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Tras unos embarazosos segundos, Beni respiró hondo, entrelazó sus manos detrás de la nuca y habló al almirante, vocalizando cuidadosamente:
—Creo que no he oído bien. Me envían de embajador a Tau Ceti para congeniar con el Imperio, el cual no se caracteriza por su comprensión, precisamente. Como han deducido los sesudos altos cargos corporativos, yo soy, sin duda, el más cualificado parlamentario. Mis credenciales son magníficas, sobre todo en los últimos tiempos: aniquilación de la clase dirigente de Erídani, incendio de sus lugares de culto, ejecuciones sumarias de sus sacerdotes, saqueos, etcétera. Bien, bien; mi don de gentes y exquisitos modales han ganado merecida fama en los más apartados rincones galácticos, y…
—Beni…
—¿Sí, señora?
—Deja de decir tonterías; ésta puede ser tu única oportunidad de rehabilitarte.
—Prefiero la lobotomía y acabar como carne de cañón, señora.
—¡Silencio! ¡Cuádrate! —Beni adoptó la posición de firmes en una fracción de segundo; jamás había supuesto que Jansen tuviera tal poder en su voz—. Hasta ahora nadie ha cuestionado una orden mía, y ésta no va a ser la excepción; y tú lo sabes.
La mujer volvió a adoptar un tono de conversación amistoso, aunque había quedado bien clara su autoridad. El capitán no relajó su postura; ella era una maestra en pulsar todos los resortes adquiridos tras una vida de adiestramiento militar.
—Se han establecido unas precarias relaciones comerciales entre Corporación e Imperio. Ellos nos proporcionan minerales a cambio de tecnología punta (o eso creen) y artículos de lujo. El transporte se realiza en sus propios mercantes MRL, ya que los nuestros son sublumínicos. Evidentemente, esto les da pie a un cierto complejo de superioridad: «Pobre Corporación, ni siquiera tiene naves de transporte decentes». Así es la vida… De hecho, alimentamos esa sensación de inferioridad tecnológica; estratégicamente, es bueno que nos subestimen. Además, podemos infiltrar espías en sus tripulaciones —esbozó una sonrisa—. Estoy desvariando, Beni; vayamos al meollo del asunto.
De nuevo manipuló algunos controles en el tablero de mando, y la imagen tridimensional de un planeta se materializó en el aire. Los continentes habían sido realzados en falso color, y unos puntos brillantes salpicaban su superficie.
—El Imperio tiene una serie de bases militares en Tau Ceti. La más importante orbita en torno a un gigante gaseoso con masa 0,7 respecto a Júpiter, situado muy al exterior de los dos planetas de la ecosfera y del cinturón asteroidal. Allí realizan las tareas de reparación, abastecimiento y mantenimiento de sus naves. También poseen guarniciones fuertemente armadas en todas las explotaciones mineras del sistema, para sofocar posibles rebeliones, pero sus principales concentraciones armamentísticas y humanas están en la superficie de Nut, el planeta habitado.
—¿Nut? —preguntó él capitán.
—Es el nombre de la diosa egipcia de la noche; su cuerpo cuajado de estrellas se extendía como un manto tras el ocaso. No sé el porqué, pero los que bautizan planetas siempre han tenido una vena poética entre sublime y ridícula. Volvamos al Imperio. Como era de esperar, un régimen basado en la esclavitud más o menos disimulada no fomenta la convivencia entre dominadores y dominados. Las ciudades imperiales se encuentran encerradas en el perímetro de las dos principales bases militares, protegidas por un blindaje prácticamente indestructible. No están demasiado lejos, apenas a tres mil kilómetros una de otra, en la zona más rica del gran continente septentrional; aquí, mira —dos motas rojas se destacaron sobre el resto—. Los puntos amarillos representan las principales ciudades indígenas. En todas ellas hay una guarnición imperial donde se alojan, además de numerosos afectivos policiales, los encargados de la administración, nobles y demás representantes de un sistema feudal. Por supuesto, viven en barrios aparte; jamás se mezclarían con la plebe.
El capitán sonrió levemente ante el lenguaje arcaizante empleado. Términos como noble, feudal o plebe parecían surgir de oscuros abismos del pasado; pero eran algo real.
El almirante señaló un punto verde en el mapa. Ocupaba un sitio estratégico, ya que se encontraba a la orilla de un caudaloso curso fluvial, seguramente navegable, y el valle estaba protegido por altas y escarpadas cadenas montañosas.
