15 4527ee — Fortaleza de invicta castidad

1

LUGAR: El Espacio, en un cinturón de asteroides de mierda, alrededor de una estrella de mierda. Hablando con propiedad, su nombre es… Bah, qué más da. Seguro que algún personaje lo mencionará, tarde o temprano.

—Respecto a lo de anoche…

—No insistas, tío. Eres más cansado que una pelea de pavos.

—Me es imposible borrar tu imagen de la cabeza. Talmente como la Venus de Bertolucci…

—Botticelli, señor —apunta el ordenador de Cobra-1, un cazabombardero espacio— atmosférico USC-4100 Barracuda, de las Fuerzas Espaciales Corporativas (la Armada, para los amigos).

—Da igual; todos esos nombres alemanes se parecen como un huevo de pato a otro, y no es motivo para hacerme perder el hilo —pausa breve—. Como te iba diciendo, Chris, tendrías que haberte visto saliendo de la ducha, toda desnuda… Hmmm… Esas gotitas de agua chorreando por tu piel, los pezones empitonados…

—Te la estás buscando, aviso. ¿Quién te has creído que eres para entrar en los aseos femeninos así, por la cara? ¡Pedazo de guarro! —la voz de la teniente Christina O’Connor, al mando de Cobra-2, suena crispada.

—Y el felpudo rubio, ¡toma ya! —continúa el teniente Tomás Iliescu, sin hacer caso al insulto—. Es la primera vez que me tropiezo con uno tan mono. En ese preciso y precioso momento, supe que lo nuestro tenía futuro.

—¿No te desengañaste cuando te arreé la patada en los cojones?

—Reconozco que no es una manera muy halagüeña de comenzar una amistad, pero supongo que fuiste presa de los mismos nervios. En el fondo, seguro que estabas deseando que te quitara todas esas gotitas de la piel con la lengua, y luego te aplicara una loción hidratante con mis manos así, despacito…

Por el altavoz se escucha un resoplido, transmitido por la radio a través de los kilómetros de espacio vacío que separan ambas naves.

—¿Ves, Chris? Ya te estás poniendo caliente. Y eso que todavía no te he dicho lo que pensaba hacer con tus tetas —la voz del teniente se vuelve suave, sensual—. En primer lugar, las untaría con…

—No sigas, pedazo de salido. Mira por dónde, yo también te tengo en mente. Qué curioso: sobreimpresa encima de tu cara de besugo aparece la palabra amputación, fíjate —la voz de la teniente O’Connor es cortante como un láser.

—¡Ay, picaruela! Eso es lo que tu quisieras, guardar mi polla en un frasco para usarla como consuelo en las largas noches de invierno.

—Sí, hijo, sí, me has leído el pensamiento. Menudo ojo clínico. Anda y que te den.

Durante un rato, nadie habla. Las naves surcan el vacío alrededor de la estrella, aproximándose al cinturón de asteroides a gran velocidad. En apariencia, Christina rumia su mal humor, mientras Tomás no para de elucubrar unas cuantas ideas. Finalmente, se decide.

—Atención, Cobra-2, aquí Cobra-1. Estoy procesando unos datos con mi calculadora y los dígitos que aparecen en pantalla me preocupan. Parece que algo no funciona como debiera. Por favor, ayúdame a cotejar resultados.

—Buéeeno. Tú dirás.

—Veamos cómo trabaja este cacharro. Introduce el primer número primo de dos cifras.

—Once.

—Perfecto. Ahora súmale los dos primos anteriores a él, en orden decreciente.

—Más siete, más cinco. Veintitrés, ¿correcto?

—Lo estás haciendo muy bien, nena. Ahora multiplica esa cantidad por el primo inmediatamente inferior a cinco, y dime cuánto te sale.

—Veintitrés por tres… Sesenta y nueve.

—¡Bingo! ¿Ves cómo he adivinado en qué estabas pensando, zorrilla mía?

—¡Rayos, he picado! Oye, ¿sabes lo que significa acoso sexual? ¿Y la que te puede caer cuando te denuncie?

—No te atreverás. Venga, reconoce que te gusta…

—La verdad, te sugiero que practiques el noventa y seis. Y con un gandulfo con ladillas, a ser posible.

—La pasión obnubila tu raciocinio, cariñín.

