20 4625ee — Pacificadores
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BAHARNA (Canes Venatici MH-3962-2).
CARACTERÍSTICAS DEL SOL: Sistema binario, formado por una amarilla media G1 (Ari) y una enana roja M4 (Orm).
RADIO MEDIO DE LA ÓRBITA: 0,89 u.a.
DIÁMETRO ECUATORIAL: 13404 km.
ATMÓSFERA: 76,5% N2, 20,8% O2, 1,1% Ar, 0,3% CO2, H2O, CH4, etc.
HISTORIA NATURAL:
Baharna está situado en uno de los vértices del denominado triángulo vacío, una región de varios parsecs cúbicos sin mundos habitables; ni siquiera las grandes compañías mineras consideran rentable la explotación de los escasos recursos presentes en los cinturones de asteroides. Los otros dos sistemas que cierran el triángulo incluyen a Tropicalia, un auténtico paraíso para ejecutivos estresados, clase media de vacaciones y algunos militares afortunados de permiso, y a Nueva Hircania, con sus sempiternas y feroces guerras entre clanes […].
Baharna carece de tectónica de placas. Por un capricho geológico, sus dos grandes masas continentales aparecen sobre los polos, y están cubiertas por una capa de hielo de más de 5 km de grosor. Tan sólo una península del continente austral llega a latitudes más bajas, y sus tres millones de km² son los únicos adecuados para la vida humana.
SOCIOLOGÍA:
La Historia de Baharna es bien curiosa. El planeta fue terraformado y colonizado por una nave generacional de primera época, y por un lamentable accidente (o tal vez sabotaje, según sugieren algunos estudiosos) se perdió el contacto con el resto del Ekumen. La sociedad involucionó a un estadio preindustrial, aunque pronto surgieron dos etnias bien diferenciadas. En las elevadas montañas del sur se refugiaron los colonos a quienes no se permitió asentarse en las fértiles tierras bajas […]. Contra todo pronóstico los montañeses sobrevivieron, y engendraron una cultura única, fascinante y belicosa […]. Dieron en llamarse Caballeros del Dragón (o draquis, como los bautizaron despectivamente sus enemigos).
Una facción entre los Caballeros se sintió atraída por las feraces tierras norteñas, y sus miembros juraron que un día volverían a recobrar lo que creían suyo por derecho. Así, soñaban que reinarían sobre los comuneros, apodo despectivo con el que se referían al resto de los habitantes del continente […].
FUENTE: Hunter, M.K. (4716ee). «Breviario de T. F. Bean de planetas curiosos» (237ª edición revisada y ampliada). Futurópolis, Marte.
★★★
Si hay algún lugar en el cosmos digno de ser llamado la quinta puñeta galáctica, ése es Baharna.
FUENTE: Torres, E. (4713ee). «Guía del viajero políticamente incorrecto». Ed. Guacamayo. Madrid, Vieja Tierra.
★★★
Aún era de noche, pero el barrendero había abandonado ya el almacén municipal. Con paso cansino y la vista al frente, empujaba un carrito por las calles desiertas y silenciosas. Su rostro, ojeroso y mal afeitado, aparecía macilento cuando era iluminado por la luz de las artísticas farolas de hierro forjado. En cambio, adoptaba un tono bilioso al pasar cerca de un fogaril solitario, plantado sin duda en uno de los raros períodos de alegría presupuestaria del Ayuntamiento. De vez en cuando tiritaba. El raído uniforme no había sido diseñado como prenda de abrigo, y faltaba algún que otro botón que nadie se había molestado en reponer.
Como era lógico, el barrendero no se detuvo a contemplar un panorama que se sabía de memoria. Le pagaban para que terminara su faena antes de que comenzara la jornada laboral, y encontrar un empleo era difícil en estos tiempos. Sobre todo, para un varón draqui. Debía ser eficiente si quería cobrar a final de mes las cuatro perras con que premiaban su esfuerzo. Su tarea no era demasiado agradable, pero los de su etnia no podían permitirse el lujo de elegir. Las mejores colocaciones se reservaban para los comuneros, aunque fueran incapaces de hacer la o con un canuto.
En otro tiempo, el barrendero había gozado del derecho a usar tres apellidos, e incluso llegó a alcanzar el quinto grado en la escala de la Nobleza Inefable. Un acólito portador de oriflamas despejaba el camino ante él, apartando a la chusma del común, mientras otro paseaba al bemoide familiar con sus espléndidos arneses de cuero y seda. Ahora ni tan siquiera tenía un nombre. Sus amos y compañeros se dirigían a él como «oye, tú» o «este tipo». El resto de la ciudadanía, cuando reparaba en él, lo conocía como «cerdo draqui», «cabrón malasangre» y otros epítetos por el estilo. Eran los inconvenientes de haber militado en el bando perdedor, y aún debía dar gracias a los vencedores por concederle el honor de dejarlo vivir. Hacía tanto tiempo que se había tragado su orgullo y su dignidad que ya no le importaba.
El barrendero detuvo su carrito frente al primero de los árboles mimosos, dispuesto a iniciar su ronda. Seguramente los bautizó algún entusiasta del humor negro. Aquellos seres procedentes de lo más profundo de la selva no eran precisamente árboles; además, tenían muy mala leche. Durante el día se aletargaban y su aspecto era idéntico al de un poste de madera de diez metros de altura y treinta centímetros de diámetro. En cambio, al atardecer su parte superior se deshilachaba en miles de fibras de un dedo de grosor. Vista desde lejos, su silueta recordaba a la de una enorme sombrilla. Y ahí terminaban las similitudes con un árbol, ya que los mimosos eran feroces depredadores. Sus ramas exudaban un líquido viscoso, cargado de feromonas que atraían irremisiblemente a sus presas. Éstas se quedaban pegadas y eran digeridas en cuestión de horas. Una vez ahíto el mimoso escupía la carcasa sin vida al suelo, presta para ser recogida por los servicios municipales. Según los biólogos del Ayuntamiento, aquellos monstruos resultaban muy útiles. Controlaban las plagas de volantones procedentes de los bosques cercanos, que se comían las flores de los jardines y lo dejaban todo perdido de excrementos. El único inconveniente consistía en que los volantones medio descompuestos hedían y su aspecto era repulsivo, como boñigas de vaca con ojos saltones y patitas quitinosas. Por fortuna, las calles se limpiaban bien temprano.
