12. Encuentros furtivos
Los viajeros fueron recibidos por una teniente de las F.E.C. vestida con uniforme de combate. Era bajita y delgada, con una cara de niña en la que sus ojos negros destacaban como azabache pulido. Los saludó militarmente. ¿Era el procedimiento habitual, o evitaba así tocar al mut? Tampoco les facilitó su nombre, aunque les sonrió con cordialidad.
—Sean ustedes bienvenidos a la fragata Turanga Leela. Me han ordenado acompañarles. Síganme, por favor.
—¿Estamos en una nave de guerra? No hemos notado las maniobras de acoplamiento —quiso saber Ogoday, mientras caminaban en pos de la teniente.
—Tampoco sentirán el salto al hiperespacio, si es que no se ha producido ya.
Calímaco y Ogoday intercambiaron una mirada significativa. Aquella tecnología tan avanzada no era del dominio público. Sin duda, la Turanga Leela había salido hacía muy poco de los astilleros de la Armada. Sí, todo auguraba una misión fuera de lo común.
—¿Adónde nos dirigimos, en concreto? —preguntó Calímaco, sin muchas esperanzas de obtener respuesta. En efecto, la teniente, sin dejar de sonreír, respondió:
—No estoy autorizada a proporcionarles esa información.
Parecía mujer de pocas palabras, y dejaba bien claro que no iba a darles mucha conversación. De todos modos, el trayecto fue breve. Caminaron por un pasillo que, supusieron, bordeaba la santabárbara y la sala de máquinas. Aquello no parecía una nave de guerra, salvo por la presencia de militares y androides de combate, y nadie les prestó atención en apariencia.
Llegaron a lo que debía de ser un amplio ascensor, en el cual quedaron encerrados. La teniente no pulsó botón alguno, ni hubo impresión de movimiento, pero cuando se abrieron de nuevo las puertas, se encontraron en el puente de mando de la fragata.
—Por aquí, si son tan amables —les apremió la teniente.
Atravesaron el puente sin detenerse. Era una sala amplia, de planta elíptica, llena de holopantallas y militares departiendo en corrillos. A Ogoday le pareció que en aquellos momentos no había mucho que ver. Si en verdad surcaban la bruma gris del hiperespacio, el trabajo recaería en los cartógrafos y ordenadores. En las naves comerciales, los simuladores recrearían en las pantallas murales, para solaz del pasaje, el campo estelar cuyos pliegues multidimensionales estaban atravesando. Aquí no había lujos superfluos; tan sólo se respiraba profesionalidad. Tampoco captó la sensación de urgencia o nerviosismo previa al zafarrancho de combate.
Abandonaron el puente y tomaron otro pasillo, en nada diferente al de cualquier edificio de oficinas. En contra de la versión difundida por los cineastas, el interior de una nave de guerra no tenía por qué ser sucio, tétrico o sórdido, lleno de soldados con piel sudorosa, marcando bíceps, soltando tacos a diestro y siniestro y luciendo caras de estreñidos. La gente rendía mejor en un ambiente luminoso y acogedor.
La teniente se detuvo en medio del corredor y, sin dejar de sonreír, les informó:
—En unos instantes les impartirán instrucciones. Creo que sus anfitriones son peces gordos del C.S.C., y ya conocen ustedes el procedimiento estándar en estos casos: no se arrimen mucho a ellos ni hagan movimientos bruscos, o acabarán en sendas bolsas de plástico. Que tengan un buen día —saludó marcialmente y se retiró por donde había venido.
Una sección de pared se esfumó, como si alguien la borrara de un plumazo, mostrando una amplia habitación.
—Alea jacta est —dijo Ogoday.
—No me seas pedante —replicó su amigo, y entraron.
El interior del cuarto era sobrio, espartano incluso: una mesa rectangular de plástico azul celeste y un par de sillas. Los escáneres de seguridad, las contramedidas para evitar atentados y las armas quedaban discretamente camuflados. Aguardaban a los recién llegados dos mujeres. Una de ellas, morena y delgada, se mantenía de pie a un lado de la mesa. No reconocieron su cara. En cambio, la que estaba sentada y los estudiaba con frialdad era la presidenta Jansen. Tragaron saliva e involuntariamente, pese a no ser militares, adoptaron la posición de firmes. Sí, definitivamente aquello era muy, pero que muy serio.
