrisa y saludó con su arma en complicada finta antes de envainarla de nuevo, no sin antes secar la sangre que la manchaba con un trapo de cocina.

El posadero estaba en un rincón, al lado de una mujer que se aferraba a él como si fuera su tabla de salvación. Los clientes estaban mudos de asombro, pues nunca una pelea había acabado de aquel modo en el pueblo. Bien es cierto que no culpaban de ello a los dos ganadores, que habían mostrado sus aceros sólo para defenderse tras ser atacados, pero les miraban con malos ojos: un temor mezclado con suspicacia que mostraba a las claras que sería mejor para ambos desaparecer de aquel pueblo.

El forastero se aproximó a Dario y tras un cortés saludo con la cabeza se presentó:

—Soy Peter Drake, segundo hijo del muy noble marqués de las Robledas. Me has salvado la vida y espero que olvides el estúpido desdén con que te traté hace un rato.

Tratando de imitar su pomposa manera de hablar el muchacho se presentó también:

—Yo soy Dario Ferro, único hijo de Cosio Ferro y no recuerdo desdén alguno —Drake se mostró complacido por sus palabras y Dario continuó—. Ahora será mejor que nos vayamos de aquí; ha corrido demasiada sangre para una sola noche y todos se alegrarán de que partamos.

Salieron uno al lado de otro y al enfrentarse al cielo estrellado Dario no pudo evitar un suspiro melancólico, del que su acompañante no se apercibió.

—He alquilado por unos días un cuarto en una granja a cien yardas de este infecto villorrio. Puedes compartir conmigo el refugio si no tienes dónde pasar la noche – ofreció Peter.

—Me irá bien dormir bajo techo —aceptó Dario—. Ya son demasiadas noches al fresco —tiritó sólo de pensarlo—. No he visto cómo luchabas, pero si has sobrevivido a dos hombres frente a ti debes ser un buen espadachín.

—¡El mejor que hayas conocido! He robado la bolsa de un hombre mientras paraba sus estocadas. He luchado de pie sobre un tronco en un río turbulento. He abatido a dos asesinos de Kaldur de una sola estocada, que atravesó el cuello del primero y el ojo del segundo…

—De lo que se deduce que el segundo era muy bajito —le interrumpió Dario.

—¡Oh, no! El primero era un gigante y el segundo estaba encaramado a una silla… pero eso no viene a cuento.

—Cuando hablas de ti mismo tienes una boca tan grande que podrías beberte todo el océano.

—¡Oye, mocoso! ¿Cómo te atreves? ¿Quieres tragarte esas palabras junto con mi acero? —se había detenido y el arma brillaba bajo las estrellas en la mano de Peter Drake, pero en sus ojos había una mirada divertida y no agresividad.

—Eres muy rápido desenvainando, pero morirás pronto si no aprendes a contenerte. Esta noche he tenido que salvarte de una daga traicionera que hubieras podido evitar no jugando.

—Hablas como un viejo, no como un aventurero —mientras decía esto reemprendió la marcha, pero mantuvo el arma en la mano, fintando y jugando con la hoja.

—Prefiero llegar a viejo antes que tener una vida interesante.

—Entonces ¿qué haces aquí? —preguntó Drake—. Estás solo, armado y en tierras salvajes. Si no querías aventuras tendrías que haberte quedado en casa.

—Hubiera sido una gran idea.

—Dime, ¿qué te ha traído hasta aquí?

—Es una larga historia…

—Me gustan las historias.

—Te lo contaré cuando me hayas llevado hasta la costa, pero no antes o me tomarías por loco —se detuvo y le miró fijamente—. Y no quiero que pienses que lo estoy, por extraño que sea lo que diga o lo que haga. ¿De acuerdo?

Drake no respondió, sorprendido por la seriedad con que había dicho estas palabras. Ambos reemprendieron la marcha y pronto llegaron a un caserío con una techumbre de madera a punto de desmoronarse.

Lo que Drake consideraba una habitación era un espacio amplio sobre el establo, que hacía también las veces de granero. La abundante paja ofrecía un buen abrigo y había un pozo a cuatro pasos de la puerta.

—Mañana partiremos a primera hora —dijo Drake—; no me apetece encontrarme con unos cuantos cazadores y labriegos dispuestos a tomarse la revancha —se sentó en el suelo y empezó a quitarse las botas y las armas.

—¿Alguno de estos caballos es tuyo?

—Pues claro, el que tiene la mancha blanca entre los ojos. Oye, tienes caballo, ¿verdad? —Dario negó con la cabeza—. ¿Y pretendes llegar hasta la costa? Lo primero que harás mañana será comprar uno —se quedó pensando un momento antes de preguntar—. ¿Cómo diablos has llegado hasta aquí? No tienes caballo ni conoces los caminos, pero sin duda no eres del valle. Tu acento es el más raro que haya oído jamás.

—He atravesado las montañas, yendo de valle en valle a través de las vaguadas. Fue muy duro.

—Debes de haber tenido algún motivo muy extraño para hacer algo tan imprudente —se acercó a él y le habló en tono más bajo—. Si de verdad quieres que te acompañe, he de saber qué peligros merodean a tu alrededor. No creo que nadie arriesgue su vida subiendo montañas como ésas si no hay algo más peligroso que le espera abajo.

—Estaba de viaje con un grupo de gente —explicó Dario—; nos atacaron unos bandidos y algunos de mis compañeros murieron. Tuve que salir corriendo, un buen amigo murió mientras intentaba darme tiempo para huir… —las lágrimas amenazaron con brotar de sus ojos y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerlas—. Es posible que todavía haya alguien tras nuestros pasos, pero no sé cómo encontrar a los supervivientes. Solamente sé que quienes estén vivos tratarán de regresar a la costa por todos los medios.

—Yo nací muy cerca del mar y conozco el camino, pero tú no eres de allí. ¿Acaso te espera una goleta venida de los continentes del sur? —miró a Dario como si lo viera por vez primera, escrutando su rostro y su piel—. A buen seguro que no, son gentes morenas, de piel áspera; he visto algunos esclavos bárbaros en la corte y no se parecen en nada a ti. Podrías pasar por un cortesano del palacio con ese aspecto, aunque nunca había visto un joven tan alto.

Dario se había desinteresado de la conversación y yacía tumbado sobre la paja, envuelto en su capa.

—¿Qué es lo que te llevaste?

El muchacho se volvió a mirarlo.

—¿De qué me hablas?

—Erais varios extranjeros armados; os atacaron y persiguieron los bandidos, por lo tanto algo de valor debíais poseer. Dices que un amigo murió por defender tu huida, luego debes llevarlo tú. ¿Pero de qué se trata? Una joya de incalculable valor tal vez, o un documento importante…

—No tengo nada valioso —dijo Dario de un modo tajante—. Sólo llevo encima el dinero suficiente para pagarte y no sé por qué querría alguien atacarnos. Parecíamos más bien vagabundos que ricos viajeros.

—No me convences, muchacho, pero puedes estar tranquilo. No robaría a quien me ha salvado la vida. Soy de familia noble, y aunque todo lo haya heredado el estúpido de mi hermano yo me quedé con la posesión más preciada de la familia, el honor —le propinó una palmada afectuosa en el hombro y se dispuso a dormir.

Cinco minutos después Dario tuvo que cubrirse la cabeza con todo lo que pudo para amortiguar los ronquidos de su compañero.

3. Duelo entre amigos

Al día siguiente se levantaron con el canto del gallo. Drake tenía un humor de perros; la resaca de cada mañana era su peor momento. Dario estaba fresco y lozano, con ganas de partir de inmediato, y soportó de buen humor los gruñidos y desdenes sin malicia de Drake.

Desayunaron pan y tocino que les trajo la señora de la casa, mojándolo todo con vino rancio Drake y con leche Dario, pues vio a un jornalero ordeñando las vacas y le hizo tanta gracia el proceso que se empeñó en beber casi un cuenco de aquel jugo blanco, todavía caliente, que brotaba de tan fenomenales ubres.

Peter Drake le miraba sorprendido.

—¿Acaso no has visto nunca ordeñar una vaca? —preguntó.

Dario negó con la cabeza y apuró el cuenco que le habían ofrecido. Luego Drake le llevó a ver al propietario de la finca antes de que se marchara a trabajar los campos. Con su ayuda Dario consiguió un buen caballo a un precio razonable y de paso sorprendió a Drake con su abultada bolsa de dinero.

—¡Bien sabe el Dios del vino que de haberla visto antes hubiera aceptado ser tu guía a la primera! Pero debes hacer caso de un consejo: saca la mayor parte de lo que llevas ahí y escóndelo. No es prudente que la gente sepa cuánto dinero llevas encima.

Dario hurgó un momento entre sus ropas y sacó una bolsa aún mayor. Las pupilas de Drake se agrandaron visiblemente, aunque se esforzó en mantener la compostura. Luego le obligó a ocultar de nuevo la bolsa.

—¡No deberías habérmela enseñado! —le recriminó furiosamente—. ¿Cómo puedes ser tan inocente? Ahora no puedes estar seguro de que no te robe al primer descuido.

—¡Oh, vamos! Estoy seguro de que no vas a hacerlo —contestó Dario despreocupadamente.

—¡Pues yo no lo estoy! —replicó Drake—. Ahí llevas lo que un tratante de especia gana en varios años. Es una imprudencia enseñárselo a nadie. El mundo está lleno de ladrones, bribones, bandidos, forajidos, recaudadores, estafadores y algún que otro tipo poco recomendable que puedes encontrar cualquier noche en una taberna de mala muerte. Oye, ¿a qué estás jugando?

Dario tenía cogido su caballo por las riendas y mientras éste daba vueltas tranquila y lentamente, el joven trataba de poner el pie en un estribo, mientras con la otra pierna daba saltos a la pata coja para seguir la deriva del animal.

El equino parecía estar pasándoselo en grande.

—¿No me irás a decir ahora que no sabes subirte al caballo? —Drake estaba nuevamente perplejo.

Según sus esquemas mentales un joven cargado de oro y de finos modales tenía que ser de familia noble, pero entonces habría aprendido a montar antes que caminar. Ése no parecía ser el caso de Dario.

—Venga, venga, deja ya de marear al pobre animal; yo lo sujeto.

Drake agarró firmemente las riendas del bruto y Dario logró al fin poner el pie en el estribo. Luego se encaramó como pudo apoyando el vientre en la silla y finalmente se sentó en ella, un poco tieso y envarado, eso sí.

El caballo giró la cabeza y pensó algo indescriptible.

—Pero, de verdad, ¿sabes montar? —inquirió de nuevo Drake.

—¡Claro que sí! Bueno, un poco —respondió Dario—. Es decir, los últimos días antes de llegar a las montañas tuve que pasarme casi toda la jornada a caballo, de modo que ya sé permanecer encima con cierta soltura. Lo que todavía me cuesta es subir. Estos brutos se empeñan en ponérmelo difícil en cuanto me ven. A veces creo que los caballos tienen malicia.

El caballo relinchó en ese preciso momento y Drake tuvo la impresión de que ese relincho equivalía a una carcajada.

—Vamos a ver —empezó Drake, tratando de poner algo en claro—, ¿eres de familia noble o no? Quiero decir, si te criaste en una gran mansión te habrán enseñado allí a montar, usar las armas y todo eso.

—Pues no.

—Entonces ¿de dónde eres y de dónde has sacado tanto oro?

—Por favor, Peter… —Dario le miraba con expresión lastimera, o más bien de súplica—. No me hagas preguntas de ese tipo, no ahora. Te prometo que cuando pueda te responderé.

—Al menos dime si se trata de dinero robado, para que sepa si puede traernos problemas.

—Te aseguro que no llevo nada robado encima, eso desde luego.

Era evidente que Dario trataba de contar lo menos posible, aunque a Drake le parecía que se moría de ganas de hacerlo. Fuera lo que fuese decidió emprender el camino, confiando en que antes de terminar el viaje el muchacho habría aprendido al menos a mostrar cierta soltura sobre la silla de montar.

Empezaron a bajar la cuesta para llegar al fondo del valle mientras Drake iba dando consejos a Dario sobre qué postura adoptar, cómo gobernar mejor al animal y cosas semejantes. Luego llegaron a la planicie del fondo y siguieron al paso el curso de un riachuelo que se dirigía hacia el bosque, donde estaba la única salida de aquel valle.

Dario miraba las montañas por donde había llegado y sentía escalofríos de pensar en lo poco que le faltó para morir en ellas.

La hierba estaba verde y el Sol empezaba a calentar de un modo agradable. Las hojas de las plantas lanzaban pequeños destellos de luz desde las gotas de rocío que las cubrían. Las primeras moscas de la mañana acudían a las telarañas para proveer a las hilanderas de los prados de su desayuno. Algún gordo mosquito se empeñó en obtener el suyo a costa de la sangre jugosa de Dario, y tanto insistió que éste terminó por buscar entre sus ropas y sacó un pequeño recipiente. Puso algo viscoso en la palma de su mano y luego se frotó la cara con ello.

—¿Se puede saber qué haces? —Drake observaba meticulosamente el comportamiento del joven, y le extrañó que se untará la cara con esa pringosa poción.

—Es para que no me molesten los mosquitos. ¿Quieres un poco?

—No me gustan esas cosas —gruño Drake—. Y harías bien en dar mejor uso a tu dinero que comprarles ungüentos a las brujas y curanderos de tres al cuarto.

Dario volvió a guardar el recipiente y no dijo nada al respecto, pero a Drake le dio la impresión de que trataba de disimular las ganas de reír.

No tardaron mucho en llegar a los primeros árboles, unas hayas jóvenes cuya altura no podía compararse con la de sus hermanas centenarias del bosque, que apenas dejaban pasar la luz. Dentro de él, una sensación de sosiego e inmovilidad les envolvió. El aire estaba quieto bajo la verde techumbre de hojas nuevas, pocos animales se dejaban ver y sólo el rumor ocasional de algún pequeño salto de agua turbaba la quietud.

Peter Drake silbaba suavemente una canción de taberna aprendida en los muelles de Ulprîven y Dario parecía preocupado con el suelo.

—¿Qué miras con tanto interés? —preguntó al fin Drake.

—Veo que hay algunas huellas de herraduras en ambos sentidos. Parece que por aquí pasa la gente que va al valle.

—¡Toma, claro! Lo más fácil es seguir el curso del riachuelo. ¿Por dónde quieres ir si no?

—Francamente, preferiría alejarme un poco del río.

—Tonterías, por aquí vamos… ¡Eh, tú, espera!

Dario había puesto al trote a su montura para alejarse y no se detuvo hasta media milla después. Peter le alcanzó pocos segundos más tarde y agarró las riendas de su caballo.

—Había olvidado contarte una parte del trato, amigo —dijo Dario sonriendo—. Nada de caminos transitados. Hay que mantenerse lo más lejos posible de cualquiera que recorra estos senderos.

—¡Así que el dinero es robado! —exclamó Drake—. Estás huyendo de sus propietarios o de algún alguacil que sigue tú pista, ¿no es eso?

—¡Pues claro que no! —el muchacho estaba rojo de ira—. ¡Yo no soy ningún ladrón! No es por eso por lo que quiero evitar a la gente.

—Entonces, ¿cuál es el motivo?

Dario tiró de las riendas para recuperarlas y Drake se lo permitió.

—No he hecho nada malo, jamás. No es culpa mía que esté aquí, yo nunca quise venir a este lugar. Me escogieron como a los demás…

—¿Quién te escogió? ¿Para qué?

Dándose cuenta de que cuanto más hablaba más empeoraba la situación, Dario decidió callar y no volver a abrir la boca. Drake sabía darse cuenta de cuándo era mejor tener paciencia y decidió aguardar un momento más propicio. Estaba seguro de que conforme se ganara la confianza del joven éste le contaría más cosas. Sin embargo algo le tenía preocupado, el que temiera encontrarse con alguien. Eso sólo podía significar que había peligro a su alrededor, aunque le costaba imaginarse al muchacho metido en verdaderos problemas. Y a pesar de ello había matado sin dudarlo un instante a aquel hombre en la taberna; bien es cierto que no tenía otra solución, pero no parecía muy preocupado luego. Drake se dio cuenta de que aquel muchacho ya había matado antes, pues sólo eso explicaba que hubiera superado el trauma que para cualquier joven de buena conciencia suponía derramar sangre por vez primera. ¿O acaso se engañaba con respecto a él? Al fin y al cabo, quizá no fuera tan ingenuo y bien intencionado como parecía; podía tratarse de un disfraz. Pero si así era, ¿qué verdadera personalidad escondía?

Al cabo de varias horas desmontaron para descansar un poco y tomar un bocado de las provisiones que Drake había comprado antes de salir. Le ofreció al muchacho una rebanada de pan y un generoso trozo de queso fresco que devoró en un momento.

Drake se sentó sobre una roca y Dario aprovechó para estirar las piernas, visiblemente doloridas por las horas que llevaba a caballo. El joven hablaba de todo lo que veía, como si le sorprendiera cada animal y cada planta. Su acento cantarín y ligero resultaba extraño, pero agradable a los oídos de Drake. Los animales, por su parte, aprovecharon para entregarse a asuntos más serios y se dedicaron a segar cuantas hierbas comestibles tenían a su alcance.

Pensando en lo que había visto en la taberna, Drake aprovechó para pedirle a Dario que le enseñara aquella maniobra con la que había acabado con el cazador.

—Es muy fácil, ahora verás —dijo Dario, desenvainando su florete y adoptando una guardia perfecta con toda naturalidad—. Finge que me atacas con un fondo, tratando de tocarme el corazón.

Así lo hizo Drake, despacio y con su mejor estilo. Vio como el muchacho se abalanzaba hacia delante, al tiempo que bajaba el cuerpo todo lo posible para pasar debajo de su acero y eludir la estocada.

—¿Cómo es posible que aquí no sepáis algo tan simple?

—Pues te aseguro que es la primera vez que lo veo —murmuró Peter Drake, un poco acomplejado.

Pasaron unos minutos practicando y luego Drake desafió a Dario a un duelo para poner a prueba el estilo de cada uno.

Ambos contendientes adoptaron un semblante serio y se saludaron con fintas de cortesía: Drake con el saludo floreado de su noble familia y Dario con una elegante finta de estilo desconocido para su contrincante.

Inmediatamente después Drake fingió atacar por la derecha, fintó de inmediato para eludir la parada de Dario y lanzó una estocada por la izquierda… justo un momento después de que la punta del arma del joven pinchara suavemente su chaleco.

—¡Pero si ni te he visto venir! —exclamó el hombre, enojado—. Bueno, da igual, ahora verás tú lo que es bueno.

De nuevo trató de engañar a Dario con fintas y contrafintas antes de lanzar decididamente el ataque del dragón furioso. Dario paró en cuarta y con un movimiento de muñeca inverosímilmente rápido hizo que su acero tocara el cuello de Drake. Este se enojó ante la facilidad con que estaba siendo derrotado y decidió emplear su arma secreta: el contraataque del mono loco.

Una compleja maniobra de desorientación culminó en un veloz e intrépido ataque que nunca antes le había fallado a ningún miembro de su centenaria familia… hasta el aciago día en que Peter Drake se enfrentó a Dario Ferro.

Drake miraba desolado su bello florete, caído a unos pies de distancia de donde él estaba.

—Eso ha sido interesante —comentaba Dario con una angelical y sincera sonrisa en los labios—. Coge el arma y vuelve a hacerlo; me gustaría ver cómo acaba.

Drake le miró de reojo. ¿Era posible que el muy cabrito no se diera cuenta de cómo le acababa de humillar?

—Venga, Peter, que esto se anima —Dario se había puesto una brizna de hierba en la boca y esperaba como si nada hubiera pasado.

Tratando de mostrarse calmado Drake fue a buscar su arma, la recogió y sonriendo lo mejor que pudo dijo:

—Para hacerlo más interesante, ¿qué te parece si cambiamos de mano y repetimos lo mismo?

Dario no respondió, se limitó a tirar el florete al aire. Describió un arco girando elegantemente sobre sí mismo y cuando llegó de nuevo a la altura del muchacho éste lo recogió con la izquierda y se puso de nuevo en guardia.

Drake no era exactamente ambidextro, pero tenía gran facilidad para aprender a usar la izquierda, aunque sin poder llegar a la perfección que le permitía la mano diestra. Aprovechando esto se había dedicado durante años a entrenar con una y otra mano, a fin de tener alguna ventaja adicional, por ejemplo si era herido en la derecha. Confiaba en que su adversario perdería más que él con el cambio.

Atacó de improviso, pero sin repetir la maniobra de momentos antes, sino con el clásico y temible rayo de acero púrpura, que tan bien le había enseñado su maestro en los años mozos.

Sin moverse de su sitio Dario le paró en sexta y en cuarta repetidas veces y cuando Drake culminó su enrevesada y rápida maniobra con la estocada púrpura, Dario se apartó, la desvió ligeramente y al pasar Drake a su lado sin poder frenar a tiempo le pinchó en la espalda diciendo:

—¡Hop!

Drake se levantó maldiciendo y soltando rayos y centellas. Estaba rojo de ira y vergüenza y no podía ni quería refrenar su mal humor. Se lió a pegarles tajos a los arbustos y hasta los caballos optaron por apartarse ligeramente y vigilarle con atención.

—No entiendo por qué te lo tomas así —decía Dario—. Sólo estábamos practicando un poco, no hay para tanto. Además, lo has hecho muy bien —«aunque ha sido un poco rústico», pensó.

