17 4603ee — Inmigrantes

En el principio todo era caos, confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento gélido aleteaba sobre las aguas. Luego, se oyó una gran voz; debió de decir: «Hágase la luz», ya que la luz se hizo, y la oscuridad fue desgarrándose en jirones informes. Pero algo no marchaba bien, porque acto seguido llegó el dolor de cabeza.

—Ya voy, ya voy… —logró farfullar. Intentó abrir los ojos.

Se arrepintió de inmediato. Los rayos del sol que entraban por una ventana abierta incidieron de lleno en sus retinas, sin misericordia alguna. Cerró los párpados, mientras sus lacrimales trataban a toda prisa de aliviar el intenso escozor. Se incorporó a ciegas, pero sus esfuerzos no tuvieron éxito. Algo parecía retorcer su mente y tirar de ella hacia arriba. Se desplomó en la cama.

Karl Medina trató de poner en funcionamiento su cerebro. Los primeros resultados fueron prometedores: recordaba su propio nombre. Siguió pensando: estaba en la habitación de su casa, solo. ¿Qué hacía allí? Poco a poco reconstruyó lo sucedido.

—¿Quién dijo que el ensueño purpúreo no provoca resaca?

Se llevó la mano a la frente; la temperatura era normal, por lo menos. El dolor de cabeza se intensificó, latiendo al compás de su corazón. «Quizá lo mezclé con alcohol, éxtasis doble o caspa de ángel. Malditas fiestas; van a acabar conmigo. ¡Bah, eso digo siempre! Por cierto, juraría que alguien habló hace un momento».

—Discúlpeme por haberle despertado, señor, pero hay una llamada para usted desde la dirección de la revista —dijo su ordenador doméstico; hizo una pausa, y finalizó con cierto tono de reproche—. Faltan veinte minutos para el mediodía, señor.

Karl se preguntó por enésima vez por qué no habría comprado otro modelo; los Gea-BQ de la serie VII, con su voz que remedaba a un educado mayordomo terrícola, le hacían sentirse culpable. «Si no fuera por lo barato que me salió… Además, como estaba de oferta, me regalaron la impresora. Cuando sea millonario, conseguiré uno de la serie XII». Suspiró. Con su capacidad de ahorro nunca lograría reunir más de mil créditos en la cuenta bancaria.

—Si no es cuestión de vida o muerte, que espere diez minutos mientras me pongo un poco presentable, Bautista. Dale conversación, ponle música, lo que se te ocurra. Ahora vuelvo.

—Lo que usted diga, señor.

Logró llegar hasta el cuarto de aseo y abrir el botiquín. Tenía práctica en utilizarlo, incluso en estado semicomatoso. Tecleó su código, pulsó unos botones y una pequeña cápsula apareció por una ranura, después de que el ordenador de la Seguridad Social verificara el estado de su cuenta corriente y dedujera de ella el precio del medicamento. Nada más ingerirlo, empezó a notarse mejor. Sus neurotransmisores regresaron a los niveles habituales, y el hígado fue estimulado para que desintoxicara la sangre. Respiró hondo, abrió los ojos y se contempló en el espejo. Se arrepintió de inmediato.

Desde el cristal un rostro demacrado lo miraba, con una expresión que le recordó a la de los prisioneros de guerra que mostraban los documentales de holovisión. Las facciones parecían haberse afilado, el cabello rubio colgaba lacio y grasiento hasta los hombros, las ojeras resaltaban como si de una pintura se tratara, y los ojos…

—¿Qué demonios le echarían a la bebida?

Sus iris seguían de color azul grisáceo, pero estaban rodeados de verde pálido en vez de blanco. Meneó la cabeza y se dirigió al retrete, sabiendo de antemano lo que se iba a encontrar. Por supuesto, el chorro de orina era de un hermoso color esmeralda. Se lo tomó con filosofía; las primeras veces se llevó un susto de muerte, pero con eso sólo logró que le temblara el pulso, salpicar todo el cuarto, y soportar luego la educada ironía de Bautista.

Encaró al panel de control de la ducha sónica. Reguló los niveles a su gusto, se metió dentro, gritó y salió corriendo.

—¿Desea que le ajuste los mandos de la ducha, señor?

Karl emitió un gruñido afirmativo; no podía librarse de la idea de que Bautista se reía de él y lo consideraba un perfecto inútil. Al cabo de cinco minutos salió del aseo, sintiéndose fresco y pleno de vigor. Pidió una infusión estimulante y la bebió mientras le echaba un vistazo a su hogar. Al menos, Bautista era eficiente; el dormitorio había desaparecido y en su lugar estaba dispuesto el despacho-salón.

Se asomó a la ventana. El sol de Hlanith brillaba muy alto, y arrancaba destellos en las moles piramidales o cúbicas de los arcólogos. Se preguntó cómo sería vivir en el último piso de uno de los grandes. Él a duras penas había podido conseguir un apartamento en uno de los edificios más pequeños, con apenas cincuenta mil habitantes, y a tan sólo doscientos metros del suelo. Pero no se quejaba; tenía vistas al exterior, y disponía de cuarenta metros cuadrados para su uso exclusivo. No todos podían permitírselo.

—¿Le paso ya la llamada, señor?

La voz del ordenador lo sacó de sus meditaciones. Arrojó con puntería el vaso de plástico a la papelera.

—De acuerdo; estoy listo.

—¿Me permite una observación, señor? —hizo una pausa y prosiguió, al no recibir contestación—. ¿No cree que sería mejor vestirse? Piense en su interlocutora.

—¿Acaso no puedo ir desnudo en mi propia casa? —Karl echaba chispas—. ¿Por qué, entre tantos abortos informáticos, tuvo que tocarme uno puritano? —pero se puso un pantalón corto, y aguardó.

Una inconfundible cabeza femenina se materializó en el centro de la habitación. Seguía con su costumbre de cambiarse el peinado cada semana; ahora llevaba uno que dejaba la coronilla como un cepillo hirsuto, mientras que tres trenzas caían a los lados y por detrás, adornadas con unas cintas. Ya no lucía el pendiente de nariz, pero a cambio se había teñido la garganta en delicadas bandas azules. A pesar de aquel cruce de estilos, sus ojos negros y sus pómulos revelaban una ascendencia nipo que ella nunca se había molestado en desmentir. A Karl le habría gustado saber cuál sería el aspecto del resto, pero el holograma no mostraba más.

—Creía que habías muerto, perezoso —ella hablaba un interlingua pastoso, típico de Rígel—. ¿Qué, lo pasaste bien anoche?

—Calla, no me hables. Me temo que esto no compensa el sueldo que me pagas; va a acabar conmigo.

—¿Serás caradura? —ella adoptó una expresión de falso enojo—. ¿Cuántos querrían vivir como tú? Ves mundo, vas de fiesta en fiesta, y la juerga corre a cargo de la revista. Y ¿qué te pido a cambio? Poco menos que nada: un miserable reportaje.

—Era una broma, Suniva. Está grabado, y lo redactaré por la tarde. Lo tendrás mañana a primera hora. ¿Me llamas tan sólo para recordármelo? Hieres mi sensibilidad; ¿te he fallado alguna vez?

—Tú tienes la misma sensibilidad que un pedrusco, Karl. No, el motivo es otro; tengo trabajo para ti.

—No hay ninguna fiesta de la jet hasta la semana que viene —Karl hizo memoria—. Ahora que lo pienso, ni siquiera se celebran actos conmemorativos. Habla; has conseguido intrigarme.

—Creo que esto va a salirse un poco de tu rutina, querido. ¿Te apetece una excursión a un barrio shaddaíta?

Él tardó unos segundos en reaccionar. Pensó que le estaba tomando el pelo, pero un vistazo a la cara de su directora le dijo que no.

—¿Qué se nos ha perdido allí? No pretenderás convertir a la revista en una publicación religiosa…

—Hace unos días ocurrió un incidente en la Universidad. Un estudiante del doctor van Eik se suicidó, a pesar de que se trataba de un shaddaíta practicante. Pintoresco, ¿no? Dada la temporada de sequía noticiera que padecemos, he pensado que puedes llevarte a un fotógrafo y hacer unas cuantas entrevistas a su familia y compañeros de trabajo. Sé que te lo he puesto difícil, pero un reportaje que saque a los shaddaítas de su habitual contexto puritano captará la atención de los lectores. Intenta encontrar algo escandaloso; si no tienes éxito, siempre podremos completarlo con material de archivo.

—Suniva, no creo que a esa gente le agrade los periodistas. Es una comunidad cerrada, fanática y atrasada. ¿No crees que Mark sería el más indicado? Tiene experiencia con otras culturas; me parece que hasta viajó a Alfa Centauri, y sobrevivió.

—Ya pensé en él, pero anteayer sufrió un lamentable accidente. Fue a hacer un reportaje sobre el nuevo jardín zoológico de Dama Jezabel, y no se le ocurrió otra cosa que acariciarle los pseudópodos a una lidarca de Erídani. Al animal no debió de gustarle y le mordió. Tardarán un mes en regenerarle la pierna.

—Leí en algún sitio que las lidarcas eran vegetarianas…

—Sí, pero ésta no lo sabía. En resumen, has de salir dentro de dos días para el barrio shaddaíta. Le suministraré a tu ordenador todos los datos de que dispongo. Termina el artículo sobre la fiesta esta tarde, y dedícate mañana a concertar las entrevistas. No me defraudes, ¿eh?

—En menudo follón me has metido; shaddaítas… Espera, ¿has dicho que el muerto trabajaba con van Eik, el xenomicrobiólogo?

—Afirmativo. ¿Lo conoces personalmente?

—Me temo que no. Desde que agredió al Gran Preboste de Liguria y lo arrojó a una piscina, nadie lo invita a una fiesta, a pesar de ser lo más parecido a una celebridad que tenemos en el planeta. Goza de merecida fama de sujeto arisco.

—Dicen que todos los genios están locos. Pero trabaja, que para eso te pago —de repente, su expresión se dulcificó—. Anímate, hombre. Si sales de ésta, te invito a probar mi nueva máquina de los sueños. Es un modelo Mark IV. Adiós —guiñó un ojo y la imagen se esfumó.

Karl sonrió. Una sesión de sueños solía ir acompañada por algún episodio erótico y Suniva, según le comentó una vez, odiaba los grupos de más de dos personas. Sería interesante probarlo, para variar.

Pidió el menú a Bautista. Una mesa surgió del suelo con los platos ya preparados, y los comió mientras veía las noticias en la holo. Nada nuevo: la inauguración de un pantano, los problemas que causaba la migración estacional de las ratas saltarinas en el Distrito 4, la presentación de otro modelo de coche inteligente, y la guerra interminable. Solía cambiar de canal cuando llegaba a este punto, ya que odiaba contemplar el sufrimiento humano; le hacía sentirse mal. Sin embargo, esta vez se forzó a verlo.

Situado a apenas 0,2 unidades astronómicas de distancia, el planeta Gad, el Lucero que brillaba como una gema azul en los atardeceres de Hlanith, era testigo de una de las guerras más crueles jamás libradas por humanos contra sus semejantes. A pesar de su belleza cuando se lo observaba desde el espacio, Gad era poco más que mares profundos y desiertos tórridos, que ocupaban casi todo el corazón de Pangea, su único gran continente. A diferencia de Hlanith, Gad tuvo que ser terraformado y colonizado a regañadientes. Era costoso, pero al gobierno de la Corporación le interesaban las ricas minas del planeta. Así, comunidades marginales que no encajaban demasiado bien en sus lugares de origen lo poblaron. Los problemas de convivencia empezaron pronto, pero la Corporación abortó de inmediato cualquier intento de una etnia por imponerse a las demás. Ni siquiera los fanáticos más decididos podían hacer frente a unos servicios policiales que elevaban la represión a la forma de arte. La paz reinó, hasta que ocurrió el Desastre, la Gran Guerra Alien. Los viajes hiperlumínicos se hicieron imposibles, por lo que el sistema quedó abandonado a su suerte.

Comenzaron las guerras de religión. Todo el odio acumulado se desató en una explosión de furia. Privados del apoyo del gobierno corporativo, los dirigentes y las clases más ilustradas aceptaron lo inevitable y huyeron a Hlanith, saboteando tras su partida todos los astropuertos y rampas de lanzamiento de cohetes. Hlanith los acogió, tras una implacable selección para eliminar los individuos peligrosos, y declaró el bloqueo de Gad. No le supuso ningún problema; tenía muchos más años de civilización a sus espaldas y su tecnología no había sufrido gran cosa durante el Desastre. Los hlanithianos apreciaban sobre todo la estabilidad social y el mantenimiento de un nivel de vida aceptable, por lo que la cuarentena de Gad fue completa. Todos sus satélites quedaron destruidos, sus principales industrias fueron bombardeadas y el planeta fue dejado de lado, salvo por las patrullas de control que lo orbitaban regularmente. A sus habitantes no les importó demasiado; estaban ocupados matándose unos a otros.

Ocho siglos después, la Corporación había vuelto a hacerse con una sombra del poder de antaño, y se dedicaba a recuperar los planetas perdidos. Cuando llegó a Hlanith encontró un mundo culto, próspero y bien conservado, a pesar de la superpoblación. Los hlanithianos se unieron encantados al Ekumen, y su economía prosperó aún más. Pero entonces tuvieron que volver a mirar en su patio trasero.

Gad era un infierno. Los Señores Guerreros de Aquerontia, una comarca norteña, controlaban la práctica totalidad de Pangea y habían instaurado un régimen de terror. Sus medios eran primitivos, poco más que tanques y misiles tácticos, pero practicaban a la perfección lo que alguien había denominado guerra fea: a la más mínima resistencia se respondía con asesinatos en masa, torturas y violaciones. Tan sólo se permitía escapar a unos pocos, para que contaran lo sucedido y metieran el miedo en el cuerpo a todos aquellos dispuestos a luchar. En muchos casos esa estrategia del terror funcionaba, y el enemigo estaba derrotado de antemano. Otros estados seguían la misma política, por lo que Gad nunca tuvo un momento de paz durante siglos.

La Corporación no permitía regímenes destructivos en su seno y se aprestó a reconquistar Gad. Hlanith se convirtió en base de operaciones, y no pudo evitar volver a oír hablar de su hermano díscolo. Afortunadamente, la guerra ocurría lejos, y no afectaba directamente a los hlanithianos, así que éstos pudieron dedicarse a sus cosas y dejar a los soldados corporativos hacer el trabajo sucio.

Gad era uno de esos mundos que desagradaban a los militares. Las fuerzas de los Señores Guerreros estaban dispersas por todo el continente, a menudo mezcladas con la población civil. Por tanto, la esterilización con antimateria no era adecuada; caerían demasiados inocentes y eso podía restar votos en unas elecciones. La Infantería Estelar tuvo que entrar en acción. Se trataba de tropas de élite, especializadas en limpiar de enemigos los entornos más difíciles. Pero se enfrentaban a un adversario curtido, sin misericordia y que nunca sabía cuándo estaba derrotado; luchaba hasta la muerte. Ningún bando tomaba prisioneros y el progreso era lento.

La guerra traía consigo el movimiento de grandes masas de refugiados. La Corporación trataba de reacomodarlos en las áreas liberadas, pero había un problema: los shaddaítas. Por alguna razón inexplicable eran odiados por todos, a pesar de ser pacifistas a ultranza. El mero rumor de que una comunidad de adoradores de Shadday iba a ser asentada en un lugar provocaba manifestaciones y tumultos entre los vecinos. Sólo había una solución: sacarlos del planeta y enviarlos a Hlanith.

Karl aumentó el sonido del noticiario. Otra remesa de refugiados había llegado al astropuerto. La cámara se centró en la larga fila de seres asustados que salía de las entrañas de un carguero de las F.E.C., escoltados por soldados. Vestían ropas oscuras, gastadas y astrosas, y se aferraban como si su vida dependiera de ello a las escasas pertenencias que habían traído de Gad: una maleta de plástico, un libro sagrado, una muñeca de trapo. Olían a derrota y a miseria. Las mujeres parecían aterrorizadas, sin comprender nada de lo que veían, y agarraban de la mano a sus hijos, temerosas de que se los fueran a arrebatar. Los niños miraban para todos sitios, con los ojos muy abiertos. El reportaje continuó, con los inevitables comentarios divertidos cuando los rústicos shaddaítas se enfrentaban a un holograma, una acera autorrodante o un transporte agrav: se arrodillaban y empezaban a pedir la protección de Shadday, ante la cara de circunstancias de los empleados de Servicios Sociales.

Apagó la holo; aquello le resultaba desagradable, y conocía el resto de la historia. Los shaddaítas eran incapaces de adaptarse al modo de vida desinhibido de Hlanith, y se recluyeron en guetos. Por suerte, resultaron ser una mano de obra barata y laboriosa, más rentable que los robots para ciertas tareas. Así, todos eran felices: los shaddaítas tenían trabajo y podían practicar sus cultos sin impedimentos, mientras que los caritativos hlanithianos mantenían la conciencia tranquila.

Karl pidió un café y se olvidó del tema. Tenía que terminar su artículo esa misma tarde. Se sentó, pidió una música ambiental suave y se conectó con el ordenador de la revista Actualidades. Las grabaciones fueron decodificadas y compaginadas con las mejores holografías. Karl comenzó a redactar una introducción mecánicamente. Podía hacerlo con los ojos cerrados, después de varios años repitiendo lo mismo. Y como siempre, el corrector de estilo lo interrumpió:

—Disculpe, señor. Ha repetido el adverbio evidentemente dos veces en el mismo párrafo. Además, creo que le está dando un aire morboso al reportaje, especialmente en lo que se refiere a las costumbres sexuales del Vicepresidente. Según la última encuesta, al 76,34% de los lectores les gusta que se resalte el exotismo de las fiestas, sobre todo en lo que concierne a los visitantes de otros mundos. Puede mantener su forma de redactar con frases cortas; el 55,3% de los lectores siguen prefiriéndolas a las estructuras sintácticas complicadas. La tendencia se mantiene desde hace dos años, sin fluctuar más de cinco puntos.

Karl odiaba a aquel programa. Una vez le preguntó a Suniva para qué necesitaba periodistas, si los ordenadores eran mejores que ellos. Le respondió algo sobre el sindicato de reporteros gráficos que no comprendió muy bien, y recibió una palmadita en el hombro.

—De acuerdo, guardián de la ortodoxia; se hará como vos mandéis.

Era tarde cuando concluyó el trabajo. Lo repasó por última vez. Había quedado como todos los demás: cotilleo, sexo y exotismo, lo que gustaba a la gente. Experimentó un leve malestar, como siempre que finalizaba un artículo, pero su conciencia lo obvió sin esfuerzo. Hubo un tiempo en que escribía otras cosas, sí, pero de eso hacía muchos años; mejor no pensar en ello. Se levantó del sillón, desperezándose. Pidió a Bautista una copita de licor de Antares con zumo de limón; sabía que el ordenador lo consideraba una herejía, pero le gustaba hacerle rabiar. Se asomó a la ventana con la copa en la mano.

Hacía una hora que había anochecido. Sobre el horizonte de poniente, Gad relucía como un diamante iluminado por el sol. Mirándolo, resultaba fácil imaginar románticas historias bajo su mortecina luz, y olvidar que allí morían cientos de personas cada día. Karl meneó la cabeza; no le apetecía complicarse la vida. Pidió la cena, se tragó un par de películas y se fue a dormir, ayudado por una dosis de inductor del sueño. Mañana sería un día ajetreado.

★★★

Ni en sus más horribles pesadillas Karl habría supuesto que comunicarse con otro ser humano resultara tan complicado.

Los shaddaítas constituían una comunidad cerrada que consideraba como el bien más preciado la protección de la intimidad de sus miembros. ¿Escrúpulos religiosos? ¿Autodefensa, tras siglos de sufrir persecuciones? ¿Miedo a ser contaminados por las licenciosas costumbres de Hlanith? En cualquier caso, el secretismo resultaba exasperante. Tras una mañana de escuchar como respuesta a sus llamadas todas las variantes concebibles de: «lo siento mucho, aquí no es», «me temo que no estoy autorizado a proporcionarle esa información», «ahora no está; quizá más adelante…» y otras evasivas, Karl se desesperó. Aquella gente se lo había montado bien; todas las llamadas telefónicas (por supuesto, sin imágenes; no se habían molestado en acoplar la holo, ni siquiera una miserable cámara 2D) pasaban por una centralita, controlada por humanos que filtraban las comunicaciones. Todos eran muy amables y corteses, y lo estaban mandando a freír espárragos con una delicadeza exquisita.

—Seguro que los de Inmigración están conchabados con ellos, para evitar que el pérfido mundo exterior los contamine —le dijo aburrido a la consola vacía—. Es más difícil entrar ahí que en una reserva alienígena —se levantó y dio un corto paseo por la habitación para desentumecer los músculos—. ¿Qué otra alternativa me queda? ¿Ir allá en persona a preguntar por la familia de ese maldito fiambre? Hay medio millón de shaddaítas repartidos en varios arcólogos, y sospecho que huirán de los periodistas como de la peste.

—¿Una infusión tranquilizante, señor? —preguntó el ordenador, y un vaso de plástico con un líquido ambarino apareció ante él.

—Gracias, creo que la necesito —Karl apuró el contenido en unos cuantos sorbos, y se sintió mejor; incluso su mente, más despejada ahora, parecía funcionar—. Espera… Conozco a alguien en Inmigración que me debe un favor. Ayudé a su familia a entrar en Hlanith. Me prometió eterno agradecimiento, y confío en que no lo haya olvidado.

Tuvo suerte. Unas cuantas llamadas, un hábil regateo verbal para eliminar suspicacias, y al final obtuvo un número. Lo marcó en su terminal, nervioso, pero con la satisfacción de cobrar una pieza tras ardua cacería. Aunque ahora lo mandasen a paseo, habría hecho todo lo posible. Y todavía les quedaba el recurso de utilizar material de archivo.

Una voz femenina brotó del altavoz. Su corazón latió más deprisa.

—¿Sí? ¿Quién está al aparato?

Karl no lograba acostumbrarse a aquella arcaica comunicación telefónica; le perturbaba no poder ver la cara de su interlocutora. Sin embargo, el tono no era hostil, y el timbre resultaba agradable. Debía de ser una mujer joven y hablaba el interlingua correctamente, sin acento. Echó un vistazo a sus notas y preguntó:

—Buenos días. ¿Es el domicilio de la familia Mibsar?

—¿De parte de quién?

La respuesta había sido automática. Karl podía oler la desconfianza y el recelo bajo el barniz de buenos modales. «En cuanto diga quién soy, cortará la comunicación. Bah, acabemos con esto».

—Mire, represento a la revista Actualidades. Nos interesaría realizar un reportaje sobre la desgraciada muerte de Jonathan Mibsar, que nos ha conmovido profundamente —«me pregunto cómo puedo ser tan hipócrita; la práctica, sin duda»—. Comprendemos el dolor que ahora les aflige, pero nuestra misión consiste en dar a conocer al público todas aquellas noticias que despiertan su interés. Les rogamos que nos concedan una entrevista; su publicación contribuirá a una mejor comprensión entre nuestras comunidades —hizo una pausa—. Estaríamos dispuestos a compensarlos económicamente por las molestias, señora.

La voz tardó unos segundos en contestar, pero cuando lo hizo su tono era firme, aunque cortés.

—Lo siento, señor, pero lo que nos pide es imposible. No creo que pueda comprender el sufrimiento que esta muerte nos ha causado. Los padres de Jonathan están deshechos, y el resto de la familia no nos encontramos mucho mejor. Las penas profundas, tanto como las grandes alegrías, han de ser llevadas en la intimidad. Sus lectores podrían reírse de nosotros, lo que sería un golpe para nuestra dignidad, o bien se entristecerían, y no tenemos derecho a amargar la vida a nuestros benefactores —Karl creyó detectar un cierto toque irónico, mas no podía estar seguro—. Respete nuestro dolor, así como nosotros nos abstenemos de censurar sus costumbres.

Karl suspiró. «Bueno, al menos lo intenté. A juzgar por lo que oigo, no merece la pena insistir; Suniva también se dará cuenta cuando oiga esta conversación grabada».

—Muy bien, señora, la comprendo; disculpe por las molestias.

—No se preocupe. Gracias por entender nuestro punto de vista.

—No hay de qué —Karl fue a cortar la comunicación, pero no pudo evitar pronunciar la frase rutinaria cuando las cosas fallaban—. Si cambian de opinión, llamen a este número —se lo dio, seguro de que no se molestaría en copiarlo—. Pregunte por Karl Medina. Buenos días.

Fue a desconectar el sistema, pero antes de que su dedo pulsara el botón, la voz volvió a hablar. Era la misma persona, pero el tono había cambiado. Parecía tímida, y titubeaba.

—Perdone, ¿ha… ha dicho Karl Medina…?

Él se dio cuenta de que algo raro pasaba. No tenía ni idea de qué se trataba, pero captó la oportunidad que se le presentaba.

—Efectivamente, señora. ¿Desea que le repita mi número?

—¿Karl Medina? ¿El que escribió Mundos de nieve y zafiro?

—Sí… —respondió mecánicamente, aunque había quedado estupefacto. Hacía tanto tiempo de ello que no se acordaba o, mejor dicho, no quería recordarlo. ¿Cómo demonios lo sabía una shaddaíta?

Mientras, oyó unos ruidos extraños al otro lado de la línea telefónica. Creyó percibir una conversación, pero el sonido era leve, como si hubieran tapado el micrófono. Aguardó un minuto, dos…

—Señor Medina —le dijo, por fin—, sería para nosotros un gran honor que visitara nuestra casa. ¿Cuándo vendrá?

Los reflejos de Karl actuaron. No podía dejar pasar una ocasión semejante.

—¿Le parece bien mañana a las diez, hora universal? Iré con un fotógrafo, a no ser que tengan algo en contra.

—Eh… —hizo una pausa—. Da igual, que venga también. Tan sólo les rogaría que fueran vestidos decorosamente. Nuestros mayores se sentirían perturbados en caso contrario, como supondrá.

—Le aseguro que actuaremos con total corrección. ¿Dónde debemos acudir? —ella le proporcionó una dirección—. Allí estaremos puntualmente. En cuanto al aspecto económico…

—Por favor, no hablemos de eso —lo interrumpió—. Nos consideramos pagados de sobra con su presencia. Me alegra mucho haber podido hablar con usted. Buenos días.

El canal de comunicación quedó mudo y vacío. Karl se levantó y se asomó a la ventana.

—Que me ahorquen si lo entiendo —musitó, mientras se pasaba una mano por la frente, como tratando de organizar sus ideas—. Creo que necesito otra infusión, Bautista.