—Utiliza otra vez ese diminutivo, y te juro que…

—No te lo tomes así. Cariñín rima con chochín. Seguro que lo tienes pequeñito y juguetón, y cuanto te das con el dedito se pone jugoso y… Huy, ¿qué significa esa alarma en el cuadro de mandos?

—Señor —interrumpe el ordenador de a bordo—, debo informarle que Cobra-2 ha activado los radares de seguimiento de blancos de sus misiles. Es más, adivine quién es el blanco.

—Mujer, tampoco es para tomárselo así…

—Si me permite intervenir, señora —solicita el ordenador de Cobra-1—, he de decirle que no tengo la culpa de que me hayan asignado semejante piloto, al que recomendaría una infusión de bromuro para atemperar su lujuria. Soy un ordenador biocuántico que lleva siglos al servicio de la Corporación. He pasado por mil peripecias, desde clasificar paquetes en una mensajería hasta controlar los vuelos en un astropuerto, y ahora que he alcanzado un empleo digno, patrullando este sistema minero aislado pero tranquilo, no me apetece morir a causa del exceso de testosterona que padece el teniente Iliescu. Al menos apiádese de mí, una víctima inocente de las circunstancias.

Cobra-2 desactiva sus misiles.

—Perdona, Cobra-1. Tú eres un santo, pero resulta que ese tío me ataca los nervios.

—No exageres, hija —trata de apaciguarla Tomás—. Me limitaba a obsequiarte con unas frases cariñosas…

—¿Puede saberse lo que entiendes por cariñosas? He tenido que escuchar una obscenidad tras otra por parte de un sátiro sin pelos en la lengua…

—Bueno, eso último depende de lo que haya estado haciendo antes.

—No lo soporto…

—Relájate y disfruta, cariñín. Imagínatelo. Una habitación en un albergue de montaña, en el Monte Olimpo de Marte, con su chimenea crepitante y alfombras de piel de oso. Tú y yo, solos.

—Me lo temía.

—No me interrumpas. La hoguera en la chimenea proporciona la única luz en el cuarto. Nos desnudamos mutuamente, sin prisas, gozando de cada segundo. Nos besamos, lengua con lengua, y tú te vas poniendo cada vez más húmeda. Te tumbo en el suelo y recorro cada centímetro de tu cuerpo con mis manos y mi boca. Hmmm… Estás a punto de correrte, pero yo no te dejo. Aún no ha llegado el momento. Quiero que gimas de placer. Así, unto tu cuerpo con miel, y tus tetas con nata, y voy chupándolo todo poquito a poquito. Tú enloqueces; los pezones se te ponen duros como piedras, pero yo insisto. Te abres de piernas, y te pongo en el coño unas mollejitas de gandulfo. Hmmm, slurp, slurp…

—¿Slurp? ¿Qué demonios…? Oh, vaya; para qué preguntaré.

—Pues eso. Y luego me tocará el turno a mí de disfrutar. Te pondrás encima, yo me colocaré un poco de sushi en la punta del cipote y tú lo paladearás con deleite…

—Puaj. Déjalo. Después de escuchar tus recetas afrodisíacas, creo que me he vuelto vegetariana de repente.

—¿Vegetariana? ¡Estupendo! En tal caso, no harás ascos a un buen nabo.

—¡¡Aaaagh!! ¡Burro! ¡Basto! ¡Animal de bellota! Me cago en la puta que te… Un momento. ¿Qué ha sido ese ruido?

—Nada, me estaba bajando la cremallera. Tú sigue hablando, por favor. Tu voz tiene un no sé qué de excitante…

—Señor va usted a poner otra vez perdida la cabina —apunta el ordenador, con tono resignado.

—Cállate, agonías, y déjame con lo mío.

Se escucha un suspiro.

—De entre los miles de pilotos de la Armada, ha tenido que caerme en suerte el único que tiene el cerebro en la picha…

—Veinticinco centímetros de placer sólo para ti, nena. Hmmm… Sigue hablando…

—¿No serán milímetros? —permanece callada un rato—. ¿Qué, ya te has quedado a gusto, cerdo? ¿Te has planteado seriamente desertar y pasarte al bando imperial? Yo te lo agradecería, de veras.