—Ya hemos perdido demasiado tiempo; monta y vámonos —dijo de repente Drake.

4. Un encuentro en el camino

Siguieron su camino y poco a poco fue pasándosele el enfado. Se dedicó a escuchar la cháchara alegre del muchacho y tratar de averiguar de dónde sería ese acento agudo y cantarín, pero sin éxito. Estaba seguro de no haberlo oído nunca. También observó que Dario no era capaz de entenderlo cuando decía algunas palabras. En cambio, si escogía un sinónimo arcaico, de los que recordaba de sus lecturas de juventud, entonces a Dario le parecía una palabra normal. Supuso que había estudiado el idioma con un maestro aficionado a los cantares de gesta de un par de siglos antes. También le sorprendía su manifiesta ignorancia sobre plantas y animales, pues se sorprendió incluso al toparse con un conejo.

Oyeron ruido de cascos de caballo y el silbido despreocupado de un viajero que se dirigía al valle siguiendo el curso del riachuelo. A petición de Dario se apartaron y se mantuvieron en silencio hasta que hubo pasado. No se encontraron con nadie más, de modo que pudieron avanzar bastante y el muchacho estaba feliz por ello, aunque a menudo quería parar para estirar un poco las piernas. Finalmente Drake, viendo que faltaba poco para el crepúsculo, decidió buscar un sitio para pasar la noche.

Encontraron unas piedras altas que ofrecían buen refugio y desmontaron. Corría un hilillo de agua junto a ellos, en dirección al riachuelo. Le ordenó al muchacho que recogiera leña para encender un fuego entre las piedras.

—Mientras, iré a cazar algo antes de que obscurezca —dijo, cogiendo el arco y las flechas que tenía en el caballo.

—¡Oh, fantástico, te acompaño! —exclamó Dario encantado, tomando también su arma.

Drake le miró con calma.

—Oye, muchacho, ¿puedes decirme qué esperas cazar con un florete?

—Pues no sé… Un conejo, tal vez.

Drake murmuró algo sobre locura, juventud y falta de sentido común mientras convencía a Dario de que se dedicara a recoger leña.

—Volveré pronto, así que date prisa en prender un buen fuego.

—De acuerdo, de acuerdo; tú mandas.

—Y asegúrate de que lo haces justo entre las piedras, para que nadie pueda ver las llamas desde el río.

—No te preocupes, así lo haré.

—Y no metas ruido innecesariamente.

—De acuerdo, pero no tardes. Tengo mucha hambre.

Drake estaba seguro de cobrar una o dos piezas en poco tiempo. Había visto gran cantidad de animales por allí y era un excelente arquero. Ahora, en cambio, todas las bestezuelas parecían haberse ido para otro lado, así que dio algunas vueltas por los alrededores y al cabo de un rato pasó cerca de donde había dejado al chico. Éste había recogido una buena cantidad de leña y parecía a punto de intentar encender el fuego, pues estaba colocando algunas ramitas muy finas en la base.

«Con lo poco que sabe de la vida en el campo, seguro que no logra encender la leña», pensó. Se quedó quieto para ver cómo se las apañaba con la yesca y el pedernal, pero Dario no estaba haciendo los típicos gestos de poner yesca seca y golpear dos piedrecitas. Muy al contrario se levantó, buscó algo entre sus ropas y lo mantuvo dentro de su puño, extendiendo el brazo en dirección al montón de leña.

A Peter le pareció que murmuraba algo, aunque no estaba seguro pues la distancia era considerable y no podía ver bien sus labios. Fuera como fuese al cabo de muy poco unas llamas de buenas proporciones se elevaron y crepitaron. El fuego estaba encendido y Dario guardó de nuevo lo que tenía en la mano.

«Magia, brujerías, cosas propias de trasgos y seres obscuros», pensaba Drake enojado. ¿Sería Dario uno de aquellos niños que las brujas robaban de sus cunas para enseñarles sus artes perversas y que sirvieran así a sus fines? Nunca había sido un hombre supersticioso. Estaba seguro de que una buena estocada podía acabar con el mejor brujo por muchos conjuros de protección que invocara, pero no le gustaba pensar que aquel buen chico se relacionara con cosas que una persona decente debía mantener alejadas de sí.

Mientras iba pensando en esto oyó un leve ruido a su derecha, un crujido de ramas secas que delataba la presencia de un animal. Contento de tener al fin algo a lo que dedicar un amoroso flechazo, preparó su arco y avanzó acechante y silencioso. Percibió otro sonido, propio de un animal andando cautamente, avanzó unos pasos más y permaneció a la escucha. Ciertamente oyó algo, pero no el andar de un cuadrúpedo en busca de sus saetas, sino más bien rumor de voces.

«Debe de ser esta ligera brisa que ha empezado a levantarse», pensó inquieto. Extremó el sigilo y medio tensó el arco para estar a punto cuando descubriera su cena.

Entonces volvió a oír lo mismo que antes, pero un poco más fuerte y cercano. Venía del otro lado de una pequeña elevación del terreno. Avanzó con premura pero con cautela, agachado y eludiendo las ramas que al romperse pudieran delatarle.

Un breve relincho, rápidamente acallado, y el ruido de unos pasos le hizo esconderse enseguida tras un árbol. Ahora estaba seguro de que había alguien muy cerca. Alguien que hablaba en voz baja y trataba de evitar que le descubrieran. Subió la elevación del terreno y buscó refugio en el tronco de un enorme árbol.

Desde su posición podía ahora verlo todo claramente. Tres caballos estaban siendo custodiados por un hombre vestido con capa y capucha negra. Otros dos con la misma indumentaria estaban muy cerca de él, a unas veinte yardas tan sólo y eran ellos los que hablaban. El que estaba con los caballos se preocupaba de que éstos no hicieran ruido, mientras que los otros dos estaban enfrascados en un asunto que no hacía ninguna gracia a Peter Drake: una atenta y minuciosa vigilancia de Dario.

Suponiendo que pronto tomarían alguna decisión tensó suavemente el arco y apuntó a uno de los hombres. No habían transcurrido ni una docena de latidos de corazón cuando se oyeron gritos y alboroto.

Otros dos encapuchados habían estado acechando a Dario desde el lado opuesto y salieron de su escondite gritando y con las armas en la mano. Estaban muy cerca del muchacho y éste apenas tuvo tiempo de desenvainar su florete. Un instante después el primero en llegar ante el joven caía escupiendo sangre con un profundo tajo en la garganta y el segundo, que para su desgracia había corrido unos pasos por detrás del primero, dando así tiempo a Dario a recomponer su guardia, se estrellaba contra las ágiles paradas de éste. Sus armas fulguraron y rugieron con rabia, cada una buscando el corazón de su rival, pero fue Dario quien nuevamente halló un hueco en la guardia de su oponente y hundió cuatro palmos de fino acero en el pecho del encapuchado.

Drake había visto la escena con asombro en los ojos, pero su encanto se disipó rápidamente. Tres hombres a caballo salieron al mismo tiempo de entre los árboles. Dario no se lo pensó dos veces. Enfundó su arma tras cortar con ella las riendas de su caballo, anudadas a una rama. Se encaramó de un modo patético pero sin pérdida de tiempo al noble bruto y éste, comprendiendo mejor que nadie la gravedad de la situación, se lanzó al galope tendido huyendo de sus perseguidores. Por desgracia lo hizo en dirección a los hombres que Drake tenía ante sí.

Apuntó de nuevo con rapidez y disparó una certera flecha al pecho del primero que se alzó, espada en mano, para detener la huida del muchacho. Apenas tuvo tiempo de poner otra en el arco para abatir al siguiente, que recibió el impacto justo cuando el caballo llegaba a él. Por muy poco la flecha no dio en el animal o en la pierna de Dario. A partir de ahí ya no pudo ayudarle más, pues el hombre que guardaba los caballos le había descubierto y se abalanzaba gritando con un florete en una mano y una afilada daga en la otra. Drake soltó el arco y se aprestó a recibir a su oponente armado del mismo modo.

Dario se aferraba al cuello de su caballo y trataba de no salir despedido cada vez que éste saltaba un obstáculo. En cuanto veía aproximarse una piedra o un tronco caído, aguantaba la respiración y apretaba aún más el cuello del animal, que pese a ello trataba de salvarlo con todas sus energías.

Detrás de él tres expertos jinetes ganaban terreno a cada instante. Dos eran sombras negras, con un aguijón de acero en una mano. Tapados por capuchas bien atadas bajo el mentón, con sus capas negras al viento y ropas también negras, semejaban la viva estampa de la muerte persiguiendo a su presa y se recreaban en ello.

El tercero era casi un enano. Disfrutaba tanto con la persecución que reía como un loco, con una risa aguda y quebrada. Vestía el gris de lobo de los altos landars y en la mano llevaba una cerbatana orlada con plumas rojas, ocres y verdes. Cuando estuvo a razonable distancia del perseguido se llevó un extremo del tubo a su boca y sopló con fuerza. Falló por muy poco el primer disparo, rió con ganas y preparó un nuevo dardo con penacho de suaves plumas azules, el color de los sueños.

Disparó de nuevo y alcanzó a Dario en la espalda. Tras varios intentos logró clavarle otro dardo, cerca del cuello. Y reía, reía a cada disparo, tanto si acertaba como si no.

Dario oía aquella risa mezclada con el estruendo de los cascos de los caballos, sentía las ramas bajas golpearle, veía los árboles acercarse y pasar a su alrededor. Luego los vio danzar en torno a él, girar y girar, fundirse con los últimos rayos anaranjados del Sol, con los bufidos del caballo, con su propio sudor. Todo se mezclaba en su nebulosa mente, se diluía en un tenue gris azulado, hasta que dejó de apretar a su montura conforme sus brazos se relajaban. Ni se percató de que caía y rodaba por el suelo, golpeándose por todas partes. Su cabeza tropezó con un tronco y perdió del todo la consciencia. Los tres perseguidores se detuvieron a su lado, desmontaron y lo pincharon con sus floretes.

—¡Bien hecho, Guîdar! —dijo uno de ellos—. Ahora recupera su caballo y tráelo aquí. Lo ataremos encima para llevarlo al Omir Anderson. Estará contento de que hayamos capturado al menos esta pieza.

—¡Sí, sí, caballo, ahora traigo! —decía el hombre pequeño.

Corrió a buscar la montura de Dario, que se había detenido al notar la caída de su jinete y relinchaba enojado. Su opinión sobre los caballeros jóvenes estaba tan por los suelos como el pobre Dario.

Mientras, a una cierta distancia Drake platicaba animadamente con su nuevo amigo:

—¡Cabrón, hijo de una lamia! —escondió la cabeza justo a tiempo para evitar el acero de su contertulio.

—¡Desgraciado, ladrón de mendigos, te voy a cortar los cuernos que tu mujer te puso con un cerdo! —correspondió el hombre vestido de negro parando una rápida estocada.

—¡Te creería si no fueras un eunuco! —replicó Drake, tratando de aprovechar un hueco en la guardia del hombre para clavarle la daga en el estómago.

—¡Morirás como los gusanos, atravesado por un hierro! —le advirtió gentilmente.

—¡Alégrate, hijo de diez padres, porque voy a abrirte una nueva sonrisa en la garganta! —dicho esto dio un rápido paso hacia adelante para obligar a su camarada a retroceder hacia un tronco caído, que éste no había visto.

El hombre tropezó con él y perdió el equilibrio por un momento, justo lo que necesitaba Drake para hundir grácilmente la hoja del florete en el pecho de su rival.

Sacó su arma y mientras la limpiaba con un pañuelo le dijo al caído:

—Ha sido una interesante charla que podemos repetir cuando os plazca —saludó con una delicada finta y se marchó.

El muerto tuvo la descortesía de no responder.

Sin pérdida de tiempo fue a buscar su caballo, que esperaba pacientemente atado todavía a una rama. Colgó el arco de modo que pudiera cogerlo rápidamente y dejó las flechas dispuestas a su lado. Susurró unas palabras de ánimo al corcel y salieron al galope, en busca de huellas de Dario y sus perseguidores. No tardaron mucho en dar con el lugar donde las costillas del joven habían acariciado el duro suelo. Desmontó para estudiar el terreno. No le costó encontrar un dardo empenachado de plumas azules. Todavía tenía unas gotas de sangre en la punta. Lo acercó a su nariz y confirmó así lo que sospechaba: droga de los altos landars.

Las tierras más al norte del continente eran un lugar terrible y peligroso. Antaño habían gozado de una avanzada civilización, donde la gente apenas tenía que trabajar y podía dedicarse al ocio, la estulticia y la lujuria sin ninguna preocupación, como era propio de las sociedades complejas. Esas posibilidades desencadenaron en ellos los peores vicios: dedicaron su ciencia a la perversidad, sus conocimientos de la vida a causar la muerte. Sus refinados avances en el mundo de las drogas, en lugar de servir para curar, fueron utilizados para embriagar, atontar, crear ilusiones o servir de armas mortíferas y lentas en los crueles juegos de las clases más altas y nobles. La civilización decayó. Sus logros se convirtieron en plagas y tras muchas guerras intestinas se dividieron en tribus, que a su vez se escindieron en clanes, que a su vez se aliaron con algunas sectas para combatir mejor a los feudos y las ciudades estado. La historia de los altos landars degeneró en una crónica de asesinatos entrecruzados, que devino simplemente en locura. El abuso de todas las drogas conocidas había creado una sociedad de perturbados donde abundaban las deformidades, tanto físicas como psíquicas.

Hacía varios siglos que ninguna persona honesta quería tener tratos con ellos. Únicamente en las cortes contrataban alguno de sus maestros envenenadores para que sirviera con su experiencia al soberano. En este país poco dado a intrigas cortesanas su finalidad era proteger al rey y sus allegados, más que causar la muerte a otros. La experiencia de un envenenador era una garantía de que otro no lograría su propósito. Pero algunos nobles contrataban a veces los servicios de alguno con propósitos más turbios. Peter Drake había conocido al envenenador del rey, un amable y anciano caballero que le había mostrado su extenso surtido de venenos y antídotos: desde los clásicos como la muerte roja o el suspiro lúgubre, hasta los refinados truenos del demonio y sangre de escorpión, sin olvidar alguna receta propia como el lamento verde, que el anciano anhelaba poder probar algún día, cuando hubiera algún reo que ajusticiar.

Por lo que pudiera suceder, Drake untó con los restos del veneno un pequeño estilete que siempre guardaba en su manga izquierda, dispuesto para ser lanzado. A continuación volvió a montar y pacientemente fue siguiendo las huellas de los caballos.

Al cabo de un par de horas divisó un claro en el bosque. En realidad lo olió antes de verlo, pues alguien había encendido un fuego sobre el que se asaba un tierno jabato. Dejó su caballo a prudente distancia y se acercó con precaución extrema. Tres hombres estaban charlando animadamente alrededor del fuego. De uno a otro pasaba un pequeño odre de vino y uno de ellos afilaba con esmero un ancho cuchillo de monte para trinchar el animal.

Se aproximó más todavía, hasta el árbol más cercano, a fin de poder oír algo de lo que decían. No hablaban lo suficientemente alto como para captar toda la conversación, pero logró entender que al igual que otros grupos de hombres habían estado buscando al joven. Decían algo de un templo abandonado en medio de una vaguada y de llegar antes del amanecer. También oyó que llamaban sargento a uno de ellos.

Si les mandaba un sargento debían ser soldados, pero entonces ¿por qué les interesaba el joven Dario? Tal vez no estuvieran allí por él. Sin embargo, las ropas negras eran las mismas que vestían sus captores, incluso las armas se parecían. ¿Soldados de incógnito? Demasiadas preguntas que no podía responder.

Decidió seguir su camino, pero ante la imposibilidad de ver rastro alguno en la noche obscura del bosque tomó la dirección de la vaguada donde estaba el templo, que había visto al pasar en su viaje hacia el valle de Tindall.

5. Un susurro en el bosque

Caminar por un bosque sombrío bajo la luz de las estrellas y de la Luna gibosa podía ser muy romántico, pero a Peter Drake nunca le había gustado. Todo era demasiado silencioso, salvo por los chillidos de las brujas que convertidas en lechuza espiaban a los mortales desde las ramas de los árboles. El aullido de algún mago en su forma de lobo, implorando a la Luna que le desvelara los secretos más terribles de la noche, tampoco era de su agrado.

Afortunadamente para él no era un hombre supersticioso. Se reconfortaba con la presencia de sus armas y su medallón de jade protector. Lo había ganado en una partida de cartas a un marino de las islas del sur. Al cabo de unas cuantas horas estaba casi dormido y un relincho de su caballo, que se había parado, le advirtió de que estaban a un tiro de flecha del templo.

Peter Drake se desperezó y aguzó la vista. No se había fijado mucho en el pequeño edificio semiderruido al pasar por allí unos días antes pero estaba seguro de algo: no había una compañía entera de caballería en ese sitio.

El templo había sido circular alguna vez, encerrando un claustro de columnas basálticas dispuestas en espiral. Al lado varias torres circulares, más antiguas, habían caído mucho tiempo atrás y solamente quedaban algunos restos de su parte baja y bastantes bloques de piedra esparcidos a su alrededor. También gran parte del templo estaba derruida, por lo que desde fuera podía verse el interior. Un fuego de buenas dimensiones alumbraba a varios hombres, entre ellos el pequeño envenenador y Dario, que había sido atado a una de las columnas y tenía un centinela con cara de pocos amigos a un lado. También había un hombre alto y delgado que impartía órdenes a los demás. A Drake su aspecto le resultó vagamente familiar, pero a tanta distancia no le resultaba fácil reconocerlo. Su apostura y su andar chulesco le recordaban a alguien. Trató de hacer memoria, pero sin éxito.

La cabeza de Dario le caía sobre el pecho, aunque de vez en cuando trataba de levantarla y mostraba entonces una mirada vacua, sin reconocer lo que veía. Era evidente que lo habían drogado.

El templo se hallaba en una pequeña elevación del terreno. Su perímetro estaba siendo custodiado por varios hombres armados hasta los dientes, y los que dormían lo hacían al lado de sus armas. Un centinela pasaba el rato afilando con esmero una daga de larga y estilizada hoja. Otro, encaramado a un árbol muerto de silueta retorcida, tenía sobre el regazo un arco con una flecha a punto. Daban la impresión de estar más alerta de lo habitual. Tal vez ya habían tenido algún combate poco antes de ahora, pues su aspecto distaba mucho de ser el alegre y relajado de los soldados que hacen una salida por su propio territorio en tiempos de paz. Drake creyó llegado el momento de trazar un plan de rescate si quería devolverle a Dario el favor que le había hecho en la taberna. Se puso cómodo en un buen lugar de observación y empezó a trazar planes.

Varias horas después los planes todavía no habían salido. Le parecía imposible rescatar al muchacho de semejante sitio estando solo. Los romances antiguos hablaban de caballeros que se arrojaban entre cientos de enemigos para rescatar a un amigo. Luego se lo llevaban tras derribar a numerosos oponentes sin sufrir más que unos leves rasguños. Se preguntó si alguna vez algún trovador había estado en una situación semejante. A buen seguro que no dirían tantas estupideces sobre el valor y la fortaleza imbatible de los justos si fueran ellos los que tuvieran que arriesgar el pellejo.

Sumido en sus pensamientos pasó el tiempo, hasta que un ruido no muy lejano le puso en guardia. Escuchó atentamente y oyó un susurro entre los árboles, a pocas yardas de donde él estaba. Se escurrió tras los arbustos para poder ver a los recién llegados y a duras penas logró distinguirlos.

Eran dos hombres altos y fuertes, de piel clara y rasgos afilados. Vestían unas capas largas con capuchas, que ahora estaban abatidas hacia atrás. Se parecían a Dario y hablaban en una lengua ligera y musical; sin duda, el idioma que provocaba que el joven tuviera aquel acento tan peculiar. Uno de los hombres tenía ante los ojos un objeto grande, como dos tubos anchos y cortos. Lo sostenía entre las manos y apuntaba en dirección al templo. El otro hablaba con voz queda a una caja pequeña y rectangular. Cuando dejó de hablar la caja le respondió con una voz profunda y anormal, fruto de la garganta de algún ente maléfico con quien mantenía una insensata conversación.

Drake observó con detalle todo lo que hacían. Le costaba verlos, pues vestían ropas verde obscuro que les confundían con la vegetación. Observó cómo sacaban de sus alforjas unos arcos cortos y robustos. Aguzó la vista sorprendido: «¡Poleas, esos arcos llevan poleas!» También les acoplaron unos cilindros pesados en su parte anterior y luego un tubo ligero a través del cual parecían mirar. Aunque no estaba seguro, debido a la distancia, tenía la impresión que tanto de los tubos de los arcos por los que miraban, como de los más anchos que agarraba con ambas manos el primer individuo para vigilar el campamento, salía un leve resplandor verdoso que iluminaba sus ojos dándoles un aspecto más fantasmal si cabe. Se le ocurrió que alguna extraña y perversa magia podía iluminar las escenas nocturnas, viendo a la luz de las estrellas y de las pequeñas lunas como si se hallaran a pleno Sol.

