27

POR fin quedaban atrás las costas de Nereo, y la vastedad del océano se abría bajo las quillas de la heterogénea flotilla. Su misión era imposible: evitar a los acorazados imperiales y llegar a nubes jurisdiccionales republicanas.

La moral se mantenía alta. Los refugiados de Lárnaca confiaban de veras en que saldrían con bien de la aventura y llegarían a la tierra prometida, un paraíso de justicia donde podrían reemprender sus vidas y criar a sus hijos con la esperanza de que les fuera mejor que a sus progenitores.

«Al menos, morirán contentos», pensó Valera. Era realista, y sabía que no tenían probabilidades de llegar vivos a la República. Habían perdido demasiado tiempo organizando el improvisado éxodo; tan sólo era cuestión de días que una nave de línea enemiga los interceptara. En fin, qué se le iba a hacer; las cosas venían como venían. En cualquier caso, se consoló, habían mandado al otro barrio a algunos fanáticos. Sonrió. ¿Qué se había hecho del Práxedes Valera amante de la paz y enemigo de la violencia? «Algo dentro de mí murió en Fan’dhom, al entrar en una casa devastada».

Les costó dioses y ayuda salir de Lárnaca. Tuvieron que usar de la persuasión tanto como de la violencia para requisar los barcos y acondicionarlos. Aún se maravillaba de su relativo éxito. Eran auténticos cascajos, cuando no piezas de museo en pésimo estado de conservación. A duras penas y a marchas forzadas los habían reconvertido en algo mínimamente habitable para un largo periplo oceánico. Las provisiones, menos mal, no supusieron problema: saquearon las grutas palaciegas de los nobles caídos en la batalla de la llanura de Cthulhu. Había de sobra donde elegir.

Más peliagudo resultó reclutar tripulaciones para aquellos transportes. Nereo no presumía de ser un pueblo de avezados navegantes, y entre los refugiados casi nadie entendía de artes náuticas. Medio por coacción, medio por soborno, gracias a las riquezas expropiadas a los nobles, se logró contratar a unos cuantos patrones para los barcos, a costa de disminuir el número de éstos mediante el prosaico método de hacinar a la gente.

Por otra parte estaba el problema de los dirigibles. Con perseverancia extrema se habían agenciado unos cuantos animales que más bien parecían desechos de tienta. Estaban macilentos, descoloridos, mal alimentados y peor cuidados. En sus aletas y colas pululaban ejércitos de piojos, cada uno de los cuales alcanzaba el tamaño de un gato. Los palpos labiales se caían a pedazos por culpa de la gangrena y un par de aquellos bicharracos estaban atacados de disentería gaseosa, con las desagradables consecuencias que cabía imaginar. El doctor necesitó de toda su ciencia y maña para convertirlos en algo capaz de tirar de un barco. Lo logró, aunque algunos de ellos tendían a la apatía o a la diarrea ocasional. Era un fastidio. Por más que trataran de ayudar a los animales aparejando velas bajo las quillas, la marcha sería lenta, y los buques escasamente marineros. Y lo que era aún peor: los más torpes condicionarían el progreso del convoy, ya que los republicanos no permitirían que nadie quedase rezagado. O sobrevivían todos, o ninguno. La solidaridad era contagiosa, y libremente asumida.

No resultó menos arduo convencer a los abuelos de que abandonaran la isla y se embarcaran con el resto. Además del amor al terruño, experimentaban auténtico pánico hacia el mar. La mera idea de navegar kilómetros y kilómetros sobre nubes letales era demasiado para ellos. Fue necesaria toda suerte de mimos, carantoñas y zalamerías por parte de sus nietecillos para persuadirlos, y ni tan siquiera así.

Los niños… En el fondo, lo hacían por ellos. Tenían derecho a gozar de una oportunidad, a construir un mundo mejor que el heredado de sus mayores. Valera nunca olvidaría a Gádor. A aquella pobre chiquilla, tan vital y llena de ilusiones, ya nada podía salvarla. Era un deber que otros de su edad no acabaran así. Ésa sí que constituía una misión noble, y lo demás tonterías. Y si no podían llegar a la República, al menos les proporcionarían una muerte rápida y piadosa.

