12
Al día siguiente, M'gwatu y Beni pilotaban un pequeño transporte biplaza todo terreno que levantaba nubes de polvo del camino. El primero conducía el vehículo, a la vez que comentaba el panorama que se iban a encontrar.
—Las calles principales disponen de pavimento vitrificado, pero después del Desastre y la llegada del Imperio (no sé qué fue peor) perdieron casi toda la tecnología que poseían. Los imperiales se quedaron con la mejor zona (el barrio alto) y dejaron a los pobres osirianos lo más cochambroso. No hay agua corriente, ni pavimento, ni casi alcantarillado. ¿Te lo imaginas? Existe una casta de individuos que se dedican a vaciar los pozos negros y limpiar las calles de excrementos. Alucinante.
—¿Tan mal están?
—Peor, y no sólo es cuestión de infraestructura; la ignorancia e incultura superan todo lo que puedas imaginar. Ya sabes la táctica del Imperio: mientras más tontos sean los esclavos, mejor se resignarán a su suerte.
—Ajá. Estos tipos la emplean de una manera sistemática, profesional.
—Además de la ignorancia en cuestiones culturales, la moral que les inculcan es digna de figurar en un museo del horror. Al menos tienen las ideas claras: el mundo se divide en buenos (ellos) y malos (el resto, o sea, nosotros).
—Emplean la coerción religiosa, por lo que he podido intuir.
—Si, y muy fuerte. Sus métodos de lavado de cerebro no son excesivamente sutiles: mantenimiento de una clase sacerdotal influyente en extremo, y represión de los díscolos por las autoridades militares.
—Sacerdotes… No guardo mucha simpatía a esos cabrones —recordaba demasiado bien su encuentro con gente semejante, en Erídani.
Las siluetas de las primeras casas de la ciudad se recortaron sobre un cielo de un azul desvaído, veteado de rojo pálido. Al acercarse, Beni comprobó que en su mayor parte eran chabolas construidas con chapa metálica ondulada. Al lado de algunas se veían niños semidesnudos y muy sucios que se quedaban mirando al vehículo con expresión de asombro y miedo. Unas cuantas gallinas correteaban por la carretera; más allá, un enjambre de moscas revoloteaba sobre una cosa peluda, posiblemente el cadáver de un perro. Hierbas y matas de color rojo negruzco contribuían a dar un toque fúnebre a la miseria.
Beni creía haber retrocedido en el tiempo a épocas en las que esos espectáculos debían de ser corrientes en la Vieja Tierra. «Naves espaciales y chabolas mugrientas; me pregunto si todo lo que la Humanidad ha hecho sirve para algo. Los imperiales convertirán el universo en un inmenso arrabal, sin que podamos evitarlo. Si al menos supiera que gente como Ana murió para construir una sociedad en la que vivir dignamente… Los fanáticos que acabaron con ella triunfaran al final; la ciencia, la cultura, la creatividad, realmente son inútiles. Bueno, qué más da; al fin y al cabo nada importa, si todos vamos a perecer. Tengo que aprender a resignarme, pero…»
Las viviendas dejaron de parecer un montón desordenado de cajas oxidadas y se fueron organizando en calles rectas, con casas adosadas de madera, ladrillo u otros materiales baratos. Se veía más actividad, aunque la atmósfera polvorienta y mortecina seguía teniendo algo de desesperanza: la vegetación roja que proliferaba como costras entre los muros, los mismos niños que se asustaban al verlos, excrementos de perro… A su pesar, Beni se sintió atrapado por el pintoresquismo del cuadro; sin embargo, percibía algo incongruente que se le escapaba. De repente, cayó en la cuenta de ello. Exclamó:
—¡Las moscas!
—¿Eh? ¿Qué pasa?
Sobresaltado, M'gwatu se giró hacia él. En ese preciso instante, Beni volvió a gritar:
—¡Cuidado!
