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La comida servida en uno de los salones del ayuntamiento de Eos fue espléndida. El servicio quizá resultara un poco rústico, pero Julio Ernesto tuvo que reconocer que el cocinero se había superado a sí mismo. Su alma llegó incluso a enternecerse cuando se vio frente al postre, un pastel de mollejas de gandulfo en almíbar que más bien parecía manjar de dioses. Todas las conversaciones cesaron mientras degustaban aquella delicia. Cuando sirvieron el licor, Julio Ernesto inquirió:
—Les debe de haber costado una fortuna importar las mollejas. En el Sistema Solar, un plato cuesta el equivalente al sueldo de diez días…
—¡Qué va! —respondió Selma Chang, cuyo rostro empezaba a adquirir un aspecto rubicundo, fruto del vino y el aquavit—. Hemos conseguido aclimatar unos cuantos gandulfos en las islas del sur, y se reproducen sin problemas.
—Si se exceptúa el cuidador sodomizado por una de aquellas bestias —interrumpió Antonio García, y contó algunas anécdotas sobre tan peculiares criaturas que hicieron desternillarse de risa a los presentes.
Tras la comida, el coronel invitó al arqueólogo y a sus operarios a visitar su cuartel general, situado junto al astropuerto de Hades, a pocos kilómetros de Eos. Les mostró algunas naves ligeras de combate y varios vehículos todo terreno.
—Ahora no disponemos de muchos efectivos —se disculpó—. Desde que este sector se ha convertido en un plácido lugar, tras la retirada del Imperio, el gobierno corporativo ha preferido llevarse las tropas a otros puntos más calientes. Dentro de pocos meses cederemos el control del gobierno a los civiles, qué horror —miró con aire compasivo a Selma, que continuó con la broma:
—Ya iba siendo hora, después de cincuenta años. Por fin podremos hacer bien las cosas, mientras a vosotros os mandan lo más lejos posible a machacar imperiales.
—No creo que te libres de mí tan fácilmente, querida.
Los operarios, mientras tanto, se lo estaban pasando en grande, montándose en los vehículos y bromeando con el personal. En cambio, Julio Ernesto decidió adoptar una pose sutilmente desdeñosa, o eso creía. Desde muy joven, había despreciado a los militares; en su escala de valores, los jefes y oficiales no eran más inteligentes que los idiotas lobotomizados que funcionaban como tropas de choque. Cuando estuvo en la Universidad, formó parte de todos los comités antibélicos posibles, con la misión de contrarrestar la creciente influencia de lo militar en la sociedad corporativa. El hecho de que las tropas de las F.E.C. estuvieran jugándose el pellejo en los mundos de frontera, defendiéndolos de la expansión imperial, nunca era tenido en cuenta; había que mostrar a la sociedad lo injusto de que unos brutos sedientos de sangre dilapidaran el dinero necesario para cosas más útiles.
Por otro lado, ahora gozaba de la oportunidad de recuperar el prestigio perdido ante sus subordinados. No le costaría mucho dejar en ridículo (con elegancia, por supuesto) a aquel militar de tres al cuarto y a la loca de la alcaldesa. Los muchachos se darían cuenta de su valía y lo respetarían por fin. Y tal vez, con un poco de suerte, Nina se sentiría fascinada por su autoridad moral. El panorama era agradable.
Así pues, decidió emplear un tono condescendiente con el coronel García, abrumándolo con su sofisticada dialéctica, haciendo que se sintiera inferior. Sin embargo, el militar no pareció darse por aludido, y lo escuchaba atento y sonriente. Julio Ernesto se desesperaba ¿acaso era tan obtuso que no captaba su ironía?
El coronel los acompañó al interior de las dependencias del astropuerto, más bien anodinas, hasta una amplia sala de recepción donde había preparado otro servicio de café, para ayudarles a bajar la comida. La decoración era ciertamente peculiar. Tres de las paredes exhibían hologramas de las formaciones estelares más espectaculares de la galaxia, bucólicos paisajes o mapas bellamente coloreados. La cuarta pared mostraba una espléndida colección de armas blancas, dispuestas en panoplias de madera. Julio Ernesto las observó, fascinado a su pesar. El coronel, con un vaso de plástico lleno hasta la mitad de café en la mano, se acercó y se puso a su lado.
—¿Qué opina doctor? Las fui recopilando a lo largo de mi estancia en diversos planetas. Permítame esta pequeña vanidad, pero me siento orgulloso de ellas. Encontrará desde hachas de sílex hasta una katana japonesa, o un florete con empuñadura italiana anterior a la Era Espacial. Otras son realmente pintorescas —señaló una extraña arma de barroca factura—. Se trata de un cuchillo de sacrificios rituales de Erídani. Los sacerdotes ataban a la víctima (normalmente un muchacho, aunque no hacían ascos a la gente mayor) y se lo clavaban en el corazón. Esos apéndices retorcidos que ve al extremo del mango sirven para sacar los ojos. Con esta otra navaja bífida que ve aquí emasculaban a los niños. Por desgracia, no pude conseguir las copas de alabastro donde recogían la sangre y los despojos de los que enviaban al matadero.
