1

Nikolai Vsevolodovich no durmió esa noche y la pasó sentado en el sofá, a menudo fijando la vista en un punto del rincón, junto a la cómoda. En la habitación ardió toda la noche una bujía. Sobre las siete de la mañana se durmió, sentado como estaba, y cuando Aleksei Yegorovich, según costumbre inalterable, entró a las nueve y media en punto con la taza de café matinal y lo despertó con su entrada, pareció, al abrir los ojos, desagradablemente sorprendido de haber dormido tanto y de que fuera tan tarde. Bebió el café a prisa y corriendo, se vistió en un periquete y salió de la casa a toda prisa. A la discreta pregunta de Aleksei Yegorovich «¿Tiene el señor algo que mandar?», no contestó. Caminaba por la calle mirando el suelo, abstraído, alzando la cabeza sólo de vez en cuando y dando muestra de una vaga aunque intensa inquietud. En una bocacalle, aún no lejos de la casa, le cortó el paso un grupo de campesinos, unos cincuenta o quizá más: marchaban con compostura, casi en silencio, en orden deliberado. En una pequeña tienda donde tuvo que esperar un momento alguien dijo que eran «los obreros de Shpigulin». Él apenas se fijó en ellos.

Por fin, a eso de las diez y media llegó a las puertas del monasterio Spaso-Yefimyevski Bogorodski, en las afueras de la ciudad, junto al río. Fue sólo entonces cuando pareció de pronto acordarse de algo que le causaba solivianto y alarma. Se detuvo, tentó alguna cosa que llevaba en el bolsillo lateral de la levita y… se sonrió. Al entrar en el recinto preguntó al primer criado que encontró dónde podía hallar al obispo Tihon, que vivía retirado en el monasterio. El criado, haciendo repetidas reverencias, se brindó inmediatamente a guiarlo. En un escalón, al extremo de una larga galería en el edificio de doble planta del monasterio, un monje gordo, de pelo cano, les salió al encuentro y, rápida y autoritariamente, rescató al visitante de manos del criado y lo condujo por un largo y angosto pasillo, haciendo también continuas reverencias (aunque su gordura le impedía agacharse mucho y se limitaba a cabecear a menudo y con vigor), rogándole que lo siguiera, aunque Stavrogin lo hacía sin que se lo rogara. El monje le dirigía toda suerte de preguntas y hablaba del padre archimandrita, pero al no recibir respuesta se mostró aún más respetuoso. Stavrogin se dio cuenta de que allí lo conocían, aunque, por lo que recordaba, sólo había estado en el monasterio cuando era todavía niño. Al llegar a una puerta al final del pasillo, el monje la abrió como autorizado para hacerlo, preguntó en tono de familiaridad al hermano lego que vino a recibirlos si se podía entrar y, sin esperar respuesta, abrió la puerta de par en par e, inclinándose cuanto pudo, dejó pasar al «estimado» visitante. Cuando Stavrogin le dio una propina desapareció en el acto como si se hubiese dado a la fuga. Nikolai Vsevolodovich entró en un cuarto pequeño y casi al mismo tiempo apareció en la puerta de la habitación contigua un hombre alto y enjuto, de unos cincuenta y cinco años, en una sencilla sotana casera, de aspecto más bien enfermizo, con una vaga sonrisa en los labios y una mirada que resultaba extraña por lo tímida. Éste era Tihon, de quien Nikolai Vsevolodovich había oído hablar por primera vez a Shatov y sobre quien había logrado obtener después algunos informes.