—Aún no estoy tan loco. Además, en su ejército sólo hay tíos, figúrate. Supongo que se las apañarán dándose por culo cuando no dispongan de burdeles. Eso, sin contar los sacerdotes, reverendos o como diantre los llamen. Cada una de sus naves lleva una buena remesa, aunque me pregunto para qué.

—Para velar por la pureza de las almas de la soldadesca, supongo.

—Pues que no le pase nada a la tropa… En la Vieja Tierra acabaron declarando a la pederastia como enfermedad profesional de riesgo para el sacerdocio, igual que la silicosis en los mineros o la paranoia aguda en los maestros.

—Insisto: ¿no te seduce desertar? No se lo contaré a nadie, palabra.

—Tú disimula, pero en realidad estás loca por mí.

Christina no se molesta en replicar, y la patrulla transcurre sin sobresaltos durante otro rato. Cómo no, Tomás vuelve a hablar cuando ella menos lo espera.

—Se me ha ocurrido una idea, cariñín.

—Y dale. Si luego añado un laxante a tu cerveza, no te lo tomes a mal.

—Fingiré hacer oídos sordos. Mira, ¿por qué no acercamos las naves y las ponemos panza con panza? Así podríamos simular que estamos follando, y comprenderías lo que te pierdes, so frígida.

—Oigan, a mí no me metan en esto —se apresura a intervenir el ordenador de Cobra-1.

—Y menos a mí —añade el de Cobra-2.

—Aguarda, te propongo algo aún mejor —dice Christina—. En cuanto lleguemos a la base, te bajas los pantalones, te la meneas hasta que estés bien empalmado y se la metes al caza por una tobera. Acto seguido, yo enciendo el motor. ¿Qué, te gusta?

—Tú si que sabes calentar a un hombre, cielito, aunque preferiría que fuera en tu coño, qué quieres que te diga. Y si no estuviera disponible, pues por el culo, ¡fuera miserias! Tenía muy buena pinta cuando saliste de la ducha, tan respingón él…

—Escucha, maldito pervertido: una impertinencia más, sólo una, y te juro que te endiño un misil con cabeza nuclear. Lo sentiría por el pobrecillo de Cobra-1, pero cualquier tribunal aceptaría como atenuante el acoso ad nauseam al que me veo sometida. Y estoy hablando muy en serio, cacho cabrón; es la última vez que te lo digo.

—Capto la indirecta.

Por supuesto, el silencio no puede durar mucho. Minutos más tarde, Tomás vuelve a la carga.

—Ay, tenía que haberle hecho caso al alférez Corrochano…

—¿Corrochano?

—¡Me la agarras con la mano!

—¡¡Te odio!! ¡Por mi padre que activo los misiles y…!

—Total, sólo han sido cinco.

—¿Cinco?

—¡Por el culo te la hinco!

—¡Hijo de la grandísima puta! ¡Otro ripio como ése y te saco los ojos! ¿Es que no vas a dejar de buscarme las cosquillas?

—No pienso en otra cosa, cariñín. ¿Empezamos por los sobacos? ¿Te los afeitas, o eres de las que opinan que donde hay pelo, hay alegría?

—Ordenador, activa los misiles espacio-espacio.

Un nuevo actor entra en escena. Actriz, mejor dicho. La voz femenina no suena demasiado contenta.

—Atención, Cobra-1 y Cobra-2. Dejando a un lado los disparates que habéis ido soltando, los cuales, por cierto, han quedado grabados, os recuerdo que vuestro deber es patrullar el sector asignado de Corvus MH-0878 en completo silencio. Estamos en la frontera del Imperio, por si se os había olvidado. La Corporación necesita los recursos de este sistema, pero como nos descubran los imperiales nos barrerán de un plumazo. ¿Se puede saber que entendéis vosotros por vigilar discretamente?

—No jodas… En serio, ¿alguien en su sano juicio puede creer que haya algún acorazado imperial en diez parsecs a la redonda? Esos memos estarán bien lejos de aquí, resguardados en sus bases, sacándole brillo al casco con cera de las orejas mientras los reverendos se matan a pajas con el auxilio de una revista porno. O de un catálogo canino, que esa gente es muy suya. Escucha, Base, déjanos seguir con lo nuestro. No hacemos daño a nadie.

