8. Encuentros

LA noche fue dura. Varias veces se acercaron animales peligrosos al campamento. En una ocasión dos de ellos lucharon ferozmente a pocos metros del refugio que se habían buscado entre los árboles caídos. Luego resultaron ser lagartos poco mayores que un perro, pero habían organizado una escandalera de mil demonios, como si se tratara de un par de tiranosaurios cabreados. Alguna que otra vez creyeron oír ruido de disparos, pero era difícil precisar nada. Aunque se turnaron de hora en hora, ninguno de los dos pudo apenas dormir. Había algo opresivo en la selva nocturna, un hálito diabólico que rezumaba desde lo alto, un rumor continuo de violencia. Para Sira era desagradable, pero para Alejandro resultaba mucho peor. Descubría el peligro, la ansiedad, la impotencia y todos los terrores primitivos que habían asaltado al hombre desde la época de las cavernas y que aún le acompañaban en el fondo de su mente.

Tumbado al lado de una Lisa febril y agitada, temía a cada instante que una fiera saltara sobre ellos. Alejandro no dejaba de pensar en su vida pasada. El palacio de Algol parecía irreal y su estancia en las academias de la Tierra se le antojaba ridícula. ¿Qué preparación para la vida tenía? Le habían enseñado a utilizar la tecnología corporativa, a conectarse con el sistema, a luchar sobre un tablero de juego de brillantes colores. Pero no le habían preparado para enfrentarse solo a la lucha por la subsistencia. En eso Sira le aventajaba claramente, y lo mismo cualquier analfabeto de la Edad de Piedra. Él no sabía qué podía comer, qué plantas no debía tocar o cómo reaccionarían los animales. Incluso había tratado de encender un fuego para ahuyentar las fieras. Sira, horrorizada, le había hecho apagarlo de inmediato.

—¿Cuánto crees que tardarán en descubrirnos los republicanos, ahora que nos persiguen?

Ciertamente, cualquier satélite o aparato aéreo captaría enseguida la hoguera. Los soldados irían directos hacia ellos. Alejandro se ruborizó hasta las orejas, pensando que, sin duda, lo habría tomado por memo. Y no iría muy desencaminada. Estaba empezando a descubrir el significado de la palabra autocrítica.

★★★

Mientras, a poca distancia el rastreador había trepado a un árbol. Varios bichos similares a felinos de gran tamaño trataban de merendárselo. Para evitarlo se había subido a la primera rama que tuvo a mano. Armado con su pistola de plasma a la mínima potencia, para no ser detectado, les había convencido de que era mejor dejarlo en paz. Descubrió que el árbol estaba repleto de pequeños reptiles parecidos a iguanas. Agarró uno por la cola, dejándolo colgar boca abajo.

—¿Eres comestible, pequeño? —preguntó cortésmente.

Ante la falta de respuesta por parte del animal, que movía las patas agitadamente y miraba en todas direcciones, optó por matarlo. Lo inspeccionó con el bioanalizador. Era comestible y bastante sabroso, por añadidura. De haber podido asarlo hubiera constituido todo un banquete, pero dadas las circunstancias no podía quejarse.

Quienes peor pasaron la noche fueron los soldados. Pese a ser nativos del planeta, ninguno conocía las junglas volcánicas, y además componían una tropa escasamente entrenada, comandada por una extranjera. Varios hombres sufrieron las consecuencias de las plantas tóxicas por contacto, hasta que el sargento ordenó que todo el mundo se pusiera los guantes y la capucha. También hubo un herido por ataque de un animal y sus compañeros debieron escoltarlo de regreso al exterior, pues los lubits no podían atravesar el follaje.

Durante la noche perdieron mucho tiempo en reencontrarse, pues dos grupos se habían perdido. Pasaron la velada juntos con una fuerte guardia a su alrededor, sin que hubiera más bajas ni heridos.

★★★

A la mañana siguiente fueron Sira y Alejandro los primeros en iniciar la actividad. Lisa parecía estar medio recuperada. Alejandro le inyectó de nuevo el complejo inmunoactivante y volvió a limpiar y desinfectar la herida. Ahora era más oscura pero menos llamativa. Parecía haberse reducido el área corrompida por los hongos.

—No entiendo nada —reconoció Sira—. No se parece a la evolución normal de la enfermedad. Tu amiga debe de funcionar de un modo bastante raro por dentro.

—Quizá te hayas equivocado —sugirió Alejandro—. ¿Y si no fuera esa peste? Puede tratarse de otra cosa parecida.

Sira no replicó y se puso en marcha. Parecía abstraída y, de hecho, mil ideas circulaban por su cabeza.

Lisa, semiinconsciente, apenas podía andar. Alejandro le pasó el brazo por los hombros para ayudarla. Sira iba delante abriendo camino, que ahora debía ser más amplio para que pasaran los dos pilotos a la vez. Le molestaba dejar un rastro tan visible, pues estaba convencida de que varias veces durante la noche había oído disparos. Estaba en lo cierto.

Conforme avanzaban el sol se fue alzando por el borde del cráter. Las brumas matinales no dejaban ver claramente el suelo y tenían que avanzar con cuidado. En una ocasión Sira pisó una serpiente que por suerte resultó no ser venenosa. El sobresalto fue mutuo: la culebra huyó y Sira extremó las precauciones.

Se detuvieron al cabo de una hora para que Lisa pudiera descansar. Sudaba a pesar del fresco que hacía a aquella hora. Alejandro identificó unos frutos comestibles y los recogió. Sira se encaramó a una rama para abastecerse de huevos. Eran pequeños y con lunares marrón claro. Luego siguieron andando y Lisa quiso caminar sola. Sira iba delante y Alejandro detrás. En una ocasión vio cómo Lisa palpaba su cinturón. Había notado la ausencia de armas y seguramente había visto que Sira llevaba su pistola, pero nadie lo comentó.

Horas más tarde volvieron a descansar. Alejandro preparó de nuevo el inmunoactivante para inyectar a Lisa, que se mostró sorprendida. No recordaba nada de lo ocurrido, ni la lucha ni las otras veces que Alejandro le había inyectado. Cuando vio el aspecto que tenía la herida de su brazo, se alarmó visiblemente y dejó que Alejandro la curara.

Tuvieron que explicarle lo ocurrido, pero prefirieron ahorrarle los detalles más tétricos de la enfermedad. De todos modos, su capacidad de fijar la atención era reducida, y constantemente se sumía en un mutismo que intranquilizaba a sus amigos.

