27

Una hora antes de que base McArthur se evaporara, doscientos cazas SHARK F-60 se habían desviado para interceptar a los viejos CORA corporativos. Al igual que en estos últimos, los pilotos tripulaban realmente sus propios aviones, integrados con ellos; no obstante, las diferencias eran muchas. Los imperiales estaban acoplados entre si deforma más compleja, como las células de un único organismo. La coordinación necesaria para ello, al igual que el procesado de mucha información complementaria, era gestionada por los ordenadores de la base McArthur.

La apariencia de los cazas también resaltaba notablemente distinta. Los F-60 eran máquinas soberbias, de líneas limpias y de un color gris plateado. Los campos repulsores que los movían originaban una radiación azulada, a modo de halo majestuoso. Sus pequeños contenedores, elegantemente integrados con el fuselaje, guardaban un arsenal de contramedidas que neutralizaría cualquier sistema buscador de los artefactos enemigos (IR, radar, láser…); en ese aspecto, tenían fama de invulnerables. Su armamento incluía dos cañones de plasma subalares de alcance medio, y una serie de contenedores que almacenaban hasta cien misiles WASP AAM-20, diminutos pero mortíferos. Su elección se hizo en función de los cohetes que llevaban los CORA; los vetustos LAMBDA MG-5 eran peligrosos, dado su elevado poder explosivo. No obstante, los imperiales volaban confiados; sus oponentes no tendrían oportunidad de acercarse. Así, los doscientos F-60 acortaron las distancias con el enemigo, siempre en perfecta formación, con exactitud milimétrica.

Los pilotos examinaron al adversario con los detectores, entre divertidos y fastidiados. El espectáculo de los CORA era una ofensa a la dignidad y categoría de unas Fuerzas Aéreas. Debían recibir una buena lección, se dijeron, y la anticipación del castigo los animó aún más. Era cuestión de minutos que estuvieran a tiro.

En verdad, los cazabombarderos corporativos ofrecían una visión cuanto menos pintoresca. Volaban de forma caótica, estorbándose a veces unos a otros; resultaba milagroso que no chocaran entre sí. Y los colores… Cada CORA poseía la capacidad de alterar a voluntad su esquema cromático, con vistas a un camuflaje polivalente. A pesar de ello, sus pilotos los habían adornado como para ir a una romería. La mayor parte copiaba diseños e insignias de finales de la era preespacial, época en que nacieron los primeros aviones de combate. Dos o tres optaron por los vivos colores de la escuadrilla de von Richthofen, el Barón Rojo, Varios eran de un blanco inmaculado o de un azul intenso, como era típico en ciertas Armadas. Algún nostálgico había dado a su CORA las insignias de los cazas rusos Chatos, en una de las guerras civiles españolas; otros, por llevar la contraria, ostentaban las vistosas cruces de San Andrés de los Messerschmitt. La mayoría, sin embargo, se decantaba por la II Guerra Mundial, con profusión de soles nacientes, estrellas, bocas de tiburón y ojos centelleantes dibujados en el morro. David, jefe del contingente corporativo, llevaba en sus alas unos grandes triángulos naranjas orlados de negro, típicos de los IAI Kfir del desierto. Uno de los aviones, sin duda disidente, iba todo de rosa chillón, mientras que un colega alegraba la vista con su fuselaje amarillo tachonado de lunares violetas.

Afortunadamente para el observador, aquellas monstruosidades abigarradas estaban ocultas por un montón de misiles rojos que sofocaban a los CORA. Diríase que tenían dificultades para acarrear tanto peso, lo que no era cierto.

Los pilotos corporativos se lo estaban pasando en grande. La Operación Aníbal les había cautivado desde que conocieron sus detalles; ellos mismos se habían asignado nombres en clave alusivos al tema. Se cruzaban bromas sobre el ridículo aspecto que presentaban y contaban ansiosamente los minutos que faltaban para soltarles a los imperiales su pequeña sorpresa. Camuflar los venerables ALTAIR-D como LAMBDA MG-5 gracias a un bote de pintura les parecía de lo más gracioso, aunque no las tenían todas consigo.

David se comunicó con los demás; el mensaje se transmitió de forma directa, mente a mente:

—Atención, aquí elefante-1. Los romanos estarán a tiro en un minuto; preparad las flechas.

Los segundos se arrastraban lentamente, como gusanos. Por fin, David dio la orden de fuego; 2898 misiles partieron a gran velocidad hacia los F-60, separándose para luego convergir sobre los objetivos asignados.