Los informes eran diversos y contradictorios, pero tenían algo en común: quienes estimaban y no estimaban a Tihon (y de ellos había bastantes) no decían todo lo que de él pensaban. Los que no lo estimaban, seguramente por desprecio, y sus prosélitos, hasta los más ardorosos, por una especie de modestia, como si desearan ocultar algo relativo a él, alguna flaqueza acaso, alguna chifladura. Nikolai Vsevolodovich se enteró de que Tihon llevaba ya unos seis años en el monasterio, y que tanto la gente más humilde cuanto la más distinguida lo visitaba; más aún, que hasta en el lejano Petersburgo tenía ardientes admiradores y, sobre todo, admiradoras. No obstante, oyó decir a un señor anciano, de buena presencia, socio de nuestro club y hombre devoto, que «este Tihon estaba medio loco; por lo menos era hombre de pocas luces e indudablemente bebía». Añadiré por mi parte, adelantándome un tanto, que lo último era pura necedad; de lo que padecía Tihon era sólo de una afección crónica a las piernas y, a veces, de espasmos nerviosos. También se enteró Nikolai Vsevolodovich de que, por debilidad de carácter o por «distracción imperdonable e impropia de su rango», el obispo, que hacía vida retirada, no había logrado inspirar particular respeto ni siquiera en el monasterio. Se decía que el padre archimandrita, hombre grave y severo en el cumplimiento de sus propios deberes, y sobre todo famoso por su erudición, sentía por él incluso cierta hostilidad y lo censuraba (no cara a cara, sino de soslayo) por su modo negligente de vivir y casi casi por herejía. La comunidad monástica también trataba al obispo enfermo, si no con descuido, sí con algo de familiaridad. Las dos habitaciones que componían la celda de Tihon estaban amuebladas de modo harto extraño. Junto con muebles antiguos y toscos cubiertos de cuero raído había tres o cuatro piezas elegantes: un sillón soberbio, un gran escritorio de exquisita factura, un armario para libros delicadamente tallado, mesitas, estanterías…, todo ello de regalo. Había una alfombra de Bokhara de alto precio y junto a ella esterillas corrientes. Había grabados de temas «mundanos» y otros de asunto mitológico, y en un rincón una urna grande en la que refulgían iconos de oro y plata, entre ellos uno antiquísimo que contenía reliquias. Se decía asimismo que la biblioteca era de índole variada y contradictoria: junto con los escritos de los grandes santos y los Padres de la Iglesia figuraban obras teatrales y «quizás algo peor todavía».

Después de los saludos iniciales, pronunciados con evidente timidez por ambas partes rápida e indistintamente, Tihon condujo al visitante a su gabinete y le hizo tomar asiento en un sofá, delante de una mesa, en tanto que él se acomodaba a su lado en un sillón de mimbre. Nikolai Vsevolodovich seguía sumamente absorto en alguna íntima y agobiante preocupación. Era como si hubiese resuelto llevar a cabo algo extraordinario e inevitable que, al mismo tiempo, se le antojaba casi imposible. Durante un instante paseó la vista por el gabinete, quizá sin saber en qué pensaba. Fue el silencio lo que finalmente lo despabiló, y le pareció de pronto que Tihon bajaba los ojos con timidez y con una sonrisa enteramente innecesaria. Esto le produjo una aversión momentánea; quiso levantarse e irse, sobre todo porque Tihon daba la impresión de estar inequívocamente ebrio. Pero de súbito éste levantó los ojos y clavó en él una mirada tan inesperada y enigmática que Stavrogin se estremeció. Y ahora tuvo la impresión de que Tihon ya sabía por qué había venido, ya había sido avisado (aunque nadie, en el mundo entero, podía saber el motivo), y que si no hablaba primero era por no herir su amor propio, por temor a humillarlo.

—¿Usted me conoce? —preguntó abruptamente—. ¿Me presenté al entrar o no? Soy tan distraído…

—No se presentó, pero tuve el gusto de verlo una vez, hará cuatro años, aquí en el monasterio por casualidad.

Tihon hablaba sin prisa ni cambios de tono, con voz suave, articulando las palabras clara y distintamente.

—No estuve en este monasterio hace cuatro años —replicó Nikolai Vsevolodovich con brusquedad innecesaria—. Estuve aquí sólo de niño, cuando usted no estaba todavía.

—Quizá se haya olvidado —observó Tihon con cautela y sin insistir.

—No. No me he olvidado; sería ridículo que me olvidase —insistió tercamente Stavrogin a su vez—. Quizá sólo haya oído hablar de mí y de ahí haya nacido la idea, y haya creído que me había visto.

Tihon guardó silencio. Entonces notó Nikolai Vsevolodovich que por su semblante pasaba a veces un espasmo nervioso, síntoma de un crónico agotamiento.

—Veo que no está usted bien hoy —dijo—. Quizá lo mejor será que me vaya —e hizo ademán de levantarse de su asiento.

