23
El salón principal de la delegación corporativa se había convertido en cuartel general, donde los miembros más representativos estaban reunidos, muy atentos a lo que el embajador tenía que comunicarles. También habían sido invitados algunos líderes nativos, entre ellos Luna y Espada; se quedaron en un rincón, mirando a todos lados con recelo. Beni se levantó y se dirigió a la concurrencia:
—Compañeros, como sabéis de sobra, ayer sucedieron diversos incidentes que nos han puesto en una situación más bien delicada —se esbozaron algunas sonrisas—. Por circunstancias que no vienen al caso, aniquilamos toda una guarnición imperial, y no creo que en base McArthur lo acepten deportivamente. Es milagroso que no nos hayan atacado aún, pero su sistema jerárquico rígido juega a nuestro favor. Ante una situación imprevista, los mandos intermedios dudarán entre pasar la patata caliente a sus superiores o exponerse a las iras de éstos; necesitarán órdenes, consultas, y eso lleva mucho tiempo, justo lo que necesitamos. Por mi parte, estoy dispuesto a resistir el ataque. No os voy a engañar; nuestras posibilidades de supervivencia son prácticamente nulas, pero no quiero darles el gusto de capitular ante ellos. Mi plan es simple: causarles el máximo daño posible antes de que caigan sobre nosotros con todo el peso de sus fuerzas armadas. Yo solo no puedo pelear, es lógico. No voy a obligaros a acompañarme, porque vuestra única recompensa será la muerte. Todo el que desee abandonar la embajada y ocultarse, o pedir asilo político al Imperio, podrá hacerlo. Desearía oír vuestras opiniones —se sentó, tras ceder la palabra.
Peláez se incorporó, hecho un basilisco. Los demás administrativos lo rodeaban y asentían a cada una de sus palabras. A Beni le recordó a mamá gallina con sus polluelos.
—¡Estará contento, señor embajador! Ha permitido la injerencia en la política interna de un gobierno con el que manteníamos amistosas relaciones comerciales, pero no, no se ha detenido ahí. ¡Ha cometido actos inhumanos e injustificables! ¡Ha muerto mucha gente inocente, y usted se jacta de ello impúdicamente! ¡Esto ha sido… ha sido… intolerable! ¡Puede significar una guerra abierta! Los perjuicios causados al comercio son incalculables, y probablemente no podamos restablecer los intercambios. Señor embajador —dijo ahora con toda la severidad que pudo reunir—, me he visto obligado a informar de todo lo sucedido al gobierno corporativo. ¡Su crimen no debe quedar impune! —se sentó, mientras sus subordinados le daban muestras de apoyo; el personal militar, en cambio, le lanzó miradas hostiles.
—Tranquilícese, administrador —Beni volvió a intervenir—; yo mismo he comunicado a la Vieja Tierra todos esos sucesos, con pelos y señales. Desgraciadamente, la Galileo tardará más de un mes en llegar hasta Nut. Si todavía sobrevivimos, sin duda me aguardará un consejo de guerra, pero hasta entonces el mando es mío; sepa que no toleraré insubordinaciones.
Recorrió con la mirada todo el salón. La gente estaba pendiente de sus palabras.
—Quienes estén dispuestos a acompañarme al otro barrio, que se pongan en pie.
—Mis características morfológicas y estructurales me lo impiden, pero cuente conmigo, señor —dijo el ordenador.
Antes de que hubiera terminado de hablar, los pilotos se habían incorporado, sonrientes; Irina dejó escapar un grito de júbilo. M'gwatu y el personal de tierra no tardaron en imitarlos. El doctor también se levantó, con aire cansado. Los administrativos dudaron, aunque se sumaron a la mayoría no sin lanzar miradas culpables a Peláez; éste se convirtió en el único que permaneció sentado, y todos los ojos estaban fijos en él. Profirió una sarta de tacos que nadie suponía que conociera y se puso en pie, reluctante.
Beni estaba emocionado; todos le respaldaban, hasta los nativos. Comprendía a estos últimos; no tenían otra salida; el Imperio los masacraría, así que ¿por que no luchar? La esperanza es lo último que se pierde. En cuanto a los corporativos, no podía conocer sus motivos reales. ¿Lealtad, idealismo, sentido del deber o aburrimiento? Alejó esos pensamientos; ya sólo quedaba lugar para la acción. Iba a ser su última batalla, y pretendía que el enemigo no la olvidara nunca. Habló a los demás con tono firme:
—De acuerdo, vosotros lo habéis querido. Desde este momento, nuestra embajada se declara en guerra contra el Imperio.
