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SEGÚN contaba una leyenda popular en un país vecino, el archipiélago de Nereo debía su origen a la ira del dios Zh’ah’marr’oh, cuando requirió de amores a la bella aunque inconstante diosa Omphalina. Ésta se burló de las cortas piernas y del enorme apéndice nasal de su galán, y fue presa de un ataque de risa incontenible. Despechado, Zh’ah’marr’oh profirió un horrísono grito («¡¿Por qué los feos no follamos?!») y arrojó una inmensa pella de barro a la cara de Omphalina. La diosa esquivó el ataque con facilidad, obsequió al dios con un espléndido corte de mangas y salió corriendo, mientras esparcía a los cuatro vientos las más crueles invectivas contra Zh’ah’marr’oh. La pella de barro cayó en medio del océano y así nació la isla principal, donde estaba la ciudad de Lárnaca. Las salpicaduras se diseminaron hacia el norte, y al secarse dieron lugar al resto del archipiélago, un arco insular que abarcaba más de un millar de kilómetros.
Ciertamente, los accidentes geográficos que el Orca iba dejando atrás eran poco más que peñascos que apenas se alzaban unos metros por encima de las nubes. Nada crecía en ellos, salvo algas microscópicas capaces de soportar los cambios de marea. Conforme se dirigían hacia el norte, la tierra firme digna de tal nombre tendía a escasear. Ocasionalmente se tropezaban con alguna barquichuela, que invariablemente huía del corsario, por si las moscas. No se cruzaron con ningún navío de guerra imperial o de sus títeres confederados. En apariencia, los del Behemoth habían enviado correos para avisar que los dejaran tranquilos.
Con la marcha que llevaban, tardarían unas cuantas jornadas en recorrer el archipiélago hasta su extremo septentrional. Los miembros de la expedición trataban de adaptarse a las circunstancias y consolarse pensando que, en el fondo, aquello no era tan malo. Azami y Litzu se daban con un canto en los dientes por estar lejos de soldados imperiales pendencieros, mientras que Valera disfrutaba como un gorrino en un charco explorando una región que pocos sabios habían visitado.
Cada vez que fondeaban en un islote, por anodino que fuera, el doctor se empeñaba en recoger muestras, exasperando al capitán Azami, que tenía que disponer a sus infantes cuando al científico le daba por buscar fósiles cerca de la orilla, prestos a ahuyentar a lanzazos a los depredadores curiosos. Valera también intentó convencer a Isa Litzu para que navegaran a ras de olas y poder así observar los bancos de peces y tomar muestras de plancton con un salabre adaptado, pero la huwanesa se negó en redondo.
—Mira, Práxedes —el estrecho contacto había dado lugar a que todos, infantes de Marina inclusive, se tuteasen al cabo de un par de días—: pase que tenga que llevar a mi amado barco en una misión improductiva; pase que hayas convertido la bodega del Orca en un museo de los horrores, pletórico de bichos flotando en tarros de formol; pero existe un límite. No pienso navegar al alcance del salto de un gran depredador.
—Las posibilidades de que…
—Pamplinas —lo cortó—. Me comprometo a llevarte a las Islas de Barlovento y traerte sano y salvo a Lárnaca, pero no pienso correr ni el más mínimo riesgo, real o imaginario, en una aventura que ni me va ni me viene. Me niego a bajar de la cota de quinientos metros, y marcharemos a una velocidad que permita el mínimo gasto en forraje. Cualquier maniobra suplementaria te costará mil doblones republicanos. He dicho.
—Mis ahorros no dan para tanto, y me temo que no querrás cobrar en especie…
A Isa Litzu se le escapó una carcajada.
—Aún no estoy tan desesperada. Oye, Práxedes, ¿no serás la reencarnación de Zh’ah’marr’oh?
—Tocado —Valera sonrió, dándose por vencido.
En el fondo, el doctor se sentía un poco culpable del malhumor de la capitana, por haberla embarcado con su tripulación en semejante odisea, y trataba de no irritarla. Al igual que los soldados, observaba escrupulosamente el mandato de no estorbar. Incluso se ofreció voluntario para las tareas de mantenimiento del dirigible. De ese modo se ganó el respeto de los huwaneses, ya que sólo un loco o un valiente accedería a extirparle las lombrices intestinales a un animal de ese tamaño.
—Déjalo —le aconsejó Azami a una perpleja Isa Litzu—. En el fondo, goza con ello. Sería capaz de pagar por estudiar tan de cerca la fisiología de un dirigible aeroftálmido.
—Aeroftálmido… Vaya nombres que los científicos se inventan para bautizar a nuestros pobres bichos.
—En algo tienen que entretenerse. Por cierto, Isa, ¿qué diantre es una orca?
—Un delfín asesino.
—Ah. Esto… ¿Y un delfín?
—Una criatura mitológica, según las tradiciones de mi pueblo —echó una ojeada a Valera, que se balanceaba en una postura inverosímil atado a un cabo, mientras despiojaba al dirigible—. A lo mejor se le quitarían las ganas de ayudar si debiera aplicarle un enema. La última vez que sufrimos un episodio de estreñimiento, el pobre marinero que tuvo que meterle por el culo una bomba de achicar adaptada (lo echamos a suertes, antes de que me lo preguntes) salió disparado en cuanto al Orca se le soltó el vientre. Si no llega a ser por el arnés de seguridad, habría volado un kilómetro antes de amerizar.