El semblante de Irma Jansen se suavizó un tanto, lo que acabó por intranquilizarlos todavía más. Sin mayores preámbulos, fue directa al grano:
—Señor Silva, señor Pashin: se supone que ustedes dos son personas inteligentes, así que habrán deducido la relevancia de la misión para la que han sido convocados. En efecto: prioridad absoluta —hizo una pausa breve, pero dramática—. Las medidas de seguridad serán extremas. Aunque su lealtad está fuera de toda duda, será reforzada con varios dispositivos. Cometan un desliz, y les garantizo una muerte cualquier cosa menos placentera. No les estoy contando nada nuevo, ¿verdad?
Ni siquiera Peláez se atrevió a proclamar su inquebrantable fidelidad. Algo en la forma de hablar de aquella mujer resultaba atemorizante. Manejaba la entonación de la voz, las pausas y las miradas con inigualable maestría, con el fin de lograr que sus interlocutores se sintieran como guiñapos.
—Bien, son gajes del oficio —prosiguió—, y ustedes son de lo mejorcito que tenemos. Necesitamos que se infiltren en un entorno social potencialmente hostil, obtengan cierta información y regresen vivos para contarlo. La consejera aquí presente les explicará los antecedentes que nos han conducido hasta aquí.
Con voz agradable la mujer les contó, sin omitir detalle, la misteriosa explosión de la Kalinin y las hipótesis formuladas al respecto.
—Por desgracia, aquel ataque no fue el único. Si recuerdan los noticiarios de hace año y medio, más o menos, la caída del anillo orbital en el planeta más poblado de la Estrella de Méchnikov organizó un revuelo político considerable.
Calímaco Silva tardó en reaccionar. Al igual que su compañero, la constatación de que el Imperio podía no haber sido aniquilado del todo lo dejó atónito. Las implicaciones eran siniestras.
—¿La Estrella de Méchnikov? —dijo, al fin—. Aseguraron que se trató de un episodio tectónico inusitado, el cual provocó que cedieran los pilares de uno de los ascensores orbitales. Parte de la estructura se colapsó y cayó, triturando a decenas de miles de pobres diablos. Se depuraron responsabilidades y rodaron cabezas, si la memoria no me falla…
—Una mera cortina de humo —replicó Jansen—. El culpable fue un misil imperial de la serie Punisher. Surgió de la nada a menos de un kilómetro del anillo orbital. Sus ojivas múltiples lo golpearon con precisión insultante. Las cargas ni siquiera eran nucleares, pero tampoco hizo falta una excesiva potencia de fuego para provocar un estropicio monumental.
—Al cabo de tres meses —continuó la consejera— ocurrió el incidente del planeta Sucutra.
—¿El de la plaga? —preguntó de nuevo Calímaco—. Todas aquellas muertes fueron atribuidas a un retrovirus mutante. Pero no ocurrió así, supongo.
—Otro misil imperial surgido de ninguna parte, armado esta vez con una cabeza de guerra biológica —explicó la consejera—. En resumen, los tres ataques siguen un patrón similar: un misil es teleportado detrás de nuestras defensas y se ríe de ellas. No nos engañemos: estamos inermes frente a lo que parece la estrategia de un grupúsculo imperial clandestino.
—También hay diferencias —intervino Jansen—. Los tres misiles eran distintos: cabeza nuclear, ojivas múltiples con explosivos convencionales y agentes biológicos. Parece como si el enemigo estuviera realizando ensayos antes de una campaña más intensiva.
—La separación temporal entre los tres incidentes —continuó la consejera— quizá signifique que no disponen de demasiadas armas, y han de elegir con sumo cuidado los blancos. Puede que no sean capaces de mantener un ritmo mayor.