—Sí. Ayer y hoy he tenido fuertes dolores en las piernas y anoche dormí poco…

Tihon se detuvo. Su visitante había vuelto a caer en una vaga ensoñación. El silencio se prolongó durante un par de minutos.

—¿Me estaba usted observando? —preguntó de improviso con alarma y recelo.

—Lo estaba mirando y me acordé de las facciones de su madre. Aunque por fuera no hay parecido hay mucho por dentro, parecido espiritual.

—No hay parecido alguno, y sobre todo espiritual. ¡Ab-so-lu-tamente ninguno! —Nikolai Vsevolodovich volvió a insistir en demasía e innecesariamente, sin saber por qué—. Eso lo dice usted porque… se compadece de mi situación —añadió sin pensar—. ¡Ah! ¿Es que mi madre viene a verlo?

—Viene.

—No lo sabía. Nunca se lo he oído decir. ¿Con frecuencia?

—Casi todos los meses, y a veces más a menudo.

—Nunca, nunca se lo he oído decir. No lo sabía —esto pareció turbarlo mucho—. Y usted, por supuesto, le habrá oído decir que estoy loco —agregó de pronto.

—No precisamente que está loco. He oído decir también eso, pero a otros.

—Tendrá usted muy buena memoria para acordarse de tales fruslerías. ¿Y ha oído hablar de la bofetada?

—Algo de ello he oído.

—Lo que quiere decir que todo. Debe de tener usted mucho tiempo de sobra. ¿Y del duelo?

—Del duelo también.

—Ha oído usted muchísimo aquí. No necesita periódicos. ¿Es que Shatov le ha hecho alguna advertencia sobre mí?

—No, aunque sí conozco a Shatov; pero no lo veo desde hace mucho tiempo.

—Hum… ¿Qué es ese mapa que tiene ahí? ¡Ah, un mapa de la última guerra! ¿Para qué lo quiere?

—Para consultarlo en relación con este libro. Es una descripción muy interesante.

—Enséñemelo. Sí, no está mal. ¡Pero qué lectura tan rara para usted!

Acercó el libro y le echó un vistazo. Era un relato largo e inteligente de las circunstancias de la última guerra, no tanto sin embargo desde el punto de vista militar como el puramente literario. Después de hojearlo un poco, lo arrojó de pronto con gesto de impaciencia.

—Francamente, no sé por qué he venido aquí —dijo con tono de desagrado, mirando a Tihon como en espera de respuesta.

—Tampoco usted parece sentirse bien.

—Cierto. No estoy bien del todo.

Y de pronto, brusca y lacónicamente, hasta el punto de que costaba trabajo entenderlo, le contó que era víctima, sobre todo de noche, de cierta clase de alucinaciones; que a veces veía o sentía junto a sí a un ser maligno, burlón y «racional», bajo varios aspectos y en diferentes caracteres, pero siempre el mismo, y añadió: «Me pone furioso…».

Estas revelaciones eran desatinadas y confusas; propias, en efecto, de un demente. Pero, por otra parte, Nikolai Vsevolodovich hablaba con una extraña franqueza, en él jamás vista, con tal sencillez impropia de él que parecía como si su personalidad anterior se hubiera esfumado completa e inesperadamente. No sentía la menor vergüenza en poner de manifiesto el terror con que hablaba de su espectro. Pero todo eso fue momentáneo y desapareció tan fugazmente como había aparecido.

—Todo eso es una tontería —se apresuró a decir con tosco despecho y refrenándose—. Iré a ver a un médico.

—No deje de hacerlo —asintió Tihon.

—Habla usted con tanta suficiencia… ¿Ha visto a otros que tienen apariciones como las mías?

—Sí, pero muy de tarde en tarde. A decir verdad, recuerdo sólo un caso en toda mi vida: un oficial del ejército, después de la muerte de su esposa, pérdida para él irreparable. Oí hablar de otro caso. Ambos se curaron en el extranjero… ¿Y hace mucho que es usted víctima de ello?

—Un año, poco más o menos. Pero todo es una tontería. Iré a ver a un médico. Todo es una tontería, una completa tontería. Soy el mismo, bajo aspectos diferentes, y nada más. Pero ya he usado esa… frase, no vaya a creer que sigo dudando y que no estoy seguro de ser yo mismo, y no el demonio.