Estaba fascinado con los preparativos tan extraordinarios que presenciaba y de repente su mente se iluminó: ¡una cacería humana por parte de elfos nocturnos! ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Confundir al pobre Dario con una de aquellas criaturas… ¡Qué horror! Tal vez había sido criado y educado por ellos. Al fin y al cabo ¿no había personas que habían crecido alimentadas por una loba? ¿Acaso no habían adoptado las sirenas al bello príncipe Albert, enseñándole a vivir bajo el agua y ofreciéndole la mano de una princesa de cola esmeralda? Pero una cosa eran los lobos y las sirenas y otra muy distinta los elfos, esos sanguinarios cazadores de almas humanas, con las cuales forjaban las joyas mágicas que adornaban sus palacios en las altas cumbres nevadas. Por eso el joven había tenido que huir, con gran riesgo para su vida, a través del infierno blanco y helado; escapado de un palacio de los elfos, perseguido por ellos y capturado por los servidores del Obscuro Señor de la noche. Todas las fuerzas malignas se confabulaban contra aquel hijo de los hombres, disputándose su posesión.

Ahora veía claro que los soldados eran huestes del Obscuro y que él iba a presenciar una lucha entre ellos y los feroces cazadores de almas que deseaban recuperar su presa. No iba a permitir que el inocente joven cayera de nuevo en las manos de esos seres sin sentimientos. Su deber como humano era salvar a Dario.

Uno de los elfos señaló con el brazo al templo. Drake miró en esa dirección y vio algo sorprendente y que le confirmó que allí se estaban obrando demasiados prodigios antinaturales: el hombre alto parecía estar interrogando a Dario mientras a su alrededor se movían como luciérnagas unas luces rojas, suspendidas en el aire. El joven estaba semiinconsciente, abotargado todavía por las drogas, pero aun así aquella gentuza disfrutaba atormentándolo con sus preguntas y malos tratos. Las luces rojas revoloteaban alrededor de la escena como si observaran complacidas el espectáculo. Danzaban y trazaban complicadas órbitas en torno a su amo; alguna de ellas desaparecía de vez en cuando y volvía al cabo de un tiempo, quizá para traer noticias que los labios humanos no hubieran sabido contar.

Regresó a su caballo y se preparó, seguro de que pronto habría mucha acción por los alrededores. Apenas había montado sus sospechas se confirmaron. Varias flechas cruzaron silenciosas el aire y se clavaron profundamente en los cuerpos de los centinelas más alejados, quienes expiraron mientras sus almas liberadas de la carne eran capturadas por los sortilegios élficos.

Los elfos corrieron como sombras para acercarse más a sus objetivos mientras uno de los soldados, que había notado algo extraño, llamaba a los centinelas sin obtener más respuesta que una flecha en la garganta. En ese momento se organizó un buen alboroto. Los demás soldados se levantaron alertados por los gritos de sus compañeros y acudieron a los caballos. Muchos cayeron a mitad de camino. Demasiados para pensar que sólo hubiera dos elfos en los alrededores.

Drake se fue acercando a un trote ligero de su montura, tratando de pasar desapercibido para unos y otros, pero contento de ver cómo la compañía de soldados era mermada tan rápidamente. No vio ni una sola flecha que errara el blanco, y cuando cesó su mortal diluvio fue para dar paso a varios elfos que, armados de refulgentes floretes, arremetieron contra los raptores de Dario.

Ése fue el momento que aprovechó Peter Drake para lanzarse a la carga en medio de los perplejos soldados. Tuvo que repartir varios tajos a diestro y siniestro hasta llegar a su objetivo: el muchacho. Para cuando lo consiguió éste ya había sido desatado por uno de los elfos, que lo había subido a su caballo, quien parecía sorprendido de tener que llevar otra vez aquel paquete, esta vez inconsciente por las drogas. El elfo, sin embargo, se entretuvo ensartando a un hombre con su fina hoja de metal con la precisión de un joyero.

Drake aprovechó ese instante para asir las riendas del caballo y llevarse a Dario, que todavía estaba drogado, a galope tendido. Detrás de él, el elfo corría maldiciendo y conminándole a dejar al joven. Por delante, el hombre alto y enjuto que había torturado al chico le esperaba con el arma a punto y una sonrisa torva en el rostro. Sin ningún miramiento Drake hizo saltar a los caballos por encima de tan siniestro individuo y aprovechó la circunstancia para darle una patada en la cara con el estribo. Cuando hubo pasado se volvió para atrás y en ese momento lo reconoció: el Muy Honorable Anderson, Omir del reino y jefe de la guardia real. En la mirada de aquel hombre vio que se volverían a encontrar algún día y deberían dirimir sus diferencias de otro modo. Peter Drake acababa de convertirse en enemigo del hombre más peligroso del país, y también el más poderoso después del propio monarca.

Al menos, las cosas se aclaraban un poco; los encapuchados no eran sirvientes del Obscuro, sino algo mucho más mundano, pero eso no mejoraba la situación. Drake trató de dejar sus reflexiones a un lado; ya se ocuparía de ellas más adelante, en un ambiente adecuado. De momento, tenía que tratar de salir vivo de allí. Espoleó el caballo y corrió hacia el bosque.

Pasaron cerca de un arquero elfo que se alzó apuntándole, pero la velocidad debió de parecerle excesiva para asegurar el tiro y se abstuvo de disparar, sin duda para no herir a Dario.

Continuaron hasta que los caballos no pudieron más y solamente entonces se detuvieron. Drake eligió un lugar recogido, tras unos arces frondosos. Mojó un trapo en el agua de una fuente cercana y refrescó la cara de Dario, pues estaba amaneciendo y debía reanimarlo para proseguir la huida. El muchacho recuperaba poco a poco la consciencia y Drake estaba seguro de que pronto podrían continuar. No le apetecía estar tan cerca de soldados y elfos enfrascados en peleas por la posesión de su amigo.

Mientras ayudaba a Dario a levantarse, una esfera de luz roja acertó a pasar cerca de ellos. Drake la descubrió y sin perder un segundo tomó su arco y disparó una flecha que la luz esquivó sin ningún problema. Trató repetidamente de abatirla, pero terminó por aceptar que sería inútil. Era algo demasiado rápido y pequeño, algo que parecía burlarse de él con su mera presencia. Finalmente la luz se fue por donde había venido y Drake, sin perder más tiempo, ayudó a Dario a subir al caballo.

El joven estaba bastante recuperado como para sostenerse por sí mismo, pero todavía farfullaba de un modo incoherente y no sabía dónde se hallaba. Incluso parecía tener problemas para reconocer a Drake, aunque le resultaba vagamente familiar.

Encontraron un camino en buenas condiciones y Drake espoleó al caballo. Tenía prisa por alejarse de allí. No perdía de vista ambos extremos del sendero por si alguien aparecía en él, pero tampoco quería entretenerse yendo bosque a través.

Salieron a un descampado al cabo de una media hora y se lo pensó dos veces antes de cruzar. Sería demasiado fácil verlos y más aún que les detuviera una flecha. Como no parecía haber otra solución terminó por aceptarlo. Cruzaron siguiendo el mismo camino y pasaron por entre campos labrados, donde crecía una hierba de color verde obscuro profundo, entre los sembrados de adormidera, las azuladas flores de acónito, las blancas umbelas de la cicuta, las bayas negras de la belladona y las acampanadas flores manchadas del beleño negro. Los setos poco cuidados de tejo, salpicados de frutos que parecían gotas de sangre fresca, convivían con las altas matas de la dedalera, cuajadas de flores colgantes. Esa región era famosa precisamente por sus cosechas de narcóticos y estupefacientes, así como por los preparados medicinales que en ella se elaboraban.

Encontraron algunas granjas entre los sembrados, todas con las paredes tapizadas de hiedra, pero no se entretuvieron en ninguna pese a que a Dario le convenía un buen descanso. Finalmente y ante sus súplicas Drake aceptó realizar una breve parada para que se repusiera de los mareos y dolor de cabeza que le atormentaban. También le ofreció un poco de comida.

Mientras descansaban volvió a aparecer la luz roja, pero esta vez desapareció enseguida. Drake tuvo un presentimiento y salió del escondite donde se habían refugiado para descansar. A lo lejos se veía una polvareda. Al cabo de poco distinguió a un par de jinetes que se acercaban al galope.

—¡Dario, quédate donde estás y espérame! —gritó al tiempo que montaba de nuevo y salía al encuentro de los desconocidos.

6. El envenenador

Reconoció enseguida al hombre pequeño y a uno de los soldados vestidos de negro. Se dejó ver y luego salió corriendo en dirección al río. Ambos jinetes le siguieron y no tardaron mucho en alcanzarle, pues llevaban excelentes corceles, verdaderos animales de carrera. Iban ligeros de equipaje, tan sólo las armas y a su alrededor esa luz que seguramente hacía las veces de espía.

Corrió un poco por el río para no dejar huellas y luego saltó del caballo y lo despidió con una palmada. El animal estaba bien entrenado y desapareció rápidamente. Drake corrió para esconderse tras unas rocas y se mantuvo al acecho.

Los dos perseguidores se entretuvieron por la orilla, buscando las huellas de su caballo sobre la arena. Guîdar, el pequeño envenenador, era quien impartía las órdenes y mandó al soldado a la otra orilla para rastrear por aquel lado.

Drake fue siguiendo al soldado a prudencial distancia hasta que se separó tanto del envenenador que éste no pudo verle. Entonces se lanzó sobre él dispuesto a matarle. Mas el soldado, que no era confiado por naturaleza, estaba preparado para una emboscada. Se volvió al primer ruido y paró eficazmente el ataque de Drake. Se enzarzaron en un fiero combate, durante el cual Drake comprendió que no se trataba de un soldado cualquiera, sino de un verdadero experto en esgrima. Cuando empezaba a estar apurado, Drake logró que su bota derecha presentara sus respetos a la entrepierna del hombre, justo un momento antes de que los pulmones de éste entraran en íntimo contacto con la hoja del estilete de su rival.

Terminada la faena limpió la hoja con un pañuelo y volvió a guardarla en su manga.

Alertado por el ruido del combate Guîdar corrió hacia ellos, pero solamente encontró el cadáver del soldado. Rió de nuevo con su voz aguda y preparó su cerbatana, depositando en su interior un dardo de plumas blancas y sedosas. Era el color de la muerte.

—¿Dónde estás, amigo? —gritó Guîdar—. Tengo un dulce regalo blanco para ti.

Caminó con cautela por entre los árboles, buscando y escuchando con sus sentidos aumentados por el agua del éxtasis que acababa de tomar. Era consciente de cada sonido, de cada forma y de cada color que estaban presentes en el bosque, pero no oía ni un solo paso de aquél a quien buscaba.

Drake estaba escondido tras un árbol. Sabía muy bien que debía andarse con mucho cuidado o sus días terminarían allí mismo. No le hacía gracia vérselas con un envenenador y se reconfortaba pensando que al menos no estaba sentado a su mesa jugando al famoso juego de los landars: «adivina dónde está el veneno».

Guîdar caminaba con pies de pluma. Apenas hacía el más leve de los ruidos al andar y Drake prefería no asomar la cabeza si no era imprescindible.

—¿Acaso tiene miedo mi amigo? —decía el envenenador—. Tal vez sea porque todavía no nos conocemos. Deberíamos presentarnos.

«Así me gusta, sigue hablando», pensaba Drake.

—Es una descortesía por tu parte no dejarte ver…

Al tiempo que hablaba, Guîdar prendía fuego a un pequeño incensario que había dejado en el suelo. Depositó en su interior un fino polvo anaranjado y aspiró por la nariz el que quedaba en sus manos. Era tan poco que apenas notó sus efectos, pero éstos se sumaron al de los muchos productos que cada día alcanzaban su cerebro y contribuyeron a alienarlo un poco más.

—Te espero pacientemente —decía Guîdar—; sé que estás ahí y tarde o temprano nos veremos las caras. Tú y yo. Frente a frente.

Drake aguardaba su oportunidad, inmóvil como una estatua. La voz se acercaba cada vez más; sólo necesitaba que diera unos pasos…

Los polvos se estaban quemando rápidamente sobre el incienso. Su aroma era transportado por el aire a mayor velocidad de lo que un hombre puede sospechar. Su olor tan diluido no podía percibirlo nadie, pero estaba un poco por todas partes.

Drake sentía ahora con más claridad la voz y los movimientos de su adversario. Cuando se convenció de que estaba a uno o dos pasos saltó de su escondite y lanzó una mortal estocada que atravesó el corazón del envenenador. A continuación también lo atravesó su brazo y luego todo su cuerpo, cayendo de bruces al suelo mientras el fantasma se disolvía en el aire riendo a carcajadas.

Se levantó de un salto y trató de averiguar dónde estaba el verdadero rival, pues lo veía en una docena de sitios al mismo tiempo, riéndose de él y cada vez más deformado, como todo lo que tenía a su alrededor. Ensartó a uno tras otro, pero nunca daba con el auténtico. De repente un fuerte golpe en la mano le hizo caer el florete. Sin apenas pensarlo Drake sacó una daga de su manga y giró sobre sus talones una vuelta completa. En un momento dado notó la resistencia que oponía un cuerpo al ser cortado y oyó el aullido desgarrador del pequeño envenenador.

Recogió el florete y trató de perseguir a su rival, que huía gimiendo y corriendo. Con las manos se tapaba una fea herida en el vientre. Drake se sentía enfermo por culpa de la droga y prefirió dar media vuelta para regresar al río, donde pudo refrescarse con el agua clara. Cuando se encontró mejor tomó un silbato que llevaba colgado del cuello para llamar a su caballo, el cual regresó al galope.

Al poco rato estaba de nuevo junto a Dario, quien se había quedado dormido como un bendito. Drake también estaba acusando la falta de sueño de aquella noche, pero era demasiado peligroso quedarse a descansar allí. Despertó a Dario y salieron enseguida. Hasta varias horas después no estuvo bastante tranquilo como para tumbarse un rato.

Tras unas horas de reposo ambos se sintieron mejor. Peter Drake contó lo ocurrido durante la noche a Dario, pero para no preocuparlo en exceso omitió darle demasiados detalles sobre los elfos. En lugar de ello le explicó que unos bandidos habían atacado a sus raptores y que él aprovechó la confusión para sacarlo del campamento.

El joven estaba contento de haber sido rescatado, pero se mostraba nostálgico y no quería explicar nada sobre los soldados ni de su interés por él.

—Algo debían querer de ti —insistía Drake, tratando de averiguar alguna cosa de la sórdida historia en la que sin duda estaba envuelto el muchacho.

—No me acuerdo de nada —repetía éste—. Desde que me capturaron hasta que he despertado hace un rato, solamente recuerdo una niebla gris, una risa aguda y desagradable… —tuvo un pequeño escalofrío—. Me parece que pensaban matarme; creo que alguien lo repetía continuamente. A lo mejor no es un recuerdo, sino un sueño; no estoy seguro. ¡Estaba todo tan confuso!

—¿Habías visto antes a esos hombres? ¿Reconociste a alguno de ellos? ¿Al que mandaba, por ejemplo? —hizo una pausa de unos segundos, para dar mayor dramatismo a su última pregunta—. ¿Te dice algo el nombre de Omir Anderson?

Dario negó con la cabeza, con una expresión tan testaruda en el rostro que a Drake le confirmó que sí conocía bien a aquella gente.

—Debes tener algo que ellos desean —volvió a acosarle Drake—, y sin duda lo buscan. ¿De dónde vienes? ¿Atravesaste las montañas huyendo de alguien o escapaste de algún lugar en las montañas? —ésta era la cuestión crucial, pues sólo los elfos habitaban en los blancos desiertos helados; sin embargo, Dario pareció no entender la importancia del asunto ni el significado de la pregunta.

—No tengo nada de valor, salvo un poco de dinero y eso ni lo tocaron. Mira, aquí está todo —dijo, mostrando su bolsa llena de monedas.

Drake se quedó con la duda de si Dario fingía de un modo excelente o bien ignoraba de veras en qué embrollo estaba metido. Ser perseguido por los elfos y el Omir Anderson al mismo tiempo parecía excesivo si realmente era un muchacho sin importancia, que no llevaba nada de valor encima.

Continuaron el viaje para alejarse todavía más de sus perseguidores, pues tantos hombres como había tras ellos podían cubrir muchos estadios a la redonda y encontrarles en cualquier momento. A lo largo del día solamente se detuvieron un par de veces para beber y comer. Cuando lo hacían Dario se desentumecía, trataba de caminar un poco con sus piernas doloridas de tanto cabalgar y finalmente optaba por estirarse en el suelo, bajo el Sol caliente y rojizo.

Durante estos descansos los caballos relinchaban de placer, libres por un rato de su carga y pacían entre los prados escogiendo la hierba más fresca y jugosa, sacudiendo los mosquitos a coletazos y observando de reojo a los hombres, temiendo que de nuevo se empeñaran en proseguir el viaje.

Cuando Drake decidió que era hora de partir Dario protestó.

—¡No puedo más, Peter! ¿No podemos viajar de algún otro modo, en barca tal vez?

—El río no es navegable hasta muchos estadios [1] más abajo, y si te persiguen será lo primero que vigilarán —explicó Drake—. La otra posibilidad es marchar a pie, pero te recuerdo que quieres ir a la otra punta del país. Nosotros estamos en la comarca de poniente y tú quieres ir a la costa, que es el extremo más oriental de este reino. Hemos de atravesarlo todo en su parte más ancha, lo que serán unos cuatro mil estadios [2], aproximadamente.

Dario refunfuñó un buen rato y de mala gana subió al caballo con su peculiar estilo.

Drake estuvo un buen rato contando historias de sus numerosos viajes hasta que advirtió que Dario estaba más que aburrido.

Tuvieron que cruzar el río, ahora bastante caudaloso, por un puente de piedra cercano a un pequeño pueblo, pero evitaron entrar en éste para que nadie pudiera luego decir que los había visto y hacia dónde se dirigían.

7. Un amigo

Durante varios días cabalgaron sin descanso y sin nuevos contratiempos, hasta que las montañas fueron quedando atrás. Cada día Drake descubría algo nuevo en Dario, alguna costumbre insólita, como poner unas pequeñas pastillas en el agua antes de beberla, lavarse a diario o alguna habilidad extraordinaria, pues no solamente era capaz de encender el fuego a distancia, como había observado en el bosque, sino que también sabía siempre la hora que era, aunque las nubes no dejaran ver el Sol, y era un hábil sanador. Llevaba colgada al cinto una pequeña bolsa con la que le había curado una fea herida, hecha al caer de una roca, sin que dejara cicatriz alguna. Pero lo más sorprendente era su estilo de esgrima.

Peter Drake, un extraordinario espadachín curtido en un centenar de duelos, había terminado por pedirle que le enseñara esgrima. El joven aceptó encantado y mostró a su compañero de viaje fintas y contrafintas que parecían imposibles, estocadas de una prodigiosa eficacia, corrigió su guardia y sus posturas de ataque y le enseñó estilos completamente nuevos. No parecía querer guardarse nada para sí. Drake estaba verdaderamente asombrado; era un concepto distinto de la esgrima, más rápido y fluido, más certero y desde luego mortal en grado extremo. Cada vez albergaba menos dudas de que los propios elfos habían enseñado a Dario el arte de las armas. Superaba con creces a cualquier maestro de la capital, hallando siempre un hueco en la guardia de su rival y manteniendo una defensa infranqueable. Drake tenía la impresión de que los humanos necesitarían siglos para igualar la técnica refinada de los elfos. Sin embargo, cualquier mención a éstos despertaba risas y burlas en el joven, sin que quisiera decir por qué.

Durante muchos días continuaron su viaje por las sendas menos concurridas sin problema alguno. Tuvieron mucho tiempo para hablar, especialmente Drake, quien era capaz de pasarse toda la tarde narrándole su vida a Dario. El joven, por su parte, se iba confiando y también le contaba algunas cosas, pero siempre de un modo vago e impreciso, sin proporcionar demasiados detalles. Desconfiaba de que Drake le creyera si le contaba toda la verdad, pero pese a ello la amistad había surgido entre ellos y cada uno aceptaba el carácter del otro. Drake sabía que tarde o temprano el chico perdería el temor a contarle su historia, que había prometido hacerlo al final del viaje, y entonces averiguaría quién era en realidad y el motivo de esta aventura.

Conforme se acercaban a la capital se hacían más numerosas las villas, los campos labrados, los caminos empedrados con grandes losas por donde discurría un continuo torrente de carros, hombres a pie y a caballo. También existía un intenso tráfico fluvial. El Valle Esmeralda estaba cerca del mar, rico en peces y mariscos. Estos productos navegaban río arriba y luego eran llevados en carros hasta la capital, famosa por sus excelencias culinarias. En un par de ocasiones encontraron pequeños grupos de soldados, pero éstos ni tan siquiera repararon en ellos.

Empezaron a vislumbrar en el horizonte los montes que delimitaban el Valle Esmeralda, lugar privilegiado donde se alzaba la capital, y al cabo de pocas jornadas se hallaron a sus pies. Se trataba de un cráter muy antiguo, de paredes bajas y redondeadas por los eones, con tan sólo un paso franqueable por los viajeros, el mismo por el que abandonaban el valle las cálidas aguas termales del Lago de los Reyes. Este lago se alimentaba exclusivamente de aguas subterráneas que manaban en abundancia y con su calor mantenían una temperatura más alta en el valle que fuera de él. Por esto y por tratarse de un lugar fácil de defender, una verdadera fortaleza natural, los reyes fijaron allí su residencia muchos siglos atrás. En la actualidad no había lugar más rico en palacios, castillos, lujosas villas de cortesanos y extensos jardines románticos que el Valle Esmeralda. Sus fiestas equinocciales eran famosas en todo el orbe, sus carnavales y mascaradas merecían los mayores elogios de quienes los habían presenciado y como le contaba Peter Drake a Dario, sus burdeles eran joyas nocturnas de resplandeciente belleza.