La comunicación con el doctor Akira van Eik fue mucho más sencilla. Sólo tuvo que convencer al ordenador de la Universidad de la urgencia de su llamada, con una excusa más o menos hábil. Pocos minutos después, el holograma de una cabeza con cara de pocos amigos lo examinó detenidamente. El rostro era una peculiar mezcla de rasgos nipones y caucasianos, enmarcado por una cabellera blanca e hirsuta, no demasiado larga. Inició la conversación sin preámbulos:

—Ha dicho que usted representa a una revista científica, muy interesada en pedirme un artículo. Si eso es cierto, yo soy Juana de Arco. Así que deje de hacer el ganso y dígame lo que quiere.

—Es usted muy observador, doctor —trató de ser simpático.

—Si ha sido un intento de halagar mi vanidad, resulta patético. Hable ahora o calle para siempre. Vamos, que no tengo todo el día para admirar su apolíneo perfil.

Karl contó hasta diez y se relajó. Tras varios años de profesión, había adquirido la habilidad de no mandar a la mierda a la gente. Indudablemente, van Eik era franco y enemigo de cortesías.

—Doctor, soy Karl Medina, de la revista Actualidades. Uno de sus alumnos, Jonathan Mibsar, se suicidó hace unos días. Queremos hacer un reportaje sobre ello, y desearíamos entrevistarnos con usted.

—¿Yo, salir en esa especie de engendro holográfico que se atreven a denominar revista? —se rió, aunque resultaba claro que la situación no le divertía—. Ustedes son como el rey Midas, pero al revés: convierten en escoria todo lo que tocan.

—Es lo que el público demanda, doctor, y nosotros estamos para servirlo —trató de defenderse.

—Mire, joven, no quiero enzarzarme en una discusión sobre el papel de los medios de comunicación en la sociedad moderna; he intervenido en demasiadas, en más de una docena de mundos. Para no hacerle perder su precioso tiempo, mi respuesta es negativa. ¿Por qué no prueba a hablar con los familiares de Jonathan?

Karl no pudo dejar pasar la observación. Sonrió de oreja a oreja, carraspeó y dijo, tratando de aparentar falsa modestia:

—Ya lo hice. Mañana tengo una cita con ellos, a las diez.

—¿Se está quedando conmigo? —van Eik lo miró, suspicaz—. Pues no me lo explico. ¿Cómo consiguió que los shaddaítas aceptaran siquiera hablar con alguien como usted?

—Si quiere que le diga la verdad, yo tampoco lo sé. En cuanto le di mi nombre a la mujer que me atendía, se acordó del título de un viejo libro mío; a partir de ahí, todo fue amabilidad.

—Ah, pero ¿usted ha escrito algo, aparte de pésimos artículos sobre fiestas de la jet e historias pornográficas para que los adolescentes se masturben? Je, je, por la cara de mala leche que ha puesto me parece que sí. Un momento…

Van Eik consultó su ordenador, conectado a la base de datos de la Biblioteca Central, y miró una pantalla con interés.

—Vaya, vaya… Mundos de nieve y zafiro, Bellezas muertas e infiernos de vida, Intrusos… Pero hace mucho tiempo que se le secó la fuente de inspiración, ¿no? —la expresión era burlona.

—Doctor, dígame si va a concederme la entrevista o no. Tengo otras cosas que hacer —Karl hacía un gran esfuerzo por controlarse; van Eik le había herido más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—¡Madre mía, qué mosqueo acaba de agarrar! De acuerdo, señor Medina, lo veré mañana por la tarde, a las cinco —de repente, su expresión perdió todo sarcasmo—. Trate bien a los shaddaítas; lo están pasando fatal. Procure no hacerles daño. A cambio, me comprometo a proporcionarle información suplementaria sobre ellos. Buenos días.

El holograma desapareció. Karl, aún confuso, se dirigió hacia el botiquín y tomó un somnífero. Necesitaba descansar unas horas. Se dejó caer en la cama y permitió que el sopor se adueñara de él. Luego, por la tarde, comería algo y se documentaría sobre las costumbres shaddaítas. Luego, sí. Ahora sólo quería olvidar, no pensar.

★★★

En contra de su costumbre, Karl Medina se levantó temprano y completamente despejado. Se aseó, desayunó frugalmente y dedicó un buen rato a elegir vestuario. Los vídeos consultados la tarde anterior no proporcionaban demasiada información sobre los gustos estéticos de los shaddaítas. Tras un sinfín de dudas, aceptó someterse al consejo de Bautista. Se puso junto al armario, éste tomó sus medidas con un escáner, y al cabo de unos minutos recibía un paquete procedente de una agencia de alquiler de ropa conocida por sus precios asequibles. Karl se vistió y se contempló en el espejo, sintiéndose un poco ridículo. Ordenó una visión de 360°, y su reflejo giró sobre su eje.

—¿De dónde has sacado esto, Bautista? He llevado cosas más alegres en algún funeral. ¿Seguro que agradará a los shaddaítas?

—Indudablemente, señor —la voz sonaba satisfecha—. El traje de corte clásico, estilo retro, es apreciado en numerosas culturas, especialmente las más conservadoras. El color gris oscuro, salvo excepciones, no suele estar asociado a luto, alegría o cualquier otro episodio emotivo. Resulta más bien neutro; no escandalizará ni provocará rechazo.

—¿Y qué demonios es esta cosa que cuelga del cuello?

—La corbata es un ornamento indisolublemente asociado al traje, señor. Por cierto, permítame decirle que no se lleva sobre el hombro derecho, sino que cae sobre el esternón y el abdomen. Se sujeta a la camisa con el alfiler que encontrará en un bolsillo de la chaqueta.

—Si tú lo dices… —volvió a mirarse en el espejo—. Como algún amigo me vea con esta facha, no volveré a dirigirte la palabra.

Karl se puso su ordenador de pulsera, tomó una cámara de bolsillo y se marchó. El día era soleado, algo inusual en aquella época del año. Decidió hacer la mayor parte de su recorrido en superficie. Salió a la calle, montó en una cápsula transportadora y a los pocos segundos estaba en la Plaza del Ekumen, donde ocupó un asiento en una acera autorrodante. Resultaba un auténtico placer sentir el aire fresco de la mañana acariciándole el rostro, mientras el mundo se desplazaba a su lado a velocidad uniforme. Los gigantescos arcólogos habían apagado ya su iluminación nocturna. Sus pulidas superficies reflejaban los rayos solares, todavía cálidos y anaranjados. Millares de ventanas de plástico translúcido les otorgaban un vago parecido al ojo facetado de un colosal insecto. Por encima, las autopistas aéreas simulaban ser los arcos de un extraño y titánico claustro. A pesar de su inmensidad, aquellas moles habían sido diseñadas y distribuidas de tal forma que no cerraran el paso de la luz a las avenidas arboladas y barrocos jardines. Era un paisaje limpio y ordenado, muy del gusto de Hlanith.

El fotógrafo lo aguardaba cómodamente sentado en la terraza de un bar. Estaba repasando el último número de Actualidades; el decodificador que llevaba puesto era inconfundible, con los auriculares rojos y el visor facial amarillo. No era el único, aunque Karl frunció el ceño al ver numerosos decodificadores de la competencia, sobre todo de Nuevos Mundos. Se acercó a su compañero y le tocó el hombro. El fotógrafo desconectó la revista y la guardó plegada en el bolsillo. Se puso en pie y saludó:

—Hola, Karl —le dio una palmada en el brazo—. Muy logrado tu artículo sobre la fiesta. Uno cree de veras estar en los jardines, moviéndose entre la jet y escuchando a Dama Nube Gris contar las mismas anécdotas de siempre. Sólo echo en falta poder captar los aromas de la comida y las drogas, y las sensaciones táctiles —agitó maliciosamente los dedos.

—Play Guy y Mastersex admiten esa posibilidad…

—Sí, pero no veas lo que cuesta alquilar uno de sus decodificadores. Eh, Karl, ¿de qué te has disfrazado?

—Cosas de mi ordenador —repuso, fastidiado—. Tú tampoco vas muy alegre que digamos, Alfred.

—Qué le vamos a hacer —el fotógrafo contempló con cara de pena el sencillo mono de color malva que llevaba puesto—. Ni siquiera me teñí la cara de azul cobalto, con tal de no alarmar a los shaddas.

—Me hago cargo de tu sacrificio —bromeó Karl; Alfred era conocido entre todos sus colegas por su manía de vestir a la última moda—. Al menos, llevas arreglado el cabello.

—Sí, una permanente que el ordenador peluquero eligió del catálogo de Pilosity; confío en no asustarlos —ambos rieron—. Tú dirás, jefe. Llevo todos los aperos en la bolsa.

—Tenemos que ir hacia el casco viejo del distrito 943 —su ordenador de pulsera mostró un plano—. Es un complejo residencial de estilo prevac, restaurado y mantenido habitable por los shaddas.

—¿Ni siquiera son capaces de vivir en un arcólogo decente? ¿Adónde nos ha mandado Suniva, Karl? Apuesto lo que sea a que esa gente enciende el fuego frotando dos palitos, si es que no se alimentan de carne cruda…

—Procura guardarte los comentarios jocosos, Alfred —trató de aparentar severidad—. Ha costado lo indecible concertar la entrevista, y soy capaz de matarte con mis propias manos si la echas a perder.

—Tranquilo, Karl; mi comportamiento será irreprochable —levantó las manos e hizo un ademán de inocencia que provocó la sonrisa de su compañero—. Bien, ¿tomamos el tubo o prefieres un agrav?

—El agrav, desde luego; nos permitirá realizar unas cuantas tomas exteriores, que ayudarán a ambientar el reportaje.

—Tú mandas. Vamos a consultar el expendedor de billetes; con un poco de suerte habrá un vuelo directo hacia el distrito 943.

Hlanith era hermoso visto desde el aire; sus treinta mil millones de habitantes se habían ocupado de ello. Tras sobrevivir a duras penas a varias guerras mundiales, decidieron planificar su organización social de tal modo que nada resultara feo o miserable. La población se concentró en megápolis dispersas por todo el planeta, mientras que el resto de la superficie se dedicaba a la agricultura intensiva, la ganadería o la protección de los ecosistemas autóctonos. Panoramas tan frecuentes en otros mundos como contaminación, barrios marginales, mugre a espuertas o exhibición pública de las desigualdades sociales no existían aquí, o en el peor de los casos eran ocultados con celo por las autoridades. Hasta las grandes industrias que sostenían la mayor parte de la economía resultaban pulcras y agradables a la vista. Los hlanithianos, a cambio de aceptar vivir hacinados en arcólogos (salvo los más ricos), exigían paz, que todo a su alrededor resultara bello y que nada turbara su ánimo o hiriera su sensibilidad.

El agrav sobrevoló infinidad de sembrados e invernaderos que lucían todos los matices de verdes, blancos, amarillos y rojos. De vez en cuando, un lago artificial introducía una nota discordante azul en el paisaje. Las aves acuáticas eran diminutas motas blancas, muchos metros más abajo, difuminadas por efecto de la velocidad.

Por fin apareció su destino. Sin solución de continuidad, surgieron los arcólogos: una inmensa pared blanca, como un ventisquero cubierto de nieve, que cobijaba en su interior varios millones de almas. Sin embargo, el distrito 943 tenía un aire extraño. Se trataba de una ciudad vieja, que incluso había poseído un nombre propio en vez de un vulgar número. Su trazado no era del todo regular; por alguna razón, a diferencia del resto de Hlanith, los ingenieros no habían hecho borrón y cuenta nueva al remodelarla, y aún quedaban restos del casco antiguo, procedente de otra época más caótica, más joven, quizá más interesante. Despertaba molestos recuerdos, y la gente prefería vivir en otros sitios.

Los shaddaítas habían sido asignados a un antiguo complejo administrativo de edificios de veinte plantas, rodeado de arcólogos más modernos. Se trataba de un amasijo de bloques sin concesión a la estética, que encerraban una amplísima plaza interior. En otra época constituyeron un oasis burocrático en un mundo turbulento. Tras la Gran Unidad cayeron en desuso, hasta que en Inmigración pensaron que podrían acoger a varios miles de refugiados. Así, muchos viejos distritos tuvieron su barrio de shaddaítas. A éstos, acostumbrados a sufrir las más crueles penurias, aquellos cuchitriles se les figuraban lujosas mansiones, una vez hechas las necesarias modificaciones.

Karl se había fijado en el pasaje del agrav. De los cuarenta viajeros, la mitad eran shaddaítas. Aunque no existían leyes discriminatorias, salvo las que imponía el nivel económico, los refugiados ocupaban la parte posterior del vehículo, sin comunicarse con el resto. De hecho, casi no hablaban, salvo breves sentencias. No había shaddaítas varones; ellas vestían ropas negras y sobrias: blusa abotonada hasta el cuello, un chaleco largo, pantalones holgados y botas ligeras. El periodista tuvo la impresión de que a la mayoría le daba pánico volar, pero disimulaban. Para matar el tiempo, las comparó con los hlanithianos que viajaban con ellas. Tampoco hablaban. Casi todos tenían encasquetado en la cabeza el decodificador de alguna revista, y cuatro o cinco se ceñían a la frente una banda de interfaz, probablemente para jugar una partida de ciberrol y así matar el tiempo.

El agrav se posó en la terminal. Todas las shaddaítas se apearon, dejando su puesto a nuevos pasajeros. Karl y Alfred tomaron una acera autorrodante y la siguieron hasta el complejo. Los dos periodistas se sentían incómodos. Aparentemente nadie los miraba, ya que todo el mundo parecía ir con la vista fija en el suelo, pero notaban cómo eran observados, escrutados y evaluados. La sensación de ser extranjeros en su propia casa resultaba abrumadora.

El complejo consistía en edificios de hormigón gris con pequeñas ventanas que daban al exterior, hostiles como el muro de una fortaleza. Se encaminaron hacia la oficina de Inmigración. El único humano encargado resultó ser una mujer que parecía la bondad personificada, empeñada en convencerlos de que, a pesar de todo, era natural de Rígel-4. Además de obligarles a tomar unos cafés y galletas caseras, les proporcionó unos pases y una serie de consejos útiles:

—Muy bien, señor Medina, veo que ha escogido sabiamente su indumentaria; tiene usted que facilitarme los datos de su sastre. En cuanto a usted, señor Guzmán… —se veía que la mujer trataba por todos los medios de no sonar ofensiva—. Ese color tiene ciertas connotaciones para los shaddaítas: muestra arrepentimiento tras una conducta indecorosa; prefiero no decirle de qué tipo. Nadie puede vestir así con niños delante, ya que éstos empiezan a formular preguntas embarazosas. La mayor parte de los adultos no se incomodarán, aunque los viejos… Pero no se preocupe; lo tenemos todo previsto —repuso, ante la cara de perplejidad del fotógrafo—. Sígame.

Una pared se abrió para mostrar un armario empotrado con un vestuario en el que predominaban las prendas largas y los tonos grises. La mujer escogió una que recordaba a una bata de laboratorio cenicienta llena de bolsillos. Alfred la miró, aprensivo.

—Ellos creerán que es usted el asistente del señor Medina. Ni siquiera le prestarán atención, siempre que no se le ocurra hablar; los criados no lo hacen. Así podrá llevar a cabo su labor más fácilmente.

—Es usted muy amable, señora —se apresuró a responder Karl, antes de que Alfred soltara alguna impertinencia—. Y ahora, si nos lo permite, hemos de ir a cumplir con nuestro trabajo.

—Permítanme que les robe unos minutos más, pero es importante. Los shaddaítas proceden de un mundo hostil, atrasado, y nuestras costumbres les perturban. Para evitar posibles conflictos, recuerden lo siguiente: no miren a nadie a la cara; no centren su atención en una persona concreta; no hablen con nadie a menos que sea necesario y, en ese caso, diríjanse a los más ancianos y obséquienles con una leve reverencia u otra muestra de respeto. ¿Se me olvida algo? Ah, sí: jamás toquen a los niños o a alguna mujer que luzca un brazalete rojo; se supone que son impuras durante la menstruación.

Los dos periodistas, un poco asustados, se despidieron y caminaron hacia la gran puerta de entrada al complejo. Ante ellos, la fachada exterior de los bloques, un frío muro de cemento, parecía más desprovista de vida que un asteroide.

—¿Cómo podrá alguien habitar ahí? —dijo Alfred, en voz baja.

—No te preocupes; limítate a cumplir tu trabajo, y en poco más de una hora estaremos camino de la Universidad, donde podrás ligar con los estudiantes. Por cierto, ¿qué cámara has traído?

—Una Canon XXD4, con matriz BQS —le mostró una placa de tres por cinco centímetros, extraplana, con varias lentes orgánicas y controles integrados. El reverso estaba ocupado por una pantalla 3D.

—Vaya, os cuidan bien en la redacción. Déjame verla —se la dio, y antes de que pudiera evitarlo, lo fotografió.

—¿Cómo has tenido el valor de sacarme con esta facha? —Alfred estaba indignado—. ¡Hiena! ¡Mal amigo!

—Así tendré algo con lo que chantajearte —respondió Karl, tras pasar el fichero de la foto a su ordenador de pulsera.

Entre bromas y gruñidos, llegaron a la puerta. Introdujeron los pases en un lector y les fue franqueado el paso al recinto interior.

Y el mundo cambió.

El gris había desaparecido. Todo había sido pintado de blanco, y los edificios estaban llenos de balcones con ropa tendida secándose al sol, y cada alféizar estaba repleto de tiestos de flores rojas, y las mujeres cantaban canciones y charlaban entre ellas de terraza en terraza, y los chiquillos jugaban a la pelota o a perseguirse entre ellos, y olía a comida, y multitud de pájaros trinaban, al parecer sin que les entristeciera estar encerrados en jaulas de alambre y caña, y los ancianos estaban sentados en bancos, viendo pasar la vida, y los gatos contemplaban a la gente con aire somnoliento, y las madres llevaban a los niños pequeños en brazos, y había un estanque con peces rojos y tres o cuatro patos, y unos gorriones bebían en una fuente, y todo estaba limpio, y lucía el sol, y la gente parecía feliz.

Tuvieron que hacer un esfuerzo para no detenerse a cada paso, pues no deseaban llamar aún más la atención. Los viejos hacían comentarios poco halagüeños tras ellos, los chavales más pequeños los miraban con ojos como platos, y Alfred recibió un balonazo en las pantorrillas; al fin y al cabo, sólo era un asistente. Se vengó sacando tantas fotos como pudo sin que los shaddaítas se dieran cuenta; tenía mucha práctica, y la Canon era fácil de disimular.

No necesitaron preguntar la dirección, ya que las casas estaban numeradas. Tuvieron que atravesar lo que antaño fue una superficie ajardinada, ahora convertida en zona de recreo infantil, y pasaron junto a un gran anfiteatro descubierto, transformado en un templo. En esos momentos las gradas y los altares de piedra estaban vacíos, pero prefirieron dar un rodeo antes que atravesarlo, por si acaso.

Llegaron al bloque de pisos número 57. Se encontraron frente a una puerta cerrada de hierro. A la derecha había una placa con botones plateados, cada uno con su rótulo correspondiente.

—Mibsar… 12º-F. Supongo que habrá que pulsarlo; qué primitivo —Karl lo hizo y se oyó un desagradable pitido. Pasó medio minuto; estaba a punto de volver a llamar, cuando una voz salió del panel.

—¿Sí? ¿Quién es?

—Karl Medina —respondió; había reconocido a la persona con la que habló el día anterior—. Me acompaña un ayudante fotógrafo.

—Suban, por favor.

La puerta de entrada se abrió, rechinando ligeramente; a uno de sus goznes no le habría venido nada mal una pizca de lubricante. Entraron a un recibidor de grandes dimensiones, con unos sillones, un tiesto con una schefflera que no lucía muy saludable, algunos cuadros baratos en las paredes y una mujer con un gran lazo azul en la cabeza que fregaba el suelo, y que los miró con cara de pocos amigos. Se arrimaron a la pared para no pisotear las losas húmedas.

Por la escalera bajaban cuatro niños de unos diez años de edad gritando y alborotando. En cuanto vieron a los dos extraños, se callaron como muertos y salieron a la calle, muy formales y en fila. Los periodistas se quedaron mirando la puerta del ascensor con aprensión. Parecía vetusto e inseguro. A Karl le recordó un ataúd vertical. Suspiró.

—No pienso subir doce pisos a pie. Ánimo, Alfred.

Murmurando algo sobre aumentos de sueldo, el fotógrafo le siguió. Pulsó el botón correspondiente, la puerta se cerró y, con una sacudida y algún crujido ocasional, el ascensor se puso en marcha.

—Desde luego, esto no es precisamente un arcólogo de lujo —dijo Alfred—. Espero que lo revisen periódicamente, porque parece dispuesto a desintegrarse de un momento a otro.

Cuando el ascensor se detuvo con otra sacudida, saltaron al rellano con inusitada rapidez. Una de las puertas estaba abierta, y una mujer les esperaba, visiblemente nerviosa. Los examinó, y en apariencia no encontró nada anormal en ellos. Se acercó a recibirlos.

—Señor Medina, es un honor para nosotros su visita —reparó en la presencia del fotógrafo—. Usted también, por supuesto, señor…

—Alfred Guzmán —el fotógrafo hizo un gesto galante, pero ella no lo vio o prefirió no verlo, limitándose a estrechar su mano.

—Mi nombre es Adela Mibsar, y soy hermana del padre de Jonathan —su voz se había entristecido—. Síganme, por favor.

Marcharon tras la mujer al interior de la casa, y Karl aprovechó para estudiarla en detalle. Era un poco bajita y regordeta para resultar atractiva según los cánones de Hlanith. En su cara había alguna arruga, causada por la edad o tal vez por el sufrimiento. Sin embargo, bajo esa capa de tristeza se intuía una gran fuerza interior, unas tremendas ganas de vivir. Tal vez por eso, aunque ni el peinado, recogido atrás en un moño, ni los vestidos pasados de moda que tanto gustaban a los shaddaítas la favorecían, era hermosa.

La puerta daba a un pasillo estrecho ocupado tan sólo por un perchero y una mesita sobre la que se disponía un florero con unos claveles de plástico. Las paredes mostraban señales de haber tenido cuadros colgados, pero ahora estaban completamente vacías. En el salón les aguardaba el resto de la familia. Karl respiró hondo. La tensión era palpable. «Espero que Alfred no cometa alguna estupidez, o rompa algún tabú».

El salón era una habitación pequeña, con un tresillo tapizado con tela floreada, una vitrina donde la cristalería competía por el espacio con un sinfín de figuras de loza, un aparador que guardaba una vajilla de poco valor, un pequeño aparato de holovisión, una mesa baja cubierta con un paño de ganchillo… Karl creía haber retrocedido siglos, incluso milenios. Se quedó quieto, sin saber qué decir, hasta que Adela acudió al rescate e hizo las presentaciones:

—Señores, este es Amós Mibsar, el cabeza de familia.

El rostro del hombre era inexpresivo. Vestía el pantalón negro y la camisa blanca típicos de los shaddaítas, pero se notaba un cierto desaliño en su indumentaria y los discretos adornos de las mangas estaban ausentes. Karl le estrechó la mano, y notó que aquel hombre estaba muy nervioso, aunque trataba de disimularlo. Temió que pudiera estallar en cualquier momento; sin duda, abrigaba hacia ellos una franca hostilidad. Karl se quedó un poco cortado, pero aquella situación no duró demasiado. Amós Mibsar se marchó de casa, tras una leve reverencia. Ni siquiera se fijó en Alfred, que aprovechó para tomar discretamente algún holograma. El ambiente se relajó un tanto.

—¿Se va al trabajo? —preguntó Karl.

Adela pareció pensarse la respuesta.

—Eh… luego se lo explicaré —lo condujo hasta una mujer pequeña y de cabellos grises, que llevaba un delantal con el que se limpiaba las manos compulsivamente—. La señora de la casa, Esther Mibsar.

La mujer estrechó la mano de Karl. Fue un apretón blando, húmedo, breve. Estaba visiblemente azorada. Murmuró algo ininteligible sobre preparar la comida y se marchó a toda prisa a la cocina.

—Discúlpela, está un poco alterada —lo tranquilizó Adela—. Venga, aún tengo que presentarle a alguien.

Se acercó a una figura menuda que dormitaba en un sillón, y que hasta entonces había pasado desapercibida para el periodista. Adela le puso la mano en el hombro y la zarandeó suavemente. Le habló en voz alta, como si tuviera problemas auditivos:

—Abuela, despierte, que tenemos un invitado muy importante y quiere saludarla. Es Karl Medina, el de los libros.

Karl sufrió una conmoción al verla. Era muy vieja, como una momia dotada de vida. Tenía el pelo blanco recogido en un moño, sujeto con horquillas sobre la coronilla. Pero lo peor era la cara; parecía imposible que pudiera haber tantas arrugas en una superficie tan pequeña, y la boca desdentada acentuaba la temblorosa barbilla. Las manos tampoco eran un espectáculo agradable, cubiertas de manchas marrones, y los tendones y venas se marcaban de forma notoria. Tuvo que superar la repugnancia que le invadía para estrecharlas. En cuanto pudo, se retiró junto a Adela y le preguntó, tratando de no sonar grosero:

—¿Cuántos años tiene?

—Cumplió noventa y cinco el mes pasado.

Karl era consciente de que se le había quedado cara de pazguato, pero no podía evitarlo. En Hlanith, la esperanza de vida rondaba los cuatrocientos años, e incluso se rumoreaba que los altos cargos corporativos eran casi inmortales. Él mismo tenía sesenta y dos, y aspiraba a conservarse en buena forma hasta los trescientos. Con tratamientos geriátricos podría aguantar otro siglo más y luego, como cualquier persona decente, dejaría que lo quitaran de en medio sin dolor, en un dulce sueño del que nunca despertaría. Había gente mayor entre los shaddaítas que tomaban el sol en el exterior, pero no les había prestado atención hasta ahora. Aquella exhibición de senilidad se le antojaba casi obscena. Adela notó su turbación, pero no se la reprochó. Sin perder su aire amable, restó importancia al asunto:

—Nuestros sacerdotes no son partidarios de los tratamientos que prolongan la vida; Shadday no ve con buenos ojos que intentemos corregir Su Obra en demasía. Además —sonrió, e hizo un gesto como de disculpa—, la abuela era ya demasiado mayor cuando vinimos de Gad. Y ahora, si es tan amable de acompañarme, iremos a un sitio más tranquilo.

Karl la siguió, pero de repente lo agarraron de la chaqueta. Era la abuela, que quería decirle algo. Dominando su asco, se agachó para oírla. La anciana sacó un paquete envuelto en papel arrugado de un recoveco del sillón y se lo entregó. Sonreía, y le brillaban los ojos.

—Me lo regaló Jonathan por mi cumpleaños. También soplé las velas, pero sólo me dejaron comer un trozo pequeño de tarta —dijo, con voz cascada y temblorosa.

Karl desenvolvió el paquete. Era una muñeca de trapo, con unos ojos muy grandes pintados en la tela y pelo de lana amarilla. La abuela lo miró, esperando su opinión.