El conductor volvió la vista al frente, para comprobar que estaban a punto de atropellar a un anciano. Dio un volantazo e intentó esquivarlo, lográndolo por los pelos; el todo terreno rozó la pared de un edificio al detenerse. Ambos bajaron rápidamente para atender al viejo, que había caído; parecía aturdido, pero ileso.
—¿Se encuentra usted bien? —dijeron casi al unísono. Trataron de ayudarlo a levantarse, pero el hombre rechazó su auxilio. Sin mirarles directamente, empezó a excusarse nervioso, repitiendo «Perdón, señores… soy torpe…» una y otra vez.
—Pero si hemos sido nosotros quienes…
—Está muerto de miedo, jefe.
El viejo trataba desesperadamente de zafarse. Temblando como una hoja, la cabeza gacha, buscaba algo frenéticamente en el suelo, hasta que al final terminó por encontrarlo. Beni se dio cuenta de que era un bastón; otro anacronismo más. El hombre se incorporó e intentó huir. Antes de que pudiera alejarse, Beni le puso una mano en el hombro y le ordenó, en un tono que había empleado mochas veces en el pasado:
—Date la vuelta y mírame a la cara.
Como si le costara un gran esfuerzo, el Interpelado lo hizo. Su mirada tropezó con la del embajador; éste se fijó en sus ojos, cubiertos como de un velo lechoso, pero que no ocultaba un miedo cerval.
—Puedes irte; nadie va a dañarte. Tranquilo, hombre.
Lo soltó. El anciano trastabilló, aunque no llegó a perder el equilibrio. Pronto desapareció por una callejuela.
—Ese tipo tenía cataratas; estaba casi ciego —dijo Beni.
—Cuéntaselo al doctor; ha conocido varios casos similares. En unos minutos los podría curar, pero huyen de nosotros como si fuésemos el mismísimo demonio; tal vez creen que lo somos. O quizá nos tomó por soldados imperiales, tanto da. Volvamos al vehículo, jefe. Encontrarás el centro de la ciudad más interesante, sobre todo desde el punto de vista etnológico.
Antes de continuar su viaje interrumpido, el capitán Manso miró a su alrededor. Sólo vio caras recelosas, y nada de la curiosidad lógica en tales circunstancias.
—¿Son todos así?
—No, algunos se salvan, pero no viven mucho. La policía imperial tiene una rara habilidad para detectarlos —de repente pareció recordar algo—. Oye, ¿qué dijiste sobre no sé qué bichos, antes de que casi matáramos a ese pobre idiota?
—Hay moscas, ¿no te diste cuenta? Este planeta fue terraformado por colonizadores competentes, que sólo introdujeron especies útiles o simplemente bonitas, nunca patógenos o vectores de enfermedades.
—Supongo que el Imperio las diseminó, para uso y disfrute de los nativos. Tienen que convencerse de que esta vida discurre por un valle de lágrimas, y así tendrán más motivos para portarse bien y alcanzar el paraíso después de la muerte. O su contrapartida aquí abajo, si colaboran con los imperiales.
—Cómo no —Beni se rió, por no llorar.
En pocos minutos fueron llegando a la parte más concurrida de Osiris. El tráfico era bastante denso, pero todos se apartaban y les cedían el paso. Los vehículos funcionaban mediante tracción animal; arrastraban pesados carros o portaban alforjas, fardos y algún que otro jinete. Beni repasó su memoria histórica para identificar a las bestias; bueyes, burros, mulos, caballos… El suelo de tierra presentaba numerosas rodadas, interrumpidas por charcos de agua sucia. La voz de M'gwatu lo saco de su contemplación.
—Esto es el centro urbano, la zona comercial por excelencia; sin duda, es la parte más animada. Dejaremos este trasto en las caballerizas de un amigo mío. Descuida, no nos lo robarán; no se atreven a acercarse a menos de diez metros de él. Luego, iremos a pie a visitar las calles más interesantes. No hay museos, bibliotecas ni nada parecido; sólo los escribas de los mercaderes saben leer, y lo imprescindible. Ah, sí, ponte uno de los brazaletes que hay en la guantera. Detesto que nos confundan con imperiales; nadie se nos acercaría. Bueno, así tampoco.
