10

El programa de la nave Alien fue cortado en cuanto saltaron al espacio normal. La Alastor abrió sus toberas y conectó todos sus sistemas, listos para reaccionar ante cualquier imprevisto, pero nada los amenazaba, aparentemente; ambos vehículos derivaban por un lugar desconocido.

—¿Tiene alguien idea de dónde estamos? —preguntó Beni.

—¿O cuándo estamos? —apostilló Uhuru.

—Despliega todas las pantallas de observación, Demócrito.

—Enseguida, señor. Permítame decirle que el panorama es peculiar.

El fuselaje de la nave pareció evaporarse; la ilusión provocada por los analizadores de imágenes era total. Los tripulantes experimentaban la impresión de flotar en el vacío, entre unos mandos translúcidos, apenas líneas esbozadas en azul. Pero aún resultaba más perturbador lo que tenían afuera. Un tercio del cielo, a babor, estaba lleno de estrellas, en grupos densos, compactos, esbozando constelaciones nunca antes contempladas por el ojo humano. El resto del espacio era de una negrura total.

—La configuración estelar no aparece en mis catálogos, señor —anunció el ordenador—. Necesitaré tiempo para hallar una pauta reconocible, si es que la hay.

—¿Puedes establecer contacto con la Corporación? —preguntó ansiosamente Beni.

—Imposible de momento, señor; no hay señal. Si estamos muy lejos, se precisa un centrado fino del comunicador cuántico para que el canal sea viable. La distancia implica otro problema, como habrá supuesto.

—Ya. Si estuviéramos a diez mil años luz de casa, habrías de calcular la posición de las estrellas con cien siglos de diferencia. Demasiado complejo, supongo.

—Cualquier salto hiperluz es un viaje en el tiempo, señor. Debo extrapolar todos los movimientos estelares conocidos. Necesitaría una conexión con otros cerebros biocuánticos, y aun así sería un proceso largo.

—¿Y esa oscuridad? No deben de haber muchas nebulosas tan densas como ésa en la Vía Láctea. ¿Tal vez el Saco de Carbón?

—La composición es muy extraña, señor. Además, mire los bordes de la supuesta nebulosa; son nítidos.

Todos se fijaron en el lugar indicado. En efecto, podía distinguirse un cúmulo estelar cortado limpiamente por una raya de negrura.

—Es un objeto —la voz de Uhuru denotaba inquietud—. ¿Tienes más datos sobre su forma o tamaño, ordenador? ¿Se mueve?

—Lo he sondeado, señora —respondió educadamente Demócrito—, pero no he recibido respuesta en los EMG, aunque sí de los detectores másicos. Yo diría que es asombroso.

—¿Insinúas que eso, sea lo que fuere, absorbe el radar y no da eco?

—Es una posibilidad, señora. La otra es que esté muy lejos, y las ondas no hayan regresado aún.

—Pero eso significaría… —su voz se apagó.

—Que es muy grande. Con su permiso, señora, seguiré procesando datos.

Pasaron algunos minutos. Todos escrutaban el exterior, tratando de hallar algo conocido entre las estrellas y la oscuridad. Beni estaba nervioso; casi ansiaba que sucediera algo.

—¿Ninguna nave se dirige hacia nosotros? —preguntó, harto de permanecer callado.

—Nada que yo detecte, señor —hizo una pausa—. Ah, por fin recibo información suficiente para identificar ese curioso objeto que nos oculta una considerable porción del panorama, señor. Es admirable.

—No te hagas el interesante y desembucha.

—Bien, aunque no les va a gustar —hizo una pausa teatral—. Se trata de un fragmento de esfera hueca, aproximadamente el 56% del total. Estamos en su interior, pero no hay peligro de choque; nuestros vectores son idénticos.

—Una esfera hueca… —Beni se pasó la mano por la cabeza, y miró a la negrura que los rodeaba, que ahora parecía algo sólido, opresivo—. ¿Cuánto mide? Por lo menos, varios miles de kilómetros.

—Para no abrumarlos con decimales, señor, aproximadamente doscientos millones de kilómetros de diámetro.

—¿¡Qué!?

Por un momento, se quedó sin habla. Aquello no podía ser; era demasiado monstruoso, imposible. Miró a los demás. El androide seguía con su faz pétrea; Jan ya no sonreía e incluso sudaba, a pesar del ambiente climatizado; Uhuru, no obstante su aparente impasibilidad, miraba con demasiada expectación el vacío. Cuando habló, lo hizo como si estuviera muy, muy lejos:

—Una esfera Dyson…

Y entonces Beni recordó algo que había leído en su juventud, cuando tenía vocación de astrónomo.

