3. Profanadores

—… y sobre todo, ni se te ocurra poner cara de paleto. Que no se note mucho que eres un chico de campo, Bob. —Sí, Wanda.

—Ah, en caso de toparte con un androide de combate, procura no quedarte boquiabierto como un pasmarote. —Descuida, Wanda.

—Muestra aplomo y no te asombres por nada. Su tecnología es infinitamente más avanzada que la nuestra. Todos lo sabemos, pero que no sospechen hasta qué punto.

—Ya soy mayorcito, Wanda. Sé comportarme.

—¿Mayorcito? ¡Ja! —Wanda se detuvo y contempló a su acompañante con fingida seriedad—. Aún recuerdo como si fuera ayer cuando me hice cargo de ti, después de que tus padres murieran. Por si no tenía bastante con mi prole… ¿Cuántos pañales te habré cambiado? Y encima, nos saliste inapetente. ¡La de morisquetas que había que hacer para que te tragaras la papilla, puñetero!

—Me estás avergonzando, Wanda… —murmuró Bob entre dientes, al constatar que algunos curiosos se les quedaban mirando.

—Siempre tan susceptible…

Hacían una singular pareja, que contrastaba con los tripulantes de la Kalevala. Entre tanto cuerpo de apariencia atlética, alto y bien moldeado, los dos colonos recordaban a un par de todoterrenos en una convención de bólidos de carreras. El compañero de Wanda, Robert Hull, representaba una versión masculina y más joven de su jefa. Para sus pocos años, apenas veinticinco estándar, se le veía curtido por la intemperie. Sus manos eran anchas, acostumbradas al trabajo duro. El pelo pajizo y los rasgos faciales denotaban un estrecho parentesco entre ambos. En realidad, eran tía y sobrino.

Wanda se consideraba satisfecha. Muchas cosas se habían movido por las altas esferas. Era difícil que los colonos se pusieran de acuerdo en algo, y los mundos de fuera de la Vía Rápida no se interesaron por la amenaza que se cernía sobre Eos. Pero Wanda tenía sus contactos y quería evitar que la relegaran. Sabía que los extranjeros disponían de los medios necesarios para seguir adelante con la investigación, y probablemente lo harían sin ellos. Por tanto, removió cielo y tierra y así logró, por puro hastío del adversario, que la aceptaran a ella y a su ayudante en un viaje de exploración para aclarar todos los misterios.

Y allí estaban. Wanda también quería aprender cuanto más mejor sobre aquellas gentes foráneas. Para ello se requería calma, observar mucho y no revelar sobre sí misma más de lo imprescindible. Eso se le daba bien. Como jugadora de póquer no tenía rival. Asimismo, serviría para educar a Bob. Era uno de los jóvenes más espabilados de la familia, y aquella aventura le vendría de perlas para su formación humana y científica. Además, le tenía cariño. Había sido una madre para él, y contaba con su lealtad absoluta. Esperaba que el mozo se comportara con decoro y no la dejara en mal lugar.

Bob no paraba de mirar por doquier, sin perder detalle. Wanda se figuraba que estaba deseando acribillarla a preguntas, pero se refrenaba para complacerla. Al final no pudo evitar que se le escapara un comentario:

—Curiosa nave esta —dijo, como sin darle importancia—. Parece mentira que algo tan pequeño pueda saltar al hiperespacio.

—Debemos dar por sentado que, pese a eso, se trata de un vehículo obsoleto —replicó Wanda, en el mismo tono banal—. He tenido muchas reuniones con nuestros anfitriones, y me ratifico en la opinión de que son paranoicos. Aunque no lo reconozcan, nos ven como ladrones potenciales de tecnología, por lo que no desean correr riesgos. En el fondo les aterra lo desconocido. Deduzco que han padecido pésimas experiencias con alienígenas en el pasado, y se curan en salud. No se arriesgarán a que una de sus mejores naves se adentre en territorio inexplorado.

—Ojalá que la Kalevala sea fiable, y no nos deje tirados… —bromeó Bob.

—Apuesto a que lleva de serie un sistema de autodestrucción, como en las películas. «¡Jamás nos atraparán vivos!» —Wanda declamó esto último con voz grave, imitando a un conocido actor. Le divirtió comprobar que su sobrino tragaba saliva.