Fue interrumpido por los gritos alborozados de los pilotos de CORA. Dos de ellos se pusieron a bailar un vals, mientras que el resto se abrazaba y asaltaba el bar. Cuando se calmaron un poco, Beni prosiguió:
—Es hora de actuar, y rápido. Ordenador, te nombro teniente interino y segundo en el mando.
—Gracias, señor. Lamento no poder lucir el uniforme.
—M'gwatu, Irina, doctor, David —un piloto de CORA de nariz, aguileña y pelo negro se adelantó— y vosotros, Luna y Espada, acercaos; nos constituiremos en estado mayor. Hemos de tomar muchas decisiones en muy poco tiempo. Los demás pueden retornar a sus puestos —murmullos de decepción—. Usted no, Peláez; venga acá —el interpelado obedeció, aprensivo.
—Vaya, vaya, señor teniente interino —dijo Irina, que parecía divertirse enormemente—. Ordenador queda muy frío; ¿nos honraría diciéndonos su nombre de pila, para que podamos dirigirnos a usted con el debido respeto?
—Soy un modelo TOSHIBA BQ-6021, número de serie Fl-64037945382-CVM-31, pero podéis llamarme Demócrito —luego puntualizó, como avergonzado—. Me hace ilusión…
—Basta de tonterías —cortó Beni—. Necesitamos conocer exactamente todos nuestros recursos, en especial el armamento clasificado como secreto. ¿Demócrito?
—Poseo esa información en mis bancos de memoria, pero no puedo acceder a ella a menos que se me suministre una secuencia en clave.
—Yo conozco parte de ella. M'gwatu, tú tienes otra.
—A tu disposición, jefe.
—Y usted, Peláez, dispone del tercer fragmento.
—¡Efectivamente, señor, pero me niego a proporcionárselo! Eso sólo empeoraría las circunstancias. Considero que lo más sensato es parlamentar con las fuerzas imperiales y buscar una salida airosa. Además, mi conciencia no me permite desvelar a un grupo de irresponsables —con parsimonia Beni tomó un fusil, le quitó el seguro y puso la boca del cañón a la altura de los testículos de Peláez— que la clave es… —la proporcionó con rapidez pasmosa.
—Gracias, muy amable; puede retirarse. Y ahora…
Tres secuencias numéricas fueron suministradas al ordenador. Al poco, unos papeles aparecieron por la salida de impresora. Beni los tomó y examinó con detenimiento.
—La verdad, siempre me pareció absurda esa estupidez del armamento secreto. Veamos lo que tenemos. Ajá, esto es el material ya conocido: pistolas aguja, fusiles y armas cortas para todos los gustos; gran cantidad de tubos tierra-aire SAT-15, simples pero efectivos; lanzagranadas, y poco más. Nada de armamento pesado, como se especifica en el tratado con el Imperio. En cuanto a los vehículos, no hay novedades; transportes ligeros, que contribuyen bien poco al movimiento masivo de tropas; treinta ratas, con el correspondiente armamento explosivo y proyectores de plasma de alcance medio… Seis escuadrillas de CORA; cuatro aquí, y dos camufladas en el exterior, o sea, veinticuatro aviones. Aparte de las armas integradas, tenemos un limitado surtido de contenedores y tubos lanzacohetes, pero todo es aire-superficie, nada que pueda servir en combate aéreo de larga distancia. El dichoso tratado, si… —reflexionó—. Aquí no hay nada que desconociéramos.
—Tranquilo, señor; el acceso a los datos reservados es complejo, pero ya está concluido. Me sorprende lo que he averiguado, señor; no hay demasiado más.
—Lógico; escamotear material bélico delante de los controles imperiales debió de ser muy delicado. Venga, desembucha.
—Ante todo, los CORA. Se supone que hay seis escuadrillas.
—¿Cuántas creen ellos que tenemos?
—Ocho.
—¿De cuántas disponemos en realidad?