—O que quieran ponernos nerviosos, pavoneándose de su impunidad. Tal vez nos estén diciendo: «¿Veis lo que podemos hacer? Pues lo repetiremos donde y cuando queramos». Pero basta de especulaciones ociosas, y atengámonos a los hechos. —Jansen estaba muy seria—. Han sucedido ciertas cosas durante el último año que dan algo de luz a un panorama sombrío.
—En efecto —añadió la consejera—. Tras el virus asesino de Sucutra, transcurrieron seis meses sin que sufriéramos ataques, hasta el incidente de Marte. Por supuesto, no ha trascendido a los medios de comunicación —aclaró, ante la expresión de sorpresa de los dos hombres—. En las cercanías de Fobos hubo una peculiar e inexplicable emisión de radiación y gases, aunque resultó inofensiva. En cuanto la analizamos, la sorpresa fue mayúscula. Correspondía a la explosión del propelente químico de un misil imperial de crucero. Ignoramos qué tipo de carga bélica portaba.
—Algo les salió mal… —murmuró Ogoday.
—Tuvo que ser un fallo de gran calibre, suponemos, puesto que desde entonces no han vuelto a dar señales de vida. Menos mal; el ataque iba dirigido al corazón de la Corporación: el Cuartel General de la Armada. De haber tenido éxito, imagínense las consecuencias. Bien, en cualquier caso, parece que el azar nos regaló un tiempo precioso para sacudirnos de encima la sensación de desconcierto —la consejera miró de reojo a Irma Jansen— y para que los chicos del Servicio de Inteligencia se ganasen su sueldo. El trabajo ha sido ímprobo, desde acciones de comandos hasta la revisión bibliográfica exhaustiva de fuentes muy antiguas, pero nuestro enemigo real ya tiene nombre y apellidos.
—Isaiah J. Moone —dijo Jansen—, uno de los pocos oficiales imperiales cuya cabeza servía para algo más que llevar la gorra de plato. Según nuestros informes, trabajaba en un proyecto ultrasecreto denominado Base Faulkner. Él y sus hombres consiguieron sobrevivir a la aniquilación del Imperio y huyeron a paradero desconocido. No dejaron atrás ni un solo bit de datos que nos permita dilucidar en qué demonios estaban trabajando aunque, a juzgar por los resultados, tiene que ver con la tecnología teleportadora. Pero vayamos por partes. ¿Consejera?
La aludida señaló con el dedo el centro de la sala, y dos sillas brotaron del suelo.
—Siéntense, por favor; se les ve un poco tensos, y esto nos llevará un buen rato —sugirió con una sonrisa en el rostro; los dos hombres obedecieron, aún sin poder quitarse de encima una cierta sensación de irrealidad, de que aquello tenía que ser un mal sueño—. Me temo que deberé impartirles una breve lección de Historia. La explicación de los tres misteriosos ataques que sufrimos se halla, curiosamente, en los primeros años de la Era Ekuménica. Por supuesto, no hace falta que les advierta de que todo lo que aquí se diga es materia reservada.
Calímaco y Ogoday asintieron. Claro que guardarían silencio, por motivos de salud. Además, seguramente les implantarían bloqueadores mentales para asegurarse. Entre aprensivos y curiosos, se aprestaron a escuchar a la consejera.
—En el principio, como hasta los niños saben, la Corporación fue asimilando a todos los gobiernos locales de la Vieja Tierra. Fue una época extremadamente convulsa, y la Corporación ofrecía estabilidad frente a la ineptitud de los políticos tradicionales. Tan sólo algunos países, cuyos gobernantes eran fundamentalistas religiosos, aguantaron algún tiempo. Los Estados Unidos de América fueron los más recalcitrantes, a pesar de que su población estaba más que harta de sus líderes. Finalmente, los fundamentalistas fueron derrocados, aunque la Corporación padeció los últimos coletazos de la bestia moribunda.
