25. Más abordajes
La Amalur era un auténtico mamotreto, reliquia de una época pretérita en la cual la Humanidad se lanzó de cabeza a lo desconocido, sin saber qué había al final del camino. Así se diseñaron naves capaces de contener en sus entrañas pequeños mundos llenos de seres que nacían, vivían, morían y eran reciclados para el sustento de las nuevas generaciones. Un sol artificial alumbraba todos aquellos dramas cotidianos, las grandezas y miserias de sus habitantes, cuya misión era la de expandir la civilización por otro rinconcito del cosmos.
Dejando eso aparte, la Amalur era fea de cojones, sobre todo por fuera. Parecía un enorme cilindro sucio, salpicado de antenas parabólicas y bultos diversos. Durante la breve y casi fallida terraformación del planeta, parte del casco fue desmantelado para reciclar material de construcción. Como consecuencia, ofrecía un aspecto penoso, como de carroña a medio devorar. Sin embargo, pese a su aparente vetustez, la Amalur se convirtió en una fortaleza férreamente defendida, el equivalente a un hormiguero en el universo de los insectos. Y desde hacía millones de años, un sinfín de bichos audaces se dedicaba a colarse entre las hormigas sin que éstas se percataran, con objeto de vivir en un lugar cómodo y abrigado, robar comida o merendarse a las larvas indefensas.
La tripulación de la Manawydan llevaba la lección bien aprendida. Las hormigas se regían por estímulos químicos. El más despiadado depredador, independientemente de su forma o tamaño, sería bienvenido en el hormiguero si emitía las feromonas adecuadas. En este caso, las señales consistían en códigos y emisiones generados por ordenador, y Demócrito era un maestro entre maestros a la hora de manipularlos. La lanzadera llegó al puerto de atraque sin novedad. No saltaron las alarmas ni detectaron movimientos anómalos.
—Ahora es vuestro turno, amigos —dijo Demócrito—. Llevadme ahí dentro y cruzad los dedos. No es que los ordenadores creamos en la suerte, pero nos vendrá bien una poca.
Uhuru y Beni se vistieron con uniformes imperiales que sacaron de un armario. Con Beni no hubo problema, pero a la Matsu le costó disfrazar su color de piel, el cabello y especialmente la silueta. Los imperiales tenían unas Fuerzas Armadas exclusivamente masculinas. Beni la contempló con ojo crítico.
—Espero que no se fijen en tu pechera. No eres precisamente Olivia, la novia de Popeye… Bastará con que demos el pego por unos minutos, hasta llegar a alguna terminal desprotegida.
Ésa era la idea. Infiltrarse en los sistemas informáticos enemigos desde fuera resultaba demasiado arriesgado en las circunstancias actuales. Las defensas eran invulnerables, pero Demócrito había deducido que estaban pensadas para repeler un ataque desde el exterior. Si podía meterse a través de algún periférico de la generacional, se comprometía a llevar a cabo un asalto demoledor en cuestión de nanosegundos.
—Si nada se tuerce, quedarán inermes sin que sea necesario un gran derramamiento de sangre —apuntó Beni.
—Se agradece la buena voluntad —respondió Uhuru, con semblante serio.
—Recuerda lo que te dije sobre cómo debemos movernos. Yo estoy acostumbrado a tratar con militares, pero tú… Somos oficiales, así que los demás nos saludarán y se apartarán. No los mires a la cara. Actúa con naturalidad. Será mejor que cojas una carpeta llena de papeles y finjas revisarla conforme caminas. No suele fallar. Aunque dominemos el ánglico, procura hablar lo menos posible. En cuanto localicemos un terminal, enchufamos a Demócrito.
Para ello, el ordenador transfirió su memoria a un pequeño bloque biocuántico de bolsillo. Sus compañeros se aprovisionaron asimismo de unos cuantos dispositivos conectores. Su carcasa biometálica era capaz de adaptarse a cualquier puerto, clavija o enchufe imaginables que pudieran hallar en la Amalur.