El puente de mando de la nave era un amplio espacio de planta rectangular y aspecto funcional, con una veintena de tripulantes sentados frente a pantallas que mostraban gráficos e imágenes diversas. En el centro había un sillón giratorio rodeado de controles y más pantallas. En él se sentaba Asdrúbal, ataviado con uniforme militar. Wanda no tenía ni idea de qué rango ostentaría, pero sin duda se trataba de un oficial. Asdrúbal se levantó al ver a los recién llegados y se acercó a estrecharles la mano.

—Bienvenidos a nuestra humilde Kalevala —dijo, con una sonrisa en los labios—. Confío en que no la encontréis muy incómoda. Es lo mejor de que disponíamos, dadas las circunstancias.

—Tranquilo; nos hacemos cargo —contestó Wanda—. Sobran las excusas. Con que no se estropee a medio camino, nos conformamos.

—Puedo garantizaros eso. Es una veterana polivalente de la clase Aurora. En los últimos siglos, gran parte de los descubrimientos de nuevos mundos se han efectuado con otras como ella. Incluso puede funcionar como remolcador de asteroides y transporte de apoyo.

—Resulta un poco distinta a aquella en que nos ofrecieron la demostración, cuando reventasteis la estrella…

—La Erebus. Sí, un portanaves de última generación de la clase Némesis.

—No estaba mal. —Wanda le restó importancia con un gesto—. ¿Cuándo zarpamos?

—De inmediato. Haré que os acompañen a los camarotes. Las dependencias de la Kalevala son espartanas, pero velamos por la comodidad de nuestros invitados.

—Tendríais que ver nuestras naves colonizadoras. Cuando estibamos la carga para aprovechar hasta el último metro cúbico de espacio, eso incluye a los tripulantes. Estamos hechos a vivir con frugalidad.

—De acuerdo, Wanda. Será mejor que os instaléis y luego ya hablaremos con más calma. Ah, descubriréis que tenéis como vecinos a unos viejos conocidos…

En efecto, allí estaban todos: Eiji, Marga, Manfredo e incluso la piloto, Nerea. Bob fue debidamente presentado y aceptado en sociedad con los agasajos de rigor. De momento, procuraba hablar poco. No se debía a su timidez, sino a que cedía el protagonismo a Wanda, la que realmente mandaba allí. Por muy igualitaria y enemiga de formalidades que fuera la sociedad colonial, la relación entre mentor y discípulo se consideraba sagrada, y sujeta a ciertas normas no escritas.

La sala de reuniones era un espacio amplio y decorado con buen gusto al estilo de un club Victoriano, con mesas de imitación de madera, butacas, cuadros de época y máquinas de café. Resultaba ideal tanto para la plática ociosa como para las sesiones de trabajo. Ciertamente, la Armada se preocupaba de que el personal civil estuviera a gusto. En un entorno acogedor se protestaba menos y se rendía más. Por supuesto, Wanda y Bob se enamoraron al instante de aquel recinto.

Una vez cómodamente sentados y al amparo de los inevitables cafés, Nerea informó a los recién llegados. Parecía ejercer de enlace entre los mandos militares y los científicos.

—Primero efectuaremos un salto fácil. Nos servirá para poner a punto los sistemas y que la tripulación y los pasajeros se acoplen, en el casto sentido de la palabra. —Le guiñó el ojo a Bob, que se sonrojó sin poder evitarlo—. Visitaremos uno de los planetas muertos que se hallan al extremo de la Vía Rápida, cerca de la periferia galáctica. Luego, daremos media vuelta y nos dirigiremos hacia el centro, a ver qué encontramos.

—Terra incógnita —añadió Manfredo, dirigiéndose a Wanda—. Ustedes no han ido a esa zona todavía, ¿verdad?

—Los saltos son energéticamente prohibitivos por culpa de las complejas interacciones entre ondas de presión de los brazos y la estructura hiperespacial. Podría intentarse, aunque puesto que hay sitio de sobra, preferimos explorar áreas más accesibles.

No pensaba confesar en público que para las mastodónticas naves coloniales resultaba imposible avanzar hacia el centro galáctico a partir de un cierto punto. Su tecnología anquilosada no daba más de sí. Por eso a Wanda le interesaba tanto el presente viaje. Los forasteros, con sus avanzados motores MRL, tal vez pudieran adentrarse en territorio desconocido. Y ella y Bob observarían atentamente.