—Vaya, si es una bandera corporativa —se la puso y suspiró. La Corporación, con toda su tecnología, parecía incongruente en aquel mundo surgido del pasado.
Aparcaron el todo terreno en los establos, ante la fascinación de unos mozalbetes que acarreaban pienso para los animales, y se sumergieron de lleno en el tráfico callejero.
Por un momento, Beni olvidó su estado depresivo, a causa del espectáculo que se desplegaba ante él. Era día de mercado, y los márgenes de las avenidas y calles más anchas estaban ocupados por un sinfín de tenderetes, desde donde comerciantes, buhoneros y mercachifles pregonaban las excelencias de sus productos y servicios, a cuál más pintoresco. Las mujeres iban de compras, con las cestas y bolsos cargados de cosas hasta casi reventar, deteniéndose de vez en cuando para recuperar el resuello y mirar con envidia mal disimulada a las afortunadas que disponían de un carrito con ruedas. Beni observó que la mayor parte de ellas tenían las piernas marcadas por las varices, y una figura que distaba mucho de la esbeltez; celulitis, caderas excesivamente anchas y senos grandes y caídos eran la norma, no la excepción. «No sé por qué me extraña; el Imperio no es partidario de una Seguridad Social donde la restauración y la cirugía estética básica sean gratuitas. Las cadenas de holovisión pagarían una fortuna por rodar un documental aquí». Ningún hombre las ayudaba en sus quehaceres.
Siguieron caminando. En el centro de la calle, o sentados en las escasas terrazas que había, los acaudalados y ociosos contemplaban a la gente, mientras sus sirvientes cumplían los encargos o hacían las compras. Y por todas partes pululaban pobres, muchos pobres pidiendo limosna de las más diversas maneras: cantando letanías, de rodillas y con los brazos en cruz, llevando a niños astrosos en brazos, exhibiendo sus llagas para inspirar compasión, o sencillamente sentados y mirando al suelo. El capitán notó, fascinado, que los pedigüeños estaban organizados de tal manera que se repartían estratégicamente los mejores lugares para ejercer su labor. Divertido, contempló a una caterva de chiquillos acosando a un rico mercader montado en un pollino; el hombre no sabía que hacer para quitárselos de encima.
—Ninguno se ha acercado a nosotros —le comentó a M'gwatu.
—Los niños aprenden pronto a temer a los militares, jefe.
En lo que antaño debió de ser un hermoso parque, ahora convertido en un solar con unas cuantas palmeras de hojas color bermellón, grupos de jóvenes de aspecto sombrío vagaban de un sitio a otro sin propósito aparente, o echaban ojeadas a los demás; hablaban poco. Alguno hizo un leve gesto de reconocimiento al ver a M'gwatu, quien respondió con una sonrisa.
Una patrulla de una docena de soldados imperiales atravesó la calle. La gente se apartaba rápidamente para dejarlos pasar incluso los mendigos paralíticos desaparecían en un santiamén. Algún pobre despistado recibió un brutal empujón de las tropas que lo arrojó contra una pared; se les veía seguros de su autoridad. Los soldados se detuvieron ante el lugar de reunión de los jóvenes, y trataron de provocarlos con insultos y empellones; ninguno respondió, ni osó plantarles cara. Cuando se marcharon, Beni preguntó:
—¿Acaso nunca han tratado de atacar a los soldados? Son pocos, para tanta gente.
—Sí, alguna vez han matado a un par de ellos que habían cometido la imprudencia de caminar a horas intempestivas por ciertos sitios, pero siempre alguien acaba delatando a los revoltosos. Las represalias son terribles; si tienen suerte, sólo los fusilan. Olvidemos los detalles escabrosos y gocemos del paseo.
—¿A qué te dedicas por estos andurriales? No parece que se nos haya perdido nada por aquí.