—Salvo a mis oídos, Cobra-1. Guardad silencio o, si no hay más remedio, encriptad los mensajes. Por más que seamos una pequeña avanzadilla, siempre corremos el riesgo de ser detectados. No disponemos de defensa frente a un asalto imperial en regla; un vulgar destructor podría acabar con nosotros.

—A la orden, Base, aunque dudo que podamos hacer callar a semejante bocazas.

—Me hago cargo, Cobra-2; nadie te reprocha nada. Cobra-1, cierra el pico, por la cuenta que te trae.

—Me cago en… Las dos os habéis confabulado contra mí, ¿eh? Qué gran verdad encierra el refrán: nada hay más desagradable que una mujer mal follada.

—Lo he oído, Cobra-1. Considérate bajo arresto. Regresa a la Base de inmediato. Cobra-2, escóltalo.

—No os atreveréis.

Cobra-1, procedo a radiar desde la Base el código de seguridad que te inhabilita como piloto. Tu ordenador de a bordo toma el mando a partir de ahora. Ordenador; corta la comunicación y regresa.

—A la orden, señora.

—¿La llamas señora, traidor? ¡Y un cuerno! ¡Es una mala pécora! Lo que necesita esa tía es un buen pollazo en la boca, y se le bajarían todos esos aires de grandez…

Y entonces, por fin, el silencio impera en aquel rinconcito sideral.

2

LUGAR: Algún punto del espacio por detrás de Cobra-1 y Cobra-2, en un cinturón de asteroides de mierda, bla, bla, bla.

El enorme acorazado imperial Stronghold of Unconquered Chastity (la tropa se refiere a él familiarmente como Old Unchaste, aunque nunca en presencia de oficiales o censores) navega protegido por todas las contramedidas electrónicas posibles, indetectable, como una sombra engrasada que resbala rauda en una oscuridad aceitosa, acercándose a las estelas de los cazas corporativos. En el puente de mando reina un silencio sepulcral. Nadie se atreve a toser. El rostro del Reverendo Mulligan exhibe un bello color cereza; diríase que echa humo por las orejas. Al final, estalla.

—¡Al primero que se ría lo confieso a hostias!

El grito del Reverendo pone tensos a todos los tripulantes del puente de mando del acorazado. Mulligan es un hombre construido mediante esferas. La mayor, una enorme barriga prominente, siempre cubierta por el negro del hábito; encima la esfera tersa, sudorosa y brillante de su cabeza calva, normalmente adornada por dos círculos de rubor en los mofletes, alrededor de la pequeña esfera de su nariz. Los ojos son otras dos esférulas inyectadas en sangre, capaces de aflojar el vientre de cualquier insensato que osara hacerles frente.

Mulligan mira a su alrededor, desafiante, los brazos en jarras, las vestiduras talares temblando a causa de su cólera. Los tripulantes no saben dónde esconderse, tal es su embarazo. Preferirían carcajearse a gusto pero le tienen más miedo al Reverendo que a una vara verde.

Mulligan aún dista mucho de haberse calmado. La furia lo embarga. Gritar a pleno pulmón es una buena válvula de escape.

—¿Qué, os parece divertido? Y tú, ¿tienes algo que decir? —apunta con un dedo y su uña raída a mordiscos a un joven alférez, cuya mirada se ha cruzado accidentalmente con la suya. El muchacho reza para que se lo trague la tierra—. ¡Seguro que deseas ir corriendo al retrete para hacerte una paja! —el Reverendo va girándose, al tiempo que señala a varios de los presentes—. ¡Y tú, y tú, y no digamos tú, rijosos de mierda! ¡Cuándo esto acabe, os quiero a todos con el cilicio bien apretado en torno al capullo, y el libro de los salmos a mano!

Normalmente, tal lenguaje estaría prohibido en el puente de mando de cualquier nave imperial, pero Lord Hilderick, el comandante del acorazado, no va a ser quien amoneste al religioso. Se halla indeciso, metido de sopetón y sin quererlo en una situación comprometida. Y no sólo por las burradas que han soltado aquellos pilotos corpos, cuyas palabras se escucharon altas y claras. Ninguno de sus hombres perdió detalle, por cierto, con el subsiguiente menoscabo de la moral y pureza.