Los aparatos imperiales detectaron lo que se les venía encima. Todo ocurría según lo previsto: los corpos habían disparado la totalidad de lo que tenían, e incluso demasiado pronto. En un milisegundo, adoptaron un esquema de combate óptimo, diseñado por los ordenadores de base McArthur, que coordinaron a pilotos y aviones para formar un arma gigantesca. Individualizaron los misiles corporativos y, automáticamente, 2898 contramisiles WASP brotaron de sus contenedores, cada uno con un blanco concreto. El sistema automático de combate siguió funcionando, por si casualmente algún LAMBDA escapaba indemne; finalmente les tocaría el turno a los CORA. Todo estaba calculado con precisión, pero…

Poco antes de que los interceptaran, los LAMBDA se comportaron de manera anómala. Su parte frontal se desprendió, y diez cabezas explosivas salieron disparadas. Un total de 28980 pequeños monstruos enfilaron hacia los cazas imperiales. Los WASP, con la precisión de que hacían gala, identificaron el nuevo peligro y 2898 cohetes fueron neutralizados. Quedaban 26082.

El sistema automático defensivo imperial funcionó con la diligencia que lo caracterizaba. Asignó un WASP a cada objetivo, pero aún así sobraban 8980 cabezas que se dirigían hacia ellos a una velocidad vertiginosa. El sistema activó al máximo las contramedidas electrónicas, apuntó los cañones de plasma, disparó y, en el último momento, estableció rumbos de evasión. La precisión de estas maniobras fue digna de admiración, ya que sólo tres aviones cayeron abatidos.

Los CORA gritaron de alegría, emitieron algunos insultos electrónicos más bien obscenos y viraron, emprendiendo la huida. Su trayectoria era tan vacilante como antes; para empeorar la imagen, los colores se apreciaban en toda su crudeza, y los soportes de los misiles semejaban pústulas de viruela. Los pilotos empezaron a cantar a coro su himno particular, «Mi avión vale un cojón».

Los F-60 se reagruparon y evaluaron los daños en cuestión de segundos. Quedaban 197, pero habían perdido todos sus misiles; afortunadamente, los temibles cañones de plasma seguían operativos al ciento por ciento. No eran armas de largo alcance; la disipación de energía en el aire los obligaba a aproximarse al objetivo.

Los pilotos estaban fuera de sí; les habían tomado el pelo y humillado de mala manera, pero iban a vengarse, y de qué modo. Localizaron a los CORA y se lanzaron tras ellos a velocidad máxima. La distancia menguó progresivamente; dentro de poco los derribarían por la espalda, como a cobardes que eran.

Faltaban escasos instantes para estar bajo el radio de acción de los cañones de plasma.

—Aquí elefante-1. Atención todos: vamos a cruzar el río Trebia, con los romanos tocándonos el culo.

Los CORA sobrevolaron una cadena de pequeñas colinas, preludio de un sistema montañoso mayor. Los F-60 se abalanzaron tras ellos como perros de presa.

Los tubos lanzadores SAT-15 eran armas tan simples que hasta un nativo podía manejarlas, y había muchos de ellos escondidos en las colinas. Cuando los cazas imperiales pasaron por encima, dispararon.

Los F-60 poseían contramedidas capaces de neutralizar cualquier sistema de rastreo de las armas enemigas, tanto electrónico como inteligente. Por desgracia para ellos, los SAT-15 no tenían sistema de guía, lanzaban una rápida andanada de proyectiles de tipo AM residual a altísima velocidad, gracias a sus potentes repulsores de masas. Los proyectiles no se complicaban la vida: iban en línea recta, y si chocaban contra algo explotaban; en caso contrario, se autodestruían. Eran tan sensibles a las contramedidas electrónicas como una piedra.

Las colinas escondían demasiados SAT-15. La densidad de fuego fue tal, que más de la mitad de los cazas fueron derribados.

Los pilotos supervivientes estaban totalmente confundidos. El sistema los reagrupó y localizó los puntos desde donde les habían disparado. De repente, la comunicación con base McArthur se cortó. Los pilotos se sintieron desamparados. ¿Qué había pasado? Trataron de situarse, y entonces fue cuando se percataron del cambio en los CORA.

Los cazas corporativos habían reabsorbido los soportes de los misiles y sus alas se abrieron hasta quedar perpendiculares al fuselaje, con lo que su maniobrabilidad aumentó. Su color se transformó en un gris pulsátil que difuminaba su silueta. Viraron y, en perfecta formación, se lanzaron hacia los 92 F-60 que quedaban, como un banco de tiburones. Ya no parecían tan ridículos.

