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Uno de los aspectos más fascinantes de la cultura de los Caballeros del Dragón es, sin duda, su inigualable refinamiento sensorial, centrado más sobre el gusto, el tacto, el oído y el olfato que en la vista. Algunos autores lo justifican por la existencia de especias, maderas preciosas, telas raras de origen natural que sólo se producen en las montañas de Baharna, junto a unos gremios de artesanos refinadísimos, que llegan hasta la sacralización de su arte […].
Se cuentan historias asombrosas, incluso puede que ciertas, acerca de verdaderos sibaritas de la textura, gastrónomos de los aromas, pervertidos que olían extraños o heréticos perfumes, corruptores de menores, que descarriaban los espíritus más jóvenes incitándolos hacia olores profanos, sabores lujuriosos y tactos contra natura, e incluso profanadores de sonidos y armonías, que cavaban hasta las grutas más siniestras en busca del horror de la reverberación del agua en una cascada subterránea […].
Después de que los Caballeros fueran barridos del mapa por la sublevación comunera y las guerras civiles, su antigua cultura sufrió una radical conversión. Las nuevas élites se apropiaron, por mimetismo, de algunas de sus costumbres. No obstante, a estos nuevos ricos les faltaba el espíritu, la simbología original, y ello condujo a situaciones pintorescas, incluso ridículas […].
Una de las preocupaciones de ciertos burócratas nativos respecto a la Corporación fue la invasión cultural de sabores, olores y tactos foráneos. Debido a ello, se firmó un acuerdo por el cual expertos de Baharna establecerían el Comité de Salvaguardia Moral Agregado al Servicio de Aduanas, para censurar los materiales que llegaran de los mundos corporativos. En una compañía exportadora de Rígel aún se recuerda con escalofríos la prohibición de desembarcar una partida de antibióticos, imprescindibles para librar a una comarca norteña de una atroz epidemia de disentería, porque las cajas de embalaje eran de un marrón obsceno y el tacto de los frascos se consideró potencialmente peligroso para la formación moral de los jóvenes. Ante las protestas de las asociaciones de voluntarios médicos corporativos, hubo que negociar con las autoridades locales el trasvase del producto a unos frascos táctilmente decentes […].
FUENTE: Lacroix, S. (4711ee). «Otros mundos, otras culturas». O’Connor eds. Rígel-4.
★★★
Sin disminuir el ritmo de su carrera, Daniel Hintikka sorteó a una vecina mientras la saludaba con la mano al pasar. La mujer lo miró y meneó la cabeza, como lamentando que las personas serias se dedicaran a perder el tiempo de semejante manera y continuó con sus asuntos. El militar sonrió para sus adentros. Era consciente de que desentonaba un poco, pero qué se le iba a hacer.
Consultó la pantalla de su ordenador de pulsera: 7 kilómetros, no estaba mal. El laberinto de pasillos, corredores, rampas y patios de la Corrala Grande era ideal para el entrenamiento y permitía un número casi ilimitado de combinaciones. Así evitaba el problema de caer en una peligrosa rutina.
El ejercicio matinal le servía para descubrir un mundo nuevo e insospechado, que espabilaba su adormecido sentido de la maravilla y le ayudaba en su particular lucha interior. Tratar de moverse entre la gente era difícil, pero podía ver a sus semejantes de forma distinta a la que su trabajo lo había acostumbrado: blancos en potencia o presuntos atacantes. Sabía que los habitantes de la Corrala eran pacíficos y amistosos, aunque su subconsciente era duro de convencer. Sin embargo, estaba descubriendo lo cabezota que podía llegar a ser.
8 kilómetros. La luz del sol naciente, quebrándose en millones de prismas, lograba que no hubiera dos amaneceres iguales. Cada día las piedras parecían transmitir un estado de ánimo distinto, como si estuvieran vivas. «Supongo que uno tiene que haber nacido aquí para aburrirse de esto», se dijo, mientras iba memorizando su recorrido.
8,5 kilómetros. La Corrala Grande hacía honor a su nombre. El enorme volumen de aquel edificio se veía magnificado por su barroco trazado, en apariencia reñido con la lógica urbanística. «A este paso, confío en aprendérmelo uno de estos años». Llegó al gran patio de la planta baja, donde se tropezó con unos cuantos hombres que iban al trabajo o que regresaban agotados de sus tareas nocturnas. Casi todos eran jóvenes; los comuneros no dejaron un adulto sano, salvo algún viejo considerado inofensivo o patético. Algunos lo miraban ceñudos al pasar, tal vez con envidia, mas casi todos lo saludaban de buen talante.
Daniel reflexionó sobre lo poco que le había costado integrarse, o casi, entre los draquis. Cuando anunció que se mudaba a la Corrala sus compañeros lo tomaron por loco. Sin embargo respetaron su decisión, salvo las bromas de rigor. En lo concerniente a las rarezas personales, un colectivo tan heterogéneo como los comandos solía tolerar las manías de cada cual. En cuanto a la parte legal, tal como había supuesto, nadie puso pegas. Al cónsul no le importaba lo que hiciera la tropa, siempre que no provocara incidentes diplomáticos.
Aunque no estuviera dispuesto a confesarlo, lo que más miedo le daba era la reacción de los draquis. Era obvio que quien paga manda, pero no deseaba aprovecharse de eso para imponerles una presencia que se les atragantara. Por ello, trató de comportarse con más cuidado que un puercoespín macho durante el apareamiento.
No fue tan difícil como suponía. La mayor parte del día la pasaba fuera del barrio, trabajando en las labores de costumbre que ahora, cosa curiosa, se le hacían más llevaderas. Regresaba a la hora de la cena y se largaba por la mañana temprano. Poco tiempo le quedaba para equivocarse según los patrones de esa sociedad.
Desde luego, no pensaba renunciar a su forma de ser, pero se había propuesto respetar la de los draquis, por peculiar que se le antojara, y confiaba en que ellos le pagarían con la misma moneda. Afortunadamente, Lina era una fuente inagotable de información, muchas veces no requerida. Con ella y alguna consulta ocasional a Areta Mírix, se había hecho una idea aproximada de cómo funcionaban sus nuevos vecinos.
9 kilómetros. Iba siendo hora de regresar a casa a prepararse para ir al trabajo. Afortunadamente su habitación era amplia, lo que le permitía nada más despertarse efectuar su tabla de ejercicios gimnásticos y movimientos de ataque y defensa que, al cabo de tantos años, ya le salían de forma automática. Agradecía disponer de aquel espacio de intimidad; entre sus pecados no figuraba el exhibicionismo.
9,5 kilómetros. Ya de vuelta, se cruzó con un trío de jovencitas que iban hacia el mercado. Por las risillas que captó al pasar, se figuró que estarían comparando la facha que tenía con la de sus hombres. También criticarían aquella manía del extranjero de echar el bofe todas las mañanas dando vueltas sin ton ni son. «Bueno, tampoco pretenderán que acabe atocinado por culpa de la vida hogareña». En el fondo, sospechaba que se sentían orgullosas de que en su Corrala residiera un inquilino tan peculiar, y bien que presumirían de ello en el barrio.
Eran guapas aquellas draquis, caramba. Había de todo, como en botica, pero por término medio el nivel de belleza entre la juventud local era alto. Daniel empezó a especular ociosamente sobre cómo sería intentar entablar relaciones íntimas con las draquis, aunque de momento no se proponía pasar del nivel teórico. No deseaba provocar un incidente por violar inadvertidamente alguna regla no escrita. En las comunidades con roles sexuales tan diferenciados convenía andarse con pies de plomo. Aunque se tratara de un matriarcado donde los hombres tenían poco poder de decisión, quién sabe lo que éstos podrían pensar si a un extranjero le daba por competir con ellos. Sobre todo, si durante mucho tiempo tuvieron que contemplar impotentes cómo se extralimitaban los comuneros.