El mero hecho de la presencia corporativa en Corvus MH-0878 supone un problema de primer orden. Hasta ahora, el Stronghold of Unconquered Chastity sólo ha servido para lucir su poderío en maniobras y paradas militares. El encontrarse frente a un enemigo no declarado se le antoja aterrador. ¿Qué hacer? Lord Hilderick opta por lo más lógico: delegar en el Reverendo sin que se note mucho. Afortunadamente, tras la filípica éste se ha calmado un tanto. Su inquisitiva mente vuelve a funcionar con normalidad.

—Es lamentable que hayamos captado toda esa hediondez, comandante. Panda de degenerados… —resopla ruidosamente, se rasca la panza y aprieta los labios mientras piensa—. Bien, comandante, convendrá conmigo en que el curso de acción está claro, gracias a Dios. El Altísimo ha querido que interceptemos esos impíos mensajes para poner a los infieles en su sitio; nuestro ineludible deber es dar buena cuenta de ellos.

—Uh… Por supuesto, Reverendo.

Lord Hilderick clava los dedos en los brazos de su sillón y procura que su vacilación pase desapercibida. Ojalá lo tuviera tan claro como Mulligan. Hasta hace pocos años, nada ni nadie podía enfrentarse al Imperio, el cual se expandía descontrolado por el antiguo Ekumen. Los planetas que se negaban a aceptar la tutela imperial eran conquistados por la fuerza de las armas. Las campañas consistían en poco más que paseos triunfales: hondas, espadas o escopetas frente a fusiles de plasma, tanques y bombarderos. Pero la Corporación…

Mulligan parece leerle el pensamiento. Se coloca a su lado y le pone la mano en el hombro. Su expresión es cordial, incluso beatífica, pero todos tienen claro quién es el que manda allí.

—Llevamos siete años a la defensiva, mi querido comandante. Desde el nefasto asunto de Tau Ceti, un puñado de ateos —parece escupir esa palabra— degenerados han logrado que nuestra Virtuosa Cruzada se interrumpa, justo cuando tan cerca estamos del éxito. ¿Cuántas pobres almas se verán privadas de la salvífica Palabra de Dios, por culpa de nuestra indecisión? ¡Sí, de nuestra falta de redaños, para qué negarlo! —empieza a exaltarse, aunque se controla enseguida—. Algunos supersticiosos piensan que los corpos son invencibles… ¡Y una mierda!

Sin poderlo evitar, Mulligan se va calentando y dedica varios minutos a despotricar sobre mariconerías y falta de mano dura. Le sobran razones. No es sólo que el poderoso Imperio se haya achantado frente a la teóricamente débil Corporación, sino que encima algunos acorazados se han perdido en los últimos años. Accidentes, afirman los técnicos. Demonios conjurados por los corpos, se murmura entre la tropa inculta.

—¡Supercherías! —concluye el Reverendo—. Nosotros somos más, y la razón está de nuestra parte. Por fin, hoy será el día glorioso en que el Imperio contraatacará. Si se permite una sugerencia a este humilde censor, comandante, deberíamos borrar del mapa esa avanzadilla corporativa. Dios ha puesto en nuestras manos este poderoso acorazado para que lo empleemos en la propagación de la virtud y la santidad. El fuego de nuestra artillería arrasará la base enemiga, mientras que las llamas de la ira divina calcinarán la lujuria de los corpos. Nuestras atómicas harán volar en pedazos sus cuerpos, al tiempo que la Justicia de Nuestro Señor enterrará en lo más profundo del infierno las almas de esos pecadores concupiscentes, impíos y sodomitas —el Reverendo suelta su discurso a voz en grito, con los brazos levantados y la mirada hacia el techo. Se siente inspirado, en un momento triunfal.

Lord Hilderick es consciente de que no tiene más remedio que seguirle la corriente. Maldita la gracia que le hace. Su precioso Stronghold of Unconquered Chastity podría sufrir algún desperfecto y eso le rompería el corazón. En fin, qué se le va a hacer. Le ha tocado en suerte un censor de los de armas tomar y debe apechugar con ello. Procura tranquilizarse, pensando que se enfrentan a una simple base enemiga, mal defendida. Además, la pillarán por sorpresa, anulando su capacidad de reacción. Tal vez hasta el propio Emperador lo condecorase. Sonríe. Su familia siempre ha pensado que se trata de un inútil que obtuvo el mando de un acorazado por enchufe, no más. Bien, ahora puede hacer que se traguen sus palabras.