Julio Ernesto tragó saliva, asqueado, y trató de reaccionar. Aquel maldito coronel había logrado impresionarlo, y lo peor del caso es que todos lo habían notado. Creyó llegado el turno de contraatacar:
—Ignoraba que el personal de intendencia militar tuviera la oportunidad de visitar tantos mundos. El trabajo de oficina debe de ser muy gratificante, ¿no, coronel?
Antonio García lo miró y sonrió.
—No hice mi carrera en la administración militar, doctor, sino en los comandos de Infantería Estelar —dijo, con naturalidad—. Algunas de estas armas fueron botín de guerra. El cuchillo de sacrificios, por ejemplo —se puso serio de repente, como si recordara algo desagradable.
Los operarios cesaron sus charlas y lo miraron con una enorme dosis de respeto. En una época turbulenta como aquélla, los comandos se habían convertido en leyenda, y no sólo en los mundos controlados por la Corporación. Julio Ernesto notó que perdía terreno, y se vio obligado a intentar ridiculizar a su adversario.
—Así que comando… Qué raro —miró a su alrededor—; no veo por aquí ninguna hornacina con el retrato del capitán Benigno Manso, su héroe particular. Ni siquiera hay un cirio encendido en su memoria; vaya falta de respeto.
Había esperado que el coronel se irritara y perdiera un poco los papeles, pero su reacción no fue la esperada. Antonio García rió por lo bajo, como si recordara algún chiste.
—¿Conoció usted a Benigno Manso, señor? —preguntó Nina.
Julio Ernesto, desolado, vio que la expresión de la chica era casi de veneración, sobre todo al escuchar la respuesta:
—Sí, anduvimos juntos en la misma compañía durante muchos años. En el fondo, no era mal tipo.
Durante el resto de la velada, el coronel tuvo que responder a las preguntas de los muchachos sobre sus acciones de guerra, que él mismo consideraba poco gloriosas. Mientras, Selma Chang se dedicaba a tomar café con un poquito de ron (para darle aroma, según ella), con una receta de su cosecha: cada vez que tomaba un sorbito de café, completaba lo que faltaba con el licor. Su hígado debía de ser una maravilla, porque no parecía afectada por tan singular proceso. Nadie hacia caso del arqueólogo, que paseaba lentamente por la sala, rumiando su malhumor.
Por fin llegó la hora de regresar al campamento de la Colina. Julio Ernesto, al despedirse, no pudo evitar soltar otra indirecta, a modo de pequeña victoria final. Deseaba que quedara bien clara su superioridad intelectual.
—Encantado de haberlo conocido, coronel. Me gustaría corresponder su amabilidad de alguna manera. He traído de la Universidad de Titán, allá en Saturno, una amplia colección de bloques de memoria con programas de todo tipo sobre los últimos avances científicos y artísticos. Puede pedirme los que desee; todos están a su disposición. Supongo que es difícil adquirirlos en un mundo apartado como éste —se quedó mirándolo, a ver si captaba el sarcasmo.
El coronel lo contempló unos instantes con una expresión peculiar, como si lo compadeciera. Selma Chang, cuyo café se había transmutado en alcohol etílico casi puro, se acercó a ellos.
—¿Estudió usted en la Universidad de Titán, doctor Tancredi? ¿De veras?
—Sí, he tenido ese honor —repuso, halagado por lo que él tomó como franca admiración—. Mi director de tesis fue el doctor Müller, un eminente exoarqueólogo…
—¡Qué gracia! Así que estudió usted en La Rosquilla… —lo interrumpió Selma—. Creía que ahí sólo había bioquímicos…
Julio Ernesto se envaró cuando oyó el poco respetuoso mote por el que era conocida la estación espacial que albergaba la Universidad de Titán, y que orbitaba alrededor del mayor satélite de Saturno. ¿Cómo lo sabían aquellos dos paletos? Fue a replicar, pero el coronel se le adelantó:
—Montar un departamento de Letras no cuesta mucho dinero, Selma, y queda muy bien a la hora de mostrárselo a las visitas —y continuó, mientras la cara del arqueólogo enrojecía por momentos—. Me suena el nombre de Müller… ¿No lo expulsaron de la Universidad de Barcelona, por desviar dinero de investigación para construirse un chalet en la isla de Menorca?