Mientras se preparaban para avanzar de nuevo, vieron algo parecido a una libélula de considerable tamaño mantenerse quieta en el aire gracias a unas alas transparentes que su rápido movimiento convertía en invisibles. El animal era de una gran belleza y resplandecía como si estuviera hecho de cristal, destellando en colores verde y azul pálido. Sira lanzó un pequeño grito al verlo.

—Cuidado con él —dijo—, no lo toques, ni te acerques —parecía verdaderamente asustada.

Alejandro empuñó su pistola.

—¿Es venenoso? —preguntó.

—No lo sé, pero es una forma de vida nativa. No es de origen terrestre.

Los dos pilotos sabían muy bien lo que eso significaba. Podía ser desde completamente inofensiva hasta absolutamente mortal. Tratándose de vida alienígena eran impredecibles tanto su actitud como su peligrosidad. Y mientras tanto, varias docenas de animales parecidos les habían rodeado por completo. Formaban un círculo perfecto que sólo dejeba una pequeña abertura. Los animales del extremo opuesto se acercaban a ellos con extraños movimientos que parecían una danza complicada. De algún modo supieron que debían moverse. Los animales les empujaban en una dirección determinada.

Empezaron a andar. Los animales seguían formando una barrera a su alrededor, dejando una vía libre. Cada vez eran más numerosos. Se movían en completo silencio y sus cuerpos esbeltos y gráciles ejecutaban raras piruetas en el aire. Cuando alguno se iba o llegaba, resultaba casi imposible captarlo. Eran más rápidos que la vista.

Apenas recorridos trescientos metros, una chabola apareció ante ellos. A su alrededor había algunas criaturas parecidas a armadillos, con corazas de vivos colores y aspecto vítreo. La humilde vivienda había sido construida con planchas de plástico duro que el tiempo recubrió de plantas trepadoras. La puerta estaba entreabierta. Algunos animales voladores entraron por ella y otros se posaron en el techo.

A través de la puerta vieron una débil luz eléctrica y un suave aroma a café recién hecho llegó hasta ellos. Entraron.

El interior estaba oscuro. El aire era seco y con un vago olor a ozono, muy diferente a la cálida y fétida humedad de la selva. Producía la misma impresión a los sentidos que un laboratorio durante la noche. Conforme su vista se acostumbraba a la oscuridad, percibieron unas pequeñas luces rojas y amarillas al fondo, así como un resplandor palpitante, rojo o anaranjado. Su intensidad variaba, al tiempo que su fuente se movía arriba y abajo.

—En este lugar las visitas son siempre bien recibidas —se escuchó la suave voz de un anciano. La luz anaranjada volvió a subir y se intensificó unos segundos. Alguien tosió—. Pero pasen, por favor, mientras busco este maldito interruptor.

La luz aumentó paulatinamente. Desde el techo, una gran pantalla difusora inundó de claridad la habitación. Pudieron comprobar que se hallaban en una pequeña estancia, menos tosca por dentro de lo que aparentaba por fuera. El interior era de fibrorresina, con mobiliario de plástico duro, parecido al de las naves civiles. En una pequeña cama, justo delante de ellos, yacía un cuerpo menudo y pálido. Era un anciano de edad indefinida y aspecto agotado, que respiraba con dificultad.

A su alrededor, varias mesas bajas estaban llenas a rebosar de pequeños dispositivos electrónicos. Tenía encima de la manta un bloc de notas electrónico, un bioanalizador voluminoso y complejo y varios mandos a distancia. Uno de ellos le servía para regular la luz y los demás factores ambientales de la habitación. Con él hizo aumentar también la temperatura. El climatizador, situado junto a una pared, zumbó ligeramente. Alejandro comprobó con extrañeza que se hallaba conectado, al igual que el resto de los aparatos, a un reactor de fusión. La casa tenía energía asegurada hasta el fin de los tiempos.

Con unos vagos gestos el anciano los invitó a sentarse a su lado. Tuvieron que apartar algunos objetos de las dos sillas y una pequeña mesa. Sira se acomodó al lado de varios aparatos de mayor tamaño, cuyas luces habían sido lo primero que les llamó la atención al entrar.

—Díganme, ¿cómo han llegado hasta este perdido lugar? —el anciano habló con voz quebradiza, y se retrepó en la almohada.

—Creo que es una larga historia —respondió Alejandro con un suspiro.

El anciano pareció vagamente sorprendido. Enfocó la vista sobre él con dificultad. No podía ver con claridad y sus ojos tenían un aspecto lechoso, turbio.

—No hablas como un nativo; eres imperial.

Alejandro se dio cuenta sólo entonces de que el hombre había estado hablando hispano puro, como sólo se hacía en la Tierra.

—Soy imperial —confirmó Alejandro.

—¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

Sira hizo un gesto negativo con la cabeza. Aunque le costaba entender el hispano, y más un acento como aquél, comprendía lo suficiente y no quería correr riesgos. Mientras, el anciano había sacado una cinta gris que se puso alrededor de la cabeza. Una pequeña caja que reposaba sobre una máquina se levantó en el aire sobre un campo agrav, apuntando hacia ellos. Todos reconocieron que se trataba de una cámara teleguiada mediante control mental. El anciano estaba recibiendo su imagen con más claridad de la que sus ojos le hubieran proporcionado de haber estado sanos.

—¡Vaya, el Príncipe Alejandro y Elisabeth de Orión! Como dicen en mi terruño, el mundo es un pañuelo y el universo una sábana. ¿Sabéis que yo estaba presente en vuestros nacimientos?

—Pero ¿quién es usted? —explotó al fin Alejandro, que ya no podía contenerse más.

—Tranquilo —le susurró Sira al oído.

—Bueno, la mía también es una larga historia —y el anciano esbozó una sonrisa con un leve toque de sarcasmo—. Me llamo Ignacio De Castro, soy biólogo y antaño catedrático de Ingeniería Genética en la Universidad de Marte, en Puerto Príncipe. Mi especialidad es la programación molecular. Hace unos veinte años la Corporación me llamó, junto con otros muchos especialistas, para participar en un programa de mejora genética de varios individuos. Limpiamos lo que sobraba, fijamos todo lo útil y dimos esplendor al conjunto. He de decir, y no sin orgullo vistos los resultados —dedicó una mirada enigmática a los jóvenes—, que vosotros dos os beneficiasteis de ese programa.

—¡Usted…! —dijo Alejandro, pero se quedó sin palabras.

Lisa pareció interesada en la conversación por primera vez, aunque luego permaneció de nuevo abstraída, con la mirada vacía.