El salto fue de una suavidad sorprendente. Sin que los pasajeros se percataran, la Kalevala penetró en la bruma informe del hiperespacio. En apenas una semana salvaría el centenar de años luz que los separaba de su primer objetivo. Tiempo para adaptarse a la rutina de a bordo, mientras los ordenadores cartógrafos se encargaban de conducirlos por lugares que no eran tales, donde las leyes de la física perdían su sentido.

Las horas muertas eran idóneas para fomentar las relaciones y curiosear por la nave. Wanda animaba a su sobrino a hacer buenas migas con los tripulantes y, de paso, sonsacarles información sobre sus vidas y patrias. A ver cómo se las ingeniaba el zagal. En el futuro, podría aplicar esa experiencia en la enrevesada y sutil política de los clanes.

Wanda había elegido bien a su acompañante. Bob ponía cara de buen chico aldeano, discreto y atento, y esa actitud tendía a activar el comportamiento maternal, especialmente del personal femenino. Así, lo acompañaban a visitar la sala de máquinas o el puente de mando, y sus inocentes preguntas eran respondidas exhaustivamente. La gente se sentía feliz de poder mostrar sus conocimientos a un chaval tan majo como aquél.

A diferencia de la tripulación, los científicos eran algo más reservados en el trato. Se notaba que apreciaban a Wanda, pero Bob era considerado como un mero subordinado al que había que tratar con amabilidad para contentar a la jefa. En el caso de Eiji, su actitud rayaba en la condescendencia, pero aquello parecía no molestar a Bob.

Llevaban dos días de viaje, cuando el biólogo, en un raro rapto de sociabilidad, decidió enseñar al joven colono a jugar al go. Le largó un rollo impresionante sobre los míticos orígenes de aquel pasatiempo y le explicó las reglas. Bob asentía con humildad y miraba el tablero y las fichas blancas y negras con expresión de desconcierto. Empezaron con unas partidas sencillas, que el biólogo ganó de calle. Alrededor de los jugadores se reunieron algunos tripulantes ociosos.

—No abuses, Eiji —le riñó Marga—. Te encanta competir con novatos para lucirte…

—En efecto —intervino Manfredo—. Su actitud es una afrenta a la caballerosidad deportiva.

—No hagas caso, Bob —dijo el biólogo—. ¿Qué, jugamos al mejor de cinco?

—De acuerdo.

Conforme transcurrían las partidas, la sonrisa se congeló en el rostro de Eiji y acabó por borrarse. Bob lo derrotó con una facilidad insultante. Cuando todo terminó, Nerea comentó:

—Gran verdad es esa de que lo peor no es perder, sino la cara que se te queda.

Eiji, consciente de que era objeto de la rechifla de todos los presentes, trató de mantener la compostura.

—¿Sabías jugar al go? —preguntó a duras penas.

Bob asintió.

—Fomentamos en los niños, desde muy pequeños, la práctica del go, el ajedrez, el awari y otros juegos de ingenio —explicó Wanda—. Contribuyen a la claridad mental, estimulan a anticipar el pensamiento del adversario y fomentan la superación personal. Bob es el campeón local de go. En cambio, flojea en el ajedrez. Menudas palizas le pego.

—Y ¿por qué no me lo dijiste? —masculló Eiji entre dientes.

—Nadie me lo preguntó —respondió Bob. Fue coreado por una carcajada general, y el biólogo se retiró de la sala, más cabreado que una mona—. Vaya, me siento culpable —añadió, una vez que se hizo el silencio—. Espero que no se haya enfadado conmigo.

—Sí, sí; culpable… —terció Nerea, divertida—. Tan soso que parecías, pero advierto que albergas el instinto de un depredador.

—No sé a quién habrá salido —añadió Wanda—. Bueno, a Eiji tampoco le vendrá mal una cura de humildad.

—Enseguida se le pasará el mosqueo; en el fondo, es un pedazo de pan —dijo Marga—. Eso sí— miró fijamente a Bob—, la próxima vez que te encuentres con él, proponle jugar al tres en raya y déjate ganar.

La conversación siguió centrada en el biólogo durante un rato. El placer de cotillear sobre los ausentes era consustancial a la Humanidad. Acabó aflorando el tema de las divergencias culturales y de carácter entre colonos y extranjeros. Se contaron algunas jugosas anécdotas que hicieron reír a todos. Finalmente, Bob comentó:

—En el fondo, no somos tan diferentes. Los seres humanos compartimos una misma naturaleza.