Aquellos pensamientos le hicieron gracia. Después de bastantes meses de comeduras de coco y apatía sexual, volver a mostrar interés era una novedad bienvenida. Además, tenía que reconocer que cada vez se dedicaba más a esbozar planes sobre su futuro a medio o largo plazo, y no se agobiaba por ello.
9,8 kilómetros. Sin disminuir el ritmo de carrera, arribó a las inmediaciones de su casa. Desde luego, la lóbrega fama de la zona era para él una bendición: disponía de un sitio tranquilo en aquella abigarrada Corrala. Los escasos vecinos eran viejos y huraños; a efectos prácticos parecía como si no existieran. Algunos daban un respingo cada vez que lo veían de uniforme. La guerra civil había generado ciertos reflejos condicionados, pobres.
Al llegar a la vivienda consultó su ordenador. 53 pulsaciones por minuto tras 10 kilómetros; correcto. La pérdida de peso por el sudor también era normal. Abrió la puerta con una arcaica llave metálica y entró. Saludó a Dama Ívix, quien como de costumbre se afanaba preparando el desayuno en la cocina. Luego se metió directo en el cuarto de baño. La ducha después del ejercicio intenso era un placer de dioses, aunque le costó acostumbrarse al mórbido tacto de los mandos, el aspecto de gruta de la bañera y que el agua surgiera de unas estalactitas del techo, en vez de la alcachofa tradicional.
Limpio y seco, se dirigió a la cocina, donde Dama Ívix ya le había servido un opíparo desayuno, al que atacó con apetito. La peculiar demencia senil de la mujer se tomaba un respiro por las mañanas, algo que su estómago agradecía. Curiosamente la anciana no lo trataba como una casera a su inquilino, sino como si fuera un miembro de la familia, algo díscolo, eso sí. A Dama Ívix se le había metido en la mollera la manía de que su estilo de vida era poco saludable, y trataba de enmendarlo mediante consejos de lo más variado. A veces resultaba un tanto enervante, pero la mujer lo hacía con la mejor de sus intenciones. Daniel no tenía corazón para llevarle la contraria.
En la habitación de Lina se escucharon unos gruñidos. Como de costumbre, su abuela trataba de despertarla, una tarea que requería cierta perseverancia. Si aquella niña no se acostara tan tarde… Daniel meneó la cabeza; ya estaba refunfuñando como Areta Mírix. Consultó el reloj. Sí, hoy podría echarle una mano a la vieja.
—Lina, si te das prisa te acercaré al colegio. Esta mañana mi turno se inicia un poco más tarde —dijo en voz alta.
Mano de santo. Lina se despertó, vistió y aseó en un tiempo récord. Acabó con su desayuno en un santiamén y se quedó ante él con cara de no haber roto un plato en su vida. Daniel la obsequió con un gesto de aprobación y a Lina se le iluminó el semblante. Costaba poco hacerla feliz y a cambio él se sentía útil.
Daniel fue rumiando estos pensamientos mientras se ponía el uniforme reglamentario. Se había traído del cuartel una taquilla de seguridad; cualquier persona no autorizada habría encontrado que resultaba imposible abrirla, e incluso tratar de moverla de su sitio sería poco recomendable. Dentro, aparte de la ropa, guardaba un botiquín de campaña completo (una manía compartida por todos los comandos) y una serie de armas cortas con notable poder destructivo, algunas de ellas legales. La artillería pesada, cómo no, quedaba en el cuartel. Una cosa era irse a vivir fuera, y otra olvidarse de las normas.
Cuando salió de la habitación, Lina acababa de meter libros, cuadernos y lápices en la mochila. La abuela había recogido los platos y ahora estaba sentada en un sillón, haciendo calceta. Miró a Daniel y lo obsequió con una sonrisa bonachona.
—Me parece que esta tarde la termino. Va a quedar preciosa, verá.
«Ya estamos». Daniel contó mentalmente hasta diez y trató de sonar amable.
—Se lo agradezco, mujer, pero le he dicho mil veces que no necesito una bufanda.
—Tonterías. Cuando llega el frío, el relente mañanero es muy traicionero, y luego vienen las faringitis, y…
—Si una bacteria fuera lo bastante loca como para intentar asentarse en mi gaznate, el sistema inmunitario la…
—Una garganta abrigada es una garganta feliz. Además, la mezcla de texturas que estoy empleando es relajante y despeja la mente.
—Yo le agradezco la intención, de veras, pero nunca en mi vida he llevado bufanda y ya soy lo bastante mayorcito como para cambiar de hábitos. Es mi última palabra, y cuando digo que no, es que no, caray.
—La estoy tejiendo a juego con su uniforme —Dama Ívix no se dio por aludida y siguió con lo suyo—, a pesar de que hay gustos que merecen palos. Ustedes los militares no saben lo que es la armonía cromática. Sí, ya sé que tienen que camuflarse, pero hay cosas más importantes en la vida.
Antes de que Daniel pudiera replicar, Lina lo tomó de la mano y lo arrastró hacia la puerta, tras darle un beso a su abuela.
—Venga, Daniel, no te enfades con ella —le dijo, una vez en la calle—. Y no digas esas palabrotas de la bufanda; si sólo es un trozo de tela…
—Es una cuestión de dignidad. ¿A santo de qué me tengo que enroscar esa cosa en el cuello?
—Hay que ver cómo te pones…
Daniel dejó de murmurar por lo bajo y acompañó mansamente a Lina. El trayecto no era muy largo, pero la niña tuvo tiempo de recordarle que no se olvidara de echarle una mano con los deberes. Daniel suspiró. «En buena hora se me ocurrió empezar a ayudarla». La primera vez que lo intentó, descubrió que algunos problemas matemáticos superaban su capacidad intelectual. Antes de reconocer que era un ceporro, se inventó la excusa de que le dolía la cabeza y prometió que los resolvería al día siguiente en el cuartel, durante los ratos libres. Y así lo hizo. Le costó lo indecible convencer al ordenador, un veterano modelo militar empeñado en criticar la moralidad del asunto, pero al final cedió. Así, Daniel le solucionaba a Lina las dudas y tareas escolares un día a la semana. «Me parece que estoy contribuyendo a malcriarla aún más», se dijo, preguntándose por qué era incapaz de ser más severo con ella. En el Ejército, nunca había tenido problemas para poner firmes a los díscolos o remolones. «Será la edad, que no perdona».
Minutos después dejó a Lina en el colegio. La verdad, se sentía incómodo allí, rodeado de mamás que llevaban a niños cuya principal misión en la vida, aparentemente, consistía en armar un escándalo de mil demonios. Era el único hombre, salvo los profesores, que se acercaba por allí a aquella hora. Sabía que destacaba más que una mancha de sangre en un campo nevado. Lina lo utilizaba descaradamente para presumir y resultaba un tanto enojoso saberse dominado por una cría tan pequeña. A este paso, acabaría marujeando el día menos pensado.
Dejó el colegio y se encaminó al punto de encuentro con sus compañeros. Le esperaba otra jornada de rutina y al caer la tarde regresaría a la Corrala. Allí, como siempre, Lina le abriría la puerta de casa y, la mar de contenta, se pondría a contarle sus mil y un pequeños (aunque para ella importantísimos) problemas escolares. Luego lo asaetearía a preguntas sobre los planetas que había visitado, y… En suma, no lo dejaría en paz hasta que cayera rendida a las tantas de la noche.
Y por estúpido que pareciera, los días se le hacían cortos esperando el reposo hogareño y la sonrisa con que era recibido, una sonrisa que lo desarmaba. Era ilógico, pero el hecho de que su mera presencia hiciera feliz a alguien, que lo necesitara, que lo quisiera, derribaba todas sus defensas. Más que nunca antes en su vida, se sentía importante.
