32

ISA Litzu había logrado esquivar la primera andanada, pero en cuanto avanzaran un poco más quedarían al alcance de cada vez más catapultas. Tal vez el Orca, con una enorme dosis de suerte, lograra sortear al enemigo, pero el resto de los barcos, menos maniobrables, estaba vendido. Sin embargo, la posibilidad de abandonarlos no se le pasó a nadie por la cabeza.

A su lado, Valera trataba de mantener la compostura. Le hubiera gustado ser capaz del estoicismo de Isa o de los soldados, pero la carne era débil. Fijó su mirada en el Titanic. De él partiría la descarga que los enviaría a visitar a los peces. Se estremeció. Al menos, el leviatán estaría todavía haciendo la digestión del Behemoth, y no acudiría a complicar las cosas. Pensó en la primera vez que lo vieron, junto al Ojo del Sumo Hacedor. Linda aventura, aquélla. Qué pena que todo concluyera así. Trató de tomárselo con filosofía. Podía ser peor; no todo el mundo moría rodeado de sus mejores amigos.

«Si hubiéramos tomado prisioneros, tal vez…». Desechó aquel pensamiento. Era inútil lamentarse por lo que pudo haber sido y no fue. Además, dudaba que el Imperio aceptase negociar el canje de rehenes a cambio de dejar escapar sanos y salvos a los refugiados. Su orgullo no se lo permitiría. Es más: seguro que los imperiales preferirían tener a unos mártires antes que a un patético Almirante derrotado y hecho preso.

En ese momento todos oyeron un sonido extraño, como un zumbido. Se encogieron por acto reflejo. ¿Otra andanada de proyectiles? Pero ¿de dónde…?

Y entonces Valera los vio: dos pájaros negros que se abalanzaban sobre ellos. Dio un gran grito y los señaló. En los rostros de sus compañeros de fatigas se dibujó la estupefacción y el terror, a partes iguales. Los recién llegados eran inhumanamente rápidos, y parecían tener al Orca como objetivo. Sin embargo, se limitaron a frenar, en una maniobra escalofriante, y se situaron a ambos lados del corsario huwanés. Isa Litzu detuvo al dirigible, tan anonadada como el que más. Por primera vez en su vida se hallaba completamente desconcertada. Segundos después, Valera la devolvió a su ser y le hizo reaccionar.

—¡Son migs! ¡Los antiguos dioses han regresado!

Para el doctor fue un instante sublime, que valía por toda una vida. Contemplar aquellas máquinas en todo su esplendor, vivas en vez de sepultadas entre ruinas, merecía la pena. Era el sueño de cualquier científico, y creyó alcanzar el éxtasis, del que salió abruptamente cuando alguien le dio unos toquecitos en el hombro.

—Esto… Práxedes, ¿tienes idea de si vienen a echarnos una mano, o sólo a mirar? —le preguntó Isa Litzu—. ¿Hay que arrodillarse, flagelarse las espaldas, sacrificar un conejo o qué?

Valera fue consciente de que si lograban conmover a los dioses, tenían una posibilidad de salvar sus vidas. Pensó en los refugiados. «Tío, ahora depende de ti que toda esta gente se salve. Tienes que hablar con ellos como sea y engatusarlos. El desafío final, sí».

—¡El catalejo, rápido!

Estudió ansiosamente los migs. Las bocas pintadas les otorgaban un inquietante aspecto de peligrosos depredadores, pero él se fijó en lo que había en las aletas de cola. En uno de los aparatos figuraba un extraño monigote con cara amarilla, malévola expresión y los pelos como pinchos. Llevaba una camiseta roja y pantalones cortos azules, que se había bajado para enseñar impúdicamente el trasero. Bajo sus pies había una leyenda en un idioma desconocido: «Eat my shorts!» Sería alguna invocación diabólica, seguramente. El otro mig llevaba dibujado en la aleta una especie de nube con forma de seta y la leyenda: «In hoc signo vinces».

—Con este signo vencerás… —murmuró Valera.

Sus amigos lo interrogaron con la mirada. El doctor se espabiló de golpe.

—¡Está en latín!

—Pues tendrás que ingeniártelas para entenderte con esa cosa. No quisiera agobiarte, pero nuestra situación es insostenible. Los imperiales también se han quedado un poco parados, pero no creo que esta aparición borre sus planes de hundirnos a todos —repuso Isa Litzu.

La huwanesa también había atisbado la posibilidad de cambiar las tornas de la situación. Por más que aún tuviera la cara pintada de azul, salvar las vidas de los refugiados prevalecía sobre la búsqueda de una buena muerte, que diría Azami. Tampoco temía al juicio final, pero se había despertado su curiosidad por ver cómo terminaba todo aquello.