—Muy… muy bonita, me gusta mucho —estaba nervioso; nunca se había visto en una situación tan incómoda, y el saber que Alfred lo estaba fotografiando tampoco ayudaba—. Tome —se la devolvió, y ella empezó a acunarla y a susurrarle palabras ininteligibles.

Adela lo tomó del brazo y lo apartó de allí.

—Es como una cría —le dijo—. A veces la tenemos que reñir, cuando se pone pesada. En el fondo, pienso que es mejor que siga así, sin enterarse de la realidad. Todavía cree que Jonathan está vivo. Pierde la noción del tiempo y regresa a la época en que él era un niño revoltoso, y nos dice: «Ese maldito crío debería dejar de jugar en la calle y venir a merendar». Es duro para nosotros, como puede imaginarse. Otras veces recupera la razón, se da cuenta de lo que ha pasado, y rompe a llorar. Pobrecita. Quería mucho a su nieto. Shadday no debería haber permitido que viviera para ver esto.

Karl observó que Adela miraba a la vieja con ternura y afecto, y le admiró que alguien pudiera querer a un ser tan molesto e impresentable. Estuvo a punto de preguntar por qué no la llevaban a un buen geriátrico, donde pudiera morir en paz, pero tal vez eso rompiera algún absurdo tabú shaddaíta. De repente la anciana alzó la mano. Parecía alarmada, y murmuraba algo.

—¡Qué no lo tire! —creyó entender.

—No se preocupe usted, abuela. Lo guardaremos con todo lo demás.

La vieja se tranquilizó y siguió acunando a la muñeca. Karl estaba perplejo; no comprendía nada.

—Se refiere al envoltorio —le explicó; él ni se había dado cuenta de que aún lo llevaba en la mano—. Le parecerá absurdo, pero está empeñada en que conservemos todo lo que Jonathan le traía. Cuando venía de la universidad solía comprarle chucherías, que envolvía con un montón de papeles; a ella le encantaba quitarlos uno a uno. Le gustaba hacerla rabiar, simulando que se le había olvidado, pero siempre le regalaba algo. Ninguna alhaja, ya ve; la beca no permitía muchas alegrías.

La voz de Adela cambió sutilmente, y Karl se dio cuenta de que estaba emocionada y que se controlaba para no llorar. Trató de echarle una mano, desviando la conversación:

—¿Le importa que Alfred tome fotografías de la casa?

—No, por supuesto, siempre que se limite al salón y los pasillos. A Esther no le agradaría verlo por la cocina, y la intimidad de los dormitorios es sagrada —Alfred se encogió de hombros y siguió con su trabajo, ahora sin molestarse en disimular—. En cuanto a la entrevista, preferiría que habláramos a solas —el fotógrafo lanzó a Karl un guiño pícaro, pero éste ni se enteró.

Salieron a otro pasillo y llegaron ante una puerta. Entraron a una habitación cuya misión aparente era la de servir de trastero. Había muchas cajas apiladas y un par de baúles de plástico.

—Tienen ustedes una casa muy grande —dijo Karl, admirado por las dimensiones de la vivienda.

—Carecemos de las comodidades de sus arcólogos, pero al menos nos sobra sitio —hizo una pausa, suspiró y bajó la mirada—. Aunque ahora no necesitamos tanto. Éste era el cuarto de Jonathan.

Antes de que Karl pudiera preguntar nada, ella se dirigió al baúl más grande y lo abrió. Sacó un álbum de fotos con tapas de plástico imitación de piel y se lo entregó. A juzgar por su aspecto, las imágenes habían sido tomadas por alguien no demasiado experto con una vieja cámara 2D, pero mostraban perfectamente gran parte de la vida de los Mibsar, sus recuerdos, sus ilusiones. Se fijó en que todas procedían de Hlanith, como si desearan borrar cualquier rastro de su pasado en Gad. Adela señaló una de ellas.

—Mire, éste es Jonathan cuando cumplió siete años. Hacía poco que restauraron el Templo, así que pudimos celebrar la Ceremonia de la Presentación según agrada a Shadday —pasó otra página—. Y ésta es de cuando entró en la Universidad. La pobre Esther no hacía más que llorar. Era la primera vez que su niño salía del distrito, y se empeñó en que llevara ropa interior limpia, por si le pasaba alguna desgracia y los médicos tenían que desnudarlo. Y esta otra se la hice yo, cuando el profesor van Eik nos visitó. Ésta de aquí…

La vida de Jonathan desfiló ante sus ojos. El muchacho muerto lo contemplaba desde las páginas del álbum con esa sonrisa forzada, tan típica de las poses, congelada para la eternidad. Cuando lo cerró, Karl no pudo reprimir un escalofrío. Adela lo abrazó cuidadosamente, como si se tratara de una reliquia, y lo depositó en el baúl. El periodista echó un vistazo a su contenido: ropa, libros, la maqueta de un cazabombardero corporativo, una gorra con las insignias de la universidad… Sin duda, los efectos personales del muchacho. En el fondo del baúl se intuían varios cuadros o fotos enmarcadas, no estaba seguro. Se dio cuenta de que en el resto de la casa no había nada que recordara su presencia, y eso le pareció muy extraño. Fue a preguntarlo, pero Adela volvió a leerle el pensamiento. Sus ojos estaban húmedos cuando habló:

—Todos queríamos mucho a Jonathan. Siempre fue el niño mimado de la familia, pero a pesar de eso no se echó a perder. Era cariñoso, aplicado, y creíamos que llegaría a ser alguien importante. Su padre trabajaba a destajo para pagarle los estudios, pero lo hacía con gusto, porque se sentía orgulloso de él. Y ahora está muerto. Muchas mañanas, cuando me despierto, lo olvido. Pienso que Jonathan es aún un niño, y que en cualquier momento va a abrir la puerta de mi alcoba, entrar corriendo como una tromba, saltar en la cama y gritarme al oído: «¡Despierta, tía Adela! ¡Tienes que llevarme al parque!» Pero nunca viene, y entonces me doy cuenta de que estoy soñando.

Una lágrima se deslizó por su mejilla. Pidió disculpas con voz entrecortada y se la enjugó con un pañuelo. Karl no sabía cómo reaccionar. Como buen ciudadano de Hlanith, evitaba a cualquier precio el sufrimiento; siempre se las había arreglado para huir del dolor y las situaciones incómodas. La vida era un bien demasiado precioso para malgastarlo pasando malos ratos, y pagaba impuestos para que todo aquello que turbara la tranquilidad de espíritu desapareciera de la circulación. Había centros donde cuidaban de la gente con problemas, para no amargar la existencia de los demás. Trató de resolver la situación con la primera frase hecha que se le ocurrió.

—Lo siento mucho, señora.

—¿De veras? —lo miró a los ojos y Karl creyó captar, por un instante, un destello de ira en sus pupilas; sin embargo, cuando volvió a hablar sólo había pena en su voz—. Creo que ustedes no comprenden lo que implica el suicidio para un shaddaíta. Es uno de los peores pecados que pueden cometerse, ya que la vida es sagrada para Shadday. No hay excusa ni perdón para quien lo intenta. Y si tiene éxito, los familiares en primer grado son considerados tan culpables como él. Se les prohíbe tener más hijos, para que el mal no sea transmitido a la siguiente generación. Se les prohíbe asistir a los servicios religiosos, no sea que contaminen al resto de la comunidad. Se les prohíbe hablar con los demás, llevar las insignias de la Fe, tener un altar doméstico… Y si conoce nuestras costumbres, comprenderá lo que realmente significa todo eso para nosotros.

—Pero es cruel… —logró articular Karl.

—Shadday es un Dios severo, aunque justo. El alma del pecador no puede alcanzar el Paraíso, y deberá vagar por las secas llanuras del Infierno, frías y cubiertas de polvo de huesos y carroña. Todo recuerdo suyo ha de ser borrado de la faz del mundo. Se habrá percatado de que nos vimos obligados a quitar todos los cuadros del pasillo de entrada; sus fotos, la orla de fin de curso, sus diplomas académicos… —suspiró—. Yo, dentro de lo que cabe, lo sobrellevo con resignación, pero sus padres están muy mal. Esther parece haberse bloqueado. Se pasa la vida en la cocina, o limpiando los muebles y barriendo el polvo una y otra vez, como si la actividad no la dejara pensar en otras cosas. Amós me preocupa más. Si no fuera porque se trata de un ortodoxo, estoy seguro de que se mataría. Toda su ilusión estaba puesta en Jonathan, y ahora ni siquiera puede cooficiar su ceremonia fúnebre. Tuvo que enterrarlo él solo, en suelo no consagrado y sin una lápida que honre su memoria. Y eso implica que su alma sufrirá el peor castigo que…

Fue incapaz de continuar. Salió corriendo de la habitación, para que no la viera llorar. Por su parte, a Karl le habría gustado hacer lo mismo, huir de allí a toda prisa y tomar algo que le hiciera olvidar todo aquel drama ajeno, tan desagradable y perturbador. Sin embargo, era su trabajo. Aguardó.

Adela regresó al cabo de un par de minutos. Había recuperado la compostura e incluso sonreía. Karl vio que sostenía un libro entre sus manos. Era una edición barata en papel, ni tan siquiera interactiva, pero ella lo sostenía como si se tratara de algo muy valioso, a pesar e lo manoseado que estaba. Cuando leyó el título, su corazón dio un vuelco.

Mundos de nieve y zafiro. Autor: Karl Medina. Año 4657ee.

Recordó otra época, treinta y ocho años atrás. Qué joven era entonces, cuando trabajaba como ayudante técnico en una vetusta nave de clase Canopus, encargada de explorar nuevos sistemas planetarios y terraformarlos, y qué aburrida era su tarea hasta que llegaron a Sculptor MH-2260, un pequeño sol amarillo, y sus mundos lo hechizaron. Gigantes azulados, más hermosos que cualquier cosa que hubiera visto antes, flotaban en el espacio escoltados por satélites más grandes que la Vieja Tierra, con montañas de una salvaje belleza cubiertas de nieve y mares poblados de criaturas maravillosas. Y entonces sintió la necesidad de contar lo que sentía a todo el mundo, pero las sondas y otros aparatos no eran un público adecuado, así que escribió. Puso todo lo que tenía en cada frase, y trató de que las fotografías expresaran todo aquello que le había conmovido. Jamás se sintió tan feliz y orgulloso como cuando se lo publicaron.

El resto era historia. El libro tuvo cierto éxito en los sistemas limítrofes, y contribuyó a que Sculptor MH-2260 se convirtiera en un lugar de moda y se echara a perder. Con el dinero ganado emigró a mundos más bonancibles. Escribió más libros de viajes, pero ya no fue lo mismo. Comprobó que la gente los compraba igual si se limitaba a ensartar una ristra de tópicos, siempre que la campaña publicitaria fuera efectiva. El dinero no tardó en borrar los escrúpulos de conciencia. Cuando le ofrecieron el puesto en Actualidades no se lo pensó dos veces. Pagaban bien, y pudo saborear nuevos placeres.

Y ahora volvía a encontrarse con su primera obra, nacida cuando escribía porque realmente tenía algo que contar, y no para cobrar a cambio de producir mierda, por más que muchos la encontrasen apetitosa y exigieran su ración semanal. Estaba convencido de que aquello ya no le importaba, pero de vez en cuando, cada vez menos, se sentía como un traidor. Y ahora era uno de esos momentos. Sumido en sus pensamientos, tardó en darse cuenta de que Adela le estaba hablando.

—Amós consiguió este libro Shadday sabrá dónde. Trataba de hacer más llevadera nuestra estancia en el campo de refugiados, y le pareció una lectura poco peligrosa; sin embargo, cambió nuestra vida —volvió a tomarlo y lo hojeó con cariño—. Nos permitió evadirnos de la miseria que nos rodeaba, soñar con esos paisajes tan bellos… Con él, logré convencer a la familia de que podían existir otros lugares fuera de Gad donde Shadday se manifestara con toda Su Gloria; Amós es tan tradicionalista que se empeñaba en quedarse, en espera de tiempos mejores que nunca llegarían. De no ser por el libro, aún estaríamos pudriéndonos allá. Enseñé a leer a Jonathan con él, y creo que fue eso lo que despertó su amor por la ciencia. Siempre me decía que con su primer sueldo nos llevaría a ver todos esos planetas azules. Me gustaría pensar que su alma viaja ahora feliz entre ellos.

Calló unos momentos. Respiró hondo e hizo acopio de valor.

—Por favor, señor Medina, ¿podría dedicármelo? —pidió humildemente, al tiempo que le ofrecía un bolígrafo.

Karl intentó decir algo, pero descubrió que tenía un nudo en la garganta. Tragó saliva como buenamente pudo y escribió un par de frases banales, la fecha y su firma. Adela le obsequió con la cara de agradecimiento más genuino que nadie le hubiera mostrado jamás.

La entrevista había terminado; estaba claro que ya no le iban a contar nada más. Se dispuso a marcharse, cuando se dio cuenta de que aún llevaba en la mano el papel de envolver la muñeca. Le pareció que había algo dibujado en él y lo miró con más atención.

—Aquí hay unas fórmulas escritas a lápiz. ¿Significan algo?

—Jonathan envolvía los regalos de la abuela con lo primero que pillaba. Probablemente pertenece a un borrador que no tiró a la papelera. Era de lo más ahorrativo, pobre.

Karl las miró, pero no entendía nada de Química.

—No será nada importante, pero me ha picado la curiosidad. Si no tiene inconveniente, le pediré a Alfred que saque una copia.

—Por supuesto, siempre que se lo devuelvan a la abuela.

Karl fue a salir, pero antes de que llegara a la puerta Adela lo agarró del brazo y lo miró suplicante.

—Por favor, señor Medina, ayúdenos. Amós va a morir de pena. Todos los días se marcha a visitar la tumba de Jonathan, y pasa allí horas y horas, y nadie puede consolarlo, porque está maldito de Shadday. Ni siquiera sabe por qué murió su hijo. La policía dijo que su investigación científica lo condujo a un callejón sin salida, y se quitó la vida antes de admitir el error. Pero Jonathan no era un cobarde, como dicen todos; se lo juro por lo más sagrado. Tuvo que ser algo mucho más grave. Quizá los sacerdotes entrarían en razón, y nos permitirían realizar los últimos ritos en paz, si usted averiguara la verdad.

—Pero la policía…

—¿Quién va a molestarse en ayudar a unos refugiados? No creo que vayan a poner un equipo investigador a nuestra disposición. Cuando supe que era usted quien nos llamó, vi que Shadday lo había enviado. Usted siempre nos ayudó en los momentos difíciles —apretó el libro contra su regazo—. Es la última esperanza que nos queda para que Jonathan pueda descansar en paz.

—Yo… —estuvo a punto de echarse a reír, pero de repente comprendió que aquella mujer no bromeaba, que creía en él, que lo admiraba, y algo cambió en su interior—. Haré lo que pueda, aunque no prometo nada. Quizá no les guste lo que descubra.

Adela lo miró con veneración. Parecía dichosa, esperanzada.

—Gracias —fue lo único que dijo.

Salieron al salón, donde Alfred aguardaba con cara de aburrido. La abuela daba cabezadas, acunando débilmente a la muñeca. Tras fotografiar los papeles, Adela les acompañó a la puerta y los despidió. Cuando se disponían a marcharse, Esther Mibsar vino corriendo y entregó a Karl una bolsa de plástico que contenía media docena de frutas de extraño aspecto.

—Son para usted, señor; cómalas al anochecer y mirando a poniente, según el ritual —volvió a la cocina, y la puerta se cerró.

No hablaron hasta que el ascensor los dejó en la planta baja y salieron a la luz del día. Había menos bullicio en el exterior, ya que era la hora de almorzar.

—Vaya un regalo… —dijo por fin Alfred.

—¿Qué son? He de confesar que no tengo ni idea.

—Es una fruta que los shaddas parecen encontrar exquisita, pero que sabe a demonios fritos. Una vez probé una y tuve retortijones durante horas. Yo que tú las tiraba a la primera papelera que encontremos; probablemente no sabían cómo librarse de ellas.

—Parecían significar mucho para la mujer. Ya que tenemos que ver a van Eik, supongo que un científico como él sabrá de dónde las sacan. Podemos incluirlo en el artículo.

—Lo que tú digas —caminaron unos metros, y el fotógrafo no pudo aguantar callado por más tiempo—. Estuviste durante mucho tiempo a solas con aquella enana. Toda una mujer, como mandan los cánones, ¿eh? Bajita y con la cabeza cuadrada, para que puedas ponerle el vaso de aquavit encima mientras te la chupa, ¿eh? —acompañó el chiste con un gesto obsceno.

—Cállate.

—¿Y la abuela? ¡Menudo fósil! Parecía el pellejo de una pasa. ¡Y cómo temblaba! Si le llegamos a poner unos cascabeles en…

—¡Cállate!

—¿Qué tripa se te ha roto? ¿Acaso no tienes sentido del humor?

Alfred fue a decir otra cosa, pero el rostro de Karl estaba rojo de ira. Además, la gente los miraba. Adoptó una pose humilde y lo siguió camino de la salida. A sus espaldas, unos viejos que tomaban el sol menearon aprobatoriamente la cabeza. A la juventud había que tratarla con autoridad y mano dura, desde luego.

★★★

La Universidad Central de Hlanith tenía numerosos campus esparcidos por el planeta, y todos compartían un cierto aire caótico. Sin que nadie supiera muy bien por qué, se decidió que era más lógico mezclar en cada provincia facultades de ciencias, letras y escuelas politécnicas, en vez de construir grandes centros especializados. Abundaban los paseos ajardinados, bares y salas de ciberjuegos, para que los estudiantes gozaran de una atmósfera relajada y amable.

Aquel campus era uno de los más pequeños, pero presumía de ambiente magnífico. Alfred se puso el brazalete de fotógrafo y se dedicó a retratar a los ejemplares estudiantiles más notables, que colaboraban con él posando y riendo. Karl se sentía fuera de sitio con su ridículo traje retro. Se extrañó cuando le preguntaron por su sastre, tomándolo por vanguardista. Unas chicas, cuya única indumentaria consistía en unas tiras de piel de gandulfo teñidas de violeta enrolladas someramente en torno a su anatomía, le ofrecieron cambiarle la ropa allí mismo. Él se negó amablemente, a pesar de lo interesante de la propuesta.

La facultad a la que se dirigían era probablemente el edificio más anodino del campus, y el que menos movimiento tenía. Hasta los estudiantes parecían distintos, más serios, con indumentaria menos elaborada.

—Perder la juventud estudiando… —comentó Alfred, disgustado.

A base de preguntar lograron llegar al departamento de van Eik. Tras franquear una puerta de plástico esmerilado, se encontraron en un largo pasillo de tres metros de ancho, con las paredes cubiertas de un sinfín de videotablones de anuncios. No se veía un alma. Caminaron hasta llegar a un laboratorio abierto y entraron, buscando a alguien para que los orientara un poco.

El laboratorio era pequeño. La mayor parte estaba ocupada por jaulas con seres extraños, que se dedicaban a reptar por el fondo con ameboide circunspección. Una de aquellas criaturas les llamó especialmente la atención. Se trataba de una especie de torta azulada de medio metro de diámetro, con veinte ojos saltones en el borde que parpadearon simultáneamente al acercarse los dos periodistas. Unos pseudópodos la desplazaron hacia los visitantes; su color empalideció sutilmente. Volvió a parpadear de una forma que hizo gracia a Alfred.

—¿No será esto el doctor van Eik? —acercó a la jaula un micrófono imaginario—. ¿Nos podría hacer algunas declaraciones, eminentísimo científico?

—Hombre, si me lo pide de esa manera no podré negarme —respondió una voz detrás de ellos.

El fotógrafo dio un salto y empalideció visiblemente. Karl, que dudaba entre echarse a reír o a llorar, hizo las presentaciones y estrechó la mano del doctor. Alfred lo imitó, farfullando algo ininteligible y sin mirarle a los ojos. Van Eik lucía la misma cara de pocos amigos que Karl recordaba, y su aspecto no mejoraba con el vestuario: una bata blanca manchada y con los bolsillos repletos de lápices, papeles y utensilios de función nada clara. El científico se acercó a Alfred, le puso una mano sobre el hombro y sonrió.

—Vamos, hombre, no se preocupe; soy incapaz de ofenderme —dijo con un tono tan amable que a Karl le sonó más falso que una moneda de tres créditos—. Y a este bicho tampoco le importa —abrió la parte superior de la jaula y rascó el dorso de la criatura, que tembló y cerró los ojos—. Se trata de un flux de Canopus-7, inofensivo y muy cariñoso. Creo que le ha gustado, mire cómo cambia de color. Rásquele en el centro; le encanta.

Alfred obedeció, tratando de congraciarse con el doctor. El flux, con mayor rapidez de lo que aparentaba, cambió de forma y se amoldó a la mano como un guante. Trató de retirarla, pero aquel horrible engendro lo sujetaba con fuerza. Van Eik lo amonestó con severidad:

—No se le ocurra moverse. Cuando el flux se comporta así, es porque desconfía. Lo mejor es dejarlo quieto hasta que se aburra; nunca suele aguantar más de diez horas en esa posición. Como haga algo que le incomode, emitirá un veneno que le pudrirá el brazo hasta el hombro. Así que relájese y tómeselo con filosofía. Le diré al bedel que le traiga un periódico para que se entretenga.

Van Eik dio unas palmaditas cariñosas en la cabeza a un Alfred que sudaba a mares y miraba con auténtico pavor a aquella cosa, que a su vez lo contemplaba plácidamente con sus veinte ojos. En cuanto salieron, Karl, muy alarmado, trató de salvar a su compañero:

—¿No podemos quitárselo, doctor? Como ocurra una desgracia, el sindicato se le echará encima…

—El flux es inofensivo. Así podremos hablar tranquilos, y no molestará a mis estudiantes. Y no me preocupa lo del sindicato; a nadie le gusta reconocer que ha hecho el ridículo, sobre todo si es tan fatuo como su colega. Bien, ¿qué tal le fue con los Mibsar?

Karl le resumió la entrevista mientras se dirigían a los dominios de van Eik. El profesor lo escuchaba atentamente, mirando al suelo con gesto concentrado y asintiendo imperceptiblemente. Cuando llegaron a su despacho, el relato había concluido. Van Eik murmuró una orden y un sillón dio unos pasos, se inclinó y depositó una pila de papeles que tenía encima sobre un taburete, el cual movió una de sus patas acusadoramente, como inútil gesto de protesta. Acto seguido se puso detrás de Karl; éste se sentó, no sin cierta aprensión, pero se relajó. El sillón era cómodo. Se enfrentó con el profesor, que lo contemplaba desde el otro lado de una mesa llena de papeles y chismes.

—¿Qué lleva en esa bolsa? —le preguntó de repente.

—¿Eh? —había pillado a Karl fuera de juego, con su mente ocupada en cómo plantear la entrevista—. Ah, sí, me la dio Esther Mibsar; ya ni me acordaba de ella, y eso que pesa bastante. Parece que contiene unas extrañas frutas; según Alfred, son incomibles. Écheles un vistazo, por favor, a ver si sabe a qué especie pertenecen.

Van Eik abrió la arrugada bolsa, que mostraba en su exterior propaganda de un hipermercado barato. Sacó una fruta del tamaño de un melocotón, pero con la piel parda y coriácea. Se quedó contemplándola unos instantes y luego miró a Karl.

—¿Tiene usted idea de lo que es esto? —el periodista negó con la cabeza—. Supongo que el nombre de pomoide de Sgard no le dirá nada. Por alguna razón que ni ellos mismos comprenden, los shaddaítas los consideran descendientes de las míticas manzanas del árbol de la Vida. Según sus creencias, Shadday ofreció las manzanas a la primera pareja de humanos, pero ellos se negaron a aceptarlas; despertaron Su Cólera, y fueron expulsados del Paraíso y condenados a vagar por el mundo, pariendo con dolor y ganándose el pan con el sudor de su frente, etcétera. No me extraña que rehusaran; una vez comí uno, y sabía a café recalentado con orégano hervido. Además, produce náuseas.

—Vaya, no creí haberles caído tan mal.

—Los pomoides son sagrados para los shaddaítas, señor Medina. Se considera un gran honor recibirlos, especialmente si se trata de un extranjero. Estos frutos son muy escasos. Cada uno de ellos le costaría a Amós Mibsar el equivalente a dos semanas de sueldo —lo miró a los ojos con expresión de reproche—. Y a ellos no les sobra el dinero. Los muy ingenuos creen que usted les ayudará.

Karl se quedó helado. Nadie le había dado nunca tanto. Y realmente, a cambio de nada. Tenían fe en él, qué gracia.

—Menos mal que no se los devolvió, o los arrojó a una papelera. Habría herido su orgullo —continuó van Eik—. Como supongo que hará el artículo que publicará. Exhibirá a los miembros de la familia como si fueran animales raros, recreándose en su miseria, para que sus lectores tengan otro motivo de diversión —sacó una copia impresa de un trabajo suyo de hacía cinco números—. Tiene práctica, desde luego: «La fiesta de Dama Lilith acaba de forma apoteósica. Entre los setos se vislumbran retazos de carne desnuda, sudorosa, mientras el aroma de la especia y el éxtasis doble se enseñorea del ambiente. Los barrenderos shaddas llegan para eliminar todo rastro de la alegría pasada, y parece que lo logran con su mera presencia. Caminan sin levantar la cabeza, y no se inmutan cuando un grupo de ninfas y faunos les susurran al oído proposiciones que para ellos serán motivo de condenación eterna. Quizá tengan que lavarse las orejas por ello muy a menudo. Pero siguen imperturbables, recogiendo basura, pensando en nada…» Creo que no hace falta que siga. Si con tan poco logró usted redactar más de mil palabras, imagínese con el filón que ha hallado: un padre loco, una madre que no sale de la cocina, una vieja decrépita, la tía con cara de buena persona y el hijo muerto. Una tesis doctoral, vamos.

Karl no pudo seguir escuchando. Tomó el pomoide, notando su aspecto desagradable, la textura áspera de su piel.

«Los muy ingenuos creen que usted los ayudará».

Metió el pomoide en la bolsa, la cerró con un nudo mal hecho, la agarró con fuerza y se levantó para marcharse. El sillón se apartó educadamente y aguardó.

—¿No tenía que hacerme unas preguntas? —van Eik sonreía.

Karl se dio la vuelta y lo miró. Contó mentalmente hasta diez y aceptó el desafío; no iba a proporcionarle a aquel sádico el placer de verlo huir como un cobarde. Se sentó de nuevo. El sillón lo aceptó con un suspiro resignado.

—Doctor van Eik, todos conocemos su carácter afable y bondadoso. ¿Tiene muchos amigos?

—Ajá, aún le queda a usted sangre en las venas; menos mal —hizo una reverencia burlesca—. Pues más de los que usted cree, aunque no demasiados en este planeta habitado por gilipollas.