Todo estaba dispuesto para el abordaje. Los minutos pasaron rápidos, mientras la lanzadera era engullida por la mastodóntica generacional.
★★★
Siglos atrás, la Amalur contuvo un paisaje ordenado, hecho a medida de sus pasajeros. El interior del casco cilíndrico había sido cubierto con jardines, lagos, pérgolas, chalés unifamiliares e incluso campos de golf. El resultado era aún más terrícola que la Vieja Tierra: un vergel exento de fealdades e incomodidades. Así se explicaba que muchos colonos prefirieran seguir el viaje en vez de afrontar los riesgos de terraformar un planeta virgen y peligroso.
Poca de aquella pasada gloria quedaba ya. El metal desnudo del casco afloraba por doquier, y donde antes nadaban los patos en estanques de cuento de hadas, ahora se alzaban barracones prefabricados. Hacia proa, el espacio disponible estaba ocupado por un hangar repleto de naves de transporte, mantenimiento y combate. Aún quedaban parches de vegetación descuidada, que más parecían pústulas verdes que otra cosa.
Pero lo que no habían podido arrebatarle a la Amalur era la sensación de grandiosidad cuando uno se enfrentaba a tan inmenso espacio cerrado. El ser humano se notaba insignificante, minúsculo. Claro, de los tres incursores, tan sólo uno podía considerarse humano, y sólo de vez en cuando. Por tanto, ninguno perdió el tiempo en extasiarse, y se pusieron a trabajar de inmediato.
En cuanto atracó la lanzadera, Beni y Uhuru desembarcaron, llevándose a Demócrito en el bolsillo. Previsoramente, el ordenador había introducido imágenes y datos de sus compañeros en los ficheros imperiales, asignándoles identidades válidas y una misión ficticia. La treta podría funcionar. Aquella base enemiga estaba muy poblada, y la tropa no se mezclaba con los oficiales. Por tanto, unas caras nuevas no serían reconocidas como tales. Y en efecto, a base de aplomo y con los papeles en regla, franquearon los primeros controles.
—Es increíble que nos den tantas facilidades —transmitió Uhuru.
—Como siempre digo, los humanos os fiáis demasiado de las máquinas, por suerte —sentenció Demócrito.
Gracias a la información sonsacada a los tripulantes originales de la lanzadera, conocían bien la distribución de las fuerzas imperiales, agrupadas todas ellas en la Amalur. Sin embargo, desconocían la localización exacta de la esquiva Base Faulkner y su misteriosa tecnología. Demócrito no había logrado averiguarlo todavía. Por supuesto, si volaban toda la generacional se llevarían por delante Base Faulkner, pero Beni se había encabezonado en capturarla entera. Era una cuestión de pundonor.
Tras pasar el último control, se montaron en un carrito eléctrico que los llevó hacia proa. Se detuvieron junto a unos barracones algo mayores que el resto.
—He aquí una estación de comunicaciones —informó Demócrito—. Es muy probable que disponga de puertos de entrada no vigilados que me conducirían al sistema informático imperial.
—Tú mandas —respondió Beni—. Vamos allá, y que no nos pase nada.
En la estación había apenas una docena de hombres. Mientras Beni entretenía al subteniente al mando, Uhuru fingía tomar notas en unas pantallas ultraplanas que iba sacando de una carpeta. La Matsu tuvo que reconocer que Beni era un as en su oficio. Hablaba como un oficial imperial con malas pulgas. Los subalternos se ponían nerviosos y trataban de justificarse. En apariencia, estaban siendo sometidos a una inspección sorpresa y, como solía ser habitual en tales casos, cada uno ocupó su puesto y se comportó como un trabajador ejemplar. A nadie se le ocurrió mirar a la cara a los recién llegados, no fuera que se fijaran en ellos y les cayera algún puro. Uhuru tuvo tiempo de buscar alguna terminal idónea. Reparó en un pupitre adosado a la pared. Estaba desocupado, aunque disponía de una consola estándar en funcionamiento. Se acercó hasta allí, dejó la carpeta mientras simulaba ordenar las pantallas, y con disimulo colocó uno de los dispositivos de acceso junto a un puerto. El biometal de la carcasa fluyó como el mercurio y se adaptó a las clavijas. Además, su superficie adoptó el mismo color y aspecto que el pupitre. Incluso generó un puerto similar al original.
