18
Cuando la Corporación redescubrió Baharna, lo peor de las guerras civiles y los progromos contra la etnia draqui ya había pasado. El recién consolidado Gobierno de la República de Akrotiri no sufrió ningún choque cultural al ser visitado por los representantes de una cultura que viajaba por las estrellas. Con el típico espíritu práctico de los comuneros, fue solicitado el ingreso en la Corporación, la cual estimó que aún no se daban las circunstancias adecuadas para ello. No obstante, la República obtuvo el estatus de nación favorecida, por lo que se abrieron vías comerciales y Baharna recibió apoyo humanitario. Básicamente, éste consistió en una mejora de los medios de transporte, con la cesión de tecnología electrónica avanzada, optimización de las comunicaciones y ayuda sanitaria. Se establecieron varios grandes hospitales, algunos de ellos de uso mixto para nativos y militares corporativos […].
Obviamente, las cesiones fueron limitadas. Baharna se hallaba en un estado industrial primitivo, por lo que la Corporación consideró oportuno no llevar al planeta nada de su tecnología puntera. El transporte aéreo y los deslizadores agrav quedaron siempre bajo el control del personal corporativo […].
En lo concerniente a la ayuda militar, las consignas fueron […].
FUENTE: Kenmaro, K. (4730ee). «Corporación e Imperio (IV). Expansionismo y política exterior». Ed. Humanitas. Roma, Vieja Tierra.
★★★
Decir que el cónsul Armand Duval estaba asustado era quedarse corto. Hasta hacía unas horas se había dedicado a degustar las selectas obras de arte culinarias que le ofrecían en la Fiesta Mayor de Tebas, una localidad situada a poca distancia de la capital, así como a participar en el jurado que elegía al ganador del concurso de tañedores de arpas eólicas sobaqueras. Justo entonces acudió un ujier a toda prisa diciéndole que lo llamaban desde un televisor. Duval, a estas alturas un tanto achispado, creyó que era una broma, así que se acercó al ayuntamiento a ver el supuesto fenómeno paranormal. La euforia etílica se le disipó de repente. La pantalla del televisor mostraba el mensaje «SE REQUIERE LA PRESENCIA DEL CÓNSUL DUVAL» junto a unas palabras aparentemente banales y unas cifras. Todo diplomático corporativo sabía leer aquel código. Al comprobar su prioridad le flojearon las piernas. Cumplió a rajatabla las instrucciones ocultas en aquella clave y mediante un método un tanto rebuscado, logró establecer comunicación con sus superiores gracias a un satélite comercial que teóricamente no podía hacer lo que estaba haciendo.
Ni en sus más locas fantasías habría soñado ser requerido por alguien del Consejo Supremo Corporativo. Ante el CSC todos temblaban, tanto amigos como enemigos. El poder que manejaba era omnímodo. Para un funcionario medio como él, atraer su atención era algo poco deseable, y más en unas circunstancias tan irregulares. Lo del sabotaje de las comunicaciones parecía muy, muy gordo, pero más aún lo que podía sucederle si no salvaba la vida del coronel Hintikka y la teniente Gray. Tuvo que requisar un vehículo terrestre que tripuló él mismo hasta llegar al acuartelamiento más cercano. Le hubiera gustado que fuera el cuartel general, donde estaban los oficiales, quienes sin duda sabrían qué hacer en estos casos, pero el tiempo constituía el factor crítico. Tras identificarse logró montar un improvisado convoy con un sargento, varios cabos y unos cuantos soldados, además de una ambulancia de campaña, y llegaron al lugar que le habían indicado. Efectivamente, el coronel estaba allí, inconsciente y acompañado de varios cadáveres en las cercanías.
Las comunicaciones se restablecieron al cabo de un rato, tan misteriosamente como se habían ido, sin que los técnicos pudieran explicárselo. Para entonces Armand Duval estaba ya en el consulado, esperando la entrevista. Él mismo abrió la puerta e hizo pasar al coronel a su despacho.
Daniel Hintikka lucía un tanto maltrecho. Llevaba un brazo en cabestrillo y aguantaba en pie a base de fármacos. Sin embargo, en su mirada no había rastros de debilidad u obnubilación. Duval le temía. Aquel pez gordo del CSC, que no se había querido identificar, le había sugerido amablemente (aunque creyó detectar un toque ominoso en esa petición) que se pusiera a las órdenes del coronel. A éste se le había otorgado el mando absoluto de todo el contingente corporativo en Baharna, civiles inclusive, dado lo excepcional de la situación.
«Plenos poderes». Sin eufemismos, su destino dependía de aquel sujeto. Todos sus sueños de progreso futuro, su placentera vida actual, pendían de un hilo que se cortaría con una palabra de un tipo que debía de estar muy, pero que muy cabreado. Desde luego, comprendía que no hubiera encajado con deportividad que intentaran matar a su compañera. O que la mataran, se corrigió, ya que aquello que encontraron en la garita no estaba precisamente vivo.
Duval le rogó que se sentara y el coronel aceptó. El cónsul vio cómo sus ojos lo estudiaban, igual que si se tratara de una presa a la que pensara atacar en el punto más vulnerable. Aquello pondría nervioso al más pintado. En cualquier caso, había decidido no rebajarse a suplicar. Probablemente sería contraproducente.
Daniel rompió por fin aquel embarazoso silencio. Su voz sonaba cansada.
—Cónsul, tanto usted como yo sabemos cuál es la situación actual y nuestro papel, así que seré sincero. Hay un traidor entre nosotros, alguien capaz de proporcionar armas modernas a la HUU, entrenar a soldados republicanos en modo de combate y sabotear las comunicaciones a escala planetaria. El asunto es bastante serio, una amenaza para las Fuerzas Armadas. Y ya se imagina qué pensamos sobre eso.
Duval asintió levemente con la cabeza y volvió a reinar el silencio en la habitación. Esta vez fue el cónsul quien tomó la iniciativa:
—Supongo que habrá leído mi historial y se percatará de que mi pasado no es precisamente intachable. He traficado con información privilegiada, sí, y eso me hace sospechoso. Sin embargo, desde que me trincaron y me destinaron aquí no he vuelto a delinquir contra los intereses corporativos. Y tampoco los he traicionado. Estoy dispuesto a someterme a un interrogatorio en las condiciones que usted imponga, con o sin apoyo químico.
Daniel seguía mirando, evaluándolo.