Los infantes de Marina se lo estaban tomando razonablemente bien. No les costó congeniar con los civiles, lo que contribuía a hacerles olvidar el monumental follón en que se habían metido. Muchos soldados eran sanos mozalbetes de campo, ya que los urbanitas no solían enrolarse en el ejército. Aquellos muchachos, con un fuerte apego a la familia y a las tradiciones, enseguida simpatizaron con los viejecitos gruñones, los padres sinceramente preocupados por los suyos, los niños curiosos y redichos. En principio la tropa se había amotinado por respeto a su capitán, por no dejarlo solo. Ahora lucharían por mantener vivos a sus protegidos, unos pobres desvalidos que confiaban ciegamente en ellos, que los veían como sus salvadores. Esto último era un motivo de profundo orgullo.

Valera salió de su ensimismamiento al ver acercarse a Azami con Nadira. Hacían buena pareja aquellos dos. Tal vez la certeza de la muerte próxima había acabado por demoler las barreras existentes entre ellos de edad, rango e idiosincrasia. Saltaba a la vista que se querían; estaban hechos el uno para el otro, y parecían felices. Se alegraba por ambos. Había que vivir al día; qué remedio.

Los tres amigos se reunieron y departieron unos minutos mientras examinaban por enésima vez la traza y comportamiento de la abigarrada flotilla. Resultaba lastimosa, con aquellos dirigibles que meneaban las colas con desgana, las velas cuajadas de remiendos y los barcos que parecían diseñados por un artesano beodo. Pero transportaban a centenares de criaturas ilusionadas, y a unos soldados que luchaban por algo que consideraban justo.

Los barcos no exhibían pendones ni banderas, salvo la nave más rápida, el navío de cabotaje modificado Escitia. En él viajaban los infantes de Marina, aunque Valera y sus amigos sabían que un acorazado republicano jamás les dejaría culminar una maniobra de abordaje. La enseña republicana ondeaba a popa, para mantener alta la moral. Teóricamente se habían rebelado contra una orden inicua, no contra el legítimo Gobierno de su país. En el muy improbable caso de que finalizaran la travesía, Azami y Valera asumirían toda la responsabilidad de lo sucedido, exculpando a los subordinados. Pero nunca llegarían; era inevitable.

En un momento dado de la conversación surgió el tema que les preocupaba a todos.

—¿Cuánto tardarán los imperiales en dar con nosotros? —la pregunta de Valera era retórica.

Azami respondió sin acritud. Había asumido su destino, y carecía de sentido desesperarse ante lo inevitable.

—No creo que nos dejen llegar ni a la mitad del trayecto. Por muy lento que navegue un acorazado frente a las fragatas republicanas, resulta una centella comparado con nosotros. Lo milagroso es que algunos de ésos —los señaló— se mantengan todavía a flote.

—Bueno, lo que haya de ser, será —sentenció Nadira.

★★★

Al día siguiente, el Behemoth los cazó.

No tardó en cundir el pánico. Un acorazado aparejado para el combate constituía una visión imponente, que se tornaba aterradora cuando venía derechito a por uno justo en medio del océano, sin refugio ni escondite posibles.

Valera, llegado el momento de la verdad, tenía miedo. Le dolía la tripa de los mismos nervios y sudaba, pero trató de afrontarlo con dignidad. Se cruzó con su amigo Azami, enfrascado en organizar la defensa; una labor vana. Las miradas que se dirigieron fueron significativas.

—Sólo espero que acabe rápido —dijo el doctor.

★★★

Por desgracia, el comandante del Behemoth no tenía prisa. Se enfrentaba a una presa poco menos que inerme. Aquellos desgraciados se habían atrevido a desafiar a un aliado el Imperio, y lo pagarían con creces. Aún más, su castigo debía ser ejemplar. Cabía la posibilidad de que los fugitivos prefirieran ahogarse antes que caer prisioneros; una pena, qué se le iba a hacer. Sin embargo, probablemente diferirían el suicidio hasta el último momento. Eso permitiría, dosificando sabiamente la capacidad ofensiva, prolongar su agonía.

La patética flota probó a dispersarse, pero aquellos astrosos dirigibles eran lentos, muy lentos. Como quien no quiere la cosa, una de las catapultas del Behemoth disparó un proyectil flamígero a uno de los transportes, con premeditada mala puntería. Logró chamuscarle los bigotes al pobre animal y, a pesar de la distancia, oyéronse con nitidez los gritos de las aterrorizadas víctimas, hacinadas en cubierta. Todavía no había saltado nadie por la borda, pero era cuestión de tiempo. Sería digno de verse cuando acertaran al bicho con una buena bola de fuego.