El barrendero también había sido testigo de algunas otras habilidades de los árboles mimosos. En los peores días de la guerra, cuando los comuneros tomaron el poder, les llegó el turno de vengarse de sus antiguos amos. Los orgullosos Caballeros del Dragón fueron obligados a contemplar cómo sus mascotas sagradas, los bemoides, eran entregadas a los mimosos y luego se les forzaba a comerse los restos. No sólo fueron animales los que acabaron sus días de aquel modo, una muerte lenta y desagradable. La agonía parecía eterna y lo peor eran los gritos, que sus verdugos no se molestaban en acallar. Resultaba un espectáculo edificante, según decían.
El barrendero comenzó por un árbol especialmente glotón, a juzgar por el aspecto de la acera. Detuvo el carrito, abrió la tapadera y desplegó una gran bolsa de plástico negro. Agarró luego una pala de mango corto y un recogedor de cinc y se puso a retirar lo que quedaba de los volantones. Los cuerpos fueron cayendo uno tras otro en su última morada con un chapoteo blando. Seguidamente llenó un cubo de agua en la boca de riego, añadió un chorro de desinfectante y limpió las manchas de baba y fluidos orgánicos frotando enérgicamente con un cepillo de duras cerdas.
Así, un árbol tras otro, la noche fue muriendo lentamente, sin que el barrendero se percatara. Tal vez pensaba en pasadas glorias mientras arrancaba aquella mugre hedionda del piso, o tal vez no. En cualquier caso, a nadie le importaba lo más mínimo.
Orm, rojo como la sangre, apareció por el horizonte de levante. La vibrante atmósfera lo hacía parpadear como si latiera. Los astrólogos lo llamaban El Corazón del Dios Errante, fuente de numerosas leyendas. Ahora se hallaba en un punto muy alejado de su órbita. Sus débiles rayos eran incapaces de competir con el brillo de las farolas o la fosforescencia verdosa de los fogariles. Tiempo atrás el barrendero habría murmurado una breve plegaria a la estrella, mas ahora ¿para qué? Siguió despegando volantones con la pala.
En aquella época del año, el esplendor de Orm era efímero. Pronto sería eclipsado por el dorado Ari, que ya comenzaba a anunciarse. Sin prisas, el cielo fue perdiendo su tono azul oscuro, casi negro, coloreándose de un amarillo con tintes cerúleos. Aquel amanecer no sería muy espectacular, dada la ausencia de nubes en el horizonte. Y como todos los días las farolas se apagaron, los fogariles dejaron de brillar y desplegaron sus hojas y los árboles mimosos se sumieron en el letargo.
Para cuando el disco de Ari comenzó a divisarse entre los edificios, el barrendero ya concluía su labor. Había recogido los trastos, cerrado la bolsa de plástico repleta de puré fermentado de volantones y emprendido el camino de vuelta. Al mismo tiempo, la ciudad despertaba. Los más madrugadores, a pie o en bicicleta, marchaban a su trabajo con ojos soñolientos y caras de pocos amigos. Poco después llegaría el turno de los triciclos y los motocarros de tenderos y mercaderes, que irían a montar sus puestos en los soportales del Barrio Viejo. Más tarde aparecerían los coches y los aerodeslizadores. Como era natural, los ricos no necesitaban madrugar tanto.
El barrendero apretó el paso. El tiempo corría, y la probabilidad de tropezarse con un grupo de jóvenes ociosos con ganas de divertirse a su costa no le seducía. Sin embargo, en contra de su costumbre se detuvo. Creyó captar un ruido poco habitual, que resultó estar causado por un vehículo grande y extraño. Lo contempló con un residuo de curiosidad mientras se acercaba.
Parecía un transporte militar, desde luego, aunque no uno de los destartalados camiones cargados de milicianos que habían matado, violado y torturado a los suyos. Tampoco era un aerodeslizador del Ejército Republicano, con soldados que se quedaban quietos y miraban hacia otro lado cuando había problemas. Sobre todo, cuando los implicados eran draquis. Se trataba de un blindado que se desplazaba sobre seis grandes ruedas con neumáticos negros, y no mostraba la típica pintura de camuflaje republicana, discreta pero plena de significados. Un blindado blanco era un espectáculo muy inusual y necesitó unos instantes para identificarlo.
«Fuerzas Pacificadoras de la Corporación». El barrendero se encogió de hombros y prosiguió su camino. «A buenas horas… ¿Dónde estabais cuando de veras os necesitábamos?» Empujó su carrito, mientras las sombras se acortaban cada vez más y Ari arrancaba destellos dorados a las llantas metálicas del blindado. Se hacía tarde. Era hora de llegar al cuchitril que la supervisora le había asignado, meterse en la cama con una botella de aguardiente barato y dar la bienvenida al olvido.
★★★
El vehículo se desplazaba lentamente, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo y hubiera decidido invertirlo en dar un paseo. Nada en él indicaba que estuviera tripulado. En cierto modo, recordaba a un gran ataúd rodante que marchara solito camino del cementerio. Salvo la matrícula y una bandera de la Corporación, bien poco se distinguía en su carrocería biometálica, ni siquiera ventanas o puertas. Sin embargo, aquello no era un robot. Sus seis tripulantes podían examinar cómodamente el exterior a través del blindaje, gracias a un complejo sistema de cámaras holo. Y tampoco iban desarmados.
Una portilla camuflada se abrió en la parte superior y por ella asomó un militar. Lucía el uniforme del Ejército Republicano de Baharna, planchado e impoluto. En sus hombreras se veían unos galones forrados con cuatro texturas de tela, señal del rango de teniente. Su cabeza estaba tocada con una boina verdinegra, ladeada a la izquierda con la inclinación exacta que mandaban las ordenanzas.