—Puede hablar con franqueza; no se ande con eufemismos —Karl empezaba a cogerle el gusto a la esgrima verbal—. Usted era una celebridad, el único Premio Nobel residente en Hlanith, y fue agasajado poco menos que con honores de Jefe de Estado e invitado a todas las fiestas. Pero al poco tiempo empezó a insultar y hacer desplantes a políticos, banqueros y empresarios. La gota que colmó el vaso fue cuando arrojó a una piscina al Gran Preboste de Liguria, sin más explicaciones. Desde entonces, es usted un apestado social. ¿Por qué lo hizo?

—Mire, joven, he alcanzado ese placentero estado en que gano un sueldo fijo, trabajo en lo que me gusta y no he de aguantar a nadie dándome órdenes. Por tanto, puedo permitirme el lujo de mandar a la porra a quien no me caiga bien, si así me place. A mi edad, he llegado a la conclusión de que lo más importante es irse a la cama con la conciencia tranquila. Bueno, y con alguien más, a ser posible.

—Pero el Preboste…

—Un auténtico imbécil, que sólo porque sus empresas ganan millones de créditos al día se cree con derecho a que todos bailen a su alrededor como marionetas. Y lo peor es que lo hacen. Aquella noche fue como tantas otras: ese tipo rodeado de un enjambre de aduladores, riéndole las gracias. ¿Qué el Preboste eructa? Pues todos aplauden. ¿Qué se caga en la piscina? Pues todos aplauden. Me harté y lo tiré al agua. Además, un remojón no le sienta mal a nadie.

—¿Y las pirañas?

—Estaban drogadas, con toda esa porquería que les echaban para comer. Además, los animalitos tenían buen gusto.

—No sé si me dejarán publicar esto último. Algunas empresas del Preboste se anuncian en mi revista —revisó unas notas en su ordenador de pulsera—. Bien, señor van Eik, ¿por qué murió Jonathan Mibsar cuando trabajaba bajo sus órdenes?

Vio que el científico se ponía tenso, y se alegró de poder hacerle daño. Van Eik se levantó de su asiento; parecía cansado.

—Sígame, por favor. Creo que será mejor explicarle primero qué hacemos en el departamento. Le ayudará a situarse.

Pasaron a otro cuarto lleno de jaulas con seres que resultaban aún más extraños que los del primer laboratorio. Cada cubículo estaba protegido por una gruesa pared de plastiacero transparente. Dentro, una tenue luz violeta apenas dejaba entrever el contenido.

—Aquí tiene lo más selecto de la biota de Sagitario MH-2115.

Karl se acercó a una de las jaulas. Sobre un fondo de guijarros negruzcos había algo de un blanco fantasmal que ofrecía un brutal contraste. Parecía una bola de aspecto irregular con finas estrías verticales, en perfecto equilibrio sobre un delgado pie fibroso. Aquello no se movía; ni siquiera daba la sensación de estar vivo.

—¿Es un hongo? —trató de recordar algo de Biología.

—No exactamente. Sagitario MH-2115 es uno de los pocos planetas donde la vida aún no ha domesticado ese veneno llamado oxígeno para obtener energía. En nuestra atmósfera no durarían ni un minuto. Como ve, son criaturas de cuerpo simple, pero lo suplen con una bioquímica muy compleja. Fabrican compuestos tan sorprendentes que aún no sabemos qué hacer con ellos, pero las posibilidades son prometedoras.

—Yo creía que los laboratorios de la Corporación no necesitaban a estas alturas valerse de seres vivos para sintetizar fármacos…

—A veces resulta más barato recolectar que fabricar. Por otro lado, la Química Orgánica es un campo tan vasto que siempre es posible hallar algún ser que produzca algo que a nosotros no se nos habría ocurrido ni hartos de vino. Todos mis estudiantes trabajan con los alcaloides sagitarianos. Le ahorraré su denominación oficial.

Karl tomó algunas fotos, lamentando que Alfred no estuviera allí; seguro que él las habría hecho mucho mejor.

—¿Jonathan Mibsar también?

—Ajá. Se encargaba de los parahemisesqui… Bah, olvídelo —dijo, al ver la cara que puso el periodista—. De la posibilidad de alterar esos compuestos para fabricar sustancias útiles en medicina humana: antibióticos semisintéticos y similares.

—Y semejante tarea lo desbordó.

—Eso parece. Sígame; le mostraré dónde trabajaba.

Llegaron a un gran laboratorio repleto de instrumentos, donde tres jóvenes vestidos con bata blanca llevaban a cabo diversas tareas. El lugar era limpio, luminoso, y la gente parecía saber lo que hacía. Karl notó la diferencia en el ambiente; aquello era completamente distinto a otros departamentos que había visitado antes. Su opinión de van Eik mejoró por momentos; alguien capaz de hacer funcionar un laboratorio en un campus de segunda no debía de ser del todo malo.

Se acercaron a una chica que preparaba unos cortes histológicos con un micrótomo láser. No la interrumpieron hasta que terminó. Se llamaba Linda Gamow, aunque no hacía demasiado honor a su nombre de pila; Karl no la habría mirado dos veces en otras circunstancias. Saludó con timidez al periodista, cohibida ante su presencia. Van Eik no dio tiempo a que le hiciera preguntas. Se lo llevó de allí y le presentó a otros dos estudiantes. Ninguno de ellos le pareció interesante para incluirlo en el reportaje, y se sintió un poco decepcionado.

Van Eik lo condujo a un despacho vacío. No había nada sobre la mesa, salvo un tarro de cerámica barata con varios lápices. Las estanterías estaban llenas de libros auténticos, con títulos incomprensibles para Karl. Alzó la vista, y vio una débil mancha de hollín en el techo. Quiso preguntar, pero el profesor se le adelantó:

—Éste era el cubil de Jonathan. Lo hemos limpiado; tenía las paredes llenas de carteles que devolvimos a la familia. El resto está en los cajones y el armario. Fue Linda quien lo encontró; suele ser la primera en llegar al departamento. Vio la puerta abierta y la luz encendida. Jonathan estaba caído en el suelo, con una pistola hipodérmica en la mano. Se había inyectado un mililitro de PXV, y hasta usted sabrá los efectos de ese veneno. No hay posibilidad de cura o regeneración; estaba muerto sin remedio. Le ahorraré los detalles dramáticos del hallazgo; ya los añadirá usted por su cuenta.

Karl le lanzó una mirada asesina, pero van Eik no se dio por enterado. Abrió un cajón y sacó varios cuadernos con las tapas rojas, adornados con pequeños números que imitaban formas animales. Uno de ellos estaba quemado hasta el punto que sólo quedaban parte de las tapas y unas cuantas hojas. Abrió uno de los intactos; las páginas estaban repletas de fórmulas y notas escritas a lápiz.

—Jonathan era un poco excéntrico. Siempre consideró que los ordenadores eran unos artilugios diabólicos. Prefería escribir los borradores con su propia mano; sólo los dictaba al procesador de textos cuando no tenía más remedio. Tampoco tiraba sus cuadernos, sino que los almacenaba a pesar de la falta de espacio. Gracias a ello podemos reconstruir sus líneas de trabajo desde que empezó, hace tres años —suspiró—. En apariencia, todo marchaba bien, pero… Aquella noche fatídica quemó las notas de los últimos cinco meses —le mostró el cuaderno casi destruido, con más fórmulas incomprensibles—. Por lo que he podido descifrar, cometió un error fatal que invalidaba todos sus resultados previos. Ya sabrá que dejó una nota en la que se excusaba por lo que iba a hacer; decía que no podía seguir viviendo tras semejante fracaso, toda una deshonra para su familia, su etnia y su laboratorio.

—¿Tan grave era el error? Él sabía lo que significaba el suicidio para un shaddaíta y el castigo que recibirían sus familiares. ¿Estaba perturbado por algo? ¿Era inestable emocionalmente?

—Si yo lo supiera, maldita sea… —van Eik guardó los cuadernos como si se tratara de valiosas reliquias—. Parecía feliz, quería a su familia y se encontraba a gusto entre nosotros. Hasta me parece que se había enamorado de Linda; todos lo sabíamos, sobre todo ella, y apostábamos sobre cuándo se iba a declarar. En cuanto al trabajo, bien, dejo mucha libertad a mis alumnos, aunque los superviso periódicamente, para que no metan la pata en exceso. Jonathan era brillante, y tenía unas cuantas ideas muy buenas sobre los alcaloides sagitarianos. Y de repente se suicida, aunque según su mensaje ya lo llevaba incubando varios meses. Decidió acabar cuando la situación se le hizo insostenible, incapaz de falsificar más datos para hacerme creer que todo marchaba bien. ¿Cómo pudo engañarnos así?

Van Eik sufría, era evidente. Karl tampoco se sentía muy alegre; la visita al distrito 943 se resistía a ser olvidada. Curioseó en un cajón. Sobre un paquete de cartas, había una foto. Mostraba al doctor y a sus alumnos, entre ellos Jonathan, vestidos con camiseta y pantalones cortos, posando con bebidas en la mano en la piscina de un hotel, quizá en el descanso de algún congreso. Todos sonreían.

Abandonaron la habitación, sumidos en sus pensamientos. Linda los vio salir, se enjugó una lágrima y trató de aparentar que estaba enfrascada en su trabajo.

Ninguno habló hasta llegar al despacho de van Eik. Éste ya había recobrado su fachada cínica, pero Karl había intuido que debajo había un hombre que lo pasaba muy mal. ¿Se consideraría culpable?

—Lo siento —dijo, sin poder evitarlo.

Van Eik no dio muestras de haberlo oído. Lo invitó a sentarse después de darle una patada al sillón, para despertarlo.

—¿Qué le han parecido mis discípulos, señor Medina?

—¿Desea una respuesta franca, u otra diplomática? —la mirada que recibió no admitía bromas—. Tienen aspecto de ser trabajadores, pero dan la impresión de ser retraídos, poco comunicativos.

—Desentonan del resto, ¿verdad?

—Ahora que lo dice, sí. Es como si les faltara vitalidad.

—Mire, señor Medina, discutamos el concepto de vitalidad en Hlanith. Escogí este planeta para vivir porque resulta agradable; todo está tan limpio que da gusto. Los niños crecen en un ambiente acogedor y sin privaciones. Se les enseña a apurar todo lo bueno de la vida.

—Detecto ironía en sus palabras. ¿Lo desaprueba?

—No, pero han tenido que pagar su precio. ¿Se ha fijado usted en que todas las grandes industrias están controladas por compañías extranjeras? Los únicos empresarios innovadores, los que ganan nuevos mercados, proceden del Sistema Solar o de Rígel. La clase alta de Hlanith vive de las rentas o trabaja en puestos de relaciones públicas. La mayor parte de la clase media ocupa el sector servicios. De los trabajos duros se encargan las máquinas y los inmigrantes, claro está. El objetivo último de un hlanithiano es pasárselo bien, vestir a la moda, probar lo último en drogas o jugar al ciberrol, y punto. Nuestro departamento es el único que realiza investigación avanzada, salvo las compañías privadas corporativas. La Ciencia requiere dedicación, calentarse la cabeza, y a nadie le gusta eso.

—Entonces, ¿con qué criterios recluta usted a sus alumnos?

—Ninguno de ellos parece gran cosa, ¿verdad? —no le dio tiempo a responder—. Todos son hijos de inmigrantes. No se han integrado bien en una sociedad que los deja de lado cordialmente, y en eso radica su fuerza. Quieren demostrarse a sí mismos que son mejores que los demás, luchar por ganarse la vida sin que nadie les haya regalado nada. Creo que usted no puede comprender la satisfacción que eso supone.

—¿Le parece ético canalizar sus frustraciones hacia el estudio?

—Nadie está aquí contra su voluntad. Yo sólo les ayudo a que den lo mejor de sí, y velo por su futuro académico y profesional; a cambio, obtengo parte de los frutos de su trabajo. ¿Le dice algo el concepto de simbiosis mutualista?

—Permítame cambiar de tema. Parece conocer bien a los Mibsar.

—Sí. Los shaddaítas son muy ceremoniosos; tutorar a un estudiante me convirtió en algo así como un maestro para ellos. Jonathan me invitó a conocer a su familia, lo cual resulta bastante inusual. Hasta me regalaron un pomoide… Si quiere que le diga la verdad, son gente agradable, y me encuentro muy a gusto con ellos.

—¿No le consideran responsable del suicidio?

—Nunca me han reprochado nada —van Eik se entristeció—. Sólo buscan los fallos en ellos mismos. Tienen un código moral muy fuerte, lo cual resulta raro en este planeta.

—Da la impresión de que lamenta no ser shaddaíta…

—¿Yo, religioso? ¿Conoce a algún científico corporativo que lo sea? Sí, hay cultos simpáticos, como el que nos ocupa, y es bueno que existan, ya que muchas veces sirven de recordatorio a nuestra adormecida conciencia. Lo malo es que todos, en cuanto alcanzan el poder, se empeñan en salvar al resto de la Humanidad, aunque ésta no lo desee, con argumentos tan convincentes como la coerción, la hoguera o los tanques. ¿Y cuál escogería? Todos son variantes de lo mismo: cierran los ojos y tratan de negar que al cosmos le importa un bledo nuestro destino. Muchos colegas míos han sido asesinados a lo largo de la Historia por mostrar la cruda realidad a la gente.

—Pero a pesar de eso, parece que comprende a los shaddaítas…

—¿No se le ha ocurrido que puedo simpatizar con los Mibsar por otros motivos? —sonrió, como si recordara una vieja historia—. Yo nací en un asteroide minero del cinturón de Vega. Un joven no tiene allí muchas opciones; como máximo, llegar a ser capataz de una mina de uranio. Mi padre era un obrero no cualificado, analfabeto funcional; lo único que sabía hacer bien era extraer mineral. Sin embargo, se empeñó en que yo fuera alguien importante, con porvenir, que pudiera disfrutar de la vida. Trabajó como un condenado, arruinando su salud, para que yo tuviera estudios centíficos. Pobre, ni siquiera sabía pronunciarlo bien —miró a Karl a los ojos—. ¿Comprende usted ahora por qué luché por ser el mejor, por qué estudié a fondo en vez de imitar a la mayor parte de mis amigos? No podía fallarle. Creía en mí; yo era todo lo que él nunca pudo ser. El día en que leí la tesis doctoral, él estaba entre el público. Parecía totalmente fuera de sitio, y no se enteraba de nada, rodeado de biólogos, pero tenía la misma cara de dicha que un creyente ante una aparición divina. Murió poco después —hizo una pausa, emocionado—. Ay, nunca entendí a esos viejos que se empeñan en sacrificar su propio bienestar por sus hijos, que en el fondo son unos condenados egoístas. Amós Mibsar sentía lo mismo por Jonathan, y ahora todo se le ha venido abajo. Comprendo su dolor, y lo admiro, y sufro con él, algo que usted nunca podrá hacer.

Karl no sabía qué decir. Se sentía mal, culpable de algo que no podía definir. Se dispuso a dar por concluida la entrevista, pero van Eik lo retuvo con un gesto.

—Señor Medina… Los Mibsar lo están pasando muy mal. Han confiado en usted, y a cambio escribirá un artículo sobre ellos. Si ha practicado el noble arte de la autocrítica, sabrá el estilo que emplea: sensacionalismo puro. Ya sé que es lo que más gusta al público, pero haría mucho daño a la familia. Déjelos en paz o, al menos, no se burle. Si quiere noticias escandalosas, céntrese en mí. Soy capaz de acudir a una fiesta e introducir un flux bajo el vestido de alguna Dama de la jet, o perpetrar cualquier otra burrada, si no se mete con ellos. Por favor.

Karl suspiró.

—A mí me pagan por hacer esto. Supongo que lo entiende.

—Me temo que sí. En fin, le acompañaré hasta la salida.

El periodista se levantó. De repente, recordó algo.

—Doctor van Eik, tomé unas fotos de unos papeles que Jonathan había utilizado como envoltorio. Tienen unas fórmulas incomprensibles para mí. Probablemente serán tonterías, pero he pensado que querría usted conservarlas. Las tengo en la memoria del ordenador.

—¿Sí? Me gustaría examinarlas. ¿Qué modelo es?

—Un Omega 1100, configurado como Toshiba. La salida es XR10. ¿Es compatible con su impresora?

—Este bicho traga cual coño de puta vieja —Karl frunció el ceño; le costaba acostumbrarse a esa manía del doctor de soltar palabrotas, aunque no vinieran a cuento—. Si es tan amable…

Esperaron unos segundos. Van Eik estudió con ojo crítico los papeles que surgieron de una ranura de su mesa.

—Ajá… Vaya galimatías; Jonathan nunca fue muy bueno con las representaciones 3D. Sí, son fórmulas que describen reacciones de alcaloides sagitarianos —pasó unas páginas, y al llegar a la última enarcó las cejas—. ¿Qué demonios será esto? No lo reconozco, pero creo haberlo visto en algún sitio. ¿Y esta reacción? —miró a Karl—. No se pierde nada por echarle un vistazo. Gracias, de todos modos.

—Ha sido un placer —Karl salió del despacho, por lo que no pudo ver el gesto perplejo del doctor cuando guardaba los papeles.

Regresaron junto a Alfred. El fotógrafo estaba quieto, rígido y muy pálido. A sus pies había un charco de sudor. Los veinte ojos del flux enfocaron a van Eik. El científico chascó los dedos.

—Venga, Bartolo, suéltalo ya.

El flux le guiñó un ojo a Alfred, se despegó y se alejó con movimientos ameboides hasta un rincón de su jaula.

El fotógrafo se desplomó en una silla. El doctor, todo amabilidad, le ofreció una copa de licor para reponerse del susto, mientras comentaba lo simpáticos y dóciles que eran los fluxes. La mano de Alfred temblaba tanto que se derramó el líquido en los pantalones. Karl trataba de no carcajearse, aunque sin éxito. Había descubierto que el científico le caía bien.

★★★

Karl llegó a casa tras dejar a un histérico Alfred en su apartamento. Metió los pomoides en el frigorífico y se arrojó al sofá, pero antes de que pudiera relajarse Bautista le comunicó que tenía una llamada de la revista. Masculló una maldición y conectó el videófono. Suniva lo contempló con una expresión divertida en el rostro. En esta ocasión no iba muy arreglada; apenas un toque de maquillaje, lo justo para que todos los colores del arco iris fluyeran sobre su rostro como si se tratara de la superficie de una pompa de jabón.

—¿Qué tal el día, querido?

—¡Agotador, cruel explotadora! Aunque no tanto como lo fue para Alfred —no pudo evitar sonreír al recordarlo—. ¿Qué quieres? Supongo que no pretenderás que te entregue el reportaje esta noche…

—Qué va —lo tranquilizó con un gesto—. Me temo que esta cruel explotadora —enfatizó las palabras— requiere aún otro esfuerzo de su perezoso esclavo, sin apiadarse de sus justas demandas. No pongas esa cara de desconsuelo, Karl. Ha surgido un pequeño imprevisto. Dama Jezabel ha recibido una nueva adquisición para su jardín zoológico, y ha organizado una fiesta sorpresa para celebrar la llegada del bicho —consultó en su ordenador—, un babirusoide añojo.

—¿Qué demonios es eso?

—Ni idea, querido. Supongo que será grande, lleno de verrugas, y apestará. Le chiflan así. Ha invitado a la aristocracia local a un refrigerio mañana al mediodía. Como Mark sigue aún convaleciente, tú eres lo único disponible. Qué remedio.

—Gracias por tu entusiasmo, Suniva. Por cierto: debo redactar un magnífico reportaje, y el día sólo tiene treinta horas…

—Tranquilo, te sobra tiempo; lo publicaremos dentro de dos números. Preséntate mañana con una hora de antelación en la villa de Dama Jezabel. Ah, no he olvidado mi invitación. Chao, cariño —el holograma le tiró un beso antes de esfumarse.

Karl, más animado, tomó un vaso de aquavit y se dispuso a acostarse, a pesar de los reproches de Bautista, que insistía en servirle la cena. De repente, sintió un extraño impulso. Se acercó a una pared, descorrió un panel y echó un vistazo a la biblioteca. Sus primeros libros, encuadernados en rústica, lo contemplaron desde el fondo de un estante. Se los quedó mirando unos momentos, cerró el armario y se tumbó en la cama. Pidió un somnífero y se durmió a los pocos instantes, sin sueños ni pesadillas, igual que un muerto.

★★★

Dama Jezabel era rica. Mejor dicho, su familia tenía tanto dinero que no sabía qué hacer con él. Como tantos otros miembros de la jet hlanithiana, se ocupaba de las relaciones públicas de una compañía multiplanetaria tan potente que podía hacer caer y surgir gobiernos en muchos mundos. Lo que Dama Jezabel percibía eran apenas migajas de su inmenso poderío; sin embargo, le permitía un nivel de vida mucho más elevado y sofisticado que el del resto de sus paisanos.

La villa estaba situada en medio del campo, lejos de los arcólogos, tan integrada con el paisaje que resultaba invisible a vista de pájaro. La mansión semejaba una serie de suaves colinas cubiertas de césped, y puertas y ventanas eran como entradas de una caverna, tapizadas de musgo. Incluso la jet se tomaba muy en serio lo de no alterar el entorno o, al menos, hacerlo sin que se notase demasiado. A cien metros de la casa, un laberinto de lagunas artificiales y canales encerraba el jardín zoológico.

Karl le echó otro vistazo al babirusoide. Era incapaz de distinguirlo de las demás criaturas que reptaban por la hierba. Le recordó a un montón de ropa sucia con patas, que dejaba tras de sí un rastro de baba. Aquello se dirigió hacia una balsa y se introdujo en el agua, donde quedó flotando como un despojo en una riada. Karl se apartó de la barandilla protectora y tropezó con Dama Jezabel.

La mujer era alta, esbelta, pero su cuerpo y sus facciones se asemejaban a los de una adolescente, con curvas poco marcadas. Era una de las primeras personas importantes que Karl conoció en Hlanith, y no había cambiado nada en los últimos veinte años. Iba vestida con un traje de seda negro engañosamente simple, al mismo tiempo casto e incitante. Lo llevaba con una naturalidad que sólo podía ser fruto de muchas horas de ensayo. A pesar de su cara aniñada, Karl sabía que aquella inocencia era una mera fachada. Había participado con ella en algunas orgías, como era de rigor en casi toda fiesta que se preciase, y aquel cuerpo infantil había llegado a sorprenderlo. Sin embargo, ella prefería a los maduros pedófilos; los volvía locos. Karl la miró a la cara y ella le sonrió. «El maquillaje es excepcionalmente bueno; no se nota en absoluto». Lo tomó de la mano y le señaló al animal.

—Adorable, ¿verdad? —él asintió, sin comprometerse—. En su mundo están a punto de extinguirse. Estoy tratando de que me envíen un macho para que se reproduzcan. ¿No crees que financio una labor encomiable?

Karl se había documentado apresuradamente antes de venir, y sabía que para capturar a un babirusoide vivo era necesario eliminar al resto de su manada. Desde luego, no le diría eso a Dama Jezabel, ni tampoco lo publicaría. La obsequió con un par de comentarios banales que la dejaron satisfecha y ella lo recompensó contándole alguna jugosa anécdota sobre sus amistades. En un momento dado, el tema derivó hacia su trabajo del día anterior.

—Me ha dicho un pajarito que te encargaron un reportaje en el barrio shaddaíta —susurró melosa, poniéndole los antebrazos sobre los hombros y acariciándole el cuello.

—Sí; una tarea rutinaria, te lo aseguro —algo en su tono de voz lo había molestado; aunque resultara absurdo, se había puesto a la defensiva. Ella no se dio cuenta.

—¿Es cierto que comen carne cruda, y que tienen las asaduras de los animales en la cocina, colgadas de una cuerda? —preguntó, con un mohín de asco.

—Creo que no vi nada de eso.

—También guardan a sus mujeres bajo siete llaves —ella no lo escuchaba—. Dicen que cuando no quieren tener más hijos, las cosen.

A su alrededor se había formado un corrillo de curiosos que rieron la ocurrencia. Karl sabía que tenía la obligación de imitarlos, como había hecho muchas veces antes, pero descubrió que no podía. Recordó a Adela. Trató de forzar una sonrisa para salir del paso. Afortunadamente, Dama Scilla acudió en su auxilio. Reconoció su figura, más bien rellenita, que le daba un aspecto de matrona. Llevaba un vestido confeccionado a base de conchas y plumas que se mantenían unidas de forma inverosímil. Estaba agarrada del brazo de sus dos últimos amantes; uno era alto y fornido, digno de figurar en la portada de un atlas de anatomía, mientras que el otro era delgado, etéreo, de rostro triangular. Karl no los conocía; debían de ser muy recientes.

—No te burles de ellos, Jezabel, cielo —su voz sonaba un poco extraña; probablemente habría empezado a tomar algún euforizante—. Ellos no tienen la culpa de ser así; su mundo es tan primitivo…

Dama Scilla pasó a comentar a su poco entusiasta audiencia las virtudes de su programa de ayuda a los marginados. Era conocida su manía de organizar fiestas en solidaridad con los refugiados a las que, curiosamente, ninguno de éstos era invitado. Con la mayor delicadeza posible, Karl se escabulló de allí y se dedicó a pasear por el jardín. Sorprendido, descubrió que aún no había bebido nada, lo cual resultaba una novedad. El trabajo ya estaba hecho, así que podía divertirse un poco. Se dirigió hacia el bar, pero se lo pensó mejor y se dedicó a observar a la gente. Nadie le prestó atención.

Paseó entre grupos de personas que charlaban. Todas eran guapas, sofisticadas, sonrientes, de piel suave y bronceada y músculos perfectos. Captó retazos de conversación, pasando de un corro a otro:

—¿Te imaginas lo que me dijo? Odiaba ese juego de ciberrol. Aún no me he repuesto del disgusto. Qué fuerte, ¿no?

—¿Conocéis el último chiste de shaddaítas? Va un shadda al hospital, y entra en la consulta…

—Los fusoides del arte Hihn sólo resultan perturbadores para quien no es capaz de desentrañar su oculta belleza, el ritmo subyacente. Sí, parecen amebas cubistas con baile de San Vito, pero una segunda mirada…

—Era mi ciberrol preferido. ¿Qué verá en Maquinación que no tenga Príncipes de Algol? ¿Eh? Dímelo; estoy desesperado…

—… El doctor ve que el shadda tiene un gran lagarto en la cabeza y le pregunta: «Pero hombre, ¿qué hace usted con ese bicho ahí?» Y entonces responde el lagarto: «Mire, doctor, que me ha salido un shaddaíta en los cojones» (risas).

—… Y subirán las acciones de Omega Corp. Te aconsejo que…

—El violín centauriano es el instrumento que mejor plasma la filosofía xxixxiana, con sus complejos arabescos lógicos…

—… De acuerdo, el piso de mil metros cuadrados que me regaló papá es superguapo, pero donde esté la vida tranquila del campo, con el sol, el aire, los animalitos…

—¡Eh, camarero! A ver esa bandeja… Vaya, ya han gastado todo el ensueño purpúreo. ¿Apetece un éxtasis doble?