—¿Una esfera Dyson? Pero es técnicamente imposible que…

—No quisiera parecer irrespetuoso, señor, pero ahí está. O sus restos, al menos. No detecto actividad EMG ni de otro tipo, y falta el 44% de la estructura.

—Es un cadáver, un pecio —murmuró, aún demasiado atónito como para razonar normalmente. Súbitamente, una terrible sospecha comenzó a anidar en su cerebro. Su mirada se cruzó con la de Uhuru, y por primera vez, creyó captar algo en ella.

«Lo sabe; también se ha dado cuenta».

—Escucha, Demócrito —consiguió articular, por fin—. Una esfera Dyson, dejando aparte su imposibilidad, es un cuerpo cerrado, una cáscara construida en torno a una estrella, para aprovechar toda su energía radiante.

—Así fue propuesto a principios de la era espacial, señor.

—Pues bien, ¿y la estrella? —no dio tiempo a responder—. Si ésos de ahí son los restos de una esfera, han de proceder de algún sitio. ¿Puedes calcular su trayectoria?

—Creo que sí, señor. El movimiento respecto al fondo es perceptible —aguardó unos instantes—. Es altamente probable que la esfera Dyson proceda de esa enana blanca, señor.

Un rectángulo brillante apareció en el aire, se movió y encuadró un débil y mortecino punto de luz.

—Demócrito —preguntó Beni, conociendo de antemano la respuesta—. Los restos abandonaron la estrella hace siete siglos, o poco más, ¿verdad?

—Me sorprende sobremanera, señor. ¿Cómo lo supo?

—Porque fue entonces cuando, tras el Desastre, la Corporación capturó dos naves Alien, cargó una de ellas con su mejor armamento y la liberó. Por lo visto, regresó automáticamente a casa y las armas actuaron.

La voz de Uhuru continuó con su argumento, en un tono entre admirado y triste:

—Convirtieron a su sol en nova; la esfera Dyson no pudo resistirlo, y reventó. Nadie sobrevivió. Habría billones…

—Que se jodan. Mataron a los nuestros sin provocación previa, condenaron a mundos a caer en la barbarie, permitieron que algo como el Imperio pudiera surgir… Se trataba de ellos o nosotros —el tono de Beni era vehemente.

—Una civilización capaz de construir tal maravilla…

Uhuru fue interrumpida por el ordenador, que parecía entusiasmado por la situación:

—Miren ahí; lo resaltaré en falso color en las pantallas —una especie de banda luminosa brilló a lo lejos—. Son gases en expansión, que escaparon de la estrella; todas sus capas externas, probablemente. El tiempo que llevan vagando por el espacio coincide con el de la esfera Dyson.

—Convertimos la estrella en una nova. ¿De qué clase de armamento disponía la antigua Corporación para hacerlo? —Beni no podía dejar de mirar la oscuridad ante él.

—¿Os podéis imaginar esa estructura en pleno apogeo, llena de luz y vida? —preguntó Uhuru, como hipnotizada—. Una superficie millones de veces más extensa que un planeta…

—246 millones más que la Vieja Tierra, aproximadamente, señora —apuntó Demócrito, diligente.

—… Un universo cóncavo, radiante, inmenso —prosiguió, haciendo caso omiso a la interrupción—. Continentes del tamaño de planetas, océanos como estrellas… Todo muerto.

—Parece que te dan más pena que los nuestros —el coronel comenzaba a perder la paciencia con tanto lamento.

Uhuru volvió al mundo real. De nuevo controlaba férreamente sus emociones, y su cara era una máscara.

—Simplemente meditaba sobre lo que supuso construir algo tan inmenso, y lo fácil que resultó destruirlo.

—¿Y cómo evitarlo? —Beni señaló afuera—. Rechazaron todo intento de comunicación, y nos atacaron sin motivo. Sin motivo, Uhuru; medita sobre ello.

—Siempre quedará la duda. ¿Pudo haberse evitado? ¿Acaso no supimos cómo hacernos entender?

—Escucha, Alegría de la Huerta —Uhuru enarcó las cejas, sorprendida por el tono de voz y por el insólito apelativo, cuyo origen desconocía—. Pareces considerar a la Humanidad como poco menos que un conjunto de bestias agresivas y sedientas de sangre, que lo único digno de elogio que hemos hecho ha sido crear a los Matsushita —estaba realmente furioso—. Y yo soy un soldado, un asesino, el ente consciente más ínfimo, según tu escala de valores. Pues bien; mi carrera, así como la de otros muchos compañeros y buenos amigos, es consecuencia directa del Desastre; si no hubiera sucedido, probablemente ahora sería astrónomo, cosmonauta o psiquiatra de gandulfos, en vez de un criminal a sueldo de la Corporación. Sin tus maravillosos Alien todo pudo haberse evitado, y nos habríamos ahorrado mucho sufrimiento.