Manfredo Virányi posó con delicadeza su taza de café sobre el tapete de la mesa. Se acarició la barbilla y comentó, como hablando para sí mismo:

—Tampoco conviene fiarse de las apariencias, señor Hull. Nos separan siglos de evolución cultural independiente. En cuanto a nuestra presunta humanidad… Bien, uno de los presentes es un androide de combate. Le desafío a adivinar de quién se trata.

Antes de que Bob pudiera reaccionar ante aquella sorprendente revelación, una voz profunda hizo que todos se dieran la vuelta. Era Asdrúbal, que miraba con severidad al arqueólogo.

—Esta salida de tono no es adecuada, Manfredo. Quizás a nuestros invitados les perturbe la presencia de personas artificiales.

—Vaya. —Manfredo parecía compungido—. Pido disculpas. En mi descargo, debo decir que el comentario parecía adecuado, dado el sesgo adquirido por la conversación.

—Tranquilo —se apresuró a decir Wanda—. Estoy curada de espantos. Además, me importa un rábano el origen del prójimo, siempre que se porte decentemente con sus semejantes.

—Tampoco se preocupen por mí —añadió Bob.

El comandante de la nave estudió disimuladamente al muchacho. ¿Había vacilado al responder?

—Pensándolo bien, puede ser un ejercicio interesante, como proponía Manfredo —añadió Wanda—. Yo me enteré ayer de quién se trata, pero Bob no lo sabe. A ver si es capaz de averiguarlo antes de que acabe el viaje.

—Puede resultar divertido —apostilló Marga.

A esa hora, en cualquier planeta que se considere decente sería noche cerrada. En el ambiente artificial de la nave, en cambio, sólo los relojes informaban a los pasajeros de cuándo debían conciliar el sueño. Sin embargo, algunos se resistían a dormir.

—Tiene que ser Manfredo; estoy seguro. —Algunas queremos madrugar mañana, Bob. —Con esa rigidez de carácter, esos modales anormalmente corteses…

—¿Por qué no pruebas a contar ovejitas? En buen momento se me ocurrió la brillante idea de implantarnos los receptores craneales… Cuando regresemos, me sé de uno que corre el riesgo de ser nombrado supervisor del mantenimiento de fosas sépticas.

—Capto la indirecta, Wanda. Buenas noches.

—Lo mismo digo.

Wanda se removió en la cama. Volvió a preguntarse si los extranjeros serían capaces de interceptar sus comunicaciones secretas. Lo dudaba. Los micrófonos laríngeos incluían unos algoritmos de encriptación realmente diabólicos. Les permitían comunicarse a distancia, como ahora, sin necesidad de abrir la boca. Bastaba con subvocalizar. Pese a todo, tía y sobrino, por si acaso, hablaban sobre los temas importantes de forma críptica, utilizando un código privado. Le parecía un poco ridículo, a su edad, jugar a los agentes secretos, pero en el fondo le encantaba. Se sentía rejuvenecer con aquella aventura.

También experimentaba una malévola satisfacción cuando pensaba en Bob. Seguro que el mozo no pararía de dar vueltas en el lecho, haciéndose cábalas de quién sería el androide. O se volvía paranoico, o se le curaba la xenofobia incipiente que afectaba a algunos colonos. Era algo que le preocupaba. En lugar de defender el intercambio nómada de personas y bienes, los jóvenes tendían a tomar cariño a la tierra, a contemplar con recelo a los forasteros. No quería que su sobrino fuera tan estrecho de miras. En fin, el aldeanismo se curaba viajando, y de eso iban a recibir una buena dosis en las próximas semanas.

El escenario era de una grandeza sobrecogedora. Un sol dorado se recortaba en el telón de fondo de la Vía Láctea. En derredor orbitaba una cohorte de gigantes gaseosos, a cuál más abigarrado: bandas de profundo azul, amarillo, ocre, rojo… Un par de ellos lucía intrincados anillos. Decenas de satélites los acompañaban, desde pequeños asteroides capturados hasta orbes mucho mayores que la Vieja Tierra. Y en uno, cierta vez floreció la vida.

Sin embargo, lo que se mostraba a través de las pantallas de la Kalevala era un cadáver, un pecio rocoso que giraba en torno a un gran planeta cuya masa quintuplicaba la de Júpiter. Quizás una vez tuvo un nombre que significaba algo para sus moradores. Ahora, empero, había sido catalogado como VR-218, sin más. En el puente de mando, todos guardaban un silencio respetuoso, como si se dispusieran a profanar un tétrico camposanto. No era para menos.