—Te aseguro, amigo mío, que en la Almeja de Plata encontrarás las mujeres más bellas y alegres, los manjares más exquisitos, las mejores diversiones y unas mullidas camas donde…

—¡Camas! ¡Al fin podré dormir a gusto! —exclamó Dario con alegría; no había podido acostumbrarse a pernoctar en el suelo y despertar cada día rodeado de insectos, tener que lavarse en un arroyo de agua helada y sentarse sobre las piedras—. Creo que me gustará ir a ese sitio, una buena cena sentado en una silla confortable, poder disfrutar de un baño caliente y luego dormir entre sábanas y almohadas… Creía que nunca lo haría de nuevo.

—¡Una cena, un baño caliente y una cama para dormir! Pero ¿habráse visto semejante cretino? —le reprendió Drake—. ¿Crees acaso que para eso va la gente a los burdeles? Al menos ten la decencia de pasar unas horas con una jovencita que pueda relajar tu cuerpo y tu espíritu con las artes del amor. ¿Qué dirán de mí si les traigo un cliente que sólo quiere dormir entre sábanas limpias?

—Bueno, eso también estará bien. Supongo.

Drake refunfuñó un buen rato, enumerando las cosas de la vida que aún debía aprender Dario para poderse considerar a sí mismo un hombre de provecho.

Poco a poco el camino se fue empinando, conforme subían por las suaves laderas de los montes que rodeaban el Valle Esmeralda. En lo alto de sus cimas podían verse las torres de guardia desde las que los soldados defendían los pocos pasos que un ejército podría emplear para invadirlo. A un lado del camino unas cataratas daban nacimiento a un pequeño riachuelo que pocas millas más abajo se uniría al río principal, aquél que ellos habían seguido durante varios días a favor de la corriente para llegar hasta allí. Dario sabía muy bien que el mar quedaba en la dirección que marcaba el río, pero estaba demasiado agotado para discutir con Drake y más aún para rechazar una noche de buen descanso. Cuál sería el concepto de Drake del descanso en la capital, era algo que todavía no tenía muy claro.

Mientras, a su alrededor se apretujaba todo el tráfico comercial del Valle Esmeralda: a lo largo de una lujosa vía real empedrada y flanqueada de álamos dos veces centenarios discurría una larga cola de carros de mercaderes, jinetes con lujosas vestiduras y algunas calesas tiradas por briosos corceles con nobles que departían alegremente entre sí. Dario vio varias carretas con peces frescos que ahora, envueltos en hielo, se aproximaban a su destino definitivo: las panzas de los habitantes de la capital.

—¿De dónde sacan el hielo? —preguntó de sopetón volviéndose hacia Drake, quien todavía estaba murmurando algo sobre mujeres parcamente vestidas con finos encajes.

Peter Drake suspiró; estaba más que acostumbrado a ese tipo de preguntas. Dario siempre parecía interesado en detalles técnicos. Se sorprendía de las cosas más normales e ignoraba lo que cualquier campesino hubiera sabido.

—¿Recuerdas aquellas casas con torres cuadradas? Sí, ésas que vimos al cruzar el río en Galadria. Pues bien, esas torres en lo alto tienen unas aberturas que canalizan el aire hacia el interior. El aire llega al sótano y refresca una balsa durante la noche, de modo que por la mañana sólo tienen que ir, recoger la fina capa de hielo que se ha formado y echarlo en un pozo donde lo van guardando. Cuando necesitan hielo para algo lo sacan de ahí.

—¿Me estás tomando el pelo? El aire no está tan frío como para eso. Desde que bajé de las montañas no he visto hielo por ninguna parte.

—Incluso en los desiertos de Liria, donde el clima es tan ardiente que puedes freír un huevo sobre una piedra, usan este sistema para fabricar el hielo. ¿No recuerdas hace dos noches, cuando hubo aquel vendaval? En seguida te pusiste la capa para abrigarte. Aunque no haga frío lo parece cuando sopla el viento.

Dario estuvo pensando un momento.

—Las sensaciones de frío y calor son en gran parte subjetivas. Si estás a veinte grados y sopla el viento a velocidad suficiente, te parecerá que la temperatura desciende diez grados, por ejemplo. Sin embargo, no comprendo el fundamento físico de…

—¿Qué son grados? —lo interrumpió Drake.

—Pues algo que se usa para medir el calor.

—Oye, ¿fuiste realmente a la escuela?

—Claro.

—Entonces eres de familia noble, ¿no es así? Dario le miró sorprendido.

—¡Oh, no, qué va!

—Entonces… ya entiendo —Drake tuvo un escalofrío solo de pensarlo—, fueron los elfos los que te enseñaron sus artes. Claro, ¿quién sino esas criaturas iba a ser capaz de medir el frío y el calor, la alegría y la tristeza, el valor del alma o el peso de la cobardía? —de nuevo se enfrascó en un largo diálogo consigo mismo y Dario dejó de prestarle atención.

Había intentado quitarle de la cabeza muchas veces que él tuviera nada que ver con elfos o cualesquiera otras criaturas reales o imaginarias, pero cuando trataba de darle alguna explicación, por somera que fuese, empeoraba las cosas. No se le ocurría nada en su vida que Drake no pudiera considerar maravilloso o anormal. Tampoco podía precisamente contarle toda su vida. Aunque cuando llegaran a la playa… Sí, entonces tal vez, en señal de agradecimiento, ellos permitirían que al menos Drake supiera la verdad. Y Dario estaba seguro que sería mucho más fácil para él creer su historia de los elfos que la realidad.

Llegaron al lado de las cataratas y allí tuvieron que detenerse. El paso era muy angosto y el gigantesco umbral de granito, la mítica Puerta de los Dioses Solares, lo estrechaba aún más.

Los carros solamente podían pasar de dos en dos, uno en cada sentido. Además, los soldados se empeñaban en examinar todos y cada uno de ellos. El tránsito de gentes y mercancías que entraba y salía del Valle Esmeralda sufría en ese punto una retención que obligaba a esperar un buen rato. Paso a paso se fueron acercando. Dario no pudo evitar un sentimiento de congoja al penetrar en el estrecho y largo desfiladero. Las paredes eran casi verticales, mohosas, de más de mil pies de altura. La senda que discurría junto al río de turbulentas aguas no permitía ninguna holgura y el camino estaba cuajado de pequeños monumentos, muy antiguos, que sobresalían de la pared de piedra estrechando todavía más el angosto sendero. En más de un momento creyó que caería al agua al pasar junto a alguna carreta en un recodo especialmente difícil.

A pesar de sus cuitas no pudo evitar maravillarse y recrearse en aquel tétrico lugar. Dioses ya olvidados, de rostros medio humanos y medio animalescos brotaban de las paredes, esculpidos en la roca de los muros. Pequeños altares yacían a sus pies, algunos con piedras de sacrificios, otros con fogariles apagados desde hacía siglos. En un determinado lugar vio lo que parecían estatuas inacabadas, pero al pasar junto a ellas comprendió que no lo eran. Las figuras de varios hombres musculosos se contorsionaban, envueltas en jirones de granito, como si quisieran emerger del muro que les tenía cautivos. Eran esclavos de la piedra que trataban de liberarse de ella, pero ellos mismos eran parte de esa piedra y jamás lo lograrían. El artista había querido dejarlos presos de su substancia para toda la eternidad.

Otras muchas obras, cada vez más enigmáticas y terribles, se ofrecieron a sus ojos mientras se adentraba en la cordillera circular. En cierto modo comprendía la veneración que las gentes sentían por ese valle; su misma entrada era un lugar prodigioso que invitaba a la reflexión y podía sumirle a uno en un cierto estado de éxtasis contemplativo, motivado tanto por los significados entrevistos como por el encanto siniestro de todas las figuras.

De repente el sendero empezó a subir, ganando altura con respecto al río. Las paredes eran cada vez más lisas y elevadas y en muchos lugares la totalidad del camino se hallaba labrada dentro de la roca. Encima de ellos el mismo techo de piedra estaba trabajado con ricas esculturas de seres extraños, que miraban hacia abajo con una sonrisa hosca o cínica. Al cabo de un buen rato la luz, tan escasa hasta entonces, empezó a brillar como una columna dorada entre dos negruras. Se acercaban al extremo interior de la senda. El viento, atrapado como ellos en ese estrecho paso, silbaba y se oponía a su avance, pero la luz les atraía y daba ánimos.

Llegaron al umbral interior y lo cruzaron. De repente Dario comprendió por qué los reyes habían elegido aquel lugar durante siglos para fijar su residencia; Valle Esmeralda hacía honor a su nombre. Era un inmenso jardín circular, encerrado entre altas montañas; una joya resplandeciente, con un gran lago azul cruzado por numerosos veleros de recreo. Todo el suelo era verde, pletórico de hierba por todas partes. Bosques con distintos tipos de árboles tejían un tapiz esmeralda. Había guádanos de follaje rojizo, castaños con copas verdes llenas de amentos que se cimbreaban al viento, tristones con largas y grises hojas caídas. Todos esos bosques habían sido plantados para formar un bello dibujo vistos desde el aire. Porque era desde el aire que los veía el rey. Su inmenso palacio estaba en la elevación central del cráter, una amplia y alta formación rocosa justo en el centro geométrico. Los pequeños pueblos de villas cortesanas, la capital, junto al lago, los campos de cultivo, de los cuales podría vivir el valle entero si se hallara asediado, los bosques, canales y vías reales, todo había sido dispuesto como un tapiz viviente, de aspecto casi geométrico, pero que en ninguna parte era igual a sí mismo.

A Dario se le ocurrió que los reyes de aquel país tenían que ser extraordinariamente egocéntricos para haber modelado toda esa región de modo que fuera lo más bella posible vista desde su palacio.

Los caballos descendieron un trecho hasta alcanzar la Vía Prima, que así se llamaba aquella gran avenida arbolada. El suelo estaba adoquinado con piezas de materiales distintos, para formar con sus diferentes colores dibujos y escudos nobiliarios. Al lado de la vía las aguas que procedían del lago discurrían plácidas hacia las cataratas. A ambos lados del camino se alzaban casas y torres de estilos muy diversos. Unas eran redondas, hechas con grandes bloques de piedra, con una escalinata que daba a la puerta de entrada. Todas sus ventanas tenían vitrales de vivos colores y el techo parecía ser de troncos aceitados. Otras casas eran rectangulares, muy alargadas, con una pequeña torre cuadrada en cada extremo. Las había suspendidas sobre gruesas columnas y con un embarcadero justo debajo de ellas que daba directamente al río, por el que podían llegar al lago central. Se maravilló ante una gran mansión construida de madera y hierro forjado, y luego ante otra de piedra negra, de aspecto irregular, que parecía lava recién enfriada.

Conforme avanzaban eran cada vez más grandes y lujosas. Pero también vieron algunos hostales al pie del camino. En cada uno de ellos alguna chica con las ropas tradicionales, que dejaban los senos al aire, cantaba las excelencias del lugar, lo sabroso y abundante de la comida, la calidad de la cerveza y el cuidado que ponían los dueños en acompañar a los borrachos a sus habitaciones sin molestarlos. Dario, hambriento y cansado como estaba, se hubiese metido en el primero, pero Drake seguía en sus trece de no parar hasta la Almeja de Plata.

Finalmente alcanzaron el lago, un remanso de aguas tranquilas rodeado de villas exquisitas que competían entre sí por tener el jardín más bello y señorial. Las orillas del inmenso lago estaban protegidas por muros y diques, pues como le explicó Drake, cuando llovía toda el agua recogida por el cráter se precipitaba hacia el lago, que podía subir varios de nivel varios pies en pocas horas. La Vía Prima iba a parar a un gran puente de piedra sostenido por torres prismáticas. Desde cada lado del puente les miraban con rostro sombrío grandes estatuas de héroes guerreros.

—Alberic, el barbudo caballero que decapitó con su espada a Gildhren, el pirata, cuando trató de apoderarse de una ciudad portuaria —le contaba Peter Drake conforme los iba reconociendo y recordando sus hazañas—. Isenräad, el jinete de la guardia real que cargó en solitario contra los bárbaros de Liria, después de que todos sus hombres cayeran muertos en la batalla. También está Algrave el terrible, que hizo pasar a cuchillo a diez mil hombres, mujeres y niños para lograr que los enfurecidos soldados del enemigo le atacaran, abandonando la seguridad de sus trincheras y sin esperar los refuerzos que estaban a punto de llegar —Drake se animaba conforme narraba las proezas de aquellos héroes—. Hönner, el señor del mar. Conquistó las islas de Tiriana con una veintena de naves y ya en la capital, que tomó en una larga noche de sangre y fuego, se vio sitiado por el enemigo durante seis meses. Tuvo que ordenar a sus hombres que sacrificaran a los prisioneros para poder comer su carne. Cuando llegó la flota de Gunnórel, le ofreció a su amigo un suculento banquete con las últimas provisiones que le quedaban; los cinco hijos de un general enemigo, espetados con las lanzas de su padre y asados a fuego lento…

—¿Quieres callar de una maldita vez? —gritó al fin Dario, asqueado por el relato.

—¡Solamente trataba de explicarte quiénes son! —se justificó Drake señalando las estatuas—. No entiendo cómo puede molestarte algo que ocurrió antes que naciera tu abuelo.

—Pues me molesta. No quiero oír hablar más de degüellos y canibalismo… —mientras decía esto se quedó mirando la estatua que había ahora a su lado: un hombre con armadura tenía ambos brazos en alto y con las manos sujetaba las pieles de dos mujeres, cuyos cuerpos desollados yacían en el suelo.

—Esa sí que es una buena historia —comentó Drake siguiendo la dirección de su mirada.

—No quiero saber nada más de asesinatos morbosos de enemigos —dijo Dario enfadado.

—No eran enemigos suyos, sino su madre y su hija…

—¡Basta! —gritó Dario.

—Gracias a su noble sacrificio salvó al reino, pues prometió a los dioses que… ¡Espera, no corras!

Fue inútil intentar avisarle. Dario lanzó su caballo al galope para no tener que escucharlo más y cuando llegó al final del puente varios soldados le detuvieron de inmediato. Drake continuó a paso tranquilo y cuando llegó a su lado Dario estaba dando unas monedas de plata a los soldados.

—No se puede correr en toda la Vía Prima —explicó Drake—. Es para evitar accidentes. Con tantos carros, calesas y caballos, y todo el mundo entrando y saliendo con prisas, habría muchos atropellos y colisiones si la gente cabalgara al galope, así que está prohibido ir más deprisa que un hombre a paso ligero.

—¡Pero tres nobles de plata es una barbaridad! ¡Si tan sólo he recorrido cien metros!

Drake frunció el ceño. No tenía ni idea de lo que era un «metro». Probablemente, alguna unidad utilizada por los elfos para medir la distancia. Algún día debería hablar seriamente con el chico acerca de su vocabulario, pero ahora era más urgente explicarle unas nociones básicas de urbanidad.

—No es el trayecto lo que cuenta, sino la velocidad: ir al trote dos nobles, al galope tres y al galope con un corcel de carreras, como los que tienen los hijos de los ricos para acudir a las tabernas de la ciudad, cuatro monedas. Tienes suerte de ir en ese mostrenco.

Al fin entraron en la ciudad, un verdadero laberinto de calles estrechas, paredes de piedra y terrazas y balcones de madera que sobresalían por todos lados. Las murallas eran bajas, pues la verdadera defensa de la ciudad eran los bordes del cráter. Además, muchas viviendas habían ido creciendo por encima de las murallas y conservaban la tendencia natural de toda casa de Sidrial: ser más anchas por arriba que por abajo. La falta de espacio dentro de las murallas había provocado un crecimiento urbano hacia lo alto, pero además las fachadas sobresalían por arriba. Tenían balcones de madera que rebosaban por cualquier lado y parecían a punto de desplomarse sobre las calles. Los que habían decidido ampliar sus viviendas, se habían visto obligados a poner columnas en medio de la calzada para sostenerlas. En muchos lugares la calle se convertía en un túnel, ya que el ático de cada casa se apoyaba en su vecina de enfrente. Para complicarlo más si cabe, las aguas del lago entraban por aberturas de la muralla, fuertemente enrejadas, formando canales internos que tenían que ser cruzados mediante puentes.

Todas las calles estaban abarrotadas de gente, tenderetes, caballos empeñados en abonar los adoquines y sacerdotes de mil cultos diferentes predicando la salvación mediante la fe, la castidad, la caridad, la autoflagelación, la contemplación, la oración, la lujuria, el exterminio de infieles, el estudio de los libros sagrados, las comidas a base de verduras y otras novecientas noventa maneras distintas.

—Me sorprende que no haya mendigos. No he visto a nadie pidiendo limosna entre tanta gente.

—Es fácil de entender. Según la ley, a quien pida limosna la primera vez que lo atrapen le cortan una mano, la segunda la otra y la tercera…

—No hace falta que lo digas; a la tercera le cortan la cabeza —dijo Dario, creyendo tener la medida tomada a los nativos.

—¡Claro que no! —exclamó Drake—. Mucho peor todavía, te cortan el pito. ¿Te imaginas qué horrible morir, ir al cielo y no poder gozar de las ángeles que allí nos aguardan con los brazos abiertos?

—¿Las ángeles? ¿No querrás decir los ángeles?

—Claro que no; los ángeles son los monstruos de alas correosas que acechan en el Infierno la llegada de las almas de los hombres. De aquellas almas que hayan escapado de los elfos, claro. En el cielo sólo hay bellas mujeres, con alas de paloma, cuyo único deseo es agradar a los justos.

—Peter, un día de éstos me tienes que contar cómo es esta religión tuya, con todo lujo de detalles —dijo Dario; luego, pensando en el carácter parlanchín de su acompañante, añadió—. Bueno, sin demasiados detalles, a poder ser.

8. Un enemigo

Empezaba a obscurecer y las calles de la capital se adornaban con múltiples luces de colores. Las tabernas se anunciaban con candiles verdes, en las posadas colgaban farolillos azules para indicar que tenían habitaciones libres y los burdeles los ponían rojos, para dar la bienvenida a los clientes. Muchas casas particulares colgaban una lamparilla de aceite con esencias aromáticas para ahuyentar los malos espíritus. Los templos solían tener un fogaril encendido en su entrada, cuidado por un acólito que de tanto en tanto arrojaba un pellizco de incienso. En algunos, varias sacerdotisas hacían sonar campanillas de bronce para invitar a los fieles a los servicios nocturnos de oración. En otros un sacerdote ofrecía los servicios de diversas jóvenes, prostitutas sagradas, a precios al alcance de cualquier pecador que deseara redimirse.

Dario lo miraba todo, preguntando a menudo el porqué de lo que no entendía. Trataba de oler todos los aromas al mismo tiempo: el incienso de los templos, la salsa de especias de los restaurantes, los perfumes que ofrecían los vendedores ambulantes, y el olor a vino y cerveza derramados de las tabernas, que eran con mucho los establecimientos más frecuentes y concurridos.

Con la llegada de la noche salía más gente a la calle. Los nobles paseaban precedidos de sus apartadores, corpulentos servidores que dejaban paso libre empujando a diestro y siniestro a cuantos se interponían en el camino de su comitiva. Los mercaderes más ricos también salían de paseo, llevando tras ellos a sus mujeres, sus hijas y sus veladores, sirvientes que discretamente ponían un velo de seda negra ante los ojos de las muchachas, cuando estas pasaban delante de algún muchacho hermoso, de clase social inferior. Las muchachas, claro está, procuraban apartar los velos discretamente para echar un vistazo. Algunas prostitutas salían a la calle para atraer a los clientes, mostrando largas piernas sedosas y desarrolladas pecheras. Los gigolós invitaban a las mujeres a entrar, al tiempo que lucían sus músculos bien aceitados, aunque Dario observó que la mayoría de clientes que entraban con ellos eran hombres. También notó que las parejas de jóvenes que se besuqueaban en los portales eran de cualquier combinación de sexos, aunque predominaba la de chico y chica.

—Parece que aquí todo el mundo forma pareja con quien le da la gana —comentó Dario.

—No, claro que no —respondió Drake distraídamente—, sólo con los de su misma clase social. No se te ocurra intentar nada con alguien de una clase superior a la tuya. Y los de clase inferior no se atreverán a tocarte. De todos modos todavía no tengo claro cuál es tu clase. No es que me importe, claro, pero tendremos que aclararlo algún día.

Un maestro armero todavía estaba terminando de forjar la última arma del día a golpes de martillo sobre un viejo yunque. A su lado un niño movía un gran fuelle para avivar las brasas, mientras mordisqueaba una rebanada de pan.

—¿Dónde está la Almeja de Plata? —preguntó al fin Dario al ver que daban muchas vueltas.

—Hace rato que me lo estoy preguntando —murmuró enfadado Drake.

—Así que nos hemos perdido. ¿Por qué no entramos en cualquier posada y la buscas mañana?

—De eso ni hablar. Esta noche debo estar entre los brazos de una chica hermosa o de lo contrario mi espíritu desfallecerá.

—El mío desfalleció hace muchas horas —comentó Dario con desgana.