Dicho y hecho. Las sugerencias de Mulligan son convertidas en órdenes por Lord Hilderick. El acorazado, probablemente la nave más poderosa existente en aquel sector del Ekumen, responde a ellas con la docilidad de una mascota bien entrenada. Energías más allá de la comprensión humana despiertan en las entrañas de los gigantescos motores, y el Stronghold of Unconquered Chastity se encamina a toda máquina hacia Corvus MH-0878.

El viaje es breve. Conforme los pequeños cazabombarderos corporativos se aproximan a su base, en una zona muy densa del cinturón de asteroides, el acorazado acorta la distancia. En este tiempo, Mulligan se encarga de preparar a los hombres para lo que habrá de acontecer. Otros se ocupan de entrenar sus cuerpos, convirtiéndolos en perfectas máquinas de combate. Él, en cambio, debe preparar sus almas, enardecer sus espíritus. Y bien que lo hará, vive Dios. Los moldeará a su imagen y semejanza, hasta convertirlos en Cruzados de la Fe.

Por más que lo intenta, no puede quitarse de la cabeza la cháchara de aquellos corpos degenerados. Se acongoja cuando considera los mortíferos efectos de tanta sandez concupiscente en los virginales corazones de los militares jóvenes. Cuando esto acabe deberá cortar de raíz cualquier pensamiento pecaminoso a base de charlas, penitencias, mortificación y duchas frías, pero se teme que el daño ya esté hecho. La pureza se ha marchitado, por obra de Satán. ¡Pagarán por ello, rediós! Exterminará a aquella maldita raza, empezando por los dos pilotos. Necesita que los atrapen vivos, para practicar con ellos un escarmiento ejemplar. Piensa en lapidarlos, como a la mujer adúltera, aunque pronto se da cuenta de la imposibilidad de recolectar piedras en una nave espacial. ¿Tal vez con cojinetes de bolas? Fantasea sobre el asunto, y una sonrisilla se dibuja en su cara.

La mujer puede irse preparando. Sí, lo mejor será que semejante meretriz sea entregada a la soldadesca. Que sepa lo que significa ser poseída por hombres de verdad. Y puestos ya, también les arrojará al hombre, previamente capado con unas tenazas al rojo. Que le den por el culo hasta que se lo rompan, a ver si sigue tan guasón después de eso. Según la ley de Mahoma, tan maricón es el que da como el que toma, piensa, pero no se lo tendrá en cuenta a los muchachos, ni los denunciará por sodomía. Son jóvenes; que se desfoguen. Lo importante es castigar a unos impíos que han mancillado, delante de todo el personal del puente de mando, la castidad y el buen nombre de los religiosos y mílites imperiales.

Pasan las horas. Hasta el último hombre permanece en su puesto, presto a cumplir con su deber. Lord Hilderick no las tiene todas consigo, aunque trata de mantener la compostura. Ojalá que su precioso buque no reciba ningún arañazo por la metralla que salte al destruir la base enemiga, ruega a Dios. La tensión se puede palpar. La tropa, presa de ardor guerrero convenientemente azuzado por el Reverendo y los suyos, entona himnos que prometen someter a los herejes, machacarlos y esparcir sus restos por el cosmos. Mulligan sonríe y se frota las manos. Alea jacta est.

Los sensores del Stronghold of Unconquerable Chastity detectan al fin la base. Sus contramedidas no pueden vencer a la tecnología del imperio y es descubierta. El comandante se permite un respiro; apenas una base minera de segunda fila en un planetoide del cinturón. Hay varias naves pequeñas a su alrededor, pero todas son simples prospectoras o extractoras de rocas. Los corpos están indefensos.

Los dos cazabombarderos se dirigen hacia el lugar, ignorantes del coloso de cuatro kilómetros de longitud erizado de cañones que los sigue a corta distancia. Las insignias imperiales en azul cobalto y rojo sangre brillan tenuemente bajo la luz del sol lejano. Domos lanzamisiles y torretas de artillería pesada, bodegas de armas y hangares, contribuyen a realzar el poderío del leviatán. Es un canto a la inventiva humana y a los dioses de la guerra, bello y terrible a la par. En su interior se escucha un grito, entonado por miles de gargantas como si fueran una sola:

—¡Dios lo quiere!