—Estoy dentro. Esta parte de la misión ha sido completada con éxito —emitió Demócrito.
—Informa —le pidió Beni, mientras seguía amargándole la existencia al subteniente, muy serio.
—Creo que he penetrado hasta el fondo, valga el símil. Lo más importante es que Base Faulkner es una instalación de tamaño reducido. Se guarda en una y sólo una astronave, que ahora está aparcada en los hangares de proa: la Cuchulainn. Sus medidas de seguridad informática son soberbias; no puedo acceder a ella desde aquí, aunque creo que hay una remota posibilidad de ayudaros a entrar en ella. El resto de vehículos e instalaciones resulta irrelevante. Puedo sabotearlo en cuanto me lo indiquéis.
—De acuerdo. Háblanos de esa remota posibilidad…
★★★
El centinela del perímetro exterior vio acercarse a un oficial y a su asistente. No se inquietó; el trasiego de personal a la Cuchulainn era constante. El centinela se preguntaba qué necesidad había de vigilar allí, si todos eran de fiar y el enemigo no tenía ni idea de dónde estaban. Pero Lord Moone se empeñaba en mantener las medidas de seguridad propias de tiempos de guerra, y sus hombres lo aceptaban sin rechistar. Era un jefe al que admiraban. Así, el centinela saludó al oficial y le preguntó por su destino. El oficial le proporcionó el código de acceso.
—Lo verificaré en un momento, señor.
Era lo que Demócrito había estado esperando. En el mismo instante en que el sistema informático de la Cuchulainn aceptaba el código para comprobar su autenticidad, quedó una rendija abierta. Demócrito se infiltró por ella, al tiempo que atacaba a la Amalur con todo lo que tenía. El sol artificial se apagó, e infinidad de dispositivos quedaron inertes. La puerta de entrada a la Cuchulainn se abrió. Beni y Uhuru entraron en tromba, llevándose por delante a cuanto centinela encontraron.
El desconcierto duró poco. Los sistemas automáticos de la nave reaccionaron con prontitud, sellando las entradas, pero ya era tarde. Los asaltantes habían pasado, aunque los imperiales aún no lo sabían.
Y el protocolo de crisis se activó.
★★★
—¿Puedes abrir esta compuerta, Demócrito?
—Ahora mismo, Beni. Poned un dispositivo en la cerradura —se oyó un leve siseo—. Listo. Por desgracia, sigo sin poder acceder a los ordenadores de la Cuchulainn. Llevadme al puente de mando.
La Cuchulainn era una nave de guerra de dimensiones equivalentes a las de una corbeta corporativa de la clase Solima. Mediría unos doscientos metros de eslora y presentaba forma ahusada, sin domos ni remaches en el casco. Contrastaba con los vehículos imperiales que Beni recordaba de los viejos tiempos. Desconocía su distribución interna. Salieron a un pasillo bien iluminado, en cuyo techo parpadeaban unos paneles que indicaban alerta roja.
—Tenemos que dar con el dichoso puente de mando cuanto antes. La tripulación será de las mejores, y andará bastante mosqueada. Ve con cuidado, Uhuru.
—No te preocupes por mí, Beni.
Beni habría preferido llevar el traje mimeta, pero los uniformes imperiales tendrían que servir. Tan sólo debían moverse como ellos para que…
Unas terribles náuseas lo asaltaron, y cayó al suelo cuan largo era.