—Mire, señor Duval, en un momento dado usted me hizo un favor. Me regaló un casco lector, lo que me permitió acceder a un mundo nuevo, maravilloso, que compartí con Ve… con la teniente Gray. En aquel entonces le dije que le debía un favor, y yo cumplo mi palabra. Si me obedece sin rechistar, le prometo que mis informes sobre usted serán modélicos. Es más, ensalzaré sus virtudes ante quien corresponda.
Duval procuró que el alivio que sentía no trasluciera demasiado. «Mira por dónde, al final resulta que las buenas acciones tienen recompensa…» Habló con aplomo:
—Mentiría, coronel, si no le dijera que me alegro. Estoy a su disposición.
—He decidido confiar en usted. Por supuesto, antes deberá superar una investigación interna bastante severa y sobre todo discreta. De todos modos, algo me dice que usted no tiene nada que ver con los sabotajes y que no nos vendería. Más que nada, porque los militares le importamos un pimiento. Sin duda es una máquina de ganar dinero y trepar en el escalafón, pero creo que su único pecado actual es el apego a la buena vida —Duval se encogió de hombros y sonrió—. Por tanto, le voy a pedir un favor.
—Ya sé que es una frase hecha, pero sus deseos son órdenes para mí.
—Solamente usted y yo, insisto, nadie de Baharna, ni del Gobierno Republicano, ni siquiera de mis hombres debe saber que a efectos prácticos yo he asumido el mando. Usted, señor Cónsul de la Corporación, aparentará normalidad y actuará como hasta la fecha. Lo necesito como pantalla para poder llevar a cabo mis pesquisas sin impedimentos. Por otra parte deberá explotar sus habilidades de diplomático. Tendrá ojos y orejas bien abiertos y me hará partícipe de cuanto averigüe. Por supuesto, no ha de despertar sospechas. Entérese especialmente de las simpatías que pueden albergar hacia la HUU los políticos y empresarios republicanos.
—Descuide, aunque no es un tema que me haya interesado demasiado. Ya ve que hace meses, cuando la HUU sufrió todos aquellos reveses, como el asesinato de sus dirigentes en una rueda de prensa, no le dediqué mucha atención. Y era para mosquearse, no me lo negará.
—A veces su pasotismo es de agradecer, señor cónsul.
—Para cuatro días que va uno a vivir, hay que ir dejando de lado preocupaciones.
—Ojalá.
La despedida fue cordial, dentro de lo que permitía el alicaído ánimo de Daniel Hintikka.
★★★
Daniel prefirió pasar su convalecencia en la Corrala Grande. La fractura había sido reparada y el brazo no le dolía ya, pero por lo demás estaba bien jodido.
Pobre Verena. Los médicos que habían llegado en la ambulancia de campaña le metieron un neurobloqueante de acción rápida y se la llevaron a una cámara criogénica. No le daban muchas esperanzas de que se pudiera recuperar y, desde luego, eso no sucedería en Baharna. La reconstrucción del cuerpo, aunque laboriosa, no sería imposible, como se comprobó en el caso de Lina. El problema era el deterioro cerebral. La última imagen que tenía de ella databa de ayer. Estaba inmersa en una especie de capullo plástico, rodeada de cables, camino del astropuerto. Ni siquiera pudo darle un beso de despedida, o tocarla. La propia capitana de la nave de carga Redoutable había bajado en persona en la lanzadera para supervisar el traslado del cuerpo.
—Coronel Hintikka —le había dicho—, no tengo ni idea de quién es esta mujer, pero desde luego disponen ustedes de contactos en lo más alto. Todavía no me llega la camisa al cuerpo; menudo susto me llevé al recibir un mensaje con prioridad triple alfa ordenando que nos desviáramos hasta acá a velocidad máxima, sin reparar en gastos. En fin, la dejaremos en Hlanith, donde sus familiares se harán cargo de ella —miraron a la camilla introducirse en la lanzadera—. Y antes de que me lo recuerde, le doy mi palabra de que por la cuenta que me trae, la cuidaré como si se tratase de mi propia hija.
Daniel vio a la lanzadera despegar y perderse en lo alto. Murmuró un «suerte, cariño» antes de dar media vuelta y regresar a casa. El destino de Verena ya no estaba en sus manos. En Hlanith, su hermana Suniva se responsabilizaría de ella, y apelaría a los buenos oficios del doctor van Eik para que recibiera el mejor tratamiento posible. Menuda carga le había caído a la pobre mujer.
Dios, cómo la echaba de menos. Todo en la casa se la evocaba, pero quería aferrarse a su recuerdo, por más que doliera. Se había negado a ir al cuartel general a dormir. Allí tenía que estar acechando el traidor, o traidora, una idea que le resultaba insoportable. De hecho, estaba seguro de que le debía la vida a la feliz decisión del cónsul de pasarse por un cuartelillo secundario. Si el traidor hubiera acudido al lugar de los hechos, habría tenido mil oportunidades de liquidarlo discretamente, antes de que los enfermeros se ocuparan de él.
En aquellos momentos, Daniel descubrió la importancia de integrarse en la comunidad draqui. Todos sus vecinos consideraban a tan exótica pareja como algo propio, y sentían de corazón la pérdida de Verena. Se habían empeñado en no dejarlo solo, y cada dos por tres recibía la visita de matronas, con Areta a la cabeza, que se instalaban en el salón, le preparaban la comida (con exceso de celo, a veces) y lo abrumaban con charlas intrascendentes, pero que eran bien recibidas. En ciertos momentos, necesitaba no pensar. Hasta las jóvenes y los hombres acudían a expresarle su solidaridad, y a ofrecerse para lo que hiciera falta. Y en cuanto a los niños… Bien, tenía una pared de la sala empapelada de tarjetas deseando la recuperación de Verena. Aquellos textos y dibujos, en muchos casos de una ingenuidad enternecedora, eran una de las mayores muestras de cariño que Daniel hubiera visto. El contemplar algunos le ponía un nudo en la garganta. Ahora entendía cómo aquella gente había sobrevivido a los desastres de la postguerra. En su caso, le ratificaron en su idea de que la intromisión entre draquis había merecido la pena. Y también le ayudaron a superar su dolor o, al menos, a dejarlo aparcado. Había tocado fondo y salido del pozo.
Ahora tenía un objetivo primordial que cumplir y estaba dispuesto a dejarse el pellejo en el intento. Le echaría el guante al cabrón hijo de mala madre que los había vendido. Y lo necesitaba vivo.