Sí, los planes de futuro no le resultaban preocupantes ahora. Echar raíces, ¿por qué no?
★★★
A lo largo de los meses siguientes, la vida social en las corralas también experimentó cambios, lentos pero inexorables.
Las patrullas corporativas otorgaban a los draquis confianza y seguridad. El buen ambiente hizo que algunos soldados empezaran a visitar las corralas fuera de servicio. Poco a poco fueron siendo aceptados como algo cotidiano, e incluso algunas familias especialmente emprendedoras montaron sus pequeños negocios para desplumar a sus vigilantes. En las improvisadas tiendas podían adquirirse curiosidades y supuestas reliquias, más falsas que la sonrisa de un político, pero lo que realmente triunfaba era el negocio de la hostelería. La monotonía del rancho cuartelero contribuyó a su auge y a ello se unió que la comida era una de las pocas cosas en las que merecía la pena gastarse el dinero en Baharna. La notoriedad de ciertas fondas llegó a atraer incluso a algunos comuneros libres de prejuicios quienes, a la larga, contribuirían a ir facilitando la convivencia. Pero todavía quedaba mucho para eso.
Las matronas más conservadoras seguían escandalizándose ante tanto cosmopolitismo. No paraban de quejarse sobre el pésimo ejemplo que tanta gente rara suponía para las nuevas generaciones. Eso sí, no lo decían en voz muy alta; el dinero fresco que comenzaba a fluir a las corralas tendía a suavizar las críticas. De todas formas, había cosas a las que no podían acostumbrarse, especialmente a las mujeres de uniforme. Metían ideas raras en la cabeza de las niñas y, a ese paso, aquello sería el acabóse. Si no fuera porque les habían quitado de encima a la Policía…
Los amigos del coronel Hintikka también sacaban de sus casillas a las comadres. Acudían a visitarlo con cierta asiduidad y eran ciertamente un grupo de lo más heterogéneo. Si la teniente Gray les había roto los esquemas (¿una mujer de uniforme?), al lado de Skradda Vrañdl resultaba anodina. Skradda, a diferencia de sus compañeros, sólo vestía reglamentariamente cuando no tenía más remedio. A pesar de los años transcurridos desde que abandonó su planeta natal, conservaba el gusto por los atuendos sicalípticos, ceñidos y más bien escasos, conjuntados con complejas pinturas corporales. Si a ello se unía el pelo verde, un pulgar más de lo debido en cada mano, su pequeña estatura y sus movimientos nerviosos, era cualquier cosa menos discreta. En los cotilleos se hacían cábalas sobre ella. Alguna llegó a sugerir que se trataría de la prostituta del cuartel, si no fuera porque la habían visto alguna vez que otra de servicio. Estaban locos, aquellos corpos.
Los hombres también fueron motivo de innumerables discusiones y comentarios. Hintikka y Lerroux parecían relativamente normales, no como el gigante, Ild Qu, que imponía respeto. Al menos, a este último se le encontró una utilidad bien pronto: se amenazaba a los niños con su venida si no se comían la sopa o hacían los deberes.
El último del grupo, el teniente Cascales, era quien más las desconcertaba. Vale que, a regañadientes, se pudiera admitir que las mujeres trabajasen en la milicia, pero que un hombre hecho y derecho se dedicara a ir enredando por los fogones… Con la excusa de que quería recoger datos sobre platos típicos para montar un restaurante en su planeta cuando se retirara, él mismo se metía a cocinero, intercambiaba recetas… Lo nunca visto, se decía en los corrillos, aunque a todas les hacía ilusión que el teniente las visitara e intercambiara sabiduría culinaria. Por supuesto, nunca lo reconocerían fuera del ámbito familiar.
La vida amorosa de aquella gente también era objeto de la curiosidad pública. A diferencia de los soldados comuneros, que no perdían ocasión de meter mano, los corpos trataban a las mujeres con cortesía, diríase que con distanciamiento. Las féminas de la tropa tampoco era que se insinuasen, precisamente. Las matronas, entre susurros, elucubraban con las presuntas orgías que se correrían entre ellos y, en resumidas cuentas, pasaban unos ratos la mar de entretenidos.
★★★
Aquélla era la tarde libre de Skradda e Ild Qu, quienes acudieron puntualmente a casa de Daniel. Lina, como no podía ser menos, tendía a hacerse notar cuando había visitas. Se empeñaba en agasajar a los invitados, habitualmente con exceso de celo (salvo a Ild Qu, que le daba un poco de miedo, pero en verdad la expresión de aparente calma del Asceta Gris desasosegaba a cualquiera). A Daniel le resultaba un poco molesto, pero a los demás les hacía gracia y encima daban pie a la chiquilla para que ésta se pusiera aún más pesada. Al final, siempre se tenían que librar de ella enviándola a jugar a la calle.
Las veladas en sí no resultaban muy complicadas. Si Dama Ívix disfrutaba de un día lúcido, ella misma se prodigaba en los fogones y luego les acompañaba en la tertulia. Resultaba una conversadora amena, un buen saco de anécdotas, siempre que la charla no derivara hacia los viejos tiempos. En tal caso tendía a desvariar y pronto aprendieron a eludir el tema. Cuando tenía el día ido, Daniel contrataba a una canguro para que echara una mano en la casa y acompañara a la vieja. A pesar del rechazo social hacia ella, el dinero obraba milagros.
Por lo demás, aquellas cenas se iban convirtiendo en una placentera rutina. Tras los postres, antes de los cuales se había llegado al acuerdo tácito de no hablar de asuntos serios, tocaba paseo. Sin prisas, se encaminaban hacia el gran patio de la planta baja, admirando el espectáculo de las luces nocturnas en algunos pasillos recónditos. Una vez abajo, buscaban la terracita de uno de los nuevos bares (bautizado, cómo no, Ekumen) y procedían a contemplar el paisaje y el paisanaje.
Se palpaba en el aire que era fin de semana. Por muy diferentes que fueran las duraciones de días y años en los diversos planetas humanos, el descanso sabatino (o su equivalente) era sagrado hasta para las más ateas sociedades. A Daniel, que durante muchos años había tenido que preocuparse de otras cosas (básicamente, de salvar la piel), aún le chocaba aquel ambiente alegre y ocioso. En fin, era normal. Sin esos momentos de expansión, con la vida que llevaban los draquis la única alternativa que quedaba era el suicidio.
Algunos les saludaban al pasar junto a su mesa, pero en general eran amablemente ignorados, y la gente iba a lo suyo, que consistía en visitar a amigos o parientes, formar corrillos y tratar de ligar, con mayor o menor fortuna. La única influencia de las tropas corporativas era su contribución a la prosperidad general. Las visitas intempestivas de la Policía Republicana habían pasado a la Historia.
Mientras, al calor de unas bebidas, Skradda les relataba a sus amigos algunas anécdotas de su juventud en Galadriel. Las costumbres sexuales en aquel planeta hicieron enarcar una ceja a Ild Qu y reír de buena gana a Daniel.
—Desde luego, mira que sois raros —dijo éste—. Estoy tratando de imaginarme el acoplamiento múltiple, a pesar de no tener dificultades para pensar en tres dimensiones, pero no comprendo cómo lo lográbais en ese… ¿Cómo has dicho que se llamaba?
—Grupúsculo polierótico evanescente retroalimentado. Es la Figura nº 1003.2.b del Reglamento de Uniones con Fines Reproductores y/o de Convivencia de…
—Pedante —murmuró Ild Qu.
—Cochina envidia. Eso sí, reconozco que hacía falta mucha gimnasia para poder llevarlo a buen fin. Supongo que por culpa de esguinces y luxaciones la gente se pasó a las tétradas solapadas, la Figura nº 815.3.d. Los canoides fueron quienes más lo sintieron. Se lo pasaban bomba, animalitos.