—Sólo por observar todo esto hubiera estado dispuesto a pagar dinero. Es como un museo viviente, o un viaje al pasado. Mis inquietudes culturales sobre el antiguo folclore de mi país hacen que me fascine esta mentalidad primitiva.
—Regresiva a fuerza de golpes, mas bien. En todo caso, tienes razón; siempre podrás comparar tu música con la de esta gente. Si es que la hay, claro está.
—Pues no, qué pena; solo canto sacro, más bien sonsonete monocorde. Toda cosa que pueda significar goce estético o alegría es pecaminosa, según los sacerdotes.
—Me lo figuraba. Entonces, ¿qué haces?
—Esa mentalidad primitiva, reprimida si quieres, permanece virgen de toda influencia. Es un campo abonado para experimentos musicales, o análisis de emociones. ¿Te imaginas un coro de taucetianos, cantando «al vent, la cara al vent…»?
—No.
—Ah, triste sino el del genio incomprendido. No, no eres tú el único que me critica; los sacerdotes son peores. Opinan que soy un agente subversivo, que contamino las mentes de los nativos con peligrosas ideas.
—Dudo que comprendan las letras en catalán…
—Nadie las entiende, por desgracia, pero la música es pegadiza y ellos captan su espíritu, sobre todo de las que suenan revolucionarias. Ya habrán ido con el cuento a las autoridades imperiales, y me parece que me nombrarán persona no grata un día de estos. Sucio negro, creo que me llaman. «Hijos míos, guardaos de la ponzoña que destila ese sucio negro», claman los sacerdotes a sus fieles, y no estoy exagerando. Pero no cejaré en mi empeño. A mucha gente joven y algunos abuelos que no quieren olvidar les gusta oírme contar cosas sobre la Vieja Tierra, la Edad de Oro de la Corporación… En el fondo, lo de las canciones es sólo una excusa para entablar conversación. Ellos preguntan, y yo les respondo, y les muestro que hay mundos más allá del Imperio donde la gente no es vieja a los cuarenta anos, y los niños no mueren por culpa de una diarrea, y no hay dioses, y las naves viajan entre las estrellas. Ese conocimiento no debe morir.
Beni sintió un profundo respeto por su peculiar compañero, y más aún a sabiendas de que su labor era a todas luces inútil. De repente, M'gwatu señaló con un movimiento de cabeza.
—Mira, jefe, un sacerdote.
El aludido caminaba despacio, con la mirada alta y una expresión de paz en sus facciones. Su blanca túnica, sin distintivos, hacía juego con sus cabellos y su barba, larga y cuidada. Era tan perfecto que parecía una parodia de sí mismo. Contrastaba sobremanera con el resto de sus conciudadanos, que usaban vestidos utilitarios de colores grises o pardos. La gente le cedía el paso con ostensibles muestras de respeto. Beni hizo un gran esfuerzo por permanecer sereno. Eran todos iguales; tipos como aquél fueron los responsables de la muerte de Ana.
Por puro azar, la errática trayectoria del sacerdote coincidió con la suya. A diferencia de los nativos, Beni no apartó la vista, sino que la concentró en los ojos del dignatario. Éste se detuvo, sorprendido porque algo no marchaba como era normal. Miró al corporativo, y su expresión lo asustó e hizo que se marchara apresuradamente, la dignidad olvidada.
—Cerdo —murmuró Beni; se dio cuenta de que tenía los puños apretados, y todos le miraban. Respiró hondo y siguió a M'gwatu, que había reanudado su paseo.
—Caramba, jefe, lo has hecho huir como un conejo.
—¿Dónde celebran sus cultos?