Doblaron una esquina y se encontraron de frente con un grupo de caballeros ricamente vestidos que hablaban animadamente entre sí. Drake cogió por el cuello a Dario y acercó bruscamente la cara del muchacho a la suya, quien notó el contacto de sus labios y cerró la boca fuertemente al tiempo que trataba de separarse. Al fin Drake le soltó y Dario, enfurecido le espetó:

—Pero ¿a ti no te gustaban las mujeres?

—¡Eh, mirad esos dos! —dijo alguien a sus espaldas.

Dario se volvió y vio a Guîdar, el envenenador, a quien daban por muerto. Era uno de los caballeros que acababan de pasar junto a ellos. No lo había reconocido por ir distraído y por las ropas, ricas y lujosas, que llevaba ahora, entre ellas una capa púrpura con ribetes dorados y una capucha del mismo color. El Omir Anderson se volvió al oír a Guîdar y nada más verlos desenvainó su florete gritando:

—¡A por ellos, que no escapen!

—¡Buena la has hecho, estúpido! —gritó Drake al tiempo que cogía las riendas del caballo de Dario y ambos salían al galope tendido.

Los perseguidores perdieron algo de tiempo en dar la vuelta pero les seguían muy de cerca. Drake dobló una esquina y se metió en una calle estrecha, que le resultaba conocida. Al llegar al final de la misma se volvió y vio que el Omir sacaba de sus alforjas una de aquellas luces rojas voladoras.

Volvieron a doblar otra esquina y se metieron en un callejón más estrecho todavía, con pocas luces y no muy frecuentado, pero lleno de columnas dispuestas desordenadamente para sostener los pisos superiores de las casas. La luz roja fue tras ellos y dobló la esquina a gran velocidad, estrellándose contra la primera de las columnas, que no pudo esquivar. Se oyó un ruido como de cristales rotos y hubo una explosión de chispas, seguida de un zumbido que se fue apagando conforme la luz se desvanecía.

Galoparon un rato doblando esquinas, saltando por encima de la gente y los carros y recogiendo un buen número de maldiciones por el camino. Dario se aferraba al cuello del animal y cerraba los ojos a cada salto, temiendo dar con sus huesos en el suelo en cualquier momento. Drake vigilaba a sus perseguidores y sabía que estaban ganando terreno. Logró encontrar la calle que buscaba y se metió por ella a toda prisa. Justo en medio había una carreta de la que descargaban barriles de cerveza. Nuevamente Dario cerró los ojos y aplastó la cara contra el cuello de su montura. En cuanto los cascos de los caballos tocaron de nuevo el suelo escuchó el grito de Drake.

—¡Levanta, deprisa!

Dario dejo de abrazar al animal y trató de recuperar las riendas, pero algo topó con él, arrojándolo al suelo. Por suerte cayeron sobre un montón de sacos de alfalfa que estaban ante la puerta de una cuadra. A pesar de ello su cabeza golpeó contra algo duro justo en la sien y quedó inconsciente al instante.

Los perseguidores pasaron por su lado sin verlos, en pos del ruido de los cascos de los caballos que seguían corriendo. La obscuridad les impedía por ahora ver que iban sin jinetes.

Drake se levantó llamando a Dario. Al ver que éste no respondía se acercó y comprobó que estaba fuera de combate.

—¡Oh, mierda, lo que me faltaba!

Cargó con el cuerpo del muchacho y lo llevó deprisa hasta una calle lateral, justo ante una puerta de madera finamente labrada, adornada por varios farolillos rojos. En la entrada dos mujeres charlaban y reían, mientras bebían cerveza de unas enormes jarras. Una de ellas reconoció a Drake.

—¡Pero si es Peter! Hacía lo menos mil años que no te veíamos, querido. Ven, ven con tu dulce gatita; he estado afilando mis zarpas todo este tiempo para ti.

—¿Qué es eso que llevas? —preguntó su compañera.

—Un solomillo muy tierno para que Tania le hinque el diente —bromeó Drake.

Entraron y se quedó junto a la puerta, mientras las mujeres llamaban a todas las que estaban libres para que vinieran a recibirlos. Una dama de edad algo avanzada, vestida con seda y plumas de pájaro Whakkamole, se presentó en lo alto de la escalera.

—¡Mi lobo preferido ha llegado! —exclamó—. Corderitas, preparad un servicio especial para mi querido Peter —bajó las escaleras con parsimonia y se acercó a él—. Pero primero avisad a Tania. Tiene que curar a este muchachito. Que prepare sus inciensos y encienda velas de todos los colores. Y tú, lobito, tomarás una copa de aguardiente conmigo mientras te preparan un baño de espuma.

—En realidad no tengo mucha prisa por lavarme…

—No estaba pensando en un baño de limpieza, pero deja que me ocupe yo de los detalles. ¡Thulyan, ven enseguida! Llévate este chico a la habitación de Tania.

Lo que Drake había visto de reojo en un rincón, tomándolo por una gran estatua de bronce, se puso en movimiento. A cada paso que daba el suelo crujía bajo sus pies. Se acercó a Drake, miró hacia abajo para verle la cara y cogió a Dario con brazos que parecían a punto de estallar bajo la presión de tanta musculatura.

—¡Con cuidado, bruto!

Thulyan se cargó a Dario a la espalda como si fuera un saco de patatas y subió las escaleras haciendo crujir todos los peldaños con su enorme peso.

—Te va bien el negocio —comentó Drake tomando la copa que le ofrecían—. Es un fornido ejemplar de bárbaro. Tiene unos bíceps como la barriga de un buey.

—Bah, no es oro todo lo que reluce. El mercado de esclavos ya no es lo que era —dijo, haciendo un mohín de disgusto—. Algunos bárbaros de oferta de vez en cuando, y muchos de esos enanos amarillos del subcontinente. Pero ya no encuentras esclavos interesantes. Hace meses que no va ninguna expedición a los fiordos para recolectar esas preciosas chicas. Tampoco hay guerras con ningún reino civilizado desde hace años, así que no consigo encontrar ningún chaval que esté bien educado para convertirlo en un eunuco decente.

—Pobrecitos —murmuró Drake, divertido.

—No sé de qué te ríes. Un buen eunuco que sepa leer, escribir, llevar las cuentas y un poco de protocolo tiene la vida solucionada. Aunque lo echara de mi casa enseguida encontraría algún mercader que lo contrataría para enseñar a sus hijas o gobernar su mansión.

—Prefiero una vida menos segura, menos cómoda, pero con ganas de darles guerra a las mujeres e instrumentos apropiados para hacerlo.

Dicho esto metió mano a una chica que venía hacia él y que se lo llevó hacia el baño. Pasó mucho rato aprendiendo las posibilidades de una bañera llena de espuma, esencias olorosas y un par de mujeres bellas y juguetonas.

Algún rato después los ojos de Dario empezaron a percibir que había luz a su alrededor. Luz y algo más.

Tenía la vista desenfocada y percibía muchas pequeñas luces brillantes. Gimió de placer, pero no era por la luz. Trató de ver dónde estaba, situarse, pero su mente seguía abotargada y estaba a punto de desvanecerse de nuevo. No estaba seguro de si volvía a despertar o aún no había perdido la consciencia del todo, pero empezaba a ver más claro. También percibía sonidos. Eran sonidos muy dulces, embriagadores: un suave tintineo, el soplo de una brisa fresca, palabras en un idioma extraño:

Amdonai cil’l etel. Emzel sim’l tei. Amdonaie, cuinil’l… Vaya, te vas despertando —musitó la voz.

Empezaba a ser consciente de las direcciones y sabía que venía de encima de él. También notaba que dos manos pequeñas le estaban acariciando el pecho. Tenía una mujer sentada a horcajadas sobre sus caderas. Intentó levantar la cabeza, pero ésta empezó a dolerle y dar vueltas. Gimió y volvió a posarla sobre la almohada.

—Todavía no —dijo ella—, primero bebe esto. Te reanimará.

Puso un pequeño cuenco de loza en sus labios y con una mano le levantó delicadamente la cabeza para que bebiera. Se trataba de un líquido espeso y dulzón, con sabor a hierbas. Después de darle la bebida la chica cogió una cucharilla de plata y con ella tiró unos polvos blancos, cristalinos, sobre un incensario con carboncillos encendidos.

—Pronto estarás mejor. Descansa, relájate. Cel’l etianne, cuit fesio ambor… —la letanía siguió unos minutos mientras la poción y el aroma de los cristales surtían su efecto.

Poco a poco Dario empezó a encontrarse mejor y pudo mover la cabeza sin sentir dolor. Su vista también se recuperaba.

Al fin pudo ver a la curandera que tan bien le estaba reanimando. Era una chica de más o menos su misma edad, de piel muy blanca, grandes ojos azules y una gran cabellera rubia. Su acento era dulce como la miel y sus manos se deslizaban con maestría sobre la piel del muchacho. Estaba completamente desnuda y sentada sobre sus caderas. Las piernas delgadas apretaban sus costillas y el sexo, con una escasa mata de pelo rubio, se mostraba semiabierto frente a su ombligo.

Dario se había quedado con la boca abierta, ocasión que aprovechó la chica para acercar sus rostros y acariciar los labios del chico con la lengua. Aunque estaba cansado, dolorido y con el estómago vacío, Dario se olvidó de todo ello y abrazó a Tania besándola.

—¡Ya estás repuesto! —dijo ella riendo mientras se estiraba junto a él entre los almohadones.

—¡Un momento! —exclamó de repente Dario; se acababa de dar cuenta de una cosa: no sólo estaba desnudo, sino completamente desnudo, ni tan siquiera llevaba nada alrededor del cuello—. ¿Dónde está el…? —no encontraba la palabra adecuada—. El pendiente, no, sortija, abalorio, anillo… —tenía la cabeza confusa, algo no iba bien y no podía localizar la palabra adecuada; se golpeó con el puño la sien derecha, con rabia, deseando que funcionara adecuadamente lo que tenía allí; no era un buen momento para que el idioma de aquel pueblo quedara borrado de su mente; por fin encontró la palabra correcta—. ¡El collar! Un cordón con una cosa colgada. ¡Lo llevaba al venir aquí!

—Está sobre la mesa —respondió Tania—. ¿Lo ves? Aquí lo tienes.

Dario lo contempló aliviado. Era una pequeña placa negra, no muy grande, con unos signos diminutos en un lado que decían:

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Se lo puso alrededor del cuello con cuidado.

—No sé por qué lo quieres, es muy feo.

—No te preocupes —respondió, abrazándola de nuevo y hundiéndose en su piel suave.

Los dedos de la chica recorrieron lentamente el cuerpo de Dario, proporcionándole un suave masaje electrificante. Los movimientos de sus caderas le tonificaban y el modo en que besaba su cara le relajaba y le hacía olvidarse de todo. Dario no estaba seguro de si le hacía el amor o le estaba curando, aunque tenía la impresión de que se trataba de un arte que combinaba ambas cosas. De todos modos le gustaba el resultado; no conocía mejor manera de recuperar las fuerzas.

9. La luz roja

Ninguno de ellos reparó en una pequeña luz roja. No era ninguna de las muchas velas que había por toda la habitación. Tampoco estaba dentro de ella, aunque hubiera podido entrar. Era una luz que llevaba mucho tiempo fisgoneando por las ventanas de todo el barrio y que se había detenido en ésta, muy cerca del marco, como si quisiera pasar desapercibida. Era una luz que lo veía todo, en todas direcciones, pero que ahora se centraba en una sola. Y lo que la luz roja veía, lo veían también ojos humanos no muy lejos de allí.

Mientras tanto Peter Drake, quien no había perdido el tiempo quedándose inconsciente, había terminado de emplear los servicios eróticos de la casa y ahora se disponía a degustar otros; la Almeja de Plata disponía de un excelente cocinero y las chicas le habían traído una bandeja con platos exquisitos: revuelto de arañas dulces con orégano, menudillos con salsa de belladona y un guisado de sesos de cordero lechal, riñones de mono y patatas del Valle Esmeralda. Una botella de vino color sangre recién derramada acompañaba la opípara cena, servida bajo la luz de las velas.

Mientras acababa con el guiso y la muchacha vertía de nuevo el vino en la copa, oyó un chillido lejano. Sonrió pensando que alguna de las chicas debía de estar haciendo algún numerito especial, pero luego hubo otro chillido, acompañado del ruido de una puerta que se abría de un trompazo, como si le hubieran dado una patada.

Como ya se había vestido, se entretuvo solamente en calzarse las botas y coger el cinturón con las armas antes de salir de la habitación para ver qué pasaba. Se asomó a la escalera y comprobó que un nutrido grupo de soldados corría por la casa inspeccionando las habitaciones una por una.

—¡Por mil lamias verdes de ira! —salió corriendo hacia la habitación de Tania mientras se abrochaba el cinturón—. ¿Cómo nos habrán encontrado esos chacales?

Halló a Dario desnudo sobre la chica. El frenesí amatorio había disminuido hacía poco y ahora el joven reposaba la cabeza entre los pequeños pechos de Tania, quien le acariciaba la cabeza delicadamente.

—¡Levántate! ¡Soldados! —gritó al tiempo que recogía el arma de Dario y se la tiraba—. Salgamos por la ventana, deprisa. ¡Eh, no te entretengas! —le agarró por el brazo y lo empujó hacia la ventana.

—¡Espera, estoy desnudo!

—¡No hay tiempo para que te vistas! Están subiendo las escaleras. ¿No los oyes? —dijo Drake, empujándolo hacia afuera.

El ruido de las botas sobre los viejos peldaños de madera se acercaba rápidamente. Tania le arrojó los pantalones y acto seguido el joven se encontró desnudo en el alféizar de madera podrida de una ventana, a cuatro pisos del suelo, con el arma envainada en una mano y sus pantalones en la otra. Dario sufría de vértigo, tenía miedo a las alturas. Eso le impedía gritar, pero notaba que perdía el equilibrio. Su corazón prácticamente ya había dejado de latir. El brazo de Drake le apretó contra la pared.

—¡Vamos, vamos, reacciona! No vas a quedarte ahí toda la noche. Sígueme con mucho cuidado.

La madera crujía bajo ellos; algunos pedazos cayeron. Estaba todo recubierto de moho y suciedad, de modo que los pies desnudos de Dario se escurrían fácilmente. Trataba de agarrarse con todas sus fuerzas a cualquier saliente, incluso pensaba en tirar los pantalones y el florete, pero tenía las manos agarrotadas.

—Aquí hay un balcón; ven, vamos a meternos en él.

Lo hicieron, y ya a salvo Dario intentó recuperar el resuello.

—¡Vamos, no te quedes ahí parado! —le riñó Drake, que estaba trepando por una columna grabada con relieves—. Los soldados están a punto de llegar.

La noche, aunque cálida, era húmeda y esa humedad lo impregnaba todo, dificultando el agarre. Dario pudo ver algunas estrellas sobre su cabeza, aunque pocas. Debajo y a su alrededor la ciudad entera mostraba sus luces y farolillos multicolores, pero una niebla densa lo estaba invadiendo todo. En el profundo cáliz que era el Valle Esmeralda, medio anegado por las aguas subterráneas que afloraban calientes a la superficie, surgía cada noche esa misma niebla que no desaparecería hasta bien entrado el día siguiente. Las barcas que navegaban por el lago, además de encender las luces de posición hacían sonar unas campanillas cuando la niebla empezaba a aparecer. Ése era el único sonido que Dario oía, además de su propia respiración, aunque ignoraba su significado.

Finalmente alcanzaron el techo y avanzaron a cuatro patas, pues los tablones crujían y cedían a su paso. Parecía que estaban a punto de alcanzar el tejado de los vecinos cuando la madera cedió con estruendo debajo de Dario y el joven cayó gritando sobre una mesa baja, repleta de dulces y pasteles.

Un hombre obeso, de edad madura, vestido con una fina bata de seda azul y lleno de sortijas de oro y piedras preciosas, estaba sentado en unos cojines. Tenía el aspecto embobado de quien ha estado abusando de la bebida y las drogas, pero reconoció la figura de un joven apuesto y desnudo ante él.

—¡Vaya, una tarta con sorpresa! —dijo, agarrándolo con el brazo izquierdo para besarle en los labios, mientras su mano derecha buscaba la entrepierna del muchacho—. ¡Hum, la tienes pequeña, pero eres guapo! Me servirás.

De nuevo algo no funcionaba bien dentro de la cabeza de Dario y éste decía cosas sin sentido, tratando de liberarse del hombre obeso que lo tenía cogido con fuerza y lo manoseaba, sin importarle que estuviera pringado de nata y chocolate. O prefiriéndolo así; sobre gustos no hay nada escrito.

Drake, viendo lo que ocurría, saltó adentro y con la punta de su florete pinchó la nalga del hombre, que se levantó de un salto dejando libre al joven. Las dos muchachas que acompañaban a aquel tipo reían con la escena, y más cuando Drake reprendió de nuevo a Dario:

—Este no es momento para que te busques un amante; hemos de salir corriendo de aquí.

—lo… Ma… Chi è Lei? Che cosa mi racconta? Non lo capisco… Dove siamo…? —balbucía Dario, conmocionado, buscando la parte de su cerebro que podía traducir sus palabras.

Y mientras decía esto dos soldados entraron de repente en la habitación y avisaron a los demás.

—¡Aquí están, les hemos encontrado!

—Recuerda que hay que cogerlos vivos —dijo el otro.

Drake miró a su alrededor. Reconocía la habitación; había estado varias veces, por lo tanto la ventana de la pared del fondo… Agarró de nuevo a Dario, que estaba inmóvil como una estatua, recubierto de dulces y con la espada y los pantalones agarrados, farfullando en un idioma desconocido, y lo empujó con fuerza hacia atrás, saltando con él. Por suerte para ellos era una noche calurosa; de lo contrario habrían atravesado un gran ventanal acristalado. Sin embargo todo estaba abierto de par en par, de modo que empujado por Drake los pies de Dario fueron retrocediendo sobre el suelo alfombrado, hasta que bajo ellos ya no hubo alfombra. Ni suelo.

Dario, aterrorizado, vio, como a cámara lenta, que la ventana se alejaba por encima de ellos. Muy por encima. Quedó envuelto por la obscuridad, por los aleteos de unas criaturas nocturnas de alas membranosas. Un negro espanto se abatió sobre él y su mente se bloqueó por completo, sumiéndose en la inconsciencia.

10. Un filósofo entre el pescado

La bruma interior empezó a desvanecerse y solamente quedó la niebla exterior. Era un manto gris y obscuro, apenas roto por una débil luz distante. Sin embargo, de algún modo ese manto húmedo y etéreo lograba golpearle la cara. Y hablarle.

—¡Despierta, muchacho! ¡Despierta! —le decía la niebla con voz de viejo.

Dario se revolvió un poco. Tenía frío, estaba dolorido y empezaba a percibir las cosas. Aunque tenía la sensación de estar despertando, cuando abrió los ojos se convenció al instante de que en realidad sufría una pesadilla, una que era especialmente desagradable.

Levantó un poco la cabeza y vio un viejo vestido con una toga obscura inclinado sobre él. Luego miró a su alrededor y se dio cuenta de que yacía encima de una montaña de pescado fresco. Entre los besugos, congrios y atunes se veían todavía algunos trozos de hielo. Muy cerca de él un pulpo enorme trataba de abandonar un cubo lleno de agua salada y escaparse hacia la borda de la embarcación. Notó que algo le hacía cosquillas en la oreja. Se volvió, para comprobar que una langosta estudiaba concienzudamente su cara con las antenas.

—Menos mal que reaccionas, ¡hip! Creía que estabas muerrrto —dijo el viejo, marcando mucho la erre y tumbándose a su lado con una elegante e indiferente pose—. ¿Sabes? No esperaba hallar compañía aquí —pasó un dedo por la frente de Dario y se lo llevó a la boca—. ¡Chocolate! Ya me parecía a mí, ¡hip!

Sin hacerle caso Dario se incorporó y pudo encontrar los pantalones y el cinturón con el florete, que había llevado consigo durante la caída. Logró ponérselo todo pero no pudo encontrar fuerzas suficientes para levantarse. Decidió permanecer un rato más allí, mecido por el suave discurrir de la embarcación. Entonces trató de hablar y al principio no pudo hacerlo. Tuvo miedo de que con tanto ajetreo hubiera terminado por estropear del todo su capacidad de conversar en aquel idioma, pero fue un temor vano; enseguida las palabras adecuadas fluyeron a su mente.

—¿Quién eres? ¿Dónde estamos? —le preguntó al viejo.

—Dos prrreguntas maravillosas —sentenció éste—. Si pudiera responderlas sería el más sabio entre los sabios. ¡Hip! Creo que soy una circunstancia moldeada por su contexto y movida por la historia que trata de… hum… de arrancarse a sí misma un brillo de singularidad. Sí, ¡hip! creo que no ha estado nada mal. No señorrr…

Dario le observó cuidadosamente. Era notorio que estaba borracho como una cuba, aunque no parecía un vagabundo o un pordiosero.

—En cuanto a tu segunda pregunta… Según algunos estamos dentro de una esfera de hierrro, creada por los dioses para mantenernos encerrrados, ¡hip! Pero la esfera es vieja y el óxido la ha carro… curro… corrroído. A través de los agujeros pasa la luz del mundo celestial, que son las estrellas y el Sol. ¡Hip! Eso demuestra que la esfera gira, gira y gíraaa…

—¿Tú crees eso? —preguntó Dario para ver hasta dónde llegaba el hombre con sus disparates.