—¿Sabéis en qué se parece un shadda a un zapato viejo?

De repente, el ambiente se le hizo irrespirable. Nunca hasta entonces le había pasado algo así. Creía estar rodeado de actores que representaban una mala obra de teatro, y él era uno de ellos. Regresó al recinto del babirusoide, ya sin público. Le arrojó un trozo de bocadillo, y la criatura se lo agradeció con un eructo. Se preguntó qué sentiría fuera de su mundo, tan sola. Recordó sus entrevistas del día anterior. No quería oír más chistes. Se marchó, sin que nadie le prestara la menor atención. Lo bueno de la fiesta comenzaba ahora.

Ya en su apartamento, comió frugalmente y se conectó con la revista. Quería olvidarse del asunto Mibsar, emborracharse y regresar a la rutina normal; no tenía sentido demorarlo. El ordenador lo saludó educadamente. Empezó a dictar, pero fue interrumpido antes de que transcurrieran cinco minutos.

—Disculpe, señor —dijo la familiar voz del corrector de estilo—. El tono de su relato es demasiado intimista, lo cual aburre al 87,5% de los lectores. Sugiero un comienzo de tipo 3-C, con polisílabos sonoros. Permítame recordarle el esquema de uno de sus últimos trabajos —lo pasó por la pantalla—; examine los posibles cambios.

Karl fue a obedecer, como siempre, pero su subconsciente le jugó otra mala pasada. Le vino a la memoria la cara de Adela Mibsar mientras le pedía que le dedicara su libro, y volvió a contemplar la pantalla del ordenador con su artículo. Sintió ganas de llorar.

—Aguardo sus órdenes, señor —dijo el corrector de estilo.

—Pues vete a la mierda —respondió, y desconectó el aparato.

Apoyó la barbilla sobre los nudillos y miró durante un buen rato el lugar que ocupaba la biblioteca, con sus libros enterrados bajo pilas de revistas, sintiéndose un miserable. Pasó una hora.

Al fin respiró hondo y solicitó al ordenador un primitivo teclado y una lata de cerveza holandesa auténtica. Esto último era un gasto excesivo, pero no le importaba. Se puso a escribir. Cuando terminó el artículo la noche estaba llegando a su fin. Por detrás de los arcólogos, una tenue claridad anunciaba el nuevo día. Karl se desperezó, y sus articulaciones crujieron. Estaba agotado, pero se sentía orgulloso de sí mismo después de mucho tiempo. Sabía que había hecho algo bueno. Remitió el reportaje a la revista y se acostó. No necesitó somníferos. Al cabo de pocos minutos dormía como un bendito.

★★★

Karl decidió tomarse el día siguiente de vacaciones. Se levantó tarde, paseó un rato por los parques a la sombra de los arcólogos, comió en un restaurante rigeliano y, en suma, se dedicó a relajarse y pensar. Se sentó en un banco y observó a las gentes que pasaban frente a él. Le parecían hormigas atareadas, o más bien un montón de glóbulos rojos circulando por un vaso sanguíneo. De vez en cuando, algún individuo rompía la uniformidad general. «Sería interesante escribir sobre esto». Fue rumiando la idea mientras regresaba a su arcólogo.

Nada más entrar, Bautista le comunicó que había una llamada en espera. Con un gesto de fastidio, se dejó caer en el sofá y conectó el videófono. Apareció la cara de Suniva. Curiosamente, en contra de su costumbre, no había cambiado su maquillaje desde la última vez, y estaba seria. Karl no se dio cuenta, y la saludó alegremente:

—Hola, querida. ¿Qué tripa se te ha roto?

—No puedo publicar tu artículo, tal como está. Modifícalo.

El tono había sido cortante. A Karl se le cayó el alma a los pies. Fue incapaz de reaccionar durante unos instantes.

—Pero ¿por qué? —logró balbucir, aunque ya sabía la respuesta.

—No se ajusta al espíritu de Actualidades. Eras consciente de ello cuando desconectaste el corrector de estilo —su semblante se dulcificó—. No te preocupes; dispones de tiempo suficiente y te pagaré por el esfuerzo suplementario, descuida.

Karl suspiró, resignado. Fue a decir: «De acuerdo, lo tendrás en un par de días», pero, sin que pudiera evitarlo, se rebeló.

—El reportaje es bueno, Suniva, el mejor que he hecho.

Ella lo miró como si se tratara de un niño al que tuviera que explicar por qué ha de comerse la sopa con cuchara en vez de tenedor.

—Conoces tan bien como yo la idiosincrasia de Actualidades. Dirijo una revista pequeña, con una plantilla reducida, y nos mantenemos porque hemos captado un público muy concreto. Todo lo que se salga de la norma me supondrá pérdidas económicas.

—Cualquiera puede darse cuenta de que es bueno. Retrata exactamente lo que vi.

—Sobreestimas la capacidad crítica de la gente, Karl —repuso, con un gesto de fastidio por comentar algo tan obvio—. Los lectores no quieren literatura, sino emociones.

—¡Y las tienen, joder! ¡No me quedé impasible al redactarlo!

—Y desean evadirse, sobre todo. Has cometido un error que un periodista debería evitar: tu relato hace pensar. Venga, no seas un chico malo y modifícalo. El corrector de estilo hará el trabajo sucio.

Karl fue a explicar por qué su artículo merecía ser publicado. Tenía tantos argumentos irrebatibles, que al final sólo pudo decir:

—Esa gente creía en mí, Suniva. No podría volver a mirarme a la cara si les pagara con lo habitual —bajó la cabeza—. Es preferible archivarlo antes que ridiculizarlos. Tienen su dignidad, ¿sabes?

—Pretenderé no haber oído esto último. Andamos escasos de noticias en estas fechas. Las grabaciones y las fotos están en mi poder, así que si no te apetece encargarte de ello hay otros menos remilgados. Se lo pasaré a Gus, por ejemplo —sonrió maliciosamente.

Karl conocía a su colega; la plantilla de Actualidades era corta, y estaban poco menos que en familia. En una fracción de segundo, desfilaron ante sus ojos los Mibsar vistos por Gus Gustavson. Se estremeció y cerró los ojos.

—No les podemos hacer eso, Suniva. Lo has leído, y sabes lo que están pasando.

—¡Ay, qué risa! ¿Tú, con escrúpulos? Patético.

—He perdido ya tantas cosas que no me importa humillarme un poco más. Haré lo que quieras, pero no le des el artículo a Gus; se reiría de ellos. Publícalo sin enmendarlo —hizo un gesto de súplica—. Por favor…

—¿Incluso accederías a escribir gratis durante diez números? —estaba jugando con él, y se lo pasaba en grande siguiendo la broma.

—Lo que tú me digas, pero deja el reportaje tal como está. Si la revista pierde algún dinero, te lo reintegraré. Descuéntamelo del sueldo. Trabajaré gratis en cualquier cosa que me encargues, pero deja a los Mibsar fuera de toda esta porquería.

Ella entrecerró los ojos y lo miró fijamente. Se había dado cuenta de que Karl hablaba en serio.

—Dado tu ritmo de gastos, no podrías mantener tu nivel de vida, y eres incapaz de renunciar a él. Te conozco mejor de lo que crees.

—Ya me estaba cansando de esto; no me iría mal un cambio de aires —trató de sonar indiferente, aunque en esos momentos se hallaba al borde del pánico y deseaba gritar: «¿Qué estoy haciendo? ¡Imbécil!»

—¿Por qué un egoísta como tú está dispuesto a sacrificarse por una gente que apenas conoce? ¿Un ataque de enajenación mental, quizá?

—¿Nunca has hecho nada por nadie, Suniva?

Las pupilas de la mujer se contrajeron, y todo rastro de humor desapareció de su cara.

—No debiste decir eso, Karl.

Siguió un silencio tenso, embarazoso. Karl empezó a sudar. Tenía un miedo atroz a que lo despidieran, pero ya no podía retroceder. La tranquilidad de conciencia no pagaría los gastos de su apartamento.

—De acuerdo, tendrás tu puñetero artículo. No me lo agradezcas —prosiguió Suniva, al ver su cara de alivio—; me cobraré los intereses.

—Gracias…

—Sé que me arrepentiré de esto. Ah —dijo, antes de despedirse—, te recuerdo que la invitación a compartir mi máquina de los sueños sigue en pie. ¿O ya no te apetece usarla?

Karl se quedó solo. Trató de incorporarse del sofá, pero le temblaban las piernas. «Has estado a punto de jugarte el porvenir, so capullo». En cuanto se tranquilizó se dirigió a la ventana y la abrió. Notó con alivio cómo el aire nocturno le acariciaba la piel. Levantó la vista. Gad, el Lucero de la Tarde, seguía allí. Pensó en sus miedos, su dolor, y los comparó con los de la familia Mibsar. Se sintió avergonzado, miserable. ¿Acaso tenía derecho a quejarse?

Abrió el frigorífico, tomó la bolsa con los pomoides, se sentó mirando a poniente y los comió uno a uno, según el ritual shaddaíta. Estaban horribles, y se pasó el día siguiente en la cama, con náuseas. No obstante, se lo tomó con filosofía. Las catarsis eran así.

★★★

Suniva cumplió su palabra, y el artículo titulado Muerte de un inmigrante salió publicado. Pasó desapercibido, y la incidencia en las ventas fue inapreciable. Se recibieron algunas cartas de protesta y otras de alabanza, y ahí quedó todo. Se remitió una separata impresa a los Mibsar y el siguiente número de Actualidades retornó a la tónica habitual. Incluso fue un poco más espectacular, por si acaso.

Karl regresó a su rutina. Continuó haciendo reportajes de diversos eventos sociales, pero su actitud hacia ellos había cambiado. El conformista se había convertido en un observador frío y cínico. Redactaba para Actualidades respetando fielmente los consejos del corrector, pero en privado iba anotando sus impresiones, su disección de Hlanith. Había cambiado, sí; se hizo experto en mantenerse sobrio aparentando estar borracho o drogado. No se reconocía a sí mismo: ni siquiera había vuelto a probar el ensueño purpúreo, el psicofármaco de moda. Tampoco volvió a contactar con los Mibsar. No habría sabido qué decirles, aunque confiaba en no haberlos herido. Sin embargo, dudaba que el relato enterneciera a los sacerdotes shaddaítas, y que éstos accedieran a enterrar a Jonathan según sus ritos.

Después de varias semanas de trabajo duro, le llegó el turno de descansar. Por fin tenía un rato libre para compartir la máquina de los sueños de Suniva. Agradecía poder pasar un fin de semana conectado a un programa erótico interactivo, y olvidarse de todo; sin duda lo necesitaba. Hizo el equipaje, más bien escaso, tarareando una tonadilla de moda. Se disponía a salir cuando recibió una llamada. Por un momento pensó que Suniva se había arrepentido, pero cuando supo quién quería hablar con él se extrañó.

—Buenos días, doctor van Eik —saludó al holograma.

—Buenos días, señor Medina. Leí su artículo. Hizo usted un buen trabajo. Confieso que me equivoqué al juzgarle; ha resultado ser un tipo decente, dentro de lo que cabe.

—Gracias —repuso Karl, complacido. Miró al científico, que parecía de buen humor—. Mi trabajo me costó; estuve a punto de que me despidieran, y todo por su manía de hacerme sentir culpable.

—Si pretende que me apiade de usted, no pierda el tiempo. Por cierto, hablé con la familia. Se emocionaron al leerlo. Adela se enfadó conmigo por haber dudado de usted. Recuerdos de su parte; si no le ha llamado, es porque no está bien visto que una shaddaíta soltera se interese por un extraño. Además, es un poco tímida.

—Me alegro. Siento no haber podido hacer más por ellos.

—Olvídelo; sus sacerdotes son inflexibles —pareció ir a despedirse, pero volvió a tomar la palabra—. Por cierto, se dejó usted en mi despacho una agenda sin estrenar con un lápiz óptico. Pensé en quedármela, pero no me gusta el rosa, así que decidí devolvérsela. Puede pasar por aquí a recogerla cuando guste.

Karl se quedó perplejo. Estuvo a punto de decir: «¿Qué agenda?», pero enseguida captó que algo raro pasaba. Van Eik quería hablar con él y no se atrevía a decírselo por videófono.

—Eh… Es cierto; pensé que la había perdido; una pena, porque me costó cara. Como no es urgente, y dado que tengo el fin de semana ocupado, me pasaré por ella dentro de tres días. ¿Le parece bien?

—Perfecto. Venga antes de comer; lo invitaré a un buen restaurante, en desagravio por el rato que les hice pasar. Le aconsejo que no desayune fuerte. Hasta entonces, pues.

El holograma desapareció. Karl se quedó mirando al vacío. Aquello podía ser algo importante, o una de las excentricidades del doctor; en todo caso, resultaba prometedor. Pensó en contárselo a Suniva, pero ya habría tiempo después. Ahora le esperaban dos días de placer, y nada ni nadie iba a arrebatárselos. Tomó el camino más corto hasta la estación y se montó en un viejo tren de levitación magnética que lo dejó en cuestión de minutos junto al arcólogo de Suniva.

El apartamento era enorme para la norma hlanithiana, ochenta metros cuadrados. Estaba decorado con sobriedad, en puro estilo zen, y resultaba acogedor. Sin embargo, Karl se fijó en un detalle: no había a la vista ninguna fotografía antigua. Todo era nuevo, limpio y reluciente. Le recordó mucho a su propio cubículo, y se preguntó qué razón hacía que todos trataran de olvidar su pasado, como si nunca hubiera existido. Nadie en Hlanith miraba hacia atrás.

Suniva lo recibió vestida con un simple chándal y zapatillas. Era agradable verla así, sin el elaborado disfraz que todo ciudadano adoptaba en público, y a veces también en privado. Incluso resultaba más atractiva al hallarse en un ambiente cómodo, propio.

Tomaron un aperitivo y devoraron un menú seleccionado por el ordenador doméstico, un circunspecto modelo Gea-BQ de la serie XI que sólo hablaba cuando le preguntaban. Bebieron café mientras charlaban sobre temas intrascendentes, pero poco a poco la conversación derivó hacia asuntos más prácticos y se retiraron al dormitorio.

La máquina de los sueños era un simulador erótico de quinta generación, con conexión directa al neocórtex y sistema límbico; lo más moderno del mercado, recién importado del Sistema Solar. Tras media hora de lucha para descifrar las instrucciones en japonés, averiguar para qué servían los innumerables botones y lucecitas del aparato, y de ser advertidos del peligro que implicaba un uso indebido, lo mandaron a freír espárragos e hicieron el amor al viejo estilo. Fue un polvo de lo más saludable, no asistido por ordenador, y pudieron disfrutar del placer perverso de romper la rutina sexual. También descubrieron lo agradable que resultaba dejar pasar el tiempo abrazados, las caricias, las confidencias. Karl se sinceró y le contó sus dudas, su sensación de fracaso, sus esperanzas, todo lo que había encerrado dentro de sí tantos años y que le estaba pudriendo el alma. Al terminar se sintió exhausto, pero liberado, limpio.

Permanecieron unos minutos en silencio, sin nada que turbara la paz de la habitación a oscuras. Poco antes, el ordenador había conectado el planetario doméstico, y el esplendor de la Vía Láctea sobre sus cabezas hacía olvidar que se trataba de una mera proyección holográfica. La luz de las estrellas artificiales silueteaba el cuerpo desnudo de Suniva, y se reflejaba en sus ojos negros. Miró a Karl fijamente.

—Yo tampoco nací en Hlanith, ¿sabes? Soy rigeliana; lamento la falta de originalidad —sonrió.

—Sois una plaga, desde luego. Parece que os gusta salir huyendo de vuestro sistema, y eso que tenéis cientos de ciudades espaciales y seis planetas para elegir.

—Todos terraformados y superpoblados, con los puestos más interesantes ya copados —se apartó un poco de él, y contempló el río de soles que fluía pausadamente sobre ella—. Los transportes MRL eran cada vez más baratos, así que me largué. Estuve dando tumbos por ahí, y practiqué algunas profesiones realmente originales —sonrió al recordar algún chiste privado—. Y acabé de corresponsal de guerra, en Gad. Qué vueltas da la vida, ¿eh?

Karl nunca lo habría sospechado; creía que Suniva había nacido ya maquillada y discutiendo de arte Hihn con la comadrona. Ahora permanecía callada, como reuniendo fuerzas para escarbar en el pasado.

—Aquello era dantesco: docenas de naciones, cada una en guerra con las vecinas. Lo peor no eran las batallas convencionales, sino la lucha contra el enemigo interior, las masacres de civiles, la limpieza étnica. Parecía un concurso para averiguar quién era más bestia a la hora de sembrar el terror: ejecuciones en masa, que no respetaban ni viejos ni jóvenes, violaciones, mutilaciones… Asustar al rival era uno de los objetivos; todos los crímenes se perpetraban a plena luz del día, y se exhibían los resultados. Y lo peor era no poder hacer nada para evitarlo. ¿Qué en el pueblo X se había puesto de moda abrir la garganta de oreja a oreja a los niños? Pues ahí estábamos nosotros, tomando fotos. ¿Una fosa común? Más fotos. Al menos, se aprendía a no vomitar y a convivir con el olor a podrido —hizo una pausa—. En lo único que todos se ponían de acuerdo era en masacrar shaddaítas, a pesar de que era poco deportivo; no se defendían.

—Pero la Corporación estableció campos de refugiados…

—Sí, pero eran demasiados, y los soldados no podían estar en todos los sitios. Había una lista de prioridades, y los campos estaban al final. De vez en cuando las milicias locales hacían una incursión, violaban a mujeres y niños delante de sus familiares, organizaban una fiesta haciendo bailar a los viejos al son de las ametralladoras, mataban a la mitad del personal y cosas así. Los responsables eran jóvenes a los que el uniforme les venía grande, pero que disfrutaban aprovechándose de la gente indefensa.

Karl se dio cuenta de que Suniva tenía los ojos húmedos, pero no quiso interrumpirla.

—Estábamos en el campo de Larnissa cuando llegó un grupo de cincuenta milicianos en camiones, ayudados por dos blindados. Un sargento con cara de sádico se acercó al puesto de guardia y pidió permiso para realizar una inspección. Todos sabíamos lo que significaba aquello. Nosotros teníamos pasaporte corporativo, así que no nos tocarían si permanecíamos quietos. Los vigilantes eran pocos y optaron por mirar hacia otro lado. Había diez mil shaddaítas en el campo, y ellos también sabían lo que iba a pasar. El sargento se subió en un camión y dio la orden de entrar —se estremeció y se incorporó, quedando sentada en el borde de la cama—. Era fantástico: podríamos filmarlo, y seguro que ganaríamos algún premio. En vez de eso, saqué todas las insignias que me acreditaban como corresponsal de guerra y me tumbé a la entrada. Algún colega me imitó. Los blindados avanzaron hacia nosotros, y se detuvieron a un metro de mi cara —se giró y miró a Karl con un semblante lleno de furia—. ¡Y aquellos cabrones se acojonaron! Matar shaddas era una cosa; liquidar a un ciudadano corporativo, otra, sobre todo con cámaras delante. Los milicianos nos insultaron un buen rato y se largaron. Nunca regresaron.

Suniva se encogió de hombros y volvió a acostarse junto a Karl.

—De todos modos, el gesto fue inútil. La mitad de los refugiados murió de hambre, por falta de suministros. Lo más cruel era ver a los niños con las barrigas hinchadas, unas piernas que parecían de alambre y esos ojos tan grandes en un rostro de viejo… Escapé de Gad en el primer transporte disponible. Me juré que nunca volvería a contemplar miseria y dolor, que me olvidaría de todo aquello. Tenía unos ahorros, así que vine a Hlanith, hice un estudio de mercado, pedí un préstamo y nació Actualidades. Paisajes exóticos, gente sofisticada, arte de vanguardia… —su voz murió en un susurro.

Karl la abrazó con fuerza.

—No sé quiénes son los auténticos refugiados. Al menos, los shaddaítas no huyen de sí mismos.

Permanecieron juntos, en silencio, contemplando el universo desplegado sobre ellos. El programa del planetario escogió ese momento para hacer estallar una supernova, y la habitación quedó inundada de luz blanca, que se fue extinguiendo lentamente.

★★★

Karl llegó puntualmente al departamento de Xenomicrobiología. Se detuvo en el primer laboratorio para saludar al flux, que le respondió guiñando los ojos al tresbolillo, y llamó a la puerta del despacho de van Eik. El profesor lo estaba esperando, y se levantó para estrecharle efusivamente la mano. El periodista dejó a un lado su suspicacia y aguardó acontecimientos.

Van Eik no parecía dispuesto a hablar de otra cosa excepto la comida. Se quitó la bata, se puso un jersey de color verde desvaído con coderas de plástico y arrastró a su acompañante a la primera acera autorrodante que se cruzó en su camino.

—Le aseguro, señor Medina, que no hay otro restaurante donde sirvan las mollejas de gandulfo cocinadas con tanto acierto. No se preocupe por el precio; invito yo. Me considero pagado por el placer de tomar un menú decente con alguien; los estudiantes de ahora no tienen gusto, todos enganchados a la comida rigeliana. El sitio tal vez le parezca un poco tosco, pero merece la pena.

—Si usted lo dice…

Llegaron a un viejo arcólogo y se introdujeron en el complejo laberinto del área comercial. Van Eik hizo un gesto desaprobatorio.

—En otro planeta, un sitio así estaría lleno de suciedad, apetitosos aromas, animales sueltos y un delicioso batiburrillo de cosas. Aquí todo es limpio, qué asco. Mire, hemos llegado.

El restaurante había sido decorado con gusto, simulando el interior de una gruta iluminada por antorchas artificiales. Las sillas y mesas eran de madera basta, sin barnizar, y los camareros no iban uniformados. El doctor había reservado un sitio en un rincón apartado, y el propietario del local fue a servirlos en persona. Van Eik debía de ser un parroquiano asiduo, a juzgar por las bromas que se cruzaron. Karl los dejó elegir el menú, mientras se le hacía la boca agua. El dueño trajo bebida y unos entremeses, y los dejó solos.

—Le aseguro que para degustar unas mollejas de gandulfo como las que sirven aquí —dijo van Eik, mientras vaciaba un pichel de cerveza— hay que ir al planeta Galadriel. Cuando estuve allí descubrí un mesón donde las hacían de maravilla escabechadas; el Murphy’s, creo. Lo regentaba un par de renegados imperiales vestidos de uniforme. Resultaba graciosísimo; la carta era recitada por un pájaro Whakkamole con librea. ¿Me pasa el cuenco de las arañas dulces, por favor?

La comida resultó opípara, pantagruélica, deliciosamente excesiva. Repitieron todos los platos, y necesitaron pedir un digestivo para poder volver a moverse sin problemas y que sus caras dejaran de estar coloradas y sudorosas. Finalmente, les trajeron unos cafés con vodka que terminaron de remontarlos a las más altas cotas de la felicidad. Karl se había olvidado de la razón de la extraña invitación del doctor, cuando éste dijo con naturalidad:

—Jonathan Mibsar fue asesinado, señor Medina.

La mente de Karl se despejó de súbito.

—¿Qué? —van Eik se lo repitió—. Pero la policía…

—Quienquiera que lo matara era un profesional, y no quiso dejar pistas. Pero yo conocía íntimamente a mis alumnos; Jonathan tenía muchas manías que el asesino ignoraba. Meros indicios, pero suficientes; desde el principio supe que no fue un suicidio. ¿Por qué no acudí a la policía, y preferí seguir representando el papel de afligido tutor que se sentía culpable? Ninguna de las pruebas parece lo bastante seria como para poseer un valor determinante por separado. Por otro lado, no quiero alertar al hijoputa que lo mató.

—Entonces, ¿por qué me cuenta todo esto?

—Tal vez esté cometiendo un error, pero me parece un tipo decente. Alguien más tenía que saberlo, por si a mí me ocurriera algo, y me fío de usted.

—¿Por qué todos parecen conspirar para sacar a flote mi supuesta buena conciencia? —preguntó a una copa vacía—. Estaba más tranquilo cuando sólo era un simple cronista de la jet —miró a su interlocutor—. ¿En qué basa sus conjeturas?

—Pequeños detalles, como dije. Primero, Jonathan era un shaddaíta practicante; nunca se hubiera quitado la vida. Segundo, tenía pánico a encender fuego en un sitio cerrado; algún trauma de infancia, quizá. Hay un triturador de documentos en el laboratorio, lo más práctico para deshacerse de un papel comprometedor; no deja rastro. Tercero, Jonathan era ambidextro. Escribía con la izquierda, pero manipulaba los instrumentos con la derecha. Adivine en qué mano tenía la hipodérmica con que se mató. Su asesino debió de pensar que era zurdo a la hora de simular el suicidio.

—Las pruebas son demasiado débiles para una acusación tan seria.

—Lo sé, señor Medina. Cuarto, los cuadernos. No eran los suyos, sino hábiles falsificaciones.

—El informe policial no mencionaba nada de eso.

—Lógico; ellos no tenían forma de averiguarlo. Mire, Jonathan era un buenazo, pero muy maniático. ¿Recuerda el aspecto de los cuadernos?

—Me parece que tenían hojas de papel y las tapas de cartón; desde luego, una excentricidad —van Eik asintió—. Llevaban un dibujo en la portada… ¿De qué se trataba? Ah, sí: una sopa de letras, creo.

—Letras y cifras, exactamente. En cada ejemplar eran distintas. Jonathan creía que determinados números eran infaustos, y compraba sus cuadernos escogiéndolos muy bien. Él nunca habría adquirido uno que empezara por 666, se lo aseguro. Pero allí estaba.

—Peculiar, sin duda, aunque insuficiente. Además, queda el problema principal: el móvil. ¿Tiene alguna idea al respecto?

—Recapacite, y usted también lo verá claro. El asesino no se tomó sólo la molestia de liquidarlo, sino que robó o destruyó sus papeles y los sustituyó por otros. Jonathan descubrió algo de vital importancia, lo comentó con quien no debía y lo pagó caro.

—Si usted lo conocía bien, tendrá algún sospechoso en mente.

—Jonathan se relacionaba con varios colegas de la especialidad, así como con compañías suministradoras de material de laboratorio. También pudo hacer una confidencia a alguno de sus compañeros, el cual se fue de la lengua más tarde. Demasiadas opciones.

—Parece un problema insoluble, me temo.

—¿Recuerda la fotografía que me pasó de aquellas fórmulas que halló en el hogar de los Mibsar?

—¿Acaso eran importantes? —Karl se estremeció.

Van Eik apoyó la barbilla en las manos. Habló pausadamente, como midiendo cada una de sus palabras.