—Si te refieres a catedrales, mezquitas o sucedáneos, desengáñate, no hay tales monumentos. Los sacerdotes efectúan semanalmente una ronda de visitas a los fieles que tienen asignados, y así pueden dedicarles una atención personalizada. Nada se les escapa; las confesiones de pecados con frecuencia se convierten en delaciones. Una sesión con uno de esos fantoches es capaz de dejar hecho un guiñapo lloroso al más pintado; saben pulsar de maravilla los miedos y fantasmas que han creado en las mentes de los nativos. De vez en cuando celebran encuentros multitudinarios en plena calle. Todos confiesan sus pecados entre grandes llantos y gemidos, expulsan demonios con espumarajos en la boca y revolcones epileptoides… Fascinante.
—Ellos heredarán la Tierra…
—¿Qué farfullas, jefe?
—Nada, sólo pensaba en voz alta. ¿Dónde vamos ahora?
—A un sitio que le gustará. Es una especie de gran posada, con una comida excelente, y la bebida no va a la zaga. Yo he de reunirme con cierta gente que se pondría muy nerviosa si me viera acompañado.
—Tienes unos coros muy susceptibles para tus canciones…
—Se pueden buscar un disgusto si los ven conmigo. Mira, es allí, junto al embarcadero.
El rio era muy ancho, y las aguas fluían sucias y lentas. Numerosas barcas y gabarras estaban amarradas en sus orillas, y la mayor parte de ellas servían como míseras viviendas para la gente pobre. Los desperdicios eran arrojados por la borda, y el olor resultante, potenciado por el polvo y la quieta atmósfera, golpeaba las narices como un puñetazo.
—No me explico cómo pueden aguantar —murmuró Beni mientras pasaban rápidamente de largo, procurando respirar lo menos posible—. Sí, ya sé no tienen más remedio —dijo, cuando M'gwatu iba a replicarle.
Llegaron a una zona más limpia, ya que a partir de ahí, y aguas arriba, unas vetustas patrulleras impedían el amarre de las embarcaciones más humildes, y canoas tripuladas por gente de aspecto miserable se encargaban de recoger los desechos. La posada ocupaba la planta baja de un edificio de varios pisos. En un gran rótulo de madera se leía: «LEALTAD A SU MAJESTAD IMPERIAL * COMIDAS Y BEBIDAS», anunciado con grandes letras amarillas. Las ventanas tenían batientes de madera con cristales de colores. Entraron.
Un aroma de especias y carne asada invadió el olfato de Beni, que inconscientemente empezó a segregar saliva. Miró a su alrededor, y quedó absorto. Lámparas hechas con ruedas de carro y velas dispuestas en los radios, que pendían de cadenas de hierro, daban un tono cálido e intimo al recinto. EI suelo aparecía adoquinado con unas peculiares baldosas rojizas, de un material similar a la arenisca. Vigas y columnas de madera apuntalaban el techo, que debió de ser blanco en sus tiempos; ahora estaba oscurecido por manchas de hollín. Había más de treinta mesas redondas, sin mantel pero con cubiertos, dispuestas al azar; un tercio de ellas estaban ocupadas. Al fondo, en la barra, varias personas se afanaban en servir bebidas a los parroquianos, mientras un par de camareras atendían las mesas.
—Parece una escena salida de una novela de Tolkien; sólo faltan unos elfos y el enano de rigor, aunque ahora que has entrado tú… —comentó M'gwatu.
Beni se calló; no era un entendido en literatura. Advirtió que las conversaciones cesaban a su paso. Se sentaron en una mesa libre; los comensales más cercanos hacían esfuerzos por no mirarlos. Un camarero sudoroso y barrigón se acercó presuroso a servirles; parecía alarmado.
—Al vernos con uniformes, debe de suponer que somos imperiales —aclaró M'gwatu—. Menudos son; si no los atiende al instante, son capaces de hacerle la vida imposible. Ya verás cuando se dé cuenta de que soy yo.
Efectivamente, la cara del camarero se metamorfoseó conforme se acercaba, hasta adoptar una expresión manifiestamente hostil. Antes de que pudiera abrir la boca, M'gwatu se dirigió a su compañero, pronunciando cada palabra con un énfasis especial:
—Señor Embajador, como os he dicho, este lugar goza de la mejor cocina en este planeta, y la amabilidad de su personal es por todos alabada. Mi humilde persona os ha de dejar momentáneamente; os recogerá en este sitio a la hora convenida. Que os aproveche. A vuestros pies —ejecutó una complicada reverencia.