—Me pregunto cómo lograbais convencer a esos pobres bichos para que se sumaran a semejante frenesí erótico —dijo Ild Qu.
—No problema —repuso Skradda, apurando de un sorbo su vaso—. Los canoides son alborozadamente lujuriosos, al menos durante el periodo de celo. Que, dicho sea de paso, les dura casi todo el año, menos en la fase de los aullidos lúgubres, cuando se eclipsan las lunas —suspiró mientras lo recordaba—. Ay, qué tiempos aquéllos.
—Planeta de locos —sentenció Ild Qu.
—Al menos, aquí la gente no se complica tanto la vida.
Daniel señaló a una familia que atravesaba el patio camino de la puerta de salida. La componía una matrona de robusto aspecto, media docena de mujeres más jóvenes, un par de varones que bromeaban entre ellos y una caterva de chiquillos ruidosos, que se perseguían unos a otros.
—Familia extensa poligínica simple —concluyó Skradda—. Figura nº 4.a.1 del Reglamento. No es exclusiva de este mundo. Suele ser el mecanismo más efectivo para la recuperación de poblaciones en caso de guerras u otros desastres que aniquilen a la práctica totalidad de la población masculina. Los hombres son un bien compartido por las mujeres, las cuales se encargan de gobernar los asuntos domésticos. Después de pasar por tantos planetas en guerra, con sociedades machistas, da gusto ir a parar a un sitio así, para variar.
—Caramba, Skradda, sí que te has informado sobre la estructura familiar draqui —dijo Daniel. Con todo el tiempo que llevo aquí, yo aún no…
—Es que eres demasiado serio, jefe —lo cortó ella—. Con tu cortesía patológica, nunca lograrás que te cuenten sus intimidades. En el fondo, les encanta charlar sobre ellas.
—No deseo, por ignorancia, violar algún tabú —replicó Daniel, algo mosqueado.
—Pues acabarás convertido en un cenobita, jefe —siguió pinchándolo—. Si en verdad pretendes echar raíces aquí después de jubilarte, como nos sugeriste, las oportunidades no te faltarán. Con la carestía de machos que hay por aquí, te las tendrás que quitar de encima. Eso si recuerdas cómo funciona lo del sexo o dispones de los adminículos necesarios para practicarlo. No sé, no te veo yo muy así.. Nada, jefe: cambia el chip, o entrénate, bien solo o en compañía de otros, para dejar bien alto el pabellón corporativo…
—Brindemos por eso —dijo Ild Qu.
—Os recuerdo que soy yo quien asigna las guardias en el cuartel, así que dejad de tocar las narices, por la cuenta que os trae —Daniel sonrió—. Desde luego, mujer, no sé cómo logras que las draquis te cuenten sus secretos, con la pinta de pendón que tendrás para ellas…
—Fácil: no me toman demasiado en serio.
—Dichosa tú —murmuró Ild Qu.
Daniel estuvo de acuerdo. Alguien como Ild, o él mismo, imponían respeto o acojonaban al personal, según la ocasión. En cambio, la gente como Skradda parecía diseñada para ser subestimada. Si el enemigo era de los que se fiaban de las apariencias, iba aviado.
Estuvieron un rato en silencio mientras les servían otra ronda de bebidas. Ya era noche cerrada, pero el ambiente no decaía.
—Te comprendo, jefe. No es un mal lugar para vivir —dijo Skradda.
—Sí, aquí estoy descubriendo el placer de perder el tiempo pensando en las musarañas. De todos modos, esta semana hay algo menos de movimiento que lo habitual.
—Al llegar al barrio hemos visto varias familias camino de la estación de autobuses. En su mayor parte, se llevaban a los niños de viaje —apuntó Skradda.
—Dentro de poco se celebran las fiestas que conmemoran la fundación de la ciudad de Akrotiri —señaló Ild Qu.
Daniel también lo sabía, aunque no le otorgaba excesiva importancia. Según le habían contado, en los barrios comuneros se celebraban desfiles y otras muestras de exaltación patriótica. Por desgracia, muchos jóvenes aprovechaban la ocasión para cometer desmanes varios, que iban dirigidos contra los más débiles: los draquis. A pesar de que las autoridades locales velaban por la seguridad de todos los habitantes de la ciudad, siempre se escapaban algunos pelotones de incontrolados que agredían, saqueaban y violaban.
—Tal vez se deba a eso, sí, pero no dejaremos que ocurra de nuevo. Nos hemos enfrentado a enemigos peores que un grupo de cabroncetes borrachos, ¿verdad?
Daniel había hablado con despreocupación, pero se alarmó al ver la expresión seria en la cara de Ild Qu y, lo que era más raro, en la de Skradda.
—Creo que deberías contárselo, Ild.
—¿Qué demonios…?
—Yo suelo patrullar zonas comuneras en la periferia de las corralas —dijo el asceta gris—. Algunos comerciantes han llegado a apreciarme, ya que hemos logrado acabar con bandas de pequeños delincuentes que hurtaban en las tiendas. La gente conoce a gente y se propagan rumores.
Daniel no se esperaba que Ild Qu se llevara tan bien con sus semejantes. Su imagen de ejecutor impasible quizá fuera sólo una fachada, o tal vez sus dotes de observador se estaban atrofiando después de pasar tantos meses en Baharna.
—¿Y…?
—Según se dice, en la Policía y el Ejército hay tipos con cierta influencia que te la tienen jurada. Has dejado en ridículo a demasiados, me temo, y aún peor, has cerrado el grifo de las extorsiones a los draquis.
A Daniel no le gustaba nada el cariz que estaba tomando la conversación.
—No creo que se atrevan a enfrentarse con nosotros.
—Imagínate que la víspera de la fiesta recibiéramos la orden de irnos a la otra punta del país a desfilar en una parada militar, o algo por el estilo. Menuda sorpresa, ¿verdad?
—Y así, los alborotadores tendrían las manos libres para entrar a saco en las corralas. Sin duda habría polis de paisano camuflados entre ellos, impartiendo órdenes y buscando venganza —apostilló Skradda.
Un escalofrío recorrió el espinazo del coronel Hintikka. Su primer impulso fue decir: «El cónsul no permitiría que dejáramos tirados a los draquis», pero se contuvo a tiempo. Si las tropas corporativas estaban ahora patrullando las corralas era precisamente porque el cónsul y demás autoridades corporativas pasaban mucho de ellas, siempre que no soliviantaran al Gobierno local. Y si alguien influyente en la Policía le había comido el coco al cónsul, éste podría reaccionar de forma airada ante cualquier objeción o protesta.
—Mierda.
Ahora sí que la había cagado. Con ellos fuera de juego, las represalias durante la fiesta serían brutales, estaría seguro. Luego vendrían las lamentaciones y condenas oficiales, pero a ver de qué iba eso a servir a las víctimas. Sí, unas víctimas que habían confiado en que las protegerían.
Daniel pulsó unos controles en su muñequera y localizó al ordenador del cuartel. Tras recabar información, no había nada que confirmara las afirmaciones de Ild Qu. Sin embargo, él también tenía contactos y amigos. Realizó unas cuantas llamadas, formuló varias preguntas y ya no dudó. Cerró los ojos, respiró hondo y miró a sus compañeros.
★★★
A la mañana siguiente, bien temprano, el coronel Hintikka, acompañado de Skradda e Ild Qu, reunió a las supervisoras de las corralas. Sin eufemismos, les describió lo que se avecinaba.