Sus esperanzas de extraer información de Alegría de la Huerta habían resultado vanas. Su decepción fue enorme al comprobar que el republicano había muerto. Le juró y perjuró al doctor Oswald, quien le comunicó la noticia, que no le había sacudido tan fuerte como para dejarlo en el sitio. Oswald lo llevó junto al cadáver, al que había retirado la tapa de los sesos, y le indicó que mirase. El cerebro se había reducido a una gelatina blancuzca.
—Coronel, usted no lo mató. Esto es obra de un proceso de autolisis enzimática. En pocas palabras, el sujeto tenía un sistema de seguridad bioquímico implantado en el cráneo. Como sabrá, es un dispositivo corriente entre los espías corporativos. Si son capturados, o se ven sometidos a estrés, se dispara la biosíntesis de ciertas enzimas que causan la autodestrucción celular. El cerebro queda hecho una ruina en cuestión de segundos, para que nadie pueda extraer información comprometedora.
Daniel estuvo jurando en arameo durante un rato. En cuanto se calmó, se quedó mirando fijamente al médico. Éste no necesitó que le formularan la pregunta obvia.
—Coronel, es evidente que soy el primer sospechoso. Poseo los conocimientos y los medios necesarios para implantar ese sistema de seguridad, y además soy el responsable de la gestión del Botiquín Central. Por otra parte, acerca de lo que me dijo sobre la capacidad del sujeto para ponerse en modo de combate, también dispongo de los fármacos adecuados. Desde luego, la adquisición del modo de combate es un proceso complejo, que necesita de años de entrenamiento, pero esto último puede ser suplido, con grave riesgo para la propia vida, merced a ciertas sustancias. Supongo que al que le hiciera eso —señaló al cadáver— no le importaba mucho su salud. Sin duda pensaba suprimirlo tarde o temprano —cruzó los brazos—. Bien, he efectuado un inventario de urgencia del Botiquín y falta una serie de sustancias muy peculiares. El ladrón debe de poseer un código de acceso muy alto, saber muy bien lo que quiere, y tener la capacidad de usarlo. Lo más probable es que sea un oficial, como usted. O yo.
Daniel lo miró desapasionadamente y Oswald prosiguió:
—Ya sé que he manifestado hasta la náusea que estoy requeteharto de este planeta, y que sería dichoso trasladándome a cualquier otro sitio. Pero ante todo soy médico. Hay ciertas cosas que nunca haría, y una de ellas es traicionar a mis pacientes. Ni a la Corporación, claro. Aceptaría ser sometido a un interrogatorio, siempre que fuera asistido por médicos cualificados. Usted mismo puede elegirlos y lo asesorarían por vía cuántica.
Daniel se lo pensó un largo rato.
—Doctor, debo confiar en usted; después del interrogatorio, por supuesto. A partir de ahora, cualquier cosa que hablemos sobre el tema será considerada alto secreto. No debe mencionarlo a nadie. Nadie, ¿comprende? Ya no me fío ni de mi sombra. Hasta ella podría apuñalarme en un descuido.
El médico asintió, e inmediatamente retornó con aire cansino a sus quehaceres.
Un Daniel bastante deprimido había regresado a la Corrala y se había encerrado en casa. Tumbado en la cama, mirando al techo, trataba de asimilar la idea de que uno de sus amigos lo traicionaba. Era algo sencillamente inconcebible para él. El espíritu de cuerpo era una de las pocas cosas sagradas, tal vez la única, para los comandos. Siempre se podía contar con la ayuda de un compañero de fatigas, de alguien que había combatido a tu lado. El pasarlas putas juntos unía mucho, así como salvarse la vida mutuamente.
Se le escapaba el motivo de una felonía semejante. El dinero no podía ser, ya que el fisco tenía fama de omnisciente, y detectaría cualquier ingreso elevado e irregular. ¿Por qué, entonces? Quienquiera que fuese había tratado de matarlos a Verena y a él, sin contar las cinco bajas sufridas previamente. Atraparía a semejante bastardo. No lo haría sólo por los caídos, o por Verena, o por evitar bajas entre los civiles, sino por haber atentado contra algo en lo que creía de corazón, quizá lo único noble de la vida militar.
Atraparlo… Ojalá fuera tan sencillo. Cabía dentro de lo posible que el traidor se lo cepillara a él primero, y sin duda no se dejaría capturar. Si el cabrón de marras se daba cuenta de que iba a por él, tal vez se suicidara antes. Y si lo detenía y lo acusaba, seguro que sólo tendría un fiambre con los sesos convertidos en gelatina.
Y era un amigo. Eso sí que dolía. Sus pesquisas tendrían que centrarse en los más allegados. Por supuesto, debería poner buena cara a todo el mundo, sabiendo que allí, vigilándolo estrechamente, acechaba alguien que deseaba matarlo, como a Verena. Se avecinaban días muy duros.
Tenía que ser uno de los que estuvieron metidos en el asunto de la liquidación de la primitiva HUU. ¿Sven? Su compañero de fatigas desde hacía media vida, siempre tan bromista y cínico, retorcido como buen centauriano. ¿Ild Qu? El Asceta Gris decía que había perdonado a la Corporación por pasadas afrentas, pero quizá mintiera y se dedicara a hacer daño por amor al Arte. ¿Timi? Ya decía el refrán que fíate de un terrícola y no corras. ¿Skradda? De alguien tan zumbada como una nativa de Galadriel se podría esperar cualquier cosa. Y todos eran buenos colegas y habían combatido con él, y compartido bebidas en torno a una hoguera, y visitado su casa. Mierda. Ojalá fuera un suboficial, alguien no muy ligado a él. De todos modos, debería centrar su investigación en el círculo más cercano, de sus amigos más íntimos. Una ingrata tarea, la cual no tenía ni puñetera idea de cómo llevar a cabo. Encima, el factor tiempo jugaba en su contra. El traidor querría completar su trabajo, y sin duda era perseverante.
Daniel recordó la charla que tuvo con Demócrito, una vez que la situación se normalizó un poco. El ordenador había sido bastante franco con él.
—Se supone que los ordenadores no ocupamos altos cargos, y no digamos un lugar en el CSC. Despertaría enormes recelos en la población, Daniel. Ya no estamos en la época en que los simpatizantes del partido Humanista asesinaban androides y robots en nombre de la preservación de las virtudes humanas, pero la suspicacia hacia nosotros no ha muerto. Fuera de un muy reducido círculo, sólo tú lo sabes.
