21
Beni comentaba con el ordenador algunos detalles de la fiesta de aniversario que mostraba la holovisión local, cuando el terrible estampido lo sacó de su asiento. Trató de controlar la taquicardia; vio que la pantalla se había apagado. Se asomó al patio, y contempló cómo una espesa humareda se alzaba sobre el barrio alto, ocultándolo a la vista. Los pilotos y demás miembros de la delegación habían salido al exterior, tratando de averiguar lo sucedido, Beni se volvió e interrogó a la consola:
—¿Qué ha pasado?
—Han destruido el palacio de gobierno, señor; literalmente, ha saltado por los aires. Tiene pinta de ser una masacre.
—Pero ¿cómo han podido…?
—¿Recuerda los explosivos que robaron, siguiendo mis valiosas instrucciones? Si descontamos los empleados para atentar contra la soldadesca, todavía restan suficientes para poner en órbita el edificio. Restaban, mejor dicho.
—Eso no era lo previsto… ¿Cómo han conseguido pasar más de tonelada y media de orgagel-4 delante de los controles imperiales, colocarlo en palacio y detonarlo?
—El adiestramiento que recibieron ha superado todas las expectativas. Mi más sincera enhorabuena, señor.
Beni empezó a vestirse con su ropa de campaña. Se calzó sus viejas botas, al tiempo que reflexionaba en voz alta:
—No tengo ni idea de cuál será la reacción de los imperiales ante esto. Lo han estropeado todo, esos malditos impacientes.
—Si yo fuera imperial, ahora no estaría muy contento —apuntó el ordenador.
Beni abandonó sus habitaciones para reunirse con los demás, que charlaban animadamente en el exterior. Una escuadrilla de CORA despegó verticalmente y se perdió en el cielo. El humo que surgía del barrio alto formaba una columna negra y densa de varios kilómetros de altura; era lo más similar a una deflagración nuclear que habían visto en mucho tiempo. La gente hacía toda clase de cábalas sobre el suceso. Por si acaso, el embajador decretó el estado de alerta, todo el personal acudió a sus puestos sin rechistar.
Los informes recibidos de los aviones de observación eran muy elocuentes. La confusión imperaba en las proximidades del barrio alto, donde las ambulancias habían empezado a retirar cadáveres, en muchos casos reducidos a cachitos difícilmente identificables. Algunos batallones de soldados habían sido reorganizados, y patrullaban la zona. En la ciudad nativa, la guerrilla había lanzado una ofensiva, aprovechando la confusión. Beni la maldijo; espoleada por la magnitud de su acto, había decidido no esperar y eliminar a los opresores.
«¡Idiotas, os estáis suicidando! Si salís a por ellos, os meteréis en su propio terreno, y tienen mejores armas que vosotros. ¡No podéis emplear las mismas tácticas que un ejército convencional!»
Su pronóstico se cumplió. Las tropas imperiales, o lo que quedaba de ellas, respondieron con eficacia al fuego rebelde. Los guerrilleros se lanzaron masivamente, intentando barrer grupos de soldados con sus fusiles de plasma y sus pistolas aguja. Al hacerlo, se pusieron al descubierto. Desgraciadamente para ellos, todavía quedaban algunos suboficiales imperiales que se percataron de que, aparte del factor sorpresa, sus adversarios eran menos y estaban peor armados. Reorganizaron las tropas, las alentaron a combatir (no hizo falta insistir mucho; el miedo y el odio eran suficientes), y la batalla degeneró en cacería. La resistencia se fue disipando al mismo tiempo que la nube de humo que se cernía sobre los restos del palacio.
Beni se sentía profundamente contrariado. Había previsto una acción guerrillera mucho más prolongada que socavara la maquinaria militar imperial hasta… ¿hasta cuándo? Ni el mismo sabía la respuesta. Una vez más, reflexionó sobre los motivos que le habían impulsado a promover el movimiento insurgente. ¿Orgullo herido? ¿Frustración acumulada desde la muerte de Ana en Erídani? ¿Piedad por los nativos? La verdad, habían muerto más desde que se inició la rebelión. ¿Interés académico? ¿Aburrimiento, tal vez? Preguntas, preguntas que eran formuladas mientras paseaba frente a la consola del ordenador, el cual parecía también contagiado de la expectación e incertidumbre generales.