★★★
Recuperó la consciencia en brazos de Uhuru, en una pequeña cabina desocupada. Se incorporó, tratando de sacudirse el mareo.
—¿Qué demonios ha pasado? —logró farfullar.
—No tengo ni idea —le respondió Uhuru—. Fue… Carezco de palabras para describirlo adecuadamente. Como si el mundo de repente se volviera del revés. Qué sensación tan desagradable… Por fortuna, a mí no me perjudicó tanto, y pude arrastrarte hasta este escondrijo. Sólo nos faltaría que nos pillaran desmayados en medio de un pasillo. Por cierto, los imperiales no parecen afectados. Han pasado unos cuantos por aquí cerca, frescos como lechugas.
—Sospecho que Base Faulkner emplea algún tipo revolucionario de teleportación. Quizá tenga efectos secundarios sobre los humanos —insinuó Demócrito.
Beni estaba ya completamente repuesto.
—Otra razón más para apresurarnos. Colémonos en el puente de mando antes de que ocurra alguna otra catástrofe.
★★★
El semblante de Lord Moone estaba muy serio. Aquello había sido un ataque en toda regla. Inexplicablemente, la Corporación (pues no podía ser otra) había dado con ellos, a despecho de todas las precauciones. Menos mal que incluso previó aquella contingencia. La Cuchulainn había abandonado la protección de la Amalur en un tiempo récord. Tuvo un pensamiento para todos los que se quedaron allá. Seguramente, ya estarían prisioneros o habrían caído. Lo sentía de veras, y juró vengarlos. A diferencia del típico noble imperial, Moone se preocupaba por sus hombres.
Ya determinarían más tarde qué falló en los dispositivos de seguridad. Lo más importante era que no habían sido capturados por el enemigo. Sin embargo, un gran peligro acechaba. Tan sólo sus hombres más fieles sabían de qué se trataba, y se les veía más pálidos de lo normal.
—¿Algún movimiento extraño? —preguntó al oficial radarista.
—De momento nada, milord.
—Bien. Mantengamos una órbita baja. Que todos los sistemas de armas sigan en alerta máxima.
Lord Moone dejó por un momento de atender a las pantallas y paseó la mirada por el puente de mando. Estaba orgulloso de aquella nave y su tripulación. Cada uno ocupaba su puesto sin exteriorizar el miedo que sentía. Había llegado a conocer muy bien a sus hombres. Por eso, las alarmas saltaron en su mente de inmediato cuando se percató de que…
—¡Capturad a esos dos intrusos! —gritó, al tiempo que los señalaba—. ¡Los quiero vivos!
Los tripulantes más cercanos se abalanzaron sobre ellos, mientras el personal de seguridad empuñaba sus táseres. Sin embargo, los desconocidos no estaban por la labor. Moviéndose con rapidez inhumana, redujeron a cuanto soldado se les acercó. Uno de ellos perdió la gorra, dejando bien claro que se trataba de una mujer. Y muy agraciada, por añadidura.
«¡Corpos!» Moone sacó su pistola de agujas explosivas. Le habría gustado interrogarles, pero al parecer no tenía más remedio que liquidarlos. Eran demasiado peligrosos. Aunque si el proyectil acertaba en una pierna, tal vez…
Como si le leyera el pensamiento, el intruso varón, que en ese momento había dejado fuera de combate a los soldados que querían apresarlo, sacó algo de un bolsillo y lo mostró a todo el mundo.
—¡Ríndanse o volamos la nave! —gritó, en un ánglico sin acento.
El efecto fue inmediato. Los hombres de Moone se quedaron petrificados, como en el juego infantil de las estatuas. Tan sólo el propio Moone no dejó de apuntar a aquel tipo. «Si le acierto en esa mano…» Pero la mujer también sacó otro dispositivo, con toda la pinta de tratarse de un control remoto.