Para acrecentar aún más el pánico de los huidos, cuyos barcos se desplazaban ahora caóticamente, la tropa a bordo del Behemoth comenzó a entonar sus himnos guerreros favoritos. El sonido se transmitía magníficamente sobre el mar, y los refugiados no se perdieron una nota del Noble y limpia es la sangre de la Raza, el Amanece un nuevo mundo o el Cara a los soles. Pero mucho peores eran las canciones tabernarias, cuyas letras describían con pelos y señales el destino que les aguardaba en caso de ser capturados. Algunas, como Los cerdos cagarán sangre, poseían incluso una musiquilla pegadiza, y lograron poner histéricos a los refugiados.

Desde luego, los imperiales parecían disponer e todo el tiempo del mundo. En cuanto un barco hacía ademán de escapar, una salva de aviso lo dejaba clavado en el sitio. En apariencia, no se iban a molestar en abordarlos. Era mucho más divertido y menos arriesgado dejar que se recocieran en su propio terror.

★★★

A bordo del Escitia, la decisión había sido tomada. Carecía de sentido dilatar aquella inhumana situación, ridícula a la par que penosa: unas cuantas naves, más bien almadías flotantes, acosadas por un glorioso acorazado, engalanado como para participar en una parada militar, con brillantes gallardetes y enseñas, y las armas a punto.

El Escitia avanzó hacia el Behemoth con ánimo de abordarlo. Era una misión suicida; nunca lo dejarían acercarse. La artillería lo machacaría a placer.

—Me hubiera gustado tener una buena muerte —murmuró Azami.

—Amén —añadió Nadira, mientras disponía a los infantes de Marina en formación de abordaje.

«Una buena muerte». Valera comprendía a su amigo. Estaba seguro de que el veterano militar no temía el viaje a la Morada de los Muertos. Si algo le jorobaba era acabar así, como blanco de tiro en vez de peleando, espada en mano, vendiendo cara la piel y llevándose a unos cuantos adversarios por delante. Al científico tanto le daba, con tal de que tardara poco. En el peor de los casos, siempre quedaba el recurso de arrojarse al mar. Se preguntó qué se sentiría al morir, y si sufriría mucho. Esto último era lo que más le angustiaba. «Tranquilo; vas a averiguarlo más pronto de lo que quisieras». En el último momento se lamentaba porque su vida concluyera así, con tanto que le quedaba por descubrir, pero a lo hecho, pecho. No se arrepentía.

Mientras se iniciaba la maniobra de acercamiento a estribor del gigantesco acorazado, Valera miró, tal vez por última vez, a sus compañeros de infortunio. Aún no había comenzado la masacre, pero era cuestión de tiempo que los barcos cayeran uno tras otro. Se puso en el pellejo de los padres de familia, cuando tuvieran que saltar con sus hijos y empujar a los desconcertados abuelos. Se le encogió el alma. La vida era muy injusta. Muchas bellísimas personas iban a morir, mas su último acto sólo serviría de divertimento a unos bárbaros que se consideraban los elegidos de los dioses. Qué absurdo resultaba todo.

Si al menos el Escitia lograra abordar al Behemoth, y los infantes se enzarzaran en una buena pelea, los barcos llenos de refugiados dispondrían de tiempo para dispersarse. Quizá, de ese modo, alguno escaparía. Pero era una esperanza vana. No iban a llegar muy lejos. Los imperiales no lo permitirían. De hecho, los artilleros tardaron poco en lanzar una bola de estopa ardiente que rozó la cola del sufrido dirigible. El Behemoth iba sobrado, mientras que el Escitia ni siquiera había cubierto la mitad de la distancia de tiro de sus escasas catapultas. Éstas, además, tampoco podían arrojar proyectiles pesados. Los republicanos, para su desdicha, eran conscientes del papelón que les tocaba representar: el de tristes payasos. Pero no retrocedieron. Siguieron acercándose, por más que el enemigo jugara con ellos, disparándoles con cuidado de sólo rozarlos. El resto de la flotilla comenzó a moverse, pero no tenía nada que hacer. El fin de aquella farsa estaba próximo.

Todos a bordo del Escitia esperaban que la próxima andanada fuera la definitiva. En ese momento, la voz alterada del vigía los sobresaltó:

—¡Barco a proa! ¡Está haciendo señales con los espejos!