—De doce. Los aviones están dispersos por el país, ocultos en granjas, silos y otras edificaciones de aspecto inocente, con sus correspondientes pilotos.
—Me pregunto cómo lo harían. ¿Armamento?
—En el plano que le adjunto —la impresora volvió a trabajar— aparecen los lugares donde se almacenaron más contenedores y armas para los CORA. Básicamente, se trata de unos tres mil misiles aire-aire ALTAIR-D.
—¿ALTAIR-D? —exclamó Irina—. ¡Pero si son obsoletos! Prehistóricos, más bien; son rápidos, pero no llegarían a acercarse a diez kilómetros de los cazas imperiales Seguro que ellos tienen algún misil equivalente a nuestros KM-2.
—Explícamelo, mujer; me he perdido.
—Escucha, ¡oh, fénix de los ingenios! Los KM-2 son interceptores con un emisor en la proa que genera unas señales irremisiblemente atractivas para el sistema de búsqueda del ALTAIR-D, el cual se precipitara sobre él como un niño buscando a su mamá.
—Pero ellos no saben que los tenemos —objetó Beni—. Además, desde que iniciamos las hostilidades, los chicos de contra medidas electrónicas han tejido una cubierta que nos protege de sus aparatos espía. Ni siquiera una cámara de holovisión puede registrar lo que pasa aquí sin ser interferida.
—Sí, pero en cuanto nos vean salir con los aviones cargados de esas antiguallas, se prepararán con KM-2 o similares, y adiós. ¡Qué desastre! Es como si estuviéramos desarmados; a corta distancia, y con suerte, podríamos hacer pupa a sus aviones, pero no nos dejarán aproximarnos. Sus misiles son muy buenos y nos detendrán. Oye, que cara tan rara has puesto… ¿En que piensas, Beni?
—Irina, ¿qué hace exactamente un ALTAIR-D?
—Hijo, qué pregunta… Al aproximarse al objetivo se fragmenta en diez cabezas explosivas de tipo AM residual, que buscan el blanco por telemetría láser. Primitivo.
—¿Existe algún otro modelo similar, con el que puedan confundirse?
—Que yo sepa… Son más largos que los misiles modernos; blancos, con estabilizadores triangulares en morro y cola. El tamaño es inconfundible; sólo quedan en servicio otros tan grandes, los LAMBDA MG-5, pero son tan inútiles como los ALTAIR-D; además, son de color rojo, para llamar la atención.
—Podríamos pintarlos, para despistar —propuso M'gwatu.
—¡No seas besugo! —replicó Irina—. Los imperiales no son tan idiotas. ¿O sí? Bah, qué más da; no veo motivo para…
—Irina —interrumpió Beni, que parecía meditar a toda velocidad—. Si tú fueras un jefe imperial, y vieras una flota de cazas corporativos cargados con esos LAMBDA MG-5, ¿qué harías?
—Desde luego, echarme a reír, porque son más viejos que el mear. Figúrate; no llevan sistema de búsqueda, sino que son guiados por láseres dispuestos en otros aparatos de observación, que apuntan al objetivo. Al menos, los KM-2 son inútiles contra ellos; armaría a mis aviones de misiles con buscadores termoópticos, como los SAS / N o los KOSH-KA, y problema resuelto.
De repente, una lucecita se iluminó en el cerebro de Irina. Se dio cuenta de que Beni sonreía.
—Oye, jefe, ¿no estarás pensando en serio…? No, no puede funcionar, porque si diera resultado, me estaría riendo dos meses seguidos. ¿Tú crees…?
—Beni hizo caso omiso de ella.
—¿Eso es todo, Demócrito? ¿Ningún armamento más? Lo tenemos mal, ciertamente. No sé cómo…
—Queda todavía una cosa, señor.
—No te hagas el interesante y responde, cacharro pretencioso —pidió Irina.
—Un respeto, mujer; ahora soy tu superior. Bien, así me gusta; que no se vuelva a repetir. Señor, disponemos de una bomba nuclear en miniatura de última generación, con una potencia de 0,7 megatones.
—¿Qué? —gritaron todos los corporativos al unísono; los nativos dieron un respingo, sorprendidos—. ¿Dónde está, maldita sea? —Beni estaba muy excitado.