—Eso tendría fácil remedio —contestó Daniel, con un deje de amargura.
—Sí, resultaría de lo más práctico suprimirte discretamente. Por supuesto, también existe otra posibilidad, menos racional: confiar en tu integridad. Creo que sabes guardar un secreto. Tienes amigos que me han dado excelentes referencias de ti. He tratado con mucha gente, y he podido comprobar que la naturaleza humana no es muy digna de admirar. Sin embargo, hay una característica infrecuente en vosotros que me gusta: las relaciones de lealtad, basadas en el respeto mutuo. O la capacidad de sacrificio, para bienestar de otros. O la cabezonería. He repasado tu historial, coronel Hintikka, y me caes bien.
—Favor que me haces. Por cierto, Demócrito, introduje tu nombre en un buscador, para que encontrara alguna referencia interesante.
—La excesiva curiosidad es otra característica humana notable.
—Sí, ya me lo han reprochado alguna que otra vez. Bien, resulta que hubo un ordenador que usó tu mismo apodo durante el asunto Tau Ceti, cuando el capitán Manso les zurró la badana a los imperiales.
—No lo negaré. Beni, perdón, el capitán Manso tuvo a bien nombrarme su segundo en el mando, y puse mi granito de arena en el desarrollo de los acontecimientos. Allí descubrí lo divertido que era colaborar con humanos en la tarea de suprimir a sus semejantes.
—Con notable efectividad; liquidasteis a toda la guarnición imperial, unas cien mil personas.
—Las crónicas exageran. Sobrevivieron unos cuantos miles en una guarnición secundaria.
—Vamos, que eres un ordenador militar, con más muertos a tus espaldas que cualquiera de nosotros, lo bastante hábil como para trepar hasta la cima del poder.
—También supe aprovechar mis oportunidades, Daniel.
Estuvieron charlando un poco más sobre banalidades y viejos tiempos, hasta que Demócrito le confirmó que, aunque había logrado desviar un transporte para que sacara del planeta a Verena y hablado con el cónsul para que se mostrara dialogante, poco más podía hacer por él.
—Por desgracia, Daniel, la época de los comandos de vuestra generación está llegando a su fin. Se avecinan nuevos tiempos, en los que la estrategia bélica va a ser muy distinta y ya no seréis necesarios. Tenías razón al pensar que Baharna es una especie de retiro. Hemos de reducir los efectivos de Infantería, ya que el presupuesto militar es más necesario en otros apartados. Esto pretendía ser a modo de una jubilación anticipada y tranquila. A mi entender no resulta un final muy digno, y tal vez por remordimientos de conciencia se os envió tan lejos. Ahora ha surgido un problema de traiciones, pero seamos sinceros: a nadie del Alto Mando le importáis. El control de la expansión imperial es la máxima prioridad, y eso se consigue mediante naves espías y de combate, no carne de cañón.
—En resumen, que me busque la vida —concluyó Daniel.
—Pues sí, para qué te voy a engañar. Ya tendría que suceder algo muy grave en Baharna para que el Alto Mando decidiera fijarse en un punto perdido en el mapa galáctico.
Daniel estuvo meditando sobre esas últimas palabras, y acerca de la posible captura del traidor. Al final, antes que acabar dándose cabezazos contra una pared de pura desesperación, decidió concederse unas horas de calma leyendo un libro. A ser posible, algo que no tuviera nada que ver con la realidad actual. Pensó en algo de inicios de la Era Espacial: ciencia ficción, por ejemplo. Le resultaban francamente divertidas las ideas que sobre el futuro circulaban en aquella remota época. Habían vertido en sus novelas todas sus esperanzas, sus miedos, sus manías. Ninguna de ellas se aproximaba a la prosaica realidad, justo lo que necesitaba.
Como ya era capaz de leer con fluidez el inglés clásico, se decidió por Jack Vance. Aquel autor poseía una serie de virtudes que hacían su lectura francamente amena. Los mundos que inventaba eran más creíbles que los que él mismo había conocido, y las sociedades que los habitaban resultaban fascinantes, complejas, plenas de vitalidad. Además, el sentido del humor del autor, fino e incisivo, así como los barrocos diálogos que se cruzaban entre los protagonistas, no tenían precio. En fin, esa capacidad de crear mundos era algo que Dios y los buenos escritores compartían, a veces con ventaja para estos últimos, ya que solían mostrar compasión por sus criaturas.
Probó con una trilogía que no había leído, Lyonesse. Se apartaba de la ciencia ficción y caía dentro de la fantasía heroica, con hadas, caballeros, princesas y demás parafernalia, aunque la historia no era precisamente ñoña. Ya había padecido la lectura de otras sagas rebosantes de magos ambiguos, de vírgenes guerreras (a las que nadie daba lo que realmente necesitaban, un buen revolcón), de enanos recios y fieles, elfos de eterna juventud y amantes de los bosques, héroes de turbio pasado, amigos del héroe de turbio pasado, dragones poseedores de arcana sabiduría, orcos malolientes… Casi todas estas novelas parecían hechas en serie por una máquina de ensamblar tópicos, y por eso era tan agradable toparse con algo que superara la media.
Se puso a leer las desventuras de la princesa Suldrun y el príncipe Aillas, y no tardó en verse atrapado por la historia. Se olvidó de dormir, enganchado al libro. Después de mil sinsabores, el príncipe llegaba a ser rey, y entonces comenzaban realmente sus quebraderos de cabeza. Daniel esbozó una media sonrisa cuando vio que entre los ministros de Aillas había espías y desconocía quiénes eran.
—Te acompaño en el sentimiento, tío.
Su interés fue creciendo al constatar la curiosa manera con que Aillas se había enfrentado al problema, solventándolo con éxito. Mientras más vueltas le daba, menos absurda le parecía. Sí, con algunas modificaciones, sería aplicable en su caso. Eso sería después de acabar la trilogía, por supuesto. Se lo debía al maestro Jack Vance.
★★★
Daniel Hintikka se ocultaba en un almacén semiderruido en el casco urbano de Akrotiri, agazapado en la oscuridad. Su traje camaleón y su inmovilidad lo hacían prácticamente invisible. Asimismo controlaba la circulación sanguínea periférica, igualando su temperatura con la del aire. No deseaba ser detectado por un visor de infrarrojos.