A diferencia de otros mundos similares en aquel sistema estelar, la superficie de VR-218 no estaba salpicada de cráteres. En sus años de gloria gozó de una atmósfera respirable; la oxidación de las rocas daba fe de ello. Hubo viento, lluvia, nieve. Los agentes erosivos esculpieron el terreno, marcando valles glaciares, cuencas fluviales y penillanuras, a la vez que borraban los impactos de meteoritos. Pero ya no había rastro de aire, ni de agua. Los océanos se habían esfumado, dejando a la vista los taludes continentales y las fosas abisales. En las zonas de subducción, sin masas de agua que lubricaran el roce de las placas tectónicas, los terremotos se sucedían sin descanso. Por las fisuras de la corteza se derramaban ríos de lava. VR-218 parecía estar encerrado en una red de delgados filamentos de fuego.

—Dantesco —murmuró alguien. Quien más, quien menos se fijaba en las vastísimas áreas, de miles de kilómetros cuadrados, que aparecían removidas, como si un gigante armado de una pala se hubiera dedicado a excavar hoyos sin ton ni son. Según los geólogos, aquel mundo había sido reducido a tan triste estado en pocos años. Lo cual conducía a formularse la pregunta clave: ¿quién o qué poseía el poder necesario para llevar a cabo una devastación de tal calibre?

Para Wanda era aún más siniestro. VR-218… Los extranjeros habían adjudicado un código a todos los mundos habitables de la Vía Rápida, contando desde la periferia galáctica. Los 389 primeros estaban tan muertos como el que ahora tenían a sus pies. Eos, su hogar, figuraba en las listas como VR-390. Si los geólogos no mentían, cada ocho siglos un planeta era destruido. Hizo unos cálculos mentales y trató de disimular el miedo. Formuló una pregunta a Marga:

—¿Por qué habéis elegido a VR-218? ¿Tiene algo especial que se me escapa?

—Hay ruinas alienígenas, señora Hull. Son las mejor conservadas que hemos hallado —respondió Manfredo Virányi a su espalda. Wanda no pudo reprimir un escalofrío.

Antes de que llegaran los humanos, ejércitos de microsondas y robots llevaban semanas efectuando labores de prospección. No obstante, la información adquirida no preparaba a los viajeros para asimilar lo que se encontraban al pisar aquel mundo.

—Soy incapaz de acostumbrarme a estas escafandras —se quejó Bob a través del micrófono privado—. Me siento desnudo…

—Yo también prefiero las nuestras, pero serán de fiar, por la cuenta que les trae.

En efecto, aquellos trajes espaciales provocaban en Wanda una sensación de incomodidad, de desvalimiento incluso. Eran demasiado finos, como si fueran a desgarrarse en cualquier momento. Por supuesto, apostaría a que eran capaces de aguantar el impacto de un proyectil disparado a bocajarro, pero los coloniales, tan recios, parecían proteger mejor a sus inquilinos. Además, estaba familiarizada con ellos. Aquí, en cambio, todo parecía confabularse para crearle la impresión de hallarse fuera de sitio. Más aún en un entorno que no era humano.

Las ruinas estaban magníficamente conservadas. A diferencia de Eos, aquí sus misteriosos habitantes habían horadado un enorme farallón de granito de color carne. La piedra encerraba un impresionante conjunto de galerías, muchas de las cuales se abrían al exterior. Frente a los expedicionarios se alzaba una pared cortada a pico, hasta una altura que daba vértigo. Algunos agujeros eran tan grandes que la lanzadera podría atravesarlos holgadamente. Los expedicionarios se sentían insignificantes frente a aquella inmensa obra de ingeniería. Wanda sabía que los robots ya habían explorado la zona. Allí no había nada vivo, sólo un laberinto vacío, pero acojonaba lo suyo.

Los expedicionarios dejaron atrás la lanzadera. Ésta, blanca y con los focos encendidos, destacaba como una aparición angélica contra el telón de fondo del cielo negro profundo. A lo lejos, el resplandor rojizo de una cadena de volcanes activos teñía el horizonte. Nerea se había quedado en el vehículo, escuchando música; según ella, para evitar que se lo llevara la grúa. El resto se internó en aquella lúgubre colmena de piedra, escoltados por infantes de Marina con las armas a punto. A Wanda le parecía un exceso de precaución, aunque se agradecía el detalle.