—No me extraña que fuera a parar a La Rosquilla —comentó Selma, mientras apuraba su vaso de un trago—. Aquello parece un cementerio de elefantes, donde todas las grandes bestias van a acabar sus días. Los de Ganímedes se quedaron descansando cuando se emanciparon. ¿Te acuerdas, Antonio?
Julio Ernesto había cambiado de color varias veces en el último minuto, y no sabía adónde mirar. Preguntó, con un hilo de voz:
—¿Conocen el Sistema Solar?
—Nacimos en la Vieja Tierra, doctor —contestó el coronel—; cada uno por su lado, no vaya a creer. Hades es un mundo de frontera, pero la Corporación da enormes facilidades para que podamos adquirir una sólida formación científica y humanística. Es conveniente que el nivel cultural de los colonos sea alto, para enfrentarse a entornos hostiles con ciertas garantías de éxito. El Consejo Supremo financia una línea cuántica de acceso directo a las bases de datos de las principales universidades. Incluso nos pagó los viajes a la Luna y Marte, para que pudiéramos asistir a las clases prácticas y los exámenes. Aprender resulta una excelente manera de gastar el tiempo de ocio. Por ejemplo, yo cursé el doctorado en Biología, Exobiología y Astronomía. Selma sólo pudo con las dos primeras.
—Pero saqué mejores notas que tú.
—Sí, después de liarte con todos los profesores de la carrera. Y no te atreviste con los ordenadores por problemas de acoplamiento físico, que si no…
—Cochina envidia, mojigato.
—Calla, so pendón. Durante el tiempo que pasamos allí, creo que probaste todas las variantes del Reglamento de Uniones con Fines Reproductores y/o de Convivencia.
—Calumnias; no pasé de la nº 4287/17 bis, el heptágono retrofertilizante autoconclusivo. Más vale eso que vivir amancebado con la propia mano, ¿eh? —y le dio al coronel un codazo en las costillas.
Los muchachos se partían de risa mientras duró el diálogo. A un lado, Julio Ernesto, con la moral por los suelos, sólo deseaba que se lo tragara la tierra. No abrió la boca en todo el camino hacia el aeropuerto, y fue incapaz de mirar a la cara a sus anfitriones cuando se despidieron. El coronel pareció dispuesto a decirle algo, pero se lo pensó mejor y se limitó a darle un par de palmaditas en la espalda. Ese gesto de conmiseración le dolió al arqueólogo más que una agresión física.
Instantes después la nave de transporte despegaba. Sus luces de posición, que parpadeaban sin cesar, se fueron esfumando poco a poco en el cielo, hacia el norte, hasta desaparecer.
★★★
Las noches eran aún peores que los días para Julio Ernesto. En esos momentos, a solas, se preguntaba una y otra vez por qué todo había salido tan mal, y nunca hallaba respuesta.
Al principio se había dejado atrapar por la magia nocturna de Hades; extraño nombre para un mundo tan plácido aunque, en verdad, allí habían muerto todos los antiguos colonizadores, tal como dijo Selma Chang, y sus espectros parecían flotar mansamente por el aire reencarnados en mariposas lunares. El satélite del planeta, cómo no, fue bautizado Cerbero; era pequeño, y su órbita quedaba muy próxima. Semejaba un fuego fatuo que corriera enloquecido sobre montañas y árboles, dándoles un aire melancólico y romántico.
La noche de Hades constituía el marco ideal para los paseos de enamorados, especialmente en las lindes de los bosques. La atmósfera nocturna era fría, e invitaba al contacto y al abrazo. Las nubes desaparecían tras el crepúsculo, y el firmamento estrellado se mostraba en todo su esplendor, mucho más glorioso que en la Vieja Tierra. Una luz pálida y mortecina bañaba al paisaje, y otorgaba a los árboles alienígenas el aspecto de fantasmas; sus frondas, que surgían del tronco como un collar de plumas suaves, se mecían en silencio. Alguna mariposa lunar emergía del bosque, agitando sus enormes y vaporosas alas y brillando como un farolillo verde y vacilante. Era muy fácil quedar cautivado por el hechizo de ese mundo.
Julio Ernesto prefería permanecer en el interior de la residencia, mirando la holovisión o examinando algún vídeo científico. No salía al exterior, ya que ver a las parejas perderse por el bosque le recordaba lo solo que estaba. En esos momentos se sentía fatal, abrumado por ataques de autocompasión; ni por un momento se le pasaba por la cabeza que todo podía haber sido por culpa suya.