El teniente oteó a su alrededor, mientras disfrutaba del placer de sentir el aire matutino acariciando su piel. Le gustaba aquel distrito, con calles amplias y rectas y sus edificios singulares, apenas mancillados por la guerra. Mostraban la típica planta circular de las mansiones de los Dragones de clase alta: paredes estriadas, ventanas lobuladas y tejado convexo, con voladizos, que daban al conjunto el aspecto de una descomunal seta. No había dos viviendas iguales, rasgo típico de los antiguos e individualistas señores. Sin embargo, no desentonaban. Sus colores irreales y el buen gusto de los jardines que los circundaban otorgaban a aquella zona el aspecto de un bosque encantado; sobre todo de noche, con sus miríadas de farolillos multicolores ocultos en lugares inverosímiles. Era un lugar tan fascinante que fue respetado incluso en los peores días de la contienda civil. Los daños se limitaron a los asesinatos y tropelías cometidas contra los propietarios. Actualmente las casas eran ocupadas por la burguesía acomodada y los nuevos millonarios surgidos tras la guerra, como consecuencia de un floreciente mercado negro. Parte del viejo encanto se había perdido, tal vez contagiado por el espíritu más prosaico de sus nuevos moradores, pero aún se palpaba la magia en el ambiente.
El teniente experimentaba una gran satisfacción al saberse admirado por los escasos viandantes que transitaban por allí. Montado en aquella poderosa máquina, recorriendo el barrio de los ricos sin complejos, se sentía más o menos como un dios hasta que una voz surgida de las profundidades del blindado acabó con sus sueños de gloria y lo bajó de las nubes:
—Agacha la cabeza, gilipollas. A ver si te van a dar…
—Estamos en Akrotiri, la capital, no en uno de los pueblos del norte durante la postguerra. Por si no os habíais enterado es una zona tranquila, habitada por ciudadanos respetables y amantes del orden —repuso, bastante enfadado—. No sé por qué tenéis tanto miedo. Aquí no hay peligro alguno, os lo aseguro.
—Ésas fueron también las últimas palabras del pobre Zascandil, antes de que le saltaran la tapa de los sesos —dijo otro tripulante—. ¿Os acordáis?
El teniente volvió a introducirse en el vehículo, indignado. No quería enemistarse con sus nuevos compañeros, pero trató de sonar severo:
—Os rogaría un poco más de respeto. Se trataba del teniente Atanagildo Blastaparévix y cayó en acto de servicio, luchando valientemente.
El tripulante con mayor rango, un coronel, lo miró y adoptó una expresión burlona:
—Con los nombres tan raros que gastáis en este planeta, no os toméis a mal que tengamos que recurrir a apodos. Además, Zascandil era muy apropiado —los demás asintieron—. Y en cuanto a lo de su valerosa lucha… En mi vida vi a un tío tan torpe dentro de un uniforme. Se lo puso fácil al francotirador; parecía estar voceando: «dispárame». Sólo le faltaba pintarse una diana en la boina.
—Al menos, contribuyó a que pudiéramos descubrir al dichoso asesino —terció otro.
—¿Insinuáis que lo utilizasteis como cebo? —el teniente estaba genuinamente escandalizado.
—No hizo falta; Zascandil nació con vocación de blanco de tiro.
El teniente trató de cambiar de tema. No deseaba acabar peleándose con aquellos tipos.
—Se supone que sois tropas de élite; esa manía vuestra de reíros de la gente se me antoja pueril —los demás no respondieron—. Me gustaría saber el mote que me habéis puesto.
—Tranquilo —contestó el coronel—. Sólo llevamos media hora trabajando contigo. Pero ya caerás, ya…
—Confío en que no; estaré prevenido, descuidad.
—Lo que tu digas, Prevenido —sentenció el coronel.
Sus compañeros rieron la ocurrencia y le dieron palmadas de aprobación en la espalda. El teniente soltó un taco, se giró y simuló que estudiaba los datos que aparecían en una pantalla, mientras rumiaba su mal humor.
Para un militar republicano, recién salido de la Academia, aquellos corporativos resultaban desconcertantes. Teóricamente eran los mejores soldados del Ekumen, pero no lo parecían. Más que unas máquinas de matar, recordaban a una pandilla de excursionistas aburridos. No obstante había revisado sus hojas de servicios y eran impresionantes, por no mencionar otro curioso detalle: en todas las misiones conjuntas, las bajas habían correspondido a militares republicanos. Ni un solo corporativo había caído. ¿Suerte, tal vez? ¿O eran tan buenos como decían?
Los estudió por el rabillo del ojo. Lo primero que llamaba la atención era la diversidad de razas, acentos y sexos. El coronel, por ejemplo, era un sujeto fornido, aunque más bien bajo, de tez bronceada, rostro ancho con alguna arruga, ojos rasgados y corto cabello negro. Su ayudante más cercano, un teniente, era alto y espigado, de facciones angulosas, rubio y con ojos verdes. La tripulación se completaba con una mujer diminuta, de piel muy oscura y calva como una bola de billar; un gigante hosco que casi nunca hablaba; y una especie de criatura, presumiblemente de sexo masculino, cuyos rasgos recordaban a los de un vampiro peliculero y que parecía enfrascado en una partida de ajedrez gore con el ordenador del blindado.
El teniente se sentía defraudado. Desde pequeño había idealizado a los comandos corporativos. Los imaginaba como míticos superhéroes, luchadores incansables en mil batallas épicas. Aún recordaba con qué excitación había recibido la noticia de que formaría equipo con ellos y la decepción experimentada al conocerlos más a fondo. Era como ser objeto de una estafa. Se suponía que iba a convivir con soldados capaces de comerse crudo al peor enemigo; en vez de eso, se encontraba entre unos individuos que parecían cansados, sin mostrar interés en cuanto les rodeaba. Cuán penoso era.
El teniente reprimió un suspiro de frustración y ordenó al blindado que se dirigiera hacia el Barrio Viejo de Akrotiri, la ciudad más populosa de Baharna.
★★★
El coronel Daniel Hintikka miró desapasionadamente la espalda del teniente republicano y decidió tragarse el sarcasmo que estuvo a punto de soltarle. No merecía la pena tratar de introducir un poco de sentido común en unos individuos tan cerrados de mollera. De acuerdo, era difícil evitar relajarse en este mundo, una auténtica balsa de aceite si se lo comparaba con sus anteriores destinos. Sin embargo sabía por experiencia que el confiarse era muy peligroso, y los cementerios estaban llenos de soldados que creían que nada malo podía sucederles.