Tihon lo miró inquisitivamente.

—¿Y… de veras lo ve usted? —preguntó descartando así toda duda de que fuera, en efecto, una falsa y morbosa alucinación—. ¿De veras ve una especie de imagen?

—Es extraño que insista en eso, cuando ya le he dicho que la veo —la irritación de Stavrogin subía de punto con cada palabra—. ¡Claro que la veo! La veo como lo estoy viendo a usted… Y a veces la veo y no estoy seguro de verla, aunque la veo…; y a veces no estoy seguro de que la veo y no sé quién es real, si yo o ella… En fin, todo es una tontería. ¿Y no puede usted creer que se trata, en efecto, del demonio? —agregó riéndose y adoptando con demasiada brusquedad un tono jocoso—. ¿No estaría eso más de acuerdo con su profesión?

—Lo más probable es que sea una enfermedad, aunque…

—¿Aunque qué?

—Los demonios existen sin duda alguna, pero nuestro concepto de ellos puede variar mucho.

—Y acaba usted de bajar los ojos de nuevo —comentó Stavrogin con risa irritada— porque se avergüenza de que aún crea en el demonio, aunque finjo no creer en él; lo cual me permite hacer a usted una pregunta astuta: ¿existe o no existe?

Tihon sonrió vagamente.

—Y sepa que le va bien eso de bajar los ojos antinaturalmente, ridículo y amanerado. Y para resarcirle de mi grosería le diré en serio y sin empacho que creo en el demonio, que creo en él canónicamente, en un demonio personal, no alegórico, y que no necesito en absoluto sonsacar a nadie una respuesta. Eso es todo. Debería usted estar contentísimo…

Stavrogin se rió forzada y nerviosamente. Tihon lo observaba con curiosidad, con mirada dulce y tímida.

—¿Cree usted en Dios? —preguntó Nikolai Vsevolodovich de buenas a primeras.

—Sí creo.

—Se ha dicho que si uno tiene fe y manda moverse a una montaña, la montaña se moverá… Pero perdone esa tontería. De todos modos, quisiera saber si puede usted o no mover una montaña.

—Si Dios lo manda, la moveré —dijo Tihon en voz baja y tranquila, humillando de nuevo los ojos.

—Eso es igual que si Dios la moviese. No, usted, usted mismo, como galardón por creer en Dios.

—Quizá no la moviera.

—«¿Quizá?». Eso no está mal. ¿Por qué duda?

—Porque creo imperfectamente.

—¿Cómo? ¿Usted cree imperfectamente? ¿No cree por completo?

—Bueno…, quizá tampoco por completo.

—¡Qué me dice! Por lo menos cree que con la ayuda de Dios moverá la montaña, y eso no es poco. Eso es más que el trespeu de cierto arzobispo, aunque es verdad que lo dijo bajo la amenaza del sable. Y, por supuesto, usted es cristiano.

—No permitas que me avergüence de Tu cruz, ¡oh, Señor! —Tihon casi murmuró las palabras, en un murmullo apasionado e inclinando aún más la cabeza. Las comisuras de los labios empezaron de pronto a temblarle nerviosamente.

—¿Pero es posible creer en el demonio sin creer por completo en Dios? —preguntó Stavrogin riendo.

—Enteramente posible. Ocurre muy a menudo —Tihon levantó la vista y también se sonrió.

—Y estoy seguro de que considera esa fe más respetable, en fin de cuentas, que el ateísmo completo… —Stavrogin rompió a reír. Tihon volvió a sonreírse.

—Al contrario. El ateísmo completo es más respetable que la indiferencia mundana —añadió con candoroso regocijo.

—¡Ajá! ¡Conque ésas tenemos!

—El ateo completo está en el penúltimo escalón para llegar a la fe absoluta (podrá o no llegar al último), mientras que el indiferente no tiene fe alguna salvo un miedo feo.

—Hum… ¿Ha leído usted el Apocalipsis?

—Lo he leído.

—¿Recuerda aquello «Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea…»?

—Lo recuerdo. Palabras fascinantes.

