5
Cuando las primeras naves exploradoras corporativas acertaron a pasar por Baharna, la situación del planeta podía resumirse en pocas palabras:
1º) La República controlaba razonablemente bien las zonas habitables en las llanuras. Juiciosamente, los núcleos draquis de las montañas meridionales no fueron atacados, a causa de su inaccesibilidad.
2º) Persistían grupúsculos disidentes en las grandes ciudades, que aplicaban tácticas terroristas o de guerrilla urbana. Entre ellos destacaba la Hermandad Utópica Universal (HUU), con un ideario más o menos anarquista.
3º) Los atentados terroristas causaban alarma social, pero la República parecía lo bastante fuerte como para mantener el orden.
4º) Salvo en sus montañas, los draquis constituían una minoría sometida, y sufrían periódicamente las iras de los ciudadanos cuando las cosas iban mal. Habían sido eliminados del campo y los pueblos pequeños, y sólo sobrevivían en las grandes urbes. Su situación tendía a mejorar; la limpieza étnica era un mal recuerdo, pero aún sufrían el desprecio y las vejaciones por la mayoría comunera.
5º) Baharna tenía bien poco que ofrecer a la Corporación: riqueza mineral escasa, pequeño espacio habitable y una tecnología obsoleta; tan sólo hermosas artesanías, pero el mercado interplanetario estaba saturado de ellas […].
FUENTE: Kenmaro, K. (4730ee). «Corporación e Imperio (IV). Expansionismo y política exterior». Ed. Humanitas. Roma, Vieja Tierra.
★★★
Daniel Hintikka oscilaba entre el tedio y el aburrimiento, mas qué remedio. Tras las epopéyicas maniobras militares del mes pasado, el cónsul corporativo, a resultas de las quejas del Gobierno local, juzgó oportuno que las fuerzas de paz se dedicaran de nuevo a rondar las calles. Teniendo en cuenta que cada vez había menos roces entre comuneros y draquis, las patrullas se reducían a misiones de trámite. Los oficiales corporativos se sabían de memoria el plano de la ciudad. Al menos, ellos iban cómodamente sentados en vehículos blindados. A los soldados les tocaba patearse las callejuelas del Barrio Viejo, donde la Policía no era demasiado bien recibida, pero nunca tuvieron problemas. Durante su estancia en Baharna habían salvado muchos pellejos draquis y éstos no eran ingratos, así que solían facilitar su labor ignorándolos cordialmente. En suma, un estado de cosas satisfactorio.
Respecto a los comuneros, se consideraban gente amante del orden y la llegada de la Corporación había supuesto una mejora en su nivel de vida. Los únicos hostiles a la presencia militar eran los militantes y simpatizantes de la HUU, que propugnaban el fin de la injerencia extranjera y un retorno a las formas de gobierno tracidionales, las cuales, según ellos, estaban en armonía con la naturaleza y con la fuerza sagrada que impregnaba todo el cosmos, o algo por el estilo. Por supuesto, no eran tan locos como para atacar a un blindado corporativo, así que se limitaban a pintadas ofensivas en las paredes. Los atentados, a veces cruentos, se ceñían a erosionar los intereses del Gobierno Republicano.
Por lo que respectaba al coronel Hintikka, mientras a ellos los dejaran en paz, los nativos se la podían machacar con una piedra. Que siguieran así eternamente, con todas sus bendiciones. Sin embargo, sentíase molesto. Cada vez veía más claro que los rumores de que los viajes interestelares se estaban abaratando eran ciertos. Por tanto, la Corporación podría enviar a bajo costo tropas regulares y armas de destrucción masiva a los puntos en conflicto. La época de los comandos que viajaban en latas de sardinas a velocidad subluz tocaba a su fin. Se habían quedado obsoletos y los estaban retirando de la circulación, como a los modelos de coches pasados de moda. De acuerdo; luego se convertirían en leyenda, como el capitán Benigno Manso y otros ilustres colegas, pero la situación era un tanto deprimente. Al menos el Alto Mando podría haber obrado con un poquitín de tacto, en vez de aquella charada de las fuerzas de paz, que a estas alturas ya resultaban innecesarias. Dar vueltas por la ciudad era muy descansado, pero a Daniel Hintikka le gustaba sentirse útil, ser consciente de que su labor tenía una finalidad, aunque fuera poco confesable. Y aquello era hacer el idiota.
Ya ni siquiera les restaba el consuelo de la diversión que proporcionaban los oficiales republicanos en prácticas. El que les habían asignado en esta ocasión era un sujeto callado y competente. Tomaba buena nota de los consejos que le daban y se esforzaba en no cometer errores. Timi lo bautizó como Alegría de la Huerta, él sabría por qué, pero el mote le sentaba de perlas. Daniel estaba seguro de que aquel individuo no acabaría como el patoso de Prevenido. A pesar de elementos como aquellos aprendices de comandos del coronel Deoforóvix, las Fuerzas Armadas Republicanas se iban profesionalizando con rapidez. Ya no eran aquellos chulos matones de barrio de los tiempos de Rijoso, que sólo servían para violar draquis. Dentro de poco hasta se les podría dejar solitos por el mundo, vaya que sí.