Los comandos de las FEC eran adiestrados para sorprender al enemigo, y una buena estrategia consistía en permitir que los subestimaran. Bajo una aparente fachada de indolencia o hastío, los soldados no perdían detalle de cuanto les rodeaba. Su sistema nervioso estaba condicionado para responder al más mínimo estímulo. Mientras, lo más juicioso era ahorrar energías, aunque eso desesperara a sus aliados. Lo sentía por Prevenido, pero no iban a comportarse como los macarras de las películas bélicas cuyos directores, estaba seguro, no habían visto una batalla real en su vida. Si se aburría, que se comprara un loro y le enseñara a silbar el himno republicano.
El coronel Hintikka, desde luego, no tenía que esforzarse demasiado para fingir aburrimiento. En aquel planeta disponía de un exceso de tiempo libre, y últimamente lo dedicaba a pensar, algo a lo que no estaba demasiado acostumbrado. Como la mayoría de los comandos, al alistarse en las FEC firmó un documento con cláusulas bastante claras, sin letra pequeña. Se comprometió a servir fielmente a la Corporación durante un periodo determinado de años, prorrogable si lo deseaba. A cambio, le ingresaban una jugosa paga en una cuenta corriente a la que no podía acceder hasta que expirara el contrato. Era una manera como cualquier otra de asegurarse la lealtad de la tropa, cuyos miembros sabían que al final de su carrera serían dueños de una considerable suma. Mientras, los mandos los trataban bien y costeaban sus gastos cotidianos. Todos lo aceptaban y nadie se quejaba en exceso cuando estaba sobrio.
A Hintikka sólo le quedaban dos años y medio para licenciarse y no pensaba reengancharse. Estaba cansado de la vida militar y de tantos lustros de dormir en catres incómodos, sacos malolientes o al raso; aburrido de viajar en mugrientos transportes interestelares, muchas veces hibernado a velocidad sublumínica; harto de vivir en tensión, esperando a que en cualquier momento alguien le atacara por la espalda antes de que pudiera pagarle con la misma moneda; hastiado de matar a gente que en realidad no le había hecho nada; en resumen, hasta las narices de casi todo.
¿Y después? Le costaba trabajo imaginarse de civil y no tenía en absoluto claro a qué podría dedicarse. Era militar desde muy joven y desconocía cualquier otro tipo de vida. No se hacía ilusiones. Lo más probable era que se comportara como un inadaptado y dilapidara el dinero tan laboriosamente ahorrado en unos pocos meses. Sería como un desquite por las penalidades sufridas. Luego, arruinado, se enrolaría como colono y acabaría sus días terraformando algún planeta perdido, haciendo lo único que había aprendido bien: bregar. Casi todos los comandos terminaban así. No echaban raíces, ni conocían a nadie aparte de sus compañeros más íntimos. En muchos casos éstos morían en acto de servicio o se quedaban en las FEC algunos años más, incapaces de enfrentarse al futuro. Hintikka sabía eso y lo asumía. De todos modos, sintió una punzada de envidia hacia Prevenido y, puestos ya, hacia los oficiales republicanos en pleno. Como militares resultaban unos inútiles, pero al menos no eran unos extraños en su mundo. Conocían gente, tenían parientes y amigos. Al final hasta podrían formar una familia, una comuna o lo que se estilara en Baharna.
Ellos no se podían permitir ese lujo. Les había tocado vivir en una época dura, muy distinta de la Edad de Oro, donde hasta los yates de recreo podían saltar de un sistema estelar a otro en cuestión de horas. Antes del Desastre, si la Corporación tenía algún problema en cualquier rincón del Ekumen, mandaba una flota completa a poner orden, y pobre del que se atreviera a hacerle frente. Ahora debía limitarse a enviar pequeños contingentes de comandos bien entrenados para que sacaran las castañas del fuego a los políticos. Y como el presupuesto para gastos militares era más reducido que antaño, el material humano debía ser reciclado una y otra vez. Hintikka era de los más veteranos; llevaba muchas décadas en las FEC, tantas que ya había perdido la cuenta. Siempre era lo mismo: matar, enseñar a matar, sobrevivir y sentirse extranjero. Erídani, Gad, Nueva Hircania… Todos igual; mataderos con nombres exóticos, que acababan destrozando los nervios de los menos adaptables, los menos cínicos. Tal vez, dentro de algunos años alguien descubriera el método de abaratar los viajes interestelares y los comandos errantes ya no serían necesarios. Entonces seguro que se convertirían en leyenda, pero eso no resucitaría a los compañeros muertos, ni compensaría unas vidas arruinadas.
Al menos, debían agradecer a los mandos que sus carreras acabaran en un lugar como Baharna, aunque no tuvieran una idea clara de qué estaban haciendo allí exactamente. Era mejor jubilarse en un sitio tranquilo, donde uno no estuviera expuesto a que lo desgraciaran a última hora. Sin embargo, aquella misión era desconcertante para unos comandos acostumbrados a pelear contra sañudos enemigos. Sobre todo, en los últimos tiempos.
Durante los primeros años, trabajaron apoyando a las organizaciones humanitarias en pueblos donde la guerra estaba aún muy fresca. Salvaron vidas, para variar. En cambio, ahora su tarea se limitaba a patrullar por las ciudades sin complicarse la existencia. Por lo visto su mera presencia contribuía a calmar los ánimos, o eso decían. Además, tenían la obligación de trabajar en colaboración con un oficial del Ejército local. Debía de ser una decisión política cuyos motivos se les escapaban, ya que militarmente no le veían mucho sentido. Esos tipos sólo servían para causarles quebraderos de cabeza; menos mal que tendían a morirse pronto. Hintikka recordó a algunos de ellos con cierto afecto porque, en el fondo, habían alegrado un poco la monotonía cotidiana. De todos modos no se podía esperar nada bueno de un ejército que obligaba a sus soldados a vestir uniformes adornados con tiras de flecos de cuero. Eso, sin contar con lo del pompón en la boina, los colores conjuntados, las malditas texturas o los perfumes. Era raro que no acabaran esquizofrénicos tratando de hibridar la sobria funcionalidad militar con sus retorcidos tabúes estéticos.