—En efecto, ayudé a reconstruirte y puedo asegurarte que eres un individuo de primera. No nos limitamos a la constitución física, sino que trabajamos duro en los factores que habían de forjar tu personalidad. Conforme vayas madurando te será cada vez más difícil huir de la realidad, como hacen todos esos idiotas conectados eternamente al sistema o a la holovisión. Procuramos potenciar las características que definen a un ser humano notable: inteligencia, lógica, percepción de la realidad y sobre todo, esa casi inaprensible cualidad de aprender de la propia experiencia, de entender lo que ocurre a tu alrededor. Puede que el entorno cortesano haya retrasado la expresión de todas vuestras potencialidades, eso sí. Ojalá no las haya atrofiado del todo.

De Castro esbozó una leve sonrisa y Alejandro bajó la vista, incómodo. El anciano prosiguió:

—La mayoría de la gente vive encerrada en un pequeño y estrecho mundo de comodidades cotidianas. Todos tienen asegurado el sustento, la atención sanitaria, la diversión pública y un entierro a cargo del Estado. La principal ocupación de billones de personas es conectarse a la Red, dejar que la diversión o la información preparada por otros fluya hacia ellas —se detuvo un momento debido a un ataque de tos. Después reanudó su charla—. Eso es horrible. Nadie comprende el valor de las cosas, ni el sufrimiento que genera una guerra. En la holovisión la guerra es honor, heroísmo, aventura, y todo eso llega directo al fondo del cerebro. No hay nada más real para un enganchado al sistema que una película holográfica. Cuando ésta acaba, abre los ojos y en comparación ve el mundo oscuro, descolorido, borroso. La gente lleva más de mil años en una prisión donde se encierra voluntariamente cada día, atraída por unos brillantes fuegos de artificio.

»Por eso la Corporación os dio lo mejor que tenía: comprensión, coherencia y unos estudios en los más selectos centros de la Tierra para alejaros del mal ejemplo de una civilización esclavizada, programada para pensar lo que se desea que piense. No es por casualidad que en los internados de categoría no haya posibilidad de conexión a la Red. Seguramente incluso os hacían escribir a mano y pasar las tardes leyendo un libro.

Alejandro sonrió ante la broma; naturalmente, la rigidez de los internados en los que había estudiado no llegaba a tales extremos.

—Si estaba en una posición tan… cómo lo diría —Sira lo pensó un momento—, tan importante, tan cómoda, ¿por qué dejó Marte para venir aquí?

—¡Oh! —De Castro tuvo que recordar hechos que hacía tiempo habían dejado de preocuparle—. No recuerdo bien cuándo empecé a llevarme mal con ellos. Lo cierto es que acabé teniendo problemas con todos los comités, delegados, directores y rectores que medraban a mi alrededor. Quizá era demasiado orgulloso y no sabía encajar bien las críticas. En realidad tampoco aceptaba de buen grado las normas sobre las investigaciones prioritarias y todo aquello. El caso es que me harté. En un mundo cercano a la Línea me ofrecieron un puesto de investigador. Habían montado una flamante universidad y querían llenarla con algunos fichajes de renombre. Así que me fui a Nueva Australia: mitad desierto y mitad cenagal, pero rico en recursos naturales. Estaba a medio terraformar y disputaban una verdadera guerra contra el clima. Querían abrir canales para irrigar el desierto y desecar parte de las ciénagas. Además, estaban construyendo un anillo orbital para no sé qué historias con las naves y los transbordadores, y los ingenieros no se ponían de acuerdo entre ellos. Al final hubo un referéndum sobre el proyecto de anillo y la obra, poco después de acabada, se fragmentó y cayeron pedazos por todas partes. Un planeta de locos.

»Tuve que dejar de hacerles caso. Me dediqué a un poco de todo: estudié Exobiología, leí los grandes clásicos de los primeros siglos de la Era Ekuménica, recorrí los mejores restaurantes y gané un concurso de salsas bearnesas. Pero sobre todo medité.

»Aunque parezca mentira fue lo más importante. Llegué a la conclusión de que no me interesaba tanto la sociedad humana como sus motivos, ni la gente tanto como sus moléculas. Y también me preocupaba el problema de la destrucción masiva de vida alienígena. En cada mundo donde hallamos vida, lo arrasamos todo para hacer que crezcan abetos o palmeras.

»Supongo que habréis visitado Atenas; cae cerca de base Escorpio, si la memoria no me falla. Ahí tenéis un ejemplo de lo que os digo. Multitud de especies fueron liquidadas para que no interfirieran con la construcción de villas turísticas. Los únicos intentos de compatibilizar seres vivos de origen terrestre con los nativos fueron en perjuicio de éstos. Los conejos transgénicos arrasaron la vegetación original del planeta, lo que aumentó aún más la tasa de extinciones —hizo una pausa y suspiró—. Siempre es igual. Para la mayoría de la opinión pública, si un ser vivo no puede construir artefactos, o no te mira con ojos tristes mientras lo matas a palos, es que no vale nada. Y si os paráis a pensarlo, cada especie es única, insustituible, sagrada, si se me perdonáis que use este término. Poco a poco la idea me fue obsesionando, hasta que estudiando especímenes nativos de Chandrasekhar creí ver el camino para lograr la compatibilidad entre seres de origen terrestre y alienígenas.

»La vida en Chandrasekhar no es tan distinta, pero como siempre ocurre hay cierta incompatibilidad a nivel molecular. Los animales aquí se defienden con corazas de cristalinita, un material tan duro como el diamante, pero ligeramente flexible, para evitar la rotura. Ahora lo veréis.

Chascó los dedos con un cierto ritmo. Con un zumbido casi imperceptible, varios animales parecidos a enormes libélulas de bellos colores iridiscentes se materializaron sobre la cama. Los jóvenes se sobresaltaron.

—No os asustéis —les calmó De Castro—. Son muy pacíficos. Pero no los toquéis.

Chascó de nuevo los dedos, con un ritmo irregular, en el que parecía existir cierto orden. Los animales fluyeron en el aire, girando unos alrededor de otros. Luego volvieron a quedar inmóviles.

—Aunque su cerebro es pequeño, son muy inteligentes. Además es posible un cierto nivel, muy primario, de comunicación. Establecen fácilmente relación con cualquier animal con el que pueda existir un provecho mutuo. Yo he procurado comprenderlos y temo que en realidad cuidan más de mí que yo de ellos. Con tal de pasar la noche escondidos en un rincón, metidos entre los trastos, son capaces de hacerme mil gracias.