La idea para atrapar al traidor era la simplicidad misma. Se había reunido por separado con cada uno de sus amigos, sugiriéndoles veladamente que había conseguido infiltrar a un topo en el Gobierno Republicano, el cual sabía quiénes estaban detrás de los atentados. También les comentó, conminándoles a guardar el secreto, que iba a reunirse con el topo. Claro, a cada uno le dijo una fecha y lugar distintos, rogándole que no interfiriera. Por tanto, si ocurría algo en un momento dado, sabría el nombre del responsable.
Ya había descartado a un par de colegas, con alivio considerable. Lo que anhelaba en su fuero interno era que ninguno de ellos acudiera, que el culpable fuera algún mando medio. Si despejaba las dudas sobre la inocencia de sus amigos, podría volver a contar con ellos y las pesquisas serían más rápidas para desenmascarar al traidor.
La espera se le hacía eterna, y muy desagradable. El miedo a que sus sospechas se corroboraran lo atenazaba. Por fortuna, ya había pasado la hora. Otro menos, aleluya. Daniel suspiró de alivio.
Entonces, advirtió que alguien había entrado en el almacén.
«No, por favor, que no seas tú…»
El corazón de Daniel estaba desgarrado. Aquello era lo último que hubiera esperado. Por un momento pensó en mandarlo todo a la mierda, pero tenía un deber para con Verena y los caídos. Y con el honor, que diría el Maestro Cazador. Sintiéndose miserable, tomó su fusil, de un modelo muy apreciado por los francotiradores, y enfocó al misterioso visitante hasta centrarlo con nitidez en el punto de mira. El traidor se movía con sumo cuidado e iba armado, pero Daniel estaba bien preparado. Ajustó el enfoque de la mira telescópica. Efectivamente, sus sospechas eran ciertas. Antes de que tuviera tiempo de arrepentirse, apretó los dientes y disparó.
★★★
Sven Lerroux despertó plenamente consciente y alerta. Hacía un momento caminaba por el almacén, y ahora se encontraba ¿dónde? Estaba tumbado en lo que parecía una camilla. Alarmado, intentó moverse, pero descubrió que sus músculos no le obedecían, salvo los respiratorios y los oculares. Su mirada se cruzó con la del doctor Oswald.
—Teniente Lerroux, lamento comunicarle que fue usted alcanzado por un proyectil tranquilizante cuya fórmula preparé con sumo cuidado. Su acción es inmediata, más rápida que los impulsos nerviosos, por lo que su sistema neuroquímico de defensa no tuvo tiempo de bloquearlo. Ahora mismo es usted incapaz de suicidarse. Su cerebro está a salvo. También sufre una completa parálisis. Si su estado de ánimo le parece un tanto anómalo, se debe a que le he administrado una curiosa variante del suero de la verdad. Va usted a responder a todas nuestras preguntas, sin poderlo remediar. Es imposible que mienta —el doctor se calló y lo miró con una dureza insospechada—. Traidor —escupió, más que pronunció esa palabra.
Realmente, Sven se sentía muy extraño. Por un lado estaba el pánico al saberse descubierto, aunque mezclado con una suerte de fatalismo, de aceptación de lo inevitable. Experimentaba la imperiosa necesidad de responder con total precisión a las preguntas que le formularan, por más que quisiera permanecer en silencio. Resultaba incluso fascinante, sobre todo si se analizaba desde fuera.
Los ojos de Sven barrieron la sala y descubrieron a Daniel, sentado junto a la cabecera de la camilla. El coronel trataba de controlarse. Su cara era como una máscara de piedra. Tan sólo le preguntó:
—Después de todos estos años, camarada, ¿por qué?
—Porque estoy harto de ti. Harto de que desde que nos conocimos, yo intente ganarme las voluntades de la gente y sólo logre que me toleren porque soy chistoso, mientras que a ti te aprecian de verdad. Harto de que te respeten. Yo quería a Verena. Formábamos un grupo excelente, con Timi, pero ella se fue contigo. Y no tuviste que pedírselo. Eres capaz de despertar fidelidad. Te envidio por eso, y decidí finiquitar una situación tan enojosa.
Daniel se levantó y lo miró con ojos alucinados.
—¿Quieres decir que has traicionado a tus amigos por celos?
—Sí. Al fin y al cabo, el amor y el odio mueven al mundo, por más que luego tratemos de racionalizar nuestra conducta.
Daniel tuvo que volver a sentarse. Miraba al suelo, meneaba la cabeza y repetía «me cago en la hostia» una y otra vez. Cuando por fin se serenó, parecía haber envejecido años. Miró al doctor.
—Proceda. Exprímalo como a un limón.
—No me hagáis esto, por favor —suplicó Sven, con voz desapasionada—. Deseo que mueras, Daniel, como Verena. Si hablo, tal vez puedas evitarlo. Matadme primero.
El doctor cargó una hipodérmica con un líquido amarillento y se dirigió hacia la camilla.
—Morirás, amigo mío, desde luego, pero no antes de que te demos la vuelta como a un calcetín. Tan sólo por los servicios prestados, y en nombre de los viejos tiempos, el coronel ha accedido a que tu fin sea indoloro. Puede que incluso decidamos que resulte heroico y te erijan una estatua en tu planeta natal. Ah, olvidaba que eso es imposible tratándose de un centauriano. Bien, muchacho, vamos a charlar un ratito.
★★★
Los medios de comunicación más importantes de Akrotiri recibieron una curiosa nota de prensa de un nuevo grupo que se autodenominaba HUUFF (Hermandad Utópica Universal Fundamentalista Federalizante), escindido de la HUUF. En el comunicado se anunciaban futuras acciones tanto contra el Gobierno como contra otras organizaciones extremistas, a las que acusaba de tibieza revolucionaria.
Pronto se vio que los de la HUUFF iban en serio. Los atentados eran muy selectivos, diseñados con precisión milimétrica, y nunca se podía capturar a los responsables. Básicamente consistían en disparos desde lejos, o cuchillos en la noche. Los muertos eran miembros de la Policía, del Ejército, algún que otro burócrata, integrantes de la HUU (muchos de éstos huyeron de Akrotiri por motivos de salud) e incluso un oficial de las fuerzas de pacificación, el teniente Sven Lerroux. Los corporativos mostraron una notable serenidad ante tan sensible pérdida, lo que contribuyó a aumentar la estima que les tenía la población.
Sin embargo, el atentado más sonado fue otro: el asesinato del Ministro del Interior del Gobierno Republicano.