El coronel Hintikka reprimió un bostezo y se esforzó por mantener la atención. En el vehículo, un modelo anticuado de cuatro plazas (otro recorte de presupuestos), Sven Lerroux le explicaba a Verena los pormenores del paisaje urbano. Se alegró por ella. Al menos, todo le resultaría nuevo y Sven disfrutaba en su papel de cicerone, pero él estaba hasta las narices de Akrotiri. En fin, tendría que tomárselo con filosofía. Ya no faltaba tanto para que se le acabara el contrato.
Al doblar una esquina Daniel Hintikka divisó un grupito de comuneros al final de la calle. Contó una docena más o menos y formaban un corro. Desde esa distancia no se podía discernir bien qué era lo que atraía a aquellos curiosos. ¿Un saltimbanqui, una riña…? Picada su curiosidad, Daniel activó el zoom de las cámaras frontales y echó un vistazo más detallado.
Vaya, nada del otro jueves; un jovenzuelo que se dedicaba a hacer rabiar a una niña draqui. Tales espectáculos eran cada vez más infrecuentes, pero los roces entre las dos comunidades tardarían décadas en desaparecer. Se preguntó si debían intervenir, pero aquello no tenía pinta de degenerar en tumulto. La cría estaba sola y los presentes se estaban divirtiendo. El joven tenía en una mano un objeto que podría ser una muñeca o uno de los innumerables bichejos que en Baharna se usaban como mascotas. La niña trataba de recuperarlo, pero él lo mantenía por encima de la cabeza y la obligaba a dar saltos y cabriolas, llevándola al borde del llanto. De vez en cuando le daba un pescozón o un tirón de pelo. En fin, una edificante diversión; todos se lo estaban pasando en grande.
Daniel Hintikka fue a desconectar el zoom cuando súbitamente la niña se detuvo, se dobló por la cintura y se puso a toser convulsivamente. El joven eligió ese momento para ponerle la zancadilla y arrojarla al suelo. Más risas. Y justo entonces, Daniel reconoció a la niña. Era la del hospital, cuando el atentado y la trifulca con los médicos.
A veces, un incidente por lo demás trivial acarrea consecuencias insospechadas, que pueden afectar no sólo a los implicados, sino a pueblos enteros; las bifurcaciones del Destino son caprichosas. Claro está, el coronel Hintikka no tenía modo de saber que allí iba a dar otro pequeño paso que cambiaría su historia. Mucho después, cuando le preguntaron por qué actuó así, sólo pudo responder: «Se me fue la olla; llevaba un mal día, qué queréis que os diga». Lo cierto es que en menos de un segundo, sin que pudiera evitarlo, fue asaltado por un irrefrenable sentimiento de indignación o, hablando en plata, de cabreo agudo. Se vio reflejado en aquella pobre criatura, una víctima indefensa zarandeada por fuerzas que no podía controlar. Era un reflejo de toda su vida y la de sus camaradas: bailar como una marioneta, recibir hostias y acabar tirado en el suelo, como un trasto, mientras otros disfrutaban o pasaban de largo indiferentes.
Y Daniel Hintikka descubrió que estaba harto de que el Destino siempre se saliera con la suya. No. Esta vez, no.
★★★
Verena Gray escuchaba con interés la disertación de Sven Lerroux sobre las complejidades de la sociedad comunera, cuando el brusco frenazo estuvo a punto de arrojarla del asiento. Instintivamente se agachó y echó mano al fusil, antes de darse cuenta de lo que ocurría. Para sorpresa de propios y extraños, Hintikka había tirado del freno de emergencia y procedía a abrir la escotilla.
—Coronel, ¿te pasa algo? —preguntó, intrigada—. ¿Qué coño sucede?
Hintikka nada dijo. Olvidando toda precaución, y con una cara de mala uva capaz de amedrentar al más pintado, abandonó el vehículo. Mientras los demás, Alegría de la Huerta inclusive, lo miraban perplejos, enfiló hacia un grupo de gente que había a poca distancia.
★★★
Pravank Maslóvix estaba disfrutando como un cochino en un charco. Era el centro de la atención y las risas de los mirones lo espoleaban a seguir con su juego. Allí en la calle al menos se sentía importante. Tanto en el colegio como en casa se hallaba en el peldaño más bajo de la escala jerárquica, lo que equivalía a llevarse todos los palos e insultos cuando los superiores (su padre, los maestros, los alumnos veteranos) tenían que desfogarse con alguien. Bueno, ahora le tocaba a él. Aquella mocosa draqui era la víctima ideal. Parecía de lo más inocente, pero como decía su padre, todas las mujeres eran unas putas y una draqui, puta y media. Menudo era papá; había que ver las palizas que le daba a mamá, cada vez que ésta se lo merecía. De mayor sería como él; ya aprenderían todos esos abusones.