—Me alegro de haber captado su atención —prosiguió Beni, con aplomo—. De ustedes depende que esto degenere en una carnicería, o que salgan bien parados. Hemos colocado explosivos suficientes para destruir la Cuchulainn. Los detonadores están sincronizados con nuestras ondas cerebrales. Si nos matan, dejan inconscientes o causan algún daño, se activarán —se guardó lo que llevaba en la mano—. Tranquilos. Sólo era una caja del botiquín. La usé para detener la lucha, y que nadie resultara herido.
—Es un farol —sugirió Moone, sin dejar de encañonarlo.
Por supuesto que se trataba de un farol, pero Beni no iba a ser tan imbécil como para confesarlo.
—¿Está usted dispuesto a asumir el riesgo? Repase la historia de la Corporación. Somos capaces de eso y más. Baje esa pistola, si es tan amable.
Mientras Beni dialogaba con el jefe imperial, Uhuru se dirigió a una de las consolas. Sentía los ojos de todos los hombres clavados en ella. Sin duda tendrían ansias de matarla, tirársela o ambas cosas a la vez. Por su parte, estaba tranquila. Había logrado mantener el autocontrol. Los soldados que les atacaron habían sido vapuleados, pero seguían vivos. Beni mantenía su palabra y, milagrosamente, aún no había bajas. Puede que esta vez el plan saliera bien, para variar. Dejó un dispositivo junto a la consola, que se acopló a uno de los puertos. Segundos después, la voz de Demócrito se escuchaba alta y nítida por los altavoces:
—Los sistemas informáticos de la Cuchulainn están bajo control. Lord Moone, le aconsejo que ordene a sus hombres que depongan las armas y cooperen con nosotros.
—¿Y en caso contrario…?
—Bien, el 80% de su tripulación está ahora mismo fuera del puente de mando. Puedo lanzarla al vacío, dejar los compartimentos sin aire… Usted mismo.
—Para tratarse de un ordenador, tiene muy mala leche —apostilló Beni—. Ríndase, Moone. Ganamos la guerra, y el Imperio está más muerto que los brontosaurios. La suya es una causa perdida. Nuestro Gobierno no quiere dejar cabos sueltos, y por eso estamos aquí. Somos prescindibles, y nos inmolaremos si es necesario para evitar que vuelvan a atacar civiles inocentes. Supongo que el bienestar de los ciudadanos corporativos se la trae al pairo, pero ¿y su tripulación? ¿Está dispuesto a sacrificarla estúpida e innecesariamente?
Moone miró fijamente a aquel corpo. El escenario era de jaque mate. El honor le exigía el sacrificio. Además, no quería que la tecnología revolucionaria de Base Faulkner cayera en manos enemigas. Aunque sus hombres… Años atrás, su suerte le hubiera importado bien poco. Eran de clase inferior, servidores, prescindibles. Pero habían estado a su lado en tiempos oscuros y difíciles. Nunca se quejaron. A diferencia de los nobles, creyeron en él, en su sueño. Y estaban bajo su responsabilidad. La lealtad era mutua. ¿Tenía derecho a sacrificarlos ahora que todo estaba perdido? Pensó en ellos: tan jóvenes y llenos de sueños, con planes para el futuro…
Pero lo mortificaba claudicar así, sin lucha, después de haber sido pillado como un auténtico pardillo. Pensó en el símil ajedrecístico. ¿Jaque mate o rey ahogado? Había una diferencia abismal entre la derrota y unas tablas. Enfundó la pistola y ocupó la butaca de comandante. Sonrió. La dignidad, ante todo. La tripulación debía creer que mantenía el control de la situación. Todo dependía del ansia que tuvieran los corpos de pillar Base Faulkner intacta.
—Su ordenador jamás podrá abrir las bases de datos con información reservada. Se autodestruirían. Y créanme, necesitarán esos datos para regresar desde donde estamos ahora. Yo no pienso entregárselos voluntariamente, así que ya me dirán qué hacemos.