★★★
El Palacio de Gobierno de la República era de tinte clásico, con varias plantas, y sugería poder, estabilidad, sobriedad. A Daniel le recordaba una foto que vio del Nuevo Reichstag, y le resultaba feísimo. Algo tan frío, con ese aire hiperclásico, no pegaba en Baharna, por más que las texturas de los muros lo suavizaran un tanto. De todos modos Daniel, que estaba cogiéndole el tranquillo a interpretar las sutilezas estéticas, constató su pobreza en significados. Los comuneros estaban olvidando muchas cosas.
Como no podía ser menos, el Palacio estaba protegido por tropas de élite (dentro de lo que por ello entendían en Baharna) y la Policía controlaba los accesos. A Daniel le pareció un tanto paranoica aquella manía de registrarlo, hacerlo pasar por escáneres y detectores de metales. Los soldados y funcionarios encargados de los controles lo vigilaban con semblante hosco y, en ocasiones, con inquietud mal disimulada. En fin, había que aceptarlo con resignación.
Al menos, ya se había curado de todos sus achaques, y podía mover el brazo con entera libertad. También se había puesto su uniforme más presentable, ya que se suponía que aquello era una invitación personal del Presidente de la República, el cual condescendía a recibirlo en audiencia, y en tales circunstancias se debía ir elegante y bien vestido. Bueno, más o menos.
En principio, la reunión tenía por objeto estudiar los detalles de la colaboración con las fuerzas de paz para optimizar recursos, aunque Daniel sabía exactamente a lo que iba. Y el Presidente también, seguro.
Una vez finalizado el vía crucis de los controles, lo llevaron a una sala de espera grande y desangelada. Daniel tenía la impresión de que el Presidente (o su asesor de imagen) se había inspirado en las ideas de Mussolini a la hora de diseñar algunas estancias del Palacio. Todo estaba pensado para hacer sentir incómodo e inseguro al visitante, para colocarlo en una posición de inferioridad durante la entrevista. Sin duda, ahora le harían esperar una hora, como mínimo. Bueno, ya lo había previsto, y por si las moscas llevaba un libro para pasar el rato. A estas alturas, no lo iban a poner nervioso con trucos tan burdos. Por fortuna, ningún obtuso policía se lo había requisado, aunque pensaran que traérselo a una audiencia era de mala educación. Pues que les fueran dando. Ni corto ni perezoso se sentó en un banco y se puso a leer, ignorando a los guardias que lo miraban con cara de pocos amigos desde una de las puertas.
Al cabo de un par de horas le avisaron que podía pasar. Recorrió con su escolta una serie de pasillos y entró en el despacho presidencial. Los techos eran altos, e incluso la gran mesa tras la que se sentaba el mandatario estaba situada sobre un pequeño estrado. Efectivamente, todo se había pensado para empequeñecer al visitante, para ponerlo a la defensiva. Daniel no demostró inseguridad alguna. Permaneció de pie, ya que el Presidente no le ofreció asiento. Otro en su lugar se habría irritado por aquella sucesión de afrentas pero a él, en el fondo, le divertían.
Después de un minuto, el Presidente de la República, el Excelentísimo Señor Reinaldo Wúscix, se levantó y le dio la mano. Daniel se la estrechó educadamente y aguardó. No parecía mal tipo, pero ya decía el refrán que todos los hijoputas tenían cara de buena persona. Observó que vestía con elegancia un traje de corte clásico según los estándares de Baharna, aunque las telas debían de ser muy caras. Se cubría la calva con un peculiar bonete, y el bigote tenía las puntas primorosamente recortadas. A pesar de hallarse sobre el estrado, su cabeza sobrepasaba apenas a la de Daniel. El Presidente se volvió a sentar, miró a su invitado y le dijo, con voz plácida:
—Coronel Hintikka, creo que podemos aparcar las cortesías e ir directamente al grano. En este despacho no hay micrófonos, y según me avisan, usted está limpio. Por tanto, lo que se diga no saldrá de aquí. Espero que nuestra charla sea satisfactoria para ambos.
—Le escucho atentamente —repuso Daniel, sin inmutarse.
—Bien, se preguntará usted por qué somos nosotros los que adiestramos, financiamos y protegemos a la HUU.
—He de reconocer, señor Presidente, que cuando descubrimos al topo en nuestras filas y lo interrogamos, me dejó absolutamente perplejo. ¿En qué cabeza cabe que un Gobierno mantenga a unos terroristas que atentan contra sus propios intereses, y matan a los ciudadanos que debe proteger? Por supuesto, no permití que el asombro anulara mi libertad de acción.
—Ya nos hemos dado cuenta. No debimos consentir que el teniente Lerroux supiera hasta qué punto estaba implicado el Gobierno. La muerte del Ministro del Interior ha sido una gran pérdida.
—Tan grave como la de cualquier otro ciudadano, señor —replicó Daniel y el Presidente pareció encontrarlo divertido—. Bien, además de neutralizar a la HUU y a sus mentores, le di vueltas al asunto. En principio, todo Gobierno medianamente responsable no puede sustentar a quienes asesinan a su propia gente. Claro, dejando de lado los idealismos y siendo más cínicos y realistas, tiene mucho sentido. Si consideramos que el fin último del Gobierno no es servir al pueblo, sino autoperpetuarse, ya no es tan disparatado apadrinar a un grupo terrorista, siempre que éste mantenga la presión sobre la sociedad a un nivel previamente fijado. Eso justifica la promulgación de la ley marcial, toques de queda y, evidentemente, retrasar la convocatoria de unas elecciones libres. Con la HUU danzando, no se dan las condiciones para abrir las urnas ni para integrarse en la Corporación. Así ustedes se mantienen en una cómoda posición durante un tiempo indefinido: conservan el poder, mientras reciben nuestra ayuda humanitaria. Una buena idea aunque, si me permite, he de decirle que me parece ruin y despreciable —concluyó Daniel, sin alterarse ni levantar la voz.
El Presidente compuso un gesto de disculpa.
—En fin, qué quiere que le diga… Ustedes podían haber vivido tan ricamente en Baharna, simplemente dejando que nos ocupáramos de nuestros propios problemas. Sólo permitimos que la HUU atacara a las fuerzas de paz en defensa propia.
—Tengo la impresión de que me toca hacer de abogado del diablo… Mire, señor. No voy a hablar sólo en nombre de los míos, muertos o heridos, ni tampoco por un amigo de toda la vida al que ustedes corrompieron…
—Hombre, tampoco es que necesitara mucho para corromperse —lo interrumpió Wúscix, con semblante risueño.