Rijoso fue el primero: un sujeto indeseable que presumía de valiente ante unos soldados que estaban hartos de combatir contra enemigos que habrían hecho a Rijoso cagarse por la pata abajo. Por aquel entonces trabajaban en una ciudad de poco más de cien mil habitantes, Ilión, donde la minoría draqui había sido pacificada hacía poco. Eso significaba que los pogromos aún estaban frescos en la memoria, antes de que el Ejército Republicano controlara la situación. La vida tendía a normalizarse, sobre todo desde que la ayuda humanitaria corporativa había alejado el espectro del hambre y los disturbios. Así, ya no tenía sentido utilizar a las minorías como chivo expiatorio.
Una tarde se habían detenido para permitir el paso a una comitiva nupcial draqui, pero Rijoso se separó del grupo y empezó a molestar a la novia. Estaba muy seguro de su impunidad, e intentó llevársela para violarla. Sin duda había hecho lo mismo alguna que otra vez antes, con la aprobación de sus compatriotas. Sabía que sus víctimas no estaban en condiciones de protestar. Desde luego la Policía local no iba a molestarse en detener al culpable. Incluso, en un rapto de magnanimidad, prometió dejar usar la chica a sus buenos colegas corporativos tras terminar con ella.
Rijoso no había caído en la cuenta de una serie de circunstancias. De acuerdo, los comandos de las FEC eran capaces de liquidar al personal civil sin pestañear cuando les ordenaban no dejar supervivientes. Entonces no respetaban ni a los niños de pecho, pero se trataba de muertes limpias; nada de recochineo añadido. Para eso les pagaban, aunque a veces resultara ciertamente desagradable ganarse el jornal. Tal vez por ello odiaban causar sufrimientos innecesarios. Además, eran profesionales que apreciaban el trabajo bien hecho. En Ilión les habían encargado poner paz y pensaban cumplirlo. Al cabo de pocos meses se habían ganado el respeto de todos, especialmente de las comunidades draquis. El que aquella gente los mirara con simpatía, en vez de intentar asesinarlos al menor descuido, era una novedad agradable y les hacía sentirse útiles.
Los violadores entre los soldados corporativos tenían una vida corta. Un notable porcentaje de los compañeros que se jugaban el pellejo al lado de uno eran mujeres, las cuales solían mirar mal cierto tipo de comportamientos. En este caso, la sargento McKenna dejó seco a Rijoso allí mismo, sin cortarse un pelo. El coronel Hintikka, en su informe, indicó que probablemente el republicano se había quitado la vida en un rapto de enajenación mental, ya que solía mostrar cierta inestabilidad psíquica. A la comisión investigadora le pareció un poco raro aquel suicidio. Resultaba complicado que alguien se disparara a sí mismo por la espalda con un fusil de asalto, pero todos los presentes en el lugar de los hechos habían corroborado esa versión. Con una sonrisa de oreja a oreja en el caso de los draquis, fue muy loada la habilidad de Rijoso como contorsionista. Al final archivaron el incidente y los enviaron a otra ciudad, con un nuevo oficial republicano de acompañante.
Colega Sobrio tampoco duró mucho. Debía de tener una esponja por hígado. Tras ingerir litro y medio de etanol en estado casi puro relataba a todo el mundo sus inverosímiles hazañas bélicas hasta que caía redondo, y el muy cabrón tenía un aguante increíble. Murió de una forma bastante tonta. Estaba tan borracho que al ir a fumarse un cigarrillo confundió el encendedor con una pistola de plasma y ardió como una tea. O tal vez alguien le dio el cambiazo ex profeso, harto ya de escuchar sus aventuras o de que les vomitara en el blindado. En cualquier caso nadie lo sintió mucho.
A pesar de eso las autoridades no escarmentaban. Los volvieron a cambiar de ciudad y les asignaron otros compañeros. Intrépido, Huevos Pares, Bala Humana, Pepe Leches, Zascandil… Pobres, cómo habían acabado. Al menos, lo de Zascandil tuvo cierta utilidad, e incluso se ganó una medalla a título póstumo. Era un teniente republicano que se las daba de experto comando y presumía de ser el más duro de su promoción, aunque en realidad fuera más torpe que una tortuga coja. Cierto día un francotirador empezó a hacer de la suyas y a disparar a los viandantes, sembrando el pánico. Como se supo después, era un viejo draqui, un antiguo noble al que las humillaciones terminaron por desquiciar y que había decidido tomarse la justicia por su mano. Zascandil se ofreció a acabar él solito con aquel tipo y los corporativos se encogieron de hombros, animándolo a intentarlo.
Zascandil dio una soberana lección de cómo no se debe uno mover cuando se enfrenta a un enemigo oculto en un edificio, tal como Hintikka y los suyos habían supuesto. Permitía que su silueta se recortara en puertas y ventanas, se movía como un actor de película e incluso ponía la inevitable cara de estreñido que, por alguna misteriosa razón, los directores de cine suponían típica de los comandos en acción. En realidad, en esas circunstancias era más normal la flojera de vientre. Zascandil se detenía en sitios desde donde era fácilmente divisable aunque, eso sí, quedaba de lo más fotogénico. Mientras, los comandos habían conectado el camuflaje de sus uniformes en modo urbano, se parapetaron a la perfección y activaron sus fusiles de asalto, después de cruzarse apuestas sobre cuánto tardaría el francotirador en liquidar al republicano. Nadie, ni aunque fuera de piedra, podría resistirse ante un blanco tan apetitoso.
Sólo tuvieron que esperar dos minutos justos a que la sesera de Zascandil saltara en pedacitos. En el milisegundo siguiente, los ordenadores de sus fusiles localizaron el lugar de procedencia del disparo, seleccionaron el proyectil más adecuado y replicaron. El francotirador recibió una andanada de balas explosivas y murió en el acto. Durante las horas siguientes, soldados y policías estuvieron muy ocupados tratando de evitar que la indignada multitud linchara a los draquis.