—Creo que si los migs se han unido a nosotros —comentó Valera, mientras seguía con el catalejo pegado al ojo— es gracias a las banderas. ¿Os habéis fijado? —efectivamente, los dos aparatos exhibían la conocida enseña blanquiazul.

—Tuviste una buena idea con lo de que los civiles cosieran las banderas, Nadira —dijo Azami.

—Apañada que es una —la sargento le sonrió.

—No presumas tanto —le contestó Azami—. Y tú, Práxedes, por lo que más quieras, haz algo pronto antes de que los imperiales nos achicharren.

«Parece que nadie desea sacrificarse ahora», —pensó Valera, divertido. De repente, se le puso cara de haber tenido una revelación mística. A ver si, al final, resultaba que en los momentos críticos daba lo mejor de sí mismo.

—El latín… ¡Isa, rápido! ¡Sábanas, pintura y una brocha!

La huwanesa captó al momento lo que el doctor se proponía. Era una idea genial en su simplicidad.

—¡Te debo otro achuchón, Práxedes! —y mandó a sus hombres que trajeran lo solicitado.

★★★

En el puente de la Algol llamó mucho la atención la reacción de los tripulantes del Orca. Si esperaban que se postraran de hinojos ante la aparición brusca de una tecnología superior, quedaron chasqueados. Hubo nervios, claro, pero nadie perdió los papeles. Los que estaban cerca del timón hablaban mucho entre sí. Uno de ellos, el más gordo, estudiaba a Víbora-1 con una especie de anteojo. Al poco tiempo, para sorpresa general, aquel tipo empezó a trazar unas letras a brochazo limpio en una sábana. Cuando terminó hizo unos cuantos aspavientos al caza, mientras otros dos sostenían la sábana en alto. Una vez captada la atención, el gordito se puso a escribir como un loco en otra sábana.

—Brillante. De tontos no tienen un pelo —dijo el comandante Luria—. ¿Qué es lo que pone?

—Parece latín, señor. Dice: «Miserere, domine», y luego…

—¡Tradúcelo, joder! —el comandante se arrepintió enseguida del exabrupto—. Huy, disculpa, Víbora-1.

—No se preocupe, señor, me hago cargo de su condición de humano. Ahí va: «Apiádate, señor, de nosotros. Mujeres, niños y hombres inocentes morirán si los capturan». Un momento, ahí llega el siguiente cartel. «Los torturarán y su final será amargo y cruel. Sálvalos, señor. Te lo rogamos». Hay algunos errores con las declinaciones, pero lo esencial del mensaje es comprensible.

En el puente de la Algol volvieron a mirar las pantallas: los refugiados que se apiñaban en las cubiertas, las naves agresoras llenas de tropas uniformadas, las catapultas prestas para el disparo…

★★★

Mientras, en rápido conciliábulo, Isa Litzu discutía con los demás. En un momento decidieron que su única oportunidad de movilizar a los dioses en su favor era precipitar los acontecimientos. Todo se basaba en una suposición, mantenida por la tradición huwanesa: que aquellos seres amaban el valor por encima de todas las cosas, incluso del bien y del mal. Azami no estaba demasiado convencido, pero ¿qué tenían que perder?

El Orca volvió a ponerse en marcha, enfilando al Titanic, mientras Omar Qahir hacía señales luminosas al resto de la flotilla para que se mantuviera al pairo, aguardando acontecimientos.

★★★

—Ahí va otro rótulo —anunció Víbora-1—: «Señor, vamos a lanzarnos contra el enemigo. Mientras nos hunden, por favor, salva a los inocentes a los que juramos guiar». Otro cartel: «Protégelos bajo tu manto de bondad, y cuando juzguen nuestros actos ante las puertas del infierno, intercede por nosotros». Uno más: «Testifica que caímos por una causa noble. Por favor, señor, apiádate de ellos».

★★★

—Si esto no los conmueve, ya no sé qué otra cosa lo haría —dijo Valera, limpiándose las manos de pintura—. Y vosotros —avisó a sus amigos—, a ver qué pose me ponéis. Tenemos que quedar bien, como en los cuadros del Ministerio de Trabajo sobre los esforzados héroes proletarios.

★★★

En las holopantallas del Algol, el pequeño dirigible navegaba con decisión hacia las naves enemigas, netamente superiores. Sus tripulantes miraban hacia delante, impávidos, con una formidable fortaleza de ánimo. Los barcos con los refugiados se habían quedado quietos, mientras la gente, incluso los niños más pequeños, se ponía de rodillas y rezaba. En el puente de la astronave corporativa, quien más, quien menos, tenía un nudo en la garganta.

—Solicito instrucciones, señor —dijo Víbora-1.

★★★

El Orca seguía su camino, cada vez más cerca del amenazador Titanic. En caso de que les lanzaran una andanada, resultaría imposible esquivarla.

—Venga, cabrones, haced algo, tened un detalle… —mascullaba Isa Litzu, mirando de reojo a los migs y manejando el timón con mano firme.

★★★

A bordo del Titanic, la llegada de aquellos dos extraños vehículos había generado cierta alarma. Se habían movido con una rapidez pasmosa, pero ahora flotaban pacíficamente junto a uno de los barcos de aquella flota de desharrapados. Los oficiales concluyeron que se trataría de algún exótico dirigible pigmeo huwanés, y prosiguieron con su plan de ataque.

En el fondo, al nuevo Almirante de la Mar Océana le caían simpáticos aquellos tipos. Habían tenido el buen gusto de quitar de en medio a su predecesor, un competidor por el favor de su Augusta Majestad Imperial. Además, hundir todo un acorazado tenía su mérito, debía reconocerlo. Probablemente el anterior almirante tuvo la culpa, por su impericia. Cualquier otra explicación resultaba absurda.

Tan sólo el único barco enemigo con pinta marinera osaba hacerles frente, acompañado de los dos pigmeos. Mientras, el resto quedaba inmovilizado, como un rebaño de ovejitas. Bien, había proyectiles para todos. Aguardó a que el solitario suicida se pusiese a tiro e impartió la orden de fuego.

★★★

Todo sucedió a velocidad vertiginosa.

Los del Orca creyeron llegada su última hora, al ver que se les venía encima una avalancha de bolas de fuego. Apenas tuvieron tiempo de encomendar sus almas a los dioses, al tiempo que pensaban: «Qué pena; ahora que parecía que iba a salir bien…»

En el puente de la Algol, Luria sólo tuvo tiempo de gritar:

—¡¡No!!

Víbora-1 detectó el disparo de los proyectiles flamígeros una fracción de segundo después de que abandonaran las catapultas. No dudó un instante. Le habían dado la orden de escoltar a aquel dirigible viviente, y la misión de un escolta era precisamente la de velar por la vida de sus protegidos. El cerebro biocuántico se comunicó con Víbora-2 a una velocidad infinitamente mayor que la del pensamiento humano. Los sensores de a bordo fijaron en un microsegundo la posición y trayectoria de todas las bolas de fuego. Los blancos fueron asignados y repartidos entre los dos cazas, y éstos abrieron fuego. En la panza de Víbora-1 el biometal fluyó y la bodega de armas quedó abierta. De ella salieron varios misiles que enfilaron hacia sus objetivos. Unos segundos después las cabezas de combate se abrieron, liberando una miríada de diminutos proyectiles buscadores de calor. Su puntería era infalible, y las bolas de fuego reventaron con horrísona explosión. Por su parte, Víbora-2 prefirió barrer las que le correspondían con sus cañones de plasma.

Los tripulantes del Orca quedaron momentáneamente cegados por los destellos. Parecía como si los soles hubieran estallado de repente, anunciando el fin del mundo. A la luz le siguió un ruido atronador y la onda expansiva subsiguiente. Isa Litzu tuvo que bregar para mantener calmado al dirigible, que en los últimos tiempos no ganaba el pobre para sustos. Al mismo tiempo, poco a poco, iba haciéndose a la idea de que la jugada había funcionado. Los dioses, pese a todo, se compadecían de sus fieles. El grito histérico de alegría del doctor, coreado de inmediato por toda la flotilla, se elevó a los cielos.

Pasada la euforia del momento, Isa Litzu miró de reojo a Omar Qahir. Su segundo se había quedado también con lo apurado de la situación. De momento estaban a salvo, pero se hallaban incómodamente rodeados por los imperiales y no acababa de fiarse del todo de su buena suerte, ni de unos dioses que, en el fondo, no eran los suyos. ¿Y si de repente, obedeciendo a un maligno capricho, se encariñaban con los imperiales? No podían permanecer eternamente así, como los trebejos de un tablero de ajedrez, aguardando a que alguien los moviera. ¿Cómo retomar la iniciativa?

Fue como una revelación. Sencilla, excelsa, de una belleza perfecta. Azami, que en ese momento se giró hacia ella, se alarmó al ver que el semblante de la huwanesa parecía haberse transfigurado, aunque se rehízo enseguida.

—¿Qué te ocurre, Isa?

Ella le rogó prudencia con un gesto mudo y se dirigió a Valera, que se hallaba a unos metros de distancia, aún agarrado a la amura del barco.

—Escúchame, Práxedes. No podemos seguir así, quietos en medio del mar. Pero me temo que si nos movemos, tal vez los imperiales acaben por hundir alguno de los transportes de refugiados, sin que los dioses puedan o quieran evitarlo. ¿Se te ocurre alguna idea al respecto? Venga, piensa, que para eso te pagan —pero antes de que el doctor pudiera abrir la boca, Isa Litzu chascó los dedos y puso cara de haber tenido una gran idea—. ¡Ya está! Agarra la brocha y dile al mig que vamos a tratar de parlamentar con los imperiales.

Valera la miró alucinado.

—¿Dialogar con esos cerdos? ¿Después de todo lo que han hecho? ¡Isa! ¿Te has vuelto loca de repente, o qué?

—¡Así me gusta, pacifista de mis entretelas! ¿Qué se ha hecho del científico idealista que una vez conocí? —le sonrió con dulzura—. No me seas tan visceral, y piénsalo fríamente. Estamos rodeados y somos inferiores a ellos en todos los aspectos. Debemos buscar una salida negociada. Además, creo que nuestra sed de venganza quedó saciada con el Behemoth, que en paz descanse.

—No puede ser cierto lo que estoy escuchando —Valera meneó la cabeza con aire de incomprensión—. No se os habrá ocurrido a vosotros dos, ¿verdad?

El doctor miró a Nadira y Azami, que se encogieron de hombros, sin comprometerse. A ellos también les había sorprendido la sugerencia de la capitana, pero intuían que tramaba algo. Por tanto, decidieron seguirle la corriente. Se fiaban más de su buen juicio que del de Valera. Su amigo estaba últimamente más intransigente que un inquisidor. Comprendían sus motivos, después de la terrible experiencia de la isla de Fan’dhom, pero una mente pragmática como la de Isa Litzu ofrecía más confianza.

Entre todos lograron que el doctor se aviniera a razones. Valera siguió junto al costado de babor con su brocha, y aceptó reproducir en latín lo que la capitana le dictara, pero nada más. Desde luego, apostilló bastante cabreado, encima que no le pidieran que redactara él los mensajes. Y eso era precisamente lo que Isa Litzu había previsto.

El Orca se puso de nuevo en marcha, camino del Titanic. Al lado de la capitana, Omar Qahir estaba preparado con los espejos de señales. Valera se encontraba a unos metros de distancia, así que ella tenía que gritarle para hacerse entender.

—Práxedes, dile al mig que vamos al encuentro del enemigo para convencerlo de que firmemos una paz honorable.

—Paz honorable… Y un jamón con chorreras —rezongó el sabio, pero empezó a trazar las letras.

—Indícale también que apelaremos a los sentimientos humanitarios del almirante imperial para que deje escapar con vida a los civiles.

—Humanitarios… Imperial… Una polla en vinagre…

Mientras Valera pintaba las letras a brochazo limpio, sin parar de renegar, Isa Litzu se dirigió en voz baja a Omar Qahir:

—Crucemos los dedos para que mi suposición sea correcta: que los dioses desconocen nuestro sistema de señales luminosas, porque nos lo jugamos todo a esa carta. Empieza a darle a los espejos, y apunta al Titanic. Transmítele lo siguiente: «Escucha, almirante, bastardo amariconado de una puta sifilítica y un bujarrón leproso…»

Valera no se enteró, pero Nadira y Azami lo oyeron perfectamente, y captaron al vuelo lo que pretendía la huwanesa.

—Qué huevos tienes, tía —se le escapó a Nadira; Azami se llevó la mano a la frente y meneó la cabeza, sin saber si reír o llorar.

Desde el costado de babor se escuchó la voz de Valera, impaciente.

—Ya está escrito. ¿Qué más?

—Pues… Dile al mig que sólo pediremos a los imperiales que los barcos con mujeres, niños y enfermos salgan primero, camino de un país que los acoja como refugiados políticos —gritó.

Se giró hacia Omar, siempre en voz baja:

—Más cosas para el almirante: «Has de saber que una mujer que vale cien veces más que tú va a solicitar tu rendición y la de tu flota. Someteos, hijos de una raza despreciable, a vuestros superiores, u os hundiremos como al Behemoth».

Lo que siguió a continuación fue más propio de una ópera bufa. Isa Litzu, sin que le temblara el pulso y con sangre fría a toda prueba, le fue soltando a Valera a grito pelado un emotivo parlamento sobre la fraternidad entre los pueblos y los derechos humanos. De rebote logró emocionar a todo el puente de mando del Algol por su valor y altruismo. Simultáneamente le dictaba a Omar Qahir una retahíla magníficamente hilvanada de insultos extremadamente imaginativos, que llegaron incluso a provocar el sonrojo del capitán Azami.

—Madre mía, la cara que se le tiene que estar poniendo al almirante…

Y así era, efectivamente.

Al final, los dos militares, mientras Valera seguía escribiendo palabras tiernas en las sábanas, sugirieron a Isa Litzu unos cuantos improperios y obscenidades de propia cosecha, para que quedara constancia del rico acervo cultural republicano.

En un momento dado, Isa Litzu anunció:

—Estimo que ya es suficiente, aunque… Aguarda, Omar; pongámosle la guinda al pastel. De posdata, cágate en su puta madre.

—Y en su padre —añadió Azami.

—Y en el marido de su madre, puestos ya —sentenció Nadira.

Omar Qahir transmitió obediente aquellas palabras al Titanic, mientras Valera finalizaba su peculiar informe a Víbora-1 con deseos de paz, buena voluntad y fraternidad universal.

Y lo que tenía que pasar, pasó.

★★★

El rostro del Almirante de la Mar Océana había exhibido todos los colores del arco iris. Insultado públicamente frente a sus hombres, con las venas marcándose nítidas en el cuello y echando literalmente espumarajos por la boca, ordenó:

—¡Fuego a discreción!

—Pero milord —trató de hacerle entrar en razón el comandante del Titanic—, ya vio Su Excelencia lo que esas cosas hicieron a…

El almirante, ciego de ira, desenvainó su espadín y se lo clavó al desdichado marino en el pecho. Cayó redondo a sus pies, sin que los espantados nobles que había en el puente de mando se atrevieran a rechistar. Los miró con ojos inyectados en sangre.

—¡¡Matad a esos perros blasfemos!!

Nadie se atrevió a discutir la orden.

★★★

Víbora-1 no perdía detalle de lo que sucedía en la cubierta del acorazado imperial. Se percató enseguida de que estaban cargando las catapultas.

—Van a disparar de nuevo al Orca, señor —informó.

La indignación fue generalizada en el puente de la Algol. El valor y la nobleza de los tripulantes del Orca habían robado el corazón de los testigos de aquel drama. La perfidia de sus enemigos era abominable. Así, no fue de extrañar que todos, con el comandante Luria como el más entusiasta, gritaran a la vez:

—¡Dispara!

Víbora-1 no necesitó que se lo repitieran dos veces. Era un cerebro biocuántico sensible, y la trágica situación de los refugiados lo había conmovido. Por otro lado, aquel gigantesco dirigible era el blanco soñado por cualquier caza amante de su trabajo. En un milisegundo seleccionó el misil apropiado de la bodega de armas y lo lanzó.

El Titanic se convirtió en una bola de fuego, que de paso devoró a unas cuantas naves de escolta imperiales. Sobre los felices peces empezó a llover comida finamente troceada y asada en su punto, no muy hecha.

Justo en ese momento llegaron más cazas procedentes de la Algol, con sus bocas de tiburón reluciendo ominosas. Los aviones procedieron a dar una serie de pasadas escalofriantes ante los barcos imperiales que aún seguían a flote. Más de uno de sus tripulantes se había ensuciado los pantalones, y casi todos estaban de rodillas o tumbados boca abajo en el suelo, suplicando piedad. De los espejos de señales comenzaron a llegar al Orca mensajes de rendición incondicional.

★★★

A bordo del corsario huwanés, Valera, al igual que los demás, comenzaba a recuperar el resuello. Los nudillos se le habían quedado blancos de agarrar con fuerza la brocha. Parpadeó, para eliminar las lágrimas que le enturbiaban la visión. El fogonazo de la explosión había sido terrible, por no mencionar la onda expansiva.

—Jo-der…

—Amén —apostilló Azami.

Valera trataba de asimilar lo sucedido.

—Pero… ¿Habéis visto eso? Los han…

—Iban a atacarnos, Práxedes —respondió Isa Litzu, con calma—. El mig simplemente fue más rápido. Y muy bestia, debo admitirlo.

El doctor suspiró.

—¿Te convences, Isa? Tenía yo razón. Por más que a esa gente se les pida diálogo, sólo entienden la violencia. Pobres…

—Reconozco que me equivoqué en mi candidez, Práxedes —la cara de la huwanesa mostraba una dulce sonrisa—. Desde luego, mira que hay gente mala en el mundo…

Azami y Nadira le echaron un vistazo de reojo y asintieron con entusiasmo, tratando de contener la risa.

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