Los rostros de las draquis eran un poema y a Daniel le costó sostener sus miradas. Las habían dejado en la estacada, eso pensaban, y con razón. Algunas de ellas habían abierto negocios y ese amago de prosperidad se venía ahora abajo. Y no sólo eso: sus sueños de un futuro decente también. ¿Para qué ilusionarse, si las cosas nunca cambiarían para ellas? Era cruel; por un momento habían tocado un pedacito de cielo, que ahora se esfumaba para dejar paso al infierno cotidiano.
—¿No podrían quedarse algunos de ustedes? —preguntó una supervisora joven, resistiéndose aún a creer lo que le anunciaban.
—Seguro que alguien en la Policía ya ha pensado en eso —sentenció Areta.
La joven bajó la cabeza y se restregó los ojos; no quería que los soldados notaran que estaba llorando. Daniel se consideraba responsable de aquel sufrimiento, que le dolía tanto como si fuera propio. Sin embargo, lo que más daño le hacía era la actitud de Areta Mírix, aquella especie de fatalismo, como diciendo: «Ya sabía yo que tenía que suceder esto». Estaba seguro de que ella nunca le reprocharía que les hubiera dado una falsa esperanza de seguridad. En su esquema de las cosas siempre pagaban los mismos. Era algo inevitable.
Daniel también pensaba en el día siguiente a las fiestas. La evacuación podría salvar a unos cuantos, los afortunados con parientes o amigos en lugares más seguros, fuera de la capital. Pero el resto no tenía adónde ir. Sólo les quedaba sentarse, pasar miedo y esperar los golpes y la humillación. Las tropas corporativas regresarían a las corralas saqueadas, y tendrían que enfrentarse a sus moradores. ¿Qué les ofrecerían entonces? ¿Buenas palabras? ¿Palmaditas en la espalda? ¿Ayuda humanitaria? Nada podría restituir la confianza rota.
Los tres militares no habían dormido aquella noche. Efectuaron una rápida visita al cuartel, revisaron datos y conversaron, hasta que tomaron una decisión.
—Señoras, por favor, atiendan un momento —Daniel sacó de su bolsillo un pequeño artilugio, lo conectó y un holomapa del Barrio Viejo apareció en el aire; algunas de las presentes dieron un respingo—. Ustedes ya han pasado por otras fiestas como ésta. ¿Por dónde suelen entrar los alborotadores?
Una de las mujeres más viejas le respondió, con voz cargada de amargura:
—¿Y qué importa de dónde vengan? Al final ocurrirá lo de siempre, sólo que esta vez no podremos aplacarlos, gracias a ustedes. ¿Quién les dio vela en este entierro? Ya se han divertido bastante con los pobres indígenas; ahora déjennos en paz.
—Ustedes me aceptaron. Me acogieron. Me honraron con su amistad y su confianza. Son mi gente, ¿es que no se dan cuenta? ¡Qué me ahorquen si voy a permitir que esa panda de hijoputas les haga más daño! —estalló Daniel.
Ya estaba. Lo había dicho y no podía volverse atrás, al menos delante de sus compañeros. Se fijó en que Ild Qu hacía una imperceptible reverencia con la cabeza, que podía interpretarse como muestra de respeto o tal vez burla. Skradda, por su parte, permanecía muy seria.
Las supervisoras se habían quedado un tanto paradas al escuchar al coronel Hintikka, más asombradas que conmovidas. Habían pasado ya por mucho para fiarse de unas bonitas palabras, pero en el fondo querían creer en ellas. ¿Qué otra salida les quedaba?
Areta Mírix era bastante más escéptica.
—¿Vas a presentar tu dimisión o a desertar, y vendrás a luchar a pecho descubierto contra una manifestación dirigida en la sombra por la Policía? ¿Te crees un superhéroe de ésos que salen en las películas?
—Si eso sirviera para algo lo haría, te lo juro. Sin embargo, creo que soy más útil en mi puesto. Aún puedo controlar ciertas cosas.
—Les recuerdo, señoras, que nuestra misión aquí es la de actuar como fuerza de paz. Los brotes de violencia deben ser atajados de raíz. Sugiero que discutamos la forma más conveniente para todos de lograr ese objetivo —dijo Ild Qu, con su calma habitual.
—Les puedo asegurar que esta opinión es compartida por oficiales y tropas de nuestro contingente —añadió Skradda.
Aquellas palabras tuvieron la virtud de serenar los ánimos. Los corpos se tomaban en serio su defensa, al menos en apariencia. Algunas mujeres comenzaron a mostrar interés.
—Por favor —Daniel señaló de nuevo el holograma—. Supongo que los alborotadores tendrán que reunirse en algún espacio abierto para recibir arengas, emborracharse, armarse de valor y emprender la marcha. Dado lo angostas que son estas calles, se verán obligados a juntarse en zona comunera, supongo.
—Siempre ocurre igual. Es como una bomba atómica: hace falta alcanzar una masa crítica para estallar —apuntó Skradda—. ¿Cuántos suelen acudir, por término medio?
—Entre quinientos y mil, si hace buen tiempo —dijo Areta; sus compañeras asintieron—. Demasiados, amigos míos. Me temo que…
—El problema lo constituyen los polis inflitrados, que guiarán a los demás hacia los mejores objetivos. Sin ellos, nos enfrentaríamos a una turba anárquica —señaló Skradda.
—Esos polis podrían sufrir lamentables accidentes la víspera de las fiestas —sugirió Daniel—. Sólo necesitaríamos identificarlos con certeza. Y que conste que yo no estoy diciendo lo que estoy diciendo.
—Ni nosotros lo estamos escuchando —respondió Ild Qu—. Podría hacerse. ¿La incapacitación ha de ser permanente?
—Temporal; no conviene crear mártires salvo si no hay otro remedio. Accidentes de tráfico, caídas tontas, cosas así.
—Ajá. Varios de mis hombres son muy jóvenes, con caras de crío. Podrían infiltrarse a su vez entre los manifestantes, para neutralizar a sus guías.
—Que se pongan enfermos, y así podrán librarse de ir con el resto de nosotros a desfilar en la quinta puñeta. Nadie les echará de menos. Tenéis vía libre.
Mientras esta conversación tenía lugar, las supervisoras creían estar alucinando. El aplomo y la naturalidad con la que aquellos militares afrontaban el tema eran innaturales, casi cómicos. Fue Areta la primera en reaccionar:
—Se agradece vuestra buena voluntad; nosotras tampoco estamos oyendo ciertas cosas. Pero ¿qué solucionaríais? Si despacháis a los polis de incógnito, aún quedan varios cientos de tíos borrachos sedientos de sangre que entrarán a saco en las corralas.
—Ya te dije que, sin líderes, nos enfrentamos a una vulgar turba. Cualquier defensa organizada con dos dedos de frente tiene garantías de éxito.
—Sí, muy bonito —replicó Areta—. ¿Y quién se supone que les plantará cara? ¿Nosotras? —los militares la miraron y asintieron—. Eh, un momento. Por si no os habíais fijado, en cuanto nos levantáramos en armas los comuneros se nos echarían encima, y podríamos despedirnos de las pocas libertades alcanzadas hasta ahora. El Gobierno nos recluiría en guetos de verdad. Además, si fuésemos tan locas como para rebelarnos, queda un pequeño detalle: no tenemos armas.
—Eso es falso: tenéis cerebro, y estáis en vuestro terreno. Delante de vosotras habrá una manada de brutos que ignorarán el noble arte de la poliorcética.
—Poli… ¿qué? —preguntó Daniel.
—Hatajo de incultos —murmuró Skradda, alzando la vista al cielo.
—Oye, si cada dos por tres me vas a restregar por la cara que has ido a la universidad, te…
—En resumen —lo cortó Skradda—: con unas nociones básicas de guerrilla urbana y la adecuada escenificación para evitar represalias, problema solucionado.