—¡Pues claro que no! —respondió con semblante ofendido—. ¡Sólo estoy borracho, no soy estúpido!

El joven se levantó al fin y con paso vacilante empezó a buscar a Peter Drake. Lo encontró al otro lado de la pila de pescado, con la cara dulcemente apoyada sobre un lenguado. Lo sacudió y lo llamó varias veces hasta que respondió con voz ronca. Una vez hubo despertado Drake tardó poco en reaccionar. Maldijo a gritos, sacándose con grandes muecas de asco un par de sardinas de los bolsillos. Luego cogió un cubo, lo llenó con agua del lago y lo vació sobre la cabeza.

—¡Por los mil infiernos de poniente, voy a oler a pescado toda la vida!

Luego le tocó el turno a Dario de recibir un balde de agua por encima, que lo dejó tiritando de frío. Drake siguió jurando y maldiciendo hasta que un marino, alarmado por el ruido, se acercó hasta donde estaban.

—¡Eh, vosotros, los de proa! ¿Qué hacéis aquí? ¿Quién os ha dado permiso para abordar la Anguila Negra? —el marino llevaba una linterna en una mano y un grueso garrote de madera de haya en la otra.

Antes de que ningún otro pudiera abrir la boca, el viejo respondió, haciendo un gran esfuerzo para no hipar de nuevo ni demostrar tan ostensiblemente su embriaguez:

—Son amigos míos. Vienen conmigo y bajarán en mi casa. Déjanos esa linterna aquí y trae una manta para el joven. Te la pagaré bien.

Nada más oír hablar de dinero el marino se tranquilizó e hizo lo que le pedían.

—Oye, ¿quién eres y qué haces aquí? —preguntó Drake cuando Dario estuvo abrigado.

Se habían reunido los tres en un trozo despejado de cubierta, sentados sobre la cubierta alrededor de la linterna. Parecían tres espectros de la noche decidiendo a qué alma iban a acosar cuando los humanos empezaran a elevarse hasta los Mundos del Sueño, pero estaban cada vez más animados. El viejo porque empezaba a desaparecer lo más fuerte de su borrachera, Drake porque tenía una nueva aventura que contar y Dario porque aún seguía vivo.

—Las preguntas eternas, el verdadero jugo de la sabiduría…

—Esta vez sin enrollarte —suplicó Dario.

—Está bien, está bien… Soy Lord Douglas y también soy el Guardián de las Llaves de la Sabiduría.

—Eso es un título honorífico de la corte —le susurró Drake al oído a Dario—. Algo así como primer filósofo del reino —alzó la voz—. Me gustaría saber qué hacías tumbado sobre el pescado.

—Digamos que un estado de ligera embriaguez, unido a mi habitual facilidad de palabra, no resultaba grato esta noche a la tripulación, la cual expresó su deseo de dejar de oírme tirándome a la pila de pescado. ¡Hip! —explicó el anciano—. De todos modos, es más normal hallarme en la corte o en la biblioteca de palacio.

—Entonces ¿eres un noble? —preguntó Dario.

—Al menos nací con esa condición, aunque siempre he tratado de redimirme aproximándome a las costumbres del pueblo…

—Por ejemplo, emborrachándote en las tabernas del puerto —dijo cínicamente Drake.

—Por ejemplo —concedió Lord Douglas—. Y podéis creer que es un método recomendable que permite contactar con una parte notable y muy vital de nuestra sociedad. A veces pienso que he aprendido más de la vida en las tabernas, contemplando las pasiones humanas a través del cristal de las jarras de cerveza, que en mi propia biblioteca. ¡Hip! —el viejo hizo una pausa para tratar de recuperarse un poco; se esforzaba visiblemente en hablar con soltura para no parecer tan borracho—. En cuanto a qué hago aquí, bien, no estaba bastante sobrio como para regresar andando o a caballo. Así que le dije al barquero, un buen hombre al que conozco, que me llevara hasta el embarcadero de mi casa, que por cierto está muy cerca. Pero lo que de verdad sería interesante es que contarais qué hacéis vosotros aquí. Debe ser una historia apasionante para terminar cayendo del cielo sobre un montón de pescado —y luego mirando a Dario y sonriendo añadió—. Y untados de chocolate, por lo demás.

Aunque Dario iba a decir algo, fue Drake quien tomó la palabra a toda prisa.

—Bien, verás: mi amigo y yo venimos de las Colinas Rojas, donde unas deudas nos obligaron a huir precipitadamente. Pero dio la casualidad de que unos sirvientes de nuestro acreedor nos encontraron esta noche en un hostal, justo cuando acabábamos de bañarnos y tuvimos que salir a toda prisa. Mi intención era tirarnos al río, pero ya ves, terminamos en esta barca.

—Es un embuste magnífico, pero no explica lo del chocolate —replicó Lord Douglas.

—¡Oh, eso! Es sólo que mi amigo tropezó con una camarera que llevaba una bandeja de pasteles.

—No está mal, pero sigo convencido de que es un embuste. En todo caso no trataré de averiguar más si es poco conveniente para vosotros, aunque dudo que realmente fuera deseable para mi saber más de semejante par de truhanes.

—En realidad no hay mucho que explicar —terció Dario—. Contraté a este hombre para que me guiara hasta la costa, aunque no miente cuando dice que somos amigos. En cuanto a nuestra salida un tanto… original, se debe a que alguien parece empeñado en impedir que mi viaje llegue a buen fin.

—¿Y cuál es el motivo de este interesante viaje?

—Si ambos me lo permitís, prefiero no decirlo. Al menos hasta que haya podido completarlo.

—Bien; en todo caso, ahora hemos de desembarcar. Ésa es mi casa —dijo Lord Douglas mostrando con un amplio gesto de su brazo unas luces que aparecían tras la espesa niebla.

La casa surgió pronto ante ellos: un castillo circular, con cinco torres prismáticas en cuyo exterior se habían adosado algunos pabellones, todo ello realizado en piedra negra tallada con formas onduladas. El castillo parecía orgánico; los contrafuertes semejaban costillas, las chimeneas setas y las ventanas ojos de gigante. Este efecto quedaba realzado por los vitrales de las ventanas, que algún artista del pasado había diseñado para que parecieran ojos de verdad. Al estar las luces del castillo encendidas éste recordaba a un enorme ser vivo, vigilante y al acecho.

—¡Impresionante! —exclamó Dario.

—No está mal —comentó Drake con indiferencia fingida.

—Acogedor —sentenció Lord Douglas.

Le dio unas monedas al barquero y bajaron. Como fue generoso éste le obsequió con un enorme rape que el viejo se cargó al hombro.

En el embarcadero del castillo estaba amarrado un pequeño yate y varias embarcaciones diversas. Al lado, Dario divisó un jardín con un emparrado y pérgolas. Entraron por la cocina, donde el señor de la casa dejó el pescado y dio instrucciones a un sirviente para que preparase un baño para cada uno de ellos.

—Cuando nos hayamos quitado de encima este maldito tufo a pescado estaremos todos más cómodos. Haré que os preparen un caldo caliente mientras tanto.

—No hace falta —dijo Drake—, hemos comido con abundancia hace pocas horas.

—¡Yo no! —se apresuró a decir Dario.

—Bien, pues comida para dos y cerveza para tres.

—Eso estará bien, pero sería mejor para cuatro.

—¿Esperamos algún otro invitado? —preguntó Lord Douglas.

—Todavía no sabes cómo bebe mi compañero —le explicó Dario, que ya tenía la medida tomada a Drake en cuestión de bebida.

El sirviente había despertado a un par de mozas y a un chico para que le ayudaran. Las mujeres fueron a preparar las bañeras y el niño se quedó ayudando en la cocina con los ojos casi cerrados por el sueño.

Dario se lavó, enjabonó, fregó, y restregó con energía por todas partes. Cuando salió de la bañera se secó y estuvo un rato oliéndose para asegurarse de que ninguna nariz podría confundirlo con un pescado. Puso especial cuidado en limpiar con un pañuelo de seda que encontró en un cajón del tocador el pequeño objeto que llevaba colgando del cuello. Sabía que no era demasiado delicado, pero también era consciente de que no podía estropearse bajo ningún concepto. Sería un desastre.

Mientras contemplaba el objeto a la luz de unas velas oyó unas risas detrás de él. Alzó la vista y en el espejo del tocador vio que una jovencita acababa de entrar en la habitación trayendo ropa limpia.

—¿Sueles sentarte desnudo ante el espejo? —preguntó la chica con malicia mientras dejaba la ropa sobre la cama.

—No tenía qué ponerme —se disculpó él con un leve encogimiento de hombros; se dirigió también hacia la cama para recoger la ropa.

—Podrías haberte envuelto con una toalla, así… —dijo ella rodeándole el cuello con una toalla seca y tirando suavemente de él.

—¿Eso es todo lo que te parece digno de ser cubierto?

—Según de quién se trate.

Acercó la cara y besó a Dario en la mejilla al tiempo que lo abrazaba. Luego volvió a hablar, con voz aún más dulce.

—¿Querrás que me quede contigo un rato, verdad?

—Bueno, yo… —Dario estaba algo azarado; no esperaba algo así.

—Dime, ¿te gusto? ¿Crees que soy bonita?

—Sí, claro que sí —respondió mientras se sacaba un mechón de pelo rubio de la boca.

La chica parecía empeñada en jugar con su oreja izquierda. En verdad era una muchacha agraciada, con unos pechos dignos de una matrona. Dario no se sentía con fuerzas después de haber estado tanto rato con Tania aquella misma noche.

—Entonces, ¿quieres que lo hagamos ahora?

—Verás, ya me gustaría, pero precisamente ahora pensaba…

—¿Qué pensabas? Sigue.

—Pues que debería ir a… —Dario no sabía cómo expresarlo con delicadeza.

Le resultaba difícil hacerlo con la chica besuqueándole toda la cara. El estómago del joven aprovechó aquel momento para recordarles que hacía muchas horas que no probaba bocado.

La chica se apartó de él ofendida:

—¡Todos los hombres sois iguales! ¡Pensáis con las tripas y vivís para las tripas! —dicho esto se marchó a grandes zancadas.

Dario lo sintió de verdad. Esperaba que volviera en otro momento y entonces estaría preparado para recibirla tal como se merecía. También se le ocurrió que sería difícil para ella superar a Tania haciendo el amor.

Al cabo de un momento apareció Drake, que venía a buscarle. Se apoyó en el umbral de la puerta, lo miró de arriba abajo y comentó:

—¿Piensas hacer así el resto del viaje o te vestirás de nuevo algún día? —nada más acabar se apartó rápidamente para esquivar una estatuilla de bronce que Dario le había tirado.

11. Sonsacando a Dario

Dario se vistió a toda prisa, prometiéndose a sí mismo que no volvería a desnudarse como no fuera en una habitación cerrada con llave. Y además consideraba la posibilidad de dormir vestido y con la espada al cinto. Al fin y al cabo en la montaña lo hacía así, y en una habitación de la Almeja de Plata no había estado más seguro que en los bosques.

Después de cenar una sopa de cangrejo de río y un plato de estofado, Dario volvió a su habitación para dormir. Hasta el mediodía siguiente no se despertó, y cuando lo hizo permaneció un rato en la cama antes de levantarse. Se puso la ropa, pues naturalmente no había cumplido su promesa de dormir vestido, y bajó a la cocina. Desde allí vio que Drake y Lord Douglas estaban sentados en el jardín, bajo un emparrado. En la mesa quedaba un servicio de desayuno que había sido dispuesto para él.

—Tu compañero me ha contado su teoría de que fuiste capturado por los elfos y educado por ellos —dijo de sopetón Lord Douglas; Dario se limitó a encogerse de hombros—. ¿Cuál es tu verdadera historia?

—No hay mucho que contar —respondió vagamente el joven.

—Mejor, así terminarás pronto.

—Ya verás como no le sacas nada. Es como una mula —refunfuñó Peter Drake.

—En cambio yo creo que ahora sí va a contar lo sucedido.

—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó Dario.

—Vamos a ver cuál es tu situación —Lord Douglas se reclinó en su asiento y empezó a exponer su punto de vista—: te persiguen unos soldados que disponen de métodos «sobrenaturales» para localizarte. Has perdido tu dinero al huir de la Almeja de Plata, con lo que ya no puedes pagar sus servicios como guía al señor Drake —Dario miró fijamente a su compañero, quien se limitó a adoptar una pose indiferente sin decir nada—. Sin embargo, tienes que llegar a un punto determinado de la costa lo antes posible. Lo malo es que te hallas en el Valle Esmeralda, una verdadera fortaleza natural con un único paso franqueable. Sin mi ayuda nunca conseguirías salir de aquí, pues sin duda el Omir habrá apostado hombres de su entera confianza en la salida del valle, y a lo largo de toda la Vía Prima.

—¿Quién es ese Omir? —preguntó Dario.

—Lo reconocí cuando te rescaté. Omir es un título de la corte, significa algo así como primer guardián del reino. El Omir Anderson controla a la guardia real y está encargado de la seguridad interior del país —explicó Drake—. Es exactamente la última persona que te conviene tener detrás de ti. Además tengo la ligera impresión de que no le gustó que le diera una patada en la cara cuando trató de impedir que te llevara conmigo.

—Todo lo cual nos conduce a una pregunta muy interesante: ¿Qué es lo que posees que sea tan peligroso para el reino? ¿Información, tal vez? No creo que seas un elfo, aunque Drake afirme haber visto a algunos de tus compañeros, pero podrías ser un espía.

—¡Un momento! ¿Cuándo has visto tú a mis compañeros? —Dario se había excitado de repente y dirigía esta pregunta a Drake.

—Bueno, pues cuando te rescaté. Había varios arqueros y espadachines elfos. Dieron cuenta muy pronto de los soldados, pero pude escabullirme en medio de la refriega para salvarte de unos y otros. No dije nada para no preocuparte. Bastante malo era tener a los soldados detrás nuestro; sólo faltaban los cazadores elfos…

—¡Peter, eres un maldito y condenado estúpido, supersticioso y… y…! Dario rompió a llorar y se tapó la cara con las manos, avergonzado por ello.

—Lo único que quería era no preocuparte más todavía —dijo Drake, perplejo, tratando de disculparse.

—Vamos, muchacho, no llores —decía el viejo con tono consolador—. Debes comprender que queremos ayudarte, pero no podemos hacerlo si no sabemos qué es lo que ocurre.

—¡Ayudarme! Acabas de decir que Peter ya no me acompañará porque he perdido el dinero para pagarle.

—Era sólo una treta para intentar que hablaras —se excusó Drake rápidamente—. Pero debes comprender que si debo jugarme el cuello lo menos que puedo pedir es que me cuentes el motivo.

—Verás, muchacho, en realidad tengo una vaga idea de quién o qué puedes ser. La corte ha estado revuelta estos últimos días. Los aislacionistas y nosotros, los ekuménicos, estamos bastante enfrentados, pero no han logrado ocultarnos que algo extraño ocurrió hace varias semanas. Algo que ha alarmado al Omir y sus más fieles seguidores. Creo que tú y tus amigos, los que querían rescatarte, sois los responsables de todo este revuelo. Creo que vienes del otro lado de esa esfera de hierro oxidado que nos tiene atrapados, y con tu ayuda tal vez podríamos derribarla para siempre.

—Lord Douglas tiene la ridícula idea de que has venido de las estrellas, Dario —precisó Drake.

—¡Ridícula idea! ¿Y lo dices tú que crees en los elfos? Por supuesto que vengo de las estrellas, de una tan lejana que no se ve desde aquí a simple vista.

—¿De dónde eres, muchacho?

—De la Tierra. Soy italiano. Nací en Roma.

—Dario, la Tierra es el mítico hogar de los dioses, el Paraíso, el sitio de donde partieron las legiones celestiales para construir mundos como éste. ¿No te parece más razonable la hipótesis de los elfos? —Drake hablaba con una sonrisa cínica en los labios; era difícil precisar si creía o no en lo que decía, o si estaba asustado por las implicaciones de lo que Dario afirmaba; como buen jugador, era experto a la hora de disimular sus emociones—. Si lo que quieres es tomarnos el pelo, deberías buscar una manera más creíble de hacerlo.

—¡La Tierra existe! Y desde luego, de allí partieron las naves terraformadoras que hicieron habitable vuestro mundo. Pero se trataba solamente de grandes máquinas y hombres como tú, que hacían un trabajo largo y duro. Hace muchos siglos se dedicaron a convertir centenares de planetas en asentamientos humanos. Más tarde, esos planetas prosperaron y de allí partieron nuevas naves. Como entonces los viajes eran muy lentos, llegó un momento en que la Tierra perdió el control de la situación, mientras los mundos habitados se multiplicaban. Luego hubo un período en que debido a las guerras muchos mundos se perdieron. No había contacto. Se sabe que miles de ellos regresaron a una forma de vida más antigua, sin apenas tecnología. Así es como vivís vosotros, aislados del resto de la Humanidad y sin apenas un vago recuerdo de vuestro origen. Cuando se encuentra un mundo perdido se pregunta a sus dirigentes si quieren establecer contacto. Si la respuesta es negativa la ley obliga a dejarlos en paz. Nadie puede interferir ni acercarse a él, y mucho menos ir a visitarlo y dejar rastros de tecnología superior. Sería muy peligroso para vosotros que ciertas cosas cayeran en manos de algunos desaprensivos. Esa ley es la que nos ha obligado a recorrer vuestro mundo armados sólo con floretes y arcos. Si hubiera podido llevar una sola de las armas modernas que teníamos en la nave, todo habría sido muy distinto.

—Eso está bien, pero hay gente en este mundo que quiere contactar con los demás —terció Lord Douglas—. Sin embargo, hay una cosa que no entiendo: ¿por qué corréis el riesgo de cruzar este país? Ni tan siquiera podéis ir armados como os gustaría y el propio Omir Anderson está detrás vuestro. Sin duda debéis tener un buen motivo.

Dario ya había rehusado guardarse ningún secreto. Se sentía mejor ahora que hablaba y confiaba en que pudieran comprenderle y ayudarle.

—Es una historia bastante sencilla, aunque a mí me parece verdaderamente estúpida cuando pienso en ello. Veréis, el gobierno regional de Italia decidió participar en la política de intercambios culturales y deportivos de la Liga Ekuménica. Esta Liga es una organización que pretende unificar de nuevo todos los mundos humanos y hacer que los habitantes de cualquier planeta se conozcan mejor entre ellos. También dictan normas sobre muchas cosas: todos los relojes de cualquier planeta del Ekumen marcan la misma hora, además de la hora local, se emplean los mismos códigos de comunicación entre ordenadores, existen leyes sobre el trafico de naves interestelares y mucho más. La Liga, empero, no es un gobierno, sino una organización de muchos de ellos, el más influyente de los cuales es la Corporación, que controla la mayor parte de los mundos civilizados. Hace unos meses llegó a Roma una delegación deportiva de un planeta lejano y tuvieron tanto éxito que mi gobierno decidió devolverles la visita. Así que escogieron a unos cuantos de los mejores deportistas que tenían y nos enviaron a hacer el gran viaje. Por suerte para mí, o por desgracia según se mire, la selección italiana de esgrima está considerada la mejor de la Tierra. El año pasado yo gané los juegos de la Centésimo Quinta Olimpíada de la Era Espacial, dentro de mi categoría. Tenía que ir obligatoriamente. Me hacía mucha ilusión; tengo dieciséis años y todavía no había salido nunca de la Tierra, salvo algunas vacaciones en la Luna. Todo fue muy bien al principio. Una nave de lujo, muchos diplomáticos corporativos y gente de la alta sociedad que nos daban unas fiestas espléndidas… Y entonces, durante una comida, hubo una gran explosión. La posibilidad de que una nave de pasajeros sufra una avería grave es de una entre cien millones, pero… Toda la nave fue sacudida violentamente. Sonaron las sirenas de alarma y los oficiales se dirigieron a toda prisa al puente. Los marinos nos acompañaron hasta nuestros camarotes. Fue algo increíble: la gravedad artificial de la nave desapareció. Flotábamos entre burbujas de chianti y espaguetis, algunos se pusieron histéricos y todas las compuertas se cerraron de golpe. Era un verdadero caos. Cuando ya estaba encerrado en mi compartimento oí otra explosión y entonces la nave salió del hiperespacio de un modo brutal. Tardé un día entero en recuperarme del mareo. Mientras tanto debieron detectar este planeta y se dirigieron hacia aquí. Como no podían permanecer en el vacío porque perdíamos aire decidieron entrar en la atmósfera. La parte del casco que había explotado se desintegró. Cualquiera que mirase al cielo en aquel momento vería una inmensa bola de fuego cayendo a gran velocidad, en medio de un terrible estruendo. Una llegada discreta… Perdimos las naves salvavidas y muchas cosas más conforme partes del fuselaje de la nave eran arrancadas y se desperdigaban por todo el continente.