La voz de Uhuru era triste cuando le respondió:

—Soy vieja, coronel, más de lo que crees. Yo viví el Desastre, y no fue agradable, como tantas otras cosas. Esta discusión es ociosa —volvió a refugiarse en su mutismo ausente.

Beni se calmó, aunque no sabía muy bien qué pensar acerca de su compañera. Estuvo a punto de ensayar una frase conciliadora, pero se lo pensó mejor, meneó la cabeza y se dirigió al ordenador.

—Acércate a la superficie por el borde más próximo. Vamos a echarle una ojeada a eso. ¿Seguimos sin saber nuestra localización? —preguntó, malhumorado.

—Tengo una leve sospecha, señor, pero no me atrevo a formularla hasta disponer de más datos. De momento, sólo puedo basarme en un par de objetos celestes: esa estrella múltiple, de clase espectral muy peculiar —un punto blanco quedó marcado en la pantalla— y aquella nebulosa —una hermosa mota de gas rojizo fue resaltada—. No obstante, la esfera Dyson me bloquea la visión del resto.

—Deberíamos buscar más puntos de referencia antes de aterrizar o explorar esa inmensa maravilla —sugirió Uhuru—. ¿Por qué no miramos detrás de ella?

—Sensata medida. Demócrito, vamos a salir de esta oquedad. Pasa cerca del borde, y registra la mayor cantidad posible de datos. ¿Es necesario dejar la nave Alien aparcada aquí?

—No, señor; transportarla apenas supone esfuerzo para nuestros motores. La Alastor es uno de los ingenios sublumínicos más rápidos de la Flota, y en menos de un día y medio estándar alcanzaremos el borde. Allá vamos, pues.

★★★

A pesar de la monotonía, el interés por el viaje no decayó en las horas que siguieron. Las naves se movían a una velocidad tremenda, pero parecían poco menos que estáticas frente a la ingente estructura que cubría toda la banda de estribor, y se prolongaba por encima y bajo ellos.

Demócrito había reducido las dimensiones de las pantallas y procesado las imágenes, resaltándolas en falso color. La esfera Dyson se percibía como una sucesión de manchas azules y violáceas, sin orden regular. Su contemplación extasiaba a los tripulantes, y poco a poco se fue estableciendo entre ellos un ambiente de relajada tertulia, ya que no podían hacer otra cosa que mirar y comentar.

—Esa mancha en forma de círculo con tres jorobas debe de medir mil millones de kilómetros cuadrados —apuntó Jan con el mismo tono que si dijera: «Este café está frío».

«Por lo visto, en la Academia no los enseñan a asombrarse. Sin embargo, te noto raro, muchacho, y no sabría indicar el porqué», pensó Beni.

—Todo lo hacían a lo grande —comentó.

—¿Qué altura media tienen las construcciones de superficie, Demócrito? —Uhuru había tardado en acostumbrarse al apodo del ordenador.

—Estamos a 0,2 u.a. del punto más cercano de la esfera, señora; mis sensores no son omnipotentes, pero trataré de responder —hizo una breve pausa—. Ahí tiene una ampliación —varias estructuras en forma de pirámide alargada, casi en punta de flecha, aparecieron en pantalla; su superficie era lisa, aunque en la base se intuían aberturas dispuestas de forma al parecer aleatoria—. Sus características más significativas son las siguientes: altura media de cien kilómetros, y distribución en grupos irregulares, dispersos por todo el paisaje. Por cierto, en éste no se aprecian cadenas montañosas ni cursos fluviales; tan sólo hay grandes depresiones, de una profundidad media que no llega a los 200 metros, y que evocan la idea de cuencas marinas. El hecho de que sean tan someras sugiere que el fondo estaba cubierto de criaturas fotosintéticas —se detuvo un momento y prosiguió, como disculpándose—. En todo caso, sólo es una especulación, al modo humano —aparentó ignorar el gruñido con que el coronel acogió sus palabras.

—¿Hay zonación ecuatorial? —preguntó Uhuru—. ¿Puedes calcular dónde estaban situados los polos?

—No, señora. Más bien parece un mosaico.

—Así, pues, la fuerza de gravedad no se obtenía por rotación —murmuró la consejera.

—Estoy tratando de imaginar algo tan grande girando sobre sí mismo —dijo Beni.

—Imposible; la cuestión fue tratada teóricamente hace ya mucho tiempo. Una estructura así es inestable; no puede existir —terció Jan, tan educado como siempre.