Beni hizo un esfuerzo por parecer serio, y le habló en castellano clásico, que nadie entendería salvo ellos:
—Esto… ¿Hay que pedir a la carta, o cumplir algún ritual?
—Tienes que conformarte con el menú del día, aunque puedes repetir. La única norma establecida es no escupir los huesecillos o espinas de pescado en el cogote del vecino; dejo la bebida a tu elección. Bueno, jefe, hasta luego —hizo unas cuantas reverencias de cara a la galería y se fue.
El camarero (debía de ser el propietario del local, dedujo Beni) parecía incómodo. Tener un embajador corporativo a la mesa no entraba dentro de sus esquemas. ¿Era preciso respetarlo, o había que tratarlo con el desprecio que los sacerdotes insinuaban? Diplomáticamente, optó por la primera vía.
—Muy honrados con vuestra presencia, señor. ¿Qué podemos hacer por vuestro bienestar?
—¿Qué hay para comer? —se estaba cansando de tanta zalamería.
—Una deliciosa ensalada de verduras salteadas, entremeses, carne asada con hierbas aromáticas y de postre un bizcocho de licor.
—De acuerdo, póngame de todo —se le hacía la boca agua.
—¿Qué deseáis para beber, señor?
—¿Qué me recomienda?
—Un vino ligero con los entrantes, un tinto oscuro de uva para la carne y aguardiente de saúco con los dulces.
—Está bien, en sus manos encomiendo mi estómago.
El camarero no parecía tener sentido del humor; inclinó la cabeza, dio media vuelta y se marchó a impartir órdenes a la cocina.
Beni intentó olvidar sus problemas y se dispuso a gozar de un opíparo festín. Durante los últimos días, el cocinero de la embajada había decidido inaugurar unas jornadas de Nueva Cocina de Alfa Centauri; los platos eran muy vistosos, pero de una insipidez pasmosa. A pesar de los intentos de linchamiento, el hombre seguía en sus trece. Beni agradecía comer algo decente, aunque el ambiente fuera más bien frío. Poco a poco, las conversaciones se reanudaron, y de cuando en cuando alguien miraba de reojo al embajador, que se dedicaba al estudio del local, cómodamente sentado. Los cubiertos no eran nada raros: cuchillo, tenedor de tres puntas y cuchara, todos ellos de acero, aunque de extremos romos. Las servilletas parecían limpias.
Una camarera le trajo la ensalada y el vino blanco. La muchacha era joven (Beni le calculó unos veinte años estándar) y bonita. El traje que vestía era bastante antierótico, oscuro y cerrado hasta el cuello, y no propiciaba los pensamientos libidinosos. Pero sus cabellos, anudados en una trenza que le llegaba a la cintura, de un negro intenso, parecían destellar a la luz de las lámparas. A diferencia del resto de taucetianos que había visto, su expresión era traviesa y alegre, aunque ante él resultaba cohibida. Se ruborizó al darse cuenta de que la escrutaba. «Pobrecilla, la debo de estar desnudando con la mirada. Será mejor que me concentre en la ensalada».
—Lo que había pedido, señor —dijo ella, depositando platos, vasos y botellas sobre la mesa.
—Muchas gracias —le respondió, con una sonrisa.
Atacó la ensalada con voracidad. Estaba exquisita; aunque no era capaz de reconocer todos sus ingredientes, la mezcla resultaba deliciosamente agridulce. El vino era refrescante, ácido y aromático. Se percató de que la muchacha lo miraba absorta; su mano agarraba una servilleta con la cual no parecía saber muy bien lo que hacer. Al darse cuenta de que la observaba dijo, con voz nerviosa:
—¿Necesitáis algo, señor? ¿Está todo en orden?