—Una de ellas correspondía a un alcaloide sagitariano bastante raro. Su nombre técnico es larguísimo, así que lo denominaré mibsarina, en honor a Jonathan. Es una toxina sutil, que provoca la degeneración irreversible de las células nerviosas. Su consumo crónico puede convertirlo a uno en poco menos que un vegetal babeante en cuestión de meses. Después de causar su efecto es descompuesta por el organismo. Resulta prácticamente indetectable.

—Menos mal que la mibsarina sólo es producida por aquellos seres con pinta de hongo que tienen encerrados en el laboratorio —miró al profesor, y comenzó a alarmarse—. ¿O no?

—Según esas fórmulas, Jonathan había descubierto que la mibsarina podía obtenerse con facilidad a partir de compuestos ya existentes en el mercado. Si una persona ingiere dos sustancias, llamémoslas A y B, mezcladas con alcohol, aparece la mibsarina. Luego pasará a la sangre y de ahí al cerebro, deteriorándolo poco a poco.

—Joder… —Karl estaba impresionado—. ¿Cuáles son las sustancias A y B, si puede saberse?

—Forman parte de la droga conocida como ensueño purpúreo. Cualquiera que la tome mezclada con alcohol es candidato a sufrir una severa degeneración nerviosa.

Un sudor frío empezó a correr por el cuerpo del periodista.

—Pero si el ensueño es la última moda en las fiestas; creo que lo probé una vez…

—Pues no vuelva a hacerlo, se lo aconsejo. Me he informado, y la empresa responsable ha dejado discretamente de fabricarlo. Por supuesto, no se han molestado en retirar las existencias que circulan por ahí; a nadie le gusta la publicidad desfavorable. Supongo que por eso quitaron de en medio a Jonathan. Imagínese: si se publicara que el ensueño es venenoso, la empresa tendría unas pérdidas económicas espectaculares, sin contar las indemnizaciones a los afectados.

—Y el ensueño purpúreo es producido por…

—La Sempai Biocorp. Alguno de sus directivos mandó matar a mi alumno.

—La Sempai Biocorp… —Karl silbó—. Es una de las principales compañías corporativas.

—¿Comprende por qué no quise decírselo por videófono, señor Medina? —la voz de van Eik era tranquila—. Son demasiado poderosos. Sin duda tienen contactos en la policía, y nos vigilan discretamente. No vacilarán en liquidar a todo el que amenace sus intereses.

—Entonces, sabe tan bien como yo que no es posible hacer nada.

El científico lo miró fijamente, y permaneció en silencio.

★★★

Suniva contempló desapasionadamente a los dos hombres.

—La Sempai Biocorp es intocable, doctor. Ni siquiera podría llevarla a juicio. La legislación hlanithiana es permisiva, y se requieren pruebas más sólidas para llevar a una megacompañía ante un tribunal. Además, podrían influir o comprar a los jueces y los medios de comunicación. Quien se meta con ella está acabado. Lo acusarían de calumnias y sería empapelado de por vida.

—Puede que una demanda conjunta tuviera más posibilidades de éxito —propuso van Eik, no muy seguro.

—¿Conjunta? ¿Con quién? No voy a ser tan idiota como para mezclar a Actualidades con esto. Me arruinaría. Y si Karl quiere hacerse el héroe, lo será a título personal, no sin que antes lo despidiera. Esa gente no se anda con bromas, y yo he luchado mucho para ocupar este puesto —abarcó con un gesto su despacho—. Como máximo, puedo ayudarle a guardar su secreto, y tratar de que sea divulgado en caso de que tomaran represalias contra usted, pero no deseo verme implicada. Luchar por los desvalidos es un buen argumento para una novela, pero la vida real es mucho más prosaica. Por cierto, ¿no cree que corre un gran riesgo al confiar en mí? Sólo soy la directora de una revista amarilla —concluyó, con un toque de amarga ironía.

—El señor Medina me dijo que usted era de fiar. Quizá podría permitirme el lujo de intentarlo solo, ya que tengo las espaldas cubiertas. Varios amigos míos están en el Consejo Supremo y otros puestos claves, y ni siquiera la Sempai se atrevería a gastarme una jugarreta. Sin embargo, mi conducta social no es muy ortodoxa, y no les costaría probar que estoy chiflado. Tiene usted razón: un buen abogado destrozaría nuestras débiles pruebas. Maldita sea, odio saber que el asesino anda suelto, y que nunca podremos cogerlo.

—¿Se lo decimos a la familia Mibsar? —preguntó Karl, que hasta entonces había permanecido callado.

—¿Para qué? —replicó Suniva—. Sólo contribuiría a hurgar en la herida, y los shaddaítas no tendrían mucho peso en un tribunal. Sí, Hlanith es igualitario, pero hay personas más iguales que otras.

—No creo que puedan sufrir más que ahora —prosiguió Karl—. ¿Sabes lo que supone ser el familiar de un suicida?

—De acuerdo: vas, se lo dices, pierden los nervios y lo publican a los cuatro vientos. La mierda nos salpicaría a todos.

—Permítame que la contradiga —terció van Eik—. Los shaddaítas viven a la defensiva, y cuidan mucho sus relaciones con los gentiles. Hablarían con sus sacerdotes y ellos decidirían. Acostumbran a solventar sus problemas de puertas para adentro.

Se miraron mutuamente unos instantes, indecisos.

—De acuerdo, pero yo voy con vosotros —dijo Suniva.

—No quisiera parecer grosero, pero la religión shaddaíta es profundamente misógina y puritana —dijo el doctor, tras repasar el complejo vestido escarlata de la mujer y su barroco peinado.

—Descuide, sé adaptarme a las circunstancias —repuso, con cara de fastidio—. Y no es la primera vez que veo shaddaítas de cerca. Al menos, los Mibsar estarán vivos.

Van Eik enarcó las cejas, extrañado, pero prefirió no preguntar.

—Yo me encargo de concertar la entrevista —propuso—; tienen mucha confianza en mí. Les avisaré con antelación suficiente.

El doctor se despidió y se fue. Karl trató de entablar conversación con su directora, pero ésta parecía ausente e irritable, así que lo dejó estar y se marchó a casa. Van Eik lo llamó pocas horas más tarde y lo citó para el día siguiente.

Karl durmió poco aquella noche, y no paró de agitarse en la cama. Tomó un frugal desayuno, alquiló el traje gris que ya le parecía tan familiar, y se fue al barrio shaddaíta tan rápido como pudo. El científico lo aguardaba junto a la oficina de Inmigración. Hizo algunas bromas de dudoso gusto sobre la puntualidad femenina, pero Suniva lo desmintió apareciendo enseguida. Los dos hombres la miraron, estupefactos. Llevaba un uniforme de corresponsal de guerra.

—Los shaddaítas nunca me criticaron esta indumentaria cuando estuve en Gad —sonrió maliciosamente.

Van Eik la obsequió con una leve reverencia.

—Permítame decirle que le sienta estupendamente, encantadora dama —ella respondió con una genuflexión—. Se nota que no lo ha comprado en unos grandes almacenes. La ropa está usada, ¿eh?

—Pues sí. No perdamos más tiempo.

Obtuvieron un pase en la oficina, tras soportar las benévolas atenciones de la encargada, y entraron. La atmósfera era idéntica a la que Karl recordaba, pero de repente algo cambió. Las voces callaron, y se dio cuenta de que todos los miraban. Incluso los niños habían captado que algo raro sucedía, y dejaron de alborotar. La atención de los shaddaítas se centraba en Suniva. Karl también notó algo distinto en ella. Caminaba y se movía de otra manera, con más agilidad. Podía imaginársela con una cámara, moviéndose entre las ruinas de la guerra. La capa de sofisticación con la que se cubría habitualmente se había esfumado sin dejar rastro.

Un viejo se acercó y se detuvo ante ellos. Titubeó, pero al fin se decidió a preguntar:

—Perdone… Usted estuvo en Larnissa, ¿verdad?

Suniva asintió. El viejo volvió con sus compañeros, abstraído.

Llegaron al hogar de los Mibsar. Adela les abrió la puerta y los saludó, muy nerviosa. Cuando vio a Suniva se quedó parada, como si se hubiera tropezado con una aparición, aunque se rehízo de inmediato. Los condujo al salón, donde aguardaba el resto de la familia. Todos se mostraron perturbados al saludar a la directora de Actualidades. Incluso la abuela salió de su sopor habitual. Con voz clara le dijo, mientras apretaba las manos entre las suyas:

—No se aflija, señorita. Ustedes no tienen la culpa, y bastante han hecho ya por nosotros. Aunque repartan sus raciones de comida, somos demasiados. No hay siquiera para alimentar a los niños. Si quieren ayudarnos, rueguen a Shadday para que la Corporación envíe algún cargamento de ayuda humanitaria pronto. No llore, señorita; Él se apiadará de sus hijos. Traerán comida y medicinas, ya verá.

La anciana volvió a sumirse en su nebuloso mundo. Suniva acarició aquellas manos nudosas como sarmientos y la besó en la frente. Se dio la vuelta, y comprobó que todos la miraban. Hizo un gesto de disculpa y se encogió de hombros. Karl y van Eik estaban impresionados.

Adela les presentó al sacerdote. Era un hombre pequeño, de poco más de metro sesenta y tan flaco que parecía que le hubieran arrancado la carne de los huesos. Cubría la cabeza con un sencillo gorro de lana, y en el rostro demacrado resaltaban sus pequeños ojos negros, con una mirada fría como el hielo. Vestía con la misma sencillez que los demás, salvo por un recargado pectoral metálico sujeto a su espalda por correas de cuero. Saludó con un breve apretón de manos a los recién llegados, sin despegar los labios, aunque cuando le llegó el turno a Suniva pareció intuirse un retazo de cordialidad. Después se hizo el silencio. Nadie sabía muy bien qué decir. Van Eik y Karl se miraron. El periodista suspiró; le había tocado a él.

—Señor Mibsar, su hijo no se suicidó. Lo mataron.

Amós Mibsar reaccionó como si hubiera recibido un electrochoque. Un segundo antes, su semblante recordaba el de un sonámbulo; después de aquellas palabras, miró a Karl con ojos desorbitados, los puños crispados, como si fuera a abalanzarse sobre él. Justo entonces Esther se desmayó, y todos corrieron a atenderla salvo el sacerdote, que permanecía impasible. La abuela seguía durmiendo, por suerte. Van Eik demostró entonces que sabía tratar a los shaddaítas. Logró calmarlos tras unos minutos de histeria, y les explicó cómo habían llegado a la conclusión del asesinato. Solicitó ver los objetos personales de Jonathan, pero no halló nada nuevo que ratificara sus sospechas.

El sacerdote había estado callado todo el tiempo. Los Mibsar lo miraron, como esperando que levantara su sentencia de muerte eterna sobre el alma de Jonathan. Y entonces habló, en voz baja y con un tono tan desapasionado que daba escalofríos. Karl comprendió cómo un hombre tan insignificante podía hacerse temible para su comunidad:

—La hipótesis es plausible, pero no resulta absolutamente convincente. El anatema no puede ser levantado.

Amós Mibsar se derrumbó. Cayó sobre un sillón, se tapó la cara con las manos y rompió a llorar, mientras Adela trataba inútilmente de consolarlo. Karl nunca había oído a un hombre sollozar de aquella manera, y estaba asustado. Y entonces se fijó en van Eik, y se alarmó aún más. El científico estaba indignado, a punto de estallar. Necesitó una dosis muy alta de autocontrol para poder hablar con voz tranquila.

—Mire, reverendo, esta familia está padeciendo injustamente. Sabe tan bien como yo que Jonathan no se suicidó. ¿Es que en su religión no hay una pizca de humanidad? ¡Levante el dichoso anatema o como se llame! —se estaba acalorando demasiado, así que trató de serenarse—. Si es imposible, retire al menos las sanciones más graves de forma temporal, mientras se reúnen más pruebas.

—A un gentil tal vez nuestras leyes le parezcan duras, pero Shadday es un dios severo…

—… Aunque justo —cortó van Eik, sin poder contenerse; el sacerdote no hizo caso, y prosiguió con el mismo tono de quien está por encima del bien y del mal:

—Si suprimiéramos el anatema, aunque sólo fuera parcialmente, estaríamos haciendo recaer nuestras sospechas sobre otra gente que quizá sea inocente. Y entonces no tendríamos un posible pecado, sino dos. Es de sabios escoger el mal menor.

Van Eik miró al sillón, donde Amós gemía y se lamentaba, recordando a su hijo muerto, incapaz de detenerse. En un dialecto vegano tan cerrado que Karl y Suniva entendieron a duras penas, dijo:

—En momentos como éste, me siento orgulloso de ser ateo. ¿Es que no ves, pedazo de cabrón, que tus malditas leyes sólo sirven para hacerlos sufrir? ¿No tienes sangre en las venas? ¿O acaso te complace confirmar el efecto de tu autoridad sobre ellos?

El científico profirió algunas lindezas más, indicando al sacerdote dónde se podía introducir a su bendito Shadday. Karl nunca había oído a nadie maldecir y blasfemar con tal soltura, y dio gracias a que el religioso no comprendiera el vegano. Al final, van Eik lo miró a los ojos fijamente y le preguntó en interlingua:

—Entonces no hay nada que hacer, ¿verdad?

—Shadday es Todopoderoso. Shadday es Misericordioso. Shadday es Justo, aunque sus caminos puedan parecer retorcidos. Si Jonathan fue verdaderamente devoto, la verdad prevalecerá al fin, diáfana. Adiós.

El sacerdote bendijo a los presentes con un gesto y se marchó en silencio. Amós había conseguido calmarse, aunque aún tenía los ojos llorosos y la voz ronca. Miró alternativamente a sus tres visitantes, como si fueran la única tabla de salvación tras un naufragio.

—Por favor… —fue lo único que pudo decir.

Van Eik hizo un gesto de impotencia y se fue hacia un rincón del salón, cabizbajo.

—Lo lamento, pero nadie logrará nunca demostrar que la Sempai Biocorp lo hizo —dijo Suniva—. Comprendo la reticencia del sacerdote. Cualquier intento de inculpar a una compañía tan fuerte puede acarrear represalias, como la no admisión de más refugiados de Gad, o el endurecimiento de la política de acogida. Y, por supuesto, así lo ordena Shadday —había amargura en la voz de la mujer, y nadie protestó por la irreverencia—. Sé que no es un consuelo, pero tienen que hacerse a la idea. Al menos, sabrán que su hijo no era un cobarde.

—Shadday no se equivoca; Bendito sea Su Nombre —murmuró Amós.

—Tal vez Él nos esté probando —dijo Adela, consoladora.

—¿Tan mal nos hemos comportado para recibir este castigo? —repuso Esther, que hasta entonces no había abierto la boca—. Llevamos sufriendo toda la vida, y cuando parecía que las cosas iban bien, entonces… Y yo nunca he dejado de rezarle, nunca…

Amós estaba tan abatido que ni siquiera se molestó en castigar a su mujer por semejante falta de fe. La abuela eligió ese momento para despertarse y preguntar que dónde se había metido Jonathan, ese demonio de crío. El doctor y los periodistas creyeron conveniente marcharse. No podían hacer otra cosa.

Ninguno de ellos habló mientras abandonaban el barrio. Antes de salir al exterior, el viejo que los había parado al llegar vino corriendo a su encuentro. Traía una gallina sujeta por las patas, y el pobre animal no paraba de aletear y cacarear. Se la entregó a una sorprendida Suniva, que no tuvo más remedio que aceptarla a la vista de la cara de gratitud y respeto que exhibía el hombre.

—Nunca olvidaremos Larnissa, señora.

Cuando abandonaron la zona y tomaron un agrav, entre los tres llevaban media docena de pollos, varias bolsas con verduras del tiempo y un juego de servilletas con festón de encaje de bolillos, que les había regalado una señora gorda.

—Me parece que vamos dando la nota —dijo van Eik, después de que una gallina flagelara de un aletazo la nariz de su compañero de asiento, que se mudó de sitio indignado.

—¿Para qué nos habrán regalado estos bichos? —preguntó Karl.

—Su carne se come.

—¿Eh? —el periodista no daba crédito a sus oídos—. ¿Quiere decir que la carne enlatada procede de…? —van Eik asintió—. Quién lo diría —la mirada de una gallina se posó sobre él, como reprochándole algo—. Pues a mí me da pena.

—Puede donarlas al zoológico de Dama Sinfuste, para que haga compañía a sus otros bichos…

El viaje fue épico. Karl se despidió de sus compañeros, a los que regaló la parte que le correspondía, y se dirigió a su arcólogo, meditando sobre el dolor de los Mibsar. Suniva había dejado bien claro que prohibía tajantemente a cualquiera de sus empleados formular preguntas a la Sempai Biocorp. Le dio muchas vueltas al asunto, y al final tuvo una idea.

★★★

Hlanith era un planeta rico y superpoblado, muy codiciado por las grandes multiplanetarias. Había mercado suficiente para todas, y se las habían arreglado para coexistir de forma más o menos pacífica. Una consecuencia de ello era la proliferación de fiestas y recepciones para mantener contentas a las clases altas, y asegurarse su colaboración. Eso siempre puede ser útil para desbancar a un rival.

La Sempai Biocorp no era una excepción. Karl averiguó que organizaba una fiesta en honor del nuevo embajador de Chandrasekhar, y que a ella asistirían sus principales directivos. No le costó demasiado que le asignaran cubrir la información del acontecimiento. El ordenador le pasó una lista con los asistentes. La revisó y sonrió; había una serie de personas fijas, omnipresentes, que se apuntaban hasta a un bombardeo. Unas lo hacían por aburrimiento, otras por afán de notoriedad, y algunos miembros de la jet venidos a menos, para sobrevivir una semana más a cuenta de la exclusiva de alguna foto o declaración. Luego estaban los políticos locales, varios embajadores, la prensa y altos cargos de la Sempai. Se fijó especialmente en estos últimos. «Son peces muy gordos; incluso asistirá el director de la sucursal principal de Hlanith, Cornelius Berserk, y no es un tipo de los que se dejan ver en público. No puedo desaprovechar la ocasión».

Karl fue uno de los más madrugadores, y pudo observar a placer el lento goteo de gente que llegaba al arcólogo de la Sempai. La terraza, un espacio de cincuenta hectáreas cubierto por una cúpula de plástico transparente, se fue poblando de una humanidad variopinta que, como es norma en estos casos, se dedicaba a comer, beber y charlar sobre trivialidades, salvo cinco o seis personas que permanecían sobrias y hablaban de negocios. En un rincón, los miembros de la embajada de Chandrasekhar formaban un corrillo, totalmente fuera de sitio. Su mundo natal había sufrido muchas guerras durante siglos, que lo habían dejado hecho una ruina radiactiva. El proceso de limpieza ecológica era largo; las vicisitudes de la política lo enlentecían aún más, y las penalidades eran muchas. Los nativos de Chandrasekhar eran gente sobria y trabajadora, y aquel derroche los ponía enfermos. No obstante, intentaban parecer corteses y no mirar con ojos como platos a algunas Damas y Señores de indumentaria estridente. Obviamente, la Sempai los había impresionado.

Karl paseó entre corros, hologramas, animales de compañía, robots de propaganda, maniquíes y mesas con comida, bebida y drogas. Entrevistó a gente que no le interesaba lo más mínimo para guardar las apariencias, y picó en algunas bandejas de canapés sin demasiado apetito. A decir verdad, no tenía muy claro qué hacer a continuación. Iba a por una cerveza, cuando vio a su lado unos sobrecitos de ensueño purpúreo. Se estremeció. Ni siquiera los habían retirado de su propia fiesta. Trató de localizar al director quien, por lo visto, no tenía intención de aparecer por allí.

—Perdón, caballero, ¿me permite robarle unos minutos?

Se dio la vuelta, sobresaltado. Un robot de propaganda pretendía mostrarle los últimos logros de la Sempai Biocorp. Ya que no tenía nada mejor que hacer, se permitió un recorrido a través del catálogo interactivo. Lo dejó a los pocos minutos; por lo visto, aquella compañía fabricaba todo lo imaginable, desde cazabombarderos inteligentes hasta alfombras, pasando por juguetes, prótesis orgánicas, alimentos sintéticos y, obviamente, drogas legales. Todas las multiplanetarias hacían lo mismo.

De repente, detectó cierto movimiento al otro lado de la terraza del arcólogo. Al acercarse, vio que el pez más gordo había entrado en escena: se había formado un séquito de aduladores a su alrededor, que hacían todo lo posible por parecer bellos, graciosos o interesantes. Le recordaban a un grupo de monos, pendientes del más mínimo gesto del macho alfa. Se les unió, procurando pasar desapercibido.

Una vez, mucho tiempo atrás, Cornelius Berserk fue un niño torpe y tímido, que tuvo que luchar a muerte para ser alguien en la vida. Nadie lo sabría nunca, ya que había borrado concienzudamente todas las huellas de su pasado. Ahora era omnipotente, y quería que los demás lo supieran, que lo envidiaran, que bailaran frente a él. Y había conseguido lo imposible: parecer ostentoso en un lugar como Hlanith.

Karl sonrió al ver la cara que se le había quedado al embajador de Chandrasekhar tras saludar a Berserk. El director vestía un traje hecho de hilos de oro, placas de biometal y fibra óptica, que cambiaba sutilmente a cada movimiento. Lucía un sombrero adornado con rarísimas conchas de wasaxaif, por las que un coleccionista hubiera pagado una fortuna, y su capa de seda de araña arcturiana valía más que el presupuesto de muchos estados. Y más de uno hubiera vendido a su madre a cambio de una sola de las joyas con las que adornaba su cuello, manos y tobillos. Su conversación era fluida y amena; no en vano había pagado a los mejores maestros. Cuando se marchó, los nativos de Chandrasekhar tuvieron que beber algo fuerte para reponerse de la impresión.

—Me siento como si fuera un paleto —comentó uno de ellos, mientras se echaba al coleto una copa de aquavit.

Karl siguió al director, preguntándose si se atrevería a decirle algo, cuando se dio cuenta de que Berserk tenía un acompañante. Quedó paralizado por el asombro. «Un andrógino de Arcadia… Pero ¿de cuánto dinero dispone ese tío para poder permitirse comprarlo?»

Era la primera vez que veía un andrógino. Se trataba de algo que, cuando uno lo leía en una enciclopedia, no tenía más remedio que exclamar: «Caramba, qué cosas», y sentir una punzada de envidia. No habría más de doscientos en todo el Ekumen, y por eso eran tan caros.

El Gremio de Ingenieros Genéticos de Arcadia era especialista en fabricar esclavos a medida para sus refinados nobles, hasta que fue disuelto por la Corporación. Ésta presumía de amoral y permisiva, pero la erradicación de los esclavistas era uno de sus pocos principios sagrados. Sin embargo, algunos Ingenieros escaparon, y continuaron trabajando en la sombra. Sabían que la demanda nunca les fallaría. Los andróginos eran su más notable creación, unos seres que podían cambiar de sexo a voluntad, y adiestrados para dominar el arte amatorio a la perfección. Cornelius Berserk había conseguido que las autoridades corporativas hicieran la vista gorda, lo que daba idea de su poder.

Karl se lo quedó mirando. Era un ser pequeño, delicado, vestido con una sencilla túnica blanca sujeta por un cinturón plateado. Sus cabellos, rubios y rizados, estaban ceñidos por una banda de seda negra. Parecía un efebo increíblemente hermoso, pero al momento siguiente era una bella muchacha, una niña. Se dio cuenta de que el periodista lo miraba. Sonrió y lo saludó:

—Hola.

Karl se estremeció. Aquella voz era tan perfecta que no parecía humana. Una sola palabra, y ya había sentido la necesidad de acercarse a él/ella y protegerlo. Respiró hondo; la capacidad de empatía del andrógino resultaba asombrosa. Probablemente era semitelépata, y podía modelar hasta cierto punto los deseos de quienes le rodeaban.

—Permítame que le presente a Antínoo, señor Medina. Creo que le ha caído usted simpático —dijo una voz a su espalda.

Karl se dio la vuelta, para encontrarse cara a cara con Cornelius Berserk. Desconcertado, estrechó la mano a ambos, amo y sirviente. Berserk hizo un gesto y el coro de aduladores que lo rodeaba se esfumó en un santiamén. El director le pasó una mano por el hombro y se dirigió hacia una de las mesas. El andrógino les seguía, moviéndose con una inimitable gracia fluida. Karl nunca había visto nada tan fascinante, tan pleno de erotismo, y envidió a Berserk con toda su alma.

—Se extrañará de que conozca su nombre, señor Medina —iba diciendo el director, con un tono vagamente afectado que pretendía ser simpático—, pero mi deber es saberlo todo. La Sempai siempre ha cuidado su imagen, y uno de nuestros secretos es tratar bien a la prensa. A veces son ustedes un poco impertinentes, pero es su deber. Sin embargo, el mutuo entendimiento resulta beneficioso para todos.

Karl no sabía qué pensar. Aquellas palabras podían contener una velada amenaza o ser simplemente lo que aparentaban, un comentario amable en una conversación casual. Llegaron junto a una mesa y tomaron unas bebidas. El andrógino dudaba, y lanzó al periodista una mirada en busca de consejo que le aceleró el pulso. Entonces Karl vio algo que le dio una malévola idea:

—¿Quieres probar un ensueño purpúreo, Antínoo? —le ofreció un sobrecito de droga.

El semblante del andrógino mudó de aspecto en un momento. Se asustó, aunque lo disimuló enseguida, y miró azorado al director, como pidiendo ayuda. Berserk acudió al quite con naturalidad.

—No pervierta usted a mis amantes, señor Medina; los necesito en plena forma para que me satisfagan mejor. Les he prohibido meterse en el cuerpo nada fuerte. Que no sea mío, claro está, ja, ja —el andrógino le lanzó una mirada de agradecimiento y se refugió tras él, de forma tan natural que un observador no habría notado nada raro.

—¿La toma usted, entonces? —Karl estaba sorprendido de su propio atrevimiento, pero tenía la impresión de que iba por el buen camino.

—No, gracias; no me gusta mezclar el trabajo con el placer privado. Aún he de conversar con más gente, y no desearía cometer alguna impertinencia, llevado por la euforia.

—Lo comprendo, señor Berserk —miró a la copa que tenía en la mano, ahora vacía, y simuló no saber qué hacer con ella—. Es una pena que no haya camareros shaddaítas por aquí, para que recojan todo esto.

—Descuide, señor Medina; los recipientes vacíos se autodestruyen después de su uso. Están hechos de un polímero autodegradable, uno de nuestros más logrados productos. Y ahora, si me disculpa…

Berserk y su andrógino se despidieron educadamente, e incluso Antínoo le dio un beso en la mejilla y tocó con la punta de su lengua el lóbulo de la oreja, provocándole un escalofrío de placer. Karl se sirvió otra cerveza, tratando de poner en orden sus pensamientos y preguntándose si en realidad había descubierto algo. «No parece haber captado mis indirectas. ¿Será inocente, o disimula muy bien?» Estaba tan ensimismado que no se dio cuenta que Berserk se encaminaba hacia una cabina videofónica y hacía una breve llamada. La expresión de su cara no era nada alegre.