—Es verdad —admitió Demócrito por el canal seguro—. Hay recovecos del sistema donde no puedo acceder. Poco a poco, y con sumo cuidado, lograré hacerme con alguno de ellos, aunque me temo que no con todos. Correría el riesgo de perderlos.
Moone, ajeno a aquel cambio de impresiones, prosiguió:
—¿Piensan torturarnos para que confesemos las claves de acceso? Sería un proceso lento. No hay una única persona que las conozca todas, por motivos de seguridad. Tampoco nos quedaremos quietos. Somos muchos. Creo que merece la pena correr el riesgo de matarlos a ustedes. Puede que, después de todo, vayan de farol. Y si me equivoco… Bueno, moriríamos peleando, como Dios manda. No tenemos garantías de que respeten nuestras vidas una vez obtengan lo que desean.
Beni impartió una orden a Demócrito mediante el transmisor. Las luces se apagaron unos segundos, y luego volvieron a encenderse. Beni y Uhuru se habían situado junto a Lord Moone, apuntándole con unas pistolas de agujas que habían llevado ocultas bajo el uniforme.
—Como alguien se haga el héroe, pueden despedirse de su comandante —amenazó Beni.
Moone no dio muestras de miedo.
—Eso no detendrá a mis hombres. Saben cuál es su deber. Si les ordeno avanzar, lo harán, a despecho de mi salud.
Los acontecimientos no iban como Beni deseaba. De seguir así, la única solución sería matar a todos los imperiales y confiar en que Demócrito pudiera sacarlos de… ¿De dónde?
—Si vamos a armar la marimorena, podemos esperar un minuto —dijo Beni, para que todos lo oyeran—. Con todo el ajetreo de las presentaciones, hemos olvidado preguntar por nuestra localización exacta —continuó por el canal privado—. Demócrito, procura que no haya otra teleportación, o lo que sea, como la de antes. Uhuru y yo quedaríamos fuera de combate, a su merced.
—Haré lo que pueda. —Demócrito siguió por los altavoces—. En las pantallas aparece el planeta. No hemos ido muy lejos, pero… La generacional no está. Ni los satélites artificiales. Ni el Mar Prometido, donde flotaba Alejandría. En lugar de agua, en el cráter hay unas peculiares estructuras metálicas.
—¿Qué habéis hecho con la gente? —preguntó Uhuru, en un tono que hizo estremecer a los imperiales. Aquella mujer podía ser cualquier cosa excepto una dama de compañía.
—¿Nosotros? Pues nada, que yo sepa —contestó Moone.
—¿Y las ciudades?
—Pregúntenselo a su ordenador, si tan listo es, ¿no?
Entonces, uno de los oficiales imperiales habló, con la alarma dibujada en el rostro:
—¡Milord, el maldito ordenador ha encendido los motores auxiliares!
Beni miró atentamente a Moone. ¿Había empalidecido, o eran imaginaciones suyas?
—En efecto, lo he hecho —comentó Demócrito—. Estoy maniobrando la Cuchulainn para sobrevolar el Mar Prometido y averiguar, si es posible, qué ha sucedido.
—¡Pero atraeremos la atención de…! —protestó el oficial, aunque se calló en cuanto Moone lo miró.
—¿La atención de quién? —quiso saber Uhuru.
En ese momento, Demócrito volvió a usar el canal privado. Para tratarse de un ordenador veterano, sonaba muy alarmado.
—Mientras guiaba la nave, he logrado acceder a unos archivos que se me resistían. Hacía tiempo que algo no me sorprendía, pero hoy… Amigos míos, Base Faulkner no emplea tecnología teleportadora. Tiene que ver con efectos cuánticos macroscópicos. Estamos en un universo alternativo, y no sé cómo regresar al nuestro.