Y la cría era para descojonarse. El acceso de tos había remitido un tanto; una pena, ya que la cara se le había puesto colorada como un tomate y daba mucha risa verla. La pequeñaja volvía a suplicarle que le devolviera su astroso muñeco y Pravank pensó en qué haría a continuación. Tenía tiempo; en aquel barrio, ninguno de los suyos vendría a defenderla. ¿La pondría a saltar tratando de agarrar el muñeco? También podría dejarlo en las ramas de ese árbol y cuando la muy tonta subiera a por él, quitarle los zapatos, o las bragas, o arrojarle piedras. Estaría genial. Un momento; lo mejor sería obligarla a que bebiera de un charco si quería recuperar su juguete. Y luego…
Entretenido en tan difícil elección, Pravank no se percató de que los espectadores habían enmudecido de repente. Alguien le dio un par de toquecitos en el hombro y cuando se giró para ver de qué se trataba, recibió una bofetada de las que hacen época. Reculó un par de metros y dio con sus huesos en el suelo, atontado. Cuando dejó de ver estrellitas danzando ante sus ojos, alzó la dolorida cabeza y se encontró con un militar corporativo parado ante él.
—¿Por qué no te metes con alguien que pueda defenderse, valiente? —le dijo.
Pravank se asustó de veras y no por el tono de voz, casi cortés. Algo indefinible en la actitud de aquel tipo le causaba pavor. Aunque tenía una navaja, no iba a ser tan suicida como para plantarle cara y ninguno de los que hasta hacía un minuto lo jaleaban daba la impresión de desvivirse por apoyarlo. Por tanto se incorporó a toda prisa, le soltó a su agresor el «¡hijoputa!» de rigor y salió zumbando de allí, dándose con los talones en el culo.
Daniel Hintikka no se molestó en perseguirlo. Se dio la vuelta y habló a los curiosos:
—Se acabó el bonito espectáculo, damas y caballeros. Circulen, por favor. Y la próxima vez no dejen que esto se repita.
Los presentes se marcharon, un tanto avergonzados. Daniel Hintikka se relajó. Ya estaba hecho y se sentía mejor. No iba a arreglar el mundo, pero menos era nada. Retrocedió un paso, y tropezó con la niña.
—Perdona —murmuró y se quedó mirándola.
Era bajita para la edad que aparentaba, lo que no era de extrañar en un planeta que no hacía demasiado había sufrido una guerra, con la consiguiente desnutrición para los derrotados. Llevaba un vestido no tan abigarrado como era típico en su etnia. La falda le llegaba hasta los tobillos, y calzaba unas modestas alpargatas de lona y fibra natural. El conjunto parecía un tanto desaliñado. El pelo era lo único que se salvaba: negro, largo y brillante, recogido en una coleta. Y en cuanto a los ojos, ahora mismo lo estaban mirando a él con auténtica veneración, como si de un héroe mítico se tratase.
«Muy bien, Daniel, creo que te acabas de meter en otro follón». Suspiró. «Bueno, ¿y qué hago yo ahora con esto?»
★★★
Desde el blindado, Sven y Verena habían asistido divertidos a aquella alteración de la cotidiana rutina. Una vez concluido el lance se acercaron a Daniel.
—Buen golpe —comentó Sven, dándole una palmada en la espalda—. Ese fanfarrón no parará de correr hasta la Gran Fosa por lo menos. Me temo que la HUU acaba de ganar otro militante que clamará contra nuestra presencia opresora.
—Fíjate cómo tiemblo… —Daniel dejó de contemplar a la cría—. Resulta inusual ver a una draqui aventurarse sola por aquí. Normalmente van en grupos por la cuenta que les trae, desde las más jóvenes hasta las abuelitas.
—Ahora que lo dices, sí que es raro —repuso Sven.
Los dos militares se quedaron indecisos por un momento. En vista de que la inspiración no iba a bajar del cielo para echarles una mano, Verena propuso:
—Bueno, habrá que llevarla a su casa —se agachó para ponerse a la altura de la pequeña—. ¿Cómo te llamas, encanto?
—Lina —respondió con una vocecilla aguda.
—¿Y dónde vives, Lina?
—Cerca de la calle Prosperidad, en la Corrala Grande. ¿Vais a llevarme en el coche?
—Caray, sí que has cogido pronto confianza. Ya se te ha pasado el susto, ¿eh? —Verena sonrió, al verla tan animada—. ¿Alguno de vosotros sabe por dónde cae eso?
Sven fue a consultarlo con Alegría de la Huerta y volvió enseguida.
—Según el plano está en el corazón del Barrio Viejo, en pleno casco antiguo —explicó—. No podemos meter al blindado por unas callejas tan estrechas.
—De puta madre —dijo Daniel—. Tendremos que acercarla lo más posible y luego la acompañaré a su hogar, a ver si alguien se hace cargo de… ¡Eh, tú! ¿Adónde vas?
En cuanto oyó que la iban a llevar a casa, Lina agarró la muñeca, se fue corriendo hacia el blindado y trató de subirse antes de que cambiaran de idea, la mar de contenta. Daniel miró a sus compañeros, se encogió de hombros y se resignó a lo inevitable.
—Venga, adentro.
—Eso te pasa por Quijote, amigo mío.
—Menos guasa, Sven. En fin, al menos tendremos algo que contar a los demás esta tarde, en la cantina.