El capitán del Escitia era un viejo lobo de mar que nunca había querido confesar su país de procedencia. Tampoco hablaba sobre las razones que lo impulsaron a afincarse en Lárnaca, donde se dedicaba a la cría de pavos y otras aves de corral desde hacía varios años. Alguna vez que otra se había mofado de los oficiantes del Inefable Advenimiento, razón que le impulsó a abandonar Nereo por motivos de salud. Puestos ya, prefería sucumbir en alta mar que linchado por unos fanáticos. Gozaba de fama de imperturbable, actitud que ni siquiera abandonó en aquellos momentos. Le pidió el catalejo a Valera y echó un vistazo al recién llegado.

—Parece un mercante imperial en apuros. Me pregunto cómo se las habrá ingeniado para llegar hasta tan cerca sin ser detectado. Utiliza el código avanzado imperial de señales para pedir auxilio al acorazado. Yo sólo entiendo lo básico, pero colijo algo sobre un percance con graves daños en el dirigible. Desde luego, el pobre animal tiene pinta de haberse tronzado el espinazo.

—Pues vaya un momento más oportuno para aparecer —comentó Azami—. Nosotros sigamos con lo nuestro. A ver si eso distrae a los muy bastardos.

El capitán no creía en lo que estaba diciendo, por supuesto. Puede que incluso el Behemoth se decidiera por fin a atacar, para sacarse un problema de encima. De todos modos, resultaba peculiar aquel barco. Se aproximaba al acorazado por el costado de babor; de hecho, se encontraba ya mucho más cerca que el Escitia. No paraba de hacer señales luminosas solicitando socorro, y de vez en cuando el dirigible sufría un espasmo y el desgraciado navío se sacudía descontroladamente.

En ese momento, alguien tiró de la manga a Azami. El militar se giró, sorprendido, y vio que se trataba de Valera. El científico estaba pálido como la cera. Parecía que se hubiera topado con alguna aparición espantable. Tenía el catalejo en la mano.

—Es el Orca —murmuró.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loco, Práxedes?

—Tú mismo —y le tendió el catalejo.

En verdad, las lentes de aquel chisme eran excelentes, y el barco se divisaba con nitidez. «¿El Orca? Y una leche. Eso es un mercante imperial. Práxedes ha perdido los papeles y…»

Y Azami se acordó de cómo se las habían apañado los huwaneses para llegar y salir de Felinia sin despertar sospechas. Aquellos tipos sabían camuflar un barco a las mil maravillas.

Estudió con sumo detenimiento al recién llegado, olvidándose por un momento de que el Behemoth podía hundir al Escitia en cualquier momento. Desde luego, tenía toda la pinta de un mercante apurado. El casco estaba hecho polvo, y el dirigible parecía doblado por el dolor, en una postura antinatural. De todos modos, ello no le impedía menear la cola con brío. Las velas aparejadas bajo la quilla también daban la impresión de hallarse desarboladas, pero recogían el viento e impulsaban al barco con notable eficiencia. Miró de nuevo al animal. La forma de las aletas, el tamaño… Podían engañar a cualquier otro, pero él había pasado muchos días a bordo de aquel barco. El corazón le latió más deprisa.

—¿Qué se les habrá perdido por aquí? —preguntó Azami. Aquello no tenía sentido; era lo último que hubiera esperado.

La réplica de Valera lo desconcertó.

—¿Distingues cómo va vestida la tripulación?

—¿A cuento de qué sales ahora con ésas? —Azami se enfadó, pero tiró del catalejo—. Apenas soy capaz de… Qué curioso; diría que muchos de ellos van desnudos.

—¿Pintados de azul y negro, tal vez?

—No digas chorradas, Práxedes. El miedo te ha reblandecido los sesos —pero siguió mirando—. ¿De dónde sacaste esa estúpida ocurrencia? Ni que estuvieran de carnaval. Aunque tal vez las caras de algunos…

—Van a atacar al Behemoth. Isa, bendita insensata… —al doctor se le habían humedecido los ojos.

—¿Atacar a ese monstruo? ¿Los huwaneses? ¡Anda ya…! —se lo pensó mejor y señaló al doctor con el dedo—. Oye, ¿estás hablando en serio?

Práxedes Valera asintió con la cabeza.

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