—Sí, claro, y ustedes, mientras tanto, de desfiles en la otra punta del país, tan ricamente —dijo Areta, exasperada—. Somos nosotras, con una experiencia bélica igual a cero, las que nos quedaremos solas ante el peligro. Y encima pretenden meternos en una cruzada insensata. Al final, ¿quién se llevará los palos? De todas las tonterías que en mi vida he podido…
—¿Qué tenemos que hacer?
Quien había hablado era una de las supervisoras más jóvenes. Las demás la miraron como si se hubiera vuelto loca, pero ella se les encaró:
—¿Acaso queréis que nos quedemos sentadas, aguardando a los bárbaros? ¿Recordáis lo que hicieron en nuestra corrala? ¿Lo que… me hicieron? —había auténtico odio en su voz—. Esto tiene que acabar —se enfrentó a los militares, decidida—. Ustedes dirán.
Se notaba que muchas de sus compañeras tenían pánico a las represalias, pero otras parecían decididas a liarse la manta a la cabeza y tratar de defenderse, hartas ya de que las pisotearan.
Daniel señaló al holomapa.
—Por favor, señora…
—Inga Níshix. Inga, para los amigos.
—De acuerdo, Inga. ¿Cómo se desarrollaron los anteriores ataques?
La supervisora se acercó y echó un vistazo. Al no estar familiarizada con proyecciones tridimensionales, en su cara se reflejó el desconcierto. Sin embargo, bastaron unas cuantas explicaciones para situarla. Dada la responsabilidad del cargo, las supervisoras, especialmente las más jóvenes, no eran precisamente lerdas.
—Los manifestantes se reúnen en la plaza de la Liberación —indicó un gran espacio rectangular situado cerca del Barrio Viejo—. En principio las reuniones son pacíficas y se limitan a entonar canciones patrióticas. Luego se calientan y el alcohol comienza a surtir efecto. Los más exaltados empiezan a armar bronca; suelen ser los que vienen de los barrios comuneros más pobres, que pueden así desahogar su rabia.
Daniel se acordó del joven que estaba maltratando a Lina, aquel famoso día de su primera visita a la Corrala Grande. Una menudencia, comparado con lo que una horda de chicos frustrados podía llegar a hacer.
—Al principio —prosiguió Inga Níshix— los revoltosos se limitaban a apedrear a la Policía y correr delante o detrás de ella. Sin embargo, pronto descubrieron que nosotras éramos presas más fáciles. Estoy seguro de que esto supuso un alivio para la Policía —se encogió de hombros—. En fin, en estos últimos años la cosa resulta siempre igual. Los manifestantes más pacíficos se abren en busca de sitios tranquilos, mientras que los demás siguen bebiendo y corean consignas patrióticas. Más tarde o más temprano, alguien suelta lo de: «¡Viva la Sagrada Sangre de la Raza! ¡Mueran los perros draquis!» Entonces, misteriosamente, se organizan en batallones y vienen para acá. Llegan por el bulevar de los Síndicos —lo señaló con el dedo—, que es bastante ancho. A partir de ahí se dividen en grupos de treinta o cuarenta individuos que fuerzan las puertas de las corralas y… Bueno, pueden imaginarse el resto.
—Nada nuevo bajo el sol —murmuró Skradda.
La supervisora la miró con mala cara.
—Supongo que las tropas corporativas, cómo no, habrán sido testigos de masacres peores, pero eso no es ningún consuelo.
Mientras, Daniel e Ild Qu estudiaban atentamente el holomapa y conversaban en voz baja entre ellos. Areta se acercó para curiosear.
—Una vez que hayan salido del bulevar y se dispersen, será más difícil controlarlos —decía Ild Qu—. Si los habitantes de las corralas estuvieran adiestrados, podrían cazarlos uno a uno, pero en tan poco tiempo es difícil aprender tácticas defensivas —hizo una pausa—. O perder el miedo de años.
—Y sería contraproducente —replicó Daniel—, ya que la gente se tomaría la justicia por su mano y convertirían a esos bastardos en mártires. Imagínate los titulares de los periódicos…
—Sí: pobres chicos, masacrados por asesinos draquis emboscados —dijo Areta—. Todo el planeta se nos echaría encima.
—Es preferible golpearlos donde menos se lo esperen, a todos a la vez. El pánico jugaría a nuestro favor —sugirió Skradda.
Lentamente, todas las supervisoras se fueron acercando al mapa.
—Si se les pudiera cortar el paso en el bulevar… —sugirió Inga.
—No —Daniel se llevó la mano a la barbilla—. Se meterían por las calles laterales, sobre todo si tienen algunos cabecillas medianamente inteligentes, y caerían sobre las corralas. Hay que llevarlos aquí —señaló una calle del Barrio Viejo de trazado retorcido—. Y que parezca un accidente, claro.
Areta examinó el mapa, perpleja.
—¿Y cómo nos las arreglaremos para conducir a mil tíos por ahí? ¿Paseando desnudas y haciendo de cebo?
—Si eres tú la que se quita la faja, más bien los ahuyentarías —replicó una supervisora vieja, y las demás rieron la gracia.
El ambiente había cambiado, y Daniel se alegró. Empezaban a creerse que saldrían con bien de aquello.
—Tranquilas, no será necesario. Necesitaríamos echar un vistazo sobre el terreno. ¿Hay alguna voluntaria que nos acompañe?
Un montón de brazos se alzaron.
★★★
Cuando sonó el primer grito de «¡Mueran los draquis!», Valdemar Tarastarósix sonrió. Había sido sencillo. Todo consistía en susurrar las palabras adecuadas en los oídos más receptivos; el resto funcionaba automáticamente.
Valdemar estaba orgulloso de su labor. Su improvisada tropa podía parecer un tanto, digamos, sui géneris, pero tenía sus virtudes. Aquellos aprendices de soldado eran, en su mayor parte, parásitos, rémoras de la sociedad, que sólo se dedicaban a mirarse el ombligo, ponerse hasta el culo de cerveza y molestar a los demás ciudadanos. Esa fuerza vital desaprovechada podía canalizarse hacia algo más útil, con sentido. Era el primer paso hacia su gran sueño.
De acuerdo, podía objetarse que aquellos adoquines con patas no eran conscientes de formar parte de una cruzada en pro de la Salvación de la Raza. Parecía que sólo les importaba la juerga, las mujeres y el botín. Pero cumplían su papel. Así se gestaba la Historia: unos eran el cerebro; el resto, los puños. No había otro modo.
Valdemar sabía que lo que hacía era justo. Le había costado la expulsión de la HUU por demasiado radical (o, en palabras de sus excorreligionarios, por tener una empanada mental en vez de una ideología política coherente), pero la Verdad siempre era desdeñada por la gente de mente estrecha. Al final ya verían todos. Los imperios nacían de humildes orígenes, pero más tarde o más temprano se imponían. Y entonces cada cual sería recompensado o castigado según sus merecimientos.
El griterío aumentó, y las consignas coreadas subieron de tono. Unos cuantos camaradas de confianza se encargaban de azuzar a los demás. La idea se la habían sugerido los amigos de la Policía. En la HUU aborrecían a los representantes del orden, pero él sabía que algunos comulgaban con sus ideas. Otros, pobres ilusos, tal vez creyeran que lo estaban utilizando para sus fines. De momento, daba igual; ya habría tiempo luego de separar el grano de la paja. Era una pena que algunos de los más eficaces hubieran sufrido desgraciados accidentes en la última semana, pero entre los que quedaron y la experiencia acumulada en pasados años, se apañarían de sobra.