Karl regresó a casa muy tarde, con la cabeza un poco pesada a causa de la cerveza. Lo primero que hizo fue ir al cuarto de baño para aliviar su vejiga. Más relajado, se dirigió al dormitorio, pero la puerta del aseo no se abrió. Extrañado, preguntó al ordenador:

—¿Qué ocurre, Bautista? ¿Se ha estropeado la puerta?

—Buenas noches, señor. ¿Desea algo más?

La voz del ordenador sonaba muy rara. Karl se alarmó.

—Abre la puerta, Bautista.

—¿Tal vez un poco de música, señor? ¿Rock xeno, por ejemplo?

La última creación de un grupo de moda atronó el cuarto de baño. Karl cayó al suelo, tapándose los oídos con las manos, gritando de dolor. Cuando terminó, al cabo de tres minutos, se quedó boqueando, como un pez fuera del agua.

—Bautista, ábreme la puerta y déjame salir, maldita sea.

—¿Tal vez música clásica? Smetana siempre le gustó.

La hermosa pieza Moldava comenzó a sonar, aunque a un nivel de decibelios que sobrepasaba en mucho el umbral del dolor. Karl creyó morir. A Smetana siguieron Beethoven, Copland, Falla, Gluck… Perdió la cuenta. Sólo sabía que estaba encerrado como una rata, y que iba a diñarla en el retrete. Bautista se había vuelto loco, y nadie acudiría en su auxilio. Los pisos de los arcólogos estaban perfectamente insonorizados y, realmente, nadie lo echaría de menos. De vez en cuando se reía, histérico, pensando en lo absurdo de la situación. Trató de suicidarse, pero el ordenador había desconectado el botiquín y el suministro de agua.

Pasaron cuatro días hasta que lo sacaron de allí.

★★★

Van Eik entró a la habitación del hospital y se acercó al enfermo que reposaba en la cama. Éste abrió los ojos y lo reconoció. Intentó hablar, pero estaba muy débil.

—No se esfuerce; pronto se recuperará y no quedarán secuelas. Me alegro de verlo despierto; ya parece usted una persona. Cuando lo encontramos en el aseo estaba hecho una pena. Me asustó, créame.

Karl fue a abrir la boca, pero el doctor lo contuvo con un gesto.

—Tranquilo, se lo explicaré todo. Hace una semana hablé con Suniva para preguntarle sobre la Sempai, y nos acordamos de usted. Me comentó que estaba esperando un artículo sobre una fiesta, el cual le había ocupado más tiempo del previsto, porque su ordenador doméstico sólo decía: «El señor Medina está trabajando y no desea ser molestado. Deje su mensaje, si es tan amable». Pregunté de qué fiesta se trataba, y cuando me dijo que era una promoción de la Sempai Biocorp tuve un presentimiento y decidí visitarlo. El ordenador no me dejó entrar, alegando razones de trabajo. Conozco a esos cacharros, y por su forma de responder me di cuenta de que algo marchaba mal. Llamé a la policía, forzamos la puerta y lo encontramos a usted reducido a un estado lamentable; le ahorraré los detalles.

Karl, haciendo acopio de fuerzas, le estrechó la mano.

—Bah, no tiene importancia —van Eik sonrió—. Señor Medina, he revisado la grabación que hizo en la fiesta de la Sempai y se comportó como un imbécil —el rostro del científico era severo—. Si nunca antes se dedicó al periodismo de investigación, y no sabe cómo interrogar, ni a quién, mejor quédese en casa y deje de jugar al detective aficionado. El tal Berserk debía de saber algo, porque su ordenador fue saboteado a conciencia —la cara de Karl perdió el escaso color que le quedaba—. Sí, teóricamente es imposible alterar el programa de un ordenador doméstico, pero ya ve… Nunca conseguirá demostrarlo; las apariencias son las de un desgraciado accidente, pero les pasé los datos a algunos colegas de toda confianza, y su veredicto fue unánime. Me dijeron que lo felicitara: ha tenido usted el honor de ser víctima del trabajo de un genio de la Informática —Karl susurró un taco—. Estamos de acuerdo. Han retirado a su querido Bautista, y me he tomado la libertad de prestarle un ordenador de toda confianza, un clon del que tengo en casa. A ése no podrán alterarlo; incluye sistemas militares de autoprotección. Y ahora, descanse; le hará falta. Ya discutiremos el asunto más adelante y le echaré el rapapolvo que se merece.

Van Eik se despidió, pero antes de salir se volvió:

—Suniva está esperando para entrar, señor Medina. Intentará hacerse la dura, y jurará que se trata de una mera visita de cortesía. Sin embargo, no ha parado de interesarse por usted desde que lo trajimos, y todos los días ha pasado aquí un buen rato, aunque usted no lo recuerde. Nos veremos en su casa, pues.

El doctor lo saludó y se marchó. Al cabo de un minuto entró Suniva y, efectivamente, le echó una gran bronca, tal vez para disimular el alivio que sentía. Karl fingió sorprenderse de verla, y fue entonces cuando realmente comenzó su recuperación.

★★★

Van Eik recorrió los interminables pasillos del arcólogo y llamó a la puerta. Ésta se abrió automáticamente.

—Buenos días, pareja —dijo, al ver a Karl y a Suniva.

Ambos estaban sentados en un mullido sofá, que había brotado al efecto del suelo. La mujer parecía haber asumido el papel de enfermera; incluso su indumentaria era sobria.

—Muy agasajado tiene usted a este elemento —la amonestó el doctor—. No se merece estar ahí tan cómodo, aprovechándose de un alma caritativa. Debería propinarle una buena paliza —Karl abrió la boca para saludarlo, pero no le dejó hablar—. Tiene usted mucho mejor aspecto; su color recuerda ya al de un ser humano vivo.

—Sí. Suniva me ha relatado las circunstancias más escabrosas relacionadas con mi infortunado accidente. Cuatro días ahí dentro; madre mía… —se estremeció.

—No se preocupe; al menos, no tuvo que recurrir a devorarse a sí mismo. Menos mal que quedaba un resto de agua en la cisterna, ¿eh?

—No me lo recuerde.

—¿Qué piensa hacer ahora? —le preguntó de sopetón.

Karl lo miró desconcertado. Había estado tan absorto en el placer de restablecerse que no quería pensar en otra cosa. Fue Suniva, con cara de circunstancias, la que respondió:

—Ya le sugerí a este besugo que no se metiera en camisas de once varas. Debería despedirlo, pero me estoy volviendo blanda. Hemos de recuperar la normalidad, y disfrutar del tiempo que nos toca vivir.

—Me pregunto si de verdad intentarían matarme —murmuró Karl.

—Liquidarlo o asustarlo, qué más da. El mensaje ha sido muy explícito, y quizá iba en parte dirigido a mí. Nunca se atreverán a atacarme directamente; tengo buenos y poderosos amigos, pero no se puede decir lo mismo de usted. Sólo un gilipollas se atreve a lanzarse como un kamikaze contra alguien más fuerte. Además, la advertencia también se aplica a Suniva. Quitar de en medio una pieza sacrificable es muy útil: amedrenta a las demás sin causar escándalo.

—Menudo consuelo —repuso Karl, abatido—. Lo mejor será olvidarlo todo, ¿no? —se hizo un silencio embarazoso, roto al final por el propio Karl—. ¿Ha visitado a los Mibsar? ¿Cómo se encuentran?

—Fatal. Han caído en una especie de crisis. Su profunda religiosidad les impide cuestionar los designios de Shadday, pero albergan dudas, aunque no quieran reconocerlo. Y lo peor es el sentimiento de impotencia, el ser incapaces de hacer nada.

Otro silencio. En esta ocasión fue Suniva la que habló, con tono triste, resignado:

—Cuando fui corresponsal de guerra aprendí una regla de oro: sólo los fuertes ganan. Los débiles, con razón o sin ella, no tienen más remedio que morir o ceder. Nadie va a levantar nunca un dedo por ellos. Así que sólo quedan dos opciones: unirte a los poderosos, o pasar inadvertido y tratar de ser feliz, sin complicarte la vida. Te pareceré cínica, pero soy realista.

—Nadie la va a culpar por pensar así —repuso van Eik—. Los actos heroicos quedan muy bien en los libros, pero sólo ahí.

—Sin embargo… —repuso Karl.

—No se haga ilusiones. Ésta es una guerra que nunca podrá ganar, y usted lo sabe.

La voz del nuevo ordenador doméstico interrumpió bruscamente la conversación. Era un poco seco, pero Karl odiaba cualquier cosa que remotamente le recordara a Bautista.

—Hay una llamada videofónica, señor Medina.

—No esperaba ninguna. ¿De quién es?

—Del edificio central de la Sempai Biocorp, señor.

Karl saltó literalmente del sofá. Al oír las palabras Sempai Biocorp, lo primero que le vino a la mente fue su inolvidable estancia en el cuarto de baño, y un negro espanto se abatió sobre él. Pero bajo ese miedo se agazapaban una ira y un odio terribles. Además, se sentía protegido, entre amigos. Autorizó la comunicación.

Un gran holograma se formó en la habitación. El emisor debía de ser excepcional: a pesar de que Karl disponía de un obsoleto receptor doméstico, la sensación de realidad era casi total. Lo que mostraba la cámara parecía un paisaje de ensueño. Fue deslizándose por un bosque de cristal, con árboles cuyos troncos eran columnas de cuarzo ahumado, sus frutos esmeraldas perfectas, y las hojas láminas de mica que se agitaban al son de una brisa imperceptible, generando una música cautivadora. Corrientes de agua fluían entre pulidas rocas de ágata. La imagen se dirigió hacia una pequeña isla, bordeada por dos arroyuelos que se perdían en diminutas cascadas.

En el centro de aquella isla había un hombre, sentado en un trono que parecía un híbrido entre roca y tronco de árbol. Una pareja de niñas desnudas le ofrecía frutas en bandejas de mimbre. Él iba vestido con una túnica de seda engañosamente sencilla, y calzaba sus pies con sandalias doradas. Su pelo estaba ceñido por una redecilla de hilos de plata con diamantes engarzados.

Cornelius Berserk sonrió y habló en tono amable y cálido:

—Buenos días, señor Medina. Observo que está bien acompañado; mejor así. Me informaron que había sufrido usted un enojoso percance, lo cual me apenó. Estuvo usted tan simpático en la fiesta… Así que decidí llamarlo para interesarme por su salud que, por supuesto, me causa honda preocupación.

Karl sudaba. Una parte de su ser quería gritar, insultar a aquel hombre que se reía de él; la otra deseaba pedirle perdón, suplicarle que lo dejara en paz. Por fortuna, van Eik entró en la conversación:

—Adora usted los eufemismos, señor Berserk —dijo, con el aplomo de un jugador de póquer; el otro respondió con un cortés saludo.

—Celebro verle, doctor. Ya ve, aquí estamos todos, en el lecho del dolor de un pobre enfermo, a punto de morir por culpa de un accidente doméstico… Ay, esta juventud vive sin cuidado alguno, y eso sólo puede traer malas consecuencias. Si no se toman las debidas precauciones, puede ocurrir cualquier desgracia.

—Su solicitud nos honra, pero descuide; dichas precauciones han sido adoptadas, para que no haya problemas parecidos en el futuro. Eso sería malo para todos —concluyó van Eik.

—Loable actitud. Veo que captamos perfectamente el espíritu de las palabras. La salud es un don muy precioso, y hay que prever posibles complicaciones, tanto para uno mismo como para quienes le rodean. La mejor forma de llegar a viejo es evitar apuros. En cambio, el amor y el respeto hacia los asuntos de los demás conducen a una existencia plena y feliz —hizo una pausa—. Señor Medina, para que vea que lo aprecio, me he permitido la libertad de enviarle un obsequio, que recibirá más adelante. Le aseguro que le gustará.

—¿Un soborno? —preguntó Karl, incapaz de contenerse.

—No sea usted maleducado… —Berserk utilizaba el mismo tono que emplearía con un niño—. Yo sólo quiero que el mundo sea dichoso. Y que compre nuestros productos —apostilló, sin perder su amable sonrisa, e hizo un gesto con la mano. Una de las niñas tomó un racimo de uvas, y comenzó a ponérselas en la boca una a una. La comunicación se cortó.

Permanecieron callados unos minutos.

—Supongo que habrás captado el mensaje, Karl —dijo al fin Suniva—. Déjalos en paz, y ellos harán lo mismo contigo —él fue a protestar, pero lo cortó—. Es un acuerdo razonable. Si te empeñas en perseguirlos, acabarán contigo y con alguno de nosotros, de rebote.

Poco más tarde, las visitas se fueron y Karl se quedó solo. Estaba indignado: habían atentado contra su vida, y aún tenía que agradecérselo al culpable. Meditó la posibilidad de una venganza, pero su sentido práctico se impuso. Tampoco tenía derecho a perjudicar al doctor o a Suniva. Temía menos por van Eik, ya que parecía un zorro viejo que se las sabía todas. Sin embargo, la revista Actualidades era vulnerable. Resignado, aceptó lo inevitable.

★★★

Pasaron varios días. Karl se había restablecido completamente, y pudo empezar a poner en orden asuntos atrasados. Suniva tampoco lo visitaba ya. Aunque seguía mostrándose cariñosa, parecía más distante, como abstraída. Aquel mismo día lo había llamado para comunicarle que una fábrica de componentes electrónicos había decidido anunciarse a través de su revista, ofreciendo una cantidad realmente sustanciosa.

—¿No será una filial de la Sempai, en pago a nuestro silencio?

—¿Acaso lo dudabas? —había respondido ella, con un guiño malicioso.

Aquella tarde, cuando se disponía a cenar y a repasar un viejo vídeo, el ordenador anunció que alguien solicitaba entrar en el apartamento para hablar con él.

—No esperaba a nadie. ¿Quién es?

—Ha dicho llamarse Antínoo y venir de parte de lord Berserk, señor Medina. Está desarmado. ¿Quiere que le deje pasar?

Las pulsaciones de Karl subieron de golpe. Pidió una imagen del otro lado de la puerta. El andrógino iba ataviado con la misma sencillez que cuando lo conoció. Aquello tenía toda la pinta de una trampa, pero se vio incapaz de negarle la entrada.

Antínoo penetró en el salón con naturalidad, igual que un gato cuando decide adoptarlo a uno. Besó en la mejilla a Karl y pasó tranquilamente al salón. Con la misma inocencia de un niño, fue preguntando acerca de todo lo que veía. El periodista estaba atónito, fascinado por aquel ser excepcional, que irradiaba una candidez que lo desarmaba del todo. Sin embargo, había pasado demasiado tiempo encerrado en un maldito retrete, con los oídos destrozados, padeciendo hambre y sed. El odio regresó. Su expresión se endureció.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, sin cortesía alguna.

Antínoo se volvió, con una sonrisa inocente en los labios.

—Cornelius me dijo que puedo pasar una semana contigo. Creo que has sufrido mucho y debo ayudarte. ¿Quieres que te prepare la comida?

—Yo no te he pedido que vinieras —dijo, haciendo un gran esfuerzo por parecer severo; aquel ser era absolutamente fascinador.

El andrógino se dirigió hacia él, insinuante como una serpiente delante de su hechizada presa, y se quitó la túnica. No llevaba nada más debajo. Era el cuerpo de un adolescente, perfecto como el de una estatua griega. Antínoo lo abrazó suavemente por el cuello.

—¿No te parezco hermoso?

Karl experimentó un deseo casi doloroso de poseer a aquella criatura, hacerla suya para siempre. Justo entonces pensó en la Sempai y en lo que había hecho a Jonathan, y a él. Logró reunir fuerzas para alejarse unos pasos. Antínoo lo miró desconcertado un momento, pero volvió inmediatamente a convertirse en una máquina de seducción.

—Oh. ¿Eres hetero, tal vez?

Karl asistió a un espectáculo del que muy pocos seres humanos habían sido testigos. De una forma que no resultó repugnante, sino cautivadora, el cuerpo del andrógino pareció fluir como biometal, y se convirtió en el de una muchacha muy joven, estrecha de caderas y de pechos pequeños, pero muy guapa. Se acercó lentamente a él, y recorrió su espalda con uno de sus dedos mientras lo besaba.

—Señor Medina, permítame una observación —intervino el ordenador doméstico—. El visitante porta diversos micrófonos y emisores miniaturizados ocultos en la ropa y el cabello. Todos han sido neutralizados y el sujeto está incomunicado. Confío en que le haya parecido adecuado.

Karl agradeció en silencio la interrupción, como un boxeador salvado por la campana en el último segundo. Recuperó el dominio de sí mismo, consciente de lo poco que había faltado para que se convirtiera en un esclavo de aquella criatura. Se preguntó cómo Berserk era capaz de controlarla.

Antínoo se vistió rápidamente. Todo el erotismo que destilaba se había esfumado, y quedó reducido a un muchacho desconcertado, que no sabía qué hacer. Karl, en cambio, estaba indignado.

—¡Vaya con el regalo de Cornelius Berserk! —gritó—. Un presente envenenado… Escúchame bien: vas a llevarle un mensaje. Mantendré mi parte del trato, pero quiero que me deje en paz. No aceptaré sobornos, ni siquiera una puta de lujo para sellarme los labios. ¿Entendiste?

Antínoo se retiró a un rincón, sin mirarle a la cara. Parecía sentirse muy desgraciado.

—Sabes fingir muy bien, cerdo. Lárgate —señaló hacia la puerta.

—Si regreso me castigará… —dijo Antínoo, con un hilo de voz.

La furia de Karl se evaporó tan rápidamente como había surgido. Se sintió culpable. Aquella criatura era un instrumento, pero también tendría sus sentimientos. En esos momentos era un ser fracasado y desvalido, y ¿qué sentido tenía herirlo? Se acercó a él.

—Lo siento; me he comportado como un estúpido. Lo pasé fatal por culpa de tu jefe, que encima trata de comprarme. Es absurdo que lo pague contigo. Será mejor que te marches; no obtendrás nada de mí.

—Él castiga a los que fracasan —su voz era suplicante—. Déjame quedarme; haré lo que me digas, te lo prometo. Te juro que seré tu esclavo. Luego me inventaré una historia sobre lo que hicimos. Pero si él se entera de que me fui de tu lado, me… —se calló y se secó las lágrimas—. Seré muy bueno contigo, ya lo verás.

—Ibas a hacerlo de todos modos, para luego grabarlo y chantajearme, ¿no es cierto?

—Por favor… No sé qué hacer, ni puedo ocultarme.

Los instintos protectores de Karl prevalecieron al fin, tal vez potenciados por el andrógino. Pero estaba seguro de una cosa: era como una droga. Si hacía el amor con él, nunca sería capaz de dejarlo. Lo más sensato sería echarlo, pero le daba pena.

—Puedes quedarte por esta noche, Antínoo. Mañana decidiremos qué hacer contigo. Perdona que te lo diga, pero no puedo fiarme de ti. No me mires con esa cara. Dormirás en el sofá. El ordenador te servirá la cena; conecta la holo, si lo deseas. Yo trabajaré un rato con el procesador de textos.

El andrógino lo miró desconcertado.

—¿No vamos a…?

—No, Antínoo, no. Piensa de mí lo que quieras, incluso que soy impotente. Si vas a quedarte conmigo, lo harás a mi modo. Y ahora, con tu permiso, tengo que ir un momento al aseo.

Karl se dio una ducha fría de urgencia, absolutamente necesaria. Cuando salió, el andrógino contemplaba entusiasmado una telenovela de mala calidad, mientras devoraba un bocadillo. Parecía tranquilo. El periodista, que había ingerido una buena dosis de anafrodisíacos, lo miró desapasionadamente. Una vez establecido que no requeriría sus servicios sexuales, Antínoo se había convertido en un niño curioso, que disfrutaba viendo la holo y cenando porquerías.

Pasó una hora. Karl dejó de corregir el artículo y se asomó a la ventana, para sentir en la piel el aire fresco de la noche. Antes que se diera cuenta, Antínoo estaba a su lado. Se había tomado en serio las advertencias, ya que procuraba no tocarlo siquiera.

—Son bonitas las estrellas —le dijo.

—Estamos de acuerdo. Oye, Antínoo, ¿cuál es tu mundo? —señaló a un astro amarillo—. ¿Arcadia? ¿Sabes localizarlo?

El andrógino bajó los ojos, entristecido.

—No. Nunca he sabido. En el fondo, creo que no me gustan las estrellas —se fue hacia el sofá.

Karl se sorprendió. La capacidad de empatía de Antínoo era grande, y había sentido una punzada de pena, o quizá de añoranza.

—Creo que lo mejor será que durmamos.

El sofá se convirtió en una cama mullida. Antínoo se desvistió, mostrándose como una niña impúber, y Karl lo arropó con una sábana.

—Si necesitas algo, no tienes más que pedírselo al ordenador. Y no te preocupes; si tu señor desea que pases una semana conmigo, lo harás, siempre que no cometas ninguna tontería. Estoy harto de que traten de manipularme. Buenas noches.

—Lo he entendido, Karl. Buenas noches.

El periodista tardó en conciliar el sueño. De vez en cuando miraba a Antínoo, que dormía como un ángel.

«Vaya una situación surrealista. ¿Qué voy a hacer con este querubín? ¿Para qué lo habrá enviado Berserk? Para espiarme y controlarme, desde luego, y para demostrarme su riqueza». Quedó amodorrado, pero entonces le vino a la mente algo que ocurrió en la fiesta, y se despertó de golpe. «Cuando ofrecí el ensueño purpúreo a Antínoo se asustó. ¿Y si sabe algo sobre la muerte de Jonathan? ¿Cómo demonios se le puede sonsacar información a un andrógino, un especialista en la simulación?» No tenía ni idea, pero creía conocer a la persona adecuada.

★★★

Llegó al laboratorio de van Eik llevando a Antínoo de la mano, vestido como un joven cualquiera y con órdenes estrictas de no llamar la atención. Sin embargo, todo el mundo se quedaba mirándolo. El doctor entraba al mismo tiempo que ellos, y los saludó.

—Caramba, señor Medina, viene usted más a menudo que un becario.

—Perdone que le moleste, pero como le comenté…

—Vaya, vaya… ¿Qué es lo que trae usted aquí? —dijo, al ver a Antínoo—. ¿El obsequio de Berserk? Nunca había visto uno, salvo en los libros. Un momento, ¿qué le sucede?

Al mirar a van Eik, la cara de Antínoo se había transfigurado en una máscara de horror. Retrocedió como si viera un fantasma, y huyó hacia un laboratorio. Los dos hombres, tras un momento de asombro, lo persiguieron. El andrógino se metió en el recinto donde trabajaban los alumnos del doctor, que se giraron hacia él, alarmados. Al sentirse rodeado, se acurrucó en un rincón, temblando como un azogado. Van Eik se acercó, perplejo. Los demás se pusieron detrás de él.

—Está muerto de miedo, pero ¿por qué? —y en ese momento lo entendió—. ¡Quitaos las batas! No me he vuelto loco —añadió, al ver la cara de los demás—. ¡Obedeced! —se dirigió a Karl—. Usted, que lo conoce, trate de tranquilizarlo. Vuelvo enseguida —se marchó a toda velocidad, arrojando su bata blanca sobre una mesa.

El periodista, rodeado por los estudiantes, habló con toda la persuasión que pudo reunir. Poco a poco, Antínoo se fue calmando, aunque aún no las tenía todas consigo. Van Eik regresó con el flux en brazos, y lo puso en el suelo, a un paso del andrógino. El flux guiñó doce de sus ojos y se acercó confiado, reptando con donaire.

—¿Conoces a Bartolo? Es muy cariñoso —dijo el profesor, con voz jovial—. Le gusta mucho que lo acaricien, ¿sabes?

Poco después, el hielo se había roto. Antínoo le pasaba la mano al flux, el cual ponía ¿cara? de resignación.

—Creo que a nuestro invitado le apetecerá desayunar. ¿Por qué no preparáis unos cafés?

Uno de los becarios sacó una cafetera y galletas de un armario rotulado como: «Peligro — Material biológico altamente mutágeno». Unos minutos después, todos bebían alegremente. Mientras, van Eik había hecho una seña a Karl, y éste lo acompañó a su despacho.

—No se preocupe, señor Medina. Uno de los chicos lo vigilará discretamente, para que no se escape.

—Quién lo diría, conociendo su fama, doctor… Tiene usted buena mano con los niños, porque en el fondo Antínoo lo es.

—Si yo le contara…

Se sentaron. Van Eik conectó su terminal de ordenador y la contempló pensativo.

—Señor Medina, cuando me dijo que iba a venir con el andrógino estuve consultando varios bancos de datos, incluso los del C.S.C., acerca de los Ingenieros Genéticos de Arcadia y sus famosas creaciones. La reacción de pavor que vimos hace un rato tiene su explicación —van Eik hablaba con toda seriedad ahora; incluso parecía indignado—. Los Ingenieros Genéticos no trabajaban sobre embriones humanos, sino que preferían modificar a niños con determinadas características biomorfológicas y psíquicas.

—¿Quiere decir que…? —no pudo terminar la pregunta—. Pero eso está prohibido; es antinatural, es…

—Para tratarse de un periodista, resulta usted un iluso. A lo largo de la Historia, gobiernos supuestamente civilizados han usado a los niños para el placer de las clases gobernantes. Por ejemplo, antes de la Era Espacial, la Iglesia Católica Romana fomentó la castración infantil para obtener sopranos masculinos para sus coros.

—¿Una iglesia hizo eso? Es monstruoso…

—Sí, especialmente si se considera que, por cada uno de los castrati que tenía éxito y vivía con relativa holgura, había muchos que se hundían en la miseria, y encima capados. Por no mencionar a los que morían tras la operación, en muchos casos efectuada sin anestesia.

Karl se estremeció.

—¿Qué le harían al pobre Antínoo?

—Perrerías, seguramente; de ahí su reacción al verse frente a un laboratorio lleno de gente con bata blanca. Nos tomó por los Ingenieros Genéticos de Arcadia que lo operaron.

Karl le refirió a continuación todo lo acontecido desde que el andrógino llegó a su apartamento.

—Hizo usted bien —comentó van Eik—; se comportó con humanidad, y eso siempre produce amigos. Vaya con el señor Berserk… Si lo que quería era espiarle, utilizó un medio muy retorcido. Creo que tiene tal confianza en sí mismo que lo hizo a modo de broma, o por alardear.

—Me extraña. Berserk es inteligente, y se arriesga a perder mucho si mete la pata. Si Antínoo sabe algo sobre el ensueño purpúreo y el asesinato de Jonathan, podría decírnoslo. Hasta ahora nadie le había tratado como a una persona, sino como un caro juguete sexual. Si nos comportamos con él civilizadamente, podría confesarnos algo.