—¿Fascinantes? ¡Extraña expresión de un obispo! De veras que es usted un tipo raro… ¿Dónde tiene el libro? —Stavrogin se mostraba extrañamente apresurado e inquieto, buscando con la vista el libro en la mesa—. Quiero leerle… ¿Tiene la versión rusa?

—Conozco el pasaje, lo recuerdo bien —dijo Tihon.

—¿Se lo sabe de memoria? Dígalo…

Al momento bajó los ojos, apoyó ambas manos en las rodillas e, impaciente, se dispuso a escuchar. Tihon lo recitó al pie de la letra: «Y escribe al ángel de la iglesia de Laodicea: He aquí, dice el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios. Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no conoces que tú eres un cuitado y miserable y pobre y ciego y desnudo…».

—Basta —interrumpió Stavrogin—. Eso lo dice por los que están en medio, por los indiferentes, ¿no es verdad? Sepa usted que lo amo mucho.

—Y yo a usted —replicó Tihon a media voz.

Stavrogin calló y volvió a sumirse en la ensoñación de antes. Esto le ocurría como una especie de acceso, y ahora por tercera vez. También el «lo amo» que había dicho a Tihon había brotado casi de un enajenamiento, al menos como algo que ni él mismo esperaba. Pasó más de un minuto.

—No se enfade conmigo —murmuró Tihon tocando ligeramente el codo de Stavrogin, como si no se atreviera a hacerlo. Stavrogin se estremeció y frunció el ceño.

—¿Cómo sabía que estaba enfadado? —preguntó al momento. Tihon estuvo por decir algo, pero Stavrogin lo interrumpió de improviso con alarma inexplicable—. ¿Por qué suponía que tenía necesariamente que enfadarme? Sí, tiene razón, estaba enfadado, y precisamente por haberle dicho «lo amo». Tiene razón, pero es usted un cínico tosco, con una opinión humillante de la naturaleza humana. Es posible que no hubiera habido enfado si se tratase de otro y no de mí… Pero no se trata de ningún otro, sino de mí mismo. En todo caso, es usted un tipo raro y un chiflado…

Su irritación seguía en aumento y, cosa extraña, no se cuidaba de lo que decía.

—Escuche. No me gustan ni los espías ni los psicólogos, al menos los que bucean en mi alma. No invito a nadie a entrar en mi alma, no necesito a nadie y puedo arreglármelas solo. ¿Cree usted que le temo? —alzó la voz y lo miró con gesto de desafío—. Usted tiene el pleno convencimiento de que he venido a revelarle algún secreto «horrible» y lo espera con toda la curiosidad monacal de que es capaz. Pero sepa que no le revelaré nada, ningún secreto, porque no necesito de usted para nada.

Tihon le miró fijamente.

—A usted le sorprende que el ángel ame más al frío que al tibio —dijo—. Usted no quiere ser solamente tibio. Tengo el presentimiento de que está usted luchando con un propósito extraordinario, acaso terrible. Si es así, le imploro que no se atormente y que diga todo lo que ha venido a decir.

—¿Y usted sabía de cierto que había venido con algo?

—Yo… se lo adiviné en la cara —murmuró Tihon, bajando la vista.

Nikolai Vsevolodovich estaba un poco pálido y le temblaban un tanto las manos. Durante algunos segundos estuvo observando, inmóvil y en silencio, a Tihon, como a punto de tomar una determinación definitiva. Al fin, sacó del bolsillo de la levita unas hojas impresas y las puso en la mesa.

—Éstas son hojas destinadas a la publicidad —dijo con voz desfalleciente—. Si un solo hombre las lee, dejaré de ocultarlas y todo el mundo las leerá. Así lo tengo decidido. No necesito de usted, porque ya lo tengo todo resuelto. Pero léalas… Mientras las lee, no diga nada, pero cuando haya terminado de leerlas, dígalo todo…

—¿Las leo? —preguntó Tihon irresoluto.

—Léalas. Estoy tranquilo.

—No. No podré leerlas sin gafas. La letra es pequeña. Extranjera.

—Aquí tiene las gafas —Stavrogin las tomó de la mesa, se las alargó y se reclinó en el sofá. Tihon se enfrascó en la lectura.

Los demonios
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