La noche fue tensa, y pocos pudieron dormir. En la ciudad se oían detonaciones, gritos, rugir de motores. Al danzarín brillo rojizo de las llamas se unían los destellos amarillentos y cegadores de los disparos de plasma.
El amanecer desveló un panorama en ruinas. Columnas de humo gris se alzaban hacia un cielo donde las últimas estrellas eran barridas por el resplandor del sol. El nuevo día mostró también que las tropas imperiales dominaban lo que quedaba de la ciudad. La lucha había sido dura y cruel, pero la guerrilla no pudo vencer. Sus principales cabecillas habían sido hechos prisioneros o estaban muertos. Algunos supervivientes llegaron a las puertas de la delegación corporativa; había heridos, y olían a derrota. Otros los sostenían, y trataban sin éxito de animarlos. Luna encabezaba el grupo; al darse cuenta de su presencia, Beni ordenó a la puerta que les franqueara la entrada.
El grupo fue atendido lo mejor posible por el doctor y varios voluntarios entusiastas, que les dieron ropa y comida. El embajador se apresuró a reunirse con ellos en la enfermería. Luna sonrió al verlo, aunque había tristeza y cansancio en su semblante. A escasa distancia, sentado en el suelo y apoyado en la pared, Espada seguía con su eterno aire entre hosco y orgulloso.
Beni tenía muchas cosas que preguntar y reproches que hacer, pero no se decidía a ello. Los refugiados le daban lástima. Sin embargo, no pudo resistirse a plantear algo que le intrigaba sobremanera:
—¿Cómo demonios pudisteis hacerlo?
—La idea se me ocurrió a mí —repuso Luna con voz cansada—; al menos, cómo introducir el explosivo. Ellos registraban todo lo que nuestros obreros llevaban al entrar y salir del barrio alto, pero el orgagel-4 es una especie de masilla fácil de camuflar. ¿A quién se le iba a ocurrir mirar dentro de los bocadillos que los trabajadores llevaban? Abrían las fiambreras, comprobaban que sólo había pan con salchichas y frutas, y pasaban a registrar al siguiente; era aburrido, y no se fijaban en lo que había debajo de las rodajas de embutido o dentro de las peras. Otras partes del cuerpo podían camuflarlo muy bien —pareció divertida—. Nuestra posada enviaba a palacio salazones y platos preparados; con habilidad, el orgagel se puede meter en cualquier sitio.
—Pero más de una tonelada…
—Muchos obreros estaban encantados de cooperar. Algunos habían perdido familiares, o sido vejados por los soldados; otros no sabían lo que transportaban.
—Y el resto podía ser persuadido con un poco de insistencia —terció Espada, con voz espectral.
Beni recorrió lentamente el recinto a pasos cortos, con los brazos cruzados a la espalda. Todos los nativos lo miraban expectantes. Al final, sin poder contenerse más, les increpó:
—Pero ¿por qué habéis actuado de forma tan precipitada? ¡Los estabais volviendo locos! ¡Ahora habéis destruido todo lo que tanto trabajo os costó crear!
Luna lo interrumpió, con voz dulce:
—Beni, compréndelo… Ese edificio representaba al Imperio. Muchos de los nuestros han perecido allí como animales; en cuanto a otros como yo… —tras una pausa, continuó tristemente—. Beni, podemos morir, pero les hemos devuelto parte del daño que nos infligieron, y recuperamos nuestro orgullo de seres humanos. Aunque todo fracase, en el futuro recordaran que un grupo de… de osiríanos destruyó un palacio imperial. Las madres contarán eso a sus hijos, en vez de las monsergas sacerdotales; y los niños crecerán, y no olvidarán. ¡Ya no inclinarán la cabeza ante sus amos, sino que los odiarán y lucharán contra ellos! ¡No se avergonzarán de nosotros! ¿Lo comprendes? ¿Puedes entenderlo? —las lágrimas corrían por sus mejillas.