Unos cuantos gritos, canciones y botellas rotas más tarde, la tropa comenzó a ponerse en marcha. Para Valdemar, en el fondo un puritano que despreciaba las debilidades humanas, ésa era una de las pocas virtudes del alcohol: disolvía las inhibiciones de los más tímidos. Los miró de nuevo. Sí, en un futuro tendrían que ser reeducados para convertirlos en dignos representantes de la Raza, pero todo a su tiempo. De momento, aquellas incursiones le servían para ir seleccionando a los más combativos, los más dúctiles, los más capaces. De aquí a unos años… Bien, uno de sus héroes míticos, Adolf Hitler, empezó con menos.
Al principio, la muchedumbre se movía de forma un tanto caótica, pero poco a poco, conforme la plaza quedaba atrás, fue reordenándose sin darse cuenta. De ello se ocupaban los polis infiltrados y algunos amigos de confianza. Valdemar se hallaba especialmente satisfecho de los más nuevos, reclutados hacía pocas fechas en el Barrio de Mediodía. No eran desechos sociales, como la mayoría, sino jóvenes de buena familia cansados de la sociedad represiva y burguesa que los había educado. Ésos sí que actuaban como él, por auténtica vocación en vez de dejarse arrastrar por motivos más prosaicos. Daba gusto verlos organizar a los demás, como si hubieran nacido para ello. Tendrían un puesto seguro en el Nuevo Orden.
¿Cómo encajaban en su esquema de las cosas las FEC, las Fuerzas Espaciales Corporativas? Comprendía que a muchos policías no les hicieran maldita la gracia y que anduvieran resentidos. Les habían robado parte de su poder. Y el botín, claro. En principio, él no tenía nada contra los corpos. Al fin y al cabo, compartían antepasados comunes con la Raza. Su sangre estaría un tanto diluida, pero qué se le iba a hacer. También tendrían que negociar con ellos: suministros de materias primas y tecnología necesaria para el Glorioso Renacimiento. Una vez que Baharna fuera autosuficiente, podrían infiltrarse entre ellos, tomar el poder… Pero mientras, tendrían que soportarlos, siempre que no interfirieran en sus planes. Los draquis, maldita fuera su sangre, debían ser erradicados, como malas hierbas que infestaban las cosechas, apropiándose de la luz y los nutrientes. Bastante daño habían hecho ya. Pero pronto desaparecerían, al igual que los bobos compasivos que hablaban de reinsertarlos en la sociedad. La Gran Raza no podía portar genes débiles. Que los corpos no trataran de preservarlos, pues.
Los últimos manifestantes dejaron por fin la plaza, camino del Barrio Viejo. A ojo de buen cubero, Valdemar calculó que serían unos novecientos. Los más previsores habían traído palos, garrotes y cadenas, mientras que otros recogían piedras y cascotes de una obra cercana, o se hacían con improvisadas armas a costa del mobiliario urbano. Sería suficiente; los draquis eran tan cobardes que no osarían plantarles cara. Los más veteranos ya anticipaban lo que se avecinaba, y aleccionaban a los novatos. Por su parte, Valdemar no tomaría parte directamente en el saqueo. Se limitaría a coordinar y observar. Él estaba por encima de las debilidades humanas. Le complacía, no obstante, saborear el sufrimiento draqui. Era lo menos que se merecían aquellos subhumanos, una retribución por los innumerables males causados a la Raza. Además, sus llantos eran poco más que quejidos animales. En realidad, sus sentimientos sólo imitaban a los de la verdadera gente, estaba seguro. Incluso apostaría a que las draquis disfrutaban mientras las violaban delante de sus hijos. Putas.
La vanguardia llegó al bulevar de los Síndicos. A partir de ahí, podría decirse que la incursión comenzaba de verdad. Por supuesto, aparte de ellos no se veía un alma, pero conocía bien los cubiles donde se refugiaban esas alimañas. Ya las sacarían de ellos. Valdemar comprobó que sus hombres de confianza estaban en sus puestos y se situó en cabeza. Debía controlar a los más exaltados. Aún no era oportuno entrar en las viviendas. En la parte baja del bulevar vivían sobre todo comuneros pobres, que no habían podido encontrar un domicilio mejor. En el fondo, hacía todo esto por su bien y esperaba que se lo agradecieran en el futuro. Por tanto, sus propiedades serían respetadas. La cacería comenzaría en el interior del barrio, donde sí podría soltar los perros de la guerra. Bella frase; le gustaba.
El bulevar de los Síndicos era una vía bastante ancha. Al final se abría en tres ramales que penetraban en el corazón del Barrio. El plan consistía en que la tropa se dividiera a partir de ahí, en busca de las mejores corralas. Él se quedaría con el grupo que entraría por la calle de los Especieros, pero tenía plena confianza en sus lugartenientes. Y nadie se rajaría; a juzgar por los cánticos, todos marchaban convenientemente enardecidos.
Para su sorpresa, dos de las tres salidas del bulevar estaban cortadas por obras. Se extrañó, ya que nadie le había informado de ello, aunque Urbanismo era famoso por sus proyectos sorpresa. De todos modos, unas zanjas y unos montones de escombros eran fácilmente franqueables. Se aprestó a dar las órdenes oportunas, pero alguien se le adelantó:
—Con lo grande que es el barrio, ¿tenemos que saltar como volantones y quebrarnos una pata? ¡Vámonos por ahí, tíos! ¡Viva la Sagrada Sangre de la Raza!
Valdemar no pudo localizar al que habló, pero éste lo hizo con un acento tan burlesco y a la vez convincente que la gente se puso en marcha y entró por el ramal libre. Rápidamente, Valdemar miró de reojo a uno de los policías amigos, que se encogió de hombros. Hacer retroceder a la gente bulevar abajo para entrar por la avenida Tacto Sedoso sería contraproducente. Los manifestantes no debían darse cuenta de que eran dirigidos. Tendría que seguirles la corriente y encauzarlos más adelante, a la altura de la calle Viento del Sur o la travesía Equinoccial.
La tarea resultó más complicada de lo previsto. Muchas calles estaban cortadas por obras; Urbanismo había elegido un mal momento para remodelar el barrio. Y además, cada vez que se tropezaban con una calle cortada, había un gracioso que se ponía a mear en la zanja, otros lo imitaban, alguien soltaba alguna parida, la gente se mondaba de risa y ya nadie quería pasar por allí. La marcha se le estaba escapando de las manos.
Minutos más tarde recorrieron el pasaje de las Sombras Tangibles y desembocaron en una calle relativamente amplia y muy larga. La gente se detuvo en la intersección, indecisa. Valdemar la reconoció: la calle de los Dos Soles. Hacia la derecha era toda cuesta abajo, pero acababa en un fondo de saco, carente de interés. Si subían por la izquierda, a pesar de la acusada pendiente, podrían enlazar con una maraña de callejones que los conducirían a la Corrala Grande.
A pesar de alguna queja por lo de ir cuesta arriba, logró poner a todo el mundo en marcha. La ayuda de los jóvenes reclutados días atrás fue inestimable y se sintió orgulloso de ellos. Los cánticos guerreros aumentaron en intensidad, para animar el paseo. Ya faltaba poco.
El Barrio Viejo estaba desierto. De repente, alguien gritó:
—¡Draquis! ¡Son tías!
Todos alzaron la vista, como un solo hombre. Unas mujeres habían salido de un callejón lateral, a unos cien metros por delante de ellos y cruzaban la calle con despreocupación.
—¡A por ellas! ¡Maricón el último! —gritó alguien de entre la tropa.
Fue respondido por un rugido atronador y todos echaron a correr. Las draquis se detuvieron en seco y eso enardeció aún más a los cazadores.
Valdemar estaba estupefacto. Aquello no era normal. ¿Tías por la calle? ¿Y las muy idiotas se paraban? Además, un momento… ¿No llevaban las caras tapadas con pañuelos? ¿Qué diantre estaba pasando?
Las draquis se giraron y Valdemar observó que llevaban algo en la mano. Botellas. Las mujeres encendieron unos mecheros, prendieron fuego a unos trapos que salían por el cuello de las botellas y las arrojaron.