—Descuida, mujer, no tengo queja alguna, sino todo lo contrario. Ella se marchó a servir otras mesas, pero ocasionalmente miraba hacia el embajador. «Esta luchando entre el miedo y la curiosidad. Me pregunto lo que le habrán contado de nosotros, pero por lo visto no han terminado de lavarle el cerebro».
Los siguientes platos sabían tan bien como el primero, y las bebidas eran aún mejores; no recordaba haber comido tan a gusto desde hacia años. Después de los postres pidió otro licor, para matar el tiempo hasta el regreso de M'gwatu; no le apetecía salir a pasear por las calles. Su atención volvía constantemente hacia la muchacha. Notaba que ella quería hablarle, pero no se atrevía. «Me parece que o rompo yo el hielo, o no hay nada que hacer». Aprovechó el momento en que ella cambiaba una botella vacía por otra llena para entablar conversación:
—Gracias, mujer. He de reconocer que vuestras bebidas son excelentes.
—Ya me he dado cuenta, señor. Os habéis tomado dos botellas, y es un licor bastante fuerte.
«Descarada… Seamos justos: no me extraña que tenga tanta curiosidad; el alcohol que he ingerido es suficiente para tumbar a un bebedor curtido. Me olvido de mi hígado artificial».
—No te preocupes, es imposible que me emborrache; gracias por tu interés —ella sonrió y bajó la vista—. ¿Cómo conseguís esta bebida?
—La compramos a unos campesinos que tienen unas destilerías en la granja «Glorioso Imperio». La elaboran a partir de cereales y siete hierbas secretas. Es muy fuerte, señor.
—Y muy cara, me temo, bueno, supongo que mi sueldo me permite pagarla. No me gustaría tener que quedarme fregando platos.
La joven rió alegremente, superada ya su timidez inicial. Se atrevió a preguntar:
—¿Sois de verdad el embajador de la… Corporación? —pronunció esta última palabra en voz baja, mirando a su alrededor.
—Al menos lo era hasta esta mañana —ella volvió a reír; a Beni le pareció el sonido más alegre que había oído últimamente—. Oye, da la impresión de que nos tengáis miedo. ¿Tan malos somos?
—¡Oh, no, señor! Sólo es que… Bueno, yo… Nos han dicho que…
—¿Los sacerdotes?
Ella asintió de forma casi imperceptible; parecía muy nerviosa. Beni trató de quitar hierro a la conversación:
—¿Qué os han contado? Déjame adivinarlo: somos unos monstruos babosos, esclavos del demonio, que nos juntamos en oscuros sótanos para celebrar sacrificios de niños y blasfemar mediante ritos surgidos de lo más negro del pasado. O no, tal vez nos reunimos todas las noches en orgías donde se realizan todo tipo de actos antinaturales…
La chica parecía entre escandalizada y divertida; él prosiguió:
—Dime, de verdad, ¿tengo pinta de ser una bestia blasfema, lujuriosa y repugnante? —dicho esto, puso su mejor cara de lástima.
—Oh, no, señor, vos parecéis inofensivo. Oh, perdón… Quise decir…
—No lo arregles, que es peor —respondió, al ver su azoramiento tras la metedora de pata—. Por cierto, soy de lo más descortés; aún no te he preguntado cómo te llamas.
—Todavía conservo mi nombre de niña. Me da un poco de vergüenza…
—Vamos, mujer…
—Mis padres me bautizaron como Luna, aunque no sé muy bien la razón. Pero en unas semanas alcanzaré la mayoría de edad, y los sacerdotes me impondrán el nombre de adulta en la Ceremonia del Paso.
—¿Y cómo te llamarás entonces?
—¡Ay, todavía no he podido aprenderlo! Es un nombre muy largo, compuesto de varios apellidos en honor de mujeres antiguas que los sacerdotes dicen que fueron muy buenas y valientes, y que dieron muchos hijos a sus maridos.
—Luna resulta más bonito.