A pesar de los pesares, los mandos seguían sin escarmentar en cabeza ajena, y les habían endosado a Prevenido. La tripulación del blindado decidió tomárselo con filosofía y sentido práctico. Cada uno aportó un crédito al fondo común; quien más se aproximara al periodo de supervivencia del teniente republicano se llevaría la porra. Hintikka había apostado por dos semanas y media, y comenzaba a arrepentirse. El chaval no parecía tan obtuso como los otros, pero de ahí a otorgarle tanto tiempo…
Hintikka trató de pensar otra cosa, y contempló de reojo a sus soldados. Al rubio teniente Sven Lerroux aún le quedaban dos años de contrato, poco menos que a él mismo. En cambio, Larry, Amanda y Marco se largaban en el próximo transporte MRL. Les deseó suerte; en verdad, la iban a necesitar. La vida civil era mucho más complicada y nadie iba a impartirles órdenes ni a aconsejarles sobre qué debían hacer con ella.
★★★
El Barrio Viejo de Akrotiri constituía una oda al caos urbanístico. No obstante funcionaba, latía de actividad y despertaba los sentidos. Las calles formaban un laberinto retorcido de curvas y cuestas suaves. Visto desde el aire recordaba las circunvoluciones de un cerebro humano salpicado de agujeros y pintado de un ocre uniforme. De vez en cuando, una amplia avenida, fruto de alguna remodelación pergeñada por el concejal de turno, sajaba como un bisturí aquel viejo trazado, casi orgánico. Sin embargo, a pesar de todos los males, el encanto persistía. La gente pululaba por doquier, enfrascada en las más variopintas tareas, entrando y saliendo por los recovecos de una arquitectura demencial. Los edificios más modernos, rebosantes de ángulos y cubiertos de vidrio y plástico, se mezclaban con el ladrillo, el adobe, la piedra y las formas suaves de las casas antiguas. Todo ello recordaba a las ilustraciones de un libro de Mineralogía, como agudos y brillantes cristales embutidos en una matriz amorfa, recién solidificada.
Los ciudadanos de Akrotiri contribuían en gran medida a mantener ese aire cosmopolita, sobre todo en las plazas y mercadillos. Las distintas etnias y clases sociales mezclaban sus olores, sus trajes, sus acentos y sus ocupaciones sin vergüenza alguna, sobre todo ahora que las heridas de la guerra cicatrizaban poco a poco. Aún no se había apagado el resentimiento contra los draquis, pero ya no resultaban peligrosos, más aún después que sus costumbres experimentaran considerables cambios. Por supuesto, sólo pudieron conservar míseros despojos de su pasada riqueza. Las nuevas generaciones adoraban los colores vivos, que combinaban con acierto. Ver a un grupo de mujeres draquis seguidas de una procesión de chiquillos revoltosos era un ameno espectáculo. Llevaban pañuelos en la cabeza, faldas largas y preciosas blusas adornadas con pequeñas piezas de latón y plástico. Los cabellos negros y brillantes se recogían en complicadas trenzas, sujetas por cintas amarillas y verdes. Destacaban las recias matronas que regateaban duramente con pescaderos y verduleras, mientras las mozas más jóvenes aprendían de ellas. Los comerciantes, todos de etnia comunera, habían sido los primeros en aceptar a sus antiguas amas y se las disputaban como clientas; su estricto código del honor no permitía que dejaran de saldar sus deudas.
Los varones draquis no lucían tan alegres, aunque eso era lógico. Su exacerbado orgullo había sufrido mucho más durante la guerra. Ahora se veían forzados a ejercer los trabajos más humildes para dar de comer a sus familias. Ello se debía a una antigua tradición no escrita, aunque cada vez más cuestionada: las mujeres tenían prohibido ganar dinero. Por fortuna eran magníficas administradoras y así todos iban tirando. Por otro lado ellas demostraron ser mucho más adaptables y no se quebraron frente a la adversidad. Su entereza de ánimo salvó a los suyos, y ahora podían atisbar el futuro con una pizca de optimismo.
No obstante, los comuneros eran mayoría en la ciudad, y se dedicaban a las mismas cosas que el resto de seres humanos desde que la civilización existía como tal. Los más ricos adoptaban una pose distante, como si su mente estuviera ocupada en asuntos incomprensibles para el resto de los mortales. La clase media se afanaba en trabajar, comprar o simplemente curiosear por las tiendas. Los viejos se sentaban al sol y veían pasar la vida, o comentaban entre ellos acontecimientos de los buenos tiempos. Los jóvenes realizaban la diaria peregrinación de sus hogares a los centros de estudio y de allí a sus bares favoritos. Militares y policías hacían sus rondas, mientras sus compatriotas trataban de ignorarlos con mayor o menor cortesía. En general, los comuneros eran menos vocingleros que los draquis y preferían vestir prendas en las que predominaban blancos, negros y grises. Algunos nuevos ricos imitaban a los viejos amos, o al menos lo intentaban. En estos casos, la combinación de colores haría removerse en sus tumbas a generaciones de Caballeros del Dragón, mientras que las mezclas de perfumes provocarían vómitos a un gandulfo. Por lo demás, la supremacía masculina era palpable.
El blindado avanzaba entre aquella abigarrada multitud cual tajamar en el agua. La marea humana se abría ante él, y se juntaba de nuevo en cuanto pasaba de largo. Recibía continuas miradas de curiosidad, aunque la gente pronto volvía a ocuparse de sus asuntos. Tan sólo los niños más pequeños se divertían corriendo detrás del vehículo militar; eran los únicos afortunados que no habían padecido la guerra.
En el interior, Prevenido trató de nuevo de asomar la cabeza, pero desistió ante los comentarios de sus compañeros.
—Acabaré creyendo que tenéis miedo —les dijo, irritado.
—Llámalo prudencia —replicó Larry, el gigantón del grupo—. Son mis últimos cuatro días en este jodido planeta y no pienso exponerme sin motivo. Ahí afuera hay miles de personas y las posibilidades de una emboscada son elevadas.
