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Si bien nadie ponía en duda que Shatov iba a delatarlos, sabían que Piotr Stepanovich los movía a su antojo como si fueran fichas en un juego de damas. Pero a pesar de todo, ninguno de ellos iba a faltar a la cita. La suerte de Shatov estaba echada. Inesperadamente se habían convertido en moscas prendidas en una inmensa telaraña. Temblaban espantados a pesar de la furia que sentían. Piotr Stepanovich se había portado mal con ellos, eso no estaba en duda. Todo se habría podido solucionar fácilmente si se hubiera molestado en moderar las palabras. En vez de presentar el hecho bajo una luz favorable, como hazaña digna de ciudadanos de la Roma antigua o cosa por el estilo, había explotado sin más ni más sus terrores instintivos y acentuado el riesgo que corrían sus vidas, lo que no estaba nada bien. Claro que la lucha por la existencia se entremezclaba en todo y no había otro principio en donde ampararse, pero así y todo…

Piotr Stepanovich no tenía tiempo para poner de modelo a los romanos, pues él tampoco estaba seguro de comprender. La huida de Stavrogin lo había sorprendido y abrumado. Había mentido sobre el encuentro de Stavrogin con el vicegobernador. Lo malo era que Stavrogin se había ido sin ver a nadie, ni siquiera a su madre, y resultaba desde luego extraño que lo hubieran dejado marcharse tan fácilmente. (Más tarde se pidió cuenta de esta falla a las autoridades). Piotr Stepanovich había ocupado su día en numerosas indagaciones, pero todavía no había sacado nada en limpio y nunca había sentido semejante preocupación. ¿Pero podía prescindir de Stavrogin así de repente? Es éste uno de los motivos por los cuales no pudo mostrarse más cordial con el grupo de los cinco. Por añadidura, le habían atado las manos: había resuelto salir en pos de Stavrogin, pero Shatov lo retenía. Urgía, pues, acentuar la lealtad de los cinco para cualquier eventualidad. «No puedo desentenderme del grupo; puede serme útil algún día». Sospecho que eso era lo que pensaba.

Piotr Stepanovich estaba seguro de que Shatov los denunciaría a la policía. Le había mentido al grupo: no había visto una carta de delación ni oído hablar de ella, pero estaba seguro de que existía como de que dos y dos son cuatro. Suponía que Shatov no toleraría lo que había ocurrido —la muerte de Liza, la muerte de María Timofeyevna— y que tomaría la decisión sobre la marcha. ¡Quizá tuviera motivo de suponer tal cosa! Se sabía que odiaba a Shatov personalmente, que entre ellos había mediado alguna disputa y que Piotr Stepanovich nunca perdonaba una ofensa. A decir verdad, yo estoy convencido de que éste fue el principal motivo.

Las aceras de nuestra ciudad son de ladrillo y estrechas y en algunas calles, en vez de ellas, hay sólo tablones. Piotr Stepanovich iba a paso largo por el medio de la acera, ocupándola toda y sin hacer el menor caso de Liputin, a quien no dejaba sitio y tenía que correr a un paso tras él o, si quería hablarle, meterse en el barro de la calle. De pronto Piotr Stepanovich recordó que hacía poco él también tuvo que chapotear en el barro para ajustar su paso al de Stavrogin, que, como él ahora, caminaba por medio de la acera ocupándola toda. Recordaba la escena y resoplaba de rabia.

A Liputin también lo sofocaba el rencor. Estaba bien que Piotr Stepanovich tratara a los otros como le viniera en ganas, pero ¿y a él? Porque él sabía más que los demás, estaba en contacto más estrecho con la organización y participaba más íntimamente de su trabajo, y hasta ahora su servicio a la causa había sido, aunque indirecto, continuo. ¡Él bien sabía que ahora incluso Piotr Stepanovich podía aniquilarlo si lo peor llegaba a pasar! Pero hacía tiempo que odiaba a Piotr Stepanovich, y no por temerle, sino por la arrogancia con que éste le trataba. Ahora que tenía que resolver si haría lo que éste había proyectado para él, rabiaba por dentro más que todos los otros juntos. ¡Ay, bien sabía que, «como un esclavo», sería el primero en presentarse al día siguiente en el lugar acordado, llevando a los demás consigo! Y si pudiera matar a Piotr Stepanovich antes, aunque, obviamente, sin verse implicado en ello, lo haría sin titubear.

Absorto en sus sensaciones, caminaba silencioso tras su verdugo, que evidentemente se había olvidado de él y sólo de cuando en cuando, hosco y desganado, lo apartaba de un codazo. De pronto, Piotr Stepanovich se detuvo en una de las calles principales y entró en un restaurante.

—¿A dónde demonios va? —preguntó Liputin con saña—. Esto es un restaurante.

—Quiero un bistec.

—Pero, esto está siempre lleno de gente.

—¿Y qué?

—Es que… vamos a llegar tarde. Ya son las diez.

—Nunca es demasiado tarde para ir allí.

—Pero sí será tarde para mí. Están esperando mi regreso.

—Que esperen. Sería una tontería que volviera usted allí. Con este negocio de ustedes no he comido en todo el día. Y cuanto más tarde lleguemos a casa de Kirillov, más seguros estaremos de encontrarlo.