—Debió de ser digno de verse…
—Nunca en mi vida he oído a nadie soltar tamaño florilegio de maldiciones y blasfemias, y eso que no solemos ser muy vocingleros —volvió a fijarse en el científico—. De veras cree en lo que hace, ¿eh?
Azami sonrió, y miró con afecto a su amigo.
—Eso es lo malo: se le ve tan entusiasmado, que uno no tiene corazón para darle una buena colleja y meterlo en cintura.
Isa Litzu murmuró algo sobre locura e insensateces y marchó hacia el castillo de popa. A su pesar, debía reconocer que estaba empezando a tomarles cariño a aquellos pasajeros de circunstancias. Incluso los soldados echaban una mano a la hora de cosechar algas para el dirigible y, lo que era más de agradecer, a limpiarlas. Si no se eliminaban ciertos piojillos que pululaban entre las algas, la comida del dirigible podía resultarle un tanto indigesta o, lo que era peor, provocarle gases. Era una faena odiada por cualquier marinero, pero aquellos soldados cumplían sin rechistar. Probablemente, lo consideraban parte de su castigo por la pelea en El Ganso Alegre, aunque debía de ser muy duro para un infante de Marina. En los barcos republicanos o imperiales existía una clara división del trabajo entre los marineros y las tropas embarcadas, las cuales no se ensuciaban las manos hasta el momento de una batalla. El hecho de que ni siquiera profirieran una queja obedecía al respeto que sentían por su capitán. Claro que éste limpiaba algas como el que más, para dar ejemplo. Y sabía conducirse en un barco, desde luego. En cambio, no era tan ducho en el arte de ocultar sus sentimientos. Al pobre se le iban los ojos detrás de Nadira, cada vez que la sargento se cruzaba en su camino. Isa Litzu sonrió. Los hombres no tenían ni idea de cómo dominar el lenguaje corporal.
Llegó a la altura del castillo de popa, y se asomó por la borda. A sus pies, la superficie del mar estaba en calma, exhibiendo un abanico de tonos que iba desde el amarillo al rojo, pasando por infinitos matices ocres. En torno a los islotes, las bandas de color abrazaban la roca y se entrelazaban para deshacerse en jirones. Un banco de marsopillos parecía seguir la estela del Orca, y los animales más audaces cabriolaban sin cesar, como si expresaran su alegría por estar vivos. En el cielo, los soles brillaban en toda su gloria, sin una nube que empañara la visión. Isa Litzu cerró los ojos, sintiendo el viento acariciar su cara. Ésa era la vida que deseaba, la única que conocía: ser libre, disponer de todo un mundo para surcarlo en una buena nave, no tener atadura alguna con nada ni nadie. Si en el presente viaje había algo de bueno, era que le permitía disfrutar de momentos así, sin tensiones, relajada y en paz.
No supo cuánto tiempo permaneció ensimismada mientras el Orca seguía rumbo al norte a velocidad constante. La sacó de su beatífico estado el ruido de unos pasos a su espalda. Se volvió y comprobó que se trataba de Valera, que bajaba de limpiar el dirigible, hecho un asquito pero feliz.
—¡Magnífico animal, sí, señor! Mira que es dócil, a pesar de no estar castrado. Me pregunto cómo…
—No sigas, Práxedes. Un adiestrador huwanés preferiría ser desollado vivo antes que confesar los secretos de su arte. O mejor, optaría por desollar a quien intentara sonsacarle.
—Me hago cargo —bajó la vista y se contempló la ropa—. Confío en que haya agua en la próxima isla donde recalemos. Debo de apestar en cien metros a la redonda…
—Tranquilo; a alguien dispuesto a desparasitar dirigibles se le perdona todo —Litzu se lo pensó un momento—. Me gustaría comparar tus cartas náuticas de Nereo con las nuestras. Oye, te invito a un trago; te lo has ganado. En mi camarote guardo como oro en paño una botella de ron añejo de Ham’aika, cosecha del 62. No te diré cómo la conseguí, ya que pareces una persona sensible. Sólo le doy algún tiento en ocasiones especiales pero bueno, aprovéchate de que has despertado mi vena piadosa, hace un día espléndido, la travesía es monótona y no hay enemigos a la vista.
—Lo consideraré un cumplido. Trataré de no romper nada.
—Por la cuenta que te trae. Eso sí, sería de agradecer que te cambiaras de ropa primero. Pareces una babosa con patas. Entonces, te espero en el camarote. Cuando vengas, golpea cinco veces la puerta y entra con el pie derecho. Te parecerá una tontería, pero cuando un pasajero trata con un capitán de navío ha de respetar ciertas tradiciones y formalismos; mis hombres se incomodarían en caso contrario. Cinco toques indican una visita cortés, por cierto. Nunca se te ocurra dar cuatro, por lo que pudiera pasarte. Avisado quedas.
Valera no se hizo de rogar y bajó por la escotilla para adecentarse un poco. Isa Litzu se preguntó por qué se había dejado llevar por aquel impulso de invitar al doctor. Era raro que permitiera pasar a un hombre a su camarote, y en tal caso no era para hablar, precisamente. Tal vez se estaba haciendo vieja, pero en aquel momento le apetecía no más que eso, charlar de algo que no tuviera que ver con los negocios o la supervivencia inmediata, dejar pasar el tiempo a la vera de un buen vaso de ron. Ya vendrían tiempos peores en el futuro.