—Berserk juega sobre seguro, señor Medina. Échele un vistazo a esto —Karl miró la pantalla del ordenador y vio un montón de fórmulas que no le decían nada—. ¿Sabe lo que es un sistema bioquímico de seguridad? —negó con la cabeza—. Los nobles de Arcadia, cuando adquirían un producto de los Ingenieros Genéticos, exigían de aquél una lealtad absoluta. No era bueno que alguien fuera pregonando por ahí sus costumbres sexuales o, en el caso de los esclavos que llevaban las finanzas, que contaran al fisco ciertas cosas. Estas pobres criaturas tienen un metabolismo anormal; sus células vierten a la sangre un veneno que las mata en pocos días, entre horribles dolores, si no toman periódicamente un antídoto al que sólo tienen acceso sus propietarios. No me extraña que Antínoo le sea absolutamente fiel.

—Pero usted es un genio en Bioquímica —van Eik agradeció el cumplido con una mueca burlona—. ¿No podría curar a Antínoo, contrarrestando ese fallo metabólico?

—Los Ingenieros Genéticos de Arcadia eran auténticos artistas, y sus productos estaban garantizados. Obtuvieron su fama ofreciendo calidad —su cara exhibía una sonrisa cínica—. Para evitar que alguien violara sus sistemas de seguridad, sólo unas cuantas células del organismo llevan la información genética para producir el veneno. Rastrear esas células entre billones que tiene un ser humano resulta una empresa imposible, ya que sus antígenos no han sido alterados. Y hay otros motivos, que le ahorraré por ser demasiado técnicos, que hacen inviable su anulación. Si Antínoo no recibe un antídoto periódicamente, morirá.

Regresaron al laboratorio. El andrógino se divertía arrojándole galletas al flux, que se las escupía inmediatamente, excepto las de chocolate, que le encantaban. También hablaba con Linda. El ambiente era agradable, distendido. Van Eik se les unió. Tomaron otro café, permitió que Antínoo dejara al flux en su jaula y luego lo condujo hasta su despacho, seguidos por Karl. Al penetrar en la habitación, el andrógino volvió a mostrarse receloso.

—Este es el amigo que deseaba presentarte, Antínoo —dijo Karl—. Es un sabio eminente.

—No sea pelota. ¿Qué te han parecido mis estudiantes, hijo?

—Muy simpáticos. ¿Hacen esto todos los días?

—Desde luego; sin espíritu de equipo no se puede trabajar.

—Ah.

Van Eik sacó un retrato de un cajón y se lo mostró.

—Era uno de mis mejores discípulos, un chico muy majo, pero murió hace poco.

—Lo siento —el andrógino, capaz de sintonizar con las emociones de los demás, compartía el sincero dolor del científico.

—Se llamaba Jonathan Mibsar.

Antínoo se puso rígido. Van Eik volvió a mirar el retrato.

—Sus padres están sufriendo mucho. Pobre Jonathan… Descubrió que una droga, el ensueño purpúreo, podía matar a quienes la tomaran. Pero antes de que tuviera oportunidad de avisarnos, alguien acabó con su vida.

Karl se admiró del sentido dramático de van Eik. Era un magnífico actor, o tal vez sonaba tan convincente porque creía en lo que decía. Mientras, Antínoo estaba cabizbajo, mirándose las puntas de los pies, visiblemente incómodo. De repente, van Eik preguntó:

—¿Fuiste feliz cuando eras un niño, Antínoo?

El andrógino no contestó, pero una lágrima se deslizó por su mejilla. Van Eik siguió escarbando en la herida:

—Ellos te cogieron y te hicieron cosas malas, ¿verdad? —Antínoo murmuró un «sí» muy bajito—. Y te convirtieron en lo que eres ahora. ¿Te gusta tu situación actual, Antínoo?

El andrógino adoptó automáticamente una pose alegre, tanto que no resultaba natural:

—Sí, claro que sí. Traigo la felicidad a los demás, y todos son buenos conmigo, y me regalan cosas, y sé hacer el amor de muchas formas diferentes, y me… —su voz se fue apagando paulatinamente, pero volvió a tomar bríos—. Y me gustaba correr por la hierba, y… y jugar a cazar ranas en el río con mis amigos, y regresar a casa, y ver cómo mi padre había traído unas perdices, y mi madre las desplumaba, y la comida se hacía en la lumbre de la chimenea, y…

—¿Quieres mucho a Cornelius, Antínoo? —preguntó van Eik.

Otra vez su estado de ánimo cambió completamente. Karl estaba alucinado por la facilidad con que era capaz de alterar sus emociones.

—Si, ja, ja, es muy bueno, me trata muy bien, me quiere mucho, me hace regalos, y yo lo quiero, y me exhibe ante todos sus amigos, y yo estoy orgulloso de ello, y me pide que les haga cosas, y tengo que hacerlas, porque así me lo enseñaron, y me da lo que necesito, y hago cosas, y lo odio lo odio lo odio ¡lo ódiooooo…! —su voz fue in crescendo y acabó convirtiéndose en un grito.

Van Eik se acercó y lo abrazó. Antínoo rompió a llorar desconsoladamente. Al cabo de unos minutos se calmó, aunque aún se le escapaba algún sollozo.

—¿Sabes qué le ocurrió exactamente a Jonathan, Antínoo? —le preguntó van Eik, de sopetón.

El andrógino se puso a la defensiva y se calló. Van Eik suspiró.

—Así que tu amigo Cornelius te sugirió que pasaras unos días con Karl… Debe de ser muy aburrido, ¿no? —el periodista lo miró con cara de pocos amigos—. ¿Qué te parece si salimos a pasear y conocer gente?

La cara de Antínoo se animó un poco. Karl no necesitaba ser un genio para saber adónde iban.

★★★

Entraron en el barrio shaddaíta a primera hora de la tarde. A pesar de que llevaba una bata que contribuía a disimular sus rasgos, y a que hacía todo lo posible por pasar desapercibido, varias personas se fijaron en Antínoo. De inmediato se refugiaron en sus casas e hicieron el signo para alejar el mal de ojo.

Cuando llegaron al hogar de los Mibsar, el andrógino provocó una gran conmoción en Esther y Adela. Karl y el doctor ya se habían dado cuenta de que, sin querer, debían de estar violando algún tabú shaddaíta, pero no sabían cuál era. No obstante, las mujeres reaccionaron pronto. Esther, como solía hacer en casos de crisis, se retiró a la cocina, y Adela fue la que hizo las presentaciones.

—¿Dónde está Amós? Desearíamos hablar con él —dijo van Eik.

—Salió hace una hora, pero debe de estar al llegar, y…

Adela se calló, y miró hacia un lado. Los dos hombres la imitaron, y vieron a Antínoo arrodillado a los pies de la abuela, fascinado. La anciana le pasaba la mano por el pelo, y sonreía.

—Hola, niño. ¿Eres un amiguito de Jonathan?

Antínoo no pudo reprimir un sollozo. La abuela lo atrajo hacia sí y trató de consolarlo:

—No llores, hijo. ¿Te han hecho algo malo? No te preocupes; la abuelita está contigo, y no dejará que te pase nada. Los niños pequeños os preocupáis por tonterías. ¿Quieres que te enseñe una canción? —y se puso a entonar una tonadilla con voz cascada, que el andrógino imitó, inseguro.

Nadie se atrevió a interrumpir la escena. Antínoo acabó apoyando la cabeza en el regazo de la anciana, que lo acariciaba dulcemente. Justo entonces regresó Amós Mibsar. Empalideció al ver al andrógino y la ira afloró a su rostro. Se encaró con van Eik, fuera de sí.

—¿Por qué ha traído a la abominación a mi hogar? ¡Los de su raza son malditos de Shadday!

—¡Amós, no te sulfures! Antínoo puede saber lo que realmente le sucedió a tu hijo…

Pero Amós no atendía a razones. Se dirigió hacia el andrógino, que se había levantado, asustado.

—¡Fuera de esta casa, maldito! —le gritó, a pocos centímetros de su rostro.

—Pero si yo no…

Amós lo abofeteó con violencia. Aunque vio venir el golpe, Antínoo no apartó la cara. Se tambaleó, y estuvo a punto de caer al suelo. Esther y Adela corrieron a socorrerlo, pero Amós las detuvo:

—¡Atrás! ¡Qué no se diga que alguien de mi casa ayudó a una abominación! ¡Márchate de aquí!

Antínoo abandonó el salón, llorando a lágrima viva. Amós fue a echarlo a la calle, pero de repente recibió un bastonazo en la espalda. Se dio la vuelta, dispuesto a pelearse con quien fuera, pero se quedó helado. La abuela, que de repente parecía haber recuperado su vitalidad, lo miraba furiosa:

—¡Déjalo en paz, condenado fanático!

Karl y van Eik se marcharon en pos del andrógino. El doctor, al pasar al lado del desconcertado Amós, le lanzó una mirada envenenada.

—Lo has estropeado todo, idiota. Nos podría haber ayudado.

Durante los días siguientes ambos trataron de consolar a Antínoo, haciéndole la vida agradable, y aparentemente lo consiguieron. Sin embargo, el andrógino parecía apagado y triste. Van Eik estaba muy irritado. Su plan de utilizar la empatía de Antínoo para contagiarlo del dolor de la familia Mibsar y obligarlo a hacer confesiones, había fracasado. Pasada la semana, el andrógino regresó a la Sempai Biocorp, y no quiso que nadie lo acompañara.

★★★

Karl había vuelto a la rutina diaria. Aparentemente, nada había cambiado. Tan sólo algunos amigos le expresaron su envidia al saber que había pasado una temporada con un andrógino, pero nada más.

Había terminado de redactar un artículo sobre una recepción oficial, y decidió relajarse un poco viendo la holo y tomando una cerveza. Era la hora del noticiario, y ojeó sin mucho interés las banalidades cotidianas, hasta que una noticia lo dejó atónito. En la pantalla apareció la cara de Suniva. El locutor decía: «Escándalo en el mundo de los negocios. Suniva Gray, directora de la revista Actualidades, ha presentado una querella contra la Sempai Biocorp, a la que acusa de delito contra la salud pública, asesinato e intento de homicidio». El resto de la información era una relación breve de las empresas controladas por la multiplanetaria y otros datos de interés relacionados con el tema, pero Karl ya no escuchaba. El vaso de plástico con cerveza cayó de su mano, manchando la moqueta.

—¿Le sucede algo, señor Medina? —preguntó el ordenador.

—¿Eh? No, nada… Rápido, ponme con este número.

Suniva respondió a la llamada. Estaba en su habitación, tumbada en la cama. Su aspecto era desaliñado. Tenía un vaso con alguna bebida en la mano, y miró a Karl con una sonrisa en la cara. Recordaba a alguien que se ríe por no llorar.

—¿Qué has hecho? ¿Te has vuelto loca? —le soltó, nada más verla.

—Pues sí, para qué lo voy a negar. Tal vez me he hartado de que siempre ganen los mismos cabrones. Alguien dijo que lo mejor en esta vida es dormir con la conciencia tranquila… Pues yo no consigo pegar ojo —miró pensativa al vaso y apuró su contenido de un trago.

—¿Te encuentras bien, Suniva?

—De puta madre. ¿No se nota? —su ordenador le sirvió otra copa—. Antes de que hubiera pasado una hora de enviar la querella al juzgado, todos los anunciantes se habían retirado de la revista. Varios amigos me llamaron para decirme que era una insensata. Intenté hablar con otros, pero la mayoría me dejó con la palabra en la boca. Casi todo el personal ha decidido rescindir el contrato, e incluso alguno ha amenazado con ponerme una demanda por no sé qué cuestiones económicas. En fin, qué le vamos a hacer; es la ruina. Aleluya —se bebió medio vaso de una vez—. La verdad, estaba harta de la puñetera revista.

—No te muevas de casa, Suniva. Voy ahora mismo para allá.

Llegó tan aprisa como pudo, jadeando por haberse dado más de una carrera. No le dijo nada; simplemente la abrazó, y ella se agarró a él como si fuera su tabla de salvación. Permanecieron en silencio varios minutos, pero aún tenían mucho que decirse.

—¿Y tú eras la que me aconsejaba prudencia, y que no me metiera con nadie más fuerte que yo? Si pretendes divulgar el asunto, estás equivocada. La Sempai controla casi todos los medios de comunicación; el juicio pasará desapercibido. Para la gente, sólo es real lo que sale en las revistas o en la holo. Además, expones tu vida.

—Después de lo que te ocurrió a ti sería demasiado descarado, especialmente tras la denuncia. Van Eik me llamó enseguida, para decirme que se ha personado como acusación particular en el caso. También representa a los Mibsar quienes, por temas legales que no entendí muy bien, no pueden querellarse. No estoy sola.

—¿Te das cuenta de que puedes haber hecho todo esto para nada?

—La revista Actualidades dará cobertura informativa al juicio. Será su último número, y lo tendré que pagar de mi bolsillo, pero ¡qué más da! Total, para lo que sirve el dinero…

Karl se la quedó mirando. Ella fue a servirse otra copa, pero él se la quitó de la mano y la bebió de un tirón. Conectó el videófono, contactó con el ordenador del juzgado y presentó otra querella contra la Sempai. Después fue junto a Suniva.

—Te quiero —le dijo.

Se abrazaron, y no hablaron más.

★★★

El Ekumen era cualquier cosa menos uniforme. Cada planeta poseía su propio sistema legal, en muchas ocasiones pintoresco, a veces surrealista. Hlanith presumía de eficacia y rapidez. Por otro lado, también velaba por el derecho a la propia imagen, lo que convenía a las grandes compañías. Era prácticamente imposible que una querella contra ellas prosperase; las sanciones contra los que acusaran injustamente eran tan elevadas como disuasorias.

El juicio en sí era sencillo. La única formalidad consistía en que las partes habían de estar presentes en una sala, ante el juez, pero ni siquiera se permitía la presencia de público. Acusación y defensa exponían sus tesis, se presentaban pruebas, se interrogaba y se dictaba sentencia, que tan sólo se podía apelar ante el Tribunal Supremo Corporativo, de proverbial lentitud.

Cornelius Berserk llegó al Juzgado protegido por media docena de guardaespaldas y acompañado de Antínoo, seguramente para aprovechar su capacidad empática. El director de la Sempai sonreía, seguro de sí mismo. Al pasar junto al grupo de acusadores, se detuvo y saludó al doctor y a los periodistas. No se molestó en mirar a los shaddaítas.

—Buenos días, doctor van Eik. Encantado de volver a verle, señor Medina. ¿Está ya repuesto de su accidente? ¿Qué tal, querida Suniva? Creo que han truncado unas prometedoras carreras. Ya son mayorcitos para jugar a los héroes, especialmente ayudando a quien no lo merece. Antínoo me comentó sus bárbaras costumbres y su indeseable actitud —el andrógino hizo un mohín despectivo hacia Amós. Los shaddaítas no le respondieron; estaban demasiado nerviosos, al hallarse en un sitio público que les era hostil—. Tratándose de alguien tan excéntrico como el doctor, no me extraña que decidiera arrojar piedras contra nuestra compañía, pero ustedes dos… ¡Ah, qué periodistas ha perdido el Ekumen! Sin embargo, apuesto a que encontrarán otro trabajo que les permita realizarse; escardar cebollinos, por ejemplo.

Antínoo rió la ocurrencia y siguió a su amo al interior del juzgado, tan seductor como siempre, murmurando algo sobre lo zafios y groseros que eran aquellos shaddas. Van Eik miró a Amós, como diciendo: «Tú te lo buscaste».

Comenzó el juicio. El abogado contratado por van Eik y Suniva expuso su teoría sobre el asesinato y la peligrosidad del ensueño purpúreo, e interrogó a los testigos. Van Eik y los Mibsar defendieron la integridad de Jonathan, y el doctor hizo un apasionado ataque a la Sempai, acusándola de ser capaz de cualquier desmán con tal de evitar escándalos. Cuando le llegó el turno, Cornelius Berserk negó todo conocimiento del asunto, dejó caer algunos chistes sobre los acusadores y defendió admirablemente a su compañía.

—Si lo que insinúa el estimado doctor van Eik sobre el ensueño purpúreo es cierto, indemnizaremos a los afectados. Sin embargo, es inmoral suponer que la Sempai Biocorp ha ocultado al público un hecho tan grave —su voz sonaba absolutamente convincente.

El abogado de Berserk lo tuvo fácil. No le costó demostrar la irrelevancia de las pruebas aportadas, apelando a la autoridad de prestigiosos peritos. Seguidamente trató de ridiculizar a van Eik, aunque las agudas respuestas del científico no se lo permitieron. El abogado logró hacer sonreír al juez interrogando a Karl sobre sus peripecias al quedarse encerrado en el cuarto de baño, y finalmente se ensañó con los shaddaítas, tratando de demostrar que eran unos seres inmaduros y desequilibrados. Adela defendió con vehemencia su religión, algo de gran mérito para una persona que estaba perdiendo la fe. El abogado comprendió que la había subestimado, y no insistió más. De todos modos, no hacía falta. Hasta un ignorante de las leyes vería claramente que Cornelius Berserk había ganado.

Los acusadores también se habían dado cuenta. Se resignaron a lo inevitable; habían hecho todo cuanto era posible, pero no por ello se sentían mejor. Se dispusieron a escuchar la sentencia, preguntándose qué harían después.

El juez, antes de pronunciar el veredicto, formuló la pregunta protocolaria, que normalmente sólo servía para quedar bien en las películas y los reportajes de holovisión:

—¿Alguno de los presentes tiene algo que añadir?

Antínoo se levantó de su sitio, temblando como una hoja. Sin atreverse a mirar atrás, se dirigió hacia van Eik. Sacó un paquete del interior de su túnica y se lo pasó al doctor. Éste desgarró a toda prisa el envoltorio y se encontró con varios cuadernos, cuyas tapas tenían dibujadas cifras y letras. El andrógino reunió el valor suficiente para lanzar a Berserk una mirada de odio y se sentó junto a un boquiabierto Karl. Toda la sala había quedado en suspenso.

Van Eik era el único que no parecía tan desconcertado como el resto. Se levantó, visiblemente excitado.

—Su señoría, aquí están las notas robadas a Jonathan Mibsar, y luego sustituidas por otras falsas. Proceden del edificio de la Sempai Biocorp —el andrógino asintió; volvía a temblar de miedo, pero apuntaba todo su poder semitelépata contra el juez, para convencerlo de su veracidad—. Son auténticas, como un examen podrá demostrar, y en ellas aparece perfectamente claro el proceso mediante el cual el ensueño purpúreo se convierte en un veneno potencialmente letal. Y la Sempai lo sabía… —hizo una pausa teatral—. Solicitamos un receso, para que esta prueba pueda ser estudiada por el tribunal.

El desconcierto de alguno de los presentes era notable. El juez parecía perdido, y miraba de reojo a Cornelius Berserk, que discutía apasionadamente con su abogado. Amós Mibsar estaba avergonzado, y no se atrevía a mirar a la cara a Antínoo. El aspecto del andrógino era patético, y quienes le rodeaban trataban en vano de consolarlo.

El juez concedió un descanso de media hora; según dijo, para realizar unas consultas. Tras ese tiempo, volvió a convocar a las partes, para leerles el veredicto final:

—Este tribunal no puede aceptar la prueba aportada en último lugar, de una forma tan irregular que su validez resulta dudosa —hizo una pausa—. Por la autoridad que nos ha sido conferida, declaramos inocente a Cornelius Berserk, director de la Sempai Biocorp en Hlanith, de los cargos presentados contra él. Si así lo desea, puede demandar a los acusadores, aunque este tribunal recomienda a las partes que lleguen a un acuerdo amistoso. Se levanta la sesión —el juez se marchó apresuradamente, sin mirar atrás, como avergonzado.

Los acusadores abandonaron la sala. Se despidieron afectuosamente de su abogado, el cual se negó a cobrar los honorarios. Habían perdido, pero ahora estaban seguros de conocer la verdad. En esta ocasión, la victoria moral lo era realmente. Todos formaban una piña en torno a Antínoo, excepto Amós. Era demasiado viejo para cambiar de opinión, y sólo le quedaba la opción de sentirse un canalla miserable.

Se cruzaron con Cornelius Berserk, que se marchaba rodeado de sus gorilas. El director había perdido su compostura, y toda la sordidez de su personalidad había aflorado. Al pasar junto a Antínoo, le soltó una retahíla de tacos barriobajeros que habría llamado la atención hasta en un burdel, y le lanzó una mirada que era una sentencia de muerte. Sin embargo, el andrógino mantuvo la cabeza alta, desafiante.

—Soy libre, Cornelius. Me quedo con mis amigos.

Berserk lo maldijo una vez más y se marchó.

★★★

Era de noche, pero miles de velas y antorchas inundaban el recinto con una luz amarilla y danzante, eclipsando las estrellas. En el centro, junto a los altares revestidos con manteles blancos y rojos, ardía una hoguera de leña consagrada. Las gradas del anfiteatro estaban repletas. Los varones entonaban salmos inspirados por Shadday, que leían en unos libros de tapas gastadas. Las mujeres y los niños sostenían cirios encendidos y oraban en voz baja. Todos iban ataviados con su vestimenta más solemne, y lucían las insignias de la Fe.

Se hizo el silencio cuando los sacerdotes entraron, asistido cada uno por dos acólitos. El Guardián de la Alianza, el más santo de todos ellos, sostenía una urna de obsidiana que depositó con grandes muestras de respeto sobre el altar principal. Entonces dio comienzo una ceremonia especial, que no se había realizado en muchos años. Cada uno de los sacerdotes besó la urna que contenía las cenizas de Jonathan Mibsar, que iba a ser proclamado Héroe de Shadday.

El acontecimiento era atípico en muchos sentidos. Se había permitido la presencia de invitados infieles. Desde la última fila, van Eik informaba a Karl y a Suniva de cuanto acontecía:

—Se trata del máximo honor que se puede otorgar a la memoria de un shaddaíta; sólo lo ostentan santos, profetas, reformadores religiosos y algún que otro guerrero de la época en que nuestros amigos no eran pacifistas. Ningún gentil puede hacerse idea de lo que significa para ellos. Es un altísimo honor para sus familiares.

Abajo, junto al altar, el Guardián de la Alianza abrazaba a Amós Mibsar y le ponía un collar dorado en torno al cuello. Después, empezó a salmodiar una letanía en su oscura lengua ceremonial.

—El haber engendrado a un Héroe de Shadday otorga a Amós el derecho a tener más hijos, e incluso el de someterse a una cura de rejuvenecimiento junto a los suyos. Quién sabe, todavía veremos a la abuela peleando con un nietecito para lograr que se coma la sopa —van Eik sonrió—. No todos pueden disfrutar de una segunda oportunidad.

—Y eso que perdimos el juicio —dijo Suniva.

—Sí, pero gracias a su revista todos los shaddaítas se enteraron del drama. Y necesitaban a alguien de quien se pudieran sentir orgullosos; llevan demasiados años oprimidos. A los sacerdotes no les hacía mucha gracia remover el asunto de la Sempai, pero el clamor popular se impuso al fin. No están los tiempos para perder fieles…

—Es curioso, pero a pesar de todo, la Sempai no se ha querellado contra nosotros por daños y perjuicios —dijo Karl.

—Hemos llegado a un acuerdo tácito. Caso de mostrarse agresivos, he tomado medidas para que la mierda les salpique hasta los ojos. Y tengo amigos muy influyentes que podrían favorecer a empresas rivales. Lo mejor para ellos es echar tierra al asunto. Han perdido dinero e imagen, pero se repondrán en unos meses con una campaña publicitaria adecuada. Lamento que no se pueda decir lo mismo de Actualidades, pero es el precio que hay que pagar.

—Ya me había cansado de ella, la verdad —repuso Suniva—. ¿Sabe que los shaddaítas organizaron una colecta para reflotarla? Por supuesto, me negué a aceptar el dinero.

—¿Considerarán ustedes mi oferta de colaborar en una revista de divulgación científica?

—De algún modo hay que ganarse el sustento, y promete ser interesante —dijo Karl—. Sólo me duele una cosa: que el responsable de esta muerte no pague su culpa. Probablemente, ahora estará en su jardín de cristal, saboreando exóticos placeres.

En ese momento comenzó a lloviznar. Las diminutas gotas de agua, casi impalpables, se condensaban en las ornamentadas ropas de los sacerdotes, que parecían cubiertas de joyas, pero a nadie le importaba demasiado. La ceremonia absorbía toda su atención.

—Es una pena que no hayan dejado entrar a Antínoo, después de todo lo que ha hecho por ellos —se lamentó Karl—. Lo siguen considerando una abominación.

Los tres miraron hacia un lado. Una figura pequeña permanecía de pie fuera del recinto. Su aspecto era enfermizo, y temblaba de frío.

—Se está muriendo —dijo van Eik, con tristeza—. Le hemos practicado todos los análisis posibles, pero es imposible remediarlo. Su cuerpo envejece por momentos, y el final será especialmente desagradable. Lógicamente, Berserk no enviará el antídoto. Yo sólo puedo tratar de ahorrarle sufrimientos, y proporcionarle un final rápido e indoloro.

—Es injusto. Se sacrificó por ayudar a quienes lo despreciaban, ¿y qué recompensa recibe? Mientras, el que ordenó liquidar a Jonathan vive en un paraíso. Los designios de Shadday son inescrutables.

—Quizá, señor Medina, la voluntad de los dioses coincida alguna vez con la nuestra —van Eik sonrió maliciosamente—. En mi laboratorio conseguimos aislar genes capaces de sintetizar venenos terriblemente activos. Dichos genes pueden encapsularse dentro de un virus, y Antínoo se lo inyectó la última vez que me visitó. No le importaba demasiado, porque estaba decidido a ayudarnos, y sabía que iba a morir de todas formas. El virus se transmite por vía sexual, así que es muy posible que Cornelius Berserk fuera contagiado. Le calculo de treinta a cuarenta días de vida, si se puede llamar así a lo que le espera, cuando se vaya pudriendo lentamente, sin prisas. Lo desafío a que encuentre un antídoto. No, el señor Berserk no gozará mucho más de su paraíso —los periodistas miraron asombrados al científico, y a la cara de sádico que se le había quedado—. Soy una persona pacífica, pero las putadas con putadas se pagan —concluyó.

Todos quedaron sumidos en sus pensamientos. Al final, Karl preguntó:

—¿Por qué lo haría Antínoo? Lo tenía todo: comodidades, lujo… Realmente, se suicidó.

—Todos guardamos muy en el fondo del alma una pizca de heroísmo —le dijo Suniva, pasándole la mano por los hombros—, pero siempre resulta más cómodo aceptar las circunstancias, negarse a luchar contra lo imposible. De vez en cuando algunos, como Antínoo, se rebelan, y hacen que nos sintamos orgullosos de tenerlos entre nosotros.

Mientras hablaban, Adela Mibsar abandonó su lugar de honor y se acercó hacia donde estaba el andrógino. Se quitó la chaqueta y se la echó a Antínoo sobre los hombros. Se marchó con él agarrado de la mano, como si se tratara de un niño.

F I N

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