Los prolegómenos del viaje le resultaron esperanzadores. La expedición estaba formada por un ordenador biocuántico (amablemente cedido por la casa Toshiba, a cambio de la exclusiva en derechos de publicidad si se realizaban descubrimientos de importancia), Julio Ernesto (el único doctor) y los operarios. Eran jóvenes, mano de obra no cualificada pero deseosa de aprender. Al tener noticia de ello, Julio Ernesto se felicitó; por fin sería el jefe, el centro de la atención, como se merecía.
Sin embargo, las cosas no le salieron tan bien. El ordenador se constituyó en el auténtico cerebro de la expedición. Analizó los datos proporcionados por las sondas robot, los procesó e impartió instrucciones, que los operarios cumplieron a rajatabla. Julio Ernesto nada pudo objetar; el Toshiba conocía bien su oficio. Al cabo de una semana, la zona elegida para iniciar la excavación quedó encerrada por una cubierta transparente de plástico, dividida en cuadrículas, y cada una de ellas fue asignada a un operario, con directrices claras e inequívocas. Junto a las áreas de trabajo se alzaron los almacenes, comedores y zonas residenciales, todo construido a base de módulos prefabricados; la Colina estaba demasiado lejos de los núcleos habitados como para que el transporte diario fuese rentable. Por si acaso, mantenían comunicación permanente con la guarnición militar, pero ¿qué podía acontecerles en un planeta tan apacible como Hades?
Julio Ernesto trató al principio de imponerse a sus ayudantes, siete chicos y cuatro chicas. Su aire de «Yo-soy-un-doctor-del-Sistema-Solar-y-vosotros-simples-operarios» no aumentó su popularidad entre los muchachos. En cuanto a las mujeres, se sentían fascinadas por él la primera media hora; a partir de ahí, buscaban cualquier excusa para largarse. A los pocos días, cada vez que lo veían acercarse, huían de él como de la peste. Por supuesto, los operarios no dejaron escapar la oportunidad que les servía en bandeja para poder comerse una rosca. Julio Ernesto no se lo explicaba. ¿Acaso ellas no tenían inquietudes culturales, ni deseaban conocer experiencias nuevas? ¿Cómo podían preferir a esos ignorantes?
Su carácter se agrió. Cada dos por tres los amonestaba de forma invariable: «Esto no es modo de trabajar; en la Universidad de Titán, allá en Saturno…» Al final, sólo logró que nadie se lo tomara en serio. Por supuesto, nunca se burlaban de él en su propia cara, y se comportaban con el máximo respeto, pero las sonrisillas que creía captar a sus espaldas eran inequívocas. Para él fue horrible; le estaban castigando donde más dolía, en el orgullo. Era incapaz de soportar no ser el centro de la atención de los demás, algo que siempre había soñado desde que obtuvo su título de doctor. Su autoridad científica también quedó maltrecha cuando los operarios se dieron cuenta de que el ordenador, gracias a sus magníficos bancos de datos, sabía mucha más Arqueología que todo un rutilante genio terrícola. Tuvo que resignarse a trabajar tan duro como los otros, para que encima no le tomaran por vago; por lo demás, a pesar de una cierta anarquía, el trabajo marchaba de acuerdo con lo previsto.
En la soledad de su habitación, Julio Ernesto trató de olvidar todo aquello que tanto lo frustraba, pero los detalles molestos no cesaban de perturbarlo. Los operarios retornaban de sus paseos nocturnos, en silencio, y las puertas se abrían y cerraban con sigilo. El material prefabricado de la residencia amplificaba los pasos furtivos, así como los ruidos rítmicos y los jadeos que se producían en las habitaciones. Por su mente pasaron imágenes de Nina y Vladimir haciendo el amor, y fue demasiado para él. Buscó la cinta elástica que lo conectaría con el ordenador, se la ciñó en torno a la frente, activó el sistema y apagó la luz.
Mientras su ánimo se apaciguaba y penetraba en el ambiente artificial del ciberespacio, sus frustraciones se desvanecieron. ¿Envidiar a esos operarios porque se acostaran con las chicas? ¿Qué sabían ellos de refinamiento sexual? Recordó sus experiencias en el grupo de amistades que había forjado en Titán. Seguro que Vladimir y los de su calaña no podían imaginar todo un universo de perspectivas diferentes, pensó mientras su conciencia se diluía en los bloques de memoria del ordenador, y se sumergía en una realidad sintética en la cual era feliz. «Ciegos, pobres ciegos…»
Flexionó los brazos, sintiendo el vigor de sus potentes músculos. Se ciñó la espada y montó en un caballo blanco, dispuesto a dirigir su ejército contra las huestes de Sauron de Mordor, Señor del Mal, cuyo rostro se parecía curiosamente al de alguien llamado coronel Antonio García. Era su juego de ciberrol preferido.
La noche transcurrió apaciblemente, como tantas otras en el pasado y las que aún estaban por venir.