★★★
El viaje resultó de lo más entretenido, con Lina que no paró de revolverse en su asiento y de acribillarles a preguntas sobre todos los aparatos, lucecitas y armas que contenía el blindado. Daniel, no obstante, observó que la niña nunca se dirigía a Alegría de la Huerta. Desde muy pequeñas, las draquis aprendían a mantenerse alejadas de los militares republicanos; debían de llevarlo impreso en los genes.
Por fin llegaron al Barrio Viejo de Akrotiri, con sus calles retorcidas y en pendiente, ideal para los paseos turísticos y el paraíso de cualquier experto en guerrilla urbana. A Daniel le ponía nervioso ese escenario, pero trató de tranquilizarse diciéndose que estaban en época de paz. Además, Lina le había tomado la palabra cuando anunció que la iba a acompañar y no paraba de recordárselo. Y él no acostumbraba a romper sus promesas. Por otro lado, si había embarcado a los demás en aquella aventura por un arrebato, era su deber finalizarla. Sacó el casco de debajo del asiento y se lo caló, agarró el fusil, comprobó que el equipo estuviera en orden y abrió la escotilla.
—Venga Lina, a casita —la niña salió de un brinco del blindado—. Bueno, no sé cuánto tardaré, y…
—La última vez que te metiste en un berenjenal similar fue en el hospital, y menudo plantón, jefe —le recordó Sven.
—No me esperéis; ya llamaré a alguien para que me recoja cuando acabe. En fin, lo único bueno del caso es que como desde hace unos días soy el máximo responsable militar de esta guarnición, tendré que dictar un informe al ordenador, el cual me lo remitirá para que yo mismo determine si he cometido alguna sanción. Desde luego al cónsul le importamos un bledo. Tengo la impresión de que por allá arriba nos consideran como sabañones, buenos sólo para incordiar. Mientras no causemos destrozos podemos hacer lo que nos salga de las narices, en realidad.
—¿Otro de tus ataques depresivos, Daniel? Últimamente no levantas cabeza —dijo Sven—. La vejez, que no perdona…
Por respuesta el coronel Hintikka compuso un desganado saludo y abandonó el vehículo, con Lina pegada a sus talones. Consultó el plano urbano que mostraba el visor del casco. Bien, tendría que entrar por esa calle. Casas de cuatro o cinco plantas, que parecían tocarse en las azoteas, la calzada con baches y charcos, las aceras con alguna baldosa de menos… Maravilloso; justo lo que un aprensivo necesitaba. «Yo y mi sentido de la justicia… Me lo merezco, por besugo».
No había andado una decena de pasos cuando Verena Grey lo llamó:
—¡Eh, coronel! Irás más tranquilo con escolta. Así aprovecharé para hacer turismo. Será como visitar un refugio de shaddaítas en Hlanith, aunque el estilo es diferente. Aquel planeta es de lo más ordenado y racional.
Daniel Hintikka se lo agradeció sinceramente. Dejó a Sven y al imperturbable Alegría de la Huerta encargados de devolver el blindado al cuartel, y se internaron en las callejas donde moraban los draquis.
Constituían un trío de lo más pintoresco. Daniel iba en cabeza, alerta y sin perder detalle. Teóricamente transitaban por una zona pacífica, pero los viejos y saludables hábitos se negaban a desaparecer. Por detrás, a una distancia prudencial, lo seguía Verena. Se notaba que la mujer tenía tablas y llevaba a sus espaldas muchas patrullas. Aunque se tratara de acercar a la cría a su hogar, actuaban como en una misión de combate, evitando recortarse en puertas y ventanas, y todo eso. Por su parte, Lina se lo estaba pasando pipa, yendo de uno a otro como una abeja de flor en flor. La gente se los quedaba mirando, perpleja.
—¡Tu traje ha cambiado de color! ¡Tu traje ha cambiado de color! Anda, ponlo otra vez verde, que el gris es muy feo. Venga, por favor…
—Ya lo hará él solito cuando le dé el sol, Lina —dijo Daniel—. Está en modo automático.
—Pero es feísimo…
—Sí, ya sé que el rosa fosforito te gustaría más, pero se trata de que no se nos vea demasiado, no sea que nos peguen un tiro.
—Ah… —galopada hasta Verena—. ¿No te molestan los pantalones? ¿Por qué no llevas falda?
—¿Has ido alguna vez con faldas por un pantano apestoso, lleno de bichos que se te suben por las piernas, en un día ventoso? Yo tampoco.
—Ah —otro paseo hasta Daniel—. ¿Para qué sirve eso?
—Es un vibrocuchillo. Lo usamos para cortarles la lengua a las niñas que hablan demasiado.
—Huy —estratégica retirada hacia Verena—. ¿Por qué no vais más juntos? ¿Es que estáis peleados?
—Es una larga historia. Nos protegemos mutuamente y en caso de ataque, es más difícil que caigamos los dos.
—Bueno, si es por eso… —otra vez con Daniel—. Oye, hay que ver cómo se preocupa por ti. ¿Sois novios?
—¿Mande? —Daniel estaba empezando a considerar al infanticidio como una alternativa de lo más aconsejable.