Y no iban desarmados. El biometal del fuselaje se retrajo y asomaron los cañones de una de las pocas armas no afectadas por las contramedidas: simples ametralladoras, Claro está, las balas eran de AM residual. En su interior, un campo estático mantenía suspensa una diminuta masa de antimateria, que era eyectada al tocar el blanco, con la consiguiente y espectacular explosión. Un arma bastante sencilla, aunque los experimentos para dar con ella habían supuesto muchos millones de créditos; sobre todo para reponer laboratorios destruidos, pagar pensiones de viudedad y dar educación a los huérfanos.

El grito de batalla de los pilotos de CORA fue escalofriante. Se disponían a participar en una batalla irrepetible, al estilo de la prehistoria de la aviación; emularían a sus héroes míticos, como siempre habían soñado. Aquí no valían misiles que liquidaban al enemigo a cientos de kilómetros; sería una lucha a cara de perro, cazar y no ser cazado, maniobrar y esquivar. Los imperiales, aunque los duplicaban en número, no estaban preparados para ello, y no comprendían el silencio de base McArthur. Tenían miedo.

Los CORA ya no interpretaban el papel de cacharros desvalidos. Cientos de conversaciones se cruzaban cada segundo entre las mentes de los pilotos, aunque no eran demasiado edificantes. Daba igual; muchos de ellos llevaban bastantes años juntos, y formaban un equipo.

—Cuidado, elefante-3; tienes un romano en la cola. Tenías…

—El pobre acaba de descubrir que llevamos ametralladoras traseras. Gracias, de todos modos.

—Atención, trompetas 4 y 5, se os acerca una formación de romanos por arriba y a las siete en punto.

—Iniciamos evasión. Te los regalo, elefante-7.

—Atención, atención, garum-3. Los aviones enemigos deben derribarse atacando por detrás y debajo, no de frente.

—Perdona, elefante-1, se me ha escapado. No lo volveré a hacer.

—¡Están locos estos romanos! ¡Aquellos dos han chocado entre sí!

—Tienes dos detrás, cartago-5. Invierte el vector de las toberas.

—Listo, cartago-4. ¡Han picado! Descansen en paz, angelitos.

—Atención, atención, garum-3. Realizar un Immelman seguido de un yoyó de baja velocidad no viene en los libros. Respeta la ortodoxia, por favor.

—Perdona, elefante-1, se me ha escapado. No lo volveré a hacer.

—¡Me han tocado! He podido canalizar el calor del plasma hacia las toberas, pero debo de haber fundido algo en el turboconversor. Os dejo, chicos.

—Sobreviviremos sin ti, cartago-1.

—¡Caramba, cómo ha reventado ése!

—Atención, atención, garum-3. Derribar a un enemigo volando de costado y con las alas en diedro negativo es inadmisible.

—Perdona, elefante-1, se me ha escapado. No lo volveré a hacer.

—Te he quitado un romano del trasero, elefante-8. ¡Esto parece un campeonato de tiro al pavo! —(onomatopeya electrónica del gluglú del susodicho animal, intraducible).

—Ya salió el gracioso…

David se dio cuenta de que estaban ganando, pero aún tardarían muchos minutos en derribarlos a todos. Repasó el plan; después de acabar con los F-60 debían volver, reponer armamento aire-superficie y bombardear a los imperiales, ocupados en masacrar al capitán Manso y los suyos. Tomó una decisión.

—Atención, nuevas órdenes. Elefantes 2, 3 y 4 y mamporreros 1 y 2, seguidme. Abandonamos la fiesta; vamos a repostar y a echar una mano a Beni. ¡Eh, los demás! ¿Podréis pasar sin nosotros?

—¡Claro que sí, elefante-1! ¡Así tocamos a más! Dentro de poco os alcanzaremos. ¡Buena suerte!

Los seis CORA abandonaron la batalla y aceleraron, con las alas en delta. David se daba toda la prisa que podía, pero era consciente de que no llegarían a tiempo. Aunque el ejército imperial hubiese quedado conmocionado por la destrucción de base McArthur, a los pocos minutos se habría repuesto y bombardeado las montañas.

Llegaron a la embajada y aterrizaron en vertical. Varios robots de servicio les ensamblaron bombas anticarro, tubos lanzacohetes, proyectiles AM y otras delicias. Sin aguardar más, se lanzaron hacia el Sendero de Anubis dispuestos, al menos, a vengar la muerte de los suyos.

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