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El traje que llevó siempre se lo había diseñado ella. Era elegante y con estilo: levita negra de amplios faldones abrochada casi hasta el cuello, pero que le sentaba muy bien; sombrero blando (en verano de paja) de alas anchas; corbata blanca de batista con nudo grueso y puntas colgantes; bastón con puño de plata; y, como si esto fuera poco, cabello hasta los hombros. Era de pelo castaño oscuro que sólo en los últimos años había empezado a encanecer. Siempre afeitado por completo. Me han dicho que cuando era joven era muy buen mozo, y según mi opinión, aun en la vejez resultaba de veras impresionante. ¿Quién dice vejez a los cincuenta y tres años? Pero por cierta coquetería de hombre público no sólo no presumía de joven, sino que hasta hacía alarde de la solidez de sus años. Alto, delgado, con su traje y el cabello hasta los hombros, se parecía a un patriarca, o, mejor aún, al retrato del poeta Kukolnik, litografiado allá por los años treinta con motivo de cierta edición, sentado en un banco del jardín un día de verano, bajo un lilo en flor, con las manos apoyadas en el bastón, un libro abierto a su lado y entusiasmado poéticamente ante la puesta de sol. En cuanto a libros diré que últimamente tenía la lectura algo abandonada, pero sólo últimamente. Lo que leía sin descanso eran periódicos y revistas, a los que en gran número estaba suscripta Varvara Petrovna. Se interesaba también de continuo por los éxitos de la literatura rusa, pero sin perder un ápice de su dignidad. Hubo un momento en que estuvo a punto de entusiasmarse por el estudio de nuestra alta política contemporánea, de nuestros asuntos interiores y exteriores, pero pronto abandonó la idea con un gesto de desdén. Ocurría a veces que salía al jardín con un libro de Tocqueville y llevaba oculto en el bolsillo otro de Paul de Dock. Pero esto no tiene gran importancia.
Agregaré un paréntesis acerca del retrato de Kukolink. Varvara Petrovna se encontró por primera vez con esa litografía cuando, todavía muy joven, residía en un distinguido pensionado de Moscú. Se enamoró del retrato en el acto, como es costumbre entre jóvenes pensionistas, que se enamoran de lo primero que se presenta y, en particular, de sus profesores, sobre todo de los de caligrafía y dibujo. Pero lo curioso no es la manía de las muchachas, sino que, ya en la cincuentena, Varvara Petrovna conservaba aún esa litografía entre sus alhajas más preciadas, de modo que tal vez por eso diseñó para Stepan Trofimovich un traje algo semejante al del retrato. Pero, claro, esto también es nimiedad.
En los primeros años, o, más precisamente en la primera mitad de su residencia con Varvara Petrovna, Stepan Trofimovich pensaba aún en alguna obra y todos los días se disponía seriamente a escribirla. Pero hacia la segunda mitad pareció olvidar hasta las cosas más sabidas. Con creciente frecuencia nos decía: «Estoy, según creo, dispuesto para el trabajo, tengo reunidos los materiales. No hago nada». Y bajaba la cabeza en señal de gran preocupación. No hay duda de que esto lo engrandecía ante nuestros ojos como un mártir de la ciencia, pero él pensaba en otra cosa. «¡Me han olvidado; nadie me necesita!», exclamaba más de una vez. Esta pronunciada melancolía lo gobernó sobre todo al final de la década de los cincuenta. Varvara Petrovna lo advirtió cuando el asunto ya era grave. Además, no podía tolerar la idea de que su amigo hubiera sido postergado y olvidado. Para conseguir distraerlo e incluso hacer reverdecer sus laureles lo llevó entonces a Moscú, donde ella contaba con algunas amistades entre eruditos y hombres de letras; pero, por lo visto, la visita a Moscú tampoco resultó satisfactoria.
Era aquélla una época singular. Despuntaba algo nuevo, algo en nada análogo a la calma anterior, algo raro, perceptible por doquier, incluso en Skvoreshniki. Circulaban rumores de toda clase. Los hechos eran, por lo general, más o menos conocidos, pero era evidente que iban acompañados de ciertas ideas y, lo que era aún más significativo, en cantidad muy considerable. Lo desconcertante era que no había medio de acomodarse a esas ideas, de enterarse de en qué consistían precisamente. Varvara Petrovna, por su condición de mujer, ansiaba averiguar el secreto. Púsose a leer por su cuenta periódicos y revistas, publicaciones extranjeras prohibidas, y hasta proclamas revolucionarias que a la sazón empezaban a aparecer (pudo agenciarse todo ello), pero sólo consiguió calentarse la cabeza. Decidió entonces escribir cartas, pero recibió pocas respuestas. Cuanto más tiempo pasaba, más incomprensible resultaba todo ello. Invitó solamente a Stepan Trofimovich a que le explicara «todas esas ideas» de una vez para siempre, pero quedó muy descontenta con sus explicaciones. La opinión de Stepan Trofimovich sobre la totalidad del movimiento fue arrogante en extremo: todo se reducía a que él había sido olvidado y a que ya nadie lo necesitaba. Llegó por fin la hora de que hasta de él se acordaban, primero en publicaciones extranjeras, como de un mártir exiliado, y después en Petersburgo, como antigua estrella de una constelación conocida. Llegaron a compararlo con Radischev, vaya uno a saber por qué. Luego dijo alguien en letras de molde que ya había muerto y prometió publicar su necrología. Stepan Trofimovich resucitó al instante y levantó la cresta. La altivez con que miraba a sus contemporáneos se esfumó como por ensalmo y en su lugar surgió el ardiente afán de sumarse al movimiento y patentizar sus fuerzas. Varvara Petrovna recobró al punto su confianza y comenzó a trajinar sin descanso. Quedó acordado que se trasladarían sin demora a Petersburgo para ponerse al corriente de todo lo tocante al movimiento, examinar las cosas personalmente y, de ser posible, entrar en acción en cuerpo y alma, indivisiblemente. Entre otras cosas, Varvara Petrovna se declaró dispuesta a fundar su propia revista y consagrarle, desde luego, su vida entera. Al ver hasta dónde iban las cosas, Stepan Trofimovich se mostró aún más que arrogante y, ya en camino, empezó a tratar a Varvara Petrovna casi con condescendencia, lo que ella grabó en su corazón para no olvidarlo. Pero es el caso que ella tenía otro motivo relevante para hacer el viaje, a saber: la reanudación de relaciones con la alta sociedad. Era necesario, en la medida de lo posible, hacerse recordar en el mundo, o al menos intentarlo. El pretexto que venía a cuento era que el viaje se haría por su necesidad de ver a su único hijo, que por entonces terminaba sus estudios en el liceo de Petersburgo.