—Dejémoslo estar. Ya sé que le pareceré un mojigato, señor Presidente, pero no sólo me indigno por eso, sino porque sean capaces de traicionar a los suyos.
Wúscix lo miró con aire compasivo, condescendiente.
—Mire, coronel Hintikka, usted podrá ser un aguerrido comando, y se habrá enfrentado con la muerte a pecho descubierto cientos de veces, pero en la vida real resulta un ingenuo. El propio interés es lo que mueve al mundo —Wúscix tamborileó con los dedos en la pulida superficie de la mesa—. Además, si se para a pensarlo, hacemos todo esto por el bienestar de la ciudadanía. Nuestro Gobierno les conviene.
—¿Dónde habré leído yo eso?
Wúscix pareció mosquearse un poco por esta última observación, dicha con ironía mal disimulada. Con los codos sobre la mesa, y la barbilla apoyada en las manos, miró fijamente al coronel.
—De acuerdo, concretemos. Ambos conocemos nuestros secretos, y podríamos usarlos como armas arrojadizas. Por tanto, lo más sensato es buscar el mutuo beneficio y evitar confrontaciones estériles.
—Lamento ser aguafiestas, pero a la Corporación no le agrada que atenten contra los suyos. En el mejor de los casos, nos retiraríamos y dejaríamos a Baharna abandonada a su suerte.
—Reconozco que actualmente necesitamos a la Corporación, aunque no hasta el punto de anhelar integrarnos en ella. La ayuda humanitaria y los incipientes intercambios comerciales nos han permitido aumentar el nivel de vida del pueblo…
—Y el de algunos avispados que se han forrado a cuenta de comisiones, reparto de las ayudas, mercado negro, estraperlo…
—Considérelo una retribución por nuestros desvelos hacia la ciudadanía. De hecho, mi Gobierno se atribuye la buena gestión de la ayuda corporativa, con lo que aumenta nuestra popularidad y la impresión de que somos imprescindibles. Para muchos, si el Gobierno cayera retornaríamos al caos. Ellos están contentos, nosotros también… ¿Para qué cambiar este satisfactorio estado de cosas con unas elecciones que podrían alzar al poder a unos advenedizos? Mire, le propongo el siguiente trato: ustedes se olvidan de nosotros, dejándonos actuar como nos parezca, y a cambio descubrirán lo agradable que puede ser la vida en Baharna. Nadie tocará un pelo de sus hombres, e incluso emprenderemos campañas institucionales para que la valoración de los draquis, a los que ustedes tanto parecen apreciar, aumente en todos los ámbitos sociales.
Daniel no pudo disimular más su desprecio.
—Sé que es un concepto que le parecerá ajeno, pero hay cosas que no se compran.
Wúscix se encogió de hombros.
—Bien, como muestra de buena voluntad le garantizo que nadie va a atentar contra las tropas corporativas, pero comprenderá usted que sus amados draquis podrían sufrir incomodidades sin cuento en el caso de que no colaboraran con nosotros. Ustedes no podrán estar en todos los sitios al mismo tiempo. Ya que es tan idiota como para haberse contagiado del virus del idealismo, apelaremos a sus sentimientos. Déjenos tranquilos y a ellos no les pasará nada. Mira por dónde, los draquis van a servir para algo. Serán la garantía de su buen comportamiento, coronel Hintikka. Porque le importan mucho, ¿verdad? —la sonrisa de Wúscix era maliciosa—. Resumiendo: cooperen, y todos contentos.
—Excepto los que resulten afectados por las acciones de la HUU…
—La minoría debe sacrificarse por el bienestar de la mayoría. La estabilidad que proporciona nuestro Gobierno merece la pena, ¿no cree?
Daniel no respondió. Saludó con una inclinación de cabeza, dio media vuelta y se fue.
Mientras se marchaba, el Presidente le dijo:
—De acuerdo, interpretaré su retirada como una señal de aceptación. Créame, coronel: cuando las cosas no tienen remedio, es de sabios adaptarse.
★★★
Daniel abandonó el palacio y estuvo callejeando un rato, sin prisas y aparentemente sin rumbo. No obstante, en un momento dado pasó junto a un jardincito con unos cuantos fogariles y un retoño de árbol mimoso. Se acercó a uno de los fogariles, escarbó en la base del tronco y extrajo de la tierra un pequeño objeto protegido por una bolsa de plástico. Se lo metió en el bolsillo y fue en busca de una cabina telefónica. Marcó un número al que muy pocas personas tenían acceso, y al otro lado de la línea se escuchó la voz de Reinaldo Wúscix. Al comprobar quién estaba al aparato, conectó la microcámara. Daniel vio en la pantalla de la cabina el rostro del Presidente, que disimulaba a la perfección la sorpresa que le había producido aquella llamada.
—Caramba, coronel Hintikka, sí que ha tardado usted poco. ¿Qué, se le ha pasado ya el enfado?
—Tenía usted razón —le respondió, con calma—. A veces sólo queda una vía de acción posible, qué le vamos a hacer.
—¡Excelente! —contestó Wúscix—. Me alegra que se haya avenido a razones. Por cierto, puede hablar sin circunloquios. Esta línea es segura. ¿Ve cómo la colaboración sólo reporta satisfacciones mutuas?
—Ya no merece la pena insistir más en el asunto. Le llamaba porque me he dejado mi libro en su despacho.
Wúscix pareció desconcertado un momento. Miró a un lado y sonrió.
—Efectivamente, aquí está. Se marchó usted tan deprisa, que… Ya se lo dije amigo mío: las preocupaciones no conducen a nada bueno. No se preocupe, haré que se lo remitan por correo certificado —echó un vistazo al libro—. Caramba, es de un tal Gorki. La madre… No lo conocía.
—No me extraña. Fue un autor que profesaba una extraña religión de fines de la Era Preespacial, el comunismo. Como todas exaltaba la igualdad, la solidaridad, el amor universal y demás zarandajas. Por supuesto, en cuanto los comunistas se alzaban con el poder, se convertían en dictadores de la peor especie.
—La Historia se repite… —Wúscix parecía estar divirtiéndose con aquella charla que, sin duda, se salía de la habitual rutina.