—¿Y por qué el ataque posterior? ¡Era una acción suicida, y vosotros lo sabíais! Lo habéis estropeado todo…
Espada se incorporó y se encaró al corporativo. En sus palabras había rencor, pero ninguna duda:
—Sí, éramos conscientes de que casi con toda seguridad nos destrozarían, pero existía una mínima posibilidad de aniquilarlos. Escucha: tu estrategia es perfecta, pero olvidas un detalle. Por cada uno de esos cerdos que quitábamos de comedio, ellos ahorcaban a varios de los nuestros; hermanos, padres, hijos, amigos, compañeros inocentes —en su voz había ahora desprecio—. Para ti sólo significaban piezas en un tablero, elementos de un juego emocionante. Pero las piezas sufrían y morían, mientras tú y los tuyos permanecíais aquí, cómodamente sentados. Decidimos acabar pronto la partida, y perdimos, Al menos, moriremos sabiendo que las canciones que los viejos recitarán junto al luego hablarán de unos guerreros que pelearon hasta el final contra un enemigo poderoso, orgullosos de ser libres. Podrán torturarnos, reventarnos, pero la muerte de tantos valientes habrá sido hermosa. Y cada vez que alguien se alce contra los opresores, nos recordarán, y volveremos a vivir.
Espada volvió a sentarse, taciturno. Beni había quedado impresionado por el discurso, inusual en un individuo tan introvertido. Luna se le acercó y puso una mano en su hombro.
—No lo juzgues severamente; es lógico su dolor. Todos los que estamos aquí os agradecemos lo que habéis hecho por nosotros. No sabemos si vuestros motivos fueron o no egoístas, o si nos utilizasteis como herramientas para hostigar al Imperio. Lo que importa es que nos habéis dado oportunidad de recuperar nuestro orgullo, de demostrar que no somos un pueblo de ovejas camino del matadero. Nos habéis permitido por unas horas ser libres. Y una vez que se ha conocido la libertad, nadie puede resignarse a perderla, aunque duela. Es tan hermosa…
Se hizo un silencio incómodo y triste. El embajador creía estar soñando; melodramas así, con tantas sentencias lapidarias, sólo salían en las películas de serie B. Pero aquello era real; oír a los nativos decir tales cosas hacia daño.
Un zumbido estridente interrumpió el curso de sus pensamientos, y sobresaltó a más de uno. Beni cortó la alarma de su comunicador de pulsera.
—¿Qué ocurre? —preguntó, pulsando un botón.
—Lord Triumph desea hablar urgentemente con usted, señor. Parece que, por alguna improbable casualidad, ha sobrevivido —respondió el ordenador, con tono circunspecto.
—El que faltaba… Pasa la comunicación al holo de la enfermería.
—A la orden, señor.
Un proyector brotó de la pared. La imagen tridimensional del coronel apareció como un fantasma, vibrando imperceptiblemente. Beni lo contempló asombrado; nada recordaba al orgulloso individuo que lo recibió meses atrás en el palacio de gobierno. Despeinado, ojeroso, la cara sucia y agitada por un irrefrenable tic, el hombre era la viva imagen de la desesperación. No hacía falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que estaba al borde del colapso nervioso. Sin ninguna ceremonia habló, perdido el control del tono de voz:
—¡Los malditos responsables de toda esta destrucción se han refugiado en su embajada de mierda! ¡Tiene una hora para entregármelos, o la arrasaremos! ¿Entiende? ¡Una hora! —gritó.
Beni miró a los nativos: miedo, desamparo… Tomó una decisión.
—Escuche, coronel. Esa gente ha pedido refugio en nuestra embajada que, le recuerdo, es territorio soberano de la Corporación.
—¡Ustedes los entrenaron! ¡Esos palurdos no son capaces de pensar por sí mismos!
—Coronel, no tiene pruebas de lo que afirma.
—¿Qué mejor prueba? ¡Han regresado al hogar!
—Simplemente, son gente asustada que huye de su brutalidad.
—¿Gente asustada, dice? ¿Asustada? —el coronel rojo de ira, fue incapaz de proseguir; logró rehacerse a duras penas—. ¡O nos los entregan, o iremos a por ellos!
—Una acción semejante seria considerada hostil; nos defenderíamos debidamente. Por su bien, le aconsejo que no lo intente.
La expresión de Lord Triumph cambió. De repente, sonrió; un rictus extraño, crispado.
—Me lo suponía. En fin, apelaremos a la debilidad sensiblera de las razas inferiores. Si esa gentuza no está aquí en una hora, ejecutaremos a todos los pueblerinos supervivientes, empezando por los niños. Una hora, recuerde —la comunicación se cortó.