—Según leo en mis bancos, el explosivo se halla camuflado en el interior de la peana de un ganso disecado; los mecanismos de disparo, en el ave propiamente dicha.
Todos miraron hacia un extremo del salón, donde Murphy les contemplaba con una expresión burlona en sus ojos de cristal; alguien le había confeccionado un uniforme en miniatura, que lucía orgulloso. Beni se pasó una mano por la cara y dijo a nadie en particular:
—La madre que parió a la Corporación. He tenido a mi alrededor una bomba ambulante, en mi habitación, en… ¡Mierda!
—¿Qué te pasa, jefe? —preguntó M'gwatu, alarmado; el embajador se había quedado pálido, con la mirada perdida. Reaccionó en pocos segundos.
—Demócrito, ¿qué esfuerzos han hecho los imperiales por sondarnos o ponerse en contacto con nosotros? ¿Cuál es su actividad en estos momentos?
—Intentaré responder a sus preguntas, señor. Sus satélites espías y sondas robot no cejan en su empeño de violar nuestras contramedidas, pero me satisface comunicarle que no lo han logrado. La cortina protectora diseñada por los técnicos es invulnerable; lo que aquí sucede es invisible para ellos. Los CORA han derribado alguno de sus aparatos de observación no tripulados, señor. Por otro lado, la actividad en base McArthur es frenética. Nuestros espías si consiguen a veces ver lo que pasa allí; el domo se abre y permite apreciar grandes movimientos de tropas y vehículos. Se intuye un cierto aire caótico en sus acciones; no parecen tener muy claro qué hacer.
—¿No han avisado a sus acorazados? Con uno de ellos pueden esterilizar todo el planeta —inquirió David, el piloto.
—Nada de lo sucedido aquí ha trascendido a los altos mandos imperiales, lo cual me parece otra muestra de la incomprensible mentalidad humana —puntualizó el ordenador—. O de su incompetencia.
—No me sorprende —terció Beni—. Como dije antes, sus fuerzas armadas están muy jerarquizadas, y existe una gran rivalidad entre oficiales los cuales, por cierto, no están acostumbrados a tomar decisiones relevantes. Ningún planeta conquistado les dio problemas antes. Llamar a, pongamos por caso, Lord Murphy y su acorazado Victorious, supondría a Lord Evans reconocer su incapacidad para someter un planeta de seres primitivos, con perdón —Luna y Espada no se inmutaron—, y a unos cuantos corporativos. Esa circunstancia sería aprovechada por otros lores, deseosos de ascender, para desacreditarlo. No, no creo que Evans avise al almirante; intentará barremos del mapa por su cuenta y luego hará recaer todas las culpas en el difunto coronel Triumph. No tendrá prisa, puesto que su superioridad militar es absoluta. Preferirá preparar concienzudamente una fuerza de ataque, cuidando hasta el más nimio detalle, y eso nos da una pequeña oportunidad.
—No quiero pecar de desagradable, señor —apuntó Demócrito—, pero el armamento de base McArthur es suficiente para vencernos. Dispone de unos cien mil hombres, cuatrocientos aviones, otros tantos carros de combate y artillería pesada, una defensa perfecta e inexpugnable y un largo etcétera de ventajas.
—Ya lo sé. ¿No han tratado de comunicarse con nosotros, para exigir responsabilidades?
—O para comprobar si nos rendimos, arrepentidos de nuestras fechorías —terció Irina.
—Hasta ahora no, pero tardarán poco, a pesar de su desdén. Por si le interesa, señor, no paran de buscar los bancos de datos del palacio de gobierno. O de sus restos, mejor dicho.
—Que sigan intentándolo. ¿Los borraste todos?
—Sí, señor. Previamente traté de descifrarlos, pero fui incapaz, de hallar la clave de acceso Siguiendo sus instrucciones, envié los bloques de datos en bruto a la Corporación por vía cuántica; confío en que hayan averiguado algo interesante.
—Que les aproveche; bastantes problemas tenemos aquí.
—¿Porqué no nos han bombardeado aún? —preguntó el doctor.
—Tal vez piensan que tomamos rehenes, y no quieren que sufran daño —habló Luna sin alegría; pareció que iba a decir algo más, pero se calló ante las miradas curiosas de los demás.