»Un buen día, la estación orbital Isla de Cuba, controlada por la incipiente Corporación, saltó en pedazos, de forma similar a nuestra desdichada Kalinin. Un misil apareció dentro del perímetro defensivo y la volatilizó. Poco después, los Servicios de Inteligencia averiguaron, a costa de grandes bajas, que los responsables de la catástrofe moraban en una estación orbital estadounidense, conocida como Base Faulkner. Me temo que las autoridades corporativas de aquella época actuaron con excesiva precipitación, y decidieron atacar la base enemiga. Y entonces, justo cuando los torpedos lanzados por una nave iban a alcanzar su perímetro defensivo, Base Faulkner se esfumó. Literalmente. Estaba ahí, en el cielo, y al instante siguiente había desaparecido. Nunca jamás se volvió a saber de ella.
»Poco después, la situación política se arregló, y el asunto Faulkner se archivó bajo siete llaves. Transcurrieron los siglos, luego los milenios, ocurrió el Desastre, el arduo resurgir… En suma, el tema se olvidó. Y ahora, convendrán ustedes conmigo en que los supervivientes imperiales han rescatado ese conocimiento, a saber cómo.
—La capacidad de teleportación… Parece magia —murmuró Calímaco—. Ni siquiera la Corporación dispone de algo así.
Las dos mujeres no se inmutaron, como buenas jugadoras de póquer.
—Sea como fuere, los residuos del Imperio han de ser suprimidos —dijo Irma Jansen—. El periodo de calma tensa del cual disfrutamos puede finalizar en cualquier momento, y debemos evitar que nos sorprenda otro atentado. Hemos ocultado, duplicado y descentralizado bases de datos, contingentes armados e instituciones, pero un ataque contra un planeta superpoblado sería una catástrofe inasumible. Nuestra máxima prioridad consiste en dar con la localización de esa Base Faulkner y destruirla. Sería muy interesante saber su auténtica naturaleza, y determinar cómo llegó Isaiah Moone a hacerse con ella después de varios milenios. Sin embargo, todo debe ser supeditado a la necesidad de liquidar, de una vez y para siempre, cualquier amenaza para la Pax Corporativa.
—Con permiso —intervino Ogoday; aún le imponía dirigirse a la presidenta—. Nos han dicho antes que el tal Moone se encuentra en paradero desconocido…
—Así es, señor Pashin. En cuanto nos enteramos de la ubicación de su laboratorio secreto, enviamos para allá a comandos de élite, pero el pájaro había volado. Ese tipo es concienzudo, para tratarse de un imperial: no dejó ni rastro de su nuevo destino. Podría tratarse de un búnquer bajo tierra o una nave errante. Pero en este último año, nuestros espías no han parado. Nadie es perfecto, y siempre quedan cabos sueltos por ahí.
—Indiscutiblemente, Moone es un sujeto brillante —puntualizó la consejera—. Una vez que se supo descubierto, fue consciente de que estrecharíamos el cerco en torno a él. Por tanto, decidió jugar a la desinformación, saturándonos con mentiras. Ha ido, con habilidad sobresaliente, sembrando por doquier un sinfín de pistas falsas que nos hacen perder tiempo y mantienen ocupados a muchos hombres. Entre tanto ruido, Moone puede desplazarse como Perico por su casa.
—Y por desgracia, él sabe que no podemos permitirnos el lujo de dejar sin investigar cualquier pista, por irrelevante que se nos antoje. Ésa es su arma más poderosa: la confusión. Ambos bandos disputamos una carrera contra reloj, y pretendo ganarla —la presidenta guardó silencio, quizá para que las implicaciones de todo aquello calaran bien hondo en sus mentes—. Una legión de espías está ahora peinando los mundos imperiales supervivientes, asegurándose de no dejar cabos sueltos. En su inmensa mayoría, los indicios conducen a callejones sin salida. Sin ir más lejos, antes de que ustedes vinieran envié a un par de agentes extremadamente cualificados a un mundo sito en la quinta puñeta galáctica, sólo porque alguien pronunció las palabras «Moone» y «Faulkner». Una añagaza más, sin duda, pero que nos obliga a emplear a dos personas y su correspondiente nave que serían más útiles en otros lugares. Y así una y otra vez… —miró a los hombres y sonrió—. Dicen que ustedes son los mejores, y partirán en pos del rastro más prometedor. Creemos que Moone ha cometido un desliz, ojalá que fatal para él.