—Que si vais a casaros, caramba. Pareces tonto…
Daniel se tragó la respuesta espontánea que le había venido a la mente y se limitó a lanzar una mirada ceñuda que la hizo retroceder y regresar con Verena.
—Tu novio es un poco gruñón, ¿no?
—¿Novio? No digas disparates, hija —Verena reprimió una carcajada y trató de explicarle a Lina de forma somera los tipos de relaciones interpersonales en la Corporación. En buena hora, ya que eso provocó una batería de preguntas que acabó por volverlos locos.
Entre cuestión y cuestión, fueron atravesando las calles del Barrio Viejo. Antes de las guerras civiles fue una zona donde vivían sólo los más pobres, ya que los ricos señores draquis preferían los amplios barrios residenciales del exterior. Tras la contienda se invirtieron las tornas, y los supervivientes fueron arrinconados a las zonas más viejas mientras los comuneros emigraban a la periferia. Al final, las pocas calles anchas y rectas que cortaban el casco antiguo se convirtieron en improvisadas fronteras que delimitaban los territorios draquis frente a las zonas comuneras más pobres. Tan sólo en la cercanía de los grandes mercados convivían ambas etnias y se mezclaba su arquitectura típica. Los ángulos rectos y el cristal de las casas comuneras sobresalían entre las sensuales curvas de adobe y ladrillo de sus vecinos, con los que aprendían a convivir.
Daniel y Verena estaban penetrando en el corazón de uno de los barrios draquis más puros. Mirando hacia lo alto uno tenía la impresión de caminar por el interior de una gruta, de una especie de templo mineral erosionado por el tiempo. Aunque el sol brillaba en lo alto, en la calzada se gozaba de un microclima peculiar, una umbría fresca y agradable. Las ventanas estaban hábilmente disimuladas entre falsas estalactitas y mocárabes, y el rumor de alguna fuentecilla oculta alegraba el oído. El color de las fachadas, un ocre uniforme, hacía que la vista pronto se cansara y uno empezara a usar otros sentidos habitualmente atrofiados, a dejarse guiar por leves corrientes de aire que circulaban entre aquellos edificios concebidos como un inmenso sistema de grutas, por retazos de sonido, por aromas indefinibles. A pesar de su uniformidad cromática, la textura de los muros cambiaba armoniosamente, como si solicitaran ser acariciados, admirados, amados. Daniel tuvo que hacer un esfuerzo por mantener la concentración; afortunadamente, el parloteo de Lina mantendría en vilo a un muerto.
En una plaza algo más amplia que el callejón por el que acababan de salir, se cruzaron con un grupo de ancianas draquis que se detuvieron al verlos pasar y se pusieron a cuchichear entre ellas cuando las dejaron atrás. No detectó hostilidad ni recelo, únicamente asombro. Era curioso: no había visto un hombre desde que habían entrado en el barrio, sólo mujeres. Además, sus pintorescos vestidos, de colores vivos, parecían discordantes si se confrontaban con los edificios. Poco sabía de los draquis, salvo que después de la guerra y las matanzas se habían convertido en una sociedad matriarcal, renegando de las antiguas costumbres que los habían llevado a la ruina. Sintió una punzada de curiosidad. Antes de jubilarse tendría que visitar un museo, para enterarse de su modo de vida anterior. Esperaba que ninguno de sus colegas lo viera meterse en un centro cultural; tendría que estar aguantando sus chanzas durante un mes, lo menos.
Al pasar por una calle en nada diferente a las demás, Lina le dio un tirón de la manga del uniforme.
—Yo vivo aquí. Eh, no os quedéis ahí parados. ¿Vais a pasar conmigo, o no? Mi abuela dice que debemos ser hos-pi-ta-la-rios —le costó pronunciar una palabra tan larga—, así que os tendréis que quedar a almorzar con nosotros —los miró con expresión pícara.
La entrada de la ¿casa?, parecía un boquete en la pared, oscura como boca de lobo. Las puertas estaban abiertas. Daniel activó el visor infrarrojo, y pudo distinguir un corredor que se doblaba a la izquierda y luego a la derecha. Una hábil medida defensiva, desde luego, pero él habría agradecido que aquella gente viviera en casas como Dios manda, no en semejante suerte de laberinto.
—Bueno, coronel, tendremos que pasar, ¿no? —dijo Verena.
—Ni que os fuéramos a comer —repuso Lina—. Que es para hoy, ¿eh? Venga, os presentaré a la su-per-vi-so-ra.
Lina agarró a Daniel de la mano y tiró de él hacia la puerta.
—De acuerdo, nena, tú ganas. A ver qué pasa ahora; desde luego, hoy me estoy luciendo —musitó.
Sin pensárselo más, los dos militares acompañaron a su protegida al interior de la Corrala Grande.