Los robots habían dispuesto infinidad de luces, así que el ambiente, en principio, no tenía por qué resultar opresivo. Sin embargo, pronto quedaba claro que aquello no había sido diseñado ni construido por manos humanas, y una singular aprensión atenazaba el alma. La distribución de espacios, por lo que podía colegirse, no tenía pies ni cabeza. Pasillos rectilíneos, de más de diez metros de altura, se entremezclaban con otros más bajos de trazado laberíntico, con bucles que se cerraban sobre sí mismos o que no daban a ningún sitio. Por doquier se abrían cubículos de tamaño dispar, aislados o interconectados, inmensos como catedrales o diminutos cual conejeras. La sensación de incomprensión, de lo ajeno, se acentuaba por momentos.

Cuando Manfredo habló, los colonos se sobresaltaron. Su educada voz, bien modulada, resultaba incongruente en aquel escenario:

—Por más que los robots buscan, nada hemos hallado. ¿Ven esos orificios y canalillos que aparecen por doquier? Suponemos que se trata de conducciones de algún tipo: cables, desagües… Pero sólo queda la roca pelada. El resto se ha esfumado. ¿Fue degradado por microorganismos, como en Eos? ¿Estamos ante la misma raza de constructores en ambos mundos? Lo desconocemos. Seguimos sin dar con los cuerpos, con restos de mobiliario, con obras de arte. Ni siquiera sabemos si nos encontramos en una ciudad, una necrópolis o un complejo industrial. Hasta la fecha, los arqueólogos nos limitamos a dar palos de ciego.

La visita prosiguió hasta arribar a una sala cuyas dimensiones cortaban el aliento. Debía de medir un kilómetro de diámetro y unos quinientos metros de altura. Un pilar grueso y pulido unía suelo y bóveda. ¿Sostenía la caverna o era un elemento ornamental? A su alrededor, una docena de columnas estriadas, de poco más de dos metros de altura, surgían como estalagmitas a distancias variables del eje central.

—Sugiere un lugar de culto —dijo Marga.

—La religiosidad exacerbada es un rasgo exclusivo de la especie humana —contestó el arqueólogo—. Este recinto podría ser cualquier cosa, o incluso carecer de propósito, doctora Bassat. Evitemos el antropocentrismo, y reconozcamos humildemente nuestro completo despiste.

—Tiene que ser el androide. —Bob usó el micrófono privado—. Se expresa como si no se considerase humano…

—Sin comentarios —fue la lacónica respuesta de su tía.

Vagaron por el laberinto pétreo durante horas. Los embargaba una mezcolanza de maravilla y frustración. ¿Qué había pasado allí? Fue un alivio salir del farallón granítico y retornar a la familiar lanzadera.

—¡Siguiente parada: el campo minado! —anunció Nerea, en tono festivo—. Abróchense los cinturones, señores pasajeros. Aterrizaremos en unos minutos. Pero antes, sobrevolaremos una de las áreas esquilmadas. ¡Disfruten de las vistas!

El joven colono estudió con disimulo a la piloto. Cómo envidiaba su capacidad para tomarse la vida con esa encantadora despreocupación. Manejaba el cuadro de mandos de la lanzadera con soltura, como si llevase haciéndolo desde que nació. Cuando adelantaba el cuerpo sobre los controles, la cremallera a medio bajar del uniforme dejaba entrever el escote de la camiseta y…

Bob se forzó a apartar la vista de ella y fijarse en el panorama que mostraban las holopantallas que sustituían a las ventanillas. Se recriminó sus desvaríos. Era un representante de las colonias, no un adolescente saturado de hormonas. Debía comportarse con circunspección, como se esperaba de él.

No le costó demasiado. Resultaba difícil pensar en amoríos cuando uno se enfrentaba a una devastación como aquélla. Algo había arrancado de cuajo masas de roca de kilómetros de profundidad, para luego romperlas y disgregarlas como si fueran migas de pan. Una ciudad, después de sufrir un ataque nuclear, ofrecería mejor aspecto.

—¿Para qué…? —se le escapó, sin darse cuenta. Varias cabezas se giraron hacia él.