—De hecho —continuó la consejera—, se trata de un sistema estelar idóneo para la ocultación. Su nivel tecnológico y cohesión social son bastante altos para la media del Imperio.
—Es raro que no lo destruyeran en su momento —reflexionó Calímaco en voz alta.
—El Servicio de Inteligencia estimó que no poseía una guarnición imperial fuerte, así que ésta pudo ser reducida con pocas bajas mediante una incursión bélica convencional: comandos, bombardeos selectivos; ya saben. Además, estaba la cuestión del prestigio histórico. Se trata de Algol.
—¿La sede del Antiguo Imperio, antes del Desastre? —Calímaco se había quedado estupefacto—. ¿El de la película «Tras la línea imaginaria»?
—Todos hemos disfrutado de ese clásico del Séptimo Arte, me temo —la consejera se permitió una sonrisa fugaz—. Actualmente, y aunque sea una sombra de lo que fue antaño, no se vive mal allí. El abaratamiento de los viajes MRL ha convertido el turismo en una saneada fuente de ingresos, por mucho que hiera a los tradicionalistas. En Algol son muy celosos de su pasado, y se enorgullecen de él. Tener que vender sus glorias a hordas de visitantes corporativos los mortifica, pero c’est la vie.
—Tampoco hay que exagerar. Los turistas suponen una ganancia extra, pero en realidad son autosuficientes —puntualizó Jansen; acto seguido, dio una palmadita en el tablero de la mesa y un holograma se materializó en la habitación—. Como sabrán, Algol significa El Demonio en una lengua muerta de la Vieja Tierra. A nuestros antepasados les parecía siniestro que una estrella cambiara su brillo periódicamente, aunque la realidad es bastante prosaica: se trata de una variable de eclipse —dos soles comenzaron a danzar en torno al centro de masas del sistema—. La estrella azul, muy caliente, es unas 13 veces mayor que el Viejo Sol. Su compañera anaranjada es aún mayor, aunque bastante más fría. El periodo de giro es de 2,867 días, y están separadas 10 millones de kilómetros —una bolita se encendió en el holograma, y comenzó a dar vueltas en torno a la pareja de gigantes—. La tercera en discordia tarda 1,862 años en completar su órbita, a unos 420 millones de kilómetros.
El zoom se centró en la estrella acompañante. A su alrededor giraban varios gigantes gaseosos que recordaban a Neptuno, abriéndose paso entre un sinfín de rocas de todos los tamaños. Sólo había un planeta apto para la vida humana. Su imagen holográfica creció hasta alcanzar el tamaño de una sandía.
—Un mundo agrícola y ganadero: la despensa del sistema. En la Edad Dorada fue sede de palacios y mansiones de ensueño —la consejera hizo un ademán con la mano y empezaron a aparecer motitas brillantes en el aire—. La gente del común, en cambio, vivía en ciudades orbitales, y sólo bajaba al planeta en ocasiones muy señaladas. La descentralización fue aumentando con el tiempo, e incluso los nobles edificaron sus palacios en asteroides previamente ahuecados y dotados de generadores gravitatorios. Actualmente, Algol es un enjambre de micromundos, conectados entre sí mediante una red de transportes sublumínicos muy compleja y eficaz, como se aprecia en la imagen.
Los puntos brillantes quedaron enlazados por una sutil telaraña de hilos dorados. El conjunto poseía una singular belleza, como una cota de malla forjada por hadas, que ciñera el cuerpo invisible de un dios.
—Efectivamente, resulta el sitio ideal para esconder una base secreta —dijo Calímaco, poco dado a las reflexiones poéticas—. Es como buscar una aguja en un pajar…
—En su momento permitimos que Algol sobreviviera a la caída imperial. Ahora carece de sentido lamentarse —añadió Jansen. Los dos hombres captaron que la presidenta no se andaba con tonterías, precisamente.
—Supongo que tendrán alguna pista de dónde empezar a fisgonear —quiso saber Ogoday—. Aunque… ¿Cómo están seguras de que no se trata de otra treta de Moone?