Se hizo el silencio; aparentemente, nadie tenía muy claro lo que hacer, excepto Beni, que discurría a marchas forzadas.
—¿Señor? —la voz del ordenador los sobresaltó.
—¿Qué ocurre?
—El gobernador de base McArthur desea entrevistarse con la persona de rango más elevado de nuestra embajada, señor.
—Ya iba siendo hora, caramba. De acuerdo, pasa la llamada.
La cabeza y el torso del dignatario imperial surgieron en una consola. La expresión de la imagen era de estudiada indiferencia y un apenas contenido desprecio; habló sin preámbulos ni fórmulas de cortesía:
—Exijo explicaciones sobre lo ocurrido; y advierto que habrán de ser más que excelentes si quieren que ejerzamos algo de misericordia —guardó silencio, y esperó con altivez…
Beni se puso delante del holograma. Miró a Lord Evans y sonrió de oreja a oreja, sin decir nada. La imagen empezó a perder el aplomo y a poner cara de mosqueo.
El embajador habló por fin, con absoluta serenidad:
—Señor gobernador, sus tropas en Osiris (que, dicho sea de paso, han evidenciado su inutilidad) adolecían de una notable agresividad y falla de tacto en las relaciones con los nativos del planeta. Ante los desmanes perpetrados, decidimos intervenir y acabamos con toda su guarnición, Poca cosa, cuestión de horas, al fin y al cabo, no eran corporativos. La imagen de Lord Evans, cual camaleón, viró del blanco intenso a un precioso rojo de ira, al tiempo que el estupor dejaba paso a la cólera. Los que rodeaban a Beni creían alucinar, boquiabiertos, y más aún cuando prosiguió con su discurso:
—Señor, ya que sus fuerzas han demostrado claramente su ineptitud para mantener el orden en Nut, me veo en la triste obligación de pedirle que ponga a sus tropas y vehículos bajo la tutela de la Corporación, por mí representada. En caso contrario, adoptaremos medidas de fuerza; penetraremos en sus bases y los tomaremos prisioneros. Para la próxima comunicación, ya habremos redactado los términos de su capitulación; si rehúsan suscribirla, deberán atenerse a las consecuencias. Buenos días.
La imagen estupefacta del imperial se esfumó al instante. Los reunidos no salían de su asombro; sólo Irina fue capaz de decir algo:
—Ahora sí que la hemos liado… Sólo siento que Peláez se lo haya perdido; al pobre le habría dado un patatús. Menudo farol, ¿eh, jefe? Ya nadie puede volver atrás; ellos no tolerarán una ofensa tan grave.
—Desde luego, y esa era mi intención, amén de desconcertarlos. Bien, dejadme que os resuma el panorama: nos enfrentamos a un enemigo muy superior en todos los aspectos, con armas mejores y más modernas, y en su propio terreno. Si fuéramos sensatos, concluiríamos que no tenemos posibilidades. Ahora bien, situaciones similares se han dado en la Historia, y a veces han sido resueltas por el más débil.
Dio un corto paseo, poniendo en orden sus ideas; los demás estaban pendientes de sus movimientos. Poco después se sentó y prosiguió con su explicación:
—Siempre me interesó la guerra y su evolución a través del tiempo; a veces, eso resulta muy útil. Realmente, es difícil encontrar algo nuevo bajo el sol; recuerdo un caso en cierto modo muy similar al nuestro, y del que se pueden extraer notables enseñanzas. Permitidme que os hable de un guerrero de la antigüedad terrestre llamado Aníbal, y algunas de las grandes batallas que libró contra la República de Roma, allá en Italia: Trebia, Cannas…
Todos le escucharon; al principio, escépticos y perplejos; al final, conscientes de que existía una pequeña esperanza. Cuando terminó, cada uno se apresuró a cumplir la misión que le había sido asignada; había mucho que hacer, y el tiempo era demasiado escaso. Sin embargo, se les había planteado un desafío, y lo aceptaron de buen grado. Demócrito empezó a distribuir órdenes; Luna y Espada marcharon para adiestrar a varios nativos en el uso de los SAT-5; M'gwatu se dirigió a la ciudad, en busca de un almacén de pinturas intacto; Beni y David se encaminaron con aprensión hacia el ganso disecado.
La Operación Aníbal estaba en marcha.