Los nativos se miraron entre ellos. Nadie habló; alguno empezó a sollozar, pero la severidad del semblante de Espada contuvo las lágrimas. Beni rompió el silencio:
—No pienso entregaros. Y no creo que se atrevan a entrar; les causaríamos mucho daño. Por medio del comunicador cuántico avisaremos al gobierno corporativo, y…
Espada hizo ademán de levantarse y dirigirse hacia él, pero Luna lo contuvo con un gesto. Se encaró con Beni, sus rostros casi tocándose, y lo miró a los ojos.
—Vamos a entregarnos.
—Pero… —replicó él, incapaz de decir nada más.
—Ya sé que te duele, Beni; una vez te arriesgaste por mí, y me devolviste a la vida. A nadie le gusta morir, pero ¿podríamos mirarnos a la cara si dejáramos que masacraran a todos esos inocentes? Demasiados han caído ya —hizo una pausa, tomando fuerzas para proseguir—. A veces hay que elegir entre el egoísmo o el autorrespeto. Nos matarán, pero salvaremos a muchos, y eso es lo correcto.
Se apartó de él y se plantó ante el grupo de abatidos guerrilleros que sudaban y temblaban de miedo, cabizbajos. Sólo Espada permanecía con gesto altivo. Luna les arengó, en tono firme:
—Todos tememos al dolor y a la muerte, pero eso pasará pronto. Miraos: parecéis perros apaleados. ¿Acaso no tenéis dignidad? ¡Hemos hecho algo cuyo recuerdo perdurará siempre! ¡Ahora no podéis acobardaros! ¿Sois o no hombres libres? ¡Poneos en pie, con la cabeza alta, y vayamos hacia donde están los verdugos a escupirles en la cara! ¿Qué preferís, que se os desprecie o que vuestros nombres figuren en las sagas de los héroes?
Los nativos fueron reaccionando ante las palabras de la muchacha. Aunque la mayoría temblaba de miedo, nadie vaciló. Se incorporaron, incluso los heridos, y miraron al frente. Los pocos corporativos que allí había quedaron sobrecogidos. Luna se dirigió a Beni; su voz era dulce, y sus ojos estaban húmedos.
—Tenemos que irnos. Me hubiera gustado que las cosas fueran de otro modo, pero muchas vidas dependen de nosotros. Déjanos salir, por favor. No te culpes por lo sucedido; nos has devuelto el honor, y quiero que te sientas orgulloso de mí. No me retengas ni luches por mi causa; eso sería egoísta. Recuérdame, por favor, porque así no moriré. Adiós.
Le dio un breve beso en los labios, intentando no llorar; se reunió con los suyos y salieron al exterior, en medio de un silencio emocionado. Beni no podía hablar; a duras penas dio la orden de apertura de la puerta. Los nativos marcharon, un grupo vacilante y patético de derrotados que ayudaban a caminar a los heridos, y se perdieron poco a poco rumbo a la ciudad.
Beni se dirigió a su habitación en silencio, sin mirar a nadie. Por su mente pasaban mil imágenes: Ana muerta en sus brazos; Luna ejecutada, con unas palabras en sus labios a modo de epitafio: «A veces hay que elegir entre el egoísmo o el autorrespeto»; el Imperio sojuzgando a la Humanidad; y todo el universo burlándose de él, un capitán fracasado, empeñado en luchar contra lo imposible, siempre en el bando perdedor.
Cuando llegó ya había tomado una decisión. Si su sino era la derrota, no tenía sentido posponerla; al menos, seria él quien eligiera el momento y el modo, no el Destino.
Se acercó al armario y lo abrió. Sacó el venerable CETME-TL, lo besó y le puso un cargador, que encajó en su lugar con un chasquido. Cogió varios más, los emparejó y los unió con cinta adhesiva, para un cambio de munición más veloz. Tomó un machete afilado y aseguró todo a su cinturón de campaña. Por un momento pensó en llevar la katana, pero su sentido del ridículo se impuso al fin y la dejó. No obstante, recordó una cinta que un amigo japonés le regaló, muchos años atrás. En ella, un sol naciente rojo como la sangre era acompañado por algunos caracteres en nipón clásico, que decían algo así como «VIVE SIETE VIDAS, PARA MEJOR SERVIR A LA PATRIA», o cualquier tontería similar. Se la ciñó a la frente. Cerró el armario, tomó el fusil y salió, camino de un hangar, solo, sin ser observado. Al menos, por nadie humano.