★★★
Hacía ya rato que los niños habían salido del colegio, aunque todavía faltaba un poco para la hora de comer. Por ello el interior de la Corrala Grande bullía de actividad, con críos jugando por todas partes y armando un barullo de mil demonios. El escándalo cesó súbitamente cuando por la puerta principal entraron dos figuras uniformadas junto a una niña. El silencio se hizo sepulcral. Los pequeños draquis heredaban de sus mayores una serie de pautas de comportamiento que favorecían la supervivencia. No llamar la atención de la Policía o los soldados era la mejor forma de evitar empujones, puntapiés o algo peor. Los registros a las corralas no eran tan frecuentes como antaño, pero aun así…
Los niños no tardaron en darse cuenta que aquellos intrusos no eran comuneros y eso hizo que la curiosidad prevaleciera. Una pareja de comandos corporativos en uniforme de combate no era algo infrecuente en el barrio, pero sí allí dentro, ya que se limitaban a patrullar las calles. En menos de un minuto, Daniel Hintikka y Verena Gray iban escoltados por una legión de chiquillos de toda edad y condición que contemplaban extasiados los cambios de color en sus trajes cuando pasaban del sol a la sombra.
—Si lo llego a saber, me pongo a venderles entradas para admirarnos como atracción de feria —refunfuñó Daniel.
—No te quejes; no se arriman a menos de cinco metros —le contestó Verena—. Además, mira qué ilusión le hace a Lina, pobrecilla.
Efectivamente, la niña iba entre ellos la mar de ufana, presumiendo y dándose aires de importancia, sabiéndose envidiada.
—Espero que nos lleve directamente a la supervisora, y no nos esté haciendo dar una vuelta de honor para público lucimiento —dijo Daniel—. Joder, sí que es grande esto. Desde la calle nadie sospecharía la existencia de un espacio tan enorme.
—Me recuerda a los barrios de refugiados shaddaítas de Hlanith. Mi hermana Suniva me llevó a visitar uno durante el último permiso. Visto desde fuera parecía un bloque gigantesco de hormigón, pero por dentro era semejante a éste: un gran patio abierto al cielo, con las viviendas alrededor.
—Como mundos aparte… Es una buena forma de aislarse y sentirse seguros.
—Detecto algunas diferencias —comentó Verena—. En Hlanith, los edificios eran puras líneas rectas de lo más funcional, y esto se parece al interior de una geoda gigante. Mira esos cristales, cómo canalizan la luz del sol. Evoca a un cuento de hadas… —hizo un gesto de disculpa al ver la cara de extrañeza de Daniel—. De pequeña tuve una abuelita que se empeñaba en contar a sus nietos historias de duendes, hadas y demás fantasías. Fui niña una vez, ¿sabes?
—Es un defecto que se cura con el tiempo, no te preocupes. Tengo que reconocer que es espectacular. Aparte de la estética, todas esas pirámides de cuarzo, o lo que sean, multiplican y realzan los rayos solares. No sé cómo demonios lo conseguirán, pero según el fotómetro —echó una ojeada al visor—, la luminosidad en el centro de la plaza es equivalente a la que tendríamos a cielo abierto. Y esos juegos de luces y sombras… No están mal, desde luego.
—Noto otro contraste con Hlanith —prosiguió Verena—. Los barrios shaddaítas estaban llenos de viejos sentados al sol, sin que se les escapara detalle de las idas y venidas del vecindario. Por aquí no veo ni uno.
—Durante la guerra y la postguerra los comuneros se cepillaron a casi todos los varones draquis. Ahora mandan las mujeres, según tengo entendido, y pobre del ocioso… Los obligan a trabajar para traer dinero a la comunidad, aunque sea liando cigarrillos de marihuana para venderlos en el mercado.
—Qué curioso… Bueno, espero que demos pronto con los padres de Lina, porque si seguimos acumulando seguidores, vamos a parecer una procesión de Semana Santa, como las que me comenta Timi de su país.
—No sabía que en la Vieja Tierra quedaran neocatólicos.
—Ni uno. Son gente sensata, pero ya conoces cómo se toman allá la preservación de sus tradiciones y sus espacios naturales. Sobre todo de los pocos que dejaron sanos…
—Están como cabras, esos terrícolas…
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Areta Mírix no estaba de muy buen humor, precisamente. ¿Soldados en la Corrala? Se suponía que había un discreto servicio de vigilancia que avisaría con antelación cuando alguno de aquellos buitres se acercara a menos de cien metros. Era raro, porque los niños resultaban excelentes centinelas, con ojos siempre abiertos. Se apresuró a salirles al paso. ¿Qué querrían? Estaba harta de ellos. ¿No quedaron contentos tras la guerra? Aún seguían mortificándolos, sin permitirles vivir en paz.
Areta Mírix había sobrevivido a demasiados registros, demasiadas visitas policiales a horas intempestivas, y eso la convirtió en una experta en tratar con aquellos bárbaros. Ya no era tan malo como antes, pero a veces tenía que emplearse a fondo para evitar la rapiña, o lograr que dejaran de meter mano a las doncellas. Era una maestra en la súplica. Por eso le gustaba disponer de unos minutos para preparar el escenario: ocultar todo aquello que pudiera excitar la curiosidad, la codicia o la lujuria de los representantes de la ley o, si era necesario, sacar un coro de plañideras. Y ahora la habían pillado desprevenida. Rezó para que sólo se tratara de un par de polis desocupados, o alguna notificación burocrática. En fin, al menos tenían todos los papeles en regla; ojalá fuera leve la cosa…
Al salir al patio pudo respirar un poco más tranquila: eran corpos. Con razón no la habían avisado que se acercaban; patrullaban de rutina el barrio, y nunca se metían con nadie. Pero tampoco entraban jamás en las viviendas. ¿Qué tripa se les habría roto ahora?