—Tal vez el símil no sea el adecuado, pero podría compararse a los restos de un banquete, lo que queda de una presa después de que los carroñeros la hayan despojado de las últimas briznas de carne —dijo Asdrúbal, volviendo a contemplar el desolado paraje que sobrevolaban—. El planeta ha sido limpiado de toda traza de materia orgánica, así como de agua, aire y filones minerales. Sí, algo lo devoró. A él y a otros 388.

—Aquí no vamos a sacar nada en claro. Seguramente averiguaremos algo útil cuando nos dirijamos al interior galáctico —comentó Eiji. El biólogo estaba de humor un tanto huraño. Un mundo sin vida no iba a propiciar su lucimiento personal.

La conversación languideció y se apagó. Nadie tenía ganas de charla. Al cabo de unos minutos llegaron al campo minado. El nombre resultaba adecuado. Una planicie de cientos de kilómetros cuadrados aparecía tachonada de innumerables boquetes. Desde luego, a sus creadores les apasionaba agujerear los sitios. Tomaron tierra junto a algunos de los más aparatosos, que superaban el centenar de metros de diámetro. Los expedicionarios bajaron de la lanzadera y se asomaron con precaución al más cercano. Debía de medir casi quinientos metros de profundidad. La lisura de la pared cilíndrica se veía interrumpida por innumerables surcos y orificios.

—¿Qué plantarían aquí? —preguntó Eiji, con aire zumbón. Sonó incongruente, y él mismo se dio cuenta.

—Los robots se centraron primero en la colmena —explicó Manfredo—. Ahora estamos empezando a estudiar esta zona. Nos encontramos con lo mismo: sólo roca perforada. Cualquier otro material brilla por su ausencia. En cuanto a su utilidad… —Se encogió de hombros dentro de la escafandra—. En los últimos días he oído las más variopintas teorías: almacenes de comida, criptas, aljibes… Tal vez, la hipótesis más coherente sea la que ha propuesto nuestro comandante. He pedido a las sondas que recojan muestras. En unos minutos sabremos si se confirma o no.

Todos miraron hacia Asdrúbal.

—Sí, ya conozco los peligros de aplicar esquemas humanos a lo alienígena, etcétera. —Se permitió una pausa, como si le costara elegir las palabras adecuadas—. He visto documentales antiguos, y hay una imagen que no puedo quitarme de la cabeza. Son silos de misiles. La forma, el aspecto, los huecos para los cables…

Aunque alguno lo pensara, nadie osó decir que le parecía una tontería. Wanda, por su parte, consideró la posibilidad. Paseó la mirada por aquella vasta llanura agujereada.

—Si tienes razón, comandante, entonces estas criaturas o bien eran belicosas, o bien se defendían de algo muy, pero que muy amenazante —comentó.

—Las sondas me están enviando los resultados preliminares de sus análisis —anunció el arqueólogo; en el visor de su casco se intuían destellos de colores—. En algunos de los presuntos silos existen trazas de combustible quemado incrustado en la roca. Recuerda en su composición a los propergoles que empleaban nuestros primitivos cohetes, allá por los inicios de la Era Espacial.

—¡Bingo! —exclamó Nerea desde la lanzadera. Los había estado escuchando a través de la radio—. Permítaseme una objeción: estamos suponiendo que aquí se dispararon misiles. ¿Y si se tratara de un astropuerto civil? Mejor dicho, lo que queda de él.

—No soy propenso a las corazonadas, pero me reafirmo en mi idea —insistió Asdrúbal—. Tal vez sea por deformación profesional, lo admito.

—A lo mejor huyeron para escapar del Día del Juicio Final —soltó Bob—. ¿Y si fueron ellos quienes se cargaron el planeta? La Humanidad estuvo a punto de lograrlo en la Antigüedad.

—Meras especulaciones… —repuso Asdrúbal—. Por muchas vueltas que demos en este lugar, poco más sacaremos de él. Tendremos que buscar pistas en tierras más verdes.

Todos permanecieron callados mientras caminaban lentamente por el campo minado, sintiéndose insignificantes y vulnerables. A media altura en el firmamento, el gigante gaseoso en torno al cual giraba aquel mundo espectral brillaba como una esfera de ágata. El sol escogió ese preciso momento para salir. Sus rayos, sin atmósfera que los atemperase, arrancaron sombras nítidas y alargadas en aquella imagen de la desolación. Algunas estrellas seguían brillando, ajenas a la existencia de los seres que medraban bajo su luz.

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