—Pues ahí está —la voz de Beni temblaba imperceptible, porque las implicaciones eran monstruosas—. Si no hay zonación, eso significa que mantenían la estructura con generadores de gravedad. Una esfera de doscientos millones de kilómetros de diámetro… Madre mía, ¿contra qué nos enfrentamos?

Nadie tenía una respuesta válida, y el tiempo pasó. La Alastor parecía inmóvil ante la inmensidad, pero Demócrito proporcionaba imágenes siempre fascinantes, extrañas, incomprensibles. Grandes pistas que no iban a ningún sitio se alternaban con las absurdas torres apuntadas, dispuestas sin orden aparente. Un mundo artificial y muerto (¿o no?) parecía invitarlos: «Aquí estoy, os aguardo».

—¿Por qué nos atacarían? —era la pregunta a responder, pero nadie podía hacerlo.

La Alastor se fue acercando poco a poco al borde de la esfera Dyson. Éste era nítido, como si lo hubieran cortado con un láser.

—Da la impresión de que la esfera estaba formada por módulos más o menos rectangulares, a juzgar por la zona de fractura —Uhuru estudiaba una maqueta tridi proporcionada por el ordenador.

—Su composición no es demasiado extraña; una aleación metálica que no difiere en exceso de las que empleamos en las grandes estaciones espaciales. Los plásticos de alta resistencia son escasos —apuntó Jan, tras examinar los datos.

—¿Cómo se mantendrá unida esa estructura? Aproximadamente es la mitad de la esfera original —apuntó Beni, abstraído—. No creo que aún funcionen los generadores agrav —se detuvo un momento—. ¿O sí?

Llegó el momento en el que sobrepasaron el borde, apenas a mil kilómetros de distancia; sólo entonces se hizo patente la velocidad a la que navegaban. La delgadez de la esfera les sorprendió, ya que no llegaba a los quinientos metros. Sus esperanzas de ver los entresijos de tan inmensa cáscara se frustraron enseguida.

—¿Es maciza? —preguntó Beni, entre incrédulo y decepcionado—. ¿Sin corredores, vigas o similares, para facilitar el mantenimiento?

—Tal vez, en caso de accidente —propuso Uhuru, con un leve toque de ironía—, un sistema de compuertas sellaba el interior. Sería lo más lógico.

Mientras todos se detenían a admirar la superficie externa de la esfera, lisa como una canica de vidrio, algo hizo que Beni mirara hacia atrás, por las pantallas de babor. Quedó inmóvil, boquiabierto, incapaz de reaccionar. El lapso de tiempo fue breve, apenas unos segundos, pero se le figuró eterno. Un escalofrío le recorrió el espinazo cuando comprendió el significado real de lo que contemplaba, algo que ningún ser humano había hecho antes.

—Mierda… —fue lo único que acertó a decir en un momento tan sublime.

Los demás se volvieron, sobresaltados.

—Coronel, ¿qué tripa se te…?

Uhuru, alarmada al ver la cara desencajada de Beni, no pudo concluir la frase. Se dio cuenta de lo que mostraban las pantallas y enmudeció, pasmada.

La Alastor había salido de la concavidad de la esfera Dyson, y una gran parte del firmamento antes oculta por su titánica mole se manifestaba ahora en toda su grandeza. Sobre ellos, una galaxia mostraba la magnificencia de sus brazos espirales, donde incontables estrellas brillaban como minúsculos puntos de luz. Docenas de cúmulos globulares rodeaban el núcleo, de un blanco lechoso, y, en un extremo, una supernova moría poco a poco, sus entrañas perdiéndose en el vacío, pero aún así refulgiendo como un millón de soles.

Un silencio sobrecogido se hizo en la cabina. En tales momentos, es difícil saber qué decir. Minutos después, la voz de Beni, extrañamente serena, se oyó:

—Demócrito.

—¿Sí, señor? —el ordenador parecía divertido.

—Aquella estrella múltiple que mencionaste era S Doradus, ¿verdad?

—Confirmado, señor.

—Y la nebulosa era Tarántula, supongo.

—Permítame felicitarlo por sus conocimientos astronómicos, señor —Beni le respondió con un gruñido—. No quise afirmarlo antes, debido a la incertidumbre que impone el factor temporal y nuestro insólito punto de mira, aunque…

Beni lo cortó en seco:

—Esa galaxia es la Vía Láctea.

—Extrapolando, más o menos es la Vía Láctea tal como era hace unos 160.000 años. Nos hallamos en el extremo proximal de la Gran Nube de Magallanes. Somos la primera nave humana que ha llegado tan lejos; un gran honor, permítaseme decirlo.

—Pues qué alegría —repuso Beni, distraídamente, al tiempo que volvía a mirar las estrellas.

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