»Pero observad su colorido, su brillo. Eso es cristalinita. Una broca de diamante no puede perforarla. Por desgracia, determinadas moléculas producidas por los organismos terrestres inhiben la síntesis de cristalinita. Eso ha menguado enormemente la población de muchas especies locales, aunque es sólo uno de los problemas. El desequilibrio resultante ha destruido la mayoría de los ecosistemas de Chandrasekhar, que antaño eran verdaderas selvas de cristal. Ahora sólo subsisten pequeños reductos.

»Por otra parte, los organismos terrestres se ven atacados por varios tipos de moléculas de origen local. El resultado es un aumento de las mutaciones y la desaparición de ciertas formas de vida. No hallaréis muchos mamíferos aquí. Algunos de sus procesos básicos se ven alterados por enzimas que cristalizan sus proteínas de un modo bastante indiscriminado. A los reptiles y anfibios en cambio no les afecta demasiado, y aún no sé bien por qué. He comprobado que el consumo de aquavit local reduce el riesgo de intoxicación por moléculas alienígenas, pero no es demasiado eficaz.

—Eso quiere decir que no hay posibilidad de convivencia entre la vida de procedencia terrestre y la de origen nativo.

Sira lo consideraba una consecuencia lógica, aceptada desde hacía tiempo por sus conciudadanos. A Alejandro, por el contrario, le pareció horrible. Era una sentencia de muerte para toda la vida de un planeta.

—Esa es la conclusión que podríamos llamar oficial —hizo una pausa para buscar el bloc de notas que tenía en su regazo. Tecleó en él y extrajo un delgado filamento de memoria optrónica. Lo mostró con evidente orgullo—. Aquí está mi versión.

El filamento brillaba débilmente, apenas un poco más grueso que un cabello, y con sólo cuatro centímetros de longitud. Alejandro calculó que no podría contener más de veinte o treinta megas de memoria. Aunque no era el soporte más eficiente para guardar información, a los militares y espías les gustaba. Por su forma, podía ocultarse en cualquier sitio, y era indetectable para cualquier escáner.

—En realidad podría escribirlo en un par de folios, y resumirlo en unas pocas fórmulas y alguna ecuación. Básicamente se trata de enfocar el problema desde otra perspectiva. En lugar de preguntarse quién acaba antes con el otro, hay que preguntarse qué información genética puede ser modificada sin poner en peligro la integridad estructural del organismo. Al mismo tiempo hay que evitar la formación de moléculas dañinas para la otra forma de vida.

—¿Es posible modificar todos esos seres como para que no nos resulten peligrosos? —preguntó Sira.

—No —la respuesta fue contundente—. Pero es posible mutaros a vosotros lo suficiente como para que no os dañen las pocas cosas que no podemos alterar en ellos sin que resulten perjudicados.

—Una solución de compromiso —terció Alejandro—. La mitad del esfuerzo por cada parte.

—Algo así —corroboró De Castro—. Puedo cambiar lo suficiente estos seres, pero también es necesario inyectar algunos genes en las formas de vida terrestres. Estos genes no afectan para nada a otras funciones y su misión estriba en producir moléculas cazadoras.

—¿Qué?

—Moléculas que por su configuración solamente pueden acoplarse a otra de un tipo específico, y en ese caso la destruyen. De este modo, la vida de origen terrestre contrarresta las toxinas alienígenas que no podemos suprimir. No hay peligro de que estos genes vayan a parar a formas de vida nativas. Son incompatibles.

—Entonces sería posible la convivencia de las dos biotas de Chandrasekhar.

Sira no sabía cómo digerirlo. Se había conformado a la desaparición progresiva de la biota local. De algún modo tenía una aprensión contra ésta que casi la hacía desearla.

—Comprendo lo que sientes. Desde que eras pequeña te han enseñado a huir de toda forma de vida del propio Chandrasekhar. Pero te aseguro que no habría problema alguno, sólo es necesario adoptar la estrategia general a cada caso particular. Claro que si han podido lograr que los cedros sobrevivan en el desierto de Nueva Australia, son capaces de cualquier cosa.

—Habla en tercera persona —apuntó Alejandro—. No piensa hacerlo usted, por lo que veo. Creía que le gustaría ver terminado su trabajo.

—Muchacho, una cosa es pensar en un problema teórico y otra muy distinta modificar un planeta entero. En primer lugar, haría falta limpiar de radiactividad la tierra y ya sabes lo caro que es eso. Luego habría que eliminar mutantes, todos esos lagartos exóticos y un millón de especies de setas que no deberían estar ahí. Sería necesario introducir depredadores, antagonistas o parásitos específicos de los mutantes. Serían diseñados por bioingenieros, y dotados de un sistema genético de seguridad. Acabado su cometido, morirían. Pero aún restaría reacondicionar los hábitats y cuidar durante años de que se estableciera el equilibrio correcto.

»¿Quién quieres que corra con esos gastos? Todo el mundo, Corporación, Imperio y República, desea sacar un provecho rápido de aquí, sin preocuparse para nada de qué le ocurre al planeta. Y en cuanto a sus habitantes, bastante tienen con sobrevivir. Moralmente, no es justo pedirles que se preocupen por los ecosistemas cuando su principal ocupación es evitar que la radiación los consuma, o las bombas los machaquen.

Aunque hablaba de plantas e insectos, la referencia a la radiactividad recordó a Alejandro los mutantes, los deformes desgraciados que vivían bajo tierra, escondidos por sus propias familias. La imagen de aquel niño tan parecido a un cerdo le obsesionaba especialmente.

—Entonces se acabó la vida nativa —sentenció fríamente Sira.

—Quizás —murmuró De Castro—. Aunque espero que cuando os vayáis llevéis esto con vosotros para hacerlo llegar a cualquier universidad. Hay una nota mía pidiendo que se dé a conocer mi trabajo para que sea aprovechado por quien pueda emplearlo. No tengo muchas esperanzas de que se haga algo positivo, pero sólo me resta esperar que alguien con medios suficientes lo intente.

—Gozan de prioridad las compras de armas —concluyó Sira cáusticamente.

—¿Por qué no lo divulga usted mismo? —preguntó Alejandro—. Aunque esté enfermo, tiene allí un transmisor. Haga que vengan a buscarlo.

—No serviría de nada. Verás, ahora puedo tratar a cualquier individuo con esto —cogió una ampollita de la mesa y se la mostró—. El resultado es un considerable grado de inmunidad a la cristalización proteínica y otros problemas parecidos. Pero estuve rondando por Chandrasekhar bastantes años antes de encontrarlo y me expuse demasiado.