Prevenido hizo un gesto despectivo.
—¡Son ciudadanos normales e inofensivos! El único riesgo que corremos es el de atropellar a algún chavalillo draqui que cruce la calle sin mirar.
—La última vez que tuve problemas con un niño fue en Nueva Hircania —comentó Larry con voz calma—. Era una monada de criatura, de cuatro o cinco añitos, que lloraba desconsoladamente en una cuneta. Me bajé del agrav, corrí a consolarlo y el muy cabrón me clavó una navaja en el muslo, cortándome la femoral. No sé dónde coño pudo esconder aquel pedazo de faca. Fue visto y no visto: me pinchó, me escupió en la cara y salió corriendo. Por poco no lo cuento.
—Ya lo recuerdo, hermano —dijo Marco, el pequeño vampiro—. Por si te sirve de consuelo, aquel cachorro de fundaca no llegó muy lejos —Larry se encogió de hombros—. Desde ese día, cada vez que veíamos un crío solito y con aspecto desvalido le pegábamos un tiro y luego investigábamos.
—De lejos, por si acaso —explicó Larry—. Algunos llevaban bombas ocultas que los suyos hacían detonar a distancia. Decían que aquellos angelitos irían así derechos al Paraíso de los Héroes.
—La culpa fue de los nativos a sueldo de las compañías mineras. No se les ocurrió otra cosa para amedrentar a los clanes hostiles que regalar a los niños minas mariposa, juguetes trampa… Cuando la situación se les escapó de las manos y nos llamaron a nosotros, el ambiente ya se había encabronado sin remedio —sentenció Hintikka.
Marco volvió a su partida de ajedrez con el ordenador, mientras que Prevenido permanecía de pie, sintiéndose un poco tonto ante aquella gente. Su azoramiento no duró mucho, ya que el blindado frenó en seco y provocó que se propinara un buen trompazo. Desconcertado y dolorido, no tardó en averiguar qué había pasado.
—¿Ves como los críos pueden resultar muy peligrosos? —Larry sonaba socarrón—. Muchacho, tienes madera de profeta.
Prevenido consultó la pantalla frontal. Efectivamente, habían estado a punto de atropellar a un pequeño draqui. El niño los miraba con ojos muy abiertos desde el centro de la calzada, como preguntándose qué clase de semoviente era aquello tan grande y blanco. Segundos después, una señora entrada en carnes vino corriendo y gesticulando, le arreó al zagal unos azotes en el trasero y se lo llevó de una oreja al tiempo que le reñía sin parar. La pobre criatura berreaba como si la condujeran al matadero. El teniente republicano meneó la cabeza, enojado.
—Dragones… Yo no soy racista, pero esta gente parece complacerse en causarnos problemas. Se niegan a integrarse plenamente en la sociedad y no hay forma de que adopten costumbres civilizadas. ¿Habéis visto en qué condiciones viven sus mujeres? Se reproducen como conejas y así salen los niños, unos salvajes inciviles. Resulta imposible educarlos en nuestras escuelas, porque…
—Menos mal que no eres racista —comentó la sargento Amanda McKenna.
—¡Y no lo soy! ¡La culpa es de ellos, que no desean cooperar!
—Ja, ja.
El coronel Hintikka dejó de prestar atención a tan bizantina discusión y ordenó al vehículo ponerse en marcha. Echó un vistazo a las pantallas laterales, que mostraban la calle por donde patrullaban. Como tantas otras de la periferia del Barrio Viejo, las tiendas más o menos lujosas de ropa, joyas o electrodomésticos coexistían con puestecillos ambulantes montados de cualquier manera bajo los soportales de los edificios. Desde ellos se pregonaban las excelencias de frituras, bisutería barata, flores, helados, frutos secos, cartas astrales, amuletos draquis supuestamente auténticos, tarros de fragancias pecaminosas… Si la situación mejoraba, se prometió que antes de abandonar Baharna iría de compras y se llevaría algunos recuerdos. Debía de ser magnífico caminar entre la gente sin sentirse amenazado, dedicándose a tareas intrascendentes. Sin embargo, dudaba que fuera capaz de ello. Tenía a sus espaldas demasiados años con los nervios a flor de piel, que lo habían convertido en un paranoico. Con motivo, eso sí, pero paranoico al fin y al cabo.
De repente, una voz impersonal surgió de un altavoz:
—Atención a todas las unidades. Se ha producido un atentado en el distrito 18, en el cruce de la calle Budchucóvix con la avenida Panthalassa. Dos individuos jóvenes, sexo masculino, complexión media, presumiblemente militantes de la HUU, armados con pistolas de impulsión química, han abatido a un gendarme que estaba controlando el tráfico. Posteriormente, según los testigos, han huido en un coche amarillo, modelo Raku-500, matrícula AKT-60094-G, en dirección al Barrio Viejo. Traten de localizarlo e interceptarlo.
—BMR-8 enterado —dijo Hintikka—. Hermanos, la avenida desemboca cerca de aquí. Echemos un vistazo, aunque a estas horas los terroristas se habrán metido por las callejuelas del sector comunero del barrio, donde ni Dios sería capaz de localizarlos. Desde luego, son demasiado estrechas para permitir el paso del blindado.
Prevenido parecía muy afectado por la noticia y más aún al ver la tranquilidad con la que se la habían tomado los corporativos.
—¿Qué demonios pretenden esos malditos asesinos? La República no es el mejor sistema de gobierno, pero ha garantizado la paz en Baharna por primera vez en siglos. Además, cualquiera puede defender sus ideas de forma pacífica: se han legalizado las asociaciones políticas, y en cuanto la situación se estabilice un poco más habrá elecciones generales —sus compañeros lo escuchaban con cortesía, asintiendo educadamente, como dándole la razón y eso lo enfurecía aún más—. ¿Qué solucionan esos chalados de la HUU matando a un pobre diablo, que no hacía otra cosa que regular la circulación? ¿Qué daño les había hecho? ¿Acaso eso va a conducir a que se establezca una sociedad utópica?