—Ésta es la ciudad principal del planeta, Osiris. No te rías; parece que los colonizadores eran apasionados egiptólogos. Es el centro cultural y administrativo del planeta, con medio millón de habitantes. Cuenta con una guarnición imperial de dos mil personas, entre civiles y militares, hombres, mujeres, niños… y una embajada corporativa.
El holograma del planeta desapareció, siendo sustituido por un plano de la ciudad.
—Como ves, Osiris es más o menos circular: se encuentra a orillas del río, que la corta por el norte; en ese lado está el barrio imperial, bien fortificado y con un nivel de vida ciertamente alto. La parte sur es indígena, dividida en sectores más o menos gremiales: comerciantes, artesanos… Esto de aquí es la zona de depuración de aguas fecales, que ya queda en las afueras; lo de al lado es nuestra embajada.
El capitán intentó mantener la compostura.
—¿Quiere decir que la delegación corporativa está junto a una depuradora maloliente, a varios kilómetros del centro urbano?
—Sí, Beni, Es la forma mediante la cual el Imperio demuestra su superioridad a los nativos, al tiempo que nos humillan. Condescendieron a mantener una embajada en su planeta, pero quieren dejar bien claro que ellos son los que mandan, y que nos toleran a desgana, como una molestia. No nos hace gracia, pero necesitamos que la paz se mantenga, y parte de nuestra economía depende de los metales que se extraen de las minas de Tau Ceti.
—¿Qué competencias tiene nuestra embajada, señora?
—No demasiadas. La más importante es controlar las transacciones comerciales con el Imperio; una la rea aburrida y burocrática, efectuada por expertos administrativos.
—¿Y qué pinto yo ahí entonces, señora?
Esa embajada, como tú dices con cierto retintín, es un símbolo de la Corporación, y…
Por eso se halla al lado de una depuradora.
—… Y sirve para recordar al Imperio que estamos ahí; que los contactos con nosotros han de ajustarse al Derecho Interestelar, en vez de basarse en la conquista militar. También debemos cuidar nuestras relaciones con los indígenas. El Imperio les ha inculcado la idea de que es invencible; nuestra presencia socava ese poder, recordando que no son todopoderosos, que la vieja y gloriosa Corporación aún existe. Probablemente por eso nos han obligado a instalarnos fuera de la ciudad, en semejante sitio.
—Muy bonito, señora; pero sospecho que hay algo más.
—Por supuesto, Beni. Nos interesa extraer información de su armamento, bases militares, organización social. Al compartir el mismo planeta, puede que…
—Quieren que haga de espía, vamos. Podría haberse ahorrado tanto rodeo, señora.
—Matizándolo un poco, en esencia es así. Has de averiguar todo lo posible sobre ellos, siempre que no implique un conflicto bélico; los embajadores (y no pongas esa cara) han de ser diplomáticos por encima de todo. También nos interesa minar su prestigio; deberás ser una perfecta imagen de la cultura y civilización corporativas, frente a la intransigencia y despotismo imperial.
—Señora, con el debido respeto… Mire, soy un soldado que solo ha hecho una cosa durante toda su vida: mandar tropas de Infantería y comandos, cuando no formaba parte de ellos. Usted las conoce tan bien como yo, y sabrá que si se caracterizan por algo, no es precisamente por su urbanidad y buenas costumbres. Sigo sin entender el motivo de mi elección como embajador en un mundo donde la sutileza diplomática es tan importante.
—Dejando aparte mis preferencias personales, Beni, reconoce que tu hoja de servicios te convierte en una pequeña leyenda. Y el prestigio militar es la única cosa capaz de imponer respeto en las estrechas mentes imperiales. Hemos decidido correr el riesgo.
—Que no les pase nada.
—Beni, no me falles. Mi carrera puede depender de esto.
—Señora, ha elegido usted al sujeto menos motivado de toda la Corporación.
—Conozco a las personas, y espero no equivocarme —pulsó un botón de la consola, y el plano de la ciudad desapareció; las luces del despacho recobraron toda su potencia, haciéndolos parpadear—. Te acompañarán a tu camarote, donde tendrás toda la información disponible sobre tu labor. Estúdiala bien y memorízala; tienes tiempo de sobra mientras viajamos a Tau Ceti.
La puerta se abrió, y apareció la familiar silueta del teniente. El capitán saludó y se dispuso a marcharse. Antes de salir, preguntó:
—¿Cuándo partimos, señora?
—Hace un rato que estamos en el hiperespacio, a velocidad MRL. ¿A que no te has percatado de la transición? Buena chica, esta Galileo…
Por el rabillo del ojo, Beni contempló a Jansen con la mirada perdida, sonriente, acariciando una pared del cuarto. «Todos parecen estar enamorados de la nave», se dijo, y siguió a su joven guía.