Al decir esto apartó los objetos que tenía sobre la manta, en su regazo. Luego destapó por completo su cuerpo. Las piernas estaban rígidas, eran muy delgadas, un poco arrugadas y brillaban como un arco iris, lanzando destellos de fuego encarnado, de frío azul o de un verde vivo y brillante, con todos los matices imaginables.

—Es un pequeño recuerdo de mi trabajo, por decirlo de algún modo —volvió a taparse y Alejandro y Sira le ayudaron con los pliegues. Ambos estaban muy impresionados.

»Durante las últimas semanas la cristalización ha avanzado mucho. No hay manera de detenerla y he probado cosas tan fuertes que he quedado medio ciego y con el hígado destrozado. Sinceramente, voy a durar muy poco. Mi mayor preocupación era por ellas —señaló a las criaturas aéreas, que no parecían cansarse de volar sobre él. Varias ya se habían posado sobre algún aparato, esta vez a la vista de todos—. Me gustaría que alguien aprovechase mi trabajo. No sólo salvaría una forma de vida distinta a la nuestra. También desharía esa leyenda negra según la cual no pueden cohabitar formas de vida surgidas en mundos separados. Por muy grandes que sean las diferencias evolutivas y ambientales, siempre hay una esperanza de compatibilidad si ambos sistemas se sustentan en el carbono. Lo malo es que nadie intenta nunca ese trabajo. Todo el mundo prefiere rediseñar humanos para que corran más, vean el infrarrojo y sean más listos cuando se trata de hacer negocios. Las modas y los gustos personales deberían estar prohibidos en Genética. He llegado a oír a un comité de Bioética aconsejar que se dieran más fondos para el desarrollo de soldados. Es una concepción de la Bioética muy particular.

Alejandro supuso que no le gustaría regresar a la Tierra si tenía aquellas ideas. En los últimos años se estaban viendo cosas que le hubieran parecido una aberración.

De algún modo, la conversación había acabado. El cansancio era palpable en el rostro del anciano. Sira le preguntó dónde guardaba la comida y cuidó un poco de él. A De Castro le encantó sentirse ayudado y Alejandro se preguntó cómo era posible que Sira se ofreciera siempre con tal naturalidad para socorrer a todo el mundo. Al ver la parquedad de las provisiones de De Castro, añadieron de las suyas. Sira salió para avituallarse por los alrededores y regresó poco después con algunos hongos y un lagarto. Alejandro prefirió renunciar a su parte del reptil; no se acostumbraba del todo a ver la comida pataleando antes de ingerirla. Le parecía más natural encontrarla troceada y condimentada dentro de un bote de plástico.

Mientras trataban de atraer la atención de Lisa para que también probara algo, De Castro les estaba observando.

—Parece que la hayan anestesiado —comentó al ver la falta de reacción de Lisa—. ¿Qué le ocurre?

—Se le ha infectado una herida —respondió Sira—. Creemos que tiene la locura fungosa.

—¡Oh! —De Castro permaneció pensativo un rato.

Dejó su comida y cogió el bloc de notas y un cilindro de memoria. El tamaño y modelo les indicó que poseía una enorme capacidad.

—Tendríais que haberme informado enseguida —les amonestó De Castro—. Cualquier enfermo necesita atención lo antes posible.

Sira se preguntó qué clase de atención podría ofrecerle en aquella chabola.

—Aquí está —dijo al fin De Castro—. Elisabeth de Orión. 1584/3B. Remodelación de Kojba, variante N+, T+, Sbt —leyó otros datos en silencio y luego siguió en voz alta—. Eso es: Sistema inmunitario PNK-mt con la variante de Pretel y Asensio.

Siguió un rato consultando datos aquí y allá. Los demás no entendieron nada, y a Alejandro le daba un poco de repeluzno el que se refirieran a ellos como si fueran un modelo de automóvil. Al fin dejó el bloc de notas y cogió un computador de bolsillo al que traspasó el cilindro de memoria.

—Básicamente, vuestra amiga es muy resistente, pero no puede enfrentarse sola a todo lo que le echen. Cuando vine a Chandrasekhar me aseguré de llevar conmigo un buen surtido de productos. Ahora el ordenador calculará qué combinación de inmunoactivantes le ayudará mejor contra esa micosis. Por suerte traje todas mis notas de trabajos anteriores al venir a Chandrasekhar.

Leyó el resultado con un mohín de disgusto.

—Siempre hay otros recursos —murmuró.

Impartió nuevas instrucciones al ordenador, y tras unos segundos de espera leyó el nuevo resultado.

—No es algo definitivo, pero ayudará. Prepararé una determinada molécula cazadora. Ésta puede atacar algunas reacciones básicas del hongo; no acabará con él, pero lo frenará. Luego, a base de estimulantes y neurocompensadores el cerebro de la chica volverá a funcionar aceptablemente. Pero en cuanto sea posible, ha de ir de cabeza a un hospital muy bien equipado. El hongo está esporulando en su sangre. Necesita una limpieza de la infección célula a célula, lo que llaman biólisis integral. Sigue viva gracias a su sistema inmunitario, pero no durará siempre.

Los otros conocían el procedimiento y sabían que en muy pocos mundos podía ser aplicado. Consistía en detectar uno por uno todos los microorganismos y destruirlos localmente con haces de partículas, sin dañar al paciente. Era una de aquellas cosas que ni tan siquiera parecían fáciles al decirlas.

—Bueno, ahora tenéis otro motivo para querer regresar a casa. A modo de ayuda deberéis suministrarle periódicamente este inmunoactivante, que ayudará a combatir la micosis, pero tendréis que ayudarme a prepararlo.

Se pusieron manos a la obra y antes de una hora pudieron inyectárselo a Lisa. Ésta, por suerte, había permanecido aletargada todo el rato.

Alejandro volvió a pensar en la vida como una rueda, que a cada giro le sorprendía de un modo u otro. En poco tiempo se habían convertido en náufragos. Después Lisa se había contagiado de algo al parecer incurable. Cuando la daban por desahuciada aparecía una ayuda inesperada. Sin embargo no estaba abatido, sino todo lo contrario. Tenía la sensación de haber hecho algo valioso. Al defender a Lisa ante Sira y por tanto darle la oportunidad de llegar hasta aquí, le había devuelto al fin un favor. Si conseguía sacarla de Chandrasekhar para que fuera curada, él se vería libre también del complejo de impotencia que siempre experimentaba frente a su amiga.

En aquel mismo instante decidió que ocurriera lo que ocurriese más adelante, su primer interés iba a ser salvar a Lisa. Después de esto se sintió mucho más a gusto consigo mismo y sintió un cierto optimismo hacia su futuro.