Areta no tenía nada contra ellos. Al contrario; por lo que contaban sus amigas de las ciudades norteñas, simplemente cumplían con su función sin extralimitarse, una conducta inusual en Baharna. Igual no eran mala gente, pero carecía de experiencia en tratar con ellos. Improvisaría, qué remedio.
Desde luego, no parecían agresivos. En caso contrario, jamás tendrían a tanto zagal remoloneando alrededor. Buena señal; los pequeñajos poseían un sexto sentido para detectar a los cabrones. Al acercarse vio a Lina entre ellos. «Tenías que ser tú… ¿Es que nunca aprenderás a no meterte en problemas? Habría que hacer algo contigo, pero lo tuyo no tiene arreglo, por desgracia». También se dio cuenta de que los dos soldados parecían un tanto incómodos, fuera de sitio. Uno de ellos era una mujer. La diferencia con las tropas comuneras resultaba notoria. Trataría de ser amable. Tenía su mérito venir a un planeta perdido, donde no se les había perdido nada, a poner paz. Estaban como cabras, aquellos corpos…
★★★
Daniel y Verena comprobaron aliviados que la chiquillería enmudecía y se retiraba estratégicamente al acercarse a ellos una formidable matrona. Con unos cuantos gritos ahuyentó a los más valientes, que juzgaron conveniente irse a comer a casita. La supervisora tenía buena memoria, y la mano larga. Se plantó ante los dos militares.
Daniel, instintivamente, sintió respeto por aquel cruce entre sargento chusquero y ama de cría. Saltaba a la vista que poseía dotes de mando aunque no vistiera uniforme, sino el típico y colorista atavío draqui, abigarrado hasta en las cintas para recoger el cabello. Era tan alta como él y casi el doble de ancha. Renunció a calcularle la edad. Hacía mucho que había dejado de ser joven, como proclamaban las patas de gallo y alguna que otra arruga, pero se la veía en forma. Se detuvieron ante ella.
—Buenos días, señores. Areta Mírix, supervisora de la Corrala Grande, a su servicio. ¿Qué desean ustedes? —no usó el tono servil empleado con la poli local, sino uno más formal; parecía adecuado con aquellos dos.
—Coronel Daniel Hintikka, teniente Verena Gray, señora —Daniel se llevó la mano al casco—. Disculpe la intromisión, pero encontramos a esta pequeña lejos de aquí —le explicó lo sucedido sin entrar en demasiados detalles—. Decidimos traerla a su hogar para entregarla a sus padres, y nos condujo hasta la Corrala. ¿Se pueden hacer cargo de ella?
Areta miró ceñuda a Lina, que pareció encogerse ante tan severo escrutinio. Se arrimó a sus nuevos amigos, como buscando apoyo.
—Lina, sabes muy bien que no debes salir sola, y menos fuera del barrio.
El tono de la regañina no admitía réplica. Lina se refugió tras Daniel, y parecía a punto de sollozar.
—Estoy cansada de que nadie quiera jugar conmigo —murmuró, haciendo pucheros.
El semblante de Areta Mírix se dulcificó un tanto.
—Bueno, en el pecado llevas la penitencia; que te sirva de lección. Corre con la abuela, que te echará de menos.
Lina, al verse libre de una bronca segura, no necesitó que le repitieran la orden, y cruzó el patio corriendo. Sin embargo, aún le quedó tiempo para gritar:
—¡Les he prometido hospida… hospita-li-dad! ¡Le avisaré a la abuela que vienen a visitarla! —y desapareció tras unos soportales antes de que los adultos tuvieran tiempo de negarse.
—Una encerrona en toda regla —Verena sonrió—. Ahora deberemos presentar nuestros respetos a su abuela.
—No están obligados, por supuesto. Esta niña es de lo que no hay —bajo la mueca de desaprobación de la supervisora, Daniel creyó detectar una cierta pesadumbre, afecto quizá.
—Puestos ya a echar el día… —dijo Daniel—. Odio meterme donde no me llaman, señora, y perdone que sea tan franco, pero el percance pudo ser muy grave si nosotros no acertamos a pasar por allí. Ustedes siempre van en grupo cuando penetran en territorio comunero. ¿Por qué…?
Areta lo interrumpió mientras echaban a andar tras Lina.