Daniel Hintikka no se molestó en contestar. La HUU trató de atentar una vez contra un sargento de las FEC, pero sus ridículas pistolas hacían ruido al ser amartilladas. En una fracción de segundo el sargento reaccionó y acabó con los dos terroristas con sus propias manos. Desde entonces, la HUU los dejó en paz y se dedicó a buscar objetivos más fáciles. En cuanto a sus motivos, Hintikka tampoco los entendía, ya que establecer una utopía basada en el amor universal a base de tiros sonaba un poco raro. Por otro lado, opinaba que alcanzar la armonía entre seres humanos era tan imposible como la supervivencia de un hereje en una comunidad fundaca de Nueva Hircania. «En fin, no es mi problema, sino el de los gobernantes republicanos, y tienen para rato. Hay partidos políticos legales que apoyan a la HUU; a buenas horas van a acabar con ella».
La voz del teniente Sven lo devolvió a la realidad:
—Creo que ahí tenemos el coche.
El blindado se detuvo a distancia prudencial del automóvil. Éste parecía haber sido abandonado precipitadamente, con la ventanilla del lado del conductor bajada y las puertas mal cerradas.
—Sus ocupantes han debido de huir y meterse por aquel callejón —dijo Sven—. Ya no habrá quien los pille. Lo mejor será llamar a… Eh, Prevenido, ¿adónde crees que vas? —preguntó, al ver que el republicano se disponía a salir.
—Mirad esos mocosos —señaló en una pantalla, que mostraba a unos rapazuelos acercándose al coche—. Seguro que se pondrán a toquetearlo y destruirán preciosas pruebas. Quiero bajar para ahuyentarlos y echar un vistazo.
—Podemos conectar los altavoces exteriores y decirles que se larguen, Prevenido.
—¡No me llames así! ¡Estoy harto!
—Lo que tú digas, Prevenido —intervino Hintikka—. Sven tiene razón; es mejor avisar a los de desactivación de explosivos. Esto apesta a trampa cazabobos.
—¿Trampa? ¿Os creéis que aún estáis en Nueva Hircania? Han dejado el coche al lado de un mercadillo repleto de gente. Nadie va a ser tan loco como para poner una bomba en un sitio donde podrían caer muchas víctimas inocentes, ¿no?
Los corporativos se miraron entre sí y acto seguido al republicano, como si estuvieran ante un rarísimo ejemplar zoológico. Luego se encogieron de hombros. Prevenido estaba tan furioso que no se dio cuenta y prosiguió con su perorata:
—En el fondo, creo que tenéis miedo. La guerra os ha hecho cobardes y…
Hintikka, al ver que los niños iban a tocar el coche, conectó un micrófono y soltó una retahíla de blasfemias que los hizo huir despavoridos y sonrojó a Prevenido. Los transeúntes también se asustaron, pero la inevitable curiosidad hizo que formaran un corro en torno al automóvil y el blindado, a ver si sucedía algo interesante. El coronel los mandó a todos a la mierda y se dispuso a llamar a los de explosivos, pero Prevenido se lo impidió. El militar republicano echaba chispas.
—¿No vais a salir e inspeccionar el coche, como sería vuestra obligación?
Hintikka contó mentalmente hasta diez y trató de sonar sereno:
—Escucha, so ceporro: nosotros no tenemos que demostrar nada a nadie y si estamos vivos es porque no corremos riesgos estúpidos. Cabe la remota posibilidad de que ese vehículo contenga una bomba trampa. Si no hubiera más remedio, o me lo ordenaran, yo sería el primero que saltaría ahí afuera. Sin embargo, en el cuartel general hay especialistas cualificados, adiestrados para resolver estas situaciones. Dejémoslos que se ganen el sueldo. Lo más útil que podemos hacer es montar un cordón de seguridad, evacuar el mercado y vigilar que nadie se acerque, y para eso no hay que abandonar el blindado. Podemos resistir el impacto de un misil anticarro de clase EC, y no hay bomba tan fuerte como eso.
—¡Y dale con la manía de la bomba! ¡Sois unos paranoicos! Mirad: voy a salir, y ninguno de vosotros tiene autoridad para impedírmelo. Es bueno que la gente vea que los encargados de su defensa no tienen miedo a dar la cara.
El cronel Hintikka estuvo a punto de noquear de un sopapo a aquel cretino, pero se contuvo. Si resultaba que aquel coche era inofensivo, podía acabar en la prisión militar por agresión a un oficial y no le apetecía manchar su hoja de servicios a última hora. El republicano era de rango inferior, pero no tenía muy claro quién mandaba sobre quién en aquellas ridículas misiones conjuntas. Además, la caja negra del blindado estaba grabando sus conversaciones, así que decidió no complicarse la existencia.
—De acuerdo, Prevenido, haz lo que te salga de los cojones. Que conste en acta que asumes las consecuencias, en contra de nuestro parecer. Por si acaso, llamaré a los de explosivos.
El republicano gruñó su conformidad y abandonó el vehículo. Apenas hubo caminado unos pasos, el blindado dio marcha atrás y se escondió en una calle lateral. La voz de Hintikka se escuchó por los altavoces:
—Señoras y señores, yo de ustedes me apartaría.
—Si lo que pretendéis es comerme la moral no lo vais a conseguir —murmuró Prevenido—. ¿Habráse visto pusilanimidad?
Se pasó la mano por el uniforme para eliminar unas pequeñas arrugas, se caló la boina como mandaban las ordenanzas y avanzó con paso seguro hacia el coche, sonriendo y tratando de irradiar seguridad a quienes le contemplaban. Componía una gallarda estampa. Su voz sonó fuerte, clara y autoritaria:
—Por favor, no se acerquen a este automóvil. Con ello sólo lograrían interrumpir una importante investigación. Permanezcan tranquilos; todo está bajo control.
—Eso suena precioso para un epitafio, Prevenido —dijeron desde el blindado.
El teniente soltó un taco mientras procedía a examinar el coche de cerca. Al no detectar nada anormal, asomó la cabeza por la ventanilla abierta, procurando no tocar la puerta. Sin que se diera cuenta, un adorno de su hombrera izquierda se enganchó con la antena de la radio. Al dar un paso hacia atrás, trastabilló y resbaló, propinándose un cabezazo tremendo contra el capó.