★★★

Mientras tanto, en otra parte de la selva el rastreador había alcanzado a una patrulla de la teniente Evans. Tres de los hombres estaban sentados y un cuarto daba vueltas alrededor, con el fusil a punto de abrir fuego. Era evidente que aquellos hombres se hallaban a disgusto en la selva. Estaban más cansados de lo que cabía esperar por el trecho recorrido, e iban completamente tapados, rehuyendo además todo contacto con la vegetación. La ropa y el calor les hacía estar incómodos, al tiempo que los peligros reales e imaginarios de la selva les causaban una tensión manifiesta.

Takamine se mesó el pelo como solía hacer cuando pensaba. No le parecía conveniente correr el riesgo de ser descubierto, pero por otra parte valía la pena intentar poner fuera de combate a aquellos hombres. Así tendría cuatro motivos menos de qué preocuparse, y a los individuos como él no los educaban para ser políticamente correctos, sino con fines eminentemente prácticos.

Esperó un rato y vio que dos de ellos se quedaban dormidos, o por lo menos amodorrados. Con habilidad felina se aproximó, dando un pequeño rodeo por la izquierda. Cogió un cordel fino que llevaba en un bolsillo, cuyos extremos estaban recubiertos de plástico grueso. El centro era tan delgado que cortaba como una navaja.

Se acercó un poco más y observó cómo el centinela daba la vuelta para ir en su dirección. Cuando estaba a pocos metros se detuvo. Takamine no quería quedar al descubierto, pero un vistazo a los demás hombres le mostró que ninguno permanecía alerta. Esperó a que el centinela se volviera y con pasos rápidos y silenciosos le atacó por la espalda. Le cortó el cuello con rapidez para seguidamente taparle la boca con una mano. Casi no hizo ruido.

Casi.

Uno de los soldados que descansaban oyó algo. Llamó a su compañero y al no obtener respuesta fue a inspeccionar los alrededores, a regañadientes.

Pasó muy cerca de Takamine, que le esperaba con un cuchillo largo y estrecho, cuya forma recordaba a una lengua de buey. El cuchillo entró por la nuca mientras la mano izquierda del rastreador aferraba la cabeza del infortunado soldado, que cayó desmadejado a sus pies.

Takamine no era propenso a las consideraciones morales sobre su trabajo. Se limitó a contar dos y se dirigió de nuevo hacia el pequeño claro donde reposaban, adormilados, los otros soldados.

Desembarazarse de ellos fue tan fácil como contar tres y cuatro.

Terminada la tarea limpió cuidadosamente el cuchillo y el cordel. Escondió los cuerpos entre la maleza, despojándolos de sus armas y documentos, que también ocultó a considerable distancia en un lugar que memorizó bien. Era un comportamiento prudente, pues resultaba impredecible cuándo le serían de utilidad.

Dio una ojeada al escondite desde varios ángulos y se marchó. Todavía llevaba consigo una gorra, con un nombre escrito dentro y un guante de otro individuo. Pensaba dejar pistas falsas a gran distancia para confundir a los enemigos si decidían buscar a los desaparecidos. Aunque dudaba que fueran capaces de descubrir una pista, por más que la tuvieran delante de las narices.

«No te confíes, Alberto, no hay que subestimarlos. Quizás sean mucho mejores de lo que crees», se dijo a sí mismo. Por más que se tratara de una tropa de reclutillas pésimamente mandados, siempre que había menospreciado a alguien lo había pagado caro, y prefería estar alerta. Quizá en otro medio más familiar para ellos esos hombres fueran realmente peligrosos. O como dijo su primer adiestrador, «hasta los tontos pueden ser muy ingeniosos».

★★★

Quien a esas alturas ya no tenía ninguna confianza en sus hombres, era la teniente Evans. Le acababan de notificar que una patrulla que creía dirigirse al centro de la jungla se había topado de bruces con un acantilado, al borde de la selva. Totalmente perdidos, los soldados caminaron en arco hasta desviarse más de cien grados. No solamente tendrían que recuperar el terreno perdido. Quedaba un área enorme que nadie había revisado justo hasta el centro de la selva.

Otra de las patrullas no daba señales de vida, y la teniente creía que se aquellos inútiles se habían quedado sin comunicaciones. Ordenó a las dos patrullas más cercanas que establecieran contacto con sus integrantes. Conforme pasaba el tiempo, y no hallaban ni rastro de los desaparecidos, empezó a temer que pudiera tratarse de algo grave. Ignorando que aquellos hombres ya estaban muertos, ordenó buscarlos de modo prioritario. Tenía un vago sentimiento de peligro, que no sabía interpretar correctamente, pero que le resultaba más acuciante desde la pérdida de aquellos hombres. Por otro lado, se daba cuenta de las diferencias existentes entre unas maniobras y una acción real. Aunque no quisiera admitirlo, la misión que le habían encomendado amenazaba con sobrepasar sus capacidades.

La noticia del hallazgo de una gorra, al lado de un riachuelo, no le supuso ningún alivio. Además, estaba completamente fuera de la zona asignada a esa patrulla.

Otros asuntos reclamaron su atención. Aquella compañía parecía incapaz de tomar decisiones por sí misma, y la consultaban por cualquier asunto, lo que aumentaba su sensación de impotencia. Incluso el sargento Curtiss, bastante ducho en controlar a sus hombres, carecía de experiencia a la hora de diseñar una campaña de rastreo de fugitivos. Finalmente se olvidó durante varias horas de los desaparecidos, de los cuales no se volvió a saber nada más. La mayoría de los hombres creyó que habían sido víctimas de alguna trampa natural o de un ataque por sorpresa de las fieras. Otros creyeron que los dioses les habían castigado y aunque no lo dijeron por temor al ridículo, hicieron sus planes para el caso de que tuvieran que enfrentarse a las deidades imperiales.

★★★

El viejo De Castro había conseguido restablecer parcialmente a Lisa. Pero al enterarse de que estaban siendo buscados por fuerzas republicanas, insistió en que debían marcharse lo antes posible.

A Sira le dio la impresión de que mostraba una gran preocupación por el bienestar de los dos imperiales, en lo que parecía una actitud paternal. Se preguntó hasta qué punto podía considerarlos como algo propio por haber participado en el proyecto que les hizo tal como eran. Nunca había pensado que alguien pudiera sentir afecto por un ser que había recombinado en el laboratorio, como si fuera hijo suyo. Por otra parte aquel hombre había decidido en parte el futuro de esos muchachos, había trabajado conscientemente para moldearles forma y carácter. Eso era más de lo que cabía esperar de un padre normal, que dejaba el proceso en manos del azar. En realidad le acercaba a lo que hacían los dioses. «¡Oh, no!», pensó Sira. «Con dos dioses a tu lado ya hay bastante, no te busques un tercero». Se rió quedamente de su propia ocurrencia.