»Cuando el capitán nos reunió para explicarnos la situación, el panorama resultaba desolador: el aparato de comunicación estaba averiado y los repuestos se habían perdido. Sólo teníamos una posibilidad de ponernos en contacto con alguien: una nave de salvamento que se desprendió durante la caída estaba en un lugar bien localizado, detrás de las grandes montañas. Teníamos que llegar hasta ella y transmitir desde allí. Fue entonces cuando decidieron enviar a los deportistas que podíamos ser más útiles: la selección de esgrima y la de tiro con arco. Nos acompañaba el oficial de comunicaciones, claro está. Creyeron que en un mundo calificado como muy peligroso era necesario enviar hombres armados, pero no se atrevían a sacar de la nave armas modernas. Nos habrían ido muy bien, os lo aseguro, pero tenían miedo de perder una o provocar un conflicto. El castigo de la Corporación hubiera sido terrible si ocurriera algo así. Lo cierto es que tampoco esperábamos tener que luchar. Fabricaron monedas y nos pusieron un aparato en la cabeza que nos permite hablar vuestro idioma. Por cierto, que el mío falla de vez en cuando. Cuando llegamos a la nave salvavidas, el oficial de comunicaciones dijo que su transmisor también estaba averiado, pero que tenía intacta una pieza con la que funcionaría el transmisor principal. La desmontamos, y justo cuando íbamos a partir nos atacaron los soldados. No intentaron hablar con nosotros. Tan sólo nos atacaron. Los arqueros derribaron a bastantes de ellos y los tiradores, a base de emplearnos muy a fondo, logramos acabar con algunos más. La verdad es que no es difícil entrarle una estocada a un soldado, pero cuando vienen a por ti dos o más, lo mejor que puedes hacer es salir corriendo. Yo estaba al lado de Marco, el oficial de comunicaciones, y le protegía cuando huía. Pero le hirieron y me dio la pieza de repuesto. Debo entregarla en la nave principal o quedaremos perdidos para siempre en este planeta. Marco y yo huimos hacia las montañas. Perdimos de vista a los demás, acosados por los soldados. Tuve que dejar atrás a mi compañero, atravesar las montañas como pude y desde allí emprender el regreso. Si Drake hubiera permitido que mis amigos me rescataran de los soldados, todo estaría arreglado. Ahora lo único que puedo hacer es regresar lo antes posible a la costa. En cuanto llegue ellos lo sabrán. Tienen cámaras de televisión instaladas allí y saldrán a recogerme. Bueno, eso es todo.

Lord Douglas y Peter Drake permanecieron en silencio un buen rato. Les costaba digerir todo el relato y muchas cosas no las habían entendido en absoluto. Dario pasó luego varias horas tratando de explicar qué era una cámara de televisión, un generador de gravedad artificial, el hiperespacio y otras cosas por el estilo. Finalmente Lord Douglas empezó a hacerse a la idea y asimiló la situación. Drake estaba convencido de que Dario se estaba inventando todo aquello para no decir la verdad, pero no insistió especialmente sobre ello. Estaba tan acostumbrado a imaginar aventuras fabulosas sobre sí mismo que le parecía normal que el chico hiciera lo mismo. Únicamente le sorprendía que el viejo, que sin duda era un hombre sabio, le creyera.

—Al menos, eso concuerda con lo que sabemos nosotros —dijo Lord Douglas—. Fue un delegado ekuménico el que hace muchos años vino a la corte a ofrecernos la apertura de relaciones diplomáticas con otros mundos, y afirmaba ser oriundo de la Tierra. Por desgracia, eso fue en la época de mi padre. Por aquel entonces el reino estaba sumido en una guerra cruel con el subcontinente y se acababa de producir la traición de los clanes libres. Todo el mundo en la corte era muy suspicaz y supongo que debieron pensar que sería una complicación adicional el tener tratos con otras gentes. Especialmente si estaban tan por encima de nosotros que nada podríamos hacer contra ellos. Conforme fue pasando el tiempo y llegó la paz muchos empezamos a reconsiderar la situación. Si en estos momentos volviera alguien a pedirnos una apertura hacia el exterior, posiblemente la respuesta sería distinta. Lo malo es que los aislacionistas tienen mucha influencia sobre el rey. El Omir particularmente le hace ver peligros y conjuras por todas partes. Sabe que cuanto más asustado lo tenga mayor será su poder. Además, con el tiempo y el trabajo de muchos de sus hombres ha reunido todo tipo de curiosidades. Restos de la antigua tecnología, como esas luces rojas que le permiten ver a distancia. Para ti puede que sea muy poca cosa, pero unos pocos de estos artefactos en sus manos pueden ser muy peligrosos.

—Eso mismo nos dijeron en la nave. Nos permitieron llevar algunos aparatos, como prismáticos, para ver de lejos, y pequeños transmisores portátiles para hablar entre nosotros. Por desgracia yo no llevaba ninguno, lo que fue un grave error. Lo peor fue que no nos permitieran portar armas. Con una simple pistola de plasma hubiéramos hecho huir a esos hijos de mala madre con el rabo entre las piernas. En cambio, ahora lo único de valor que tengo encima es la maldita pieza de repuesto.

—Si es posible, me gustaría examinar esa pieza que llevas para arreglar el transmisor —dijo Lord Douglas.

Dario se sacó la cadena de la que colgaba el pequeño aparato y se la entregó.

—¿Esta cosa tan pequeña es tan importante como para que vuestra vida dependa de ella? —preguntó Drake, inclinándose para verla mejor.

—Desde luego que lo es.

Peter Drake la cogió y estuvo un rato mirándola. Trataba de ver algo que diera una sensación de importancia, de gravedad, pero aquel objeto no transpiraba grandeza, como la espada de Irsar, el magnífico guerrerobrujo, que se guardaba en la sala del trono. No parecía algo poderoso y maléfico, como los escudos y pantáculos grabados en las rocas de Durmord. Si aquella era la poderosa magia de los terrestres, desde luego no tenía un aspecto impresionante.

Después de comprometerse a ayudar a Dario, Lord Douglas partió hacia la corte, donde debería hablar con alguien muy influyente para preparar su marcha.

Dario subió a una de las torres del castillo y en su estrecha escalera de caracol tuvo la impresión de estar trepando por el interior de un formidable ser vivo. Ya en lo alto contempló la inigualable belleza del valle. Todo él resplandecía bajo un Sol de deslumbrante color amarillo, con una leve tonalidad rojiza. Pese a ella el verde de los campos y los bosques resultaba inmaculado, y el azul claro de las aguas del lago brillaba con vivos destellos. En el mismo centro del cráter una elevación tenía en su cima el palacio, un antiguo castillo del que parecían brotar raíces que descendían por las laderas hasta clavarse profundamente en la roca de la montaña.

También podía divisar los pequeños pueblecitos y las numerosas fincas de la gente rica alrededor de la capital, así como las posadas a lo largo de la Vía Prima y el intenso tráfico de carros. Algunos de ellos descargaban en unas grandes barcas cerca de la entrada y luego el reparto de mercancías se hacía a través del lago y los canales que partían de él. Teniendo en cuenta que casi toda el agua de aquel lugar venía de debajo, de los cauces subterráneos, le pareció impresionante el caudal del río que partía del lago, y paralelamente a la Vía Prima se dirigía hacia el borde del cráter, para verterse por las cataratas hacia las llanuras. Podía ver asimismo los penachos de vapor de agua, allí donde las fuentes termales emitían chorros de agua muy caliente. Estuvo unas cuantas horas en lo alto de esa atalaya, soñando con lo bello que sería poder recorrer este valle, y muchos otros lugares de los que le había hablado Peter Drake, en otras circunstancias distintas a las actuales.

Cuando vio que Lord Douglas regresaba a lomos de su caballo, bajó para reunirse con él y escuchar sus noticias. El anciano parecía haber rejuvenecido y estaba contento. La actividad y la emoción le hacían sentirse un hombre nuevo, ilusionado por correr una aventura.

—He estado hablando con algunos notables dignos de confianza y hemos hallado la manera de escapar de aquí. Nos consta que el Omir ha reforzado la guardia en la salida de la Vía Prima, poniendo hombres que le son leales capitaneados por él mismo, pero están dispuestos a ayudarnos si Dario se compromete a hacer todo lo que pueda para que el Ekumen envíe un nuevo delegado a la corte.

—Yo no tengo ninguna influencia; solamente puedo pedirle al capitán de la nave que envíe un mensaje a la Liga Ekuménica o, mejor todavía, a la propia Corporación.

—Con eso será suficiente. Cuando el representante del Ekumen estuvo aquí por última vez los aislacionistas se empeñaron en que no dejara tan siquiera un transmisor para poder hablar con él si cambiábamos de opinión. A mi entender fue una idea desdichada.

—Pues ese tal Anderson parece empeñado en que todo continúe así comentó Dario.

—Es un hombre que disfruta ejerciendo el poder. Prefiere ser el más poderoso e influyente de un pequeño reino olvidado que uno más en una gran comunidad de gentes libres, que no le teman y a las que no pueda someter en modo alguno.

—No esperes que las cosas cambien muy deprisa sólo porque establezcáis contacto con el Ekumen —le advirtió Dario—. Tal vez al principio todo os parezca maravilloso, pero también hay muchas cosas que van mal para nosotros. Las guerras, por ejemplo. Pronto envidiaríais los viejos tiempos de las espadas y los arcos si os vieseis envueltos en una guerra espacial. De todos modos hay muchos mundos que viven en paz. Supongo que sois bastante listos para ser uno de ellos a poco que lo intentéis.

—Recordaré de un modo muy especial esta advertencia —respondió Lord Douglas— y se la haré llegar a todos mis conocidos. En realidad tendremos que aprender mucho de lo que ocurre entre las estrellas, antes de decidir si realmente queremos mantener relaciones con vosotros. Lo más importante por ahora es que tengamos la oportunidad de saber qué sucede y poder elegir libremente. Estoy seguro de que esta vez la corte estará más preparada para recibir una delegación ekuménica, y cuando menos no se ocultará su existencia. Si la gente se entera de ello empezarán a aparecer quienes pidan saber más. Sobre todo, si dejan una embajada abierta o algo parecido.

—Yo me atrevería a decir que lo más importante en este momento es salir del valle —apuntó Drake—. Si no lo hacemos pronto el Omir Anderson puede encontrarnos de nuevo y sería mucho pedir que fracasara una vez más.

—Eso es bien cierto. Ahora escuchadme.

Lord Douglas les explicó los planes que a toda prisa él y sus seguidores habían trazado.

12. Una huida

Al día siguiente, alrededor del mediodía, Lord Douglas y sus acompañantes llegaron ante la Puerta de los Dioses Solares en una hora de máximo tránsito. Tal como esperaba, una gran cantidad de jinetes y carros se amontonaban, esperando poder pasar. Los guardias registraban los carros, en busca de algún individuo escondido, pero no molestaban demasiado a los nobles más conocidos, por la cuenta que les traía. Cuando llegó el momento en que debía pasar él, el primer soldado le hizo un gesto con la mano indicándole que podía continuar. Sus dos acompañantes le siguieron muy de cerca, para que estuviera bien claro que viajaban con él. El joven vestía ricas ropas de noble caballero y el otro hombre parecía un solícito sirviente.

Cuando estaban a punto de entrar en el estrecho paso, vieron al Omir Anderson sentado al lado de la garita de los centinelas, junto a un grupo de soldados. Reconoció a su rival en la corte, Lord Douglas, a quien dirigió una furibunda mirada. Fue sin embargo el envenenador quien reparó primero en sus dos acompañantes. Se acercó a ellos en silencio y observó al joven. Llevaba la capucha de la capa puesta, a pesar del buen tiempo reinante, lo que aumentó sus sospechas. Guîdar lo estudió atentamente: el color del pelo parecía un poco distinto, pero con la capucha puesta era difícil decirlo. La altura, la edad y los demás rasgos parecían coincidir. Luego observó al otro hombre. ¿Se trataba de aquél a quien debía su reciente herida en el vientre? Las ropas y el peinado eran distintos, pero… Hizo avanzar un poco más a su montura, hasta colocarse justo delante de ellos. El joven parecía muy nervioso y el hombre puso discretamente la mano sobre la empuñadura de su florete. Guîdar observó su mirada; había odio y furia en ellas.

—¡Son ellos, prendedles!

Al grito de Guîdar media docena de soldados cayó sobre los tres, amenazándolos con sus lanzas. Los hombres del Omir se mantuvieron a cierta distancia, pero desenvainaron sus espadas. Guîdar quitó la capucha al joven y quedó atónito: era el príncipe Richard, quinto en la línea de sucesión del trono.

Lord Douglas se puso a proferir los más terribles improperios y varios nobles y otros personajes notables de la corte, todos ellos amigos y partidarios suyos, que se habían mantenido a cierta distancia, se acercaron ahora amenazando y provocando a los soldados.

—¡Pagaréis cara esta afrenta! —gritaba una y otra vez el príncipe, disfrutando de lo lindo con la representación—. ¡Os haré cortar en pedazos, os haré hervir en aceite!

¡Guardias, coged a este loco y llevadlo a palacio!

Los nobles que ahora le rodeaban, con las armas desenvainadas, aplaudieron su decisión:

—¡Así se hace, alteza, mano dura con esos bribones! Nosotros les enseñaremos a respetar a la nobleza. Soldados, prended a este enano y a vuestro capitán.

Los soldados, atemorizados ante tantos nobles, obedecieron rápidamente. El capitán de la guardia, mientras era maniatado, miraba a Guîdar y al Omir sin entender lo ocurrido.

Mientras, el Omir Anderson tenía la cara escondida entre las manos, lanzando imprecaciones por lo bajo. De repente levantó la cabeza y quedó pensativo un momento. Luego, subió de un salto a su caballo.

—¡Guardias, montad y seguidme! —gritó mientras entraba en el estrecho pasadizo al galope.

De las alforjas de su caballo partieron raudas varias luces rojas que atravesaron la garganta de piedra como una exhalación, para terror de todos los que estaban en ella.

Peter Drake y Dario Ferro llevaban ya varias horas de camino. Para el joven aquella mañana había sido una maldición. Antes de que saliera el Sol habían tenido que subir a una de las torres de guardia del borde del cráter, construida para defender una de las vaguadas menos difíciles de atravesar, aunque eso no significaba que fuera fácil hacerlo. Allí donde la naturaleza permitía a los hombres pasar sin excesivas dificultades, se había levantado una muralla defendida por una torre de guardia. No había puertas ni ventanas, así que era necesario bajar mediante cuerdas. Los contactos e influencias de los amigos de Lord Douglas se habían dirigido previamente al capitán de aquella torre, quien estaba esperando a sus visitantes, pero cuando Dario se enfrentó al vacío casi tuvo un ataque de histeria. Costó bastante calmarlo lo suficiente como para que se dejara atar. Luego, muy poco a poco, los hombres lo fueron bajando. Drake descendía a su lado por otra cuerda y le iba animando, con escaso éxito.

Una vez superado el trance se dirigieron a una casa cercana, propiedad de un miembro de la facción de Lord Douglas. Allí les esperaba un par de caballos frescos y bien equipados. Durante la noche los emisarios habían partido hacia esa casa y otras situadas por el camino para advertirles que debían tener preparados caballos frescos para esos dos visitantes. Drake y Dario sabían muy bien hacia dónde dirigirse para tener siempre a punto una nueva montura.

Cuando el Omir presenció el montaje de Lord Douglas se imaginó algo por el estilo, y aunque no sabía por dónde empezar a buscar pasaron pocas horas antes de que averiguara la dirección que habían tomado los fugitivos.

Mientras galopaba alrededor del valle, tratando de hacerse a la idea de por dónde habían podido salir, una de sus esferas luminosas encontró a un conocido: uno de los muchos espías que el Omir había estado introduciendo a lo largo de los años como sirvientes en las casas de sus principales rivales, sin que éstos sospecharan nada.

El hombre le explicó a la esfera lo que sabía, quiénes eran los dos escapados y qué dirección habían tomado, así como los lugares por los que pasarían. Con esa información era muy fácil trazar mentalmente la ruta de sus rivales; avanzaban en línea casi recta hacia el noreste, una dirección en que la costa no estaba demasiado lejana.

Temiendo que les esperase un barco y los pudiera perder definitivamente, el Omir espoleó a sus caballos con redoblada furia. Cuando éstos caían agotados buscaba otros nuevos en el pueblo o el caserío más cercano. Algunos de sus hombres fueron quedando atrás, sin poder seguir su ritmo o faltos de monturas de refresco, pero no le importaba.

Cuando llegaba a alguna de las casas donde sabía que sus rivales debían cambiar de caballos averiguaba, no siempre de un modo pacífico, si ya habían pasado, y cuándo. Los pequeños descansos para comer y en una ocasión para dormir un par de horas, retrasaron a Dario y a Drake lo suficiente. En la última parada de postas el Omir Anderson estaba tras sus talones a tan solo media hora de distancia. Anderson conocía aquellas costas. Eran unos parajes prácticamente desiertos, llenos de acantilados y frecuentados únicamente por los mariscadores. Tan sólo había unos pequeños poblados míseros en algunas calas y ocasionalmente algún barco de contrabandistas y bucaneros rompía la monotonía de un lugar tan agreste y apartado. Al Omir le parecía el sitio ideal para un ajuste de cuentas.

Sin él saberlo, en la corte las cosas se estaban complicando. Largos años de paz y una cierta propensión al lujo y la charlatanería habían logrado que unas salas palaciegas antaño pobladas por héroes legendarios y reyes guerreros, fueran ahora un nido de cortesanos intrigantes —en esto había contribuido de manera muy especial el propio Omir—, un batiburrillo de ricos comerciantes con intereses enfrentados, un punto de encuentro de nobles ociosos y, en definitiva, el lugar ideal para confabulaciones y argucias.

La captura de Guîdar y las acusaciones bastante infladas de algunos nobles de que había agredido a un príncipe heredero, un sobrino del propio rey, así como a ellos mismos, habían puesto a la defensiva a los aislacionistas. El rey en persona había exigido la presencia del Omir, pues sabía que éste era el amo de Guîdar, y quería oír sus explicaciones. Pero Anderson cabalgaba alejándose cada vez más de la corte y sus aliados, ignorantes de lo sucedido, no podían explicar nada ni aplacar a la familia real. La hermana del rey era una simpatizante de Lord Douglas y continuamente le pedía a su regio hermano la cabeza del responsable de la agresión a su hijo, cuando éste salía de paseo con su maestro, el Guardián de la Sabiduría.

Cuando Lord Douglas estaba cerca de la hermana del rey fingía intentar calmarla, quitándole importancia al asunto con palabras como: «No os preocupéis más por ellos, alteza; al fin y al cabo no han logrado matar a vuestro hijo».

Dario y Drake habían estado cabalgando noche y día sin apenas descanso. No esperaban que les siguieran, pues la treta de Lord Douglas bien podía terminar con el propio Anderson detenido por los nobles que acompañaban al anciano, quienes pretendían llevarle ante el rey para pedirle explicaciones. Sin embargo, Dario no estaba muy convencido de que eso funcionara. Aunque alguien le había contado a Lord Douglas que el propio Omir estaba junto a la salida, vigilando personalmente, nada les aseguraba que continuaría allí a la mañana siguiente de recibir ese informe. Por otra parte no creía que un tipo tan astuto cayera en una encerrona como aquélla. Por eso continuamente miraba hacia atrás. El susto que le diera la irrupción de los soldados en la Almeja de Plata le había convertido en alguien enormemente precavido.

Tenía una vaga confianza en que ahora que se acercaba tanto al lugar donde diera comienzo su viaje por tierra podría encontrar una partida de elfos, como llamaba Drake a sus compañeros. Sabía que encontrarle una vez, justo después de que le capturaran, había sido difícil. Por lo visto, Marco había podido salvarse y contar en qué dirección había partido. Sin embargo, desde entonces no tenían ninguna indicación de adónde se dirigía. Era por lo tanto imposible que los hubiera vuelto a encontrar a medio camino, o que sus compañeros se hubieran adentrado en el Valle Esmeralda, donde no tenían nada que hacer. Ahora, en cambio, era posible que volviera a tropezarse con ellos, pues sabían que Dario trataría por todos los medios a su alcance de regresar a este lugar. Tenía tantos deseos de retornar con los suyos que esperaba verlos tras cada recodo del camino.

Finalmente llegaron a su destino. Delante de ellos se abría el horizonte sin límites del mar, con el Sol brillando, más rojo que nunca, a punto de ocultarse.

Desmontaron y Dario trató de dar unos pasos para devolver la vida a sus piernas. La playa estaba a seis o siete metros por debajo, pero los caballos no podían descender por las escarpadas rocas y Dario decidió esperar allí mismo.

—Esto sí que ha sido un curso intensivo de equitación. ¡Dos días enteros a caballo! Te aseguro que no puedo más. Cuando llegue a la nave me tumbaré en la cama y no me levantaré en cuatro días, por lo menos.

—¿No querías aventuras? —replicó Drake—. Pues ahí las tienes.

—Yo jamás he afirmado eso —protestó de inmediato el joven—. En realidad, te aseguro que no pienso salir nunca más de Roma, ocurra lo que ocurra.

—¿Y qué tiene esa ciudad que no tenga este reino? Éste es un país donde durante cientos de años la historia ha forjado heroicos guerreros y artistas memorables.