Los artilleros se disponen a abrir fuego. Sin sombra de duda, con tan espectacular puesta en escena el Stronghold of Unconquerable Chastity alcanza el apogeo de su gloria. Para su desdicha, dura bien poco.

Torpedos, láseres y haces de partículas lo golpean por todos lados, y no tardan en reducirlo a pavesas, o poco menos.

3

LUGAR: Despacho del almirante de la Flota. Portanaves Galileo, buque insignia de la Armada Corporativa. Sí, en el cinturón de bla, bla, bla.

La habitación está ocupada por dos personas. El hombre ha logrado alcanzar el puesto de segundo de a bordo por méritos propios, de lo que se siente muy orgulloso. Para él, además, la eficiencia no está reñida con la elegancia. Se sabe guapo, y saca partido de ello. Por supuesto, cuida su imagen. El uniforme, cortado a medida, le sienta como un guante. El pelo a cepillo y los pendientes de oro que perforan sus orejas denotan una encantadora sobriedad. En esta ocasión se siente un tanto cohibido. No es para menos. Al mando de la nave figura la mismísima almirante Irma Jansen, y la tiene ahora a su lado. Es una mujer bajita, de aspecto vulgar, pero hace bien en no fiarse de las apariencias. Jansen impone respeto. Se curtió en los legendarios comandos de las FEC, y arrastra fama de implacable. Se rumorea que uno de estos días puede saltar a la arena política. Alta política: nada menos que al Consejo Supremo Corporativo. En suma, alguien con quien malquistarse equivaldría al suicidio.

Jansen y el segundo estudian las holopantallas del despacho. Muestran lo que queda del campo de batalla, si puede llamársele así. Nada revela que hace unas horas navegaba por allí un mastodóntico acorazado imperial. Los certeros disparos respetaron su motor MRL, el cual ha sido puesto a salvo en el hiperespacio. Por supuesto, será reciclado para la ansiosa flota mercante corporativa. Los restos del acorazado, tripulación inclusive, han sido incinerados a conciencia, hasta convertirlos en vapor. La flotilla que ha ejecutado la asechanza con tanta maestría se reúne y fusiona en una sola nave de más de un kilómetro de eslora, cuya forma recuerda un torpedo. En el morro de la Galileo, veterana en estas lides, se abre un enorme portalón para que cazabombarderos, interceptores y otras navecillas vayan entrando por él. La escena recuerda a un gran pez que se estuviera atiborrando de camarones.

—Podemos dar por concluida la misión en cuanto embarquen los últimos cazas —anuncia Jansen, complacida.

El segundo asiente. La emboscada ha sido llevada a cabo con precisión quirúrgica.

—Aún no me creo que haya salido tan bien, señora.

Irma Jansen se dirige hacia la mesa, abre un cajón y rebusca en su interior.

—Pobres diablos. No les cabe en la cabeza que sus contramedidas electrónicas y sistemas de invisibilidad sean un libro abierto para nuestros técnicos. Ni que podamos descubrir su presencia a gran distancia, con tiempo suficiente para disponer una celada. Para camuflajes, los nuestros… Vaya, aquí está.

Jansen extrae del cajón una navaja automática. La hoja sale con un chasquido, sobresaltando al segundo. Sin inmutarse, la mujer graba una muesca en el tablero. No es la primera.

—El Victorious en el 20, el Tireless en el 23, el Courageous en el 24 (bueno, éste se destruyó él solito, para qué vamos a engañarnos), y ahora el Stronghold en el 27… Sólo nos quedan 396, acorazado arriba, acorazado abajo.

La navaja vuelve a su escondite. Jansen medita unos instantes.

—Siguen siendo demasiados. Sólo tenemos otros dos portanaves, aparte del nuestro. A este paso, tardaremos siglos en acabar con ellos, y no creo que la situación actual se mantenga durante tanto tiempo. Algún día, uno de sus mariscales de campo con dos dedos de frente golpeará donde más nos duela. Si lográramos de alguna manera acelerar el proceso…

—Por algo hay que empezar, señora.

Irma Jansen sonríe.