Siempre se había encontrado con el mismo problema. Por un lado sus padres y toda su familia, a excepción de su notable abuelo, eran creyentes, de fe sencilla y vigorosa. Por otra parte, su educación en la casa de cultura había estado dirigida en un sentido opuesto. Generalmente se consideraba más partidaria de las ideas republicanas, una sociedad laica para un mundo sin necesidad de dioses. Sin embargo, a menudo hallaba un vacío que no sabía con qué llenar. Estaba segura de que otra Religión más verosímil la hubiera atrapado con facilidad, pero ¿creer en la divinidad del Emperador de Algol? Eso era un fraude demasiado evidente. Al Imperio le interesaba promover esas creencias, como un apartado más de la guerra total, Sociología incluida, contra la República. Cosas más raras se habían visto, como los cultos cargo de la Vieja Tierra, o los sacrificios humanos que se celebraban en planetas aislados, como aquellos pirados monjes Barsom, sin ir más lejos. El culto al Emperador quizá no fuera tan extraño, pero se le antojaba como mínimo poco delicado, al presentar a un hombre como si fuera Dios. Por otra parte, los fieles al Emperador ofrecían una auténtica batalla interna a la República. La quinta columna, según una vieja denominación militar.

Todas estas reflexiones no consiguieron aliviarla. Mientras Alejandro curaba y vendaba la herida de Lisa, les miró con atención. La piel de Lisa tenía ese peculiar parecido con un plástico noble, o con ciertas maderas de textura fina. Los estimulantes habían surtido efecto y despejado su mente. Sus gestos eran comedidos, delicados, pero tanto ella como Alejandro mostraban unos músculos fuera de lo corriente. Si habían sido modificados, todavía serían mucho más fuertes. Unos hombres habían construido otros hombres según sus deseos. La República aseguraba que eran los hombres quienes creaban a los dioses, según sus esperanzas e intereses. ¿No pretendían acaso los biólogos crear dioses de carne y hueso, que actuaran según lo que a ellos les parecía conveniente?

Por enésima vez se preguntó cómo demonios se le había ocurrido meterse en aquel fregado. Afán de aventura, mezclada con compasión, sin duda. Pero ya no podía volverse atrás. No, con todo lo que sabía ahora.

Cuando De Castro hubo terminado con Lisa, se ocupó de preparar a Alejandro y a Sira para que no tuvieran dificultades con las especies nativas de Chandrasekhar. También les suministró información, recopilada por sí mismo durante muchos años, sobre los principales focos de vida alienígena en el planeta. Alejandro se interesó especialmente por un mapa con indicaciones al respecto. Incluía algunas notas sobre dónde corrían más peligro los humanos y qué consecuencias podía tener en ellos el entrar en esas áreas.

—El ser humano es la especie más desprotegida ante la cristalización de proteínas —comentó De Castro.

Alejandro le prometió acordarse de él si lograba regresar al Imperio. No tendría que ser muy difícil para un futuro Emperador conseguir que alguien se ocupara de recoger y atender a un viejo moribundo. De Castro se encogió de hombros, como si aquello le importara ya un bledo.

Finalmente se pusieron de nuevo en camino. Le habían dejado toda su comida y agua, aunque De Castro aseguraba poder arreglárselas solo. Alejandro supuso que estaba convencido de que moriría muy pronto. Prácticamente fue De Castro quien los echó. No quería que estuvieran parados en un lugar si los estaban persiguiendo.

Aunque enfrentados de nuevo a la selva y sin una meta fija, se sentían en cambio más animados. De algún modo De Castro había mitigado sus temores, dándoles un mensaje de optimismo. Pese a su estado, era un hombre que distaba de ser un desgraciado; aceptaba su destino con naturalidad y creía haber hecho algo que merecía ser recordado. Esa suerte de inmunidad que les había proporcionado ante las desagradables consecuencias del contacto con formas de vida alienígena parecía un talismán. Era capaz de tranquilizarlos en gran medida.

Alejandro había concebido la idea de modificar su ruta para atravesar la mayor cantidad posible de zonas todavía densamente pobladas por alienígenas. Parecía el último lugar del planeta donde nadie iría a buscarlos. Emprendieron con energía el camino hacia el extremo opuesto del cráter. Sortearon las trampas vegetales que ya empezaban a conocer muy bien. En una ocasión dispararon contra unas fieras hambrientas, que pretendían rodearlos para incluirlos en su menú.

Tenían que parar más a menudo, pues Sira empezaba a dar señales de agotamiento. Aunque fuerte y joven, no podía compararse en resistencia a ellos. Alejandro se ofreció a llevarla sobre los hombros un rato, para no perder tiempo en la selva. Ella se negó rotundamente. Al principio había creído que tendría que cuidar de ellos como a veces tuvo que hacer con los estúpidos leñadores de la compañía. Ahora se daba cuenta de que Lisa y Alejandro, aunque parecían tener un carácter poco maduro, aprendían fácilmente. Cada vez que les señalaba una planta o un animal y explicaba algo sobre él, lo que decía quedaba grabado. Estaba segura de que De Castro no había exagerado al hablar de una capacidad de aprendizaje mejorado. Lo que Sira se preguntaba era a qué conclusiones les llevaría una capacidad de comprensión mejorada. ¿Podían aquellos dos extranjeros descubrir algo nuevo en Chandrasekhar, algo que sus normales habitantes no pudieran ver en él? ¿O quizá Chandrasekhar les haría descubrir algo nuevo en su propio mundo, si lograban regresar?

Las dificultades del camino acabaron absorbiendo toda la atención de Sira, pero tenía nuevas dudas para considerar. Parecía claro que terminaría por librarse de esa sensación casi mística. Era fruto de largos años de condicionamiento mental, que la impulsaba a querer ver algo especial en las dos presuntas divinidades. Sencillamente no podía admitir que fueran dioses aquellos jóvenes que sudaban a su lado y a los que tenía que enseñar a alimentarse en la selva. Sus dudas, cuando pensaba en ello, se habían desplazado en otra dirección. Le interesaba más saber qué pensaban esos dos extranjeros de su mundo. Había tenido muchas opiniones de republicanos, pero eran gentes que nunca habían visto realmente el planeta. Para ellos era solamente otra base en el espacio. Y su modelo de desarrollo, que pretendían implantar a toda costa, a la larga lo convertiría en uno más de los mundos industriales de la República. En el fondo no habían venido para comprender este mundo, sino para adaptarlo a sus necesidades.