—¡No me hagas reír! Roma era la capital de un imperio miles y miles de años antes de que los hombres aprendieran a cruzar el espacio. Había batallas terribles antes de que sobre este planeta brotara una sola brizna de hierba. Mucho antes de que la primera nave terraformadora plantara aquí la primera alcachofa mi país ya era viejo, tenía héroes, dioses y ruinas por todas partes. Desde mi casa se puede ver el Circo Máximo, donde los gladiadores luchaban y se mataban entre sí para entretener a los antiguos romanos. Los campos de batalla de Italia han visto enfrentarse entre sí a los más grandes generales: Escipión contra Julio César, Aníbal contra Alejandro Magno, el emperador Napoleón contra los ejércitos de Hitler; —pese a ser un gran espadachín, Dario nunca destacó en la escuela, especialmente en las clases de Historia—. Roma resistió incluso bombardeos nucleares durante las guerras de independencia de Marte y la Luna —al menos esta afirmación era correcta, pues en la plaza delante de su arcólogo se levantaba un monumento conmemorativo y lo recordaba muy bien.

—Tú ganas, no vamos a discutir ahora las grandezas de cada uno de nuestros pueblos. Reconozco que es posible que Roma tenga una historia ligeramente interesante.

Drake se sentó y sacó de su zurrón una bolsa de comida.

—¿Cuándo crees que vendrán tus amigos? No veo que salga nadie del agua —dijo, con un mohín de burla en los labios.

No creía en el complicado y fantástico relato narrado por Dairo, y ahora que habían llegado a su destino en una playa desierta, la sensación de soledad y abandono era tal que resultaba difícil, por no decir imposible, imaginar que hubiera una nave llena de gente alegrándose por su regreso y preparándose para recibirlos.

—Por favor, Peter, ya te lo he explicado. Tienen que ir a la sección de embarque, ponerse los trajes espaciales y equilibrar su peso, porque los trajes no están pensados para nadar bajo el agua. Digamos que el fondo del mar no es el lugar donde normalmente aparcan las naves espaciales. Luego tienen que nadar un largo trecho hasta la costa y eso les llevará algún tiempo.

—No estoy seguro, nada seguro. ¿De veras crees que sabrán que estamos aquí?

—Te lo he contado mil veces, Peter —respondía Dario con cara de aburrimiento—. Tienen una especie de ojos para ver a distancia. Pusieron algunos por los alrededores. En estos momentos seguro que nos están viendo y brincando de alegría al ver que he regresado. Si mis compañeros se nos han adelantado sabrán que yo llevo la pieza de repuesto —sacó su original medallón y lo levantó, mostrándolo en todas direcciones—. ¿Lo veis? Aquí está. Traigo la pieza de repuesto. ¡Estamos salvados!

Lo dijo con tanta convicción y alegría que por un momento Drake creyó que una voz grave y poderosa se dejaría oír desde el cielo, felicitando a Dario por su hazaña. En lugar de eso, sólo escuchó el feo graznido de una gaviota que pasó volando a ras de sus cabezas.

—¿Por qué no responden? —preguntó Drake.

—No tienen modo de hacerlo. Te he dicho que habían puesto una especie de ojos, no bocas y orejas para charlar con las visitas. Ahora deben de estar preparándose para venir. Ten paciencia y ya los verás.

Por toda respuesta Drake dio un nuevo bocado a su trozo de embutido y masticó tranquilamente, acompañando de vez en cuando con un trago de vino. Miraba alrededor, desconfiando de que nadie fuera a salir del agua. Cuanto más lo pensaba más extraño le parecía todo. Gentes que cruzan las estrellas, inmensas montañas de metal surcando el espacio como buques impulsados por vientos incomprensibles… Todo era demasiado extraño y desordenado para él. Conocía un mundo diferente, poblado de peligros tangibles y otros más misteriosos, pero igualmente reales. Había escuchado los cantos de los lobos bajo la Luna llena pidiéndole que les desvelara sus secretos. Había oído relatos asombrosos, narrados en las tabernas de muchos puertos, sobre los monstruos horribles en los que cabalgan las brujas del mar. Había visto a hechiceros que entraban en trance y por cuyas bocas hablaban los espíritus de los muertos. Todo eso eran cosas reales, vistas por sus propios ojos o escuchadas por sus propios oídos, y todas ellas encajaban perfectamente en lo que siempre le habían enseñado, pero nunca había oído hablar de visitantes de las estrellas.

Mientras Dario caminaba impacientemente de un lado a otro, vigilando la orilla, Drake descubrió una pequeña polvareda en el camino. Prestó atención y poco después pudo ver a varios hombres que galopaban hacia ellos.

—¡Dario, ven aquí! Creo que tenemos visitas.

El muchacho miró en la dirección que le señalaba.

—Bueno, puede que sean mis amigos o puede que no —dijo, desenvainando su florete—. Por si acaso, vayamos a la playa.

—Sería más seguro montar y salir de aquí. Parecen media docena, y en la playa estaríamos atrapados entre ellos y el mar.

—Al contrario, si nos siguen ellos estarán atrapados entre las rocas y mis compañeros de la nave.

Drake miró de nuevo a la playa. El manso oleaje batía suavemente la arena. Se veían las primeras estrellas en el cielo y tan sólo un débil resplandor sobre el horizonte mostraba el lugar por donde se había puesto el Sol. Peter Drake tenía serias dudas de que alguien fuera a surgir de las aguas para salvarlos.

—Vamos, decídete de una vez —gritó Dario desde unos pasos más abajo; parecía contento y seguro de sí mismo.

Drake echó un último vistazo en dirección a los jinetes. No podía distinguirlos todavía, pero su intuición le decía que corrían demasiado para ser amigos.

Empezó a bajar eligiendo cuidadosamente donde ponía los pies. Las rocas estaban húmedas y resbaladizas. Sus botas patinaron sobre los líquenes y cayó con estrépito hasta una gran piedra plana sobre la que Dario estaba de pie. Justo encima de ellos, una roca que se había desequilibrado al tropezar con ella Drake empezó a caer, amenazando con aplastarle la cabeza.

Dario la vio venir y sin pensárselo dos veces metió la punta del florete en una estrecha grieta de la pared de piedra. La roca, que debía de pesar más de un quintal, golpeó sobre el arma del joven. Ésta se dobló con facilidad al principio, pero luego, llegada al límite de su flexibilidad, ofreció una gran resistencia y finalmente catapultó la roca hacia arriba y afuera. Al quedar libre, el arma se puso a vibrar con un chirrido demencialmente agudo.

La roca había sido desviada lo suficiente como para no herir a Drake, y Dario recuperó su arma intacta.

—¡Diablos, Dario! ¿De qué está hecho tu florete?

—Es una combinación de nitruro de uranio y cerámica, recubierta de fibra de plastiacero —respondió el chico mientras bajaba con un par de ágiles saltos.

«¡Joder!», pensó Drake sin enterarse de nada, pero vivamente impresionado.

Al cabo de unos minutos se hallaban en la playa y Drake seguía sin ver ninguna aparición. Empezaban a oírse los cascos de los caballos y se escondieron tras una gran roca a ras del agua.

Varios hombres se detuvieron y observaron detenidamente.

—Están aquí —decía Anderson—; he visto sus monturas hace un rato.

—No parece que haya nadie, ni los caballos —respondió uno de sus hombres.

—Los habrán espantado para alejarlos. Ya es de noche y podrían estar a sólo cien pasos y no los veríamos —apuntó otro de ellos.

—Creo que voy a bajar —dijo de nuevo Anderson—. Algo me dice que están ahí. Nadie más estaría parado en un lugar semejante a estas horas. Tiene que haber algún motivo por el que deban permanecer aquí.

El Omir y sus hombres empezaron a bajar cuidadosamente. Las pequeñas lunas comenzaban a asomar tras el horizonte, elevándose por encima de los recién llegados.

—Más vale que tus amigos aparezcan pronto o vamos a tener ocasión de morir en un bello duelo a la luz de los astros —le susurró Drake.

Dario miró a su espalda. No había nadie.

—Deben de estar a punto de llegar —respondió escuetamente.

—¿Y si no había nadie mirando lo que ocurría en la playa? Tal vez ya no esperan que regreses.

—No seas agorero.

—Pero puede ser, ¿verdad?

Dario se encogió de hombros.

13. Una confrontación

Había seis hombres recorriendo la playa, tres de ellos con arcos dispuestos a disparar. Anderson venía directo hacia donde estaban escondidos. Drake suspiró.

—¡Tenemos una cuenta que saldar! —dijo a voz en grito mientras se mostraba—. Supongo que serás tan cobarde como para no querer aprovechar esta oportunidad, pero me gustaría tener ocasión de verte las tripas.

—Será para mí un placer darte una lección de cómo se mata a un bellaco —respondió Anderson sonriendo.

Se acercaron lentamente el uno al otro, estudiándose. Anderson tenía una guardia perfecta, estaba magníficamente equilibrado sobre sus piernas y parecía gozar de un cuerpo elástico y flexible. Drake trató de parecer relajado, escuchó el ruido de unos pasos a su lado y vio a Dario que se aproximaba a él.

—Manténte alejado, esto es personal. Entre él y yo.

—Así me gusta —respondió el Omir Anderson—. Dejemos a los niños fuera de este asunto. Al menos hasta que haya acabado contigo y pueda terminar una vieja conversación con él.

Cuando hubo dicho esto ambos permanecieron unos segundos en silencio, observándose. Luego atacaron casi al unísono. Drake lanzó un fulminante ataque en cuarta que Anderson paró eficazmente. Después, éste tiró repetidas veces en la misma línea, para luego sorprender rompiendo y lanzando una rápida estocada.

Drake desvió el arma de su rival con una ágil contrafinta. Ambos se separaron ligeramente para volver de nuevo a lanzar sendos fondos alternativamente.

Dario se daba perfecta cuenta de los errores que cometían uno y otro, pero los arqueros tenían sus armas tensas y les estaban apuntando. Si intervenía sólo lograría que en lugar de un combate uno a uno hubiera uno contra seis. No parecía una buena elección.

La lucha continuaba a un ritmo intenso y no estaba nada claro quién iba a ganar, aunque Anderson parecía estar perdiendo la iniciativa. Ahora trataba de echar arena a los ojos de Drake de una patada, pero éste se apartó a tiempo. Sin embargo, Anderson aprovechó la distracción creada para sacar de un bolsillo un pequeño aparato, uno de sus juguetes de otras eras, cuando las luchas no eran a espada.

Una fina aguja se clavó en el muslo de Drake, expulsando un rápido veneno paralizante.

—¡Hijo de perra! —bramó Dario, lanzándose contra él de inmediato y deteniendo la estocada con la que pretendía rematar a Drake.

Anderson tuvo que retroceder velozmente y realizar algunas paradas apuradas. Dario era demasiado rápido para él, pero estaba tan furioso que no aprovechaba su técnica lo suficiente.

Su rival trataba de apuntar de nuevo con la pistola, pero bastante tenía con parar los fondos de Dario y no le fue posible hacerlo. Por un instante creyó ver un hueco en la guardia del muchacho, pero éste se dio cuenta enseguida y con una hábil parada en cuarta desvió la punta del adversario.

Anderson tiró por lo alto y Dario le detuvo con una parada en cuarta al estilo húngaro, una guardia triangular notablemente alta. De inmediato Anderson contraatacó con una estocada muy baja, pero sólo para encontrarse con que Dario adoptaba de inmediato una guardia alemana: las rodillas muy dobladas y el cuerpo muy bajo. Imposible entrar por ahí. Entonces Anderson cometió un error: trató de volver a una estocada alta, pero Dario continuó con el estilo alemán y fácilmente pudo lanzar un fondo que terminó en una pasata de Soto. La punta de la hoja de Dario se clavó unas pulgadas en la barriga de Anderson, pero era insuficiente para matarlo.

El combate continuó durante unos segundos más, mientras Anderson retrocedía y Dario estaba a punto de clavarle la hoja en el corazón varias veces, sin acabar de conseguirlo.

—¡Cogedle, a por él! —gritó desesperado el Omir.

Los hombres se dispusieron a obedecerle, pero de repente quedaron quietos, aterrorizados.

—¡Disparadle! ¡Liquidadlo!

—¡Demasiado tarde, estás acabado! —gritó Dario viendo lo que sucedía—. Tenemos una visita que no esperabas.

A pesar del terror que sentían debido a la extraña aparición que surgía de las aguas, uno de los arqueros se recobró y disparó una flecha contra Dario. Acertó en el brazo derecho y lo obligó a soltar el arma.

—Bien, jovencito —dijo satisfecho Anderson, que no se había percatado de lo que pasaba, al tiempo que alejaba el florete de Dario con una patada—, ahora dile adiós al mundo —se dispuso a rematar a Dario, pero en ese momento quedó extrañamente parado y tieso; elevó la vista al cielo estrellado, y cuando cayó de bruces al suelo ya estaba muerto.

—Gracias por quedarte quieto el tiempo suficiente para que te lanzara el cuchillo – Drake tenía la pierna y parte del cuerpo inmovilizados, mientras que la parálisis se extendía rápidamente por el resto, pero había aguardado a tener un blanco seguro y los brazos no le habían fallado.

En ese momento se dio cuenta de que los arqueros estaban disparando contra ellos, pero las flechas se detenían mansamente en medio del aire y luego caían verticalmente al suelo.

—Oye, ¿qué es lo que ocurre?

—¡Estamos salvados! Mira, te dije que estaban a punto de llegar, y ahí los tienes.

Dario corrió con los brazos abiertos hacia el agua, hacia unos horrendos seres gibosos, con cabezas de batracio descomunalmente grandes y un único gran ojo de cíclope en medio de la frente, un ojo que emitía una luz tan potente como nunca la había visto en plena noche. Una luz halógena de quinientos watios.

Drake estaba tan aterrorizado ante la aparición como los hombres del Omir Anderson, pero a diferencia de ellos no podía huir. Tuvo que permanecer en su sitio viendo cómo se acercaban aquellos seres deformes, cubiertos por armaduras negras erizadas de púas. Llevaban varios aparatos extraños en las manos, algunos de los cuales tenían tubos cuyo interior brillaba como iluminado por el fuego del Infierno. Uno de ellos emitió un cegador rayo de luz roja contra las piedras del fondo y estallaron como un volcán en plena erupción. Los soldados, que habían empezado a retroceder poco a poco, dieron media vuelta y huyeron despavoridos. Mientras corrían otro de los seres anfibios empleó su aparato. Esta vez no se vio ningún rayo, pero las rocas hacia las que apuntaba se pusieron al rojo vivo y se fundieron.

Dario se había metido hasta la cintura en el agua para abrazar a uno de los monstruos subacuáticos, y Drake no pudo evitar pensar que prefería a los elfos. Luego condujo al ser hasta Drake, que estaba tendido en el suelo y veía la alta y grotesca figura recortada contra las estrellas.

—Peter —dijo solemnemente—, te presento a mi maestro de esgrima, Roberto Alessandri. Roberto, este es Peter Drake; me ha salvado la vida algunas veces estos días.

La criatura se llevó las manos a la cabeza y se quitó la escafandra. Un hombre joven, moreno y sonriente tendió la mano a Drake. Éste, entre el miedo, el asombro y la parálisis, no pudo devolverle el saludo.

—Encantado de conocerle, señor Drake. Veo que está usted herido. Si lo permite le pondremos un traje para llevarlo con nosotros y podrá recuperarse en nuestro hospital.

—Dime, Roberto, ¿cómo está Marco? ¿Se salvó?

—Sí, desde luego, pero todavía viene de camino. Tuvo que descansar algunos días y eso le ha retrasado; Ferruccio le acompaña. Por desgracia, no todos han tenido tanta suerte. Hubo varias bajas en la emboscada y otra más cuando tratábamos de liberarte. Por cierto, ¿es éste el tipo que te llevó consigo? Estuvimos varios días buscándote. De hecho, hemos llegado esta misma mañana a la nave.

—Sí, es el que me salvó de vosotros. Creía que ibais a secuestrarme para hacerme cosas horribles.

Los dos rieron de buena gana. Drake estaba sentado en el suelo sin poder moverse apenas, pero pocos minutos más tarde llegó un traje y equipo médico de emergencia con el que le durmieron. Cuando despertó estaba dentro de la nave.

A bordo Peter Drake fue el invitado de honor. Los oficiales del crucero le mostraron todas las dependencias que no habían quedado destruidas. Los diplomáticos de la Corporación y los delegados del gobierno regional italiano hicieron una gran fiesta en su honor, donde las mujeres y algún hombre le acosaron hasta lo indecible. Era el héroe del momento, junto con Dario, y todos querían que les contara sus aventuras, lo que le parecía magnífico. Por vez primera, cuanto más exageraba sus hazañas más éxito tenía. Le encantaba repantigarse sobre almohadones con una jarra de cerveza en la mano, rodeado de las bellísimas mujeres corporativas que se maravillaban ante sus relatos de duelos, juergas, batallas, viajes, asaltos a castillos y luchas con monstruos voraces. Los deportistas solían pedirle demostraciones de cómo había derrotado a tal o cual oponente y las mujeres de la alta sociedad le preguntaban por las costumbres de la corte y sus lances amorosos. El equipo de esgrima también estaba entusiasmado con él. Se pasaban las mañanas entrenando en el gimnasio, enseñándole las técnicas más refinadas. Drake, por su parte, les mostraba los trucos y argucias de un mundo donde la gente realmente se batía en duelos a espada, casi nunca por placer.

Por suerte para Drake los técnicos tardaron varios días en arreglar el transmisor y establecer contacto. Entonces supieron que la nave de rescate tardaría dos semanas en llegar. Esto le proporcionó tiempo suficiente para familiarizarse con el entorno. Más o menos llegó a aceptar la omnipresencia de la voz del ordenador de la nave, algo que al principio le preocupaba. Al cabo de unos días las costumbres sexuales de la tripulación empezaron a gustarle y dejó de preguntarse cuál era la clase social de una dama antes de abordarla. También cesó de preocuparse por quién estaba casado y qué tipo de contrato matrimonial tendría, pues por algún motivo aquella gente no parecía relacionar el matrimonio con el sexo y el concepto mismo de fidelidad conyugal les parecía una curiosidad propia de mundos anticuados. A Drake le iba muy bien que fuera así.

Tan pronto como el médico logró convencerlo de que un implante cortical no entrañaba riesgo alguno y sería muy ventajoso para él, se sometió a la operación y pudo dejar el engorroso traductor portátil. Ahora hablaba con fluidez en el propio idioma de los pasajeros, ya fuera lingua o italiano. El implante supuso una ventaja añadida; ahora podía consultar la matriz de datos del ordenador directamente. Cada día sabía más cosas y se desenvolvía con mayor soltura entre las maravillas técnicas de la nave y las pautas sociales de sus pasajeros.

Dario asistía maravillado a todo este proceso de descubrimiento y adaptación de su amigo. Le parecía imposible que aquel vagabundo parlanchín y supersticioso se acomodara tan fácilmente a su nuevo entorno, pero cuando hablaban descubría la nostalgia en su expresión. Sin duda alguna Drake no se acoplaba del todo a una sociedad tan compleja, distinta a la suya, y deseaba volver a su forma de vida.

Cuando llegó el esperado momento, un gran crucero de recreo de la misma compañía naviera se posó en el lecho marino junto a ellos. Los técnicos instalaron un conducto entre las dos naves y los pasajeros de una pasaron cómodamente a la otra caminando, con los robots detrás de ellos, llevando el equipaje.

Drake fue a visitar a Dario en su nuevo camarote justo antes de la partida. El muchacho estaba viendo una película en la pantalla holográfica mural. La apagó y se levantó con una cierta tristeza en la mirada.

—¿Vienes a despedirte? —fue la escueta pregunta.

Drake no estaba seguro de nada. El delegado del gobierno italiano le había invitado oficialmente a visitar Roma. Un embajador de la Corporación le había pedido que fuera con él a la Tierra, para poder contar con su presencia cuando presentara la solicitud de enviar una nueva delegación ekuménica a este planeta. El equipo de esgrima le había ofrecido un lugar entre ellos. Todo el mundo quería que Peter Drake les acompañara, pero él dudaba.

—No lo sé, no estoy seguro de que desee ir. Todo será muy diferente de lo que conozco. Estoy acostumbrado a ganarme la vida jugando a las cartas, a desenvainar para salvar el pellejo y a cabalgar de un país a otro. En tu mundo la esgrima es un deporte, la gente viaja dentro de máquinas y se gana la vida haciendo cosas que ni tan siquiera entiendo.

—Te comprendo muy bien —Dario se sentó en una butaca que emergió del suelo como por arte de magia; parecía una seta blanda que se acomodaba a la figura del cuerpo que se le echaba encima—. Supongo que no tengo derecho a influirte, pero me gustaría que vinieras con nosotros. No estás atado a nadie en este planeta y me tendrás a mí para ser tu guía en la Tierra. El embajador te ha ofrecido un viaje de regreso, tanto si el Ekumen envía de nuevo un emisario como si decide no hacerlo, así que podrás volver cuando quieras. Por otra parte puedes ser muy útil como guía de una delegación ekuménica. En fin, tú decides. Yo solamente puedo decir que tal vez sea ésta tu mejor aventura, un viaje más interesante que todos esos que me contabas.

Drake suspiró. Toda su vida había deseado correr aventuras y ahora que podía realizar una de ensueño dudaba. ¿Habrían tenido esas mismas dudas los héroes y exploradores de la antigüedad? ¿Escribiría él una página de la historia de su país si aceptaba viajar a las estrellas? No estaba seguro, pero ¿quién podía saber si una aventura sería de su gusto antes de empezarla?

—¡Por un millón de demonios hambrientos! —exclamó a voz en grito, levantándose y desenvainando su florete—. ¡Volemos hacia la Tierra, y que alguien les advierta que Peter Drake está a punto de llegar!

F I N

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