Baharna había sido colonizada por una nave generacional hacía muchos siglos y, como es lógico, sus tripulantes fueron científicos y gente pacífica. Luego, durante el aislamiento, tuvieron que reinventar la guerra por su cuenta, pero mucho del saber bélico de sus antepasados se perdió. Por ejemplo, lo efectivos que podían ser los cócteles Molótov si se usaban en el momento adecuado.
Los que iban en vanguardia se detuvieron frente a la cortina de fuego y la segunda fila se precipitó sobre ellos en confuso montón. A muchos se les disiparon de golpe los efectos de la borrachera. Y las draquis no les dieron tiempo a reaccionar.
De ambos lados de la calle salieron unas fornidas mujeres, también con el rostro cubierto, empujando unos contenedores que volcaron delante de la manifestación. Un líquido verdoso y espumeante fluyó rápidamente cuesta abajo.
—¡Gasolina! —chilló alguien.
De hecho, se trataba básicamente de agua con jabón, que convirtió el piso en una pista de patinaje. Unos cuantos cócteles Molótov más acabaron por engañarlos a todos.
El pánico se desató.
Valdemar se vio arrastrado por una turba despavorida. Estaba tan asombrado que el miedo no llegó a contagiársele, y siguió a los demás a trote lento, como sonámbulo. Los suyos huían calle abajo, resbalando y revolcándose en sus propios vómitos, presas del terror más puro. ¿Cómo era posible aquello? ¿Se habían vuelto todos locos?
En el fondo, a pesar de sus sueños de gloria y de su alto concepto de sí mismo, Valdemar Tarastarósix era un pardillo que estaba jugando contra profesionales. Mezcladas con el jabón iban disueltas algunas sustancias muy estimadas por los antidisturbios corporativos. Provocaban vómitos y confusión, a menos que uno hubiera tomado el antídoto, cosa que hicieron los comandos infiltrados en la manifestación.
Los nuevos fichajes que tanto apreciaba Valdemar eran en realidad soldados bien curtidos en guerrilla urbana, disfrazados de ociosos inconformistas. A espaldas de Valdemar, con sus voces oportunas habían conducido el rebaño al matadero. Una vez en la calle de los Dos Soles y tras la acertada intervención de las draquis, contribuían a la desbandada con gritos de pánico. Aparentemente corrían como los otros, pero en realidad tomaban posiciones, como una manada de hienas a la caza de cebras. Comparada con otras misiones, aquella era bien fácil.
Valdemar, como en un sueño, se percató de que el pasaje de las Sombras Tangibles, por donde habían entrado, estaba ahora cortado por una barricada, lo que forzó a la gente a dirigirse derechita al fondo de saco de la calle de los Dos Soles. En su mente medio obnubilada se fue dibujando la palabra encerrona. Los habían cogido como a idiotas. Una furia sorda comenzó a brotar en su interior. Tenían que haber sido los corpos; los subhumanos no eran tan inteligentes. Pero se vengaría. Aquellos perros cagarían sangre. Era de sabios aprender de los errores y no dejar una afrenta sin respuesta. Sus enemigos aborrecerían el día en que trataron de burlarse de él.
Justo entonces alguien lo derribó. Aturdido por el golpe fue a ponerse en pie, cuando vio a uno de aquellos jóvenes entusiastas agacharse a su lado. Ellos sí que eran leales, no la panda de idiotas histéricos de que se había rodeado hasta la fecha. Con camaradas así, que temblaran los draquis y demás escoria. Alargó una mano hacia el joven, quien parecía dispuesto a ayudarle a levantarse.
Para su sorpresa, el joven lo volteó sin esfuerzo, lo agarró por debajo de la barbilla y con un preciso movimiento le retorció el pescuezo. Valdemar Tarastarósix murió con una expresión de cómica estupefacción en su cara.
Los manifestantes, aturdidos, sucios y aterrorizados, llegaron a un callejón sin salida y trataron de regresar. El caos era total. Los comandos localizaron a los policías infiltrados y a los colaboradores más íntimos de Valdemar y los despacharon con rapidez simulando accidentes. Acto seguido, de acuerdo con el plan, se las arreglaron para conducir lo que quedaba del rebaño por una vía de escape que lo sacara del Barrio Viejo sin provocar daños. Mientras, las draquis, perfectamente organizadas por las supervisoras, limpiaban a toda prisa la calzada y rellenaban las zanjas de las obras simuladas. Aún incrédulas por el devenir de los acontecimientos, se prepararon para ejecutar el siguiente acto de la farsa.
★★★
Las horas y días posteriores a la manifestación resultaron bastante ajetreados.
En cuanto salieron del Barrio Viejo, los comandos, cada uno por su lado, se cambiaron de ropa en unos escondrijos elegidos previamente y se dirigieron al cuartel sin llamar la atención. Al fin y al cabo, se suponía que estaban de baja por enfermedad y por eso no habían podido acudir a los desfiles en la otra punta del país.
Uno de los efectos secundarios de las drogas generadoras de pánico, además de una resaca de campeonato, era el olvido. Ninguno de los manifestantes recordó a las mujeres que lanzaban cócteles Molótov o volcaban contenedores. En su memoria sólo quedó la fiesta en la plaza, unas confusas impresiones sobre la marcha y un pánico cerval. Esta amnesia fue aprovechada por las draquis, que recogieron a los caídos en la calle de los Dos Soles y se los llevaron a las corralas. Aunque la opinión mayoritaria era la de capar a aquellos desgraciados, se impusieron las sugerencias de Daniel Hintikka. Hicieron de tripas corazón, pusieron buena cara, cuidaron a los heridos, los mimaron y les dieron tazas de caldo calentito hasta que llegaron las ambulancias y los periodistas. En el caldo iba disuelto un cóctel de drogas de diseño, cortesía de las Fuerzas Espaciales Corporativas. El producto provocó en los manifestantes un hondo y sincero arrepentimiento, así como una profunda gratitud hacia las buenas samaritanas. Los químicos militares eran unos artistas.
Los medios de comunicación se hicieron eco de la historia, un auténtico filón. Las declaraciones de los arrepentidos calaron en la gente. Muchos comuneros no pudieron evitar sentir simpatía hacia las draquis, que habían cuidado de quienes iban a robar y a abusar de ellas. También fueron muy apreciadas las muestras de pésame enviadas desde las corralas a los familiares de los 23 fallecidos en la manifestación. Según los informes forenses, las muertes se debieron a accidentes y caídas: golpes en la base del cráneo y cuellos rotos. Era el justo castigo por correr borrachos, sentenciaron los moralistas. Cualquier tontería podía hacer surgir el pánico y éste era muy contagioso. Mucho se escribió sobre las virtudes de la moderación y el autocontrol a raíz del incidente.
Entre las víctimas resultó haber miembros de la Policía, lo que provocó una serie de preguntas embarazosas desde los medios. Por su parte, el coronel Daniel Hintikka, jefe del contingente corporativo, expresó su disgusto por no haber podido estar allí durante la manifestación y manifestó su pesar por unas bajas que se debían haber evitado. También hizo votos por la concordia y la amistad. En la Policía, algunos captaron la indirecta.
En la sociedad comunera se inició un saludable debate sobre las relaciones interétnicas, con su inevitable secuela de tertulias y artículos de prensa. Los corporativos volvieron a patrullar las corralas, para satisfacción general, sin descuidar tampoco las buenas relaciones con los comuneros y la vida prosiguió, eso sí, con algún cambio.
Ya no hubo más manifestaciones violentas en las fiestas de años venideros. Fueron sustituidas por festivales de canciones, juegos florales, torneos deportivos y demás parafernalia políticamente correcta e inofensiva.