Pero para que respondieran a sus preguntas, primero tendrían que escapar vivos de allí. A pesar de que ahora estaba más tranquila que al principio, era consciente de que se habían embarcado en una misión muy difícil.

★★★

A unos pocos kilómetros de distancia Takamine, el rastreador, había localizado a los integrantes de otra patrulla. Estaban frente a unas libélulas alienígenas a las que describían con evidente terror como agresivas. Takamine apresuró el paso y trató de rodearlos para disponer de una mejor visión del conjunto. Hablaban por radio pidiendo instrucciones. Por su parte el sargento Curtiss no parecía dispuesto a impartir órdenes a nadie sobre cómo tratar a unas libélulas, por muy alienígenas que fueran.

Los soldados sentían un temor instintivo hacia todo lo nativo de Chandrasekhar. El hecho de que las mal llamadas libélulas pudieran desplazarse más rápido que la vista no les tranquilizaba. ¿Cómo evitar el contacto si les daba por acercarse? Takamine decidió muy cortésmente resolver sus problemas. Agarró el botiquín, de cuyo peso ya empezaba a estar harto, y sacó una pequeña pistola de agujas. Puso en el cargador dos diminutas ampollas metálicas. Una contenía un sedante muy fuerte, que además reducía el ritmo cardíaco. La otra era un anestésico rápido, empleado para cirugía de emergencia en campaña. Se acercó lo más posible; el dispositivo no era seguro a más de diez metros.

Apuntó cuidadosamente al más aislado de los soldados y le disparó a la nuca. Apenas notó el pinchazo, aunque se frotó un poco con la mano antes de caer dormido. Tras comprobar que el resultado era satisfactorio se acercó aún más y disparó a los otros. Uno se quejó de que algo le había picado, otro se durmió casi al instante y el tercero se volvió para examinar la maleza. Parecía sospechar algo, pero sólo cuando percibió que los otros tres estaban dormidos y él se desmoronaba por momentos, intentó reaccionar. Trató de levantarse y apuntar con el fusil pero se tambaleó, y Takamine aprovechó para dispararle varias veces más. Otras dos agujas se clavaron en su cara y un par más se perdieron en la ropa o pasaron de largo. El joven soldado se llevó las manos a la cara y cayó con un grito ahogado. El rastreador, sin perder tiempo, fue a comprobar su estado. El corazón se le había parado. Los otros estaban casi muertos, con un ritmo cardíaco muy bajo. No en vano había cargado en las agujas la dosis máxima posible. Los remató con el cuchillo, escondió los cuerpos donde pudo y llevó las armas a una pequeña cueva que había visto poco antes. Tras asegurarse de que no encerraba nada peligroso dentro, las camufló con arena y piedras en un rincón.

Empezaba a disgustarle hallar tan poca resistencia. Aquella misión, aparentemente tan arriesgada, se estaba convirtiendo en una excursión para cazar mariposas. ¿A quién se le ocurriría dispersar unas tropas inexpertas en pequeñas patrullas?

Siguió avanzando y escuchando por radio la frecuencia empleada por los soldados. En todas partes parecían tener problemas con la selva y tardarían en echar de menos este grupo. Llegó a donde habían estado las libélulas y siguió avanzando. Ya no quedaba ninguna.

La pequeña hondonada que seguía estaba obstruida por una roca de medio metro de altura. Su visión infrarroja no detectó ninguna columna de aire caliente salir por el otro lado. Confiadamente dio un salto por encima y cayó sobre un reptil enorme, cuya dentadura le delataba como carnívoro y depredador fiero.

Tuvo que agarrarlo por el cuello con una mano mientras con la otra buscaba la pistola. No la encontró y empleó el cuchillo para matar al animal. Fueron necesarias más de veinte puñaladas a fondo hasta que lo dejó tieso.

Se levantó maldiciéndose a sí mismo por ese error imperdonable. Había olvidado que aquí los depredadores eran de sangre fría y por tanto no podía detectarlos con la visión infrarroja, como en su mundo. A estas horas del día, su temperatura corporal coincidía con la del cálido ambiente.

Recogió la pistola que había caído al suelo cerca del reptil. Luego pasó revista a su sufrida anatomía. Aunque el animal había logrado morderle en un brazo y arañarle varias veces, lo había hecho siempre donde le protegía el uniforme. Este era de fibra de carbono y plásticos de alta resistencia. Por dentro había capas que regulaban la temperatura y la transpiración, pero por fuera era completamente irrompible. Así pues, no tenía heridas que pudieran infectarse. Las vacunas que le había dado la Armada Imperial no le merecían demasiada confianza. De todos modos el mordisco había sido tan fuerte que apenas podía mover el brazo, el dolor era intenso y no podía permitirse el drogarse. Necesitaba todas sus facultades intactas. Se masajeó el brazo y siguió caminando. Al poco tiempo encontró la cabaña.

Los animales que la custodiaban se marcharon al verlo llegar. Takamine se preguntó qué estímulos u órdenes obedecían. Habían bloqueado el paso a los soldados y ahora se lo franqueaban a él. Entró pistola en mano.

El viejo estaba en la cama, con un animal similar a un puercoespín de cristal en el regazo. Parecía dormir, pero estaba conectado al sistema y la cámara flotaba a su lado, enfocando la puerta.

—Vaya, aquí tenemos otro raro espécimen —dijo De Castro mientras acariciaba con delicadeza la cabecita del puercoespín.

Takamine se acercó, sin dejar de apuntar.

—Una modificación poco corriente —decía la gastada voz del anciano—. Preparado para perseguir y matar. Un superviviente nato. Observa cómo la Biología lo ha convertido en la gloria del mundo animal: un depredador infalible, incluso con los de su propia especie.

—Eso es discutible. Nunca he matado a un rastreador.

—¡Oh, claro! No hay mucho de humano en ti, ¿verdad?

Takamine alzó lentamente la pistola.

—Aunque indirectamente, contribuí a crearte. Por eso lo dejé todo y vine aquí. Pero un padre siempre siente un rastro de simpatía por sus hijos, aunque sean bastardos. ¿Sientes tú algún afecto por tus padres? —De Castro sonreía mientras hablaba.

La pistola apuntaba directamente hacia su cabeza, y el dedo de Takamine acariciaba el gatillo.

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