—El caso presenta características que lo diferencian del resto —respondió Jansen—. La fuente de información es de fiabilidad fuera de toda duda. Tampoco se ha hecho referencia explícita a Base Faulkner, sino a movimientos anómalos de personas y suministros, efectuados con extremo sigilo. Y lo que resulta más esclarecedor: todos los agentes que enviamos a investigar han muerto.
—Pues qué alegría —se le escapó a Calímaco.
—Hemos sufrido bajas en otros planetas, claro está. —Jansen prosiguió como si nada—, pero eran más… directas, por decirlo así: prosaicos asesinatos. En Algol nos enfrentamos a desafortunados accidentes. En los próximos días, cuando los preparen para la misión, les proporcionarán los detalles exactos. Sí, los imperiales se están tomando demasiado trabajo en desviar la atención y pasar desapercibidos. Esconden algo gordo. Y pensándolo bien, la idea de montar una base secreta en un sistema solar superpoblado, con luz y taquígrafos, es una jugada maestra. Lo más normal sería suponer que elegirían un mundo inconspicuo, situado en algún rincón perdido del cosmos, y eso quieren hacernos creer. El tal Moone mueve sus piezas con astucia.
—Así que ya lo saben —apostilló la consejera—: irán a Algol de incógnito, procurarán no sufrir luctuosos accidentes e intentarán determinar dónde se ubica la dichosa Base. Es imprescindible que no alerten a los hombres de Moone, si realmente moran en Algol. En caso de asustarlos, tal vez podrían optar por un ataque a la desesperada.
—Cuando uno quiere averiguar dónde se esconde un avispero, no puede ir dando bastonazos a tontas y a locas, si captan ustedes el símil —dijo Jansen—. También necesitamos saber si hay una única Base Faulkner, o tienen alguna más escondida en otro sistema o en una nave. La Armada sólo emprenderá acciones bélicas si está segura de que el enemigo no tendrá opciones de contraatacar. Queremos erradicarlo de un golpe, de una vez y para siempre.
Ogoday contempló de nuevo el holograma. Si daban con Base Faulkner, se preguntó cuántas lucecitas se apagarían. Eso, si Jansen no ordenaba reventar los soles de Algol, para asegurarse de que Moone no enviaría otro de sus misteriosos misiles teleportados al corazón coporativo. En fin, eso ya no le incumbía a él. A diferencia de su mentor, el doctor, no era pacifista a ultranza. Lo que pudiera sucederle a otros como consecuencia de sus pesquisas no le iba a quitar el sueño.
El holograma se apagó, y la consejera dedicó aún unos minutos a esbozar las líneas maestras de la misión que se avecinaba. Finalmente, la puerta se abrió y la misma teniente que había guiado a los dos hombres cuando llegaron a la nave les rogó que la acompañaran a sus camarotes. La Turanga Leela los desembarcaría en un destino secreto, donde serían entrenados específicamente para cumplir su cometido, y una enorme cantidad de datos quedaría almacenada en sus cerebros.
En cuanto las dejaron a solas, la cara de la consejera se difuminó, mostrando el semblante inexpresivo de un androide de combate.
—Confío en que hayamos elegido bien, Irma —dijo en voz baja.
—Son los mejores, Demócrito, y tú lo sabes.
—Te repito que hubiera preferido enviar a Algol a Beni y Uhuru. Tienen mucha mayor experiencia, y madera de supervivientes. En cambio, ahora viajan rumbo a un sol que ni figura en los mapas, para verificar lo que tiene toda la pinta de ser otra pista falsa.
—Nos jugamos demasiado, Demócrito. Es una operación sumamente delicada, que debe efectuarse con herramientas diseñadas para tal fin: Pashin y Silva. Las operaciones de apendicitis se hacen con bisturí láser, no con un serrucho, por muy simpático que nos caiga. Sé objetivo, amigo mío. Se supone que eres un ordenador, frío y calculador.
—Apúntate una, Irma.
Las dos figuras abandonaron la habitación. Irma Jansen no se dio cuenta pero, por improbable que fuese, en la faz del androide de combate se insinuó una mueca de preocupación.