Piotr Stepanovich tomó un comedor reservado. Liputin, colérico y resentido, se sentó en un sillón apartado de la mesa y lo miraba comer. Pasó más de media hora. Piotr Stepanovich no se apresuraba y comía con apetito. Llamó al camarero, pidió otra clase de mostaza, luego cerveza, y todo eso sin dirigirle la palabra a Liputin. Podía comer con apetito y sumirse en hondas reflexiones. Liputin acabó por aborrecerlo tanto que no podía apartar la vista de él. Era como una obsesión nerviosa. Contaba cada trozo de bistec que el otro se llevaba a la boca, odiaba la manera que tenía de abrirla, el modo de masticar, el chasquido de lengua con que engullía los bocados más suculentos, detestaba el bistec mismo. Todo daba vueltas a su alrededor. Sentía que la cabeza se le iba y que un escalofrío le recorría la espalda.

—Ya que usted no está haciendo nada, lea esto —dijo Piotr Stepanovich acercándole un papel.

Liputin se acercó a la lámpara. El papel estaba cubierto de letra menuda y pésima, con enmiendas en cada renglón. Cuando lo hubo descifrado, Piotr Stepanovich había pagado ya la cuenta y se disponía a salir. En la acera, Liputin le devolvió el papel.

—Guárdeselo, ya hablaremos más tarde. Pero en todo caso, ¿qué opina?

Liputin se estremeció.

—En mi opinión…, esa proclama… es una idiotez absurda.

Estallaba su rencor. Sentía como si lo levantaran y lo llevaran contra su voluntad.

—Si vamos a repartir proclamas así… —dijo con ligero temblor de todo el cuerpo— nos pondremos en ridículo por nuestra estupidez e incompetencia.

—Yo pienso de otro modo —dijo Piotr Stepanovich caminando con paso resuelto.

—Yo también. ¡No me diga que lo ha escrito usted!

—A usted eso no le importa.

—También yo creo que esos ripios titulados «Un espíritu noble» son una grandísima porquería y no pueden haber sido escritos por Herzen.

—Se equivoca usted. Es buena poesía.

—Además, por ejemplo, me sorprende —dijo Liputin casi sin aliento y yendo siempre a la carrera—, que nos propongan obrar de modo que todo acabe en desastre. Es natural que en Europa se obre de modo que todo acabe en desastre, porque allí hay proletariado, pero aquí no somos sino aficionados y no hacemos más que dar gato por liebre.

—Creía que era usted fourierista.

—No es eso lo que Fourier dice, ni mucho menos.

—Sé que es una tontería.

—No. Fourier no es una tontería… Disculpe, pero no puedo creer que haya una insurrección en mayo.

Liputin se acaloró tanto que tuvo que desabrocharse la chaqueta.

—Bueno, basta ya. Ahora, para que no se olvide —dijo Piotr Stepanovich con notable sangre fría—, pasando a otro tema…, será usted quien imprima esa proclama. Desenterraremos la imprenta de Shatov y mañana se la lleva usted. Imprima el mayor número posible de ejemplares en el menor tiempo posible y repártalos durante todo el invierno. Tendrá los fondos que necesite para hacer el mayor número posible de ejemplares porque nos los piden de otros lugares.

—No, señor. Usted disculpe, pero no puedo cargar con… Me niego a hacerlo.

—Lo hará. Sigo instrucciones del comité central y debe usted obedecer.

—Y yo estimo que nuestros centros del extranjero han olvidado lo que es Rusia y roto todo lazo con ella; por eso dicen tantas tonterías… Más aún, pienso que somos el único grupo perdido en Rusia y que todo eso de la red es una tremenda farsa —dijo Liputin jadeante.

—Peor y más indigno es que haya usted abrazado una causa sin creer en ella… y que venga ahora corriendo como perro roñoso.

—Se equivoca, no voy tras de usted. Nosotros tenemos pleno derecho a separarnos de usted y fundar una nueva sociedad.

—¡I-dio-ta! —aulló Piotr Stepanovich con ojos centelleantes y amenazantes.

Durante unos instantes se quedaron enfrentados sin decir palabra hasta que por fin Piotr Stepanovich giró sobre sus talones y continuó confiadamente su camino.

Por la mente de Liputin cruzó rápidamente una idea: «Ahora le vuelvo la espalda y me voy por donde he venido; si no lo hago ahora no lo haré nunca». Así pensaba mientras daba diez pasos más, pero en el undécimo brotó de su mente un nuevo y desesperado pensamiento: no volvió la espalda a Piotr Stepanovich y no se fue por donde había venido.

Se acercaban a la casa de Filippov, pero antes de llegar tomaron por un pasadizo o, mejor dicho, por una vereda apenas visible que corría junto a un vallado, con lo que tuvieron que caminar algún tiempo por el borde escarpado de una zanja en el que no podían afianzar el pie sin agarrarse a la valla. En el rincón más lóbrego de la casi derruida empalizada Piotr Stepanovich quitó un tablón, dejando un boquete por el que rápidamente se deslizó. Sorprendido, Liputin, se coló también por allí. De inmediato, el tablón fue puesto en su lugar. Era la entrada secreta por la que Fedka venía a visitar a Kirillov.

Piotr Stepanovich se acercó a Liputin y en voz baja y dándole una orden le dijo que Shatov no debía enterarse de esa visita.

Los demonios
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