—Hay cosas que a un extranjero le resultarán absurdas, pero para nosotros importan tanto como la propia vida —pareció esmerarse en escoger bien las palabras—. Los abuelos de Lina no se comportaron apropiadamente en la guerra, y la ignominia cayó sobre el clan Ívix. Éste resultó aniquilado durante la represión, con la excepción de Lina y su abuela. Creo que los muertos tuvieron suerte; se libraron de ser unos parias, como ellas dos. La vieja ha sufrido mucho, créanme, aunque ahora sólo se entera de la misa la mitad. Su mal es un tipo de degeneración cerebral, y en Baharna no hay cura para él. En cuanto a la cría… Bien, ya se sabe que los niños aprenden de las actitudes de los mayores, y le dan de lado. A esas edades se es muy cruel —suspiró—. Mi deber es velar por el bienestar de toda esta Corrala, y soy la única que les echa una mano, pero yo también tengo mi propia familia, con los inevitables problemas añadidos. Me temo que su educación está muy descuidada. Y todo lo demás, de paso.
—Castigar a los hijos por las culpas de los padres me parece una putada, señora. Sólo los neocatólicos se atreven a sostener un disparate semejante, con eso del pecado original. Es perverso… Disculpe, no quise ofenderla. Ni a ti tampoco, Daniel.
Éste miró a Verena, sorprendido. Era la primera vez que oía a la teniente manifestar algo parecido a la vehemencia.
—Mi fe religiosa está más muerta que los imperiales de Tau Ceti, descuida —le dijo.
—Las cosas son como son, y nosotros carecemos de poder para cambiarlas —sentenció Areta Mírix.
—He asistido a demasiadas jodiendas, y el comprobar cómo la gente se complica la vida… Bah, olvídelo —Verena sonrió, tratando de quitar hierro al asunto.
—No es la primera vez que me tropiezo con Lina —recordó Daniel—. Hace más de un mes la vi ingresada en el hospital, con un ataque de tos bastante feo. Ahora comprendo por qué ningún pariente estaba pendiente de ella… Cuando el incidente de esta mañana, también hubo un momento en que pasó por dificultades respiratorias. ¿Le ocurre algo?
—Su salud es delicada. Por mucho que la vea corretear, de vez en cuando nos da un susto. Los médicos dicen que no es grave, una cierta propensión al catarro, pero siempre acaba recayendo. Si tuviera una familia que se ocupara…
Areta se encogió de hombros en un gesto de impotencia, y dio por zanjado el tema. Había otros problemas más serios. A muy corto plazo, por ejemplo, qué hacer con aquellos dos. Definitivamente no eran hostiles; tenían algunas manías raras, pero no llevaban a rastras los prejuicios de los comuneros. Tal vez… Una idea fue creciendo en su mente. Sí, pudiera ser que la escapada de Lina resultara provechosa, después de todo. ¿Brindar hospitalidad a unos soldados, extranjeros por añadidura? Hacer amigos era una inversión a largo plazo. Fue rumiando el tema mientras se dirigían a la casa de Lina.
Daniel no dejaba de observar el vecindario.
—Viven ustedes en un lugar privilegiado, señora. No había visto nada igual en los mundos que he visitado. Bueno, a decir verdad, tampoco tuve mucho tiempo de hacer turismo.
—Si por nosotros fuera, habríamos tirado todo abajo y rediseñado las calles al estilo comunero —Areta sonrió—. Este escenario nos trae demasiados recuerdos que deseamos enterrar. Pero eso cuesta dinero, y además el Gobierno nos ha hecho la faena de declarar el Barrio Viejo monumento histórico-artístico. Al menos, tenemos un sitio donde caernos muertos. Después de todo lo que sufrimos en la postguerra, podemos darnos con un canto en los dientes.
—Si se abaratan los viajes espaciales vendrán manadas de turistas, y eso significará dinero para ustedes —señaló Verena.
—Es un consuelo, aunque de aquí a que eso ocurra…
—Afirman las malas lenguas que se están desarrollando nuevos modelos de motores más rápidos que la luz de pequeño tamaño, como los que había antes del Desastre —dijo Daniel—. Si eso es verdad, con la cantidad de ricos ociosos que vegetan en la Vieja Tierra, Rígel o Hlanith, los yates de recreo MRL proliferarán como hongos, y más de uno pagaría una fortuna por visitar y admirar esto.
—Desde luego que hay gente rara —Areta se encogió de hombros—. Por supuesto, si ellos quieren desprenderse de su dinero, nosotros estaremos encantados de echarles una mano.
—Sabia decisión —sentenció Daniel—. Esto… ¿Seguro que nuestra presencia no les supone ningún trastorno, señora? Le estamos muy agradecidos por la invitación, pero no deseamos imponerles…
—No se hable más: son ustedes nuestros huéspedes —lo cortó Areta—. Además, han llegado en el día adecuado. Hoy celebramos una pequeña fiesta. ¿Han asistido alguna vez a una matanza?
—Bastantes, me temo. La última fue cuando asaltamos el templo de…
—Me temo que no se refiere a esa clase de matanza, Daniel —lo corrigió Verena.
El coronel Hintikka se quedó un momento descolocado, pero enseguida reaccionó.
—Dichosa deformación profesional… ¿Algún animal, quizá?
Areta lo miró de reojo.
—Valientes pacificadores… No sé si reírme o salir huyendo —dijo, flemática—. ¿Saben lo que son las morcillas?
El hielo se había roto. De buen humor, los tres llegaron hasta la puerta que conducía a los patios interiores.