—Tiene razón. Vayamos paso a paso. Lo importante es mantener la presión sin provocar una guerra abierta, en la cual llevaríamos las de perder. En el fondo, ellos quieren creer que se trata de accidentes, como en el caso del Courageous. Qué curioso, nos temen a pesar de nuestra inferioridad numérica.

—Motivos no les faltan, señora. Me sigue pareciendo inverosímil que hayan picado con tanta facilidad.

—Usamos el cebo adecuado, sencillamente. Les sugerimos la existencia de un blanco fácil e inerme y exasperamos a sus censores con obscenidades bien estudiadas. Colegimos los resortes que debíamos pulsar y han respondido como esperábamos, eso es todo. No falla.

—Y que lo diga, señora. Aún me parto de risa cuando recuerdo el diálogo de aquellos dos. Se han ganado el sueldo, desde luego. Improvisaron de maravilla, caramba.

—De improvisación, nada. Llevaban muchos ensayos a sus espaldas. Cada palabra estaba pensada para irritar a los oyentes imperiales. Bueno, miento; también metieron alguna morcilla de su cosecha, pero sin salirse del guión. Preparamos con antelación y a conciencia diversos modelos de emboscadas; de ellas, optamos por la que consideramos pertinente en el caso actual.

—Je… Me pregunto a qué mente retorcida se le ocurriría semejante idea, y cuán calenturienta debe de ser para engarzar tantos tacos y frases lujuriosas. ¿Quién será el que…?

—Yo.

El segundo se queda helado. Un negro espanto se abate sobre él, mientras gotas de sudor frío le resbalan por el cuello. No se atreve a rechistar. La has cagado, colega, piensa. Y delante de Jansen, la vieja ogresa. Mentalmente, se despide de su carrera. Se ve entre tropas de choque, tomando un bastión enemigo a bayoneta calada. Siente ganas de llorar.

Irma Jansen deja que el segundo se recueza en su pánico durante un par de minutos. Finalmente sonríe.

—Tranquilo, hombre. Lo consideraré como un cumplido.

4

LUGAR: El dichoso cinturón de asteroides, aunque ya por poco tiempo. Todos están deseando marcharse de allí.

Dentro del muelle principal de la Galileo, los técnicos trabajan recogiendo las pequeñas naves mineras y otros artilugios que sirvieron para fingir que allí había una base minera. Los cazabombarderos USC-4100 Barracuda han terminado de patrullar. Ruedan por la pista de aterrizaje hasta sus lugares de estacionamiento y apagan motores.

Los tenientes Tomás Iliescu y Christina O’Connor bajan de las cabinas y se dirigen a los vestuarios. Los técnicos de la Galileo les felicitan por su brillante actuación. Otros pilotos se reúnen en corrillos, o bien se largan directos a la cantina o a darse una ducha. Tomás y Christina se saludan y marchan juntos hacia el interior de la nave.

—Todo un espectáculo, Chris.

—Jamás olvidaré cuando aquel monstruo saltó en nuestra búsqueda. Supongo que vendría a por nuestros pellejos, y se encontró con un señor recibimiento.

—¡Menudos fuegos artificiales! Todas las naves de la Galileo, cruceros, fragatas y corbetas, soltando su artillería pesada contra el acorazado… Ya tengo algo que contar a mis nietos.

—Suponiendo que no lo sigan considerando alto secreto para entonces…

Continúan caminando, con sus rostros iluminados por sendas sonrisas.

—¿Crees que nos darán alguna medalla? —pegunta Christina.

—Nos la hemos ganado a pulso. Mira por dónde, el haber estudiado arte dramático al final sirvió de algo. Yo se lo debo a la cabezonería de mi madre, empeñada en que sus hijos fueran un dechado de cultura y sensibilidad. Pobre, aún no me ha perdonado que me alistara en la Armada.

—Mi caso es similar. Lo único que temí es que estuviéramos sobreactuando, especialmente tú —le propina a Tomás una cariñosa palmada en la espalda.

—La próxima vez te tocará a ti soltar las burradas y a mí hacerme el estrecho, camarada.

Ríen de buena gana. Cuando se acercan al fondo de la pista, de repente Tomás va y dice:

—Oye, Chris, uno de estos días podríamos plantearnos echar un polvo de verdad y… Eh, no me mires así. ¿Hace un cafecito en la cantina?

F I N

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