—¡Oh, no, es una niñería! —pareció dudar, hasta que por fin se decidió a preguntar, en voz muy baja—. Ustedes, en la… Corporación, ¿no cambian los nombres cuando se convierten en adultos?
—Normalmente somos de lo más heterogéneo, pero no celebramos ritos iniciáticos, sobre todo desde que las grandes religiones dejaron de ser tomadas en serio —al ver su cara de estupefacción, se preguntó hasta qué punto los sacerdotes la habrían condicionado—. En mi caso, el nombre no significa nada en especial; los que me conocen me llaman Beni. Si quieres, puedes hacerlo y tutearme; estoy harto de que me traten como al Emperador. Sólo soy una persona.
La joven pareció muy turbada al oír estas palabras. «Probablemente no encajan con lo que le han ido repitiendo desde pequeña». La voz del posadero, reclamándola, hizo que se volviera rápidamente y lo dejara, aliviada. «En fin, fue hermoso mientras duró; pobre criatura inocente, le he roto sus preciosos esquemas». Se sirvió un generoso vaso de licor para matar el tiempo.
Al cabo de un rato, ella volvió. «Vaya, la curiosidad ha vencido a sus condicionamientos y prejuicios; muy interesante». Se acercó y permaneció de pie frente a él.
—¿Todo sigue en orden, sen… Beni? —se corrigió con esfuerzo.
—De maravilla. Pero siéntate, Luna; ya casi no quedan clientes, y el propietario no se enfadará si das un poco de conversación a un embajador solitario.
—Oh, no, sen… Beni, él es amable en el fondo. Paga bien a los criados y no nos grita ni golpea, aunque refunfuñe un poco. Siempre va de un sitio a otro, cuidando de que todo funcione. El año pasado, las autoridades le concedieron un premio a la empresa modélica y preservadora de la tradición, y está muy orgulloso de ello.
—¿De qué lo conoces? ¿Cómo te contrató?
—Nací aquí; hasta el día de la Ceremonia del Paso, él es mi padre y tutor. Nuestra familia es muy numerosa. Mi madre obtuvo un premio a la natalidad, todavía me acuerdo. Los sacerdotes le dieron algo de dinero y un diploma firmado por un secretario del Emperador. Mira, es ése; mi padre lo estima como a un tesoro. Le puso un marco de madera dorada, con lo caro que cuesta.
—¿Entendéis lo que pone?
—Oh, no, sen… Beni, el leer es sólo para los escribas, esa gente tan aburrida, o bien para los sacerdotes, que así pueden comprender los extraños misterios de los libros sagrados, ¿Para qué nos sirve a nosotros? El sacerdote que nos entregó el galardón nos dijo que son poderosas fórmulas de bendición, escritas con tinta santificada. ¿Tú lo puedes descifrar? —preguntó, maravillada.
Beni se levantó y examinó el cuadro. Era un simple certificado en papel timbrado, con membrete de una subdelegación de planificación social imperial. Ni siquiera estaba escrito en ánglico, su idioma ceremonial. En simple interlingua, decía: «Por el presente, se certifica que (aquí seguía un nombre femenino bastante largo) ha contribuido al desarrollo del Glorioso Imperio trayendo al mundo ocho varones y seis hembras, que lo servirán en el futuro». La firma era un garabato ilegible, semioculto por un vulgar matasellos.
Luna lo miraba ilusionada:
—Deben de ser alabanzas muy bonitas, o una magia poderosa, Beni; te has quedado mucho rato admirándolo. Es maravilloso que el buen Emperador se preocupe pos sus humildes súbditos, y nos haya honrado así, ¿verdad?
Beni sintió una pena muy profunda por ella, por el planeta, por todos. Intentó disimular, para no herirla; se la veía tan entusiasmada…
—Oye, Luna, ¿dónde está tu madre? ¿Trabajo aquí también?
—Por desgracia, no. Murió hace poco, de parto.
—Anda, tráeme otra botella de vino, por favor. Creo que la necesito.