—Sí, todas las religiones son encantadoras, empeñadas en despertar nuestras adormecidas conciencias. Siempre que permanezcan en la oposición y no se permita que manden, claro. En fin, yo le recomendaría la lectura de ese libro. Reconozco que es un tostón, pero sólo por el final merece la pena. La verdadera protagonista es la madre de un activista clandestino, una mujer sencilla y que jamás se había preocupado por la política. La habían educado desde pequeña en que la sumisión y el fatalismo eran lo más adecuado para sobrevivir, pero al final se ve en el dilema de negar a su hijo en público, o repartir unos panfletos suyos.
—Déjeme adivinarlo: en vez de lo más lógico, seguro que prefiere comportarse como una heroína. Eso sólo sucede en los libros, coronel.
—Ya. La pobre madre, en puesto de renegar de su hijo, se pone a hacer propaganda comunista en una estación del tren. Por supuesto, la Policía la muele a palos; una escena realmente conmovedora.
—Conmovedora y poco realista, coronel. ¿Qué recompensa puede obtener alguien por dejarse matar como un perro?
—Ella acabó sintiéndose orgullosa de sí misma, convencida de estar haciendo algo noble, como entregar su vida por un ideal. Ya sé que esto le sonará a chino, pero a veces es lo que da sentido a todo.
—Patético —Wúscix sonreía—. Mire, a estas alturas no me va a convencer. Si he llegado a sentarme en esta mesa es por mi tendencia a no hacer el gilipollas. En cuanto a usted, le tolero cualquier rareza, desde la lectura de folletines sentimentaloides hasta la práctica del funambulismo en calzoncillos, siempre que no interfiera con las decisiones del Gobierno. ¿Me explico?
Daniel esbozó una media sonrisa.
—Bien, por mucho que a usted le parezca ridículo, algunas veces la pluma es más poderosa que la espada.
—Caramba, menuda frase lapidaria acaba de soltar, coronel. ¿Ha pensado en dedicarse al teatro? Y disculpe si tengo que cortar tan interesante charla, pero el trabajo apremia, ya sabe. Debo velar por el buen funcionamiento de la República.
Daniel fingió no escucharlo.
—Fíjese en el libro que tiene entre manos, señor Presidente. Bonito, ¿verdad? Las tapas duras, con su textura suave y el aroma a piel sintética, hacen que la lectura sea un placer. Bien, pues dichas tapas, y el lomo, están rellenos de un explosivo plástico de última generación. Su capacidad de liberar energía química en una fracción de segundo podría equipararse a la de las armas AM. Hablando en plata, con lo que hay en ese libro se podría reducir a cenizas un blindado pesado. Y mire, tengo en mi mano el detonador —lo mostró en pantalla—. Le aseguro que su señal no se puede interferir. ¿Ve este dedito, lo despacio que se mueve hacia el botón el muy pillín? Observe cómo voy a pulsarlo, con exquisita lentitud. Adiós, señor Presidente.
La cara de Wúscix era un poema, desencajada e incapaz de articular palabra. Un instante después de que Daniel apretara el botón, la pantalla se oscureció, y en ella apareció el mensaje: «COMUNICACIÓN INTERRUMPIDA POR FALLO EN EL RECEPTOR». Se guardó de nuevo el detonador en el bolsillo y salió de la cabina.
Daniel no se había molestado en informarle de que el Palacio de Gobierno estaba plagado de cargas de explosivo plástico, las cuales habían detonado simultáneamente con la del libro. Al tomar el mando supremo de las fuerzas corporativas en Baharna, Demócrito le había permitido el acceso a varios archivos secretos, entre ellos los que se referían al armamento. Daniel se sorprendió al comprobar cómo se habían dispuesto trampas en un buen número de instituciones republicanas, pero el ordenador le explicó que ése era el procedimiento estándar del CSC.
Por ejemplo, el Palacio de Gobierno era un edificio de reciente construcción, lo que había sido aprovechado para minarlo a conciencia. La Corporación era más bien paranoica, y le gustaba prever cualquier contingencia. En la inmensa mayoría de los casos, la Corporación no tenía que hacer uso de las medidas de seguridad que establecía contra sus amigos, pero de vez en cuando venía bien guardar un as en la manga. Siempre era posible que tomara el poder algún gobernante poco amistoso, o que el Imperio decidiera intervenir. En tal caso, nunca estaba de más poder dar algún susto.
Daniel rió por lo bajo. El Presidente Wúscix lo había acusado de ingenuo. Pobre, qué sabría él de la forma en que se abordaban las relaciones interplanetarias por parte de la Corporación. Desde luego, podría haber volado el Palacio de Gobierno antes, pero prefirió gozar del placer de ver la cara que se le quedó a aquel aprendiz de dictador.
★★★
Del solar donde se había alzado el Palacio se alzaba una nube de humo y polvo. Los cristales en varios cientos de metros a la redonda se habían hecho añicos, y tras unos minutos de estupor absoluto empezaron a escucharse gemidos, gritos y ulular de sirenas. Por supuesto, las fuerzas de pacificación corporativas fueron las primeras en echar una mano. Con su probada eficacia, evacuaron a los heridos al hospital y se hicieron cargo de la situación. El brutal atentado, atribuido más tarde a la HUUFF, había creado un imprevisto vacío de poder. Por fortuna, la rapidez de reflejos del consulado corporativo, ofreciendo sus buenos oficios organizativos, contribuyó a que poco a poco imperara la calma. Sus llamadas a la responsabilidad, y la sensación de seguridad que proporcionaban los comandos, propiciaron que la normalidad se restableciera. Por supuesto, el cónsul Duval dejó bien claro que su labor de tutela en aquellos difíciles momentos sería provisional, al menos hasta que pudieran convocarse unas elecciones y se eligiera un nuevo Gobierno.
★★★
Daniel odiaba los discursos, pero no había tenido más remedio que comprometerse a pronunciar unas cuantas palabras de elogio a la figura del fallecido Reinaldo Wúscix. Puso todo su empeño en ello, y ensalzó las excelencias del anterior Presidente, siempre preocupado por el bienestar de su pueblo. Fue una pena que tan amado personaje muriera por culpa de la sinrazón de aquella vesánica organización terrorista, ahora felizmente desarticulada. Cuando terminó su emotivo panegírico, el nuevo Presidente electo lo abrazó emocionado.
«Creo que me he ganado unas vacaciones», pensó Daniel, mientras el Presidente comenzaba su parlamento de toma de posesión, en el que hacía votos por un futuro esperanzador, la tolerancia étnica y las posibilidades de una pronta integración en la Corporación, el